CAPÍTULO I
EL ANSIA DE RODRIGO
Apartamento privado de Rodrigo Borgia,
Papa Alejandro VI
Jueves, 15 de junio de 1497. Maitines
Rodrigo Borgia gritaba aferrado al enorme tronco del palo mayor.
La nave con las velas desgarradas se hundía entre las olas, para después aparecer hasta casi darse la vuelta. Una ola todavía más violenta se estrelló contra el puente. Rodrigo, antes de caer sobre las tablas empapadas de la cubierta, observó que el timonel y sus compañeros desaparecían en un remolino. Intentó sujetarse a un asidero, pero se precipitó por la borda cayendo al mar. Mientras se debatía entre las olas contempló el navío que, ya lejos, se alzaba hacia el cielo, volvía a caer en el mar y desaparecía en otro torbellino. Las fuerzas le abandonaban, cerró los ojos y se dejó ir hacia la voz que, a lo lejos, lo atraía hacia el abismo…
Se despertó atemorizado y se sentó de un salto. Corrió hacia la ventana y apartó las pesadas cortinas con brusquedad.
Nada, sólo la noche y la luna.
«Cálmate —se dijo a sí mismo—, ha sido sólo una pesadilla. Una horrible pesadilla.»
Hizo sonar con fuerza una campanilla de plata, y ordenó al clérigo que acudió que llamase a su ayuda de cámara.
Al cabo de un rato Juan Marradés se acercó a él, atento como siempre.
—¿Os sentís mal, Santidad?
El Pontífice lo miró con los ojos cansados y murmuró:
—Quiero confesarme. Sentaos junto a mí.
El ayuda de cámara se colocó la estola sobre los hombros, se santiguó e inclinó la cabeza dispuesto a escuchar.
—Todavía me atormenta aquella pesadilla… Hace veinte años, Dios me salvó de la muerte en el mar, y yo, ¿cómo le he correspondido? Mis pecados me destrozan… El infierno me parece tan cercano, tan real.
Marradés levantó un poco la cabeza y lo observó. Aquel rostro, de facciones masculinas y sensuales, desprendía un encanto irresistible. Las mil expresiones de sus ojos negros y centellantes hacían oscilar su aspecto de arrepentido a persuasivo, de severo a apasionado, de suplicante a imperioso. Rodrigo Borgia usaba cualquier medio para obtener lo que quería y no se doblegaba con facilidad.
Este era el Alejandro VI que todo el mundo conocía, pero ahora Marradés sólo tenía delante a un viejo asustado:
—Santidad, combatir contra el pecado es el deber de los hombres de fe.
Rodrigo agarró la mano del confesor:
—¿Cómo me juzgará Dios? Cada hombre es un caso diferente, todos tenemos nuestras justificaciones… ¿Dios lo tendrá en cuenta?
—El Señor ha dicho: «Pide y te será dado». Rezad, Santidad, y pedid al Señor que os ayude.
Marradés soltó lentamente la mano del Papa.
—Me aterroriza. Su juicio.
—Dios nos juzgará con sus Mandamientos. Hay que tener fe en su justicia y esperar su perdón.
—La fe… la mía no es tan fuerte —la voz se convirtió en un susurro—. ¿Pensáis que un hombre como yo es digno de ser Papa?
Marradés permaneció en silencio.
—¿Creéis que es suficiente la fe para gobernar la Iglesia? ¡La Iglesia necesita el poder! Sin tierras, sin dinero, sin autoridad, ¿qué sería del Papa? Quedaría reducido a un instrumento en manos de los poderosos. En estos cinco años he intentado evitar ese riesgo a cualquier precio. ¿Os acordáis de Celestino V? Hombre de gran fe, sin lugar a dudas, pero débil, muy débil. Se han necesitado años de polémicas, de cismas, de concilios, para establecer que el Papa significa autoridad, ¡autoridad absoluta! Sólo él representa la Iglesia de Dios. Y estos patricios romanos tendrán que aceptarlo de una vez por todas.
