CAPÍTULO VI

LOS CARDENALES

Francia, Carpentras

16 de marzo de 1497

Giuliano Della Rovere tenía cincuenta y cuatro años.

Su figura alta y enjuta se veía coronada por una monumental cabeza cubierta por un pelo rizado de color gris. El rostro alargado terminaba en un pronunciado menton. Sus ojos azules en aquel momento miraban fijamente y con intensidad la hoja que tenía delante.

 

Gonzalo de Córdoba ha conquistado Ostia. Ha llegado con seiscientos caballeros y mil infantes, y en pocos días ha conseguido la rendición. Ahora en Italia ya no queda un soldado francés. El pirata Menaldo Guerra ha sido arrestado y llevado a Roma. El Papa se regocija...

 

El cardenal se quedó durante algunos instantes mirando fijamente el vacío. «¡El Papa se regocija!»

Aquellas palabras le hacían hervir la sangre. Dio un puñetazo en la mesa mientras se le escapaba un grito de rabia.

Se levantó y continuó leyendo.

 

La toma de Ostia ha consolado la derrota de Soriano, pero no es todo. Muy pronto os comunicará oficialmente que pretende despojaros de todos vuestros beneficios. Por el momento ha destituido a vuestro hermano Giovanni de la carga de prefecto de Roma...

 

Se le apareció la imagen de la fortaleza de Ostia, con sus torres vigilando la desembocadura del Tíber: aquella fortaleza que había hecho construir y enriquecer con tesoros era su refugio inviolable. Después de la derrota de Carlos VIII, cuando se había retirado voluntariamente a Carpentras, la había dejado en manos de los franceses como su último baluarte de defensa en suelo italiano. El pensamiento de que Borgia había franqueado el umbral de su castillo, y ahora paseaba satisfecho por las suntuosas habitaciones como si fuese el nuevo propietario, era un suplicio insoportable.

Detestaba profundamente a Rodrigo desde hacía veinticinco años.

Se vio en Roma, joven fraile franciscano, durante la coronación a la sombra de su tío Francesco.

Desde la otra tribuna levantada delante de la basílica de San Pedro, había seguido la fastuosa ceremonia con la atención de quien se siente inexperto, pero quiere aprender deprisa. En medio de todos aquellos hábitos rojos, entre los cardenales ancianos cansados y acalorados, y aquellos jóvenes, ambiciosos y fieros, había notado que Borgia se movía con desenvoltura y seguridad. Después de haber colocado la corona de San Gregorio Magno sobre la cabeza de Sixto IV, Rodrigo había vuelto, con la mirada baja, junto a los otros prelados. Giuliano había estudiado con atención cada movimiento y había incluso imaginado con cuánta nobleza habría llevado aquella figura los vestidos pontificios que caían sin gracia sobre la figura de su tío. Borgia había reparado en él, y le había dirigido una sonrisa meliflua que lo había alcanzado como una injuria; después había bajado la mirada asumiendo una expresión devota.

«Qué infame», pensó, recordándolo en la cabecera de la cama de Inocencio VIII. Mientras el Papa, pálido como las sábanas, balbuceaba sus últimas voluntades, Borgia, atosigando, intentaba que le entregasen el castillo de Sant'Angelo para arrebatarle el control a Giuliano. El moribundo estaba cediendo cuando Della Rovere estalló:

—Santidad, ¡no escuchéis a este español!

—¡Si no estuviésemos aquí, delante de Nuestro Señor —había gritado Rodrigo—, te demostraría quién es aquí el vicecanciller!

—Si no estuviésemos aquí, te demostraría que no tengo miedo de ti.

Después, los insultos más innobles, incubados en el corazón durante años, habían salido de sus bocas, e Inocencio VIII había muerto discretamente, en medio de la discusión.

 

 

 

Giuliano no conseguía todavía resignarse a la idea de que Rodrigo era Papa, mientras él continuaba siendo el cardenal de San Pedro in Vincoli, el Vincula, como lo llamaba el pueblo.

A pesar de que Borgia le había confirmado sus títulos y privilegios, incluyendo otros, él continuaba odiándolo y seguía empeñado en arruinarlo, aunque inútilmente.

Giuliano pensó que no debía rendirse: de hecho tenía doce años menos que Borgia, y era fuerte como el roble2 del que llevaba su nombre, como las gentes de su áspera tierra de Liguria.

Todavía estaban las espadas en alto, y cuanto más cruenta se hacía la lucha, más lo cautivaba. Había nacido guerrero y las armas que tenía en sus manos estaban bien afiladas.

Se acercó a la ventana y corrió las cortinas. Nada debía distraerlo. Necesitaba la máxima concentración.

Dos ligeros golpes en la puerta anunciaron la entrada de su clérigo.

—Eminencia, un enviado solicita veros.

—Hacedlo entrar dentro de un momento.

Giuliano se sentó y dejó la carta.

 

 

 

El hombre esperaba en el umbral.

—Entrad.

—Eminencia, tengo un mensaje para vos: mi señor, el cardenal Lorenzo, solicita un encuentro junto al cardenal Uberto y el cardenal Gherardo. Están dispuestos a venir a Carpentras cuando queráis.

Giuliano permaneció ensimismado unos instantes. Tenía que haber algo más; si no, no habrían planeado venir a verle a Francia.

—Mañana por la mañana os daré la respuesta.

El enviado hizo una reverencia y salió del despacho.

 

 

 

Apenas llegó el alba, Giuliano Della Rovere abrió un poco las persianas de madera que cerraban las ventanas de su habitación. La claridad de la nieve le hirió la vista, las cerró rápidamente y tocó una campanilla para llamar al clérigo. Le pidió que le avivase el fuego de la chimenea y llamase al enviado; después se acercó a un atril donde se hallaba abierta una rara edición de la Divina Comedia, encuadernada en brocado y enriquecida con broches de plata.

Iniciaba siempre sus jornadas con la lectura de algún terceto, y allí encontraba confirmación a muchas de sus ideas sobre el más allá.

Aquella mañana eligió, del canto del Infierno, el canto decimonoveno, referido a los condenados por simonía.

Los pecadores, clavados boca abajo en un agujero estrecho del suelo infernal, tenían fuera sólo parte de las piernas y las plantas de los pies ardían perennemente en llamas.

Giuliano sonrió para sus adentros. Si existía una justicia divina, y él no dudaba de ello, así podía ser el destino de Rodrigo, y no le disgustaba en absoluto imaginarlo en semejante situación. Se complació leyendo de viva voz aquellos versos:

 

De ti, Pastor, habló el Evangelista,

cuando mencionó a la impura que en las aguas

fornicaba con reyes, ante su vista,

la que diez cuernos llevaba,

en sus siete cabezas, si el tesoro

de virtud al esposo le guardaba.

