CAPÍTULO XIII

EL HOMICIDIO

Roma

14 de junio de 1497

Hora de completas

Atardecía cuando Vanezza Cattanei bajó al jardín. El pequeño parque, protegido por una muralla, con árboles altos y frondosos, se abría en el lado izquierdo de la villa que dominaba el Esquilino.

Arriates floridos de colores intensos y matas verdes bordeaban senderos de guijarros que, entrecruzándose, formaban un laberinto. En la confluencia de estos senderos, manaba agua a borbotones de una fuente formada por jarrones de bronce sostenidos por un fauno de piedra y diosas de mármol blanco. Por todas partes se encontraban esparcidos restos de la Antigua Roma, estatuas y columnas descansaban sobre la hierba. Al final del jardín había un amplio huerto rodeado de árboles frutales, y por último la viña con una torre en el centro, que alargaba sus hileras por el campo.

Vanozza llegó a la pérgola por la que trepaba la vid, donde estaba preparada la mesa.

Los perfumes intensos que inundaban el aire le recordaron a tiempos pasados.

De repente, se vio joven en una lejana noche de mayo. Rodrigo había mandado un paje para advertirle que llegaría tarde. Recordaba todavía su mirada fija sobre ella, que lo esperaba tumbada en la cama y cubierta sólo con flores. Se había acercado y sin hablar, las había quitado una por una. Cuando retiró la última flor, la cogió entre sus brazos y la amó con pasión.

Aquellos tiempos eran agua pasada, Vanozza ya no tenía el cuerpo flexible de aquellos años ni esa fantástica malicia. Era todavía bella, pero el resplandor de la juventud se había evaporado y Rodrigo ya no la buscaba.

Dejó escapar un suspiro y alejó aquellos pensamientos. Dentro de poco llegarían sus hijos con amigos y quería que todo estuviese perfecto.

Se acercó a los sirvientes que daban los últimos retoques a la mesa.

—Quiero más flores aquí, y una bandeja con fruta en el centro —ordenó, situando con cuidado las copas delante de los platos.

Aquella tarde había decidido, para sorprender a sus huéspedes, sustituir tres veces el mantel, uno para cada tipo de plato, primero la caza, luego el pescado, y por último la fruta y los dulces, sorbetes refrescantes y dulces llenos de licor. Dos músicos tocarían y cantarían y, para alegrar el alma, se serviría el mejor vino que su marido, Carlo Canale, elegiría de la bodega. Carlo, sin embargo, todavía no daba señales de vida, estaba siempre metido en sus estudios, en sus poesías y seguramente se había olvidado. Mandó a un sirviente a recordarle su promesa.

—Poned tres candelabros sobre la mesa, después traed las antorchas y situadlas sobre el muro, en este lado —faltaba poco para el atardecer, muy pronto la oscuridad llegaría a todo el jardín, pero ella contaba con que la luna llena diese un toque de magia a aquella velada.

—Perdonadme, Vanozza —Carlo Canale llegó casi corriendo—, estaba escribiendo un verso difícil y…

—¡Os habéis olvidado del vino! —Vanozza lo miró con aire de falso reproche.

—Sí, tenéis razón, lo arreglo enseguida. El blanco seco de Marino debería ir bien, si no… el de Frascati, y para terminar el vino dulce de Orvieto… Sí, pienso que será el más adecuado.

Vanozzalo retuvo.

—¿Qué os parece la mesa?

Canale, hombre de gran gusto, acostumbrado a visitar casas de nobles, recorrió cada sitio, controlando atentamente:

—¡Está todo perfecto! —exclamó sonriendo.

—¿Quedarán satisfechos mis hijos? —Vanozza abrió sus grandes ojos que el tiempo no había tocado.

Cario le cogió una mano llevándosela al pecho. Quien decía que se había casado con ella para arreglar su situación, pensó cerrando los ojos con desenvoltura ante su borrascosa vida, se equivocaba. Vanozza no era una mujer común. La aparente simplicidad de sus modales guardaba un alma noble, y su complaciente sumisión a los Borgia hacía de ella una persona con un enorme espíritu de sacrificio. Y él la amaba de verdad.

—Sí, estoy seguro. ¿Vendrán todos?

—No, Lucrecia no vendrá.

—¿Está todavía en San Sisto?

—Sí, mañana iré a verla aunque no quiere. Está tan callada últimamente.

—Con vos se confiará.

—Es joven, ¡tiene que ser feliz!

—¡Vos queréis ver a todos felices! —Cario le besó la mano que tenía todavía entre las suyas—. Esta noche admirarán no sólo la cena, sino también vuestra belleza —la contempló admirado—. ¡Estáis resplandeciente, igual que una reina!

Más tarde leeré una poesía que he compuesto para esta ocasión. ¡Voy a terminarla! Pero… ¡antes el vino!

Cambió de dirección, yéndose hacia la bodega, y seguido por dos sirvientes.

Vanozza sonrió y se arregló las amplias mangas del vestido de seda rosa, con mucho escote, que le marcaba el pecho abundante así como la melena rubia, sujeta con un lazo del mismo color del vestido. Llevaba sus joyas más bellas y anillos en cada uno de los dedos de sus blancas manos. Se levantó y se dirigió hacia el jardín pensando aún en sus hijos.

De pequeños fueron entregados a Adrina Mila, prima de Rodrigo, que podía prepararlos para sus deberes futuros mejor que ella. Había sufrido, pero aceptó verlos marchar.

César había sido el primero en dejarla. Aquel joven tan duro e introvertido la quería, estaba segura, quizás más que todos sus hermanos, pero recibir de su parte un abrazo o una palabra gentil era difícil. Había organizado aquella cena sobre todo para celebrar su próximo deber. Coronaría al nuevo rey de Nápoles. Era un gran honor y él era digno del mismo.

Lo vio cuando era niño, mientras jugaba y ninguno conseguía seguirle en sus empresas. Si se hacía daño, se levantaba sin llorar y enseguida estaba listo para volver a empezar, siempre alocado y siempre a la búsqueda de nuevos desafíos para demostrar a todos su superioridad.

Juan, en cambio, estaba siempre abrazado a ella. Le hablaba de sus éxitos con los ojos brillantes y le mostraba con orgullo sus vestidos y sus joyas. ¡Qué guapo era! Quién sabe si sus hijos en España se le parecían. Se conmovió pensando en aquellos nietos a los que todavía no había visto, y en su nuera española que le había escrito para contarle el nacimiento del pequeño heredero del ducado.

Y Jofré… siempre tan inseguro, con aquella mujer fogosa. La última vez que se habían encontrado había llorado contándole las voces que circulaban sobre Sancia. No era fácil explicarle que en la vida vence siempre el más fuerte o el más astuto. Las malas lenguas habían incluso dudado sobre la paternidad de Rodrigo y Jofré sufría por esto.

