CAPÍTULO XII
CÉSAR BORGIA
Roma
13 de junio de 1497
Hora de completas
César Borgia caminaba por el ruedo. Se movía por la arena ardiente calculando cada movimiento como en un baile. Tan sólo él y el toro.
Un animal, negro, inmenso y jadeante, estaba situado enfrente y lo miraba con los ojos encendidos; sacudiendo la pata derecha en la arena, con la cabeza agachada, listo para el ataque.
César se detuvo y sacó la espada.
Lo vio acercarse, con los cuernos dirigidos hacia él, el poderoso cuerpo en plena carrera; sintió un golpe de calor intenso. No esperó, fue a su encuentro y lo atravesó en la nuca. La espada atravesó la piel coriácea y los músculos tensos, penetró entre las vértebras del cuello y le llegó al corazón.
La bestia, doblados los jarretes, se desplomó mientras un caño de sangre brotaba por la herida abierta.
César se arrodilló junto al toro y en las pupilas del animal vio reflejada su imagen.
Levantó los brazos hacia el cielo.
¡Una vez más había ganado!
Dejó caer la espada. El animal había desaparecido y en su sitio… ¡Juan!
Su hermano tumbado en el suelo lo miraba suplicando. Alargaba las manos llenas de sangre y se agarraba a su jubón con desesperación. César consiguió quitarse de encima aquellas garras y empujar a Juan lejos de él. Lo vio caer de espaldas y perderse en el fango rojizo del ruedo.
Intentó levantarse, pero no podía moverse, estaba clavado en el suelo y lo alcanzaba una ola de sangre…
Se despertó abriendo los ojos de par en par en la oscuridad.
Durante algunos instantes permaneció inmóvil, horrorizado, mientras el sudor le caía por la frente y por la cara.
La habitación se encontraba sumida en un profundo silencio, sólo se escuchaba la ligera respiración de la cortesana que dormía desnuda junto a él.
César se levantó de la cama, cogió una jarra de agua y se la echó por la cabeza para quitarse el sudor y la repugnante sensación de suciedad que tenía encima. Se secó con una toalla de lino y, una vez en la cama, se abrazó a la mujer. Fiammetta era joven, la melena rubia rizada le llegaba hasta los hombros Cándidos, los abundantes senos se movía al ritmo de la respiración. La había poseído poco tiempo antes, pero ahora el encuentro con la muerte le había encendido las ganas.
Le mordisqueó la piel tersa de los hombros y empezó a chuparle los senos tiernos. La cortesana se despertó, le sonrió y se le ciñó al cuello. César tenía que apagar rápidamente el fuego que le estaba quemando, se situó sobre la mujer y la penetró con fuerza.
—Sancia… —aquel nombre se le escapó de los labios.
—Me hacéis daño, ¡basta, por favor!
—¡Os pago para esto! —César la rechazó bruscamente y se tumbó jadeante en la cama.
¡La había llamado Sancia! Aquella bruja se le insinuaba a menudo en sus pensamientos.
Apenas había llegado de Nápoles, tras la habitual reverencia, le había dirigido una mirada halagadora, una invitación inequívoca, y en los días siguientes había continuado provocándole. Le demostraba abiertamente que quería divertirse. Se había entretenido más de lo que le gustaba admitir, satisfaciéndole plenamente.
Era experta como una fulana, se movía de forma excitante y no rechazaba ninguna propuesta.
A veces la había cogido por la fuerza, para hacerle gritar, pero ella, con una sonrisa intrigante, le había susurrado: «¡Continúa, házmelo otra vez!», y él se sentía atrapado en ese juego de sensualidad y violencia. Le hubiese gustado domar a aquella hembra que sabía tanto como él de los juegos del amor, y lo habría conseguido de no ser por la llegada inesperada de Juan.
La imagen de Sancia entre los brazos de su hermano lo encolerizaba. La veía riendo, abriendo los muslos, ofreciéndose sugerente.
Se volvió repentinamente hacia la cortesana.
—Tengo hambre, prepara algo.
La mujer se puso una túnica ligera y salió de la habitación.
César se vistió con un batín de damasco dorado y encendió algunas velas. Encima de una mesa, junto a los peines y las ampollas de perfume, asomaba un espejo oval con el mango de ébano taraceado. Lo cogió y observó su imagen. Un rostro joven, enmarcado por una barba oscura y el cabello castaño largo que rozaba los hombros. Sabía que no era tan guapo como Juan, pero estaba seguro de su atractivo. Una sonrisa de satisfacción apareció en sus labios.
Cuando se encontraba en público no dejaba entrever nunca sus emociones, había aprendido desde niño a esconder sus pensamientos debajo de una máscara indescifrable. Casi se divertía al mostrarse cortés con aquellos que detestaba, y aceptaba, con aparente sumisión, las críticas, posponiendo, sin prisa, el ajuste de cuentas.