Habéis forjado un dios de oro y plata:

si uno tuvieron los idólatras,

sin su decoro, vos idolatráis ciento.

 

Lo que Dante había descrito con indignación ciento cincuenta años antes seguía ocurriendo todavía. La Iglesia de Roma continuaba impunemente aliándose con los poderosos, y todos los prelados adoraban al dinero más que a Dios.

A veces la conciencia le reprochaba la codicia de poder, las riquezas a las que no renunciaban y la vida de placeres que llevaban, tan lejana de la regla franciscana a la cual él se había consagrado.

Le reprochaba también las rendiciones a la carne. El mal francés que había contraído años antes, le recordaba dolorosamente el voto de castidad que había roto.

Unos golpes en la puerta interrumpieron sus reflexiones. Instantes después el mensajero al que había llamado se hallaba de pie, delante de él, esperando sus órdenes.

El cardenal dio algunos pasos en la habitación, miró al hombre cara a cara y le dijo:

—Hoy la nieve no os permitirá volver, pero apenas podáis hacerlo, id a Roma y decidle a sus eminencias que les espero a mediados de abril. Y ahora prestad atención a lo que voy a decir, porque no os entregaré nada por escrito.

El cardenal Uberto

Abril de 1497

Si hubiese viajado, como solía hacer, con un amplio séquito de hombres y caballos, deteniéndose en cada ciudad para recibir los honores pertinentes, el cardenal Uberto se habría visto obligado a dar demasiadas explicaciones sobre su destino. Y no tenía ninguna intención. Acompañado de tres hombres había recorrido el primer tramo del viaje en barco, subiendo desde Civitavecchia y desembarcando en Génova. Después había continuado a lo largo de la costa en carroza.

En la costa el clima era templado y eso le daba fuerzas después de un invierno frío que le había dejado un recuerdo desagradable en los huesos.

El cardenal Uberto había visto muchas veces cómo la primavera seguía al invierno, si bien el despertar de la naturaleza nunca le conmovía. El espectáculo de las flores que surgían en la tierra fría o los árboles que descubrían sus tímidos brotes no le interesaba en absoluto, ni tan siquiera como prueba de la existencia de aquel Dios creador del universo al que había consagrado su vida.

Sólo un espectáculo conseguía excitarlo: los cardenales reunidos en cónclave.

En esas ocasiones su rostro flácido parecía recuperar el color, sus ojos, casi escondidos por los párpados caídos, reaparecían en un santiamén y todo su ser se reanimaba.

En su larga carrera cardenalicia, había tramado muchas alianzas y ahora, con setenta años, poseía tal cultura jurídica y eclesiástica que lo consideraban una piedra miliar del Sacro Colegio.

Muchos le pedían consejo, aprovechando su mente enciclopédica y su moralismo inflexible, apartado de las pasiones humanas. Con mucha frecuencia manifestaba abiertamente su opinión, pero si le convenía callar lo hacía mostrando su típica expresión ceñuda e impenetrable, con la boca cerrada en un gesto de disgusto.

Había visto diferentes pontífices alternarse en el trono de la Iglesia y no había habido ninguno que en verdad le hubiese parecido digno de ocupar tal sitio, porque para él existían sólo para ser juzgados, y juzgados mal.

Rodrigo Borgia, además, con su comportamiento excesivo, había llegado a la cumbre de su desprecio. Por primera vez en su vida, el cardenal Uberto había decidido no limitarse a conjurar: actuaría para eliminar al español.

Así habría otro conclave, y él viviría de nuevo un momento de gloria, vendiendo su voto al candidato que luego criticaría y abandonaría en el mismo instante de su elección. De hecho, en la lista de sus preferencias, justo después del conclave, aparecía el dinero: para él significaba el rescate de sus orígenes humildes.

Había nacido en una familia de Siena demasiado modesta para sus ambiciones. Había tenido que luchar, y todo lo que tenía era consecuencia de su esfuerzo. En el Sacro Colegio, en cambio, muchos alcanzaban tal dignidad gracias al dinero de sus familias o a la complaciente ayuda, quizás, de un tío Papa, como aquel maldito Borgia.

El cardenal Uberto había decidido afrontar aquel largo y desagradable viaje para poner fin, de una vez por todas, a la secuela descaradamente afortunada de los acontecimientos en la vida de Rodrigo.

La solución que él pretendía, proponer al cardenal Della Rovere, se le antojaba la definitiva.

Sus hombres detuvieron los caballos. El cardenal Uberto se asomó por un ventanuco de la carroza pidiendo explicaciones.

—Eminencia, estamos cerca de Carpentras.

—Bien, aceleremos el paso, quiero llegar antes de que anochezca.

El cardenal Lorenzo

El cardenal Lorenzo abrió los ojos después de un sueño agitado.

Llevaba un mes viajando. Había recorrido la península a caballo visitando algunas propiedades, y estaba harto de cabalgar y de las camas incómodas. Había acordado con los otros dos cardenales más ancianos diferenciar los recorridos, de forma que no hubiese ninguna relación entre sus viajes.

Apartó las sábanas y bostezó.

Había dejado en Roma los vestidos rojos y viajaba de incógnito, como un comerciante acompañado por sus mozos. Así no tenía que celebrar misas o funciones y nadie intentaba obtener favores de él.

Se sentía libre y, en consecuencia, feliz.

La carrera eclesiástica se la había impuesto su familia. Al principio le había sentado mal, odiaba estudiar y rezar, pero después había entendido que podía dar rienda suelta a todos sus placeres y sus pasiones, incluso vestido de sacerdote.

Adoraba entregarse al vicio, exigía largos masajes que a menudo terminaban en juegos lascivos a los que se abandonaba con gusto. También aquella mañana ordenó a uno de sus pajes, tres jóvenes apuestos, que lo preparasen con cuidado, peinando sus suaves cabellos castaños y esparciéndole sobre el cuerpo aceites perfumados.

Sonriendo a un paje de labios sensuales, el cardenal Lorenzo se prometió a si mismo recompensarlo por su condescendencia.

Le llevaría también un regalo precioso a Andrea, su último y celoso amante. ¡Cuánto se había desesperado aquel muchacho con el pensamiento de una larga separación! ¡Cuántas preguntas le había hecho! ¡Cuántas sospechas y cuánto miedo! Lorenzo le había detallado una ristra de mentiras, promesas y juramentos que no mantendría.

—¿En qué ciudad nos encontramos? —preguntó al paje.

—Estamos cerca de Marsella, eminencia.

—A juzgar por estas casuchas parece una localidad de paletos miserables, no veo la hora de llegar a Carpentras. Id a prepararme los caballos, dentro de una hora quiero ponerme en marcha.

