Trece

LA ALARMA SONÓ en algún lugar en las profundidades de la limusina. Era suave y aguda y sonaba como las campanas del reloj de un barco.

La oscuridad por la cual corrían estaba cubierta de burbujas de luz, como una copa de champaña elevada contra la luz de la lámpara.

El aire acondicionado zumbaba en el umbral de lo audible. Afuera, ella podía ver el smog, las altas palmeras polvosas, muy quietas, como si el tiempo mismo las hubiera congelado en una interminable instantánea Polaroid y la ilusión de que viajaban por los escollos de la noche, causada por la profunda coloración del vidrio, quedó rota. Afuera, sabía ella, era simplemente otra tarde cálida. En Nueva York ya era de noche.

—Treinta minutos para la hora de la magia —anunció Rubens. Estaba sentado, confiado y relajado junto a ella en un esmoquin azul medianoche hecho a la medida. Bajo él llevaba una camisa blanca de seda con el frente en escarolas y una corbata de moño, de terciopelo. Se veía como si fuera el dueño del mundo.

—¿Cómo puedes sentarte aquí tan calmado? —quiso saber Daina. Ella se movía inquieta junto a él. Sacó un cigarrillo de su estuche y lo giró entre los dedos antes de romperlo. Enojada, sacudió las hebras de tabaco de su regazo. Su sinuoso vestido de Zandra Rhodes color salmón, susurraba como algo viviente al deslizarse contra sus muslos cubiertos con medias. Era levemente iridiscente, pintado a mano con listas oblicuas de un azul profundo que le daban un aspecto de cascada, como si ella llevase un manto de agua.

—No hay por qué preocuparse—le aseguró Rubens poniendo una mano en su rodilla.

—Sólo Dios debería poder decir eso en serio —replicó. Agitó el cabello y abrió su bolsa de mano, buscando el polvo compacto.

*

El pabellón Dorothy Chandler brillaba con la lámpara klieg y las luces de las cámaras de televisión que brillaban aparte de las suyas propias. La multitud era enorme y luchaba contra las cadenas cubiertas de terciopelo morado colocadas junto a los escalones.

La limusina se detuvo y el chofer bajó para abrir la puerta. Algunos micrófonos fueron lanzados contra sus caras y se hicieron preguntas. Los focos de los flashes se disparaban en cantidades increíbles. Daina le dijo a Amy Archerd algo sobre la película, pero cuando le preguntaron sobre los rumores que giraban sobre sus planes futuros, se limitó a emitir su sonrisa de mil watts y, del brazo de Rubens, caminó alejándose y subiendo la alfombra roja de las escaleras.

—Aquí es donde todo va a redituar —profetizó Rubens. Todo el trabajo de publicidad... incluyendo la gira de seis semanas que realizara con Marion preparando los programas de entrevistas dos meses antes. Había sido un viaje a campo traviesa, como para romperle el cuello, el cual se le ocurrió a alguna brillante chispa del estudio. Quienquiera que fuese había tenido razón. La combinación fue perfecta. Marion, una persona generalmente reticente ante las cámaras, se enfrentó al ataque de los medios norteamericanos, al lado de Daina. Como resultado, a mitad de la gira descubrieron que una rutina improvisada, que de algún modo habían hecho en la grabación del show de Mike Douglas, era un éxito instantáneo, del modo en que sólo lo puede ser algo en televisión. Así que para cuando llegaron al climax de la gira, con una aparición en el "Tonight Show" durante la semana de la premiere en L. A., no tuvieron problemas para robarse diez minutos extras del tiempo que se les había asignado.

Tras ellos, los peldaños empezaban a llenarse mientras las celebridades caminaban cada vez más lentamente para las cámaras de TV en grupos de dos y tres, muy separadas, acercándose en una cámara lenta tal, que las hacía parecer atrapadas en ámbar.

Había gritos y oleadas de aplausos mientras las estrellas hacían su aparición y empezaban la larga caminata, más larga que la de una boda, más larga que la de un funeral, al parecer durando una eternidad, mientras la electricidad parecía escaparse del proyector y llenar los miembros de Daina de modo que la película caminaba cada vez más lenta, convirtiéndose en una bruma dorada, y ella se sintió dolorosamente consciente de cada movimiento, de cada grito, exclamación, aullido, ruido, empujón, aventón y mirada de adoración. Pero le tomó algún tiempo entender que esta dura conjunción de furia y sonido se estaba concentrando en una dirección, encauzándose desde el lugar más lejano del tropel hacia un punto de unión.

Quizá no fue sino hasta que pasaron las cadenas cubiertas de terciopelo y se encontró en el ojo del huracán de brazos elevados, colgantes cámaras equipadas con estroboscopios y caras mirando hacia arriba con los labios separados, que se dio cuenta de que ella era la causa de los gritos. El premio de los críticos cinematográficos de Nueva York y los Globos de Oro parecían un preludio a este momento preciso.

Rubens agachó la cabeza cuando alguien lanzó el brazo, tratando de poner en posición un libro de autógrafos. La tomó por la cintura y empezó a alejarla.

Hubo gritos frágiles y un fuerte vórtice de movimiento que amenazaba con tragarla Las luces se movieron y escuchó la voz de Amy Archerd, aún reportando, acercándose a la vibrante conmoción, dejando a Charlton Heston o a Sally Fields o a quien fuese.

Daina empezó a moverse, sintiéndose atraída en dos direcciones, sabiendo que debía irse, que las multitudes descontroladas no son un buen lugar para encontrarse, recordando a la pobre muchacha casi atropellada por la turba que seguía la limusina de los Heartbeats en San Francisco, pero todo el tiempo deseando quedarse, reticente a dejar que pasara muy pronto esta demostración de adoración masiva.