Rodrigo le había enseñado a elegir el momento oportuno para actuar, le había demostrado que no existen personajes incorruptibles, ni amigos verdaderos, sino sólo aliados momentáneos, cómplices, hombres dispuestos a cualquier cosa por dinero.
César dejó el espejo y entró en la habitación contigua.
En el centro de la mesa, cubierta por un mantel blanco bordado con dibujos de color ocre, había dos candelabros de plata que iluminaban la vajilla finamente decorada, los vasos de cristal y una preciosa jarra de vino.
Enseguida dos pajes entraron con las bandejas y empezaron a servirle.
Mientras, la cortesana tocaba el laúd y cantaba una balada con voz clara y aterciopelada. César comía con avidez, sin apartar la mirada de la mujer. Le recordó a Lucrecia, quien también tenía una voz delicada cuando cantaba, y sabía bailar con gracia.
Ahora estaba encerrada en el convento de San Sisto para alejarse de los rumores de su matrimonio. Todavía se acordaba César del día en el que, cediendo a la ternura, la había abrazado con fuerza delante del marido y Lucrecia le había devuelto el gesto acariciándole delicadamente el pelo. Juan, que entró de improviso, empujó a César para sustituirlo en el abrazo y, con un gesto de despecho hacia Giovannino Sforza que observaba con asco la escena, había besado a su hermana en los labios.
Aquel recuerdo lo irritó sobremanera y dio un golpe a una copa de vino tinto, derramándolo sobre la mesa.
Había visto muchas veces a Juan entrar en los aposentos de Lucrecia y quedarse un largo rato… No, ¡no podía ser! Su hermana se lo habría contado, no le ocultaba nada, pero Sforza había conseguido que surgiese en él la duda.
César arrojó en el plato los restos de la comida y se limpió las manos. Sus pensamientos volaban muy lejos, sin darse cuenta de que Fiammetta había terminado de cantar y lo invitaba a volver a la alcoba.
—Hazme gozar —le dijo mientras lo sujetaba con fuerza—. Utiliza todas tus armas y hazme gozar.
La cortesana sonrió.
Se separó de la mujer cansado y se dejó caer sobre la cama.
Fiammetta le quitó de la frente un mechón y luego lo miró… Sus ojos eran negros, como los suyos, como los del toro, como los de Juan… El corazón de César volvió a golpearle el pecho. La pesadilla estaba viva todavía.
Le entraron ganas de huir. Se vistió rápidamente, despidió a la cortesana y bajó corriendo las escaleras.
Dejó escapar el silbido que usaba para llamar a Micheletto Corella, intentando distinguir en la oscuridad la figura estilizada de su brazo derecho.
Se detuvo de golpe.
El vestíbulo estaba vacío. César se acercó con cautela hasta la puerta cerrada, y a través de una fisura observó el exterior.
La luz débil de una antorcha iluminaba a cinco hombres situados no muy lejos. No conseguía distinguir sus rostros, que permanecían ocultos por las capuchas, pero debajo de las capas que se movían con el viento se advertían armas. Se retiró hacia atrás mientras su mano derecha se acercaba al puñal.
—Aquí estoy, señor —Micheletto apareció en la oscuridad—. He llamado a una escolta, no me sentía seguro esta noche en este barrio —abrió la puerta agachándose.
De la garganta de César se escapó una carcajada. Salió a la calle y subió sobre un mulo. Mientras avanzaban, la oscuridad del callejón se los tragó.
14 de junio de 1497
Hora de laudes
Amanecía. Un rayo de sol se detuvo sobre los párpados cerrados.
Escuchó a lo lejos los perros alborotados que ladraban. Junto a ellos, la partida de cazadores lo esperaba nerviosa e impaciente en la plazoleta. César se levantó.
Amaba la caza, aunque violar el veto de caza, establecido por los cardenales con la ley canónica, lo estimulaba todavía más. Tenía el instinto depredador de una pantera, y su fuerza física, así como la fuerza interior, tranquila y calculadora, necesaria para dominar a los demás. A todos los demás.
Se visitó completando su indumentaria con un vistoso sombrero que cubría la pequeña coronilla. Odiaba aquella marca y todavía más lo que representaba.
Cogió los guantes, se aseguró que el puñal estuviese bien enfundado en el costado, y tras bajar la escalinata rápidamente, apareció en el portal del palacio con la luz velada de las primeras horas de la mañana.
Los presentes se situaron en torno a él, y César pasó saludando a todos con la cabeza.
Un palafrenero le llevó el caballo. Antes de subirse a la silla, Valencia acercó su cara al morro del caballo, acarició sus crines deteniéndose en el cuello musculoso. Se subió con agilidad y dio la señal de salida. La cacería acababa de comenzar.
La noche de junio había dejado una brisa fresca que provocaba en los cazadores una sensación de inquietud.
Llegaron a una reserva vecina y en seguida los batidores y los marcadores iniciaron su trabajo, intentando atraer a los jabalíes, y trazando con ramas secas y hojas las señales de su camino. Los perros, ya desprovistos de bozales, daban vueltas impacientes con el hocico en el suelo, oliendo los primeros rastros.
