CAPÍTULO III

LA GUERRA

Nápoles. Castillo Dell'Ovo

8 de noviembre de 1496

Virginio Orsini se dio la vuelta sobre el duro catre. El ruido incesante de las olas del mar que rompían contra los escollos debajo del castillo no le concedía un instante de tregua. Sus días como prisionero discurrían lentamente en la soledad y la inactividad. Le quedaba una única certeza amarga: aquella tortura terminaría pronto. Con su muerte.

Eran pocos los que sobrevivían en las cárceles napolitanas de los Aragona y él, desde hacía ya dos años, languidecía en sus celdas malsanas.

Se había casado con una Aragona y había sido capitán general del ejército napolitano, pero cuando Carlos VIII de Valois acudió a la península para tomar el reino de Nápoles, le había abierto las puertas de su castillo de Bracciano. El miedo a encontrarse en el lado de los perdedores, y de tener que pagar con sus tierras y privilegios, le había llevado a abandonar a sus familiares y su cargo. Una acción equivocada que había firmado su condena.

Sus feudos napolitanos habían terminado en manos de su peor enemigo, Fabrizio Colonna y Borgia, unido en uña y carne con la dinastía Aragona, quien le había declarado rebelde, bandido, excomulgado y, por último, le había confiscado todos sus bienes.

Virginio apretó los dientes con rabia pensando en su palacio de Tagliacozzo, con las grandes salas decoradas y la logia que daba al monte Velino, a los silenciosos patios internos, a la capillas pintadas al fresco. Todo eso ya no era suyo, no volvería a verlo.

Había combatido en el bando francés cuando Carlos VIII y su ejército, destruido por los placeres y las enfermedades, se habían refugiado en Nápoles precipitadamente. En el mes de julio se habían rendido en Atella, y Virginio había sido capturado. La misma suerte le había tocado a sus hijos Giangiordano y Carlo, y a su cuñado Bartolomeo D'Alviano, que combatía en la región de los Abruzos.

Cario y D'Alviano habían conseguido fugarse inmediatamente de la prisión; después la vigilancia había sido más rigurosa, y tanto para él como para Giordano las oportunidades de escapar se habían esfumado, así como la posibilidad de negociar la liberación.

El nuevo rey de Nápoles estaba dispuesto a olvidar, pero Borgia no, no quería llegar a pactos.

Virginio se levantó del catre con el rostro alterado y miró a través de una estrecha ranura un pequeño trozo de cielo plomizo.

Pensar en Rodrigo conseguía siempre envenenarle la sangre.

Un odio feroz dividía a las familias Orsini y Borgia, desde que, cincuenta años antes, un Borgia se había convertido en Papa, con el nombre de Calixto III.

Durante tres años los romanos habían visto recorrer por la ciudad la horda famélica de sus parientes españoles soportando que privilegios, honores, cargos, y riquezas fueran a parar a sus manos. Tras la muerte de Calixto III la venganza de su familia había sido implacable, y los españoles que no habían conseguido ponerse a salvo habían teñido de rojo las calles de Roma con su sangre podrida.

El único que no había escapado había sido el propio Rodrigo. Había entendido que el único modo de salvarse era dejar que su palacio fuese saqueado por el pueblo. Así había hecho, y salió indemne de la escabechina.

Muchas veces Virginio había tenido que dejar a un lado sus rencores y establecer compromisos con aquel hombre astuto y falso, pero ahora Rodrigo Borgia reclamaba su vida.

Se sentía como el pequeño insecto que veía en una esquina del techo: atrapado en una telaraña, en espera de que la araña lo exterminase con su veneno.

Desde hacía meses, cada vez que metía la cuchara en la sopa, se preguntaba con temor si aquel sería su último gesto. Había rechazado la comida algunos días, pero no podía resistirse siempre.

Virginio se sentó mirando con desprecio a aquel hombre repugnante:

—¡Excelencia, qué cara tenéis! Deberíais, en cambio, sonreír cuando me veis. Os traigo la comida y… —se acercó murmurando—. Y hoy también una carta.

—¡Dámela en seguida! —sus ojos se animaron.

—¡Eh, qué furia! Cada cosa tiene un precio.

—No tengo más dinero, me has robado ya lo poco que me quedaba, y además ya te habrá pagado quien te ha dado la carta.

—Tenéis tantas tierras ahí fuera… Vuestra familia puede pagar.

—¡Asqueroso buitre! —Virginio se arrojó sobre el hombre agarrándole por el cuello. Los ojos del guardia lo miraron aterrorizados. Virginio soltó su presa y dejó caer los brazos: allí fuera había más guardias, y él estaba demasiado cansado.

—¿Así es cómo me lo agradecéis? —repuso el carcelero mientras se masajeaba la garganta—. Soy el único amigo que os queda, ¿no lo entendéis?

—Consideraos un hombre afortunado, todavía no entiendo por qué no os he estrangulado.

—Excelencia, estáis en mis manos.

—Si un día salgo de aquí…

—Sí, saldréis…

El guardián hizo una mueca de compasión, hurgó en los bolsillos sucios del uniforme y sacó una carta que entregó al prisionero.

—Tomad, me fiaré de vos.

Virginio la abrió apresuradamente con manos temblorosas, se acercó a la pequeña ventana con las rejas para tener más luz y leyó ávidamente.

 

Castillo de tracciano, 27 de octubre de 1496

Queridísimo hermano,

Quiera Dios que os halléis bien de salud y que la cautividad no resulte demasiado dura.

Perdonadme si no me entretengo en preámbulos, pero tengo poco tiempo y las noticias que he de comunicaros son urgentes e importantes.

Antes de nada, las buenas: Francia sigue siendo amiga y aliada. Vuestro hijo Cario está allí, negociando vuestra liberación. No dejéis de esperar, llegará pronto con hombres y dinero para ayudarnos.

Bartolomeo, junto a mí en Bracciano, me pide que os asegure su completo apoyo a nuestra causa.

Y ahora, por desgracia, las malas.

Ayer el Papa reunió a un consistorio donde proclamaron formalmente la guerra a nuestra familia. Ha nombrado a su hijo, Juan de Gandía, capitán general de las Milicias Pontificias, y a su legado, el Cardenal Bernardino Lonati. Después el mismo Papa y todos los cardenales han bajado a San Pedro para santificar con una Misa solemne sus nefastas decisiones. Me han dicho que Borgia rebosaba de alegría viendo a su hijo predilecto vestido como un verdadero soldado, pero su amor no es tan ciego para hacerle creer que Gandía pueda arreglárselas solo. Ha puesto a su lado a Guidobaldo de Urbino, y el infame Fabrizio Colonna no ha dudado en ponerse de su parte, bien pagado, se entiende.

Armados y exultantes, han desfilado por la plaza jurando muerte a nuestra familia.

Cuando recibáis esta carta, a lo mejor se encuentran ya en Bracciano, pero no temáis, venderemos caro el pellejo y salvaremos nuestro nombre. Estamos construyendo un bastión para defender el burgo, reclutando campesinos y acumulando caballos, víveres y municiones. ¡La lucha será dura, pero no tememos la derrota! Tendremos que resistir hasta que Cario llegue con los refuerzos. En lo alto de nuestras torres ondearán los estandartes franceses y nuestro grito será siempre «¡Francia! ¡Francia!».

No puedo seguir por más tiempo, querido hermano, a pesar de que ahora, más que nunca, sentimos tu ausencia y necesitamos tu guía.

No te desesperes, haremos lo imposible para tenerte entre nosotros.

Vuestra hermana, Bartolomea.

 

Virginio guardó la carta en la casaca.

—Proporcióname enseguida papel, pluma y un tintero. Esta carta espera una respuesta, ¿no es así?

—Sí, pero hoy no es posible… a no ser que escribáis que tengo que ser recompensado.

—Seréis pagado, ¡muévete! —Ahora, comed.

Virginio cogió el plato y lo volcó en el suelo.

—Ya está, he comido, ¡tráeme la carta!

Le dio la espalda al guardián y se echó de nuevo en el catre.

¡Por fin la guerra! A lo mejor todavía tenía una posibilidad de salvarse. Tenía que escribir a Bartolomea antes de que fuese demasiado tarde.

Rocca de Anguillara

27 de noviembre de 1496

El fuego avivado en la gran chimenea calentaba el salón de Rocca de Anguillara.

Guidobaldo de Montefeltro envainó la espada del padre, símbolo de su familia.

Acariciando el cuero pensó que no había sido fácil ocupar el sitio de Federico en el gobierno de Urbino, y tampoco lo era, ni mucho menos, resistir continuamente la comparación con un hombre como aquél: capitán valeroso, hábil político, culto protector de artistas…

A veces se refugiaba en el estudio de su padre para pensar, mirando durante un largo rato su retrato. El perfil de Federico, oscuro e irregular, exhibía fuerza y determinación. El, en cambio, era pálido como su madre, Battista Sforza. De ella había heredado también los rasgos finos y aquellos ojos grises de expresión dócil.

De su padre no había heredado ni el carácter, ni el vigor, ni siquiera la fortuna.

Se sentía como una nave con grandes velas en un mar sin viento, una nave que no había encontrado todavía una brisa favorable.

El chasquido seco de un tronco que ardía lo arrancó de sus recuerdos.

Desde hacía un mes combatía con las tropas del Papa, convocado por el propio Borgia para flanquear a su hijo en la lucha contra los Orsini.

Observó a las personas presentes en la sala.