El cardenal Lorenzo se sentía a gusto: el masaje y el baño lo habían puesto de buen humor. La aventura lo excitaba; nunca había estado en Francia, pero había oído hablar de ella con entusiasmo. Disminuía sus expectativas, sin embargo, el hecho de haber conocido a Carlos VIII durante su estancia en Italia: le había parecido demasiado feo para ser el rey de un país tan fascinante y vividor.

El cardenal Lorenzo era un esteta. Sentía un placer físico incluso tan sólo al observar objetos hermosos. A menudo, para acentuar todavía más su disfrute, rozaba con sus cuidadas manos aquel objeto que admiraba para absorber toda su elegancia. Amaba el arte y se rodeaba de pintores y escultores, quitándoselos, con promesas de ganancias más elevadas, a otros cardenales. Vivir en la belleza era una necesidad para él, porque no se gustaba a sí mismo.

Con treinta y cinco años, su piel resultaba todavía fresca y tersa, el cuerpo delicado y fino, con el pecho recio y las piernas esbeltas que le permitían caminar con elegancia. Su frente, sin embargo, era demasiado ancha, los ojos estaban demasiado juntos y los dientes no eran perfectos. Su imaginación le traía la imagen de un hombre verdaderamente bello, el más bello que jamás había visto: espléndidos ojos, boca atrayente y llena de promesas, sonrisa deslumbrante.

La respiración de Lorenzo se hizo más pesada y sus ojos languidecieron. Qué no habría dado por acariciarlo, por dejarse rozar por aquellos labios. Tenía razón Andrea cuando afirmaba que había sido elegido por su parecido con otro. Pero nadie podría nunca igualar la perfección del español.

El rostro del cardenal se endureció, aquel joven le hacía sufrir. Se lo haría pagar y por ese motivo había iniciado aquel viaje.

Se levantó para ver si sus hombres estaban listos, este encuentro era demasiado importante y él no llegaba nunca tarde a sus citas.

El cardenal Gerardo

El cardenal Gherardo apoyó el libro de oraciones en la mesita de noche.

Había recitado los salmos y leído las parábolas durante más de una hora. Sabía que no era suficiente, pero tenía que descansar, de lo contrario, a la mañana siguiente no encontraría fuerzas para montar a caballo.

Cerró los ojos, pero las horas pasaban y el sueño no llegaba.

Incluso sabiendo que los motivos de su viaje eran justos, continuaba preguntándose si hacía bien uniéndose a los otros prelados.

En el Sacro Colegio, el cardenal Gherardo era uno de los pocos que habían llegado tan alto siguiendo una sincera vocación y un vivo deseo de contribuir al saneamiento de las costumbres de la Iglesia.

Tenía cincuenta y seis años, y su cuerpo parecía robusto, si bien había sufrido dos terribles ataques de apoplejía que lo habían llevado a las puertas de la muerte. Se había recuperado con fatiga, pero la parte derecha del cuerpo resultaba algo más lenta, cojeaba un poco y su caligrafía era algo incierta. Para agradecer a Dios el haberle permitido continuar con su misión, se imponía ayunos férreos. Quería demostrar al Cielo y a sí mismo que sabía dominar su única debilidad: la gula.

La vista de una mesa preparada le procuraba un piacer inaudito, sabía reconocer y apreciar mil matices de sabores, y su estómago podía almacenar una ingente cantidad de comida. Además no podía resistirse al gusto suave de los vinos tintos, de los espumosos vinos blancos, y al sabor, deliciosamente amargo, de la cerveza.

Pero también era capaz de encerrarse durante semanas en un convento viviendo de pan y agua, nutriéndose de oraciones y doctas conversaciones con los monjes.

Creía firmemente en Dios; era para él una permanente fuente de angustia contemplar en Roma aquel espectáculo desastroso, de decadencia y corrupción de la Iglesia.

No había más sitio para Jesucristo, la ciudad era la capital de un mundo podrido donde mandaban las prostitutas y los pederastas. El, nacido en Alemania, de padre italiano y madre alemana, se sentía completamente alemán. En la fría ciudad donde había crecido había aprendido a apreciar las costumbres austeras de aquella tierra, donde los religiosos no toleraban ni la inmoralidad imperante ni el apego al dinero.

El cardenal Gherardo suspiró.

También él había dado su voto al actual Pontífice, creyendo que Rodrigo, una vez elegido, cambiaría; sin embargo el español cada día rumiaba algo para hacer de la Iglesia su reino, en vez del reino de Dios.

Su buen amigo Johan Bucardo, de Estrasburgo, uno de los maestros de ceremonias del Papa, a menudo se desahogaba contándole cómo Borgia, olvidando su juramento de fidelidad y sumisión a la Iglesia, se imponía sus propias reglas.

¿Qué valor tenía un juramento a Satanás?

Cuanto más lo pensaba, más se convencía de haber hecho bien en ir a pedir consejo a Della Rovere. Aquel hombre estaba hecho de otra pasta, muy diferente del actual Pontífice, a pesar de que las habladurías sobre su moralidad eran muchas. Por otro lado, salvo pocas excepciones entre las que se incluía, todos los religiosos pecaban de lujuria, aunque no todos la desplegaban a los cuatro vientos como Rodrigo. En cuestiones de fe, y de amor a la Santa Iglesia, la diferencia entre ambos resultaba abismal.

Sus perplejidades también atañían a los otros cardenales. Uberto era un hombre avaro, exacerbado por un odio enorme hacia todo el género humano, y Lorenzo era un joven ambicioso, maleado por el rencor.

Al llegar aquí, Gherardo se detuvo. El papel de juez correspondía a Dios.

Él debía limitarse a seguir su conciencia, que le gritaba que no viviese en la muda aprobación del comportamiento de Borgia.

Casi había amanecido. El cardenal se santiguó y se levantó. Quería ir a misa antes de ponerse en camino.

Carpentras

15 de abril de 1497

A pesar de que la primavera debía haber llegado, un viento punzante descendía del cercano monte Ventoux y se insinuaba en las habitaciones del palacio episcopal. En la biblioteca, que hacía las veces de despacho privado, la chimenea se había apagado y el frío era incluso más intenso que fuera.

Giuliano Della Rovere se sentó detrás de su escritorio indicando los otros sillones a sus huéspedes.

—Os lo ruego, señores, acomodaos. Espero que hayáis encontrado confortables las habitaciones que os han asignado —los cardenales asintieron—. Sé que el viaje que habéis realizado resulta muy fatigoso: yo mismo lo he hecho muchas veces.

Vio que el cardenal Lorenzo, con muestras de sentir frío, se envolvía en la manta.

—Hace todavía mucho frío hoy… Será mejor calentar el ambiente —agitó la campanilla y ordenó que encendieran el fuego de la chimenea.

—Quiero agradeceros que hayáis viajado separadamente como os sugerí, sin vuestros séquitos, para no despertar ninguna sospecha.

—En el fondo podríamos haber venido simplemente para haceros una visita, hace mucho que no venís a Roma —repuso irónico el cardenal Uberto.