Mientras llegaba a las últimas hileras de la viña escuchó la campana de la cercana iglesia de San Pietro in Vincoli dar las ocho. Faltaba poco para la llegada de sus invitados, con paso ligero volvió a casa.

Hacia el final de

la primera vigilia

—¡Señora! ¡Madre! —Juan besó la mano de Vannozza. Después, con los brazos extendidos, la alejó para mirarla mejor—. El color de este vestido resalta vuestros ojos. Si no fueseis mi madre, ¡os haría la corte! —se quitó con desparpajo la capa, descubriendo un jubón de raso de rayas negras y amarillas que se le ajustaba al tórax bien esculpido. Se puso derecho el sombrero de plumas sobre el cabello castaño y se dirigió hacia el jardín.

Detrás de él apareció César, vestido de negro con una larga cadena de oro sobre el pecho. Besó a su vez la mano de su madre lanzándole una mirada de aprobación. Vannozza rió de alegría cogiéndole de la mano.

—Ven al jardín, estaremos al fresco.

 

 

 

Para aquella velada quería que el clima fuese relajado y familiar no quería hacer uso del formal vos de las ocasiones oficiales.

Abrió el camino a sus hijos mayores y acogió con un abrazo a Giovanni Borgia Lançol, un joven cardenal sobrino de Rodrigo.

Se acomodaron sobre los bancos esperando la llegada de los demás huéspedes. Vannozza se situó entre César y Juan para no perder un instante de su compañía.

—Señora, no imagináis qué agradable es el frescor de vuestro jardín —dijo Lançol—. El calor en el centro de Roma es insoportable.

—Qué alegría teneros en mi mesa, deberíais venir más a menudo.

Carlo Canale se unió a la compañía.

—¡Bienvenidos señores! ¡Cuando Vannozza os ve su belleza aumenta y es también más indulgente conmigo!

Todos rieron y brindaron con el vino fresco.

Mientras tanto fueron llegando el resto de los invitados, el cardenal Borgia de Monreal, primo de Rodrigo, y un notario napolitano, amigo de Carlo Canale, acompañado por su sobrino adolescente. Mientras Vannozza acogía a sus huéspedes, se escuchó en la entrada una risa cristalina. César y Juan se dieron la vuelta a la vez.

Sancia acababa de llegar. Llevaba un vestido blanco bordado en oro que resaltaba su piel morena. Los cabellos negros que se escapaban del tocado de flores y perlas le caían sobre el rostro y los hombros.

Entró como un remolino entre los invitados, alabando el vestido de Vannozza y la finura de la mesa. Saludó apenas a César y con una profunda mirada a Juan.

Jofré la seguía con una sonrisa casi sin marcar sobre los labios. Vannozza se levantó para abrazarlo y lo hizo acomodar entre sus hermanos.

—Parece que estás más bien bajo de ánimos, hermanito—. Juan le dio un golpe sobre los hombros delgados.

—Te equivocas, estoy muy bien —Jofré lo miró sin expresión.

—Estás tan delgado, ¿no estarás exagerando con tu mujer? —miró fijamente a Sancia sin disimular su admiración y añadió—. ¡No puedo decir que estés equivocado!

—Conmovedora tu preocupación, pero sé ocuparme de mí mismo. Por tu parte, si te importa tu pellejo, ¡aprende a callar! —le volvió la espalda sin darle tiempo de contestar.

—¿César, has escuchado? ¡El pequeño levanta la cresta! —Juan rió sarcásticamente.

—Basta ya, Juan —César echó una mirada helada a su hermano—. Jofré ya no es un niño.

—¡Eh! ¿No se puede bromear? ¡Apenas se habla de Sancia se os sube la sangre al cerebro!

—¡Basta! —César le puso una mano sobre el hombro haciendo fuerza—. Ya has hablado suficiente —el apretón se transformó en un pellizco.

Juan cerró la boca pero al final emitió un gemido de dolor y agachó la cabeza.

César entonces dejó la presa y se alejó mirando con fría indiferencia los ojos enrojecidos de su hermano. Se dirigió hacia el joven que acompañaba al notario y se puso a conversar con él.

Mientras tanto los últimos invitados se acomodaban en la mesa y los músicos entonaban una melodía vivaz. Vannozza llamó a los pajes, que acudieron rápidamente de las cocinas llevando bandejas llenas de piezas de caza recién hecha.

Juan y César fueron servidos los primeros como invitados de honor.

—Esta noche, hijos míos, no os quitaré los ojos de encima —Vannozza los miró a ambos con dulzura—. Sé que no os veré durante mucho tiempo.

—¿Cuándo os marcháis, Cardenal? —preguntó el notario.

—Dentro de no mucho —contestó César indicando al paje un trozo de carne dorada.

—Para nosotros, los napolitanos, es un honor que sea el propio cardenal de Valencia el que va a coronar al rey Federico —precisó el notario dirigiéndose a Vannozza.

—¡Para Su Santidad es en cambio la ocasión para recaudar los tributos atrasados que el Reino de Nápoles debe a la Iglesia!

Juan lo miró con sarcasmo antes de morder un trozo de carne.

—Esperemos que la presencia del cardenal sea de buen agüero. Después de cuatro soberanos en tan poco tiempo, un poco de estabilidad beneficiará a Nápoles.

Sancia explotó en una de sus carcajadas.

—Jofré está algo enamorado de mi tío Federico. Fue él quien me representó en la boda por poderes y me han dicho que ¡consiguió ser muy seductor como novia!

—¡Tuve incluso que besarlo en la boca! —intervino Jofré entre las risas de todos.

El notario continuó alabando la futura empresa de César y le aconsejó algunos lugares maravillosos que merecía la pena visitar.

Juan se dirigió a su madre que estaba sentada junto a él y le susurró al oído:

—Un banquete excelente.

Vannozza acarició la mano bien cuidada de su hijo.

—Te he visto tan poco desde que has vuelto… Todavía no me has hablado ni de tus hijos ni de tu mujer.

—Sabéis todo, María os ha escrito, ¿no?

—Tiene que ser una mujer maravillosa, siento mucho que no haya venido contigo, deseaba tanto conocerla.

—María no dejará nunca España. Su padre quiere que esté cerca de él, y ella tiene que estar en Gandía para ocuparse de nuestro ducado. Y además, aquí en Roma, no tendría tiempo de dedicarme a ella —Juan se llevó a los labios una copa y la vació.