Así que resistió los apremios de Rubens sólo lo suficiente para mantenerse en los márgenes exteriores de la masa que luchaba por tocarla, hablarle, besarla y parecía que su sonrisa de mil watts dirigida a ellos era suficiente para que siguieran llegando. Alguien tropezó, se incorporó de nuevo y siguió avanzando.

Hubo más empujones ahora que se aproximaban al primer grupo de puertas de vidrio del teatro. La multitud sabía, con la certeza comunitaria que con frecuencia barre a esas muchedumbres, que su tiempo estaba terminando y se lanzaron hacia adelante en un momento, creciendo como una ola gigante.

Alguien extendió una mano, tomó su brazo, tiró de ella y casi la hizo caer. Rubens la atrapó y la alejó, arrastrándola. Empezaron a sonar los silbatos y el duro aullido de una sirena de policía resonó cortando el agudo parloteo.

Los policías entraron, vadeando entre la turba y empujando a la gente, avanzando con los hombros inclinados y las macanas listas. Formaron una cuña, dispersando a la gente a izquierda y derecha. Alguien gritó de dolor o de tristeza y el primero de los policías llegó junto a ellos, ayudándolos a lanzarse por el primer anillo de puertas.

Otro patrullero alcanzó a pasar entre las puertas y ambos quedaron lado a lado. Los demás, aún afuera, se dispersaron por los peldaños superiores. Más autos de policía llegaron aullando por la calle, con las luces brillando, y una camioneta antimotines dio vuelta en la esquina.

—¿Está usted bien, señorita Whitney? —preguntó uno de los patrulleros que estaban adentro. Era joven y rubio, sus ojos azules se veían duros y tenía anchos hombros.

—Sí —respondió ella—. Creo que sí.

Las puertas posteriores de la camioneta se abrieron.

—Y usted, señor Rubens, ¿está bien?

Los policías se derramaron como sal de un envase; pero, sin Daina en la escalera, la muchedumbre se había alejado, perdiendo todo movimiento.

—Sí, sí —contestó Rubens con disgusto. Pasó las manos por el frente de su esmoquin y por las perneras de sus pantalones—. ¿Dónde demonios estaban ustedes?

—Lo sentimos, señor Rubens —se disculpó el policía sin sentirlo. Su tono decía: si usted no fuera quien es, le diría que se preocupara de sus malditos asuntos—. Vinimos tan pronto como pudimos. Nadie se esperaba algo así —hizo un gesto vago con la mano—. Quiero decir, no estamos en Nueva York. —Se apartó de las puertas, sacó una libreta del bolsillo posterior de su pantalón. El ruido de un bolígrafo salió de su mano—. Me pregunto, señorita Whitney, ¿le molestaría? —le ofreció la libreta y el bolígrafo y, sonriendo, Daina le dio el autógrafo.

—Está bien, oficial. Llegaron en el momento preciso. —En ese instante, él hubiera atravesado las planchas de vidrio si ella se lo hubiese pedido—. ¿Quizá podrían esperar a que termine la ceremonia de premiación para escoltarnos a casa?

—Oye, Mike —llamó el otro policía haciendo señas—, no sé...

—Habla para avisar —ordenó el rubio sin volverse. Luego, siguió con otro tono de voz—: Lo haremos con gusto, señorita Whitney. —Tomó la libreta y la pluma de nuevo—. Sólo búsquenos cuando salga.

—Gracias, Michael. El señor Rubens y yo lo apreciaremos mucho. —Se las arregló para acentuar el "yo" y el resto de la frase pareció desvanecerse. Se volvió y tomó el brazo de Rubens.

—Oh, señorita Whitney...

—¿Sí?

—Buena suerte esta noche. Estamos de su parte.

—Vaya, gracias Michael. Muy amable de su parte.

Daina y Rubens pasaron por el segundo grupo de puertas hacia el vestíbulo en sí y ella lo vio en el momento en que entró.

Se acercó rápidamente, con su oscura cara de halcón muy alta. Vestía un esmoquin que no le quedaba bien y que seguramente había rentado en el último momento. Su cabello estaba mucho más largo de lo que ella lo recordaba, con su profundo negro aliviado ahora por algunos hilos plateados y la barba toda invadida de blanco. Parecía que habían pasado siglos desde que lo corriera de su casa.

—He estado esperando este momento —invocó él. Su voz sonaba igual, con esa peculiar cualidad metálica que hacía que sus frases parecieran cortadas, extranjeras. Era sólo uno de los elementos que lo hacían tan buen orador en público. Se le veía incómodo en el esmoquin, el cuello rojo de tanto girarlo.

—Rubens, éste es Mark Nassiter.

Se ignoraron uno al otro con la ferocidad propia de los enemigos jurados.

—Verte de nuevo —susurró, y ella vio que había un trocito de tabaco en su labio—. Ver en qué te has convertido—. Sus oscuros ojos estaban ensombrecidos—. Ver en lo que te han transformado.

—En lo que me haya convertido, Mark, es obra mía. Estos son mis sueños.

—Estás segura de eso, cariño. —La miró socarronamente, apoyándose en los dedos de los pies, hábito que utilizaba para contrarrestar su corta estatura.

Por primera vez ella pudo reconocer la dureza en su cara; había en sus ojos una cierta inflexibilidad que ahora estaba segura que siempre estuvo allí.

—¿Estás segura que este Svengali no está en el centro de todo, tirando de las cuerdas? —apuntó Mark. Su boca se retorció con desprecio—. ¿Cómo se siente estar durmiendo con un adicto al poder? —Su mano se movió como una serpiente, tocó la línea de su quijada y acopó brevemente su mentón—. Eso es todo lo que te ha pasado, nena.