—Esto es lo que el mundo tiene que saber, pero vosotros no estáis aquí sólo por esto, ¿o me equivoco?

—Entremos en seguida en el asunto —intervino Lorenzo moviendo con gracia las manos—. Estamos aquí por un motivo bien preciso.

—Decidme antes cómo están las cosas en Roma… Sé que el momento es difícil y me gusta poder confrontar mis opiniones con aquellos que más estimo y que se acercan a mi forma de entender nuestra misión en la Iglesia —los miró a todos con sus ojos claros mientras los servidores dejaban la biblioteca—. Y vos sois el más incansable defensor de nuestra fe. ¿No es así? —se había dirigido al cardenal Gherardo, que todavía no había abierto la boca.

—Las iglesias se embellecen y restauran, pero Roma sufre, el corazón… el corazón se marchita. ¡Demasiada corrupción, demasiadas infamias!

—Nada nuevo, por lo tanto —Della Rovere se levantó. Su figura alta destacaba por encima de los otros cardenales—. Pero, repito, vuestra visita no tiene que ver sólo con lo que sabemos todos.

La voz de Uberto se escuchó seca y desagradable:

—Estamos aquí para encontrar juntos el modo de eliminar a Rodrigo Borgia. Es necesario castigar a quien usa la Iglesia como tierra de conquista para sus bastardos, y para conseguirlo estamos dispuestos a apoyar vuestra candidatura. Sois quien tiene más probabilidad de ocupar su puesto.

—Os agradezco vuestra confianza, pero ¿cómo pensáis obrar?

Lorenzo, dejando caer la manta sobre sus hombros, intervino:

—Vos contáis con numerosos votos en el seno del Sacro Colegio, y el apoyo de los franceses, del que gozáis, podría sernos útil…

—Os recuerdo que el rey de Francia y todo su ejército han intentado eliminar a Borgia de Roma; pero, como veis, todavía sigue en su sitio.

—Ha sido un error —tronó Uberto—. Ahora sabemos que no es la diplomacia la que derrotará a Rodrigo.

—¿Cuál sería el modo entonces? Imagino que ya lo habéis hablado entre vosotros.

—Sí, pero vagamente… —retomó el discurso Lorenzo, buscando con la mirada el apoyo de los demás.

—Rodrigo Borgia es un flagelo para la Iglesia, ¡es necesario asesinarlo! —exclamó Uberto sin ninguna emoción.

El cardenal Gherardo se santiguó y, levantando los ojos al cielo, dijo:

—Esperaba que el viaje hubiese cambiado vuestro insensato propósito.

—Reservad los sermones para vuestros fieles, ¡cuando necesite un confesor, os lo haré saber!

—¡Eminencias, os lo ruego! —Giuliano Della Rovere intentó calmar los ánimos—. Cardenales, no habéis usado medias palabras…

—¿De qué sirven? Borgia tampoco las usa.

En la mente de Uberto, desfilaron las imágenes de su último encuentro con el Papa.

 

 

 

Rodrigo, sentado sobre la silla alta, tenía a la espalda a su hijo César, insólitamente vestido con una túnica. El cardenal de Valencia le había dirigido la sonrisa perversa que reservaba a sus víctimas antes de morderlas. Uberto había intuido inmediatamente que no sería un encuentro agradable. Después de discursos vagos, el Papa había llegado al grano: la Pieve de Arezzo. Era un vasto territorio que comprendía numerosos pueblos y un monasterio con notables beneficios. El cardenal Uberto lo había obtenido años antes, había embellecido la iglesia, ampliado el claustro, decorado el coro, y sobre todo cultivado intensivamente el terreno de los alrededores. Ahora que empezaba a recoger los primeros frutos de su trabajo, aquella fiera codiciosa se lo quería quitar.

—Cardenal Uberto, hemos pensado aliviaros del encargo oneroso de la Pieve de Arezzo. Hemos decidido ponerlo en manos del cardenal de Valencia. Nos parecen más apropiados, para administrar una propiedad tan vasta, una mente fresca y un espíritu joven.

—Santidad, ¡esto es una injusticia evidente! —había exclamado Uberto sin ocultar un gesto de enfado.

—¿Consideráis que el Santo Padre sea injusto? —César Borgia se había introducido en la conversación con tono amenazador—. ¿O quizás que yo no esté a la altura? Bien es verdad que no sé si sabré extorsionar a aquellos monjes tan bien como lo hacéis vos. Vuestros modales me molestan: dad las gracias por estar en presencia del Santo Padre, que defiende siempre a sus cardenales. Os hago una advertencia simple: no os entrometáis en mi camino.

 

 

 

El cardenal Lorenzo lo alejó de aquel recuerdo.

—El cardenal Uberto tiene razón, con Rodrigo las palabras no sirven.

—Por lo tanto, ¿también vos proponéis acabar con él? —Della Rovere levantó la ceja sorprendido.

—No, sería demasiado arriesgado para todos nosotros, y además el Papa merece un castigo más severo. Considerando que trata a la Iglesia como una posesión hereditaria, debemos eliminar a uno de sus hijos. Atacando su cariño, lo derrotaremos.

Della Rovere había recuperado su expresión imperturbable, pero aquellas propuestas lo dejaban turbado.

—Y por cuál de sus hijos te gustaría comenzar, ¿por el cardenal de Valencia?

—El cardenal de Valencia está hecho de la misma carne podrida que su padre, pero es demasiado listo y se halla siempre a la defensiva. Más bien por el otro, el duque de Gandía: me parece más vulnerable, más expuesto.

El cardenal Lorenzo cerró los ojos.

Veía delante de sí sólo el rostro peligrosamente bello de Juan, que se reía en su cara mostrando sus dientes Cándidos y exclamando delante de todos: «Aléjate, asqueroso. ¿Cómo te has atrevido a tocarme? Colgaría a todos los depravados como tú…».

—¿Me escucháis?

El cardenal dio un salto con la voz de Uberto.

—No estoy de acuerdo. Golpearía directamente la fuente de nuestros males, pero si de verdad tuviese que apoyar vuestra tesis no tendría dudas: mejor matar a César. Es más astuto, y por lo tanto más peligroso.

—Por mi parte podemos matar a los dos, pero Gandía tiene que morir —afirmó Lorenzo.

—Para vosotros la vida humana carece de valor. ¿No recordáis que somos los pastores de Cristo? ¡La ira del Señor se abatirá contra vosotros y su voluntad será tremenda! —con el dedo índice levantado parecía un profeta bíblico.

—Gherardo, os lo ruego, estamos sólo discutiendo —Della Rovere intentaba calmarlo con tono tranquilizador.

—¡Dejad de una vez vuestras ridículas profecías e intentad ver más allá de vuestras narices! No entendéis, si Della Rovere es elegido, tendremos de nuevo una Iglesia digna de su pasado. ¿Queréis o no libraros de Satanás? —le apostrofó Uberto.