De repente, los sabuesos se lanzaron a la carrera detrás de un jabalí que corría asustado entre los árboles.
Era viejo, más bien grande e imponente. Los chillidos estridentes que lanzaba el animal se confundían con los ladridos de los perros, con los relinchos de los caballos y con los gritos de los hombres. A pesar de que el jabalí era estrechamente acosado, conseguía esquivar los repetidos ataques de los perros. Hasta que un sabueso se lanzó contra él y lo atacó con sus poderosos colmillos, arrancándole la piel. Las heridas dejaban al descubierto la carne fresca de la que manaban incesantes chorreones de sangre.
La excitación de César estalló. Retuvo el caballo, que escapaba asustado, se bajó y se hizo un hueco entre los perros que, alrededor del jabalí, ladraban como locos.
—¡La lanza, rápido! —gritó un cazador, pero César se negó. Era su presa, y quería matarla a su manera. En la discusión, el jabalí lo atacó de frente, pero él se echó a un lado con agilidad, y arrodillándose con un movimiento rápido, cogió al animal por el cuello lanzándolo contra el suelo y sujetándolo con las piernas.
Los cazadores se quedaron boquiabiertos.
El jabalí luchaba lanzando desesperados gruñidos, pero César, sin perder un instante, sacó su puñal y se lo clavó repetidas veces.
La última puñalada le atravesó la garganta. La agonía de los últimos instantes del animal, la sangre, su olor penetrante, le embriagaron como el mejor vino, una droga de oriente, o el perfume de una mujer.
Fijó su mirada en los ojos del jabalí y de nuevo… ¡los ojos de Juan! Suplicantes, terroríficos, acusadores. Asombrado por el estupor que le provocaba, César no conseguía moverse.
Se levantó para alejar la alucinación y mostró con un gesto de victoria el puñal manchado de sangre, provocando los gritos de sus admiradores.
Subió nuevamente al caballo, adentrándose en el bosque, a la búsqueda de más presas.
El sol estaba ya alto en el cielo cuando los cazadores decidieron detenerse en un lugar a la sombra donde los sirvientes habían organizado las mesas.
César ordenó que trajesen vino fresco y agua para sus compañeros.
—¡Excelencia, sois formidable! —exclamó un cortesano.
César se excusó.
—Era un viejo jabalí, una presa fácil. Es sólo cuestión de ejercicio —se secó el rostro con un trapo, disimulando una ligera agitación.
—Y entonces… ¿Cómo es que, a pesar de que practique a menudo, Diego no consigue capturar ni siquiera un gato?
Los cazadores rieron, mientras Diego, un español de mediana edad más bien regordete, replicaba con energía:
—Perdone usted, no seré un gran cazador, pero —cogió un trozo de cabrito y lo mordió vorazmente—, ¿de qué serviría vuestra habilidad si yo no existiese para comerme todo lo que capturáis?
Los hombres estaban de buen humor, reían y comían a gusto.
Terminada la comida, se sentaron a la sombra, formando un círculo entre los árboles.
—Diego, cuéntanos lo de Velletri —solicitó un joven.
—¿Otra vez? ¡Os lo habré contado cien veces! Dejadme en paz, quiero dormir.
—Venga, Diego, no te hagas de rogar, yo no lo he escuchado nunca.
Cuando también César lo solicitó, Diego, el español, se puso de pie para contar la historia y, con un tono burlón, empezó: «Entonces… admirad la gran armada de Carlos VIII que desciende desde Roma. A la cabeza marcha él, que avanza engreído sobre su corcel —Diego imitaba el ceño del francés con exagerados gestos grotescos—. Se ríe, está convencido de ser más listo que el Papa, y sonríe porque está llegando a Nápoles. Nápoles, tierra prometida, Nápoles, poblada de guapas mujeres. ¡Nápoles, el país de la cucaña! Está radiante, el renacuajo francés —mientras, Diego croaba y saltaba como una rana entre las carcajadas de los cazadores—. Soberbio, con aquella cabeza deforme que ni tan siquiera cien coronas conseguirían ocultar, cabalgaba hacia Nápoles pensando: «¡Soy un genio! ¡Ni siquiera yo mismo sospechaba que fuese tan inteligente!». Todos explotaron en una carcajada. El narrador, con un ridículo acento francés continuó la historia: «Ahora que he metido en el saco al Papa, puedo tranquilamente apoderarme de mi reino… He conseguido que me diesen como prisioneros al sultán gordito que vale más de lo que pesa, ¡y no pesa poco! El príncipe Djem y, voilá, ¡también a su excelencia César Borgia!». Diego se acercó a César y lo miró con los ojos bizcos.