—Juan, ¿eres feliz? —Vannozza observó con atención la mirada de su hijo. Sabía que no amaba a su mujer y no sentía para nada su ausencia, pero a lo mejor pensaba en los hijos que había dejado en España.

—Sí, he llevado a cabo mi deber, ¿no?

—Tienes razón, y yo te lo agradezco, porque intentas complacer siempre a tu padre.

—No es fácil.

—Hay algo que me gustaría pedirte… —dijo Vannozza bajando la voz y comprobando que los demás invitados no la oían.

—Decidme —Juan hizo una señal a un sirviente para que le llenase de nuevo el vaso.

—Se comenta que entre tú y César hay tensión, rivalidad. No quiero que haya luchas entre vosotros.

Juan alejó su mirada de los ojos de ella y dejó escapar un suspiro.

—Nunca he soportado ese aire arrogante. El hecho de que tenga un año más que yo y que sea un cardenal no le da derecho a enseñarme a vivir.

Se masajeó el hombro todavía dolorido.

—Demuestra afecto por ti, por eso te da consejos.

—No, César no siente afecto ni por mí ni por nadie. Es incapaz de amar —se llevó a los labios la copa y la vació de otro trago—. Miradlo… Está siempre callado, mira a todos de arriba a abajo, como si ninguno fuese digno de acercarse a él, pero conmigo su encanto no funciona. Es falso como Judas y me odia, está celoso de todo lo que hago. Cuando ha sabido que iría a tomar posesión de mis nuevas tierras ha corrido a reclamar algo también para él.

—No hables así de tu hermano… —Vannozza sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas.

—Vos sois la que habéis querido vos la verdad.

—Intenta entenderlo, no ama el vestido que le han impuesto, por ese motivo está siempre inquieto… —se detuvo observando a Jofré que miraba a Sancia de forma penetrante—. También con Jofré, te lo ruego, no puedes estar siempre tan molesto. Me gustaría veros más unidos.

—Sólo estoy ayudándole a crecer, pero mis esfuerzos son apreciados.

Vannozza respiró profundamente.

—Intentemos ser sinceros, al menos entre nosotros. Sé que Sancia lo traiciona y sé también con quién.

—¿Conocéis a todos los hombres de Roma? —Juan se puso a reír.

—No me importan todos los hombres de Roma, pero me gustaría que respetases el honor de tu hermano.

—Mis caprichos pasan rápido, éste ya ha pasado, y no he hecho mal a nadie.

—Pon atención, hijo mío, toda Roma habla de tus aventuras.

Juan rió de nuevo, después acercándose más al oído de su madre le susurró:

—¡Me estáis dando un sermón digno de un obispo!

—No quería agobiarte con mis preocupaciones.

—Vos y Su Santidad sois las dos únicas personas de las cuales acepto consejos —se llevó a los labios la mano de su madre y le dio un beso afectuoso—. Os pido perdón si he sido demasiado sincero, pero os aseguro que no hay nada que temer de mis aventuras. Defender la Santa Iglesia de Roma es un deber serio, y de vez en cuando es necesario relajar las tensiones.

—He sabido de la agresión que sufriste hace pocos días —lo miró con aprensión— He dado las gracias a la Virgen por haberte protegido. ¿Han cogido a ese loco?

—No, pero lo encontrarán. He recibido una nota extraña de Fabrizio Colonna, que me sugiere que tenga cuidado de un hombre de mi entorno. En cuanto pueda intentaré descubrir a quién se refiere y qué sabe.

—No te fíes nunca de nadie, esta ciudad está llena de peligros.

—¡No para quien está protegido por Su Santidad y por vuestras oraciones!

Vannozza sonrió, esperando que su hijo tuviese razón.

—Una última cosa, Juan, ¿por qué Lucrecia está en el convento de San Sisto?

—Tiene que estar lejos de Giovanni y de todos los cotilleos.

—Quizás es infeliz, tampoco quiere que vaya a visitarla. Me hubiese gustado que estuviese con nosotros esta noche.

—Lucrecia no está sufriendo, no tenéis por qué preocuparos, nos ocuparemos de ella de la mejor forma. Además, en el convento está segura.

Todos se levantaron para permitir a los sirvientes que cambiaran el mantel.

Mientras daba vueltas entre los invitados vio a Jofré que estaba alejado, y se le acercó.

—Jofré, hace muchos días que no vienes a verme.

Lo cogió por un brazo y se dirigió con él hacia la viña. Apenas estuvieron lo suficientemente lejos para que nadie les escuchase le preguntó con ansia:

—Estás pálido, ¿hay algo que te preocupa? Ven.

Lo llevó hasta un banco de piedra.

—No, nada.

—Escúchame —Vannozza le acarició el rostro—. Sé lo que te atormenta.

—No, no podéis saberlo.

—A tu madre puedes contárselo todo, ¿qué ha pasado?

—Acabáis de decir que sabéis lo que me preocupa. Decidlo vos, entonces.

—La causa de tu mal humor es Sancia.

—¡Demasiado fácil! Pero hay algo más, alguien más.

—No hagáis caso de todo aquello que se comenta.

—¿Aquello que se comenta? Los he visto, ¿entendéis?, los he visto con mis propios ojos, tumbados en el suelo como dos perros vagabundos, Juan y… —la voz de Jofré se quebró.

Vannozza retuvo el impulso de cogerlo entre sus brazos, era tan frágil en aquel momento.

—Jofré, eres un hombre, tienes que olvidar cualquier cosa que hayas visto. Se ha tratado sólo de un capricho, no sucederá más, créeme.

—¿Sabíais que eran amantes y no me habéis dicho nada?

—¡No! —Vannozza lo interrumpió—. He escuchado, como todos, los cotilleos que…

—¡Las verdades!

—Maledicencias o verdades, ahora ha terminado. Ha sido una prueba dura para ti, lo entiendo, pero ahora es agua pasada, y eso es lo que importa.

—¿Cómo podéis afirmarlo? ¿Os lo ha dicho él? ¿Cuándo?

Vannozza se sonrojó.

—Hace poco. Me ha asegurado que entre ellos todo ha terminado.

—¡Es increíble! Mi hermano y mi mujer me traicionan y mi madre habla del asunto con ligereza, ¡como si fuese natural!

—No hablo con ligereza, intento tranquilizarte por tu bien, diciéndote lo que sé. Y Sancia, ¿sabe que los has visto?

—Ella ya no me importa. Es a él a quien odio, es un infame, no puedo considerarlo ya más un hermano. Me gustaría que desapareciese, ¡que volviese por donde ha venido!

Vannozza suspiró tristemente. Cuánto le gustaría contarle que también ella había conocido el infierno de los celos.