Juan Borgia, tumbado en un banco, parecía aburrido. Lanzaba el puñal con habilidad, haciéndolo girar tres o cuatro veces en el aire, y luego lo volvía a coger antes de que le cayese encima. Un juego peligroso que le resultaba fácil. La vida militar, en cambio, no era para él, se veía con claridad; la incomodidad del campamento, los continuos desplazamientos y los riesgos diarios lo ponían de mal humor. Era el Papa quien quería convertirlo en un caudillo, mientras Juan quién sabe qué daría por quedarse en Roma, en los burdeles o en las casas de juego donde ganaba siempre.

Guidobaldo suspiró. También él preferiría estar en otro sitio, en Urbino con Elisabetta, pero tenía que evitar ponerse nostálgico. Aquel encargo lo había recibido en el momento justo: necesitaba dinero e ir a la guerra pagado por alguien era la única medio que tenía de enriquecer sus arcas.

Miró al cardenal Bernardino Lonati. El legado pontificio, sentado junto a la chimenea, estaba cansado y con frío. El Papa había querido que se incorporara a la expedición porque era un hombre con sentido común, y él había obedecido para contentar también al cardenal Ascanio Sforza, su amigo y protector, desde siempre enemigo de los Orsini.

En el fondo de la sala, Fabrizio y Muzio Colonna, Gian Piero Gonzaga y otros jóvenes oficiales improvisaban un juego de mesa. No estaban allí por motivos políticos o ideológicos, sino porque el Papa pagaba bien.

Entre todos ellos, Fabrizio era el soldado más maduro y más experto; Guidobaldo lo conocía bien. Ocho años antes Colonna se había enamorado de su hermana Agnesina y le había pedido la mano en seguida. Era un hombre decidido, consciente de sus dotes militares. Pedía retribuciones altísimas que ninguno de los poderosos dudaba en pagarle. Si bien los Colonna, desde siempre gibelinos, no habían tenido nunca buenas relaciones con el papado, Borgia había querido que fuese el capitán en aquella guerra a causa de su habilidad como estratega, pero especialmente por su deseo de destruir a los Orsini. Fabrizio, siempre a la búsqueda de nuevas ganancias, había aceptado inmediatamente. Y Juan, sensible a su encanto, lo consideraba un amigo.

«Hay muchas decisiones que tomar… Y estos piensan sólo en jugar» se dijo a sí mismo Guidobaldo.

De repente, la voz de Juan con acento catalán se escuchó alta en la sala.

—¡Demasiado fácil, por Dios! Los Orsini son unos jodidos cobardes, en un mes hemos tomado casi todos sus castillos. Cardenal, ¿habéis escrito al Santo Padre sobre nuestros triunfos?

Lonati miró a Juan con ojos apagados y cortó secamente.

—Cada día envío un correo a Su Santidad para informarlo.

—No pensaba que Anguillara se rendiría espontáneamente.

Fabrizio Colonna, abandonando el juego, se dirigió hacia Guidobaldo y dijo:

—Era previsible, los habitantes del burgo no soportan a Virginio, y se han rendido sin combatir.

Juan se incorporó sentándose.

—Querían librarse de aquel perro, y lo han conseguido. Ahora, mientras él se pudre en el calabozo, nosotros reconquistamos lo que nos pertenece. ¡Anguillara y Cerveteri son de la Iglesia por mérito nuestro! —se levantó y se acercó a Lonati.

—Cardenal, os habéis quedado sin palabras cuando os han entregado las llaves del castillo. Allí quieto, como paralizado… —hizo una imitación exagerada y rompió en una carcajada estrepitosa, seguido por los otros.

El cardenal lo miró envidiando su descarada energía.

—Ha sido una sorpresa agradable. Sabe Dios cuánto deseaban mis huesos dormir una noche en un lugar seco. Nunca he visto un otoño tan lluvioso. Es más, si me lo permitís, se ha hecho tarde y anhelo irme a dormir, sueño con una cama de verdad desde que partimos.

—No cardenal, es todavía temprano —Guidobaldo lo invitó con un gesto decidido a sentarse—. Acabamos de empezar a discutir y vuestra presencia es necesaria.

—Pero ¡no querréis convocar un consejo justo esta noche! —dijo Lonati inquieto.

—No hay un instante que perder, la guerra acaba de empezar y todavía tenemos que decidir un plan.

Guidobaldo vio cómo la mirada encendida de Juan se posaba sobre él, presagiando borrasca.

—Tenemos que decidir… —Juan imitó la voz de Guidobaldo acentuando un pequeño defecto de pronunciación, después se le acercó con aire amenazador—. ¡Soy yo quien decide cómo y dónde se convocan los consejos!

—Sólo he pedido al Cardenal que…

—¡Quédate en tu sitio! —le ordenó Juan—. ¡Yo soy el jefe de la expedición!

Fabrizio Colonna retuvo a Guidobaldo, que estaba a punto de reaccionar mientras el cardenal Lonati se interponía entre los jóvenes.

—Señores, estamos todos cansados. Intentemos mantener la calma, y vos, Montefeltro, si tenéis algo que decir, decidlo en seguida.

—Guido, estamos entre hombres de armas, Juan ha entendido y está dispuesto a olvidar, ¿no es así?

Juan levantó los hombros como respuesta.

—Continúa —le apremió Colonna—, te escuchamos.

—Anguillara es el noveno castillo que arrancamos a los Orsini. Hasta ahora han dejado que lo hiciéramos todo nosotros, es su estrategia: se han negado a combatir para ahorrar fuerzas. Trevignano y Bracciano son sus puntos más fuertes, el lago defiende las dos fortalezas y con las barcas se intercambian hombres, armas y víveres. Nosotros, en cambio, estamos todavía esperando lo que Su Santidad nos prometió —Guidobaldo miró fijamente a Juan.

—Su Santidad mantiene siempre sus promesas, ¡las barcas llegarán! —respondió Gandía con rabia—. Cardenal, escribid en seguida un despacho a Roma.

Lonati asintió. Los gritos empeoraban su dolor de cabeza.

—Las barcas son importantes, pero no nos ilusionemos, no bastarán…

Guidobaldo no consiguió terminar la frase. Juan, dándose la vuelta de repente, arrojó el puñal contra él gritando:

—¡Tú traes mala suerte!

El arma le rozó la cara y se clavó en la viga de madera balanceándose durante unos segundos.

Guidobaldo no se movió. Sabía que Juan no hubiese fallado si hubiese querido alcanzarle. Aquel gesto era sólo una bravuconada de exaltado.

—¿De qué parte estás? —Juan arrancó el puñal de la viga y se acercó a Guidobaldo.

—Os ruego… —el cardenal Lonati, con un hilo de voz, intentaba calmarlo.

—¡No os metáis! Es una historia entre nosotros —Borgia se dirigió de nuevo en tono amenazador a Montefeltro—. ¡Entonces, contestad! ¿De qué parte estáis?

Guidobaldo apretó los dientes, le costaba cada vez más contenerse ante aquellas provocaciones. Juan, que sabía que tenía siempre la espalda cubierta por el manto papal, había decidido romper el acuerdo tácito de no estropear las relaciones mientras la guerra durase y entregarse al fin a su juego preferido: provocar.

—Esta noche todos estamos cansados —Fabrizio Colonna se detuvo delante de Juan—. Sigamos el consejo del Cardenal y vayámonos a dormir.

—Continuaremos mañana con ánimos más tranquilos —añadió el Cardenal.

—¡Exijo antes una excusa! —Borgia aún blandía el puñal en la mano.

—Intento hacer todo lo que puedo para ganar esta guerra —dijo Guidobaldo con voz tranquila, mirándolo a los ojos con firmeza—. Siento que no consigas entenderlo.

—Todos queremos ganar —Colonna retuvo con fuerza el brazo de Juan—. Nuestras opiniones pueden ser diferentes, pero todos luchamos por la misma causa.

Borgia se liberó del apretón, envainó el puñal y, sin añadir una sola palabra, dejó la habitación.

Poco a poco fueron saliendo todos. Sólo Guidobaldo se quedó algunos instantes a mirar el trozo de leña que se consumía lentamente en la enorme chimenea. Debajo de las cenizas todavía resplandecían las brasas ardientes.

Castillo de Bracciano

Noviembre de 1496

—¡Bajad por allí! —el tono de Bartolomea Orsini no admitía réplicas.

—Señora, no terminaré nunca el trabajo que el barón Virginio me ha encargado, si se me interrumpe continuamente.

El pintor hablaba desde lo alto del andamio. Estaba pintando el artesonado del techo de una sala del primer piso del castillo.

—¡En estos momentos vuestro trabajo consiste en salvar el pellejo, querido maestro, el vuestro y el de todos! ¡Tenéis que ayudarme a terminar la construcción del bastión!

—Soy un artista, no un albañil. Y ni siquiera un soldado. No se cómo podría ayudaros.

—¡No creía que existiese en el mundo un hombre tan imbécil! ¿Qué haremos con vuestros frescos cuando hayan muerto todos? No tengo tiempo que perder. ¡Bajad inmediatamente! Vuestros ayudantes ya están trabajando: quedáis sólo vos. Espero que os dé vergüenza.

Bartolomea, enfadada, daba patadas a los palos que sostenían el andamio.

—¡Señora, conseguiréis que me caiga!

—¡Ahora basta! Una palabra más y os echo del castillo, así terminaréis en el plato del ejército del Papa. ¡Que os pague él!

Irritado, el pintor guardó los pinceles deprisa, se limpió las manos en el delantal y bajó.

—Decidme qué es lo que tengo que hacer.

—Corred hacia el bastión y encomendaros al capataz, que os asignará una tarea.