César sonrió y Diego continuó: «Para controlar que el preso permanezca siempre en su sitio, el francés se vuelve continuamente a mirarlo. El cardenal que lo acompaña se quita el sombrero y ensaya una sonrisa, queriéndole decir: "Soy un humilde esclavo, mira cómo soy manso, gran rey… "»
César intentó asumir la posición descrita por Diego, mientras continuaba narrando: «El gran rey cambia la sonrisa y muestra sus dientes de caballo». Para dar más verosimilitud al relato, Diego relinchó y se puso a dar coces a cuatro patas. «"Bien, bien, ¡con un prisionero tan santo llego hasta el Paraíso! Y luego, ¡mira qué bien se ha portado! Diecisiete carros llenos de plata, oro, preciosidades de cualquier tipo. Los ha cubierto con paños de seda, sin quererme decir qué es lo que hay debajo, pero yo sé muy bien qué es lo que transportan, ¡soy un genio! " Valois continúa cabalgando, y cuando llegan a Velletri no ve al prisionero. Su Excelencia el Cardenal de Valencia ha desaparecido… "¿Se habrá escapado?", piensa el rey enfadado…» Diego da vueltas como un loco entre los cazadores imitando al rey en la búsqueda del prisionero. «Al final se da cuenta que se ha escapado… ¡Pero todavía le quedan los carros! Ordena que le quiten los paños de seda y se prepara a saborear aquellas maravillas.»
«"¡Destapad el primer carro! ¿Trapos? Pero qué decís, gañanes, dejadme ver a mi que soy más inteligente, dejadme ver a mí que entiendo, serán brocados… ¡pero son solo trapos!" " ¡Destapad el segundo carro! " Otra vez trapos. El rey salta dentro, los pisotea, los rompe y se los come lleno de rabia. Cuando llegan al carro numero diecisiete de aquel particular botín, ¡es imposible diferenciar al soberano de la carga!» Diego acompañó la última frase de su historia con una reverencia ante César.
—Os beso las manos, y os agradezco que toleréis esta broma, si no fuese capaz de contarla nadie me invitaría a ir de caza —dijo Diego con una sonrisa.
César, dándole un apretón de manos, le contestó:
—Entre los míos seréis siempre bien venido.
Diego se lo agradeció y se fue hacia un árbol a tumbarse a la sombra.
—Me he ganado una siesta —exclamó poniéndose el sombrero sobre la cara—, y Dios lo sabe.
César se alejó con Micheletto, su brazo derecho, mientras los demás cazadores continuaban conversando.
—Entonces, Miguel, ¿sentís nostalgia de España?
—¿Nostalgia? ¡Ni tan siquiera un poco! Aquí la vida es un sueño para nosotros los españoles, nunca he visto tantas putas tan bellas y bosques tan ricos de cacería. Quiero quedarme en Roma al menos tres meses más.
—Es verdad, aquí se está bien. ¡Larga vida a nuestro Pontífice! —todos levantaron la copa.
—¿Dónde está el cardenal de Valencia?
—He visto que se alejaba con Micheletto.
—¿Volverá? —preguntó Miguel.
—¡Quién lo sabe! ¿Tenéis acaso algún favor que pedirle?
Miguel asintió con un ligero gesto de cabeza.
—Si queréis un consejo, olvidadlo. En este momento no se puede tratar con él.
—¿Por qué motivo?
Todos intercambiaron miradas de entendimiento, pero sólo uno habló.
—Es mejor que te pongamos al corriente, incluso un pequeño error te costaría muy caro. Desde que el duque de Gandía ha vuelto a Roma, el Cardenal está inquieto.
—Don Juan ha hecho exactamente como vos, Miguel —añadió otro—, ha dejado en España la mujer, los hijos y la amistad del rey, por estos bosques y por la fauna que puebla estas tierras… —dijo estas palabras dibujando en el aire el contorno de una figura femenina.
—Si todas sus empresas llegan a buen fin, Roma quedará invadida de numerosos pequeños Gandías…, —continuó otro.
—¿Por qué? ¿Al cardenal de Valencia, en cambio, no le gustan las mujeres? —preguntó Miguel.
—No es eso. El problema es que a veces los dos quieren ¡la misma!
—Que además pertenece a un tercero. ¡Son una familia muy unida!
Explotaron todos en una enorme carcajada.
—¿El tercero? ¿Qué sugerís? —Miguel los miró asombrado—. ¿Por qué lo metéis a él?
Los cazadores estaban alegres y hablaban en voz alta sin darse cuenta que César y Micheletto, no muy lejos, habían escuchado todo.
Cuando se alejaron lo suficiente, el cardenal de Valencia bajó del caballo y dio un azote al árbol.
—¡Al menos aquí esperaba no escuchar hablar de Juan!
—No es muy amado —afirmó Micheletto bajando a su vez del caballo.
—No por estos cuatro cortesanos, pero sí por Su Santidad —César se sentó contra un árbol para protegerse del sol.
Cerró los ojos y vio la mirada atenta de Rodrigo posándose sobre ellos, todavía niños. Sentía admiración por cada uno de ellos, pero sólo Juan conseguía arrancarle alguna que otra promesa. Pasmado, Rodrigo se olvidaba de los demás hijos que esperaban en silencio.