El último dolor lo había probado cuando en la vida de Rodrigo apareció Giulia Farnese. Con el tiempo, sin embargo, aprendió a aceptarlo todo y a amarlo también con sus infidelidades, sus imposiciones y sus extravagancias.

Mirando a Cario Canale, que se ocupaba de entretener a los invitados, agradeció de corazón a Rodrigo por haberle dado aquel marido. La ternura que sentía por Carlo era bien diferente de la pasión sentida por Borgia, pero la estaba compensando de tanta infelicidad.

Jofré era además demasiado joven, no podía entender y mucho menos aceptar. Lo cogió por los hombros.

—Jofré, él no desaparecerá, eres tú quien no debe permitirle que coja algo que es tuyo y con Sancia usa otros métodos. Aléjala de Roma, castígala, o a lo mejor, intenta reconquistarla. No olvides el motivo de vuestro matrimonio.

—¿Debería aceptar ser traicionado para mantener los acuerdos políticos?

—Es parte de tus deberes y no eres el único que lo hace. ¡También Juan se ha casado con una mujer que le han impuesto! El Santo Padre trata a todos vosotros con equidad, honores y deberes.

—¡Sabéis que no es verdad! —Jofré enrojeció de rabia.

—¿Desde cuándo eres envidioso? Su Santidad te ha dado como mujer una princesa.

—¡Y Juan la ha tomado como amante! ¿Os parece poco?

Vannozza sintió un pellizco en el corazón. Aquel hijo no tenía el mismo temperamento de los otros dos, era inseguro y vulnerable.

—Sólo estoy intentando hacerte entender que entre ellos todo ha terminado y que tu padre….

—¿Mi padre? —Jofré la miró irónico—. ¿Y quién es? Os lo pregunto a vos.

—¡No os escucharé más, Jofré! —Vannozza se levantó—. Me estáis faltando al respeto. Deja de mortificarme y aléjate de Roma por un tiempo. Estás cansado y nervioso, pídele a tu medico que te prepare una infusión para calmarte y no des a nadie la satisfacción de verte en este estado. Mañana ven de nuevo, hablaremos con tranquilidad y te ayudaré a encontrar una solución.

—Perdonadme, no sé qué hacer. Madre, ¿me queréis?

—¡No lo pongas nunca en duda!

Lo abrazó fuertemente, y dominando su pena, volvió donde estaban sus huéspedes, que se habían levantado de la mesa y rodeaban a los músicos que entonaban una balada cómica. Sancia esbozaba pasos de baile. Sólo César estaba en un lado saboreando el vino.

Vannozza se le acercó. Quería hablar también con él.

—¿No te gusta esta música? —le ofreció una bandeja llena de pasteles.

—Me gusta mucho —César rechazó los dulces.

—A lo mejor te aburres, debería haber invitado a alguien más interesante para ti.

—No me aburro en absoluto.

—Daría cualquier cosa por verte sonreír.

—No os preocupéis, estoy muy bien —César apoyó la copa vacía.

—¿Estas preparado para tu viaje? —Sí.

Era imposible establecer confianzas con aquel muchacho. Vannozza no sabía cómo entrar en sus pensamientos. Decidió hacerle una pregunta directa.

—¿Por qué tú y Juan os ignoráis? ¿Hay algo que no va entre vosotros?

—¿Nos ignoramos? No lo creo. Somos sólo diferentes, deberías conocernos.

—Oh, sí, os conozco mejor de lo que pensáis y sé que tú también estás preocupado por su forma de vivir.

—Yo me tengo que preocupar de mí mismo.

—¿No podrías ser menos duro con él? Ofrecerle tu amistad…

—Juan no necesita mi amistad, tiene ya todo aquello que necesita.

Vannozza buscó en los ojos profundos de su hijo. A lo mejor Juan tenía razón, seguramente le tenía un poco de envidia, había sido siempre un chico preparado para la acción y aquellos vestidos rojos lo limitaban.

—Perdóname si te he molestado —dijo Vannozza tristemente.

—No lo habéis hecho, madre mía —César se había sonrojado un poco. El afecto y la dulzura le desorientaban siempre.

Vannozza le hizo una ligera caricia en el rostro, había pronunciado madre mía con una voz diferente, más baja, más lenta. Era todo lo que podía tener de él y sabía que no obtendría nada más.

Lo dejó solo y se acercó a los demás.

Dos horas antes

de medianoche

Alonço no perdía nunca de vista a Juan.

Desde que Su Santidad le había ordenado que no lo abandonase jamás, se sentía investido por un deber que llegaba directamente del Altísimo. No se trataba solamente de defender la vida de su señor, sino también de salvar su alma del infierno.

Tembló sólo con el pensamiento que le pudiese suceder algo. Unos días antes, delante de la Cancillería, un loco se había lanzado contra la escolta del Duque insultándolo a voz en grito. Alonço no había perdido el tiempo y se había situado delante de Juan, protegiéndolo con su cuerpo. Gracias al Cielo también los demás fueron rápidos y rechazaron a la vez al asaltante que se escapó corriendo.

Aquel asqueroso solo tenía que intentar acercarse para conocer la fuerza de sus brazos y la punta de su puñal.

Lanzó una mirada hacia la mesa, Carlo Canale estaba declamando unos versos con gran énfasis y los comensales parecían alegres. Juan departía con Sancia y levantaba una copa para brindar. Alonço sonrió, si el Duque era feliz, él se sentía en paz con Dios.

—¿De qué te ríes? —le preguntó un compañero.

—¿Has visto lo guapa que es la princesa de Aragona?

—¿Entonces? ¿De qué te ríes, piensas que sólo tú sabes que el amo se los pone a su hermano? —dijo con aire de sabihondo.

—¡Don juan las castiga a todas! Las mujeres le caen encima como las moscas en la miel, todos los bocados más exquisitos los prueba!

—¿Nunca hay sobras para ti?

—Eso no es comida para nosotros…

Alonço se interrumpió al ver a Neco que, con su inseparable máscara negra en la cara y con su mal caminar, se dirigía hacia él. Era cojo y delgado como un lobo.

Desde hacía un mes le había caído en gracia del Duque y Alonço comprendía por qué. La broma siempre lista y sobre todo el conocimiento de todos los burdeles y las casas de juego de Roma lo volvían atractivo y útil. Quién era y de dónde venía era un misterio. Sin lugar a dudas era romano, conocía demasiado bien la ciudad y sus recovecos. Alonço había intuido por sus modales que había sido un soldado y que aquella pierna no se la había herido en un burdel. Tenía que haber luchado, y mucho, a juzgar por cómo llevaba la espada y evitaba los peligros. Lo que le parecía extraño era que no se quitase nunca la máscara. Una vez le había preguntado a su amo sobre ello, y don Juan le había dicho que el mal francés le había dejado cicatrices de las que se avergonzaba.