—Lo quiero, pero sin derramar sangre. Este Papa es la ruina para nuestra religión y estoy dispuesto a colaborar, pero no puedo proyectar un asesinato. ¡Soy un hombre de Dios!

—Escuchemos vuestra propuesta.

—A mí me gustaría un Papa nuevo, una sede nueva y las reglas de antaño; en conclusión, un cisma.

Della Rovere pensó que el cardenal Gherardo era totalmente ingenuo, y cuando supo que formaba parte de aquel grupo de conspiradores casi no pudo creerlo.

Uberto contestó secamente:

—Os he dicho ya que un proyecto así deberíais proponerlo en Florencia, a Savonarola.

El cardenal Della Rovere se dirigió nuevamente a Gherardo.

—¿Pensáis de verdad que es posible un nuevo cisma?

Uberto, acentuando el gesto de disgusto con la boca, dijo:

—¿Creéis que Rodrigo tiene miedo de vos? No lo ha tenido ni siquiera del rey de Francia cuando ha intentado destituirlo. Produce cardenales de su parentela como si fuese pan, y posee una amplia mayoría en el único Sacro Colegio reconocido como válido. ¡Que Dios lo maldiga!

—Sí, ¡que Dios maldiga a los españoles! Gente vulgar, sin clase, ni cultura. Gritan como vendedores de pescado, mostrando sus riquezas con la grosería de una meretriz. ¡Ministros de la Iglesia, ya lo creo! —el cardenal Lorenzo se sonrojó indignado.

—¡Cuánta animosidad! —Gherardo lo miró con aire de reproche—. ¡Deberíais preocuparos en cambio de su corrupción, de su violencia, de su ausencia de fe… no de sus llamativos vestidos!

—¡Dejad de fanfarronear sobre vuestra integridad moral y religiosa! Todos sabemos que en algunas ocasiones no habéis tenido escrúpulos. ¿Cuánto reflexionasteis antes de mandar a la hoguera a aquellas mujeres?

El cardenal Gherardo gesticuló buscando una respuesta. Miró antes a Della Rovere, y después al cardenal Uberto, esperando una ayuda. Al final, con voz titubeante, contestó:

—Eran brujas, se siguió un proceso regular… No se trató de homicidio, sino de depuración.

—¡En aquel entonces no os preguntasteis si era justo o no sustituir a Dios!

—No eran humanas… Eran criaturas endemoniadas, heréticas y blasfemas.

—Y Borgia, ¿no es acaso Satanás? ¿Por qué os asaltan tantos remilgos por una, como decís vos, simple depuración? —en los labios de Lorenzo apareció un guiño.

—Si lo consideramos herético, tenemos antes que procesarlo.

—No sabéis lo que estáis diciendo.

—Yo… ¡yo creo que el diablo ahora se encuentra en medio de nosotros! Recemos juntos para alejarlo de nuestras mentes.

Gherardo cerró los ojos y comenzó a murmurar una oración.

El cardenal Uberto, molesto por los discursos, exclamó:

—Dejad de decir idioteces. Debemos afrontar el problema real.

Hasta aquel momento, Giuliano Della Rovere había permanecido en silencio, esperando que el río venenoso saliese de las bocas de los tres prelados. Ahora, sin embargo, decidió intervenir.

—Señores, os lo ruego. Es justo que cada uno exponga libremente su pensamiento, pero estemos atentos a no irnos por las ramas. Ahora me es imposible juzgar cuál es la elección justa. Nos retiraremos a descansar y reflexionar. Después de la cena, retomaremos nuestro coloquio. Que Dios nos aconseje.

 

 

 

El cardenal Uberto utilizó el tiempo que el anfitrión había dejado a disposición de los prelados para ordenar sus ideas. No concedía importancia a su propio aspecto; sus vestidos austeros eran elegidos sin prestar atención y a menudo estaban gastados por el uso.

Tampoco para aquella cena, que sería sin lugar a dudas fastuosa y refinada, consideró oportuno cambiarse, ni tan siquiera peinarse sus escasos y desordenados cabellos blancos.

Fuera comenzaba a oscurecer y a través de las ventanas sólo podía verse el jardín interior del palacio.

Pero incluso si pudiese admirar un maravilloso panorama, no le importaría. El prior de Arezzo le había mostrado muchas veces el majestuoso espectáculo del atardecer que se apagaba sobre las colinas de los alrededores del convento, pero Uberto se limitaba a contestar con un lapidario: «Bonito».

Era mucho más emocionante controlar las cuentas del monasterio. A lo mejor César Borgia hubiese apreciado las bellezas del lugar… Aquel joven prepotente era insoportable, pero el odio que Uberto manifestaba por él no era nada comparado con el que sentía por su padre.

Debía persuadir a toda costa a Della Rovere para eliminar a Rodrigo Borgia. Una vez liquidado el español, el cardenal Giuliano, gracias a él y a los otros dos prelados, sería seguramente Papa, y no tendría que temer ya más por su futuro. Se trataba, por lo tanto, de persuadir y acabar con los escrúpulos religiosos de aquel exaltado de Gherardo que complicaba inútilmente las cosas.

El cardenal Lorenzo llamó a su paje preferido.

—Tengo poco tiempo, tienes que conseguir relajarme y liberarme de todas las tensiones.

Mientras los dedos del muchacho lo masajeaban, el Cardenal repasó los argumentos que traería a colación mas tarde.

En la conversación que acababa de terminar no había expuesto todas las ventajas de su propuesta, era justo que Della Rovere se hiciese una idea general de cómo pensaban los tres. Más tarde sabría qué palabras utilizar para convencerlo.

 

 

 

El cardenal Gherardo daba vueltas por la habitación intentando decidir si le convenía llamar a sus hombres y marchar inmediatamente, o quedarse para disuadir a los demás cardenales de cometer delitos.

Las dudas que lo habían atormentado durante el viaje se habían convertido en certezas: los otros dos cardenales eran cínicos y despiadados, eran italianos, corruptos y enamorados del poder.

Se sentía solo, defendiendo la verdadera fe.

Las insinuaciones infames lo habían ofendido profundamente, las pruebas y cargos contra las tres brujas eran irrefutables. Había procedido con la máxima justicia y el silencio absoluto de su inflexible conciencia era prueba de ello. Aquí se trataba en cambio de asesinar a un Papa. Si bien simoniaco y vergonzosamente corrompido, Rodrigo Borgia había sido elegido por el Sacro Colegio. Era impensable matarlo.

Y ¿el hijo del Papa, en cambio? Un Pontífice no debía tener hijos… ¿Por qué los pastores de la Iglesia eran tan frágiles, tan corruptibles?