César sintió todavía, como una punzada en el pecho, el rencor infantil contra su hermano. Sí, era consciente de que siempre había detestado a Juan, pero ahora su odio era más complejo y profundo.
—Intento ignorarlo, pero no hago otra cosa que oír hablar de él. ¡Si pudiese dejar de verlo!
Se levantó y comenzó a caminar por la hierba alta, abriéndose paso entre los arbustos con el látigo a cada paso que daba. Micheletto, sentado en el suelo, dejó que se desahogase y luego afirmó:
—A España seguro que no vuelve, el Rey no lo quiere.
—Mientras que aquí puede llegar a ser el rey de Nápoles —César movió la cabeza y continuó—. Juan no entiende que no puede cometer errores, no somos lo suficientemente fuertes. Nuestro futuro está todavía en manos del Papa.
—También vos tenéis mucho poder.
—Pero el suyo es heredado, mientras que yo no poseo nada… ¡Es todo de la Iglesia! —gritó con voz rota. Advertía en la garganta una herida que le molestaba—. Tengo sed, dadme de beber.
Micheletto se levantó, cogió la cantimplora que llevaba en el saco y se la dio.
César bebía con avidez. Apagó la sed, pero no consiguió extinguir el fuego interior que lo consumía.
—Si me hubiese encontrado en el sitio de Juan no habría permitido a los Orsini decidir —dijo mirando a Micheletto con los ojos llenos de cólera—. ¡No puedo malgastar mi vida dentro de un maldito vestido de sacerdote!
—¿Por qué no os libráis de Juan? Vos me lo ordenáis y yo lo elimino, así… —Corella aplastó un insecto con el tacón de la bota.
César examinó su rostro de piedra, le había leído el pensamiento. Sin añadir nada más, se subió al caballo y lo golpeó con la fusta. Sentía sobre el rostro el frescor del aire que venía en su encuentro apuñalándole la cara, sentía el cuerpo del animal firme y tenso al galope. Lo golpeó aún más, el ansia de superar los límites le entusiasmaba. Era el mejor y tenía que demostrarlo siempre, sobre todo demostrárselo a sí mismo.
Llegado a un descampado, relajó las riendas y dejó que el caballo se detuviese sólo. Micheletto lo alcanzó mientras volvía sobre sus pasos.
En las primeras horas de la tarde Roma estaba sumida en un perezoso sopor. Las anchas calles, los restos de su gran pasado, pero también los majestuosos palacios de reciente construcción, eran testigos de su magnitud. La Urbe era el centro del mundo, era el pasaje obligado para los miserables que buscaban una esperanza para sobrevivir y para los nobles que pedían la legitimación divina de su poder. Miseria y grandiosidad convivían en una difícil existencia.
Dominar Roma significaba dominar el mundo, pensó César mientras llegaba al Vaticano.
Justo en la entrada vio a Juan, a las puertas del palacio y a la cabeza de un batallón de guardias.
La belleza de su hermano le golpeó como un bofetón en la cara. Avanzaba hacia él, elegante y fiero, con una mirada irónica y al mismo tiempo infantil.
César cambió de dirección para no encontrárselo. Subió las escaleras corriendo, renegando en voz baja en catalán. Una vez arriba, empujó a un paje que había venido en su encuentro y entró en su habitación.
Se quitó los guantes y el sombrero, y los arrojó lejos; después, todavía lleno de polvo y de sudor, cayó sobre la cama.
Un gruñido y una lengua húmeda que le rozaban la mano lo estremecieron. Hermano, su perro, se había acercado a él y esperaba ansioso sus caricias.
César tomó la pata derecha vendada entre sus manos. «Vamos a ver la herida, amigo mío. ¡Va mejor! Dentro de unos días podrás volver a cazar conmigo.» Mientras le hablaba y acariciaba, observaba su mandíbula robusta y sus dientes afilados. Bastaba una orden suya y aquel perro, en un momento, atacaría a cualquiera hasta quitarle la vida.
Hermano se entregaba por completo sin pedir nada a cambio, eso era el amor. Lo que César sentía por las mujeres no se parecía en lo más mínimo a aquel sentimiento. Nunca había probado el gozo y el tormento cantados por los poetas, nunca quedaba satisfecho del sexo. Eso sí, la palabra amor le procuraba una sensación de disgusto pegajoso. Sin olvidar que un Cardenal tendría que amar sólo a Dios. César se rió sarcásticamente. El único Dios al que amaba era a sí mismo.
Conocía su capacidad, contaba con su fuerza y su voluntad de hierro. Quería construir por sí mismo su destino, no tenía miedo de arriesgar ni de pasar sobre la moral.
En el fondo, ¿qué era la moral? Un conjunto de reglas dictadas por el miedo, inventadas y seguidas por los más débiles. Sin aquella cadena estrecha alrededor de la conciencia también se podían olvidar los afectos más naturales.