—¿Cómo te lo pasas, Alonço?

—De maravilla, mícer Neco.

—¡Bien por ti! Busca a tu amo, dile que estoy aquí y tengo que hablar con él —le tiró dos monedas.

En aquel momento los siervos estaban recogiendo la mesa antes de cambiar el último mantel, el Duque se había situado en una esquina del jardín y conversaba con el notario cerca de la fuente. Alonço se le acercó con reverencia.

—Excelencia, una persona pide hablar con vos. Os espera allí —lanzó al amo una mirada de entendimiento, y Juan, despidiéndose del notario, lo siguió.

Neco esperaba en un lateral, semioculto en la oscuridad. Mirando a Juan que se acercaba se dio cuenta enseguida de que era más bien alto. Lo detestaba cuando exhibía aquella expresión arrogante y aburrida.

—¿Y bien? —preguntó Gandía algo molesto.

—Perdonad, señor, pero es una cosa importante.

—¡Habla!

—He recibido el mensaje de doña Anna, la camarera de la condesita de Mirandola.

En los ojos de Juan se encendió un interés.

—El Conde está fuera de Roma y hasta mañana no vuelve. En la casa se han quedado sólo las mujeres y los sirvientes. Es la noche perfecta.

Juan se calló por un instante, después quitándose un mechón del pelo de la cara preguntó:

—¿Estamos seguros de esa mujer?

—La he asustado lo suficiente. Y además, por lo que he entendido, también la condesita quiere este encuentro.

—¿Te lo ha dicho ella? —Juan lo miró ansioso.

Neco sacó de debajo del jubón una rosa roja y se la entregó.

—Os manda esta, no ve el momento del encuentro, sería una pena no aprovechar esta ocasión…

—Y dejar marchitar esta rosa —Juan aspiró el perfume de la flor y rió echando para atrás la cabeza.

—Ya no lo esperaba, no pensaba que lo conseguirías —le dijo dándole un golpe en el hombro.

—¿Os he decepcionado alguna vez?

—¿Entonces, qué tenemos que hacer?

—Es muy simple, doña Anna distraerá a los centinelas y nos hará entrar. Tras la señal vos iréis con la condesita y yo me quedaré haciendo la guardia.

—¿Y mi escolta?

—No podemos llevarla, llamaría demasiado la atención; si los sirvientes del Conde se dan cuenta que estamos en casa la historia se complicaría.

—De acuerdo, me llevaré sólo a Alonço.

—He garantizado que seremos dos, pero doña Anna ha precisado que entraréis sólo vos. Será suficiente que yo haga la guardia. Ella nunca ha visto a Alonço, no me gustaría que sospechase y se estropeara todo. Cuantas menos personas esperen fuera, menos sospechas provocaremos.

—Tienes razón, Alonço sería capaz de comentar a todos dónde estamos y es lo último que quiero.

—Libraos de él.

—Tendré que alejarlo con una excusa, es peor que una mujer celosa, no me deja nunca.

—Encontraremos un modo.

—¿Dónde nos vemos?

—Os esperaré en el puente Sant'Angelo. Allí podréis separaros de la escolta y con Alonço iremos hasta la plaza Giudea, en aquel burdel. Entraremos y vos lo dejaréis fuera de combate, luego nosotros saldremos por la puerta posterior, donde yo habré atado una mula.

—Sí, puede ser.

El duque de Gandía guardó la rosa y con los ojos brillantes por la excitación volvió hacia la mesa que había sido de nuevo dispuesta.

—¿Has tenido visitas? —Sancia lo miró con curiosidad.

—¿Visitas? —Juan levantó las cejas.

—Aquel tipo de allá, aquel que se está marchando… Tiene una máscara, lo he visto bien cuando ha entrado en el jardín.

—Es un sirviente.

—Es un rufián —intervino César estableciendo distancias—, podrías evitar traerlo también a casa de nuestra madre.

—Merecerías otra respuesta, pero estoy de muy buen humor como para tomarla contigo. A ese tipo me lo llevo donde quiero y harías bien en buscarte uno así también tú. Eres demasiado ácido ultimamente, desahogar tu rabia te haría bien.

Juan se puso a reír a carcajadas.

César le lanzó una mirada de desprecio y no contestó.

Una hora antes

de medianoche

Saludando a Alonço, Neco salió del jardín, bajó la escalinata y se dirigió hacia las ruinas del foro romano.

Llevaba semanas planeando aquella velada, no podía fallar. Pensó en todos los detalles, comprobando que no se olvidaba de nada.

Estaba arriesgando su vida, no podía dejar ningún cabo suelto. Llegó con antelación a la cita: iba despacio mientras los recuerdos volvieron a aquella noche de hacía casi un mes, cuando encontró a un amigo…

Pisa

Abril de 1497

Neco bostezaba aburrido. Era una noche sin alicientes, pocos clientes para desplumarlos jugando a las cartas y ninguna prostituta nueva con la que estimular los sentidos. Desde una mesa le llegaban las voces de los jugadores que se insultaban. Una camarera se le acercó.

—Preguntan por ti —le dijo indicando una mesa algo más alejada.

Neco se enderezó sobre la silla y miró a los jugadores. A dos los conocía, eran asiduos de la casa de juego, mientras el tercero tenía el rostro cubierto por una máscara negra. Se trataba de un hombre alto, con el pelo negro, vestido elegantemente.

Neco, levantándose, pensó: «Aquí tenemos al pollo que voy a desplumar, y que me arreglará la noche». Sonriendo se acercó a la mesa, saludó a los dos y se inclinó ante el desconocido.

Cuando su mirada se cruzó con los ojos grises que lo miraban atentamente a través de la máscara, se sobresaltó. A lo mejor no iba a ser sido tan fácil desplumarlo.

—Os sentáis a jugar con nosotros. Me aseguran que sois un verdadero campeón a las cartas —cogió la jarra apoyada sobre la mesa—. ¿Vino?

—No, nunca bebo cuando juego.

—¡Un verdadero profesional! —apoyó la jarra y distribuyó las cartas—. Vamos a ver si la suerte está de vuestra parte.

Así fue. Las jugadas se sucedían y las victorias de Neco le habían reportado una buena cantidad. El otro no movía una ceja.

—¿Otra partida? —el hombre con la máscara hablaba poquísimo desde el inicio del juego, pero continuaba mirándolo con insistencia.

—Por mí perfecto, sois vos quien perdéis —dijo Neco manteniendo su mirada.

—Puedo pagar mis deudas y quiero desafiara la suerte un rato más.