—Santidad, acabáis de firmar un tratado de paz con la familia Orsini —intervino Marradés.
—¿Paz? —dijo Rodrigo levantándose—. No, ¡no ha terminado todavía! Desde hace demasiados años se creen los amos de los territorios de la Iglesia, y piensan que seguirán explotando los beneficios que obtuvieron de mis predecesores, pero se equivocan. Me han traicionado y yo no olvido. ¿Qué han hecho ante la invasión francesa? Sólo han pensado en sí mismos, me han dejado solo, para que defienda Roma con mis españoles. Los italianos son una raza indigna de confianza.
Marradés asintió mientras el Pontífice, inmóvil delante del escritorio, cogía un cáliz de oro:
—Éste es un regalo de mi hijo Juan —dijo Rodrigo con orgullo—. Es una joya.
Marradés hizo un gesto de apreciación pero, dentro de sí, recordó una frase lanzada por Savonarola en una de sus incendiarias homilías: «¡Hubo un tiempo, en las primeras comunidades cristianas, en que los cálices eran de madera y los prelados de oro; hoy la Iglesia tiene los prelados de madera y los cálices de oro!», y tuvo que admitir que el fraile, al menos en aquel argumento, no se equivocaba.
—Me acusan de simonia —continuó el Papa dejando con cuidado el cáliz—, pero las limosnas no bastan. Vender los cargos es una necesidad, dinero para comprar poder: es así desde hace mucho tiempo, desde mucho antes de mi elección. Vuestros ojos severos me reprochan: condenadme si queréis, pero no antes de haber escuchado hasta el final. Lo admito, durante los primeros días del cónclave hice cualquier cosa para llegar al solio, compré cada voto disponible, prometí más de lo que podía porque sólo así me convertiría en Papa. Decidme, en conciencia, ¿he sido el primero en comportarme así?
Marradés sostuvo la mirada interrogativa del Papa Borgia.
—Es el Espíritu Santo quien ilumina a los cardenales en la elección del Pontífice.
Por la expresión de Rodrigo, Marradés comprendió que su respuesta había sido apreciada.
—¿En qué otra cosa he pecado? La lujuria es otra de mis faltas. ¿Se me atribuye? ¿Hay alguna nueva aventura que se me atribuya?
El ayuda de cámara se limitó a bajar la mirada.
—Que hablen, que hablen. ¿Queréis la verdad? Sí, a veces alguna cortesana… Pero no os ruboricéis, también vos sois un hombre. Después de Julia he prohibido a mi corazón que se vuelva a enamorar. Fue una pasión violenta.
Marradés sabía que el recuerdo de aquel amor todavía era doloroso para Rodrigo.
—Era cardenal cuando conocí a Vannozza en Mantua: todavía recuerdo los reflejos de sus cabellos iluminados por el sol… Experimenté una sensación que me atormentaba y, al mismo tiempo, me exaltaba. No deseaba sólo su cuerpo, quería conocer sus pensamientos. No intento justificar mi pecado.
¡Yo he amado! Ha sido este sentimiento el que ha guiado mis acciones.
Marradés suspiró. Estaba confesando a un Papa que hablaba de sí mismo como si fuese un soberano, un mercader estafador, como si fuese un hombre esclavo de los sentidos; y a pesar de todo, no conseguía verlo como un pecador.
—Es verdad, he transgredido la ley canónica, pero lo he hecho llevado por el corazón. ¿Tal vez por este motivo he amado menos a mi Iglesia? Condenadme por los vicios de la carne. Pero no por lo que me ha unido a Vannozza. He recibido de ella mi don maravilloso: mis cuatro hijos, César, Juan, Lucrecia y Jofré. Sólo pronunciando sus nombres me siento feliz. Juan es un auténtico español, César es testarudo y sabe cómo hacerse respetar. ¿Lucrecia? ¡Un ángel! Y Jofré, ahora que es un hombre, se parece mucho a sus hermanos, y también a mí, ¿no os parece?