Su elección estaba hecha. «Alea jacta est», las secas palabras del gran César grabadas en su espada eran su deseo para el futuro.
Sobre el escritorio vio una tarjeta de su madre que lo invitaba aquella misma noche a un banquete. Prefería quedarse solo, pero no podía rechazarlo. Antes de nada, sin embargo, tenía que encontrar a Ascanio, una reunión inevitable entre un Borgia y un Sforza. Escoltado por un clérigo se dirigió hacia la sala del Papagallo, donde se celebraría el encuentro. En el pasillo se cruzó con Corella, que con un tono indiferente le susurró:
—Aquel negocio… se puede concluir esta noche, si estáis de acuerdo.
—Haced lo acordado.
César lo miró fijamente sin mostrar ninguna expresión en el rostro mientras la guardia pontificia le abría las puertas de la sala.
—Contaba con tu puntualidad, César, tenemos que discutir entre nosotros antes de que llegue Ascanio —Rodrigo le indicó donde sentarse.
—Te he visto llegar hace poco. ¿Qué tal ha ido la caza? —le preguntó Juan, sentado a la derecha del padre.
—De maravilla —respondió César sin mirarlo.
Rodrigo hizo un gesto de impaciencia.
—No perdamos el tiempo, dentro de poco va a llegar Ascanio. Tenemos que convencerlo para que Giovanni firme el consentimiento que permita la anulación del matrimonio. Ya he esperado demasiado.
—¿Por qué somos tan pacientes con los Sforza? —exclamó Juan.
Rodrigo puso la mano sobre el hombro del hijo predilecto.
—Aprenderás que la prisa está reñida con la política, no podemos menospreciar su potencia, y mientras se muestren razonables nos valdremos de ellos.
—No nos sirve su alianza, su unión con los franceses los ha condenado para siempre.
César notó con fastidio que imitaba el tono de su padre.
—Bobadas —le dijo—. Daremos esta última oportunidad a Sforzino. O firma o lo echamos fuera.
—Deberíamos haberlo hecho antes de que escapase a Pésaro, ahora no da un paso sin la escolta.
—Hablar ahora es inútil —intervino Rodrigo—, y además prefiero la solución diplomática. Ascanio no es estúpido y también El Moro me ha asegurado que hará cuanto deseo. Se trata solo de acortar los plazos.
El Papa invitó a los hijos a callar y ordenó a las centinelas que dejasen entrar a Sforza.
Con pasos calculados, Ascanio hizo su entrada en la sala. Estaba más delgado, pero como siempre llevaba el vestido rojo con enorme elegancia y el sobretodo negro otorgaba cierto aire real a sus finos rasgos. Se agachó para besar el anillo de Rodrigo e hizo un gesto para saludar a César y otro casi imperceptible a Juan, después se sentó delante del Papa.
—¿Cómo os halláis de salud? Hemos sabido que habéis estado enfermo —preguntó Rodrigo con exagerado interés.
—Os lo agradezco Santidad, ya ha pasado todo: era menos grave de lo que parecía.
—No deberíais cansaros mucho, la salud se resiente. Vuestros consejos y vuestra presencia son indispensables.
Ascanio esbozó una sonrisa de agradecimiento. Cuando Borgia empezaba con las adulaciones, había motivos para preocuparse.
César observó con atención. Estaba pálido, se pasaba la mano sobre el estómago con movimientos nerviosos y una ligera sombra de sudor le cubría el labio superior. Notó que no miraba nunca hacia Juan, y cuando estaba obligado a hacerlo giraba apenas el cuello, sin mirar a su hermano a los ojos.
—¿Cómo evolucionan vuestros estudios de astrologia? —continuó Rodrigo.
—Son estudios apasionantes, Santidad, si se analizan con seriedad los astros podemos atisbar nuestro destino. Por el momento, por ejemplo, las estrellas no me son favorables.
—¿Qué queréis insinuar?
—No es un momento propicio para mí. A pesar de mi empeño, pasado y presente, he perdido vuestro favor, y con eso cualquier ventaja y felicidad.
Rodrigo acusó el golpe y se oscureció. César comprendió la táctica de Ascanio. Haría presión sobre los reconocimientos que el Papa le debía por haberle ayudado durante el cónclave, a pesar de que ya había sido ampliamente pagado.
—No entiendo, os hemos considerado siempre como a un hermano y recompensado dignamente.
—A lo mejor hace tiempo, Santo Padre, pero ahora…
—¿Os referís a lo que ha pasado en vuestra casa? —saltó Juan sin importarle la mirada de desaprobación de Rodrigo.
—Nunca hubiese hablado de ello, pero visto que sacáis el tema… —Ascanio se dirigió apenas hacia él—. También aquel desafío en mi propia casa es una clara demostración de que ya no gozo de vuestra simpatía.
—¡No, no, no! —Rodrigo levantó una mano—. No es este el argumento que tenemos que tratar, y lo que consideráis un desafío no iba dirigido contra vos, sino contra un insolente.