—En cambio, para mí basta —dijo uno de los otros dos—, no tengo nada más que arriesgar —tiró el dinero que tenía sobre la mesa y se levantó.

—Y yo me voy contigo —añadió el otro—. Os dejamos con vuestro desafío. Buenas noches —los dos se fueron comentando entre ellos las jugadas.

Neco miró al hombre y en voz baja le dijo:

—Estoy contento de verte vivo y coleando, aunque siento no continuar desplumándote, ¡estaba arreglando mi situación!

El hombre se quitó la máscara, pero continuó con el rostro en penumbra.

—Me han dicho que te encontraría aquí. Me acordaba de que tenías una suerte increíble, pero he querido probar lo mismo —dijo el hombre con una sonrisa irónica.

Neco no le devolvió la sonrisa, sus trucos podían pasar desapercibidos para cualquiera, pero no para aquel hombre: había perdido deliberadamente. Muy pronto sabría por qué.

—No has cambiado en estos tres últimos años —le dijo.

—Tú, en cambio, no estabas tan delgado.

—No estoy muy bien últimamente, he agotado la herencia de mi padre y esta pierna me molesta mucho. ¿Te acuerdas cómo se había quedado? —Neco suspiró dándose un golpe sobre la pierna derecha—. Tal y como estoy no me es fácil tirar hacia adelante. Tú, en cambio, me pareces en forma y bien vestido… y te dejas desplumar a las cartas como un principiante. ¿Por qué me buscas?

—No es algo de lo que podemos hablar aquí —el hombre dejó de sonreír y se levantó.

Neco se quedó paralizado y lo agarró por un brazo.

—¿Has venido a saldar tu deuda?

El amigo afirmó.

Años antes, en la guerra, aquel hombre lo había salvado y Neco le juró que en cualquier momento podía exigirle una recompensa de igual valor. Este era el acuerdo. Entre ellos hubo una amistad profunda, después las circunstancias los habían alejado y durante tres años no se habían vuelto a ver. Si había venido a buscarlo hasta Pisa después de tanto tiempo era por un motivo grave que podía entrañar el riesgo de su propia vida.

—No me echaré para atrás.

—Lo sé. Lo que te voy a pedir no será fácil, pero si todo funciona no sólo me pagarás la deuda, ganarás una cantidad enorme de monedas. Eres el mejor en este tipo de cosas y sabes mantener la boca cerrada. Por eso he pensado en ti.

—Salgamos, hablaremos más tranquilos —dijo Neco mientras un escalofrío le atravesaba toda la espalda.

—Primero déjame que pague tu victoria —el hombre dejó caer una bolsa sobre la mesa.

—Son demasiadas.

—Son pocas respecto a lo que ganarás. Acéptalas, y consideralo un anticipo de tu compensación.

Le dio la espalda y salió por delante de él.

Neco se metió la bolsa en el bolsillo y lo siguió. No discutía mucho cuando se trataba de dinero y sabía que el otro era exactamente como él. Si le pagaba tanto debía de ser porque el juego resultaría muy arriesgado.

Fuera del local el aire fresco de la noche los envolvió.

El hombre dio un silbido y del callejón de al lado salieron cuatro individuos que se situaron a sus espaldas.

—¡Eh! ¡Estás bien protegido!

—Vamos a pasear, con ellos estamos seguros.

—Entonces dime, ¿qué quieres?

—Tengo una misión para ti.

—¿Por cuenta de quién?

—No hagas demasiadas preguntas. Tu responderás solo ante mí.

—Continúa, te escucho.

—Tendrás que ganarte la amistad de cierto señor y conquistar su total confianza.

—Para servírtelo en una bandeja de plata, imagino —Neco sonrió burlonamente.

—Puede, a su debido tiempo. Por ahora no tendrás que hacer otra cosa que divertirlo.

—¿Lo conozco?

El hombre dio unos pasos sin hablar, luego se detuvo y se volvió.

—¡Todos conocemos a Juan Borgia!

Neco se quedó de una piedra.

—Tú me pides demasiado, soy hábil en este tipo de cosas, es verdad, pero no puedo ir tan lejos. Lo siento, amigo, no creo que pueda ayudarte. ¡Pídeme cualquier otra cosa, pero esto no! Toma, aquí tienes el dinero —estaba sacando la bolsa del dinero del bolsillo, pero el hombre le detuvo el brazo.

—¿Has olvidado tu deuda? Me debes la vida. Yo te pido mucho menos.

—Lo que me propones es una jodida lotería. Quien intenta hacerle daño a aquel tipo es hombre muerto.

—No deberás hacerle daño, es más.

—¿Por quién me tomas? ¿Quieres hacerme entender que tu señor me paga sólo para hacer que se divierta?

—Tú no deberás ensuciarte las manos.

—Ya… y, ¿por qué yo? Tú eres tan bueno como yo en estas cosas.

—Tú eres el mejor. Y además a mí me conocen en la ciudad y él es muy listo. Tú en cambio no vas por Roma desde hace años, nadie se acuerda de ti, y podrás ir siempre con la máscara… Te daré todas las informaciones sobre los nuevos burdeles, sobre las mejores putas, las casas donde se juega fuerte. A ti te resultará fácil introducirte en el ambiente del Duque. Ha estado fuera mucho tiempo, y no conoce todas las novedades que tu podrás enseñarle. Venga Neco, ¡no querrás que te enseñe yo tu profesión!

El hombre le apretó fuertemente el brazo impidiéndole moverse. Los cuatro se acercaron con aire amenazador.

—No tengo elección, por lo que veo…

—No pensaba que te tendría que convencer…

Neco sintió cómo se acaloraba.

—No estarás nunca solo. Yo te ayudaré —el hombre dejó la presa y alejó a sus hombres con un gesto—. Te explicaré todo a su debido tiempo. Por ahora solo tienes que venir a Roma conmigo. Te pagaré muchísimo —pronunció una cifra en voz baja.

Neco asintió con la cabeza.

—¿Cómo haré si necesito hablar contigo?

—Te encontraré yo, no temas. No te perderé de vista ni un minuto.

—¿Piensas que te puedo traicionar yendo a contarle todo a los españoles?

—No lo había pensado. ¡Sé que no lo harías!

—Tú, más bien, podrías eliminarme… después —Neco cogió la mano del amigo, y la apretó fuerte mirándolo a los ojos fríamente.

—Ya te he demostrado que tu vida tiene un valor para mí —el hombre intercambió el apretón y la mirada.

—Haré lo que tú me digas.

 

 

 

Aquel encuentro le había cambiado la vida. Con el dinero ganado y con el resto que el amigo le daba con tanta ligereza estaba cubierto a lo grande. Había vuelto a comer como hacía años que no lo hacía, pasaba los días durmiendo y las noches en las casas del placer.