Daina sintió la creciente agitación aun antes de ver que Rubens se movía.

—¡Espera un maldito momento, imbécil de segunda! —sus manos estaban cerradas en puños.

—Vamos, gato gordo. No te tengo miedo. ¡No le temo a nada! —fanfarroneó Mark mientras lo llamaba con un dedo.

Daina se interpuso. Miró a Mark, pero le habló a Rubens:

—Es suficiente —atajó tensamente—. Déjame esto a mí.

—Seguro que sí —Rubens trató de sobrepasarla—. ¡Este bastardo se merece todo lo que le voy a dar!

—¡Dije que yo manejaría esto! —repitió volviéndose y mirándolo con fiereza.

—Oh, así se hace, nena —aduló Mark sonriendo sardónicamente—. Sí, sí. Afirma tu pequeña personalidad. Tómalo mientras puedes. ¿A quién le importa que sea sólo una ilusión? Esta es la batalla que te dejará ganar, porque no le cuesta nada perder. Pero cuando sea la guerra, cariño, ya te compró, te vendió y te empacó como una pierna de jamón. Y lo divertido, quiero decir lo tremendamente divertido es que tú no te darás cuenta hasta que el ejército se haya retirado a una campaña mejor y más grande y te haya dejado muy atrás.

—Estás tremendamente seguro de ti mismo, ¿verdad9

—Por lo menos no tengo que besar el trasero del poder —gruñó burlonamente.

—Oh, sí —admitió Daina—. Ya puedo ver la escena entre tú y la gente de la Columbia —lo miró—. Estoy segura de que disfrutaron al tragarse tus polémicas mientras peleaban los once millones extras que necesitaste para terminar Skyfire después de que te saliste del presupuesto.

Rubens rió ante la expresión de Mark.

—Me das asco. —Mark se volvió para irse.

—¿Ya acabaste con nosotros? —preguntó Daina, dulcemente—. Yo pensé que apenas estabas calentando.

—He visto suficiente —replicó salvajemente—. Más que suficiente. Para eso vine.

Ella extendió la mano velozmente, tirando de él para que la enfrentara.

—Oh, no, muchachito, no te escaparás con eso —empezó a alejarse pero ella lo apretó con más fuerza—. Te diré por qué viniste aquí. Viniste a recoger tu Oscar. Tú, el que no besa los traseros del poder. Bien, aquí está el poder esta noche, Mark. ¿Y sabes qué? Estás aquí con todos nosotros, ¿o no?

—Cuando gane —rechinó—podré decir lo que quiero. Eso es lo que deseo.

Daina sacudió la cabeza y su cabello de miel rozó sus mejillas. Sonrió.

—Si tuvieras algo de valor te hubieras mantenido alejado como Brando o Woody. Pero no pudiste. Eres demasiado débil. Te falta incluso la convicción para enfrentar lo que realmente eres —lo soltó como si fuera un trozo de carne de tres meses—. Eres sólo polémica, con la voz humeante y los ojos rojos de furia en mitad de la noche. Pero cuando todo se hace realidad, no te pones tus armas y disparas. No eres un extraño. Juegas a ser un tipo fuera de la ley, pero eso es todo. Enfréntalo, Mark. Eres un niño y eso es todo lo que siempre serás.

Las manos de Mark eran puños crispados al extremo de sus brazos endurecidos, y las comisuras de su boca estaban blancas por la tensión.

—¿Está todo bien, señorita Whitney?

Daina volvió la cabeza ligeramente y vio al policía rubio tras ella. Había dejado su puesto y entrado por el segundo grupo de puertas.

—Está bien...

Pero no estaba siquiera escuchándola y avanzó. Se detuvo frente a Mark y lo golpeó en el pecho con la punta del índice, como revisando que estuviera vivo. Su otra mano descansaba levemente en la enfundada cacha de su pistola.

—Si le estás causando algún problema a la dama, amigo, te recomendaría que no siguieras. —Empujó una vez contra el pecho de Mark—. Vamos —instó con suavidad—. Muévete —y empujó de nuevo, tan fuerte que Mark se tambaleó un paso antes de volverse y desaparecer entre la multitud.

El policía rubio se volvió y ofreció:

—Cualquier otra cosa que pueda hacer por usted, señorita Whitney... —se tocó la visera de la gorra.

—Está bien, Michael —dijo con dulzura—. Muchas gracias.

—No hay por qué. —Salió por la puerta para reunirse con su compañero.

—¿Qué pasa? —le preguntó a Rubens mientras entraban al teatro—. ¿Te comió la lengua el gato?

—No lo sé —respondió—. Sólo estoy un poco deslumbrado.

*

Estaba perfectamente preparada para el momento en que dijeran su nombre. Rubens estaba seguro de que ocurriría, aunque ella no.

Era un momento en el que el miedo se arrastraba en silencio con pies peligrosos, penetrando en la mente, oprimiendo las manos. Era como volver a ser niña otra vez y saber, saber que no había nada escondido allí en el rincón donde apilara sus ropas y la puerta del armario estaba entreabierta en la noche, en la oscuridad, con la lluvia golpeando los vidrios como lágrimas solitarias, la atrayente radiación neón de los relámpagos cayendo en horquillas y el ruido del trueno como olas golpeando una costa rocosa, haciendo sonar las ventanas al momento de romper el cielo.

—... todas las bromas. Las nominadas para mejor actriz en una película son...

Pero, de algún modo, en esos momentos saber no servía de nada porque otra parte de su mente estaba funcionando, arrastrándose al exterior cuando ella se descuidaba, aprisionándola entre garras de acero y adquiriendo un influjo, riéndose histéricamente del mundo racional.

—... Daina Whitney por Heather Duell...