El confesor esbozó una sonrisa de circunstancias. Sobre la paternidad de Jofré corrían muchas murmuraciones; la señora Vannozza había tenido tres maridos durante su relación con el Papa, todos ellos personas elegidas por el propio Papa, de confianza y complacientes, pero cómo se podía estar seguro de que…
—Es por ellos que hago todo lo que está en mis manos continuó Rodrigo con orgullo—. Cuando los veo, cuando están a mi lado, me siento invencible. Los santos hombres de la Curia me acusan de ser nepotista, pero el nepotismo para un Papa es una necesidad política; durante mucho tiempo las familias romanas han usado la Iglesia como si fuese de su propiedad. Al fin y al cabo, ¿de quién me puedo fiar, si no de aquellos que tienen mi propia sangre?
Se quedó ensimismado durante algunos instantes, luego continuó:
—Estoy cansado de las calumnias, estoy cansado de lo que dice Savonarola desde el pulpito, que todos los males del mundo provienen de Roma y de mí mismo.
—Es él quien no se inclina a la obediencia —replicó Marradés mirándolo—. Cada llamada de atención por vuestra parte ha sido completamente fundamentada. Os habéis comportado siempre correctamente con él.
—No me preocupan sus sermones de exaltado. Es mi cargo legítimo el que no debe tocar. Debo proteger mi Iglesia de estos intentos de rebelión.
—Ni siquiera la excomunión parece haberle doblegado.
—Por ahora no intervendré, se desplomará por sí mismo, ya veréis. Florencia no está contenta de ser gobernada por llorones. En el momento oportuno cancelaré con el fuego su herejía y del triste dominico no quedará nada más que un puñado de cenizas.
—Es justo, Santo Padre: combatir la herejía es una de vuestras tareas… —el ayuda de cámara se interrumpió.
En la mirada del Papa había aparecido de nuevo el terror.
—Tengo miedo de mi falta de escrúpulos, tengo miedo de mí mismo. ¡El infierno que espera a Savonarola es el mismo que me espera a mí! Yo también arderé durante la eternidad, porque mis pecados son mi verdadera esencia.
Marradés, impresionado por aquel lúcido análisis, cambió de discurso.
—Santidad, hoy Dios sonríe a España, de la que vos sois un hijo preclaro. Nuestros soberanos, los Reyes Católicos, reinan también en las Indias: es una edad de oro para nuestra patria. Las almas de aquellas tierras desconocidas aguardan la verdadera doctrina y a su Pastor.
—No consigo pensar en aquellas tierras lejanas. Cuando uno llega a Roma se termina empantanado en el lodo del Tíber, y la mirada no va más allá de estas colinas. Debería, al igual que Cristóbal Colón, ampliar mi horizonte hacia nuevos mundos y navegar lejos… pero lejos de mí mismo. ¿Conocéis la ruta para escapar de uno mismo, Marradés?
—No, Santidad, no la conozco.
Tras estas últimas palabras, los dos hombres permanecieron absortos durante algunos instantes en el silencio. El ayuda de cámara se levantó y comenzó a hablar.
—Es casi de día, Santo Padre. No he sabido calmar vuestras ansias, pero os perdono en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. No os impongo ninguna penitencia: el tormento de esta noche es por sí mismo un severo castigo.
Ambos se santiguaron.
El Papa miró a Marradés mientras salía de la habitación y cerraba la pesada puerta tras de sí. Inclinó la cabeza y comenzó a rezar murmurando.
Terminada la misa, don Ginés Fira, secretario personal de Juan, se presentó en los aposentos del Pontífice. Después de haberse arrodillado para besar el anillo papal, lo soltó todo de golpe:
—No me hubiese permitido jamás molestaros, Santidad, pero don Juan no ha regresado desde ayer por la noche. Sus hombres están preocupados por esta ausencia, y después de la emboscada de hace unos días…
Rodrigo sintió un vuelco en el corazón.
—¿Está con su escolta?
—No, Santidad. Ayer por la noche el Duque se quedó solo con el palafrenero Alonço.