—No me duele sólo el triste fin que tuvo mi huésped, sino el comportamiento del Duque, que todavía hoy no consigo explicármelo —reuniendo todas sus fuerzas consiguió mirar a Juan—. No hice otra cosa que intentar honrarlo.
Juan levantó desdeñosamente la barbilla y no contestó.
—Si de verdad queréis honrarnos, elegid mejor los invitados la próxima vez y no tendréis problemas —dijo César de forma lapidaria.
No soportaba la idea de defender a su hermano, pero en aquel momento la familia tenía que formar un cuerpo único contra la astucia de Sforza. Le había hablado sin mostrar deliberadamente el mínimo respeto, sin considerar ni su edad ni su cargo, tenía que hacerle entender que también él podía ser muy peligroso. Ascanio no contestó y apretó sus labios diminutos disimulando su desacuerdo.
—Como ya hemos dicho, no estamos aquí para hablar de aquella noche. Nuestra amistad ha pasado momentos peores, Ascanio… —los ojos de Rodrigo se volvieron todavía más negros—. Hemos olvidado muchos entuertos, olvidaremos también éste.
—Soy vuestro siervo, Santidad —Ascanio bajó la mirada apoyando una mano sobre el pecho, pero en su mirada no había sombra de sumisión.
—Cardenal, ¿podéis explicar la fuga de vuestro primo de Roma? —César había pasado al ataque directo, como era su costumbre. Le molestaba alargarse en cumplidos.
—Mi primo me ha escrito indicando que ha explicado los motivos de su alejamiento a vuestra hermana, y que ella los aprueba.
—¿Los aprueba? —levantó la voz Juan—. ¿Qué significa eso?
—¿Pretendéis insinuar que ella quizás está más contenta cuando el marido está lejos? —preguntó César.
—Seguramente no, cardenal, lo habéis entendido mal. Mi primo se ha alejado de Roma para proteger su vida.
—Todos moriremos tarde o temprano, explicádselo a Giovanni. Y visto que leéis los astros, ayudadle a conocer su destino.
Las palabras de César, pronunciadas en un tono entre irónico y resignado, hicieron mella en Ascanio.
—Una triste verdad… que de todos modos no nos puede distraer de nuestro fin. Nosotros, la familia Sforza, creíamos que con este matrimonio habíamos sellado nuestra amistad, que como Su Santidad ha recordado, ha sido siempre enriquecedora, a pesar de las dificultades superadas.
—Ha sido él quien ha abandonado a su mujer, y no viceversa… —la inocencia expresada en la mirada de Rodrigo hubiese engañado a cualquiera, pero no a Ascanio.
—Santo Padre, Giovanni me escribe cartas en las que me declara por su mujer un profundo sentimento, ¿por qué debería aceptar la disolución de un matrimonio que le satisface y le honra bajo todos los puntos de vista?
—No, no bajo todos los puntos de vista. Lucrecia es todavía virgen, después de tres años —precisó César.
—Giovanni afirma haber consumado el matrimonio muchas veces, ¡no puede mentirme tan desvergonzadamente!
—¿Pensáis entonces que mi hermana miente? —Juan acercó su rostro al de Ascanio.
—Me sorprende que un hombre de vuestra inteligencia insista en defender a un rebelde —intervino Rodrigo—. Giovanni nos ha decepcionado. Ha sido tratado como un hijo y nos ha pagado gritando a los cuatro vientos mentiras sin fundamento. No busquéis una mediación imposible, no cambiaremos de idea. Vuestros intentos por defenderlo son un esfuerzo baldío. También vos sabéis que vuestro primo no se encuentra a la altura de las circunstancias. La alianza con la familia Sforza para nosotros es siempre válida. En estos momentos queremos alejarlo. Hemos tenido demasiados disgustos en los últimos tiempos y añoramos en cambio la época feliz de nuestra amistad. Resolvamos este pequeño problema y todo volverá a ser como antes.
—Santidad, no deseo otra cosa que complaceros y volver a vuestra gracia. Pero no olvidéis que he sido yo quien ha buscado este matrimonio. Me siento en el deber de intentar una reconciliación.
—Todos vemos lo que estáis haciendo en este sentido. No se trata de una pelea entre esposos, sino de un matrimonio no consumado.
Ascanio se quedó pálido al sentir de nuevo punzadas en el estómago.
—Perdonad si insisto, y admitamos que Giovanni se haya equivocado dejando Roma sin permiso. Pero, ¿por qué la señora Lucrecia ha preferido refugiarse en un sitio tan insano como San Sisto y no ha ido donde está él? Todos sabemos por qué es famoso ese convento, cuántas criaturas indeseadas han nacido allí…
Juan se levantó de un salto.
—¿Cómo os atrevéis a hacer estas insinuaciones delante del Santo Padre?