Y ahora estaba sentada sobre las cobijas, con las piernas cruzadas, la carne de gallina y el camisón apretado alrededor de los muslos, mordiéndose las uñas y mirando hacia ese oscuro rincón como si fuera un pozo, sudando frío.

—... por Los Poderes Que Sean...

Y pensó que estaba perfectamente preparada para lo que fuese, que estaba a punto de saltar sobre ella desde ese sitio oscuro.

—... pero hay que pensar que Jodie Foster sólo tiene diecinueve años. —Risas—, Ahora, aquí está el importantísimo sobre. Sally, ¿nos haces los honores?

Sólo el miedo puede nublar las mentes humanas, pensó.

—... más fácil abrir los sobres, ¿no crees? Oh, aquí estamos. La ganadora es... Daina Whitney —y los gritos y los aplausos casi ahogaron el resto—, por Heather Duell.

Entonces pensó: ¿Qué les voy a decir a todos? Ahora que me han elegido, ahora que han pronunciado mi nombre, ahora que las otras cuatro nominadas han ocultado cuidadosamente su decepción ante las cámaras, pero que después, día tras día hasta que todo sea una noticia vieja, susurrarán su resentimiento y envidia a todo el que las quiera escuchar. ¿Acaso hay algo que pueda decirle a esta comunidad, a esta ciudad, al mundo?

El tema musical de la película inundó el teatro mientras ella subía los escalones de plexiglás hasta el escenario, con la creciente ovación vibrando en sus oídos y las brillantes luces fulgurando en sus ojos. Caminaba, sin aliento, al estrecho podio donde Sally y Bob esperaban, ajenos a ella ahora, mientras sonreía y agitaba los brazos.

En la delgada plataforma del podio, la dorada estatuilla.

Silencio. Y dentro del silencio, un susurro como si estuviera solitaria en un campo lleno de insectos en una interminable y soñolienta tarde de verano.

Miró hacia el público sin ver a nadie en particular.

—He pensado en tantas cosas qué decir... en un momento así... Alguna vez pensé que eran cosas importantes. Pero no habiendo experimentado un momento así antes, siento que todo lo que había pensado decir es inadecuado.

"No importa. Nada de lo que diga aquí importa. Este premio —tomó la estatuilla por los tobillos, elevándola—no merece palabras. Merece acciones. Significa más para mí que... no puedo decirles. Ha sido un sueño durante tanto tiempo, tanto tiempo... Gracias, Rubens y Yasmín y George y, especialmente, mi querido Marion. Gracias a todos por probar que esta ciudad no ha perdido su capacidad de hacer que los sueños se vuelvan realidad.

*

La casa de Rubens parecía transformarse mientras más y más gente llegaba para unirse a la celebración. Seis estatuillas estaban junto a la de Daina, incluyendo las de mejor actriz femenina de reparto para Yasmín, mejor director para Marion y mejor película para Rubens.

Daina se sentía como si estuviera en la cima de la más alta montaña del mundo y, bajo ella, extendidas en el tapete más inmenso del mundo, estuvieran todos los millones de personas, las caras en alto resplandeciendo arrebatadas, los brazos dirigiéndose a ella mientras giraba y giraba y giraba.

Giraba de Rubens a Yasmín, a Marion y de vuelta, mientras los cuatro estaban en el centro de la habitación, de pie sobre los mullidos almohadones del sofá, sosteniendo sus Oscares sobre sus cabezas en tanto una batería de borrachos disparaba sus Polaroid SX—70 de sonar. Snick-snick-snick. El resultante revoloteo de fotografías llenaba el aire como confetti. Daina le hizo un guiño a la suave sirena gorda en la pared.

Bebía champaña a velocidades récord. Había más Taittinger Blanc de Blanc del que nadie viera en un solo lugar desde hacía mucho tiempo.

No se cambió el Zandra Rhodes, pero se pasó cuarenta minutos en el baño con Mandy, la artista del maquillaje de Reiko's, en Beverly Hills.

Salió luciendo como una tigresa. Mandy usó toda la parte superior de su rostro como tela de pintor, usando pinturas y blanco ostión opalescente, oro brillante, un pardo profundo de tierra y algunos toques de un duro verde quemante. Trazó sólo pinceladas horizontales, expandiendo los ojos de Daina, ofreciendo la sorprendente impresión de que se continuaban hacia atrás, hasta los costados de su cráneo.

Por encima y por debajo de las pintadas cuencas, las curvas de los colores más oscuros la llenaban y le acentuaban los rasgos, el brillo estaba sólo en las secciones más altas de su rostro: las puntas de sus pómulos y los arcos directamente encima de las cejas, que ahora subían en un arco hasta su espeso cabello.

Mandy retiró lejos de la cara la diadema de diamantes que había sostenido el cabello de Daina durante la ceremonia de premiación. Lo cepilló hacia atrás y hacia arriba hasta que pareció la melena de un enorme gato.

Daina se colocó ante el espejo, agitando la cabeza hacia atrás y hacia adelante. Se miró en la tibia luz sonrosada y gruñó desde el fondo de la garganta. Luego, echó la cabeza hacia atrás y se rió.

—Sal allá —le apuró a Mandy palmeándole la cadera—, y diviértete.

Ahora arrojó su copa de champaña vacía contra la chimenea. Se sentía como si pudiera abrir los brazos y abarcar la noche. Quería salir, estrechar a las estrellas contra su pecho, sentir su frío ardor etéreo y saber con callada certeza que ella, y sólo ella, había logrado esto.