La empresa que en aquella noche de abril le pareció imposible se había revelado mucho más simple de lo previsto. No le fue difícil presentarse al Duque y había entendido rápidamente cómo tenía que comportarse para caerle en gracia. En poco menos de un mes Juan se fiaba ciegamente de él en cuanto a la organización de las noches y la diversión.

Neco se detuvo, había llegado al sitio de la cita. Se apoyó en una ruina recubierta de hierbajos, arrancó una rama de un arbusto y con el puñal quitó con gestos secos y precisos la corteza mojada y llena de verdina.

La niebla había envuelto la ciudad, y alguna que otra luz permanecía todavía encendida.

Precedido por un ruido de cascos, apareció un caballero cubierto por una amplia capa.

—¿Todo como habíamos previsto? —bajó con agilidad del caballo y dejó que el animal buscase un poco de hierba.

—Sí, vendrá.

—¿Estás seguro que no sospecha nada?

—Segurísimo.

—Pongámonos de acuerdo sobre los detalles.

—Lo espero en el puente Sant'Angelo y lo llevo a la plaza Giudea, al burdel, para que pueda liberarse de Alonço.

—Bien, yo y mis hombres te seguiremos sin que se den cuenta. Cuando lleguéis al sitio que hemos acordado podrás irte.

—Un momento.

—¿Qué pasa?

—¿Cuándo me pagarás?

—No tengas prisa, ten esto por ahora. Cuando el trabajo esté terminado, tendrás el resto —le lanzó una bolsa de dinero y se alejó a caballo.

Medianoche

Juan apoyó el cáliz vacío sobre la mesa y no supo retener la carcajada.

—¿Por qué te ríes? —le preguntó Sancia mirándolo con curiosidad.

Desde que aquel individuo con la máscara se había marchado, Juan parecía particularmente excitado.

—Estoy contento, ¿no lo ves?

—¿Contento por qué? —Sancia tenía una mirada maliciosa, a lo mejor quería encontrarla más tarde e intentaba hacerle entender dónde y cómo.

—¡Tienes una mujer demasiado curiosa! —exclamó Juan dirigiéndose a Jofré—. No le has explicado que ciertas cosas las mujeres no las tienen que preguntar?

Sancia se levantó de la mesa, paralizada.

—Estoy cansada y quiero ir a dormir —dijo dirigiéndose a Jofré.

—Tienes que ponerle el freno, hermano. ¡Es muy díscola!

—Yo sé lo que le tengo que decir a mi mujer. Tú piensa en la tuya.

—La mía está lejos y no hace preguntas.

—Mejor para ella, no le gustarían tus respuestas —Jofré se levantó y se acercó a Sancia que se despedía de Vannozza.

Juan se levantó a su vez haciendo una señal a Alonço para que preparase las mulas. Una inquietud incontrolable se había hecho dueño de él. No conseguía dejar de pensar en Ginebra. Había esperado demasiado. Aquella noche, al fin, sería suya.

Todos los huéspedes, mientras tanto, estaban despidiéndose de los dueños de la casa. Jofré y Sancia con su escolta se habían alejado.

Juan abrazó a su madre, le dio la mano a Carlo Canale y se acercó a donde estaban sus hermanos.

El grupo se encaminó hacia el Vaticano con César a la cabeza junto al primo Lançol.

Juan se dio la vuelta una última vez y vio a Vannozza asomada al balcón. No veía su cara, pero quién sabe por qué, le pareció triste. Con un gesto de la mano ella se despidió.

«Pobre madre mía… —pensó—, está envejeciendo…»

Después, sus pensamientos tomaron otro rumbo.

Una hora después

de medianoche

—Aceleremos el paso —la voz seca de César distrajo a Juan.

—¿Por qué tienes tanta prisa en volver a palacio? —dijo sonriendo—. Tienes toda la noche para recitar tus oraciones.

—No me gusta este barrio. Movámonos —César no aceptó las provocaciones. El barrio de Ponte estaba en manos de la familia Orsini y no se sentía seguro—. He escuchado un relinche de caballos.

—¿Tienes miedo? ¿Y por qué? Ah, ahora entiendo, ¡esta noche no está Micheletto! No temáis, hermano, ¡estoy yo para defenderte! —Juan se puso a reír, pero César lo ignoró.

Continuaron en silencio pero, a la altura del palacio de la Cancelería Vieja, Juan levantó un brazo y llamó a Alonço.

También los demás se detuvieron.

—¿Qué pasa? —preguntó César.

—Me voy —dijo Juan—, tengo ganas de divertirme.

—Había visto a Neco que lo esperaba.

Los hombres de su escolta se pusieron a su lado, pero Juan les dio permiso.

—No os necesito. Volved a palacio.

—¿Dónde quieres ir a esta hora, sin escolta? —le preguntó asombrado Lançol.

—No estaré solo, me llevaré a Alonço. Vale como cinco de mis hombres.

Alonço pidió una antorcha y se acercó a su amo.

—Su Santidad ha dicho que…

—A Su Santidad le gustaría estar en mi sitio, ¡creedme! ¡Marchad! ¡Os lo ordeno! —gritó Juan a sus hombres.

El eco de las risas se escuchó por unos momentos, después volvió el silencio.

César, Lançol y los demás se quedaron quietos, mirándolo mientras se alejaba.

—No podemos dejarlo ir… Está con aquel tipo de la máscara. ¡Quién sabe quién es! — Lançol tenía una expresión preocupada.

—¡Es un rufián! —respondió seco César—. Yo no lo espero, si quieres, quédate tú —y golpeó la mula hacia el puente Sant'Angelo.

Lançol se dio la vuelta una vez más, pero Juan ya se había ido quién sabe dónde.

Hora y media después

de medianoche

Sujetando la antorcha, Alonço caminaba junto a la mula del Duque. No sabía dónde iban, era más bien curioso pero al mismo tiempo se sentía alabado. El Duque acababa de decir a todos que él valía como cinco hombres.

—¿Todo va bien, señor Duque? —Preguntó Neco—. ¿Estáis preparado?

—Para estas cosas estoy siempre listo. Alonço nos iluminará.

Neco montó sobre el mulo detrás de Juan.

La luna llena iluminaba un poco las calles desiertas. Alonço sintió una extraña sensación, como una punzada en todo el cuerpo. Tenía que estar muy pendiente, estaba solo para defender al Duque, el loco de hacía dos días podía seguirles e intentar de nuevo apuñalar a su amo.

Escuchó un ruido, se detuvo y se giró para comprobar qué lo había provocado, iluminando con la antorcha la calle que acababan de recorrer.