—¿Ha ido por Roma, de noche, escoltado por un solo hombre? —la cara del Papa cambió de color.
—Sí… O mejor dicho, por dos.
—Sed más preciso.
—Ayer por la noche el Duque estuvo cenando, en casa de la señora Vannozza, con el cardenal Valencia, con el príncipe de Esquilache, con el cardenal Lançol y otros amigos. Después del banquete se fue con sus hermanos y la escolta hacia el palacio, pero a la altura de la Antigua Cancelería se despidió de los demás. Se quedó solamente con Alonço y otro hombre, al que subió en su mula.
—¿Otro?—preguntó Rodrigo arqueando la ceja.
—Nadie sabe quién es, Santo Padre. Lleva siempre una máscara puesta y es cojo.
—¿Lo habíais visto antes?
—Sí, una vez. Vino preguntando por don Juan.
—¿Sin identificarse? —el Papa miró a don Fira con reprobación.
—Estaba a punto de preguntarle quién era, cuando llegó el Duque, quien lo hizo pasar inmediatamente a su despacho.
—¿Cómo es posible que un desconocido entre en palacio? —el Pontífice se puso muy serio—. El comandante de la guardia me responderá por esta imprudencia.
—No se puede decir que sea realmente un desconocido. El comandante me ha dicho que, desde hace un mes aproximadamente, él y don Juan son inseparables… El Duque ha advertido a todos sus siervos de que este hombre tiene sus puertas siempre abiertas.
—¿Un amigo o un rufián, por lo tanto?
—Le facilita encuentros galantes.
—Debí imaginarlo —afirmó Rodrigo con una expresión menos preocupada—. Es una historia de mujeres.
—A mí también me parece así porque… —don Fira se calló de nuevo—. Santidad, no sé si debería deciros también que…
—Vos me tenéis que contar cualquier cosa que atañe a mi hijo… ¡Incluida la más insignificante!
—Hace unos días estaba buscando un documento en la mesa del Duque y no pude evitar ver una carta que don Juan no me había pedido que examinase. Era una carta de amor, escrita de su puño y letra.
—¿A quién se dirigía?
—No lo sé, Santidad. No pude leerla atentamente, porque don Juan entró repentinamente, pero una cosa es cierta: no iba dirigida a su mujer, la Duquesa. Hacía referencia a un encuentro secreto una de estas noches, y terminaba con un poema de amor.
—Entonces, ¿ha ido a ver a esa mujer?
—A lo mejor, Santidad. Pero no entiendo por qué se ha despedido de su escolta.
—Puede que tuviese la intención de quedarse toda la noche con ella.
—Podría haber mandado a Alonço para advertirnos.
Rodrigo se quedó un instante en silencio, reflexionando, y después dijo:
—Sí, debería haberlo hecho. ¿Sabéis por lo menos a qué zona de la ciudad se dirigía?
—No. Fue visto por última vez en la Antigua Cancelería.
—Volved donde el comandante y ordenadle que envíe algunos hombres a buscarlo, él sabrá dónde. Id y tenedme informado.
Fira salió con la cabeza gacha, mientras recibía una rápida bendición.
Rodrigo suspiró sacudiendo la cabeza. Roma por la noche era peligrosa, y Juan se sentía demasiado seguro de sí mismo. Un escalofrío de angustia atravesó a Rodrigo: aquel hijo disoluto e imprudente era más importante que su propia vida.
Veía reflejados en sus ojos negros el sol de España y el sueño de una dinastía de reyes Borgia. Este deseo había sido ya una vez miserablemente destrozado por el destino: su primer hijo, Pedro Luis, nacido de una relación de juventud y educado en la corte española, había muerto poco antes de que Rodrigo se convirtiera en Papa. Todo aquello que le había pertenecido había pasado a manos de Juan: el ducado de Gandía, el favor de los reyes españoles e incluso su prometida María Enriquez, hija de un primo del rey Fernando. Habían transcurrido ya tres años desde que Juan se trasladase a España para tomar posesión de su ducado y casarse con María Enriquez. Acostumbrado a la vida libre de Roma, se había entregado a los placeres, dejando de lado sus obligaciones conyugales, pero al final María había dado a luz a un heredero y, además, una niña había nacido unos meses antes de que Juan volviese a Roma.