Sabía que Lorenzo quería la muerte de Juan Borgia. El amigo Burchard, maestro de ceremonias del Papa, le había contado en extremo secreto que el cardenal estaba enamorado de él: lo seguía a todas partes, lo colmaba de dones, lo elogiaba delante de todos. El español, que era consciente del motivo de tales atenciones, las aceptaba con gran desenvoltura. Después había sucedido un hecho enojoso. Una noche, en casa de un noble romano, el cardenal Lorenzo había acariciado un muslo de Juan, dejando que su mano sutil se entretuviese más tiempo de lo normal.

El Duque, excitado por el vino, o quizás a merced de uno de sus impredecibles ataques de furia, lo había insultado delante de todos. Había puesto en ridículo sus modos afeminados, despreciando el sentimiento de Lorenzo y evidenciando su profundo disgusto por todos aquellos que eran como él. Al día siguiente sus guardias habían asaltado la escolta del Cardenal y algunos hombres habían muerto en el ataque, siendo los supervivientes desnudados y embadurnados de forma obscena.

Gherardo condenaba la homosexualidad, una plaga por desgracia siempre viva y presente en la Iglesia, y consideraba inadmisible apoyar al cardenal Lorenzo para que diera rienda suelta a su venganza personal. Pero marcharse ahora hubiera sido un acto de cobardía. ¡Tenía que quedarse! Para reformar su Iglesia, sin embargo, debía unirse a hombres de otra altura moral.

Nunca se fiaría de los italianos.

 

 

 

—¡Excelente cena, Eminencia!

El cardenal Lorenzo se dejó caer sobre el respaldo de la silla con el rostro satisfecho, mientras los otros dos aprobaban en silencio.

El cardenal Uberto había comido poco y sin interés; el cardenal Gherardo, en cambio, había saboreado todos aquellos manjares exquisitos, pero no como en otras ocasiones. Los pensamientos que lo atormentaban le habían impedido gozar plenamente de aquel intenso placer pagano del que luego se arrepentía y por el que, en consecuencia, se castigaba.

—Gracias, señores —Della Rovere curvó los labios en una sonrisa—, pero la velada no ha terminado. Deberíamos seguir con nuestra conversación.

Levantándose, los precedió por otra puerta que llevaba a un salón. Los tres cardenales tomaron asiento mirando admirados a su alrededor.

De las paredes de la habitación estaban colgados numerosos trofeos de caza, recuerdos de empresas del cardenal; en el suelo grandes alfombras orientales cubrían buena parte del pavimento, mientras los pocos muebles eran de preciado valor.

—Hoy, como os habréis dado cuenta —inició el debate Della Rovere sentándose—, he preferido escucharos, y confieso que algunas de vuestras propuestas me han turbado.

—Se han pronunciado palabras gravísimas, que han ofendido nuestro cargo —le interrumpió Gherardo.

—Es vuestra propuesta la que más me ha dado qué pensar. Un nuevo cisma sería una locura: la división crea ruina, amigo mío. Prestad atención a los argumentos peligrosos de algunos predicadores que rozan la herejía. El problema no es la unidad de la Iglesia, sino las personas que actúan en su interior, persiguiendo fines personales.

—Por eso, ¿también vos, estaríais a favor de la eliminación del Papa?

El cardenal Gherardo lo miró consternado.

—Todavía no he expresado mi parecer.

—Gherardo, nadie te ha obligado a venir —Uberto lo miró con una expresión malvada.

—No podemos sustituir a Dios, ¿entendéis esto?

—No podemos tampoco permitir que otro lo haga —intervino Della Rovere—, pero tranquilizaos, ni siquiera yo apruebo la idea de asesinar al Papa, es un riesgo que comprometería todo. Una muerte cruenta y prematura podría hacer de él un mártir, y es lo último que se merece. No, señores, no puedo daros mi consentimiento.

—¡Dios te lo agradezca! ¡Al menos vos no habéis perdido la razón! —exclamó el cardenal Gherardo, sintiéndose agradecido por aquellas palabras.

—¿Y mi propuesta? —preguntó el cardenal Lorenzo levantándose.

Della Rovere no contestó.

—Juan Borgia no es un Papa y ni siquiera un religioso —continuó Lorenzo caminando por el salón—. Si lo dejamos vivir, poco a poco se adueñará de todas las tierras de la Iglesia. Es un individuo sin frenos, su muerte podría ser el golpe letal para Borgia. Eliminar a Rodrigo sería una manera de apartarlo de las penalidades del mundo, pero asesinar a su hijo predilecto significaría hundirlo en ellas hasta el cuello. ¿No es esto lo que todos queremos?

—¡Basta! —gritó el cardenal Gherardo—. ¡Vos tenéis otros motivos para querer su muerte! —las palabras se le habían escapado de la boca y en seguida sintió haberlas pronunciado.

—¡Contad estos motivos! ¡O vuestra santa boca se ensuciará!

Lorenzo estaba de pie, frente al cardenal Gherardo, que miraba al suelo, avergonzado.

—¿Vos aludís al sentimiento que he manifestado por Juan Borgia, y al hecho de que él lo haya malentendido y me haya humillado? —los cardenales permanecieron en silencio ante esa revelación—. Yo me he salvado de una desastrosa caída al abismo porque he reconocido en él el símbolo de Satanás. Es él la causa de la ruina de la Iglesia de Roma, ¡por eso es necesario eliminarlo!

El cardenal Lorenzo se acercó a una ventana donde permaneció durante algunos instantes jadeando.

Fue Della Rovere quien rompió el silencio.

—No quiero entrar en ninguna cuestión personal, pero, repito, no daré mi consentimiento al asesinato de un Pontífice. En relación con el resto, yo no he escuchado nada, no sé nada y no diré nada.

—Por lo tanto, como Pilatos —los ojos del cardenal Uberto eran dos láminas cortantes—. Nuestro viaje ha sido inútil. Os creía más audaz.

—Ninguno ha solicitado vuestra opinión sobre mi persona o el coraje que se demuestra con acciones de este tipo —respondió fríamente Della Rovere.

En su fuero interno, en cambio, el cardenal Gherardo estaba exultante: el coloquio estaba concluyendo como él deseaba:

—Nuestras acciones no deben estar guiadas por el odio o la envidia, sino por el sentido común y la fe en Dios. Reconsiderad mi postura. En mi país hay tantos hombres que esperan sólo un gesto para colaborar…

—¡Acabad de una vez, Gherardo! —gruñó Uberto—. Su eminencia tiene el derecho de pensar como se le antoje, ¡evidentemente no tiene prisas por llegar a ser Papa y ahora no nos necesita, ni a nosotros, ni nuestro voto! —después, dirigiéndose a Della Rovere, continuó con un guiño sarcástico—. Imagino que ya sabéis que Rodrigo está disfrutando de vuestro castillo de Ostia.

—¡Estoy bien informado, no lo dudéis!