—¡No te alejes con esa antorcha! —exclamó Juan.

—He escuchado unos pasos detrás de nosotros, señor.

—¡Son los cascos de nuestra mula! ¡He visto esta noche que te gustaba demasiado el vino que te servía doña Vannozza! —exclamó Neco riendo.

—La verdad, me ha parecido que…

—Yo no he escuchado nada —le interrumpió Neco moviendo la cabeza.

—Ni yo tampoco —añadió Juan—, no perdamos el tiempo, la plaza de Giudea está todavía lejos.

«¡Entonces es ahí donde vamos!», pensó Alonço.

Una vez delante del burdel, Juan y Neco bajaron de la mula. Alonço intentó coger las riendas de la mula, pero Neco le detuvo.

—Dámelas a mí, la sujetaré detrás —dijo mientras indicaba un callejón—. Estará segura.

—Tú, en cambio, te quedarás aquí hasta el próximo repique de campanas —dijo Juan a Alonço —Luego si no me ves salir, vuélvete a palacio. Significa que necesitaré más tiempo y no conseguiré volver a casa antes de que sea de día.

—Señor, yo no puedo abandonaros.

—No te quiero en medio esta noche.

—Su Santidad me pegará si os dejo solo.

—Te pegaré yo si continuas molestándome. Sabes qué es lo que voy a hacer ahí dentro y no te necesito. Te quedarás aquí para vigilar que no entra nadie. Nadie, ¿has entendido?

Neco, ya junto la puerta del burdel, invitaba al Duque a entrar deprisa. Se escuchó la puerta que cerraba.

La noche era muy calurosa. Sudado por el paseo, Alonço tuvo sed y se dirigió a la fuente que estaba en el centro de la plaza.

Tenía miedo, era una sensación que lo ganaba pocas veces, y era desagradable.

¿Por qué el Duque no había querido que entrase? Nunca antes había ocurrido, Neco, además, había hablado menos de lo normal… Lo había visto anudar la mula detrás del callejón…

¿Y si era una trampa? Había algo que no lo convencía, algo iba mal en aquella historia. Bebió de la fuente secándose los labios con la mano.

Estaba solo en aquel barrio oscuro y de mala fama y no le apetecía quedarse.

Un murmullo imprevisto le heló la sangre, pero no vio a nadie. Con el puñal en la mano se dirigió a la puerta del burdel decidido a entrar.

La primera puñalada la recibió en un lado. Se dio la vuelta intentando apuñalar a ciegas las sombras que estaban enfrente. El grito de rabia que se le escapó de los labios estremeció la noche, antes de que una mano con guantes lo sofocara.

Luchando y pataleando, Alonço intentaba liberarse de la emboscada, pero un golpe fuerte en la cabeza hizo que se desmayara al tiempo que una puñalada le penetraba en el vientre, otra le hería el hombro, y la última le cortaba la cara.

Cayó resbalando contra un muro, con el puñal todavía sujeto en la mano.

La luz de la antorcha iluminó el cuerpo tumbado en medio de un charco de sangre, que iba poco a poco alargándose.

—Rápido, ¡vámonos de aquí! Vamos detrás. No hagáis ruido —la voz del hombre a caballo se escuchó grave a través del antifaz que le cubría el rostro.

 

 

 

Una vez recogida la mula, Neco y Juan, se dirigieron hacia la plaza del Popolo.

La poca luz de la linterna que Neco llevaba apenas iluminaba la calle.

Juan se tocó el jubón donde guardaba la rosa de Ginevra y dejó escapar un suspiro.

—Estamos casi, veréis…

Borgia lo interrumpió bruscamente.

—¿Qué ha sitio eso? ¿No has escuchado nada? —se giró un poco. Parecía un grito.

—No… no he escuchado nada dijo Necco con tono tranquilizador, mirando alrededor.

—Pues…, será mejor cambiar de calle, a lo mejor alguien nos ha visto —Juan tiró de las riendas y la mula se detuvo.

Se quedaron en silencio, est lidiando.

De repente, dos gatos vagabundos salieron de un callejón pasando delante de ellos jugando y maullando.

—Eran sólo unos gatos. Hacedme caso, cambiar de camino es peligroso y mucho más largo. Se esta haciendo tarde, no querréis que todo se vaya al traste un ligero tono de impaciencia se notaba en la voz de Neco.

Borgia dudó unos instantes, luego decidió seguir por el camino elegido.

—Tenemos que tener los ojos abiertos, esta zona es de los Orsini, si me encontrasen sin escolta…

No consiguió terminar la frase, tíos hombres se lanzaron contra él tirándolo de la mula. Un tercero los alumbraba con una antorcha y un cuarto vigilaba los alrededores.

—¡Neco! ¡Ayuda! —Juan intentó soltarse, pero una mano con guantes le tapó la boca.

Neco presenciaba la escena apartado a un lado.

Juan se arrastró bajo una andanada de golpes hasta que uno de los asaltantes le clavó un puñal en la garganta.

—¡Cuidado con la mula! ¡Escapa!

El animal, asustado por la emboscada, se alejó al galope llevándose detrás un estribo rasgado. En vano el hombre que hacía la guardia intentó seguirla.

Juan ya no luchaba más, tumbado en el suelo, con la garganta rajada, perdía sangre por las heridas.

Sujetando una pequeña antorcha, Neco se acercó al cadáver.

—Queríais una noche inolvidable… ¡la habéis tenido! Te creías invencible, pensabas tenerlo todo, ¿eh, bastardo? —murmuró examinado la herida que le habían hecho y el corte profundo que le abría la garganta.

—¡Envolvedlo en una manta! —el caballero daba órdenes secas, sujetando el caballo que relinchaba—. La mula, ¿dónde está? ¡Idiotas! ¡La habéis dejado escapar!

Fulminó a sus hombres con una mirada de hielo, después acercándose a Neco le dijo:

—¡Sígueme!

—¡No! —el sicario cogió el caballo por el morro y lo detuvo—. He pagado mi deuda, quiero enseguida lo que me corresponde. Ese era el acuerdo.

—No aquí, es demasiado peligroso.

—¿Tengo que escapar lo antes posible, lo entiendes? Mañana en Roma me buscarán y no quiero que me vean dando vueltas. Todavía es de noche y sé cómo salir de la ciudad.

—¡Ten! —el caballero le arrojó el dinero—. Ahora estamos en paz. ¿Nos veremos?

—Será el destino quien decida, es él nuestro dueño.

Neco se puso la capucha de la capa y desapareció en la noche.

—Rápido, poned el cadáver sobre el caballo —el caballero miró alrededor inquieto—. Y ahora, al Tíber.