Durante aquellos años de ausencia le había parecido que, con Juan, se habían marchado también la despreocupación y las ganas de vivir.
Y ahora, ¿dónde se había metido?
Suspiró pensando que los jóvenes no se preocupan de los miedos de los mayores.
También él, cuando era un joven cardenal, había vivido con despreocupación, y le importaban un comino las preocupaciones de su tío, el papa Calixto III.
Volvió a pensar en el día de la muerte del viejo pontífice. Todos le abandonaron, e incluso los mismos familiares a los que tanto habían ayudado escaparon mientras el pueblo saqueaba sus palacios, y los Orsini correteaban por la ciudad destruyendo los escudos papales. Él era el único que no le había abandonado, y que se había quedado a su lado hasta el final, agradecido de todo cuanto había recibido.
Y cuando llegase su momento, ¿quién se quedaría a su lado?
Su pensamiento volvió a Juanito.
Fira le había recordado que unos días antes alguien había asaltado al joven Duque: un loco con la cara cubierta se había lanzado de repente contra su escolta. Sólo por muy poco no había herido a Juan, y aquel hombre no había sido ni capturado ni reconocido.
¿Y si hubiese vuelto a intentarlo? Rodrigo sentía que el corazón le palpitaba. La ciudad permanecía siempre en lucha, el hambre convertía en audaces a los ladrones, el odio y la codicia de poder estimulaban la traición.
¡No!, exclamó tratando de dominar la inquietud. Juanito no estaba en peligro: se hallaba sano y salvo, con una mujer. Ese irresponsable pasaba demasiado tiempo con prostitutas, y esta vez no le perdonaría con tanta facilidad. Es más, ni siquiera lo recibiría, para no tener que escuchar las mismas excusas y sus carcajadas impertinentes. Pero los hijos nacen perdonados. Rodrigo sonrió con tristeza: no le confesaría jamás su temor, pero le obligaría a permanecer en palacio durante algunos días. Había importantes asuntos familiares en discusión. El primero, el matrimonio de Lucrecia, que desde hacía diez días se había encerrado en el convento de San Sixto y no pensaba salir hasta que no se acallaran las malas lenguas sobre sus problemas conyugales.
No podía negar que el matrimonio que él mismo le había impuesto con Giovannino Sforza no había sido una idea feliz, o mejor dicho, había dejado de serlo ahora que necesitaba una alianza con los Aragona para contentar a los reyes de España. Aquel matrimonio había que anularlo, y rápido.
Llamó a los clérigos para que le ayudasen a vestirse.
Era ya por la tarde cuando Juan Marradés condujo al comandante de la guardia a los aposentos del Pontífice. El militar hablaba excitado.
—Santidad, hemos encontrado al palafrenero del Duque, y ha sido apuñalado. Una familia de mercaderes le ha socorrido moribundo en un callejón cerca de plaza Judea. Ha muerto en seguida.
Rodrigo se levantó rápidamente mientras las preguntas le atragantaban hasta ahogarle.
—¿Qué hacía en plaza Judea? ¿Quién ha sido? ¿Y Juan, dónde está? ¿Ha mencionado a Juan?
—No lo sabemos, los mercaderes no han entendido nada de lo que decía: estaba delirando.
—¡Os había ordenado proteger a mi hijo, que no os separaseis nunca de él, y vos lo habéis dejado irse solo, de noche!
El comandante bajó la mirada y Rodrigo se desplomó consumido por el exceso de ira. Su figura majestosa se hacía más pequeña debajo de la capa de brocado.
En aquel momento entraron César Borgia y Juan Borgia Lançol. El Papa los miró fijamente.
—Juan estaba con vosotros ayer por la noche… ¡Os habrá dicho a dónde quería ir!