—Juan, no es momento de alterarse —intervino César—. El cardenal tiene razón. Muchas jóvenes se acercan a San Sisto para dar a luz a escondidas, pero no nos parece que Lucrecia estuviese embarazada. Nuestra hermana es virgen, la esposa virgen de un marido impotente. ¿Vamos a discutir sobre su virtud?
—No pretendo cuestionar la virtud de vuestra hermana, solo he pedido explicaciones. Estoy en mi derecho, pero si no podéis dármelas…
—Una mujer, abandonada por su marido, ¿qué debería hacer sino alejarse de las habladurías de todo el mundo? En el convento, Lucrecia espera una decisión sobre su suerte, y reza a la Virgen para que le ayude —Rodrigo levantó los ojos al cielo uniendo las manos.
—Esperemos que la Virgen nos ilumine a todos nosotros —dijo Ascanio imitando la expresión de Rodrigo, con evidente ironía; después, mirándole a los ojos le dijo:
—Hay otro asunto que no hemos discutido todavía: la dote.
—¿Y bien?
—La dote nunca ha sido pagada y mi primo ha tenido que soportar numerosos gastos para el mantenimiento de su mujer y de su séquito.
—¿Por cuántos ducados está dispuesto a declarar al mundo su impotencia? —intervino Juan bruscamente.
Ascanio y Rodrigo lo miraron: la idea había sido expuesta de forma poco diplomática, pero llegaba al centro del asunto. Ellos hubiesen llegado después de un circunloquio. Juan, con su falta de tacto y de experiencia política, había abreviado la discusión.
—Si llegamos a un acuerdo satisfactorio, puedo daros mi palabra de que Giovanni firmará lo que queráis —Ascanio curvó los labios en una sonrisa imperceptible.
—Es una solución discutible, cardenal —Borgia asintió sin cambiar la expresión—. Saber que existe una posibilidad de acuerdo nos llena de alegría.
Sforza se levantó sin añadir nada más. Se inclinó ante el Papa, saludó con la cabeza a César y de detuvo delante de Juan.
—Os doy mi mano, Duque. Los intereses de la Iglesia y de nuestras familias son superiores a cualquier polémica.
Juan tomó la mano del cardenal y la apretó con poco entusiasmo.
—Os deseo buena suerte, todos la necesitamos, no lo olvidéis —murmuró Sforza saliendo con pasos lentos.
—¡Firmará, veréis! —exclamó Juan—. Giovanni está dispuesto a venderse y Ascanio me ha pedido excusas.
Sonrió satisfecho.
—No me han parecido excusas —dijo César moviendo la cabeza—. Santidad, ¿qué haréis? La cantidad será altísima.
—Una guerra contra la familia Sforza nos costaría mucho más. Conviene pagarles, es la mejor solución.
—Ascanio, sin embargo, parecía extraño…
—Se halla en dificultades —afirmó Juan.
—César tiene razón, la mente de ese hombre es tan peligrosa como la del Moro. Paguémosle y quitémonos de en medio a Giovanni de una vez por todas.
—¡No veo el momento! —exclamó Juan—. ¡Tarde o temprano quiero darme la satisfacción de aplastar a esos malditos Sforza! —miró con altanería a su padre, que no hizo ningún comentario.
—Estemos alerta, de todos modos —César se levantó para pedir permiso y se inclinó para besar el anillo del Pontífice.
—Dios os bendiga, hijos míos.
Rodrigo hizo una caricia en el rostro de Juan, que se había acercado a abrazarlo. Los siguió con la mirada hasta que la puerta se cerró a sus espaldas.
Mientras abandonaba la sala, César pensó en la cara marcada por el cansancio de su padre. Los años comenzaban a pesarle, había cedido rápidamente al chantaje de Ascanio, sin tratar o proponer alternativas menos costosas, no había apoyado la arrogancia de Juan ni se había excedido en su poder. Había llegado el momento de apoyarle en las decisiones importantes, de estar siempre cerca, hasta que llegase a ser indispensable.
Bajó a las caballerizas donde le esperaban los mulos listos para ir hacia el Esquilino. Un rumor de cascos hizo que se diera la vuelta.
A la cabeza de sus hombres, Juan se estaba acercando. Su figura oscura resaltaba en el cielo de color escarlata.
—Espérame, es mejor que vayamos juntos —Juan se acercó y le sonrió.
Aquella sonrisa, tan parecida a la de su padre, suscitó en César un poco de afecto. Olvidó sus rencores y sintió el deseo de protegerlo del mal que lo rodeaba.
Pero fue sólo un instante, hasta que Juan empezó a hablar con altanería sobre su futuro.
César lo escuchaba distraído, pensaba que todo era efímero y el destino estaba ya escrito de forma indeleble para cada uno. Apenas quedaba una forma de evitar el hecho cierto: vivir todo inmediatamente, antes de que llegase el golpe fatal.
Juan podía imaginar todos los proyectos del mundo, pero su vida sería demasiado breve para conseguir cuanto deseaba….
La luz del atardecer escondió la sonrisa enigmática que apareció en el rostro de César.