CAPÍTULO V

GUIDOBALDO DE MONTEFELTRO

Castillo de Urbino

1 de mayo de 1497

Guidobaldo salió a la galería del castillo.

Urbino se extendía a sus pies, dormida en una noche de mayo, encantadora y soberbia como siempre, su mirada se posó sobre los tejados rojizos de la ciudad, sobre las diferentes alturas que se sucedían más allá de las murallas iluminadas por la luna.

Sintió los ojos húmedos por el llanto. Su tierra era parte de él, era la esencia de su vida.

Experimentaba un remordimiento ardiente por no haber valorado los riesgos de su unión con los Borgia y haber puesto su ducado en peligro. Bastaba una coz del Papa y sus tierras serían expropiadas, y él no tenía los medios ni el poder de los Orsini para hacer frente a un enemigo tan voraz.

Guidobaldo se sintió solo y desesperado.

Echó una última mirada a la ciudad y entró.

Un hombre moreno, con la cara surcada de leves arrugas, le esperaba delante de su estudio.

—Tengo que hablar contigo; en el banquete éramos muchos, y algunas conversaciones es mejor tratarlas en privado.

Guidobaldo le invitó a entrar. Conocía desde siempre a Corrado, era uno de sus más queridos amigos, hábil espadachín, frío y calculador. Sus duelos se habían convertido en leyenda y lo había visto matar sin dudarlo a quien le había faltado al respeto.

—Temíamos no volverte a ver —empezó Corrado, mirandolo con afecto.

—Ahora todo ha pasado.

—¿Todo? —los ojos agudos de Corrado lo analizaron.

—Lo que has tenido que soportar es suficiente para declarar otra guerra.

—Lo sé, estoy en deuda con vosotros.

—¡No es eso! ¿Piensas que la alianza con el Papa tiene que terminar así?

—Me siento humillado y siento una rabia terrible —la cara pálida de Guido se enrojeció.

—Nosotros estaremos siempre a tu lado: tu destino será el nuestro —Corrado se llevó una mano al corazón.

Guidobaldo le miró intensamente durante un instante, en silencio. Luego dijo:

—Nunca he dudado de vuestra fidelidad, pero tú no estás aquí para decirme que eres fiel: quieres decirme algo más.

—Tus súbditos se sienten amenazados. Necesitan seguridad, verse gobernados por una mano fuerte. Tu padre nunca hubiese aceptado esta situación. Ni siquiera tú tienes que hacerlo.

Guidobaldo bajó la mirada.

—Y vosotros, mis queridos amigos y consejeros, ¿qué pensáis?

—En Urbino queremos un duque que sepa hacerse respetar. Algunas ofensas no pueden ser toleradas, ni tan siquiera perdonadas. Debemos defender nuestra tierra y demostrar a todos que tú eres su digno señor. No queremos sentirnos siervos del Papa. Recuerda que si hoy no te han dado lo que era justo, mañana podrán coger lo que es tuyo.

—Es lo que más temo, ¿pero qué puedo hacer? Consigo mantenerme de pie a duras penas, y no tengo nada de dinero.

Guidobaldo se llevó las manos a la cabeza.

—Esperamos sólo una orden tuya. No tememos a los Borgia.

—¿Debería quizás desafiarles?

—No es eso lo que te estaba sugiriendo. Pensaba en una acción más discreta, ya he hablado con los demás. Tú no aparecerás como protagonista, bastará una sola palabra, del resto nos ocuparemos nosotros… —se interrumpió inquieto.

Guidobaldo se levantó pensativo, seguido por Corrado. Observó los retratos que decoraban las paredes: hombres grandes, que habían construido la historia.

—Volveremos a hablar, necesito pensar. Ahora me tengo que ir, Elisabetta me espera.

—Recuerda Guidobaldo, estamos todos contigo —se dieron un fuerte apretón de manos.

 

 

 

La habitación permanecía en penumbra. Al oírlo entrar, Elisabetta, que se hallaba tumbada sobre la enorme cama, se giró hacia él con una sonrisa.

Guidobaldo amaba su rostro ovalado, su blanca piel ligeramente rosada en las mejillas, aquellos ojos oscuros con expresión inocente, aquella boca pequeña con el labio superior que sobresalía ligeramente, dándole un aire de enfadada.

Con delicadeza retiró la sábana que la cubría. Elisabetta llevaba puesta una túnica blanca recamada en el pecho. El fino tejido se le adhería en las caderas, dejando intuir las formas plenas de su cuerpo.

Guidobaldo sintió un escalofrío que le corría toda la espalda, y después le invadió un calor inesperado.

Se liberó de la espada y se desnudó, quedándose sólo con la camisa. Sentado en la cama, hundió su cara en la olorosa madeja del cabello de Elisabetta. ¡Cuánto veces había soñado con la mirada dulce y levemente perdida de sus ojos marrones! Puso con delicadeza sus labios en los de ella, mientras sus manos acariciaban impacientes aquel cuerpo dócil.

Le levantó la camisa hasta el pecho, descubriendo el vientre que apenas se revelaba, y recorrió la piel cándida y tersa de sus piernas.

Sentía por dentro unas enormes ganas de poseerla. Se tumbó sobre ella e intentó penetrarla.

Elisabetta se aferró a él con los brazos, escondiendo entre los cabellos de Guidobaldo su cara sonrojada.

Guidobaldo sintió cómo el corazón se le aceleraba pero, una vez más, su cuerpo no respondió a la llamada de su deseo. Se levantó y, casi con furia, la desnudó. Ella lo dejó hacer con los ojos cerrados.

Guido se inclinó sobre el pecho abundante y empezó a besarla, la excitación lo aturdía, jadeando la atraía hacia sí, apretándole fuerte los muslos. Tenía que penetrarla, aquel pensamiento insistente le quitaba la respiración, pero su sexo permanecía inerte.

Cubierto de sudor frío, Guidobaldo se separó de ella de mal humor, la alejó de su lado y le dio la espalda.

—¡Santo Dios, haz algo tú también! Estás fría como un muerto.

Elisabetta se cubrió rápidamente, sofocando los sollozos, que no le dejaban respirar.

—Perdóname… Es sólo culpa mía. Te lo pido, olvida lo que te he dicho. ¿Qué me pasa? Guido se escondía la cara entre las manos.

Elisabetta se le acercó. Aquellos fallidos intentos amorosos le provocaban un sufrimiento profundo. Hubiese preferido quedarse sola y llorar, en vez de verse obligada a ocultar su dolor.

—Has pasado momentos terribles. Estás extenuado, necesitas todavía descansar —le hizo una caricia.

—No, nosotros sabemos que no es así —Guidobaldo levantó la mirada con desolación—. El maleficio infernal no me abandonará nunca y ahora… soy el deshecho de mí mismo.

Elisabetta sintió una enorme piedad.

Desde los primeros momentos de su matrimonio había tenido que sufrir este tormento. Después de su boda tuvieron que esperar algunos meses antes de dormir juntos porque los astrólogos de la corte habían señalado el mes de mayo como el más propicio para la unión física. Guidobaldo ignoró aquella advertencia, pero no pudo imaginar la pesadilla que le seguiría.

Cuando llegó la noche señalada, intentó poseerla, pero era inexperto y ella se sonrojaba con cada caricia. Durante algún tiempo se alimentaron de abrazos desesperados, pero al poco la situación se volvió insostenible. Debido a la tensión, ella había enfermado, y sólo su nodriza, las pocas damas de compañía que le habían acompañado desde Mantua y los médicos de la corte conocían las causas. Guido le había suplicado que no hablase con nadie sobre su impotencia, porque si se revelaba la verdad, su matrimonio sería anulado, y Urbino pasaría a la Iglesia. La tranquilizaba diciéndole que su condición era debida al maleficio de alguien que lo odiaba, y que un día, gracias a las oraciones, los cuidados, y las diferentes posiciones de los astros, el hechizo se rompería.

Ella había ordenado, a los pocos que lo sabían, callar para siempre. Guidobaldo era un hombre guapo, culto y gentil, y había aprendido a amarlo incluso así.

La miró con tristeza.

—Moriré joven, diciendo adiós a mis ilusiones…

Elisabetta lo acarició sin hablar: también sus ilusiones habían desaparecido.

—Querías hijos, lo sé; yo también los deseaba mucho.

Apretó la mano de ella entre las suyas.

—Dios no lo ha querido.

Elisabetta retuvo como pudo las lágrimas, pensando que había perdido las esperanzas de ser madre. Se sentía envejecer en un cuerpo yermo, que no conocía ni las alegrías del amor ni los dolores del parto. Envidiaba a las demás mujeres cuando se intercambiaban secretos íntimos; ella sólo podía escuchar en silencio, escondiendo tristemente su inocencia de esposa virgen.

—He soñado contigo a menudo durante la cautividad, confiaba en la vuelta, pero ahora… ¿Dios mío, por qué? —Guidobaldo rompió a llorar de desesperación, de rabia, de cansancio.

—Háblame de lo que has pasado, te lo ruego. Así podré entenderte y ayudarte.

—He luchado con toda mi alma, créeme, pero no he podido evitar la humillación de ser capturado. He permanecido inconsciente durante días, tenía fiebre, deliraba, me daban infusiones para hacerme dormir y aliviarme el dolor. En prisión el tiempo pasaba lentamente, pensaba en mis errores, en los de los demás, en Urbino abandonada sin gobierno… Si tú supieses qué ansia he sentido: hablaba contigo para no volverme loco en la soledad. Consumía hojas y hojas invocando al Papa. Y a pesar de que los Orsini no me decían nada, estaba seguro de que estaban negociando mi liberación.

—¿No sabías que Borgia rechazaba pagar?

—Lo he sabido hace pocos días, por Cario Orsini.

—Entonces no has recibido ninguna de mis cartas, ¡te he escrito todos los días!

—Lo imaginaba…

—Tal vez ha sido mejor así, te hubieses amargado todavía más.

—Continuamente me pregunto qué es lo que debería haber hecho.

—No —Elisabetta le puso una mano en los labios para interrumpirlo—, reviviendo el pasado no solucionarás nada, ahora tienes que recuperarte y pensar en el futuro. Juntos superaremos también esta prueba.

Guidobaldo la abrazó.

—Te he echado tanto de menos. Intentaba recordar tu cara, cada expresión de tus ojos, sentía tu perfume. Quién sabe qué alegrías esperabas de nuestro amor.

—Yo quiero estar junto a ti… siempre.

Era sincera mientras pronunciaba esas palabras.

Durante los primeros años de matrimonio, en cambio, había deseado a menudo alejarse de aquella ciudad, de su clima ventoso y cortante. A veces convencía a Guido para que le permitiera volver a Mantua, donde había dejado a sus seres queridos. Allí, entre fiestas y diversión en la corte de su hermano Francesco, le volvía el buen humor y la esperanza, pero aquellos felices paréntesis duraban poco. Guidobaldo no podía soportar largos periodos de separación y la llamaba a Urbino, le demostraba su afecto con regalos y cortesías, organizaba para ella espectáculos teatrales y la caza del gamo en la reserva de Fossombrone. Elisabetta había entendido que era indispensable para su marido y éste la compensaba con creces de todo aquello que no podía darle.

—Yo también he sufrido. Los hombres piensan que combaten solos en las guerras, y no saben que quien se queda combate a su lado día tras día.

—Perdóname, por obligarte a pedir limosnas. Pensaba que obtendría los beneficios del Papa. En cambio, ¡he servido sólo para sustentar a su hijo!

—No te culpes, ¡te has comportado con honor!

—No olvidaré nunca lo que has hecho por mí.

—Lo he hecho por nosotros, y además no eres la única víctima de Borgia. Piensa en tu primo Giovanni. Cuando estabas en prisión me escribió, y estoy segura de que ha intentado ayudarme, pero su posición en Roma era ya comprometida. Si Dios hubiese dejado en vida a Maddalena, él no se hubiese casado con Lucrecia.

Elisabetta, todavía después de ocho años, no se permitía olvidar la muerte de su hermana.

—Borgia deseaba mi muerte, quizás la haya pactado… Quiere mi ducado para entregárselo a Juan.

Guido se calló mirando al vacío.

—¡Tú eres todavía el duque de Urbino! Piensa en cómo te han acogido tus súbditos, no puedes dudar de su fidelidad. Los cuarenta mil ducados del rescate se los debemos en buena parte a ellos.

—¡El mismo dinero que ha servido a los Orsini para poseer de nuevo sus castillos! ¡Y el Papa le ha regalado el dinero a Juan! llene razón Corrado, tienen razón mis amigos, Rodrigo Borgia tiene que ser castigado. Me lo ha quitado todo, y ha querido también el dinero de mis súbditos. ¡Ahora yo quiero la sangre de su hijo!

Cogió la espada apoyada sobre la cama y la desenfundó. Con el arma empuñada y la mirada ida, se acercó hacia la puerta.

Elisabetta intentó retenerlo.

—¡Te lo suplico, vuelve a tus cabales!

Estremecido por violentos escalofríos, Guidobaldo se tambaleó y se apoyó en una columna. Pálido y lleno de sudor, bajó la espada, que cayó al suelo, y después se arrodilló delante de Elisabetta.

—No sé por qué —le costaba trabajo hablar y temblaba.

—Tranquilízate, todo irá bien —Elisabetta lo abrazó llorando—. Ven aquí, ahora estás demasiado cansado. Espera, te ayudo —lo condujo hasta la cama y le ayudó a tumbarse.

—Estoy perdiendo la razón. ¿Dónde encontraré fuerzas para seguir viviendo?

—Yo estaré siempre junto a ti, y volveremos a empezar juntos.

—¿Me amarás incluso si no consigo ser un hombre? —murmuró conmovido.

Elisabetta lo abrazó con fuerza y se tumbó junto a él. Había previsto que el retorno de Guido sería difícil, pero no había imaginado cuánto cambiaría. En su mirada había arraigado un odio muy peligroso, porque brotaba de un corazón bueno. Conocía muy bien a Corrado y a los demás fieles de su marido, sabía que no estaban dispuestos al perdón.

Y ella ¿estaba dispuesta a perdonar? No había contado a Guido que, durante su cautiverio, el Papa le había escrito muchas cartas de consuelo y apoyo. Ella le había creído, y durante meses no se había dado cuenta de la falsedad de aquellas palabras. Su tío Ubaldini le había abierto los ojos diciéndole que si Judas había vendido al señor por treinta denarios, Borgia lo vendería por veintinueve. Rodrigo no desembolsaría nunca un solo ducado para liberar a Guidobaldo. Elisabetta lo odiaba por esta traición y su deseo de venganza no se había apagado todavía.

Se santiguó rápidamente y comenzó a rezar a la Virgen con los ojos cerrados.

 

 

 

Guidobaldo, a pesar del cansancio, no conseguía dormirse; demasiados pensamientos se amontonaban en su mente. ¿Cómo podía restituir el dinero que le habían prestado? Él era un hombre de armas, pero tal y como se hallaba, temía no soportar en un futuro otras misiones militares. Si hubiese tenido hijos… Aquella carcoma continuaba corroyéndole por dentro.

Se acordó de cuando Gian Galeazzo Sforza había conseguido, después de meses de mortificantes fracasos, consumar su matrimonio. Al principio había pensado que también a él le llegaría el momento, pero la ilusión desapareció enseguida. A pesar de los numerosos intentos, a pesar de cuánto amase y desease a Elisabetta, su cuerpo no respondía.

Lo había intentado también con las prostitutas, pero no habían sido más que experiencias humillantes. Recordaba a una cortesana joven y provocadora, en una habitación impregnada de perfumes exóticos. La mujer lo había desnudado con gestos seguros y le había ayudado a tumbarse en una blanda cama. Después ella se había quitado los vestidos, se había tumbado junto a él y lo había acariciado diciéndole lo guapo que era, cuánta fuerza tenía en los brazos musculosos, cuánta vida en sus poderosas piernas. Nunca nadie antes lo había adulado de aquella forma. Después las caricias se habían hecho más audaces, suministrándole un placer desconocido… pero a pesar de todo, nada diferente había sucedido.

Estaba escrito en el destino, después de él ningún Montefeltro gobernaría su ducado.

En medio de todos estos fracasos, le quedaba sólo el honor. Este lo había salvado, pero ¿por cuánto tiempo? Era un soldado valiente, y nunca se había ensuciado las manos ni la conciencia con acciones viles. Corrado, sin embargo, le había dado a entender claramente que, esta vez, con las buenas maneras y la lealtad no salvaría a Urbino ni mantendría el amor ni el respeto de sus súbditos.

Sus partidarios lloraban a su padre porque los habría protegido de cualquier ataque y ¡él debía de hacerlo igualmente!

Se sentía diferente, la desesperación podía armarle la mano: ahora quería la sangre de Juan Borgia, al que sólo pocos meses antes había defendido con su vida.

¿Puede la naturaleza humana cambiar tanto en tan poco tiempo? Sí, al día siguiente hablaría con Corrado y con los demás…

Cerró los ojos y dejó que el sueño alejase, al menos durante algunas horas, sus oscuros pensamientos.