—Se quedó con nosotros hasta medianoche. Volvimos a casa juntos, pero a la altura de la Antigua Cancelería nos dividimos…
—¡César! —el Papa dio un golpe sobre el brazo del sillón gritando el nombre de su hijo mayor.
—No me escondas nada: el palafrenero ha sido asesinado, ¿me entiendes?
El Papa buscó en vano una respuesta en aquellos ojos impenetrables.
Lançol, más locuaz que César, contestó por él:
—No lo sabemos, Santo Padre. Desde que el cojo se acercó a él, durante el banquete… Juan se volvió impaciente, ansioso de marcharse.
—¿Pero quién es ese rufián? ¿Ni siquiera vosotros lo conocéis?
—No me he permitido nunca preguntar a Juan por sus cosas —respondió César.
—¿Y vosotros? —preguntó Rodrigo severamente al comandante de la guardia—. ¿Es así como cumplís con vuestra obligación?
—Santidad, he pedido información por todas partes, tiene que ser romano, pero no he conseguido saber quién es.
—Sois un incapaz. Y tú, César, ¡deberías haberle impedido que se marchase solo!
El joven sostuvo la airada mirada de su padre, pero no contestó.
—Por lo tanto, este hombre que nadie conoce fue a casa de la señora Vannozza para hablar con Juan —recapituló Rodrigo mirando a Lançol.
—Sí, y después se marchó, y lo volvimos a ver en la Antigua Cancelería. Estaba esperando a Juan, y se fue con él y con Alonço.
Rodrigo, cada vez más enfadado, no escuchaba las explicaciones.
—¿Cómo habéis podido dejarlo en una zona de los Orsini?
—Parecía tan contento… ¡Ya sabéis cómo es Juan!
Entraron dos oficiales.
—Santidad, acaban de encontrar la mula del Duque —exclamó uno de ellos— entre el palacio del conde Della Mirandola y el del cardenal de Parma, con las bridas rasgadas y manchadas de sangre.
—¡Si le ha pasado algo, os mando ahorcar! —gritó Rodrigo rojo de ira—. ¡Sois un atajo de idiotas, una grupo de imbéciles! ¡Basta! Estamos perdiendo tiempo. Interrogad de nuevo a aquellos mercaderes, interrogad a quien sea, registrad Roma palmo a palmo. Encontrad a Juan y al cojo enmascarado, o seréis excomulgados. Mandaré que os maten a todos, a todos…
Se desplomó sobre una silla, dejando escapar un último lamento mientras se sujetaba con fuerza las cabeza entre las manos.
El comandante de la guardia y sus hombres se alejaron, precedidos por César y Lançol. Marradés y algunos cardenales ancianos se aproximaron al Pontífice, pero él se apartó de todos, encerrándose en su alcoba.
Una vez solo, Rodrigo intentó poner en orden sus pensamientos. El sentimiento de angustia lo agobiaba. Tenía que salir lucra para respirar, para deshacer el nudo que lo ahogaba. Se dirigió hacia el corredor que unía sus aposentos con la fortaleza del castillo de Sant'Angelo.
Desde allá arriba, con la luz rosada del atardecer, los edificios color ocre de la ciudad aparecían majestuosos. Se sintió el dueño de Roma, el señor de todas las almas del mundo.
«Nadie puede hacer daño a mi hijo, poseo armas demasiado poderosas a mi servicio, la excomunión, la condenación eterna…», pensó con arrogancia, intentando tranquilizarse.
Muy pronto la horda de la guardia española habría invadido la ciudad registrando hasta el último rincón. El terror se habría propagado por toda Roma. Imaginó casas y talleres que cerraban deprisa, los Orsini, los Colonna, los Savelli, en sus palacios fortificados, inventando coartadas y alegrándose de su dolor.
De repente aquella pretendida seguridad en sí mismo se hizo añicos. Su poder, sin su hijo, carecía de valor: la muerte está siempre al acecho de todos, emperadores y miserables.
Rodrigo se volvió y regresó a la habitación. Lloró mucho, desesperadamente, sin reparo ni decoro.