«Diablo de mujer… —pensó el maestro mientras la miraba irritado, y al mismo tiempo la admiraba—, ¡si mujer se le puede llamar!»

Bartolomea, alta, morena, corpulenta y vestida como un soldado, no cuidaba mucho su aspecto y, desde que había empezado la guerra había vendido las joyas, y utilizado sus ropas para hacer cotas y vestidos para los soldados.

Todo dependía de que el castillo de Bracciano se salvase y, con su hermano Virginio prisionero en Nápoles, la defensa estaba en sus manos y en las de su marido, Bartolomeo D'Alviano.

Trabajaban incesantemente desde hacía meses, habían reforzado las defensas construyendo delante del perímetro amurallado un bastión para proteger la población. Habían reclutado y adiestrado a un buen número de campesinos de los campos de los alrededores que, con los ánimos encendidos tras la oratoria de D'Alviano, se sentían igual de preparados que los veteranos.

Bartolomea estaba preocupada, pero no podía demostrarlo: había que mantener alto el estado de ánimo de los soldados, tenían que sentirse invencibles. El ejército del Papa había conquistado ya muchos de sus castillos, pero la verdadera batalla todavía no se había librado. No era un secreto que los güelfos estaban mal guiados, y ella tenía la certeza de que Juan no soportaría las pruebas de una guerra. El ejército estaba bien armado, pero compuesto en su mayoría por mercenarios, desmotivados al no abrazar una causa concreta. Estas consideraciones no conseguían, sin embargo, tranquilizar sus temores, ni la preocupación por Virginio en la cárcel. Subió una escalera muy estrecha y llegó al corredor de las murallas.

Miró el lago, una superficie circular, gris y profunda, encrespada por el viento frío de occidente; los montes Sabini, al fondo, hacían las veces de un marco. El castillo de Trevignano se levantaba al oeste y la fortaleza de Anguillara, escondida detrás de una colina, lo protegía por el este. El lago, al norte, era la defensa natural de Bracciano y desde allí era imposible cualquier asalto. Los otros flancos, sin embargo, podían ser bombardeados y demolidos, y los enemigos podrían invadir con sus fuerzas tanto el castillo como la pequeña población.

Bartolomea tembló, esa visión la había aterrorizado durante la noche.

Sacó del bolsillo una hoja doblada y, una vez más, leyó con rapidez.

 

Castillo Dell'Ovo, 8 de noviembre de 1496

 

Querida hermana:

No podéis imaginar ¡cuánto me han consolado vuestras palabras! Corro el riesgo de volverme loco encerrado en esta habitación sin poder hacer nada por nuestra salvación. Tengo poco papel para contestaros, pero vos escribidme, necesito saber.

Obrad de tal manera que el guardián que hace de correo entre nosotros sea pagado, por desgracia tenemos que avenirnos a sus chantajes, es el único camino que he conseguido encontrar para comunicarme con vos.

Decid a D'Alvino que le entrego el mando, sé que puedo fiarme de su experiencia, intentad resistir en Bracciano mientras llega Carlo desde Francia con refuerzos. ¡El castillo no debe caer!

Hermana, vos sabéis que mi vida está en peligro. Recordad bien lo que os digo: ahora estoy bien de salud, y, si os llegan rumores de que he muerto, será porque me han asesinado. Sabéis quién ha decidido acabar con nosotros y conocéis bien sus métodos, por lo tanto, no creáis las mentiras, y si me sucediese algo, vengaos.

Habéis demostrado en más de una ocasión que sois una verdadera Orsini, capaz de mantener vuestros juramentos.

Y ahora juradme venganza, Bartolomea. Juradme que abatiréis a los infames que osan disputarnos Roma y lo que es nuestro.

Cada Borgia, cada español, deberá pagar con su sangre esta afrenta.

Será afortunado quien encuentre la muerte en batalla.

Juradme que el Papa se arrepentirá de haber puesto en el inundo a Juan de Gandía ¡para hacerlo grande a nuestra costa! ¡Juradme que no tendréis paz mientras algún Borgia respire el aire de Roma!

Vuestro hermano Virginio.

 

Bartolomea se tragó las lágrimas y apretó aquel trozo de papel arrugado contra su pecho.

Ella y Virginio no habían mantenido siempre una buena relación; ambos tenían el carácter inquieto, violento y ambicioso propio de los Orsini, y a menudo habían discutido. Ahora, sin embargo, luchaban por una misma causa: el honor de su familia.

El atisbo de un pelotón de hombres que se acercaba la sacó de sus pensamientos. Encabezando el grupo de caballeros, sobre un fogoso caballo blanco, vio a su marido. Metió la carta en el bolsillo y se dirigió a sus aposentos.

 

 

 

Bartolomea colocó una palangana junto a la cama donde D'Alvino estaba tumbado. Después de haber humedecido un paño, lo pasó primero por su cuello y sus brazos, después por el pecho deteniéndose en las cicatrices: conocía cada una de aquellas heridas y las batallas en las que se las había hecho.

No era guapo, más bien bajo y algo contrahecho. Tenía el pelo negro, despeinado y rebelde, que escondía unos ojos pequeños y grises en los que centelleaba una viva mirada. Sus labios, marcados y ligeramente curvados hacia abajo, se abrían a menudo en una sonrisa atractiva que conseguía transformar en agradable aquella cara desfigurada.

D'Alvino suspiró mientras Bartolomea continuaba el masaje. A ella le gustaba aliviar el cansancio de su marido de aquella forma. Nadie podía imaginar, viendo con qué dureza y seriedad se hablaban delante de los demás, la complicidad que existía entre ellos.

Bartolomeo se dejaba acariciar por aquel paño mojado que recorría sus costados delgados y sus muslos musculosos. La fatiga y la tensión que había acumulado durante la jornada se estaban deshaciendo. Sujetó de pronto la mano de su mujer, apretándola contra él:

—Ven aquí —la atrajo a la cama cogiéndola por la cintura, y le abrió la camisa dejando al descubierto sus pechos. Se inclinó y le mordisqueó despacio los pezones.

Bartolomea lo sabía, bastaba poco para encenderlo.

—Me gusta tu olor —le besó el cuello bajándole los pantalones hasta las rodillas—. Te prefiero así, sin perfumes, sin túnicas… Déjate tocar, eres suave —le acarició con sus manos ásperas, le abrió las piernas y le rozó con delicadeza el sexo.

Bartolomea dejó escapar un gemido y arqueó la espalda.

—Hay algo en tu mirada que me dice que me quieres —la miró con los ojos chispeantes y se tumbó encima de ella—. Me gustas porque te enciendes rápidamente.

Le besó el pecho. Ella comenzó a reír y lo abrazó con fuerza. Cuando le penetró, Bartolomea se abandonó al placer.

D'Alvino se puso de costado y la miró. Bartolomea le hizo una caricia en la cara sudada y le susurró:

—Cuando la guerra haya terminado…

Un golpe fuerte en la puerta interrumpió sus palabras.

—¡Había dado órdenes de que no se me molestase en un par de horas!

—Voy a ver de qué se trata.

Bartolomea se vistió y salió.

Fuera había un oficial que acompañaba a uno de sus espías. El hombre se inclinó y comenzó a hablar lleno de excitación. Bartolomea palideció, le ordenó esperar y entró rápidamente en la habitación.

—Es uno de los nuestros. Dice que el Papa está a punto de mandar algunos barcos a los suyos.

—¿Barcos? —D'Alvino se levantó de la cama.

—Sí, los llevarán en carros hasta Anguillara, así los soldados podrán atravesar el lago y asaltarnos también por aquel lado. ¡Dios mío, será el final! —la consternación que desprendían sus ojos cogió de sorpresa a D'Alvino.

—¿Desde cuándo tienes miedo? No llegarán de ninguna parte. ¡Antes quemaré esos malditos barcos! ¿Dónde está el informador? ¡Quiero hablar con él!

Se vistió deprisa y se dirigió al salón de las audiencias.

 

 

 

La noche ya había llegado y hacía mucho frío.

Escondido detrás de un terraplén recubierto de vegetación, D'Alvino a caballo esperaba junto con un centenar de soldados. Los espías les habían informado a tiempo sobre el recorrido de los carros con los barcos, de tal modo que había podido elegir el lugar más apropiado donde apostarse.

Un rumor a lo lejos interrumpió el silencio.

—Estad preparados —Bartolomeo hablaba muy bajo, reteniendo el caballo.

—¿Ahora, comandante? —la voz del oficial que permanecía a su lado sonaba tensa.

—No, tienen que estar justo aquí debajo. Nos lanzaremos sobre la escolta, tenemos que cogerlos por sorpresa: han salido hace poco y no están todavía alerta. Preparad las antorchas encendidas y esperad mi orden.

La caravana, larga y aparatosa, avanzaba despacio, escoltada por numerosos hombres a caballo.

D'Alvino reconoció a Troilo Savelli, el comandante de la expedición. Advirtió que estaba intranquilo porque se movía muy nervioso sobre la silla y miraba inquieto a todas partes.

Cuando vio los carros bajo la colina, Bartolomeo lanzó un grito y se lanzó de cabeza sobre la escolta, seguido por los suyos.

Savelli no tuvo tiempo ni siquiera para cerrar filas y dar las primeras órdenes. Casi todos los soldados escaparon cada uno por su lado, tras una barahúnda de caballos desbocados.

Bartolomeo, con un gesto rápido, arrojó una antorcha encendida sobre un barco, mientras los otros lo imitaban.

 

 

 

Un fuego inmenso iluminó las tinieblas.