—Vuestro rencor por lo tanto tiene que estar bien instalado, si no, no se explicaría el desprecio con el que siempre habéis rechazado sus generosas propuestas de alianza.

—¿Queréis acaso decir que si las mismas propuestas os las hubiese hecho a vos, no estaríais aquí esta noche?

El cardenal Uberto, alcanzado de lleno, cerró los labios con un gesto de rabia y concluyó:

—Cada hombre tiene su precio, pero evidentemente el vuestro debe de ser muy elevado. Como buen ligur no queréis gastar vuestros talentos, cuando podéis coger, sin empeño, ¡el fruto del trabajo de los demás!

Della Rovere tuvo que hacer un esfuerzo inmenso para no arrojar a aquel viejo odioso fuera de la habitación. Reunió toda su buena voluntad e intentó despedirse comedidamente de los tres cardenales.

—Señores, el hecho de que todos vosotros hayáis tenido la necesidad de discutir, significa que ninguno está convencido plenamente de la validez de su propuesta. Dejemos que sean los hechos quienes nos guíen —mirando al cardenal Uberto, su rostro se endureció—. Deseo la caída de Borgia y la ruina de sus partidarios, pero quizás los tiempos no están todavía maduros. En mí encontraréis siempre a alguien dispuesto a escucharos con interés. Ahora, si me lo permitís… —con un gesto de la mano los invitó a salir del salón.

Lorenzo se alejó el primero con su caminar elástico. Lo siguió el cardenal Uberto, que hizo sólo un gesto formal con la cabeza, mientras el cardenal Gherardo, con el rostro sonrojado, extendió la mano helada a Della Rovere, que la apretó con fuerza entre las suyas.

 

 

 

En su habitación, Giuliano Della Rovere intentó ordenar sus pensamientos.

Más de una vez, durante la larga discusión, había estado tentado de unirse al proyecto homicida.

Sin Rodrigo Borgia, su vida, y también la Iglesia, obtendrían innumerables beneficios. Si su conciencia podía reprocharle tantas veleidades humanas, debía sin embargo reconocerle un gran amor por la Iglesia, un sincero deseo de restituir su fuerza e independencia de la codicia extranjera. Él estaba seguro de tener la capacidad para realizar eso, pero no podía unirse al coro de hastío de aquellos tres personajes tan diferentes entre ellos, pero tan parecidos en los límites de sus fines.

Había prometido escucharles y lo había hecho, pero dejarse implicar en acciones temerarias de éxito incierto, era otra cosa.

Sólo la idea del cardenal Lorenzo no era del todo absurda: poseía una agudeza psicológica que no convenía menospreciar.

Se marchó a la cama, un simple catre. No había perdido la costumbre rígida del claustro. Vencido por el cansancio, cayó en seguida en un sueño sin sueños.

Roma

7 de junio de 1497

Alejandro VI hizo su entrada majestuosa en el consistorio con el rostro relajado y sonriente.

En la sala abarrotada, el vocerío cesó, y todos los cardenales volvieron a sus asientos. Rodrigo lanzó una mirada complacida sobre el mar de túnicas rojas que se desplegaba ante él.

Comenzó el consistorio. Liquidadas las frases ceremoniales, y resueltas algunas cuestiones de menor importancia, el Papa expuso los motivos de la reunión.

—Queridos hermanos, es nuestra intención erigir la ciudad de Benevento en ducado, y es nuestro deseo contar con vuestro consentimiento.

En la sala se intercambiaron rápidamente muchas miradas furtivas, pero nadie dejó escapar una palabra.

Rodrigo Borgia recorrió con su mirada de ojos negros todos aquellos rostros silenciosos, y luego retomó la palabra.

—Vuestra aprobación nos llena de gozo. A continuación os expondremos nuestras intenciones: al nuevo ducado de Benevento pertenecen las ciudades de Terracina y de Pontecorvo, con sus poblaciones y sus territorios. Es un dominio vasto, que debe ser entregado a manos seguras. Por eso hemos decidido investir con el título hereditario de duque de Benevento al ilustre Juan Borgia, duque de Gandía.

Tras estas palabras, el anciano cardenal Piccolomini se levantó, señalando con un descarnado dedo índice al Pontífice.

—¡Yo me opongo a esa decisión, Santidad! Estos territorios pertenecen a la Iglesia, no podemos convertirlos en hereditarios.

Durante algunos instantes Rodrigo Borgia miró maravillado a aquel hombre temerario. Después, retomada su habitual expresión sosegada, indagó en la mirada de los presentes.

Nadie se atrevía a intervenir.

El cardenal Gherardo decidió levantarse para conceder su completo apoyo a Piccolomini. Estaba haciéndolo, cuando la mano del cardenal Uberto se abrazó fuertemente a su rodilla como si fuese un artilugio de hierro, clavándolo en la silla.

Gherardo se giró hacia su vecino, que miraba hacia delante sin expresión y, suspirando, eliminó del fondo del alma el instinto de rebelión.

Mientras Piccolomini invitaba con énfasis a los demás cardenales a manifestar su opinión, el embajador español se adelantó postrándose de rodillas ante el Papa.

—Santo Padre, en nombre de Su Majestad, el rey Fernando, al que represento, ¡os conjuro a no alienar los bienes de la Iglesia! No lo hagáis, Santidad.

Alejandro VI intentó controlarse:

—No se trata de alienación: aquellas tierras, en el pasado, fueron vendidas a privados. ¿No es mejor, también para el rey de España, que estén en manos de un español que está demostrando gran valor y apego a la Santa Madre Iglesia?

—Pienso que no se debe dar este mal ejemplo, Santidad.

Era demasiado. Rodrigo Borgia se levantó de su trono. La ira antes precavidamente contenida, explotó ahora en su rostro. Su figura imponente se cernía sobre el embajador, toda vía de rodillas. Lanzó sobre el representante devoto del rey de España sólo tres palabras que en un instante sancionaron el final del consistorio.

—¡Poneos de pie!

El rumor de los pasos del embajador que se alejaba por el corredor de la sala fue el único comentario que se escuchó.

 

 

 

El cardenal Lorenzo aguardaba con impaciencia que la sala se vaciase. Muchos cardenales se habían ido ya, algunos aliviados, otros turbados, otros todavía indiferentes o sólo los más hábiles en esconder sus emociones.

Ascanio Sforza casi se le cae encima y, sin ni siquiera excusarse, se alejó corriendo. Lonati, blanco como un harapo, lo seguía llamando en voz alta. Finalmente Lorenzo vio salir a los dos que esperaba y los invitó a seguirles, pero sin llamar la atención. Discutir sobre ciertas cuestiones en los pasillos del Vaticano equivalía al suicidio. Había oídos capaces de escuchar también los susurros, y bocas siempre dispuestas a delatar con tal de obtener algún beneficio.

