CAPÍTULO II
UN ENCUENTRO EN EL TÍBER
Roma
16 de junio de 1497
Como cada mañana, el trajín de las barcas cargadas de mercancías, los carros que en las calles esperaban para ser cargados, los barqueros y los estibadores que a gritos daban y recibían órdenes, animaban el puerto de Ripetta.
Aquel viernes, al trasiego diario se había unido el de la guardia española, que merodeaba amenazadora a lo largo del Tíber.
Mientras descargaba leña de una barcaza, un barquero eslavo observó que interrogaban a un hombre con malos modos, y se dirigió a un vecino.
—¿Qué quieren? —dijo lanzando una mirada de desprecio hacia los españoles.
—Buscan al hijo del Papa, don Juan, el capitán, desapareció el miércoles por la noche y desde entonces no se sabe nada más. Piensan que ha terminado en el río… ¡Creo que encontró por fin a alguien que lo puso en su sitio!
—¿Has dicho el miércoles por la noche? Yo estaba aquí, vigilando la leña… Quién sabe si era él —el barquero dejó caer el cepo que tenía entre las manos, se sentó y miró a su compañero.
—¿Qué es lo que viste?
—Vi a algunos hombres salir de allí —indicó un callejón junto al hospital de San Giacomo.
—¿Cuántos eran?
—Habla en voz baja, no quiero que los guardias me escuchen.
—¡Y qué quieres que escuchen! Anda, cuenta ya de una vez.
El eslavo se acercó al compañero y en voz baja empezó a decir:
—Se cumplía la segunda vigilia, me acuerdo bien porque sentía mucho sueño, pero tenía que estar pendiente de la leña y no me podía dormir, y recuerdo haber oído todos los retoques de las campanas. Dos hombres bajaron hacia la orilla mirando hacia todas partes: había luna llena y los veía bien, estaban allí, donde el estercolero —se giró hacia Santa María del Popolo—. Otros dos llegaron andando y un tercero en un caballo blanco. Sobre la grupa llevaba un cuerpo, enrollado en una capa oscura: los brazos y la cabeza colgaban de un lado y las piernas del otro.
—¿Y qué hicieron luego?
—Dos de ellos se quedaron vigilando la calle y los demás cogieron el cadáver y lo arrojaron al agua.
—¿Y después?
—Oí al que iba a caballo preguntar si se había ido al fondo. Le contestaron que sí, pero que la capa permanecía en la superficie. Daba vueltas porque en esa parte hay remolinos, y tuvieron que arrojarle piedras hasta que se hundió completamente. Luego se marcharon.
—¡Si te llegan a ver te hubieran hecho picadillo!
—No, estaba bien escondido.
—Díselo a los guardias, a lo mejor era el hijo del Papa. Han prometido una recompensa a quien pueda darles alguna información…
—No, no… Yo no me meto en sitios donde no me llaman, no quiero problemas. He visto a muchos terminar así y nunca he ido contándolo por ahí… Además, quien quiera que fuese, a estas horas estará en el fondo del río.
—Díselo, esta vez te conviene… Mira, están llegando…
Hizo gestos a los guardias para que se acercasen. El barquero no consiguió impedírselo.
—Santidad… —el comandante se giró hacia los suyos como para buscar un apoyo: el aire era tan pesado que no sabía si continuar hablando.
César Borgia, de pie detrás del hombro del Pontífice, le ordenó que continuase.
—La pasada noche un barquero eslavo vio que algunos hombres arrojaban un cuerpo en el estercolero de Ripetta… Hemos prometido diez ducados a quien sea capaz de rescatarlo del río.
Alejandro VI se quedó blanco. Se agarró al brazo de César y susurró con voz entrecortada:
—Te lo ruego, tráemelo… Tú sabes que no es él.
César se alejó un poco y se quedó mirando los toros retratados en las paredes de la habitación. Después con tono decidido dijo:
—Lo encontraremos, Santo Padre.
Fueron muchos los que se arrojaron en las aguas turbias del Tíber, sondeándolas con redes y aparejos variopintos.
A mediodía, Battistino de Taglia recuperó el cuerpo en el basurero del río. Desde su barca había observado una mancha oscura en el fondo del agua, se había sumergido y había encontrado la capa. No muy lejos se hallaba el cuerpo enganchado entre unas ramas. Lo llevaron hasta la orilla y limpiaron toscamente el lodo que lo cubría. Seguía vestido, las botas todavía conservaban las espuelas, y del cinturón colgaba una bolsita con treinta ducados, un primoroso puñal y unos guantes. No le habían robado.
El pecho, las piernas y la cabeza habían sido destrozados por ocho terribles puñaladas. La novena, mortal, le había segado la garganta.
Un joven soldado miró titubeante a su superior.
—Capitán, ¿diríais que es el Duque?
—Sí, es él.
Los guardias, los curiosos, los pescadores, continuaban observando atentamente el cadáver tendido en la orilla del río.
—¿Cuántos años tenía?
—Veinte, a lo mejor veintiuno.
El comandante echó una última mirada al cadáver y dijo:
—Rápido: metedlo en la barca y llevadlo al castillo de Sant'Angelo. Avisaré al Pontífice.
Un estibador que había seguido toda la escena, murmuró a su vecino:
—Aquel bastardo se merecía un chapuzón en el río.
—Y el Papa se ha convertido en un auténtico pescador, como San Pedro…
—¡Y ha pescado a su hijo! —reían burlonamente en voz baja.
—¡Malditos españoles! ¡Os mandaría a todos a casa, pero igual que a éste! —exclamó el compadre secándose el sudor.
—Españoles o franceses… Para mí los amos son todos iguales. Siempre chupando la sangre de los más pobres.
Sacudiendo la cabeza, continuó descargando las pesadas cajas.
Alguien más, escondido, estaba observando. Esperó a que el cadáver fuese colocado en la pequeña embarcación, desató su caballo blanco y desapareció entre el gentío.
Castillo de Sant'Angelo
—Aquí está… —Rodrigo se agarró al alféizar para no caerse—. Ay, Dios mío, ¿por qué me haces esto? ¿Por qué?
Había pasado más de una hora desde que había dejado el Vaticano y se había trasladado al castillo de Sant'Angelo. Allí había estado esperando, mirando por una ventana abierta hacia el río, y aquella espera lo estaba desgastando.
—Santidad, sed fuerte —dijo el ayudante de cámara para intentar consolarlo—, tomad por lo menos un sorbo de agua, no coméis ni bebéis desde hace días.
—No, no puedo… No puedo verlo aún —murmuró—. Id vos, Marradés. Decidles que lo traten como si fuese el cuerpo de Cristo. Marchad…
La habitación, fría y despojada, permanecía iluminada por algunas antorchas colgadas en las paredes.
Bernardino Guttieri, maestro de ceremonias, mojó de nuevo el paño en la palangana de cobre. Había que eliminar la máscara de fango para sacar a la luz una cara que no volvería a la vida. La frente del Duque era alta y amplia. Quién sabe qué pensamientos había escondido en el último instante, se preguntó Bernardino mientras apartaba un coágulo de sangre de las espesas cejas.
Frotó delicadamente la nariz recta y fiera. Se tuvo que detener un rato en las mejillas, porque el fango se había secado sobre la barba corta; insistió un poco, y ahí estaba, negra y reluciente como la seda.
Limpió los labios pálidos y contempló en silencio aquel rostro. La permanencia larga en el río no lo había desfigurado, es más, el duque de Gandía era bello, muy bello.
Empezó a desnudarlo: con un cuchillo dejó libre el torso, cortando el jubón y la camisa llenos de sangre y lodo, después le quitó las botas y las calzas. Junto a él, unos clérigos esparcían incienso y otro preparaba los vestidos para la sepultura. Las llamas de los cirios que iluminaban la mesa proyectaban una luz rojiza sobre el cuerpo extendido.
¡Qué masacre aquellos cortes violáceos!
Bernardino lo limpió por entero y lo recubrió de esencias.
¿Cuántas veces aquel joven esclavo de los sentidos se había preparado con baños y perfumes para los juegos del amor? ¿Cuántas mujeres lo habían contemplado en aquella misma postura, desnudo, inmóvil y exhausto, después de haberle agotado con caricias? El maestro de ceremonias se resignó e intentó alejar de la mente aquellos pensamientos impuros. En el rostro de Juan no quedaba señal de la vanidad y de la arrogancia que lo habían convertido en un ser tan despreciado. Bernardino le rozó las mejillas con la mano, nunca hubiese pensado que un día realizaría aquel gesto de ternura.
Lo vistió con el uniforme de capitán general, con todos los escudos y las medallas. Cubrió la garganta degollada con un pañuelo blanco y le ciñó la cintura con una espada preciosa. A un lado situó el estandarte amarillo y negro de la guardia papal, y entre las manos le colocó el bastón de mando.
Su deber había terminado: el duque de Gandía estaba listo para su funeral, cargado de todos los símbolos de su poder terrenal.
«¿Importan algo a Dios todos estos estandartes y escarapelas de este mundo?», pensó el clérigo. No era sino su alma desnuda lo que El habría acogido, aquella alma que a lo mejor estaba, en aquel momento, padeciendo su Juicio. Bernardino empezó a temblar. Juan necesitaba muchas oraciones para salvarse.
Contemplando por última vez aquel rostro inmóvil, el clérigo rezó un padrenuestro para que fuera tratado con misericordia. Morir a los veinte años, sin tiempo para enmendarse, era un castigo muy severo.
Bendijo el cadáver y se retiró en silencio.
Alejandro VI entró en la habitación y se arrodilló junto al féretro. Cogió la mano de Juan entre las suyas y encontró la fuerza para mirarlo.
La expresión de la cara era serena como nunca lo había estado, su juventud habría durado eternamente. ¡También el hijo de Dios era joven cuando… murió! Gritó su nombre, pero aquella boca no podía contestarle y aquellos ojos, cerrados para siempre, no verían jamás a sus hijos, a su mujer, ni tan siquiera España. Aquella mano helada no empuñaría un cetro real… Sintió que se la quitaban y lo acompañaban fuera, mientras gritaba todavía su nombre.
En la antecámara Rodrigo vislumbró una mujer vestida de negro.
Aunque todavía estaba confundido por la desesperación, reconoció a Vannozza. Tuvo el impulso de correr a su encuentro, de abrazarla, de pedirle perdón por no haber protegido a Juan, pero no encontró fuerzas para nada.
Vannozza se levantó el velo: no había rencor en su mirada, sólo un dolor inmenso. Sin hablar, se detuvo ante él y delante de todos lo abrazó.
Rodrigo se agarró a ella sollozando, pero Vannozza se separó en seguida y se dirigió hacia la sala mortuoria. Se acercó a aquel hijo que había vivido lejos, pero no por esto menos amado, y acercó sus labios a su rostro mientras susurraba su nombre, llorando desesperadamente.
Hora de vísperas
El ataúd aparecía descubierto. Salió del castillo de Sant'Angelo precedido de ciento veinte ciriales, seguido por la familia del Papa, por los prelados de palacio, por los escuderos pontificios. Una multitud formada principalmente por españoles se acercaba curiosa. Rodrigo no estaba allí, seguía el cortejo fúnebre desde el castillo. Muchos participantes en el cortejo levantaron la mirada con piedad hacia la ventana cuando escucharon su grito desesperado.
Cuando la última llama desapareció, el Papa se retiró y, llorando, se postró de rodillas delante de un crucifijo de madera.
—Dios, mi Señor, soy tu siervo mísero, indigno de estos hábitos blancos. Me has mostrado tu potencia alcanzándome el corazón. ¡Cambiaré, te lo juro que cambiaré! ¡Limpiaré tu Iglesia del mal, de los vicios… pero devuélveme a mi hijo, Señor! Déjame que hable con él una vez más.
Durante algunos minutos permaneció inmóvil, con la cabeza inclinada. Luego, y en un impulso imprevisto, se levantó y volvió a la ventana.
Sí, Dios lo había castigado por sus pecados, pero si podía aceptar el castigo divino, no podía perdonar al hombre que había asesinado a su hijo.
El mensaje de Dios tocaba su alma; la acción del asesino, su honor.
Miró el río que discurría hacia el mar con su color amarillo y su rápido flujo. El río de siempre, la vida de siempre.
¿Quién había sido?
¿Ladrones? ¿Delincuentes atraídos por sus joyas y su dinero? No. Las joyas y el dinero no habían sido tocados, señal de que los sicarios habían sido bien pagados y fieles a quien ordenaba.
A lo mejor querían castigar el poder de su padre, y habían utilizado su sentimiento por Juan quitándole la esperanza de un futuro glorioso para los Borgia.
Intentó dominar la rabia que le iba creciendo dentro: no quería cegarse con el odio y la desesperación.
Podía no haber sido él la causa de la muerte de su hijo. Juan era la envidia de todos por sus dotes, por su alto cargo y por su poder, tenía muchos enemigos.
¿O a lo mejor era una mujer la causa de todo?
Fira había hablado de un misterioso encuentro amoroso. Un marido celoso o un padre suspicaz hubiesen podido matarlo.
Entonces, ¿quién era? ¿Quizás alguien de su propia familia?
Juan tenía un aventura con Sancia, la mujer de Jofré, pero también César se había dejado enmarañar por aquella ramera napolitana. Tres hermanos y una sola mujer…
¿Lucrecia? Su marido Giovannino sospechaba una aventura entre Juan y su mujer: era una idea absurda, pero se había obstinado en ella. Era un Sforza y su familia tenía motivos suficientes para matar a Juan, en primer lugar políticos, y luego personales. El cardenal Ascanio Sforza, una serpiente codiciosa, estaba siempre buscando pretextos para intervenir en sus asuntos, y su poderoso hermano de Milán, Ludovico, podía cubrirle la espalda.
También la nobleza romana lo detestaba, y en particular los Orsini. Su odio se respiraba por toda la ciudad, después de una guerra que había costado demasiado dinero y demasiada sangre.
Rodrigo, abrumado por aquella infinidad de conjeturas, se llevó las manos a la cabeza; tantos nombres, tantas pistas por seguir, una cantidad enorme de sospechosos y ninguna prueba.
Su mirada permaneció fija en el Tíber, sobre la arteria palpitante de aquella ciudad que lo odiaba y que él, en cambio, amaba profundamente.
Sus ojos negros escrutaron el río, los edificios y las iglesias de Roma, decididos a indagar también las esquinas más remotas.
El culpable andaba por ahí suelto.