—Rápido, reunid los caballos —D'Alvino mostró a sus hombres los animales que acompañaban la caravana y que se movían asustados—. Y coged también aquellos carros —ordenó, señalando algunos que no se habían quemado.

—¡Retirémonos! —Bartolomeo levantó el brazo y se dio la vuelta de golpe, pero la figura negra de un caballero le cortó el paso.

Troilo Savelli, a cara descubierta, con el cabello largo desbaratado, se detuvo delante de él.

—¡Antes tendrás que batirte conmigo! —bajó de un salto del caballo y desenvainó la espada. Quería combatir en el suelo para aprovechar la superioridad de su cuerpo y humillar a D'Alvino delante de todos.

Bartolomeo, decidido a vender caro su pellejo y su honor, desmontó y empuñó la espada con fuerza.

Los soldados, mientras tanto, habían formado un corro alrededor, iluminando la zona entre los árboles con las antorchas.

Savelli se lanzó contra él. Lo superaba en casi un palmo, era corpulento, fuerte y parecía resuelto a matarlo. Bartolomeo se echó hacia un lado evitando el asalto, pero perdió el equilibrio y cayó al suelo. El otro se apresuró a colocarse encima y lanzó un golpe a dos manos con toda su fuerzas. D'Alvino lo esquivó rodando y, mientras el adversario daba la vuelta, se levantó apoyándose en un árbol y se preparó para el contrataque. Las dos espadas chocaron más de una vez con violencia: los dos hombres estaban tan cerca que podían rozarse, y jadeaban por el esfuerzo.

—Te mato, ¡vendido a los Orsini! —Savelli le escupió a la cara. D'Alvino lo empujó con violencia haciendo que se tambaleara, y después se le echó encima. Savelli se apartó hacia atrás y, en el intento de protegerse, dejó al descubierto un costado. Con rapidez, Bartolomeo clavó la espada en aquel flanco desguarnecido de su rival, y la afilada hoja penetró a través de la coraza de cuero hasta desgarrar la carne.

—¡Maldito! —con un grito lleno de rabia, Savelli cayó de rodillas colocándose la mano izquierda sobre la herida, y levantó la espada para intentar defenderse del golpe definitivo, pero D'Alvino se paró delante de él y envainó el arma.

—He aceptado tu desafío, pero prefiero que estés vivo, así tendré otra oportunidad de ver cómo te arrastras a mis pies.

—¡Lo pagarás! —Savelli se desplomó en el suelo intentando taponar la herida, de la que manaba la sangre a borbotones.

D'Alvino se subió a la silla y, seguido por sus hombres, emprendió el camino hacia Bracciano.

Rocca de Anguillara

29 de Noviembre de 1496

Los batientes de la sala grande se abrieron, y un oficial, acompañado por un hombre de aspecto castigado e intranquilo, avanzó hacia Juan, que se hallaba ensimismado delante de la chimenea, y de corrido le dijo:

—Capitán, D'Alvino ha interceptado los carros con los barcos justo fuera de Roma y los ha quemado.

Fabrizio Colonna y los demás se acercaron al oficial, que señaló al hombre que se hallaba junto a él. Había conseguido escapar del incendio y cabalgado hasta allí para traer las noticias del asalto. Contó con brevedad lo que había sucedido mientras los presentes lo bombardeaban con preguntas.

—¿Por qué no nos han avisado de la salida de los barcos? Hubiésemos podido ir al encuentro de la caravana —el cardenal Lonati se sentó desconsolado.

—Contábamos con aquellos barcos. Las murallas del castillo de Bracciano que dan al lago están casi en ruinas y hubiésemos entrado con facilidad por allí —Colonna movió la cabeza.

—¡Quiero degollar a D'Alvino con mis propias manos! —Juan Borgia, fuera de sí, daba gritos.

—¡Savelli sabía que la empresa era difícil! —intervino Guidobaldo—. Había solicitado más hombres a Su Santidad.

—Ahora es inútil discutir, no podemos retrasarnos: daríamos tiempo a Carlo Orsini y a Vitelli para llegar desde Francia con refuerzos.

Las voces estridentes de los hombres se confundían.

—Señores, por favor, no gritéis todos juntos. Razonemos —Lonati intentaba en vano imponer de nuevo la calma.

—¡Ha sido un golpe duro! —dijo Gonzaga—. Con nosotros controlando el lago hubiesen dejado de intercambiar refuerzos y soldados.

—No habrá tampoco más artillería, la que ha llegado hoy desde Nápoles era la última —afirmó Muzio Colonna.

—¡Basta! —gritó Guidobaldo.

El salón se quedó en silencio.

—¡Soy yo quien tiene el mando! —la voz de Juan se escuchó todavía más fuerte.

Guidobaldo se situó delante del Borgia con expresión seria.

—El Papa me ha llamado porque tú solo no hubieses podido jamás enfrentarte a los Orsini.

—¿Quién te crees que eres? —Juan se abalanzó contra Guidobaldo, pero fue detenido por Fabrizio Colonna.

—¡Basta Juan, escúchame! —Colonna lo zarandeó con violencia—. Pelear entre nosotros no servirá de nada. ¡Si perdemos tiempo no haremos nada!

—El enfrentamiento de verdad empieza ahora —continuó Guidobaldo—. D'Alvino es un hueso duro. Tú todavía no lo has visto en el campo de batalla, te aseguro que en los momentos críticos sabe sacar lo mejor de sus hombres, y puede contar con la gente del burgo que lucha por salvarse.

Todos se callaron.

Juan parecía absorto. Guidobaldo sabía que era un oportunista y que en seguida había dejado de provocarlo porque le servía de ayuda. Terminada la guerra, sin embargo, lo pagarla todo, y una vez acabara con los Orsini, pediría a su padre también Urbino.

—Si, Montefeltro, terminemos de una vez por todas —una sonrisa hipócrita apareció sobre la cara de Juan—. Así pues, ¿cómo haremos sin los barcos? Fabrizio, ¿qué opinas?

—Deberíamos volver a ver los planos, pero puede que los Orsini no sean tan fuertes como parecen. Han tenido un poco de suerte, no deberíamos sobrevalorarlos. Cuando pienso que ese incapaz de Savelli no ha conseguido salvar ni tan siquiera un barco…

—No estas luchando contra Savelli —Juan no le permitió que terminara la frase—. ¡Vosotros, romanos, no conseguís nunca dejar a un lado vuestras rencillas! —después, con lo que a él le pareció una expresión amigable, se dirigió de nuevo a Guidobaldo—. Entonces, ¿qué tenemos que hacer?

El cardenal Lonati tomó la palabra.

—Yo pienso que deberíamos pactar. Los mejores caminos son los menos difíciles de recorrer. Si la lucha es dura para nosotros, no lo es menos para los Orsini: pactar les conviene también a ellos.

—¿Me tomáis por un bellaco? ¡Qué me importan aquellos malditos barcos! ¡Pediré a Su Santidad que me mande otros y esta vez llegarán!

—Dividiremos el ejército: por un lado atacaremos Trevignano; y por el otro tendremos entretenido a D'Alvino, y mandaremos a las guarniciones que ocupen las tierras que son nuestras —propuso Colonna.

—Dividirnos significa debilitarnos —afirmó Guidobaldo—. ¿No veis que ellos se están reuniendo? Deberías redoblar los asaltos para tomar enseguida Trevignano. Atacaremos y demostraremos que no estamos bajos de ánimo, y que somos más fuertes que ellos. Llegados a este punto, es imposible pactar, Cardenal. D'Alvino es fuerte, pero no debemos temerlo, es más, debemos atacar cuanto antes.

En la estridente confusión de voces y opiniones que siguieron, la voz de Juan consiguió imponer silencio.

—¡Aquí hay demasiadas opiniones y demasiados comandantes! ¡Seré yo quien decida!

Por un instante, en la habitación sólo se escuchó crepitar la leña que se quemaba en la chimenea.

Después, el Borgia, con tono decidido, añadió:

—Mañana nos trasladaremos a Trevignano y apenas estemos listos, atacaremos. ¡Preparaos!

Castillo de Trevignano

3 de diciembre de 1496

La jornada se presentaba fría y oscura.

Un viento helado bajaba desde las colinas acompañado de pequeños chaparrones. El ataque al castillo de Trevignano había empezado al alba y los asediados, desde lo alto de las murallas, se defendían con flechas y piedras, gritando palabras de escarnio.

Guidobaldo y los otros oficiales animaban a sus hombres, intentando ignorar las provocaciones, mientras Juan, furioso, daba vueltas a caballo en medio de los suyos, insultándolos, descargando sobre ellos el rencor provocado por las injurias.

—¡Haced que se coman la lengua! ¡Matadlos a todos! ¡Adelante, malditos, adelante, moveos o haré que os ahorquen!

Al final, la muralla, antigua y sin terraplén, cedió en diferentes puntos y Guidobaldo, seguido por sus soldados, irrumpió en el amplio patio del castillo.

Mientras forzaba las últimas defensas de los enemigos, vio el caballo de Juan que, alcanzado por una lanza, se levantaba de manos haciendo resbalar a Borgia por el flanco derecho. El animal, enloquecido por el dolor, se lanzó al galope llevando consigo a Juan, quien, atrapado por los estribos, intentaba liberarse. Guidobaldo, rodeado por demasiados enemigos, no podía alcanzarlo.

Lo observó finalmente caer en el fango, apenas unos instantes antes de que el caballo se desplomase agonizando.