El cardenal Gherardo avanzaba arrastrando más de lo normal la pierna derecha. Su complexión maciza sobrepasaba aquella otra enjuta del cardenal Uberto, que caminaba junto a él.

—¿Por qué me habéis detenido? ¡Quería hablar!

—No seáis infantil, ¿qué es lo que habríais aportado a la sensatez de Piccolomini? No olvidéis que estáis unidos a nosotros, y nosotros a él. ¿Habéis visto qué efecto han tenido las palabras del embajador de España? He evitado tan sólo que la atención de todos se concentrase sobre vos, justo en este momento. Deberíais agradecérmelo.

El cardenal Lorenzo, llegando junto a ellos, susurró:

—¡Rápido, que no nos vean juntos!

Una vez constatado que nadie se interesaba por sus movimientos, torció rápidamente en un pasillo y entró en la sacristía seguido por los otros dos.

—¿No es imprudente ponernos a discutir aquí? —Gherardo miraba alrededor nervioso.

—¡Santo Dios, no debemos hablar mucho tiempo! —Uberto había perdido la paciencia.

—¿Habéis visto hasta dónde se ha lanzado Rodrigo? —el cardenal Lorenzo hablaba agitando en el aire sus bellas manos.

—Aquí están los hechos de los que hablaba Della Rovere. Tenía razón, a veces ocurren hechos imprevistos que resuelven las indecisiones. ¿Qué pensáis, Gherardo?

—Ya es esclavo de Satanás, no conseguiremos detenerlo —el cardenal Gherardo se santiguó rápidamente.

—No, algo podemos hacer todavía. Hoy habéis tenido la confirmación de cómo el amor por su hijo le hace perder el sentido: sólo eliminando al objeto de su veneración, el Papa comprenderá que existen reglas que no pueden ser violadas sin provocar el castigo divino.

—No quiero mancharme con un…

—¡No pronunciéis esa palabra! —Lorenzo lo interrumpió bruscamente y se le acercó—. Liberando al mundo y a la Iglesia de un azote como ése nos convertimos tan sólo en instrumentos de Dios. El Señor se servirá de nuestras manos para castigar a los culpables y hacer triunfar a su Iglesia. Gracias a esta prueba dolorosa, el Papa se despertará de la ilusión engañosa de hallarse por encima de los hombres y de Dios. ¡Podrá encontrar la verdadera fe y redimirse!

—Sí, tenéis razón —el cardenal Gherardo lo miró con admiración.

—Pensad: ¡eliminar sólo un indigno hombre, para salvar al pueblo entero de Cristo! Si los Borgia han declarado la guerra a la religión, a los valores morales y a todos nosotros que creemos, tenemos que defendernos. Combatiremos una batalla contra sus atropellos y su falta de fe. ¡Nuestra defensa es legítima y sacrosanta!

—Golpear al enemigo en la guerra no es pecado —murmuró Gherardo.

Uberto había escuchado con indiferencia el diálogo entre ambos. Sonrió para sí, pensando en cómo aquel exaltado medio alemán estaba cediendo a la astuta elocuencia romana de Lorenzo. Decidió intervenir.

—No he vivido tantos años para convertirme en un muñeco en manos de los españoles. No he cambiado mi opinión sobre cómo parar a Borgia, pero después de lo que ha pasado hoy, pienso que es un deber eliminar también las semillas esparcidas por aquel infame —mirando fijamente a los ojos del cardenal Lorenzo, concluyó—, por el bien de la Iglesia, ¡naturalmente!

—¿Diremos algo a Della Rovere?

—Ya nos ha manifestado hace dos meses su opinión. No nos traicionará, pero en cuanto a unirse a nosotros, no hay nada que decir. Lo importante es que calle y lo hará, estad seguros. Ahora es mejor salir de aquí para no levantar sospechas. Nos vemos.

El cardenal Lorenzo salió rápidamente por la puerta y desapareció.

Estaba muy satisfecho sobre cómo había conducido el juego. Convencer a Gherardo había sido menos arduo de lo que había pensado. Había sacado a la luz su ars oratoria y el santo hombre se había persuadido de ser el paladín de la Iglesia, o simplemente, le había dado una justificación para acallar su conciencia. Tampoco liberto había creado problemas, cuando se trataba de hacer daño a alguien estaba siempre de acuerdo.

Había hecho triunfar su tesis, pero dentro de sí mismo sentía que había algo sin resolver.

Mientras salía de la basílica reconoció de lejos la figura esbelta de Juan, que con su escolta caminaba de forma jactanciosa hacia el Vaticano. Fue suficiente que Borgia le pasase cerca para dejarse llevar por el deseo.

Pero si Juan moría, no podría ni siquiera esperar que un día….

Cuando lo vio desaparecer dentro del palacio, le pareció que el mundo se quedaba vacío.

 

 

 

El cardenal Uberto se alejó de la sacristía con paso hierático. Estaba seguro de que no había dado su consentimiento por la oratoria hábil de Lorenzo. Aquello podía funcionar sólo con el alma débil de Gherardo. Lo que le había convencido era más bien la urgencia de golpear a Rodrigo antes de que consiguiese fijar fundamentos sólidos de su poder ilimitado. Pero la duda de combatir una batalla perdida de antemano le atormentaba.

¿Y si Gherardo, en un momento de escrúpulos religiosos, hablaba? ¿Y si eran descubiertos? Fallar significaba perder todo aquello por lo que había luchado, sudado, sufrido. Significaba volver a ser polvo antes de haber gozado hasta el final de los frutos de tantos sacrificios.

Decidió que, antes de dar el sí definitivo, reflexionaría un poco más.

 

 

 

El cardenal Gherardo se dirigió en seguida a la Iglesia. Un terrible dolor de cabeza le enturbiaba los pensamientos. Se arrodilló delante del gran crucifijo que presidía el altar intentando rezar. En el fondo de su alma, una voz le gritaba que cometer un asesinato no formaba parte ni de los Diez Mandamientos ni de la palabra de Jesucristo. Si no hubiese conocido el perverso secreto que alimentaba el odio de Lorenzo por Juan, a lo mejor habría creído ciegamente que su comportamiento constituía una legítima defensa. Y ¿qué pensar de Uberto? Era archiconocido en el Vaticano que lo odiaba todo y a todos, en particular a aquellos que, como Rodrigo, le habían arrebatado privilegios y dinero.

¿Había dado por lo tanto su apoyo sólo a unos vulgares asesinos?

Con horror imaginó las torturas que sufrirían si eran descubiertos, pensó en su credibilidad como hombre moralmente recto, estricto con los principios de la fe, irremediablemente destruida. Y si todo esto no ocurría, le quedaría siempre la cuenta pendiente con su conciencia.

Tenía que rezar mucho y con fervor. El buen Dios le ayudaría a elegir el camino justo.