La gente seguía llegando en cantidades impresionantes; nadie se iba. Hombres y mujeres se sentaban en el sofá, dos o tres al mismo tiempo en las sillas; se apoyaban en la pared, se reclinaban en el tapete, danzaban frente a la chimenea, se besaban sobre los asientos de los excusados, se extendían sobre las camas, molestaron a María hasta que ésta elevó las manos, disgustada, y abandonó el lugar; se arrastraban afuera por la cancha de tenis, se lanzaban sobre la red y vomitaban, caían a la piscina, gruñendo y escupiendo agua, confundiendo al delfín que saltaba y giraba allí, mojando a los que estaban cerca de la orilla.

Y seguían llegando. En grupos pequeños y medianos, en torrentes, luchaban por entrar, trayendo regalos de comida y vino. Pensó que los conocía a todos, pero no estaba segura. Nada importaba, excepto su Oscar que, alternativamente, ponía en la repisa de la chimenea para contemplarlo a través de la pulsante habitación y estrechaba fuertemente contra su pecho.

Pasó quince fascinantes minutos conversando con un hombre de apariencia extraña, alto e increíblemente delgado y desvaído. Tenía una piel fina, barba negra, nariz larga y ganchuda y ojos como brasas de carbón. Se alejó finalmente, sólo para descubrir que había estado hablando con El Greco.

—... hasta el final.

—¿Eh?

—Querida, ven —pidió Yasmín tomándola de la cintura.

—Es mi fiesta —ronroneó con voz ligeramente estropajosa.

—Lo sé. Sólo quiero hablar un minuto contigo —sonrió muy cerca de Daina—. Puedes volver a esto en un minuto.

Salieron. Les tomó año y medio. La selva de gente se movía constantemente y no había un camino claro. El mundo era líquido y ellas carecían de aletas.

Afuera, entre los árboles, el césped y el follaje delicadamente esculpido, parecía haber menos gente, pero eso podía deberse tal vez a que había más espacio para moverse.

Sus tacones rasparon chirriantes contra el concreto que rodeaba la piscina. Las luces bajo el agua estaban prendidas al igual que las bocinas, y el agua era un arco iris de colores cambiantes. No era diferente de la tierra.

El delfín rodó y soltó aire por el orificio nasal, hundiéndose y girando hacia arriba hasta romper la superficie, saltando en el aire, acompañado del bronco aplauso de la multitud de espectadores. La criatura, sin duda, disfrutaba con la atención y comprendía la naturaleza de los invitados, pues repetía la maniobra una y otra vez, alcanzando, al parecer, nuevas alturas con cada salto.

Yasmín puso la cabeza de lado mientras miraba los jugueteos del animal.

—¿En qué supones que está pensando? —se preguntó en voz alta—. Se supone que son las criaturas más inteligentes sobre la Tierra, después de nosotros —siguieron caminando—. O quizá no hay nada más que sueños en sus cabezas —se volvió para ver a Daina—. Eso sería hermoso, ¿no? —aspiró profundamente el aire nocturno—. Solamente sueños.

—Entonces todos debemos ser delfines esta noche —sentenció Daina, mirando al cielo nocturno, a las ardientes estrellas, y recordó su deseo anterior. Sí parecían lo suficientemente cercanas como para tocarlas.

—Tengo algo que decirte —informó Yasmín, y Daina se volvió para mirarla.

—Nada malo, Yasmín —pidió—. No esta noche.

Yasmín la contempló con los dientes blancos y brillantes en su sensual cara de atardecer. Sus ojos nunca habían parecido tan grandes o tan líquidos—. Me avisaron apenas antes de salir a la premiación. Te busqué, pero entre la muchedumbre no te pude hallar y después... simplemente no hubo tiempo. —Tomó las manos de Daina entre las suyas—. Me ofrecieron el papel principal femenino en la nueva película de Scorcese.

—Yasmín, ¿de verdad? —La miró y luego la atrajo, abrazándola efusivamente—. ¡Eso es maravilloso! Me da tanto gusto por ti...

—La cosa es que tengo que salir mañana para un trabajo de preproducción en Lucerna. Estaré allí un par de semanas antes de empezar la filmación en Luxemburgo, Madrid y Malta.

Daina recuperó la sobriedad por un momento.

—Mañana, pero... —protestó.

—Estaré en el Grand National de Lucerna. Te llamaré en cuanto me instale.

—Nunca te volveré a ver, ¿verdad?

—Después de todo lo que hemos pasado juntas, ¿cómo puedes decir eso? —rió Yasmín.

—Es sólo un presentimiento —advirtió Daina sintiéndose a punto de llorar sin saber por qué.

—No estés triste —pidió Yasmín acariciándole el cuello—. No en una noche así. Yo volveré. Y, de todos modos, tú saldrás pronto para el proyecto con Brando. ¿Oí que decían Singapur?

—Singapur, sí.

—Bueno, pues deberías estar pensando en eso. ¡Dios mío, es el papel de la vida!

—Quizá pueda conseguir que te escriban un papel en la película —esbozó Daina, esperanzada. Miró a su alrededor—. ¿Dónde está Rubens? Estoy segura que él puede arreglarlo.

—Daina...

—No, no. No hay problema. Puedo obtener todo lo que quiera ahora —rió y estrechó a Yasmín—. ¿No será extraordinario? Nosotras dos juntas en...

—Daina, me voy mañana en la mañana —explicó Yasmín tomándola por los hombros—. Quiero el papel.

—Pero...

—Tengo que salir adelante sola. ¿No puedes ver eso?

Daina sintió una ira irracional reptando en su interior. Deseaba desesperadamente controlar la situación. No había ninguna buena razón para que Yasmín la abandonara y, sin embargo, ella quería que se quedara. Maggie se había ido y ahora Yasmín partía también.

—Todo lo que veo es que me vas a dejar.

—Eso no es cierto. Todo lo que estoy haciendo es...