Intentó llamar su atención a gritos, pero Juan no contestó. Con la visera del casco levantada, dejando en el suelo la espada y el escudo, se alejaba de la refriega tambaleándose y tropezando a cada paso.

Guidobaldo bajó del caballo, y abriéndose paso a golpe de espada, se acercó a Borgia; lo empujó a un lado para protegerlo con su cuerpo, pero una carga de soldados lo arrastró, separándolo de nuevo. Juan no se daba cuenta de nada, caminaba entre los cadáveres y los heridos con la mirada alucinada, ajeno a los peligros que corría. Intentaba alcanzar a Fabrizio Colonna, que pasaba a caballo no muy lejos de él, pero el terror lo mantenía paralizado.

De nuevo Guidobaldo consiguió abrirse un hueco entre los hombres, se puso a un lado de Juan y lo empujó contra el muro antes de que fuese arrollado por un alud de piedras arrojadas desde lo alto del castillo.

—¡Hemos conquistado Trevignano! —le gritó sacudiéndolo con fuerza—. ¡Retoma el mando, ahora tenemos que llevar a los hombres a Bracciano!

En aquel momento llegó Alonço, el palafrenero de Borgia, con el escudo y la espada de Juan, y Guidobaldo le ordenó escoltarlo lejos de allí. Luego, una vez que consiguió alcanzar su caballo, se dirigió al interior del castillo para reagrupar a las tropas.

Castillo de Bracciano

5 de diciembre de 1496

—Haré una escapada a Roma —Bartolomeo D'Alviano, de pie junto a la chimenea encendida, iluminado por el resplandor de las llamas, hablaba con la habitual seguridad en sí mismo.

—Es peligroso —Bartolomea lo miraba inquieta mientras alargaba las manos hacia el fuego para calentarse. El frío era intenso en aquel inicio de diciembre oscuro y lluvioso.

—Sí, pero estoy dispuesto a arriesgarme. Ayer hubo desórdenes, nuestra facción se está haciendo escuchar. Debemos actuar con mano dura, demostrar al Papa que resistiremos y que volveremos a ser los dueños de la situación.

D'Alviano había utilizado el tono decidido que empleaba cuando se dirigía a los soldados. Era inútil discutir, la decisión estaba tomada.

Bartolomea se ciñó el manto de pieles; apreciaba la lealtad de Bartolomeo hacia los Orsini, pero sabía que su marido combatía porque amaba la guerra, la acción, las batallas, y detestaba perder. Podía morir, pero no cedería nunca. Veinte años antes, al comienzo de su carrera, había luchado bajo el mando del Papa y del rey de Nápoles contra los Orsini aliados de Florencia. La larga amistad, que desde la adolescencia lo había unido a Virginio, no le había impedido tomar partido contra él. La política y el interés personal habían conseguido situarlos uno contra el otro, pero aquello era agua pasada.

Desde que D'Alviano contrajo matrimonio, la relación que lo unía a los Orsini se había reforzado y ahora se comportaba como si fuese uno de ellos.

Bartolomea se estremeció sólo con la idea de perderlo.

—Nuestra carta ganadora es la sorpresa, no esperan vernos llegar. Lo he decidido sólo hace unas horas y todavía los espías no han tenido tiempo de avisar a nadie. Imagino al Papa viéndonos en San Pedro desde sus ventanas… —los ojos de Bartolomeo brillaban.

—¿Has elegido el pelotón que te seguirá? —la voz de Bartolomea temblaba ligeramente.

—Sí, unos setenta soldados. No quiero dejar el castillo demasiado desguarnecido.

D'Alviano miró la cara de su mujer, empañada por el miedo. Vivía como un soldado, soportaba los problemas de la guerra sin lamentarse, estaba capacitada para mandar y hacerse respetar, pero él sabía cuánta feminidad se escondía debajo de sus vestidos masculinos. Se levantó y tomó entre sus manos las suyas, frías y delgadas.

—No temáis —le dijo con dulzura—. Con toda seguridad, no será un ejército de mercenarios conducidos por un incapaz el que consiga entrar aquí. Tu hermano ha preparado el castillo para que pueda resistir cualquier ataque. Ahora ven, se ha hecho tarde, vamos a dormir. Mañana quiero salir al alba.

La rodeó por la cintura con un abrazo, llevándola hacia él.

—Compruebo los turnos de guardia y vuelvo —le dio un beso en el cuello y salió.

Bartolomea se pasó una mano entre los cabellos enredados. En aquellos días difíciles le atormentaban muchas dudas, y con el único con quien podía hablar era con su marido. El la entendía y la apoyaba, era fácil amarlo. Se envolvió todavía más en el mantón y se tumbó en la cama.

 

 

 

Las primeras luces del alba sorprendieron a Bartolomeo D'Alviano cabalgando. El frío se le clavaba en los huesos, pero el placer del riesgo que debía de afrontar le calentaba el corazón.

Desde lo alto del camino de ronda los centinelas de guardia, una vez comprobados los alrededores, dieron la señal de vía libre.

D'Alviano y los suyos salieron de la fortaleza, atravesaron el puente levadizo y se lanzaron al galope por la campiña romana. Una lluvia fastidiosa caía con insistencia y una niebla ligera se levantaba de los campos impregnados de humedad. Los cascos de los caballos se hundían en el terreno levantando la tierra. Cabalgaron durante dos horas atravesando explanadas desiertas, evitando los recorridos demasiado batidos.

Para darse la satisfacción de aterrorizar al Papa y a quienes lo apoyaban, Bartolomeo estaba poniendo en juego la vida de muchos soldados, pero también en eso consistía la guerra. No creía sólo en las acciones de fuerza: las batallas se podían ganar también atacando la seguridad de quien se considera invencible.

Cerca del monte Marzio levantó el brazo para detener el batallón. Un bosque, envuelto en una ligera niebla, los separaba de la ciudad. Ordenó a sus hombres proceder con cautela. La niebla, como si fuese un velo que engañaba, transformaba animales y hombres en figuras irreales. Bartolomeo sintió una sensación de malestar. Era una señal de advertencia, y a menudo se había salvado haciéndoles caso. Escuchó ladridos, voces, un lejano rumor de cascos. Entre los árboles desnudos se distinguían algunos cazadores a caballo.

D'Alviano cruzó la mirada por un instante con uno de ellos y lo reconoció. Era César Borgia.

El hijo del Papa, vestido de negro, sobre un caballo bayo, no perdió tiempo y cambió el rumbo rápidamente, dirigiéndose hacia la ciudad.

Bartolomeo, azotando el caballo, se lanzó al galope siguiendo a la inesperada presa. Con un rehén entre sus manos la suerte de la guerra podía cambiar y el Papa quizás se aviniese a pactar.

D'Alviano gritó a sus hombres para que rodeasen a Borgia, pero César, intuyendo sus intenciones, elegía siempre la mejor senda para esquivarles.

Bartolomeo tuvo que pararse para retomar la respiración, jadeante y lleno de sudor, se agachó sobre el pescuezo del caballo. Levantó los ojos y vio a César escapar escurriéndose entre los últimos árboles del bosque, antes de lanzarse al galope desenfrenado por la llanura. No lo alcanzaría nunca. Aquella imagen se grabó en su mente como el recuerdo amargo de un sueño no realizado.

Una rabia feroz lo sofocó.

—Ahora tenemos que actuar deprisa —la voz le salió como un estertor—, porque ese bastardo dará la alarma. ¡Hemos venido para demostrar que no tenemos miedo al Papa ni a su jodido ejército! No seáis benévolos con nadie. Recordad nuestro lema: «¡Francia, Francia!».

Una vez dentro de Roma recorrieron las calles al galope, infundiendo el terror entre las gentes, que corrían aterrorizadas buscando refugio.

Delante de San Pedro se lanzaron contra la guardia del Papa provocando una pelea furibunda.

D'Alviano levantó por un momento la mirada hacia las ventanas del Vaticano y le pareció ver al Papa, rodeado de algunos cardenales.

Con la esperanza de haber sido visto, levantó un puño en aquella dirección.

En la plaza muchos soldados del Papa yacían muertos o heridos. Bartolomeo llamó a los suyos, tenían que salir deprisa de la ciudad. La corta jornada de invierno estaba terminando.

El retorno fue silencioso. Los soldados soñaban sólo con un plato de comida caliente y un poco de paja donde dormir, mientras D'Alviano permanecía absorto en sus pensamientos. Esta vez había ido todo bien, pero no podía inventarse una bravata cada día.

Carlo Orsini tenía que darse prisa y volver de Francia con refuerzos.

Marsella

12 de diciembre de 1496

A muchas millas, Carlo Orsini y Vitellozzo Vitelli cabalgaban uno junto al otro. Se habían puesto en marcha con rapidez, apenas les habían advertido que su ayuda no podía tardar. Una nave les esperaba en Marsella para llevarles hasta Livorno, y una vez en Italia, tenían que reclutar y adiestrar a otros hombres antes de alcanzar a D'Alviano.

—¿Bastará el dinero del rey de Francia? —Vitelli miró sorprendido a Cario Orsini.

—Si no es suficiente, les pediré más, no pueden escatimar con la vida de mi padre —Cario movió con gesto decidido su cabeza de abundantes rizos negros.

En los meses transcurridos en la corte de Carlos VIII de Valois había defendido en todas partes la causa de su familia para obtener una ayuda concreta y no sólo promesas. El rey de Francia, todavía deseoso de intervenir en cuestiones italianas, le había dado dinero. Estaba en deuda en lo que atañía a la familia Orsini: si no hubiesen abandonado al Papa durante la invasión francesa, Valois no hubiese podido adueñarse de Roma. Aquello que, sin embargo, no podía hacer era liberar a Virginio, que se marchitaba en prisión por capricho de Borgia.

—¿Y tus soldados, cómo están? —preguntó Carlo a Vitelli.

—¡Bien instruidos! Cambian rápido de posición y en el cuerpo a cuerpo son más audaces y rápidos que los mercenarios alemanes. He gastado una buena cantidad en corazas nuevas y más resistentes, para armarlos de picas largas y espadas más puntiagudas —los ojos de Vitellozzo brillaban de satisfacción.

Guapo y sanguinario, el señor de Cittá di Castello hacía de condotiero por dinero y por pasión, y lo hacía bien.

—¿Cuántos son? — Preguntó Cario.

—En total doscientos, pero creo poder contar con otros mil ochocientos infantes.

—Bien, esperemos que así sea. Tengo que intentar reclutar otros en Perugia y Todi.

En aquel momento, un jinete se acercó a ellos al galope. Cario paró la patrulla.

—Capitán Orisni, vengo del puerto de Marsella. Trevignano ha caído en manos de los eclesiásticos —dijo el hombre jadeando.

Orsini imprecó.

—¿Dónde está el ejército del Papa? —preguntó Vitellozzo.

—Cuando me he marchado, el duque de Gandía lo conducía hacia Bracciano. A estas alturas ya habrá llegado debajo del castillo.

«Rápido —pensó Cario—, tenemos que llegar rápido, D'Alviano no puede resistir eternamente.»

Castillo de Bracciano

15 de diciembre de 1496

Desde lo alto del castillo, Bartolomeo D'Alviano echó un vistazo a la llanura donde el ejército del Papa permanecía desde hacía días. Con ojos expertos valoró el número de la artillería pesada y de los arietes, los vivaques habían sido plantados en lugares adecuados y también los caballos estaban bien protegidos. Los caminos que desde el burgo se dirigían hacia la llanura estaban vigilados por patrullas armadas y las salidas del castillo se hallaban bloqueadas.

Montefeltro y Colonna sabían hacer la guerra y a lo mejor habían decidido ya dónde irrumpir. Era sólo cuestión de horas, podían conseguirlo. Él lo hubiese hecho.

Se acercó a su mujer, que ayudaba a dos soldados a distribuir la comida a los centinelas.

Bartolomea lo miró preocupada.

—Me han dicho que Gandía ha prometido una paga triple a quien deserte de los nuestros.

—¡Señora, yo no os abandonaré jamás! —un joven soldado con su plato en la mano miró a la mujer con los ojos rojos.

D'Alviano lo cogió por el hombro.

—¿Quién de tus compañeros lo haría?

El chico, asustado, se giró hacia el oficial que se acercó respetuosamente.

—Permitidme, comandante, quería hablaros…

—¿Qué pasa? ¿Queréis pasar al bando enemigo?

El oficial negó con la cabeza:

—No señor, tenemos una idea para contestar la propuesta de Gandía y levantar la moral de los soldados. Podríamos poner en el cuello de un mulo un cartel que dijese: «¡Dejadme pasar por mi camino, que voy de embajador al duque de Gandía!», y poner otro en la cola con insultos y mandárselo. En el fondo un mulo y un burro hablan el mismo idioma.

D'Alviano miró a Bartolomea que había terminado de servir el último plato y estalló en una estrepitosa carcajada.

—Me parece una buena idea. Gracias, soldado. Ahora hablaré con los demás: todos tendrán que conocer esta burla. Vamos a preparar el mulo.

Se encaminaron hacia las dependencias de las tropas. Dos horas más tarde un mulo repleto de guirnaldas salió a través de una pequeña puerta secreta entre las risas de los soldados.

Antes o después alguien lo encontraría y lo llevaría ante el destinatario de la embajada.

—Nuestros hombres son fieles —desde lo alto del castillo Bartolomea observaba, junto a su marido, la llanura ocupada por el ejército del Papa.

—No te niego que temía alguna que otra deserción…

Bartolomea se abrazó a él.

—Los asaltos serán violentos, pero me siento con más confianza.

—Sí, Cario y Vitellozzo están cerca. Debemos resistir.

Perugia

15 de enero de 1497

—¿Cuántos soldados has reclutado hoy? —Carlo Orsini, de pie en la tienda, interrogaba al oficial que estaba delante.

—Veinte, señor.

Cario escribió el número en un trozo de pergamino.

—No son muchos, pero Vitelli nos espera en Orte y no tengo más tiempo. Id a descansar un poco, y después volved: tenemos que organizar la marcha.

Una vez que se marchó el oficial, Cario se sentó cansado en un catre: tenía los huesos rotos, desde hacía más de un mes no hacía otra cosa que cabalgar y adiestrar soldados. Seguro que su padre, prisionero en Nápoles, estaba peor. Sentía hacia él una admiración inmensa, y el hecho de ser hijo natural no le había impedido estar junto a él como Giangiordano, el hijo legítimo.

No le importaba lo que se decía de Virginio Orsini, que era un egoísta, un traidor, un pésimo comandante sostenido sólo por la vergonzosa fortuna. Eran maldades que no conseguían destruir la enseñanza más grande que había recibido de él: el amor por la familia.

Los Orsini, la más noble y antigua casta romana, la única que podía presumir de derechos sobre Roma, ¡estaban ahora amenazados por un ejército de mercenarios dirigidos por un bastardo español!

Carlo sintió crecer dentro de sí las ganas de ganar aquella maldita guerra y demostrar su valor y el de su padre.

Al pie de Bracciano

20 de enero de 1497

El asedio estaba organizado y las artillerías en posición.

Habían llegado ochocientos mercenarios alemanes y el Papa había prometido mandar más. Los hombres al mando de Juan habían comenzado a atacar la muralla del castillo, pero Bracciano parecía de verdad inquebrantable. Los días pasaban debajo de una lluvia insistente que convertía el terreno en fango, mientras un viento lacerante helaba a los hombres, incluso en los campamentos. El entusiasmo inicial iba disminuyendo. Mirando los estandartes franceses que ondeaban provocadores desde las torres, Guidobaldo buscaba una solución. La única idea de Juan había sido un inútil intento de corrupción, y como respuesta, había obtenido el envío de un mulo.

Al recordar las ofensivas palabras del mensaje se sentía morir de vergüenza, y no estaba dispuesto a soportar más insultos. Aquella mañana, al alba, se dirigió decidido hacia el campamento de Juan, echó a un lado a los centinelas y entró.

Borgia no estaba solo; con él se hallaban Muzio Colonna, algunos jóvenes oficiales todavía durmiendo y varias prostitutas. La noche anterior habían bebido tanto que no habían conseguido volver a sus alojamientos.

Guidobaldo despertó a todos con modales bruscos, tirando por los suelos jarras, cartas y sobras de comida.

—¡Eh! ¿Qué pasa? —aturdido, Muzio se levantó medio desnudo y lo miró sobresaltado.

—¡Incluso si hubiese pasado algo, no os hubieseis dado cuenta!

Juan apartó a un lado a la prostituta con la que dormía y se sentó en el catre.

—¿Qué quieres, se puede saber?

—¡No dejes que tus hombres te vean en este estado! —exclamó Guidobaldo con disgusto.

Juan se le acercó con tono amenazador.

—Eh, eh… No exageres, esta vez no está Lonati para detenerme.

—No respondo a Lonati, sino al Papa. Le diré que no hemos ganado Bracciano porque tú estabas demasiado borracho como para dirigir el ataque.

Juan lo cogió por el pecho.

—¡Deja estar al Papa y vete!

—¡No! —Guido le quitó las manos de encima con fuerza—. ¡Yo estoy aquí para combatir! ¡Y tú también deberías estarlo!

—Escucha Montefeltro, ¡tú a mí no me gustas! Aquí delante hay hombres que necesitan divertirse un poco para dar lo mejor durante la batalla. ¿Por qué no te has unido a nosotros, eh? ¿Eres demasiado fino para estas putas? ¡Tú, tan noble y tan puro! ¿No será que… eres demasiado puro? —Juan rió simulando un gesto obsceno.

Guidobaldo se estremeció.

—¡Estamos en guerra, por Dios! ¿Lo habéis olvidado? ¿O este es el único modo en el que sabéis demostrar que sois un hombre?

Muzio Colonna cogió una jarra de agua y se la roció por la cabeza. Uno a uno se fueron levantando y vistiéndose.

—Dentro de media hora deberíais hallaros fuera de aquí, listos para el asalto… —antes de salir se giró hacia Juan diciéndole con sequedad:

—Tú también, y esta vez no te quedes pasmado como un bellaco mirando mientras nosotros luchamos.

Estupor y rabia pasaron rápidamente por la mirada de Gandía.

—Sacad a estas meretrices —dijo fríamente. Las cuatro mujeres recogieron rápidamente sus vestidos y salieron de la tienda.

—Esta la pagarás, Montefeltro —en su mano derecha apareció un puñal.

—Compórtate como un hombre Juan, me parece que ya es hora.

—¿Tienes miedo de un duelo, eh? Hablas… hablas, pero después te lo haces encima. ¡Adelante, Montefeltro, muéstranos a todos quién es el hombre aquí!

—¡Juan, cálmate!

Colonna intentó ponerse entre ambos. Borgia, sin embargo, lo empujó a un lado.

Guidobaldo se quedó quieto: no tenía miedo y no quería pelearse, todavía no. Aquel día era decisivo para llevar a cabo el ataque al castillo. Conteniendo su cólera dijo:

—No temáis: ese momento llegará. Voy a prepararme. Hoy combatiremos de verdad.

Se dio la vuelta y salió de la tienda con la cabeza alta, mientras Colonna paraba justo a tiempo la mano armada de Juan.

Castillo de Bracciano

20 de enero de 1497

El castillo de Bracciano resaltaba majestuoso en el cielo sombrío de la mañana con sus cinco torres grises y poderosas.

Aquellos baluartes habrían podido desalentar a cualquier enemigo, en cambio el asalto de los papistas había comenzado feroz desde los primeros momentos de la mañana. Habían atacado de manera imprevista, movidos por la rabia ciega fermentada durante la larga espera. Se habían lanzado contra el bastión y en poco tiempo habían conseguido apoderarse del burgo. Este logro les había insuflado coraje y Bartolomeo había tenido que presenciar cómo sus líneas de defensa cedían.

El último ataque, después de todo, había sido violento.

Cuando D'Alviano vio los estandartes de la Iglesia que ondeaban en la muralla, decidió dirigir una avanzadilla de elegidos. Preparado para cualquier cosa, gritaba a los suyos con ímpetu.

—¡Adelante! ¡Id hacia adelante! Grupo de cobardes, ¿pensabais que no atacarían? ¿Para qué os he preparado, si no para defender? Si no os matan ellos, os descuartizo yo. ¡Adelante! ¡Mostrad quiénes sois a estos asquerosos mercenarios! Está en juego vuestra libertad.

D'Alviano gritaba con todas sus fuerzas enarbolando la espada.

Sus hombres, como fustigados por el látigo de su voz, se despertaron y se lanzaron contra los asaltantes con una fuerza que no creían tener. Un grupo llegó hasta los estandartes de los eclesiásticos.

—¡Arrancadlos! ¡Así, adelante! ¡Arrojadlos a la fosa! ¡Perseguid a esos hijos de puta!

El miedo de asistir a su propia ruina y tener que responder ante su jefe por la derrota los empujaba a resistir.

 

 

 

Bartolomea, como enloquecida, corría de un lado a otro del castillo. Finalmente encontró a su marido, que iba a la cabeza de un grupo de soldados.

—Te estaba buscando —dijo casi sin aliento.

D'Alviano se dio cuenta de que estaba asustada, seguramente había temido lo peor. Dio ordenes a sus hombres y se retiró con ella.

—El asalto lo hemos rechazado, no te preocupes —le dijo con tono tranquilizador—. Cario y Vitellozzo están cerca, tienen un ejército formidable, se trata sólo de resistir todavía algún día más.

Bartolomea asintió apenas en la semioscuridad del corredor.

D'Alviano la observó con atención.

—No entiendo este aire abatido.

Bartolomea explotó en un llanto y le mostró una hoja gritando:

—¡Lo han matado, lo han envenenado! Dicen que ha muerto de pulmonía, ¡pero no es posible! Me acababa de escribir, Virginio estaba bien, ¡ha sido él… él! ¡El Papa! ¡Cuánto lo odio! Júrame que dejarás en mis manos a su bastardo, ¡júramelo!

D'Alviano la abrazó con fuerza y sintió que le invadía un sentimiento de rabia.

 

 

 

Impaciente en torno a los arietes, Guidobaldo y los demás comandantes esperaban poder irrumpir en el castillo. Apenas vieron que parte del bastión que defendía el burgo se derrumbaba, se lanzaron sobre la brecha con las armas desenvainadas.

Guidobaldo incitaba a sus soldados con fuerza. Las discusiones con Juan habían aumentado su determinación.

Mientras combatía se dio cuenta de que también Gandía se había lanzado en medio de la refriega y pensó que había hecho bien humillándolo delante de los demás; al menos había servido para hacerle cambiar de idea.

Cuando los Orsini se movieron al contrataque, rechazando al ejército del Papa fuera de la población, Juan y Guidobaldo ordenaron la retirada y se reunieron corriendo en la tienda de Borgia.

—Tenemos que irnos de aquí, demos marcha atrás y dividamos a los hombres en los castillos que ya han sido conquistados.

A Fabrizio Colonna le estaban curando una herida en el brazo izquierdo.

—No, perderíamos la ventaja que tenemos —intervino Guidobaldo desabrochándose las polainas—. El Papa mantendrá las tropas durante mucho tiempo, es demasiado costoso.

—¡Por Dios, habíamos conseguido superar la muralla!

Juan se estaba quitando la coraza ayudado por Alonço.

—Sabemos que Carlo y Vitellozzo están a pocos días de distancia, si permanecemos aquí nos cogerán en medio, tenemos que ir al encuentro con todo el ejército e impedir que se reúnan —Guidobaldo se secaba el sudor de la frente.

El cardenal Lonati lo miró desolado. Había pasado la jornada visitando a los heridos, intentando consolar sus penas, había cerrado los ojos a muchos pobrecillos y bendecido demasiados cuerpos.

—En la guerra también hay maldiciones. No habéis visto hoy cuánta sangre, ¡Dios mío!

—Vos sois un hombre de Iglesia, no podéis entender.

—Esta guerra no la ganaremos nosotros, la muerte se cierne sobre nuestras cabezas. Dios no nos favorece más, lo siento. Creedme, Guidobaldo, tengo presentimientos horribles.

—¿Cómo puede Dios no favorecer al ejército de su Iglesia? Escuchadme, Juan. Ahora no nos podemos mover, tenemos que curar a los heridos y preparar el transporte de la artillería, pero mañana por la noche podríamos irnos en secreto. Mandaremos una avanzadilla para explorar los alrededores e indicarnos el recorrido. He estudiado el mapa del territorio: hay que atravesar los montes de Sutri y Capránica, costear el lago de Vico y superar las colinas entre Capena y Viterbo. En tres días deberíamos llegar a los alrededores de la llanura de Soriano. Allí podríamos acampar y esperarles. ¿Qué pensáis?

Juan permaneció en silencio. Libre de la terrible mordaza del miedo, había descubierto la euforia del combate.

—¡Iremos a la búsqueda de esos cerdos! —ordenó saliendo de repente de la tienda.

21 de enero 1497

—¡Han levantado el asedio! —D'Alviano condujo a su mujer hacia la ventana—. ¡Mira!

Bartolomea se asomó, la llanura estaba libre.

—Deben de haber quitado los vivaques durante la noche.

Un relevo se acercó rápidamente.

—Vengo ahora de Ronciglione, el ejército del Papa se está moviendo con toda la artillería hacia Sutri.

—¡Por supuesto! Van hacia el norte, ¡al encuentro de Cario y Vitellozzo! Si se hubiesen quedado aquí abajo, a la llegada de Cario, se habrían encontrado entre dos frentes. ¡Habrá una batalla y esta vez será la definitiva! Tengo que ir a su encuentro.

—¡No!

D'Alviano se giró hacia su mujer. Su cara parecía una máscara de piedra.

—Tú has hecho más de lo que se te había pedido. Allí habrá un Orsini para defender nuestro honor. Tu sitio está aquí conmigo.

—Mi ayuda es fundamental. Conozco las fuerzas de los enemigos, pero no tengo ni idea de cuántos hombres ha reunido Cario. La batalla no está absolutamente ganada.

—¡Tienes que quedarte! Manda a tus mejores hombres. Si la batalla terminase mal, ¿cómo podría defenderme por mí misma?

D'Alviano bajó los brazos suspirando, Bartolomea tenía razón. Si Cario hubiese perdido, el ejército de Gandía hubiese vuelto en seguida para apoderarse de Bracciano. Dio ordenes a sus oficiales, y dedicando a su mujer una mirada que valía más que mil palabras, se alejó.

Llanura de Soriano

24 de enero de 1497

Desde lo alto, Guidobaldo contempló a Fabrizio Colonna al mando de la primera compañía que insultaba a los fugitivos y los lanzaba al ataque. Una fatiga inútil porque sus hombres, cansados por las marchas forzadas y asustados enormemente por el ataque improvisado, no lo escuchaban.

Guidobaldo bajó al galope y se lanzó a la lucha. Intentó llevar hacia adelante a la caballería que retrocedía, sin éxito. También muchos de los suyos eran fugitivos presa del pánico, y lo abandonaban en medio del enemigo, que le gritaba que se rindiera.

—¡Jamás, jamás! —con la espada de su padre empuñada, ayudado por la destreza de su caballo, intentó desesperadamente defenderse dentro del gran desorden de sus hombres, de las armas, de los gritos.

De repente, sintió un golpe de calor en un costado, seguido por un dolor atroz: le acababan de herir con un arcabuz. Dejó caer las riendas mientras su caballo, atemorizado, chocaba contra un peñasco y se desplomaba cayéndose encima de él.

Aplastado por aquel peso, incapaz de respirar y sobrepasado por un dolor insoportable, comenzó a gritar y creyó morir. Se desmayó.

Cuando volvió en sí se dio cuenta de que alguien lo había liberado, y le estaba quitando el casco y la armadura.

—¿Quién eres? —Guidobaldo intentó levantarse. Sangraba y el dolor en el costado era lacerante.

—Me llamo Battista Tosi, señor. Apoyaos en mí.

Guidobaldo comprendió, era prisionero y aquel hombre se mostraba muy cuidadoso porque su captura posiblemente le reportaría una preciosa recompensa. Se apoyó en sus hombros y se desmayó de nuevo.

Se despertó de un sueño larguísimo.

Battista Tosi estaba todavía junto a él e intentaba taponar la herida.

—No os mováis, dentro de poco llegarán los camilleros para curaros. Intentad descansar, yo me ocupo de vos.

—La batalla…

—La batalla ha terminado. El duque de Gandía ha escapado —Battista Tosi se reía burlonamente—. ¡Una herida en el labio, insignificante, y ha escapado como el viento! Hemos ganado, en su momento sabréis cómo. Ahora no tenéis que pensar, ya tenéis bastantes problemas.

Guidobaldo se ruborizó. ¡Juan! Aquel maldito, lo había echado todo a perder. Había escapado como un conejo, sin ni siquiera intentar salvar su honor.

Se desplomó cansado por el dolor y por el desconsuelo.

Castillo de Bracciano

24 de enero de 1497

Con la esperanza de ver llegar un mensajero, Bartolomea llevaba merodeando durante horas en el corredor de la muralla observando la campiña. La incesante lluvia que caía durante todo el día y la oscuridad lo envolvían todo. Cansada y con frío se retiró a su habitación, junto al fuego.

Un rumor de pasos rápidos hizo que se pusiese en pie; la puerta se abrió de par en par y apareció Bartolomeo seguido de un guerrero.

—¡Hemos ganado!

Bartolomea se abrazó a su marido.

—No podía ser de otra forma, cuéntame todo desde el principio —se sentó e indicó al soldado un escaño junto al suyo.

El soldado empezó a hablar.

—Nos hemos enfrentado en plena llanura cerca de Soriano, a la entrada del valle, largo y estrecho, rodeado de bosques. Vitellozzo y Cario ya habían dispuesto un magnífico despliegue. Los papistas estaban cansados por la marcha, sus capitanes habían decidido distribuir la artillería delante para dar tiempo a los mercenarios alemanes, que llegaban detrás para tomar posiciones. Hubiese sido nuestro fin si Juan Borgia no hubiese llamado a la caballería hacia atrás. No se entiende muy bien por qué hizo algo así, a lo mejor quería fortificar los laterales de la infantería que habían quedado abiertos y algo más débiles, pero nosotros lo interpretamos como una retirada, y eso nos tranquilizó. Fabrizio Colonna empujaba mientras a los suyos, los ataques eran impetuosos pero desordenados. De esta forma Vitellozzo consiguió reordenar sus filas, reforzando la infantería con la caballería. Mientras rechazábamos el asalto Gandía intentaba su última baza: ordenó disparar los cañones. Sus artilleros no supieron apuntar y las balas volaron por encima de nuestras cabezas sin provocar daños. Al final nos enfrentamos de nuevo: caballería contra caballería, mientras los infantes de Vitellozzo traspasaban miles de mercenarios. En ese momento, el ejército del Papa escapó y ¡así ha sido nuestra victoria! Hemos eliminado más de quinientos entre muertos y prisioneros. Hemos herido y capturado incluso a Guidobaldo de Montefeltro.

—Un capitán valiente y leal que merece respeto —dijo D'Alviano.

—¿Gandía esta vivo? —Bartolomea tenía en mente esta pregunta desde el principio de la conversación.

—Le han herido ligeramente, un pequeño rasguño en la cara, pero le ha servido para escapar corriendo hacia el Papa.

Bartolomea bajó la mirada para esconder su desilusión.

—¡Bravo soldado! Ahora vete a descansar.

—Gracias señor, pero tengo que ir inmediatamente a Roma, Vitellozzo me ha dado otro encargo: escribir con tiza en los muros de Roma: «¡Quien haya visto un ejército huyendo, por favor que lo devuelva al duque de Gandía!».

—¡En ese caso, marchaos! —ordenó divertido D'Alviano, estrechando la mano al joven, que enrojeció de placer.

—¿Y ahora? —le preguntó en cuanto se quedaron solos.

—Ahora veremos qué es lo que hace el Papa. Tendrá que comerse todas las injurias y deberá pactar. Es demasiado avaro para empezar todo desde el principio. Aunque lo intentase, tendría que recomponer el ejército y a nosotros nos daría tiempo de recuperar nuestros castillos y nuestras fuerzas. No será difícil, verás, sobre todo si deja el mando a las órdenes de su hijo, ese incapaz. Tengo que irme enseguida y unirme a los demás. El castillo se quedará en tus manos, no podría dejarlo en manos más seguras.

D'Alviano la abrazó fuertemente:

—Cuando todo termine quiero dedicarme un poco a ti.

Rocca de Soriano

15 de abril de 1497

Se despertó con los gritos de los soldados que hacían el cambio de guardia en el patio de la fortaleza. La tarde acababa de empezar y el sol estaba todavía alto en el cielo terso y primaveral.

Guidobaldo recolocó los cojines detrás de su espalda y estiró las piernas. Dormir era una estrategia para olvidar el pasado y para no vivir todos los instantes del presente. Era una ilusión que le reconfortaba, pero dejaba atrás un vacío enorme, una melancolía que trocaba en tristeza.

Miró alrededor, la habitación era grande y confortable, pero tenía barrotes en las ventanas. Era prisionero por lo menos desde hacía tres meses y no sabía nada de lo que le depararía el mañana.

Cogió un libro de oraciones y se encomendó a Dios para encontrar el coraje de resistir.

El rumor estridente de la cadena que acaba de ser movida interrumpió su lectura. Carlo Orsini, precedido de un oficial, se acercó a su cama.

—Señor Duque, vengo a comunicaros la noticia que tanto habéis esperado. Vuestro rescate ha sido pagado.

Era un hombre de modales bruscos e iba directamente al grano.

—¡Gracias a Dios, el Papa al final ha contestado mi súplica! —Guidobaldo se puso de pie olvidando la herida del costado, que todavía no estaba curada del todo.

—No. El Papa no se ha preocupado absolutamente de vos. La suma pedida nos la ha entregado un hombre de confianza de la duquesa, vuestra mujer.

Guidobaldo se quedó pasmado.

—Sí, vuestra mujer ha pagado el rescate —Cario lo miró fijamente con los ojos negros, diminutos y punzantes como alfileres—, el Papa no ha movido un dedo. ¿Pensabais de verdad que Su Santidad pagaría cuarenta mil ducados por vuestra liberación? Nunca ha tenido tal intención. ¿Todavía no sabéis de qué pasta están hechos los Borgia?

Cario hizo un gesto de desprecio y se calló, pero viendo que Montefeltro no hablaba, lo incitó.

—El Santo Padre no perdona a quien lo decepciona, y perdiendo su guerra, lo habéis hecho. Os ha castigado olvidándose de vos. Quien hace nuestro trabajo tiene que estar preparado para la infidelidad.

Guidobaldo lo miró con asombro. ¡El hijo de un descarado traidor le hablaba de fidelidad!

Conocía bien a los Orsini, hombres feroces como los animales de los que tenían el nombre1, unidos por el interés común y dispuestos a todo con tal de mantener sus privilegios seculares.

En aquellos tres meses habían demostrado estar dispuestos al diálogo y prestos a satisfacer muchas de sus peticiones.

Esta actitud le había sorprendido. Había imaginado un trato peor, a lo mejor la fama de su padre y de su casta todavía se conocían y respetaban.

Un argumento, sin embargo, quedaba siempre a un lado: el estado de las negociaciones:

—Tenéis razón, no hay nada de qué asombrarse: la avaricia del Papa no es un misterio para nadie y la cantidad que habéis pedido por mi libertad es altísima —dijo al final Guidobaldo.

De repente, recordó un hecho al que no había dado importancia. Tiempo atrás un médico charlatán que venía a curarle las heridas, entre otras cosas, le había dicho que Borgia, para restituir el castillo a los Orsini, había pedido cuarenta mil ducados. Juntando lo que le había dicho Carlo y aquello que le había contado el médico, al final entendió la verdadera razón del generoso trato que le daban: sin su dinero, los Orsini tenían que desembolsar de su propio bolsillo cuarenta mil ducados y, desplumados como estaban después de la guerra, no hubiesen sabido dónde encontrarlos. Había recibido un buen trato sólo porque les estaban desplumando, ¡aquello nada tenía que ver con el respeto por su casta!

—Entonces soy yo quien paga por la restitución de los castillos que os he conquistado.

Cario se quedó maravillado.

—Veo que estáis bien informado; por otro lado, ya no es un secreto. Como veis, para nosotros valéis mucho. No podéis decir lo mismo de vuestros aliados —el tono era absolutamente de desprecio—. De todos modos, ahora sois libre.

Se entretenía todavía en la habitación encontrando una forma de despedirse. Guidobaldo se dio cuenta del embarazo. Pensó que la guerra tenía sus propias reglas, y no podía reprochar a los Orsini haberse aprovechado de su captura para obtener un rescate opíparo.

—Es verdad, puedo decir que he recibido un trato mejor de mis enemigos que de mis aliados.

—Nadie mejor que nosotros puede valorar vuestro coraje, habéis combatido lealmente y aprecio vuestra honestidad. ¡Hasta la próxima! Quién sabe, a lo mejor estaremos en el mismo bando —Carlo le dio la mano rápidamente sin mirarle a los ojos, y con paso rápido se dirigió a la puerta, que esta vez no cerró.

Guidobaldo se sentó sintiéndose dolorido: la herida del costado le molestaba cada día menos, pero los pinchazos de las piernas todavía le atormentaban. Se dirigió al oficial que esperaba sus órdenes.

—Enviad un correo a Urbino con la carta que en breve os entregaré. Quiero irme lo antes posible, proceded de manera que esté todo organizado con rapidez.

Una vez que se marchó el oficial, Guidobaldo se tumbó de nuevo en la cama y después de tantos meses, sonrió.