—¡Oh, Yasmín, no te vayas! —La música sonaba cada vez más fuerte, saltando en sus venas como una línea de selva a través de la casa, saliendo hacia la noche estrellada. Luces de colores cubrieron sus ojos y sintió espasmos como choques de corriente lanzándose por su sistema. Sus músculos saltaron involuntariamente bajo su brillante piel manchada de sudor, como si estuvieran amenazando apoderarse del control.

—Daina, no quiero que nos separemos así. Somos amigas...

—¡Maldita seas! —gritó Daina—. ¡Yo te podría arreglar todo! ¡Cristo, no sabes cuándo estás bien! —Yasmín trató de tocarla—. No, no. ¡No me toques! ¡Vete!

Se alejó, balanceándose, en busca de Rubens, pero se encontró a Marion. Su cara estaba roja por la bebida, pero sus ojos eran claros y la sostuvo cuando estuvo a punto de caer al pasar tambaleándose junto a él.

—¡Hola! —saludó—. ¡Dios mío, qué golpe!

—¡Oh, Marion! —sollozó y cayó en sus brazos.

—Daina, ¿qué pasa?

Sus palabras penetraron de algún modo la niebla de su cerebro y ella separó la cara de él. ¿No le habían, dicho que el agua no podía penetrar su maquillaje? Agitó la cabeza y su enredada cabellera rozó sus hombros.

—Nada que no sean buenas noticias hoy, Marion, ¿verdad? —le sonrió.

—¡Cristo! —exclamó él—. Te ves como un ave de rapiña. Ese maquillaje es bastante notable. Tal vez puedan hacer lo mismo conmigo.

—Oh, Marion —rió ella y tomó sus brazos en los suyos—. ¡Qué lugar para estar en él! ¿En qué otro lugar de la tierra hay noches como ésta?

—No puedo imaginarlo —respondió mirándola sobriamente—. ¿Qué te molestó tanto?

—Oh, no es nada. Es sólo que Yasmín está actuando como una tonta. Le ofrecí un papel en mi nueva película pero prefirió irse.

—¿La culpas? Tiene un papel estelar en una película muy importante. ¿Cómo esperas que renuncie a eso?

—¡Pero mira lo que le estoy ofreciendo!

—Todo lo que le ofreces es una oportunidad de andar a tu alrededor, de ser la segunda mejor...

—¡Ser mi amiga!

—Mira, querida —sermoneó firmemente—, si fuera tu amiga, querrías que hiciera lo mejor para ella.

—¡Oh, Marion, no lo entiendes!

—Al contrario, lo entiendo perfectamente. No creas que no he visto lo que te ha estado pasando. Te diré francamente que... esta película, Daina, nunca podré hacer otra así, aunque estuviera seguro de que ganaría otro premio de la Academia. He pensado en esto durante mucho tiempo. No estoy muy orgulloso de ese premio. Me lo llevaré a Inglaterra y lo pondré en la repisa de mi estudio y cada semana la señora que hace el aseo vendrá y lo sacudirá. ¿Qué significa? Nada.

"Todos dejamos demasiadas cosas por esta película. Ha sido un sacrificio incalculable para todos nosotros. Para ti, para mí, para Yasmín, para George. Ninguno de nosotros es ya el mismo. La película nos ha cambiado y ha marcado nuestras vidas. Ya no te reconozco... ni siquiera me reconozco a mí mismo.

—No —negó Daina sacudiendo la cabeza—. No puedes decir eso sinceramente. Son los que nos rodean. Ellos nos ven diferentes y en consecuencia reaccionan diferente.

—¡No seas tonta! —siseó furiosamente—. ¿No puedes ver lo que está justo enfrente de tus ojos? —Sí, pensó ella. Sí lo veo. Pero no quiero decirlo—. Mira a George —continuó él—. Voló a París esta noche. ¿Sabes a dónde se dirige? Al sur de Líbano. Sólo Cristo sabe cómo lo arregló, pero ha sido aceptado en una de las bases que la OLP tiene allí. Estoy bastante seguro de que lo van a probar, pero después será uno de ellos. —Se estremeció.

—¿George va a ser un terrorista real? —inquirió Daina mirándolo fijamente—. No tiene las agallas...

—Al contrario —afirmó Marion con tranquilidad—. George se ha convertido en un hombre muy peligroso.

—George es inestable.

—Eso es lo que lo hace tan peligroso.

—¿Sabe esto Yasmín?

—No se lo he dicho —eludió él encogiendo los hombros—. No hay razón para que lo sepa.

—La amaba.

—Con mayor razón no debe saberlo.

—Yo también la amo, Marion —aseveró ella con lágrimas en los ojos.

—Sé que sí, querida. Son muy buenas amigas —la consoló él acercándola y besando su frente.

—No quiero que se vaya —confesó con una voz de niña pequeña, que fue ahogada por la ropa de él.

—Estoy casi seguro de que ella siente lo mismo. Yo también me voy, ¿sabes? No puedo soportar estar aquí un momento más. No creo recordar siquiera por qué vine. Todo lo que sé es que extraño a Inglaterra terriblemente.

—Quiero verla. Quiero hablar con ella antes de que se vaya —pidió Daina y lo besó en la mejilla.

Se pasó más de una hora buscando a Yasmín; pero, aunque buscó en todas partes, no pudo encontrarla.

*

Pareció haber transcurrido mucho tiempo antes de que los invitados empezaran a retirarse. De hecho, casi amanecía cuando se fue la mayoría. Algunos tuvieron que ser movidos para que despertaran y les dieron café negro muy cargado para que pudieran llegar a sus carros y aun así habría más de un accidente de tránsito y las irrumpirían en la noche, con sus luces rojas y blancas girando. La sangre brotaba, durmiendo la borrachera.

Pero Daina no pensaba en dormir. Le parecía tan lejano como la muerte. Y la adrenalina la inundaba como si tuviera una reserva infinita.

La casa estaba irreconocible. No importaba. Ella y Rubens dejaron el interior protegido por el serio intelectual de El Greco y por la sirena exoftálmica que reposaba confortablemente en su roca brillante y regresaron al húmedo jardín.

Hicieron el amor violentamente bajo las palmas, cuyas delgadas coronas sonaban con la fresca brisa del amanecer. El cielo empezaba a peñarse tenuemente sobre las bajas azoteas y del este llegaba un resplandor indirecto que todavía no podía opacar la brillantez de las estrellas. La luna creciente estaba cerca de ponerse y aparecía y desaparecía entre los mechones de las hojas de palma. Los grillos cantaban y el sonido del delfín, saltando y retorciéndose en la cercana piscina, la hacían sonar de modo que parecía que se hallaban perdidos en una isla desierta, rodeados por el mar solamente. El mar.

La segunda vez fue bastante diferente. El estaba en ella todavía, húmedamente y volviendo a hincharse. Y él nunca fue tan delicado, tan tierno, tan absolutamente amante y, en el final mismo, ella estuvo segura de que él lloró, pero bien pudo haber sido el sudor que caía sobre su hombro, aceitándola antes de rodar de la superficie convexa y ser absorbido por la tierra situada bajo ellos.

La quietud. Sólo sus respiraciones y el sonido de las aves que anunciaban la llegada del sol.

*

Daina se durmió en la hierba mientras la mezcla del sudor y los jugos de su acto de amor se secaban lentamente en su piel. Su largo cabello se extendía como la cola de algún semidiós y su carne bronceada brillaba con la luz reflejada: en la transparencia de la aurora, parecía una pintura de Rousseau.

Mientras las moscas zumbaban en las crecientes manchas de luz y una mariposa dorada y verde se posaba sobre su rodilla levantada, alejándose después con la brisa, ella soñó que estaba de regreso en Nueva York, en otra época.

Era abril y en todos lados primavera, pero aquí, en los grandes cañones de acero, el invierno todavía no se despojaba de su frío helado. Ella usaba botas altas café, con las puntas y los talones salpicados de nieve con el color y la consistencia del lodo. Tenía los desteñidos pantalones metidos en las botas y llevaba su viejo abrigo de la Marina, con botones de plástico oscuro que ostentaban el grabado de un ancla.

Su cabello color miel estaba alejado de su cara y atado fuertemente en una cola de caballo. No llevaba maquillaje. Tenía las manos metidas en los bolsillos del abrigo y caminaba inclinada hacia adelante contra el fuerte rasguño del viento que barría las cunetas. Sus mejillas y la punta de su nariz estaban rojas y sus dientes castañeteaban.

Siguió caminando hacia el norte y vio los edificios que pasaban junto a ella como si fueran una banda sinfín. De vez en cuando buscaba letreros en las calles, pero no pudo encontrarlos. No llegaba a ninguna esquina.

Súbitamente se encontró junto al restaurante y atravesó la puerta hasta su cálido interior. Reconoció los ladrillos italianos barnizados y el asfixiantemente bajo techo de lámina. La envolvieron los densos aromas de la comida que se cocinaba.

Los individuos, mudos y con caras de lunáticos, la miraban mientras ella se apresuraba a pasar por sus mesas llenas de comida y licor. Empezó a sudar y temblar, pero no pensó en desabotonarse el abrigo.

Fue directamente a la mesa de atrás, la más favorecida en el restaurante, pues era la única desde la que se veía la ventana. Afuera, las espaldas de los edificios y sus sucios ladrillos cubiertos de grafitos. Un perro flaco vagaba entre el cascajo levantando una pata sarnosa.

La cara situada en la mesa estaba ingiriendo viandas. Las enormes manos chatas y los dedos como pinzas se llevaban la comida a la boca muy abierta, en cantidades tales que mucha de ella caía de nuevo al plato en cada bocado.

Ella se estuvo muy quieta, mirando la cara: los ojos pálidos y el pelo rojizo dorado. La grasa manchaba sus labios delgados y algunos trozos de pan se adherían a las mejillas rosadas.

Dijo un nombre, el nombre de él, y la cabeza se volvió lentamente hacia ella. En el bolsillo, su mano derecha se enroscaba en la cálida cacha de una pistola. Su índice encontró el gatillo y sacó el arma, disparando una y otra vez a la cara sudorosa y manchada de grasa.

No pasó nada y ella contempló con horror la estatuilla de oro que había sacado con la cabeza por delante hacia la boca abierta.

La cara dejó escapar una risa como un rugido. Pequeños pedazos de grasa y pan salían de los labios abiertos, de las afiladas orillas de los blancos, blancos dientes, y vio la oscura depresión de su boca como si fuera tan grande como el cielo nocturno. La estridente risa llenaba el restaurante y reverberaba en el bajo techo de lámina imitando a las mareas, y ella se volvió y corrió. Pero la dura mano chata se alargó y atrapó su muñeca.

—Aquí, querida —se movió la boca y ella encontró un arma real en la palma de su mano abierta. La tomó, tiró del gatillo sin pensar y la pistola explotó, sacudiéndose una vez tras otra.

Pero la cara arruinada que escurría sangre y líquido pegajoso no era la de Aurelio Ocasio. Era George.

Y la risa llegó de nuevo, más fuerte, más cruel, y ella huyó hacia la noche sin que la disminuyera la distancia...

Estaba llorando en la hierba. Sobre su cabeza, en las alturas, estaba un ave de plumaje brillante, quizá un Gardenal, que graznaba roncamente y que sonaba en forma sospechosa, como el final de la fiesta de la noche anterior o la risa de su sueño.

Cerró los ojos con fuerza durante un momento, pues todavía estaba medio dormida y no sabía realmente dónde se encontraba. En algún sitio entre Nueva York y Los Ángeles. Abrió sus labios secos y se sentó.

—¿Rubens? —llamó con una voz tan queda como un susurro.

Se estremeció, dobló las piernas bajo sí y apoyó en las manos su cabeza que giraba. La desgarraba un dolor feroz y gruñó como un animal herido cuando abrió los ojos a la brillante luz del sol. Tengo que levantarme y ponerme en la sombra, pensó. Pero se quedó donde estaba.

—¡Ohhh! ¿Rubens? —llamó de nuevo. Miró cuidadosamente a su alrededor. Allí estaba la alta cerca de alambre verde que rodeaba la cancha de tenis y retiró la vista rápidamente. Ardía bajo la luz del sol. Su boca la sentía seca y pegajosa y tenía dificultades para tragar. Es deshidratación, pensó—. ¡Dios mío! —exclamó de nuevo y se sostuvo la cabeza palpitante.

—Vaya, por fin te levantaste —comentó Rubens acercándose a través del follaje.

—¡Shhh! —lo previno ella. La voz de Rubens sonaba como un saludo de veintiún cañonazos, que estallaba en sus oídos.

Se agachó junto a ella, dejó caer una bata de seda sobre sus rodillas y le ofreció un vaso con jugo de naranja.

—Toma, bebe esto. María lo acaba de exprimir. Regresó dispuesta a darnos otra oportunidad.

—¿A dónde se fue?

—Es una larga historia. Vamos —la instó a beber poniéndole el vaso frío en la mano y cerrándole los dedos sobre él—. Bebe. Le puse un par de Tylenoles.

Se llevó el borde del vaso a la boca cuidadosamenfe y empezó a beber. Sabía tan bien que se tomó la mitad antes de hacer una pausa para respirar. Lo miró forzando la vista ante la luz del sol.

—Realmente no te ves tan mal como deberías —consideró Daina.

—Es recuperación instantánea —le sonrió él. Vestía un ligero traje de lino de tres piezas.

—No me digas que vas a la oficina tan temprano.

—Son las dos treinta de la tarde —aclaró.

—¡Oh, mierda! Quería llamar a Yasmín.

—No quise despertarte.

—¡Maldición, Rubens!

—Anoche actuaste como una verdadera mierda —la reprochó mirándola mientras ella escondía la cabeza entre las manos—. Estaba llorando cuando se fue.

—¿La viste partir? —preguntó idiotamente y él no se molestó en responderle.

De algún lugar tras ellos, más allá del follaje y la tierra, escuchó que cerraban la portezuela de un carro y el sonido le llegó rápido y claro a través del aire, como siempre sucedía en esta época del año. Un perro ladró varias veces y luego quedó en silencio; también escuchó el golpeteo rítmico de una pelota de basquetbol contra el asfalto, el sonido del rebote en un tablero y el grito triunfal de un joven.

Daina se levantó y fue a la piscina. Estaba fría y transparente. No había ningún animal nadando y salpicando allí. Está de regreso en Marineland, pensó, y se lanzó de clavado en lo más hondo.

El frío impacto la revivió e hizo que su cabeza latiera toda a la vez. Apareció en la superficie, nadó hasta el extremo más alejado y salió del agua. Los aspersores silbaban sobre el verde césped. Alcanzó a echar una ojeada al ayudante del jardinero mexicano que trabajaba en los setos, pero no hizo ningún movimiento para cubrir su desnudez. Se volvió hacia Rubens poniéndose una mano sobre los ojos para hacer sombra.

—No estés el día entero en la oficina. Comamos en el barco.

—Lo siento —se disculpó y se acercó haciendo una mueca—. Pensé que te lo había dicho ayer. Tengo que volar a San Francisco. Si no cierro el trato del proyecto de Stinson Beach hoy, será imposible por los impuestos de este año.

—¡Oh, Cristo, no tienes que hacerlo! Hoy no.

—Schuyler dice que es vital —le explicó y la besó—. Perderé medio millón en escrituras si no lo hago. Hasta yo diría que eso es vital —le acarició la espalda—. Pero estaré de regreso en dos días, máximo tres, y entonces te prometo que pasaremos un largo fin de semana en el barco, ¿está bien?

La dejó de pie junto a la piscina, bajo la brillante luz del sol y rodeada de los pequeños y cuidadosos sonidos de la tarde. Ella no dijo nada, viéndose alta, bronceada y confiada, en tan buenas condiciones como si fuera una atleta.

Estaba bastante calmada, escuchando el ruido de la limusina cuando encendió el motor, el crujir de la grava cuando empezó a salir rodando por la entrada, alejándolo de ella. Quiso echar a correr y volar a través del jardín y de la casa para detenerlo de algún modo. Pero no había forma y no hizo ningún movimiento.

Pequeñas gotas de agua rodaban todavía por sus hombros, espalda, caderas y nalgas y bajaban en cálidos arroyos por el interior de sus muslos. El sol pronto la secó por completo, tensando su piel por el calor. Se puso loción y miró la espalda del jardinero, deseando silenciosamente que él volteara.

Como no lo hizo y ella había terminado, se recostó en la silla y cerró los ojos. Ahora sólo percibía los sonidos, pero parecían estar dispersos, separados, como si no tuvieran ninguna conexión con ella ni con el lugar donde se encontraba. Parecía estar flotando en un tiempo infinito. Continuaba el siseo de los aspersores, pero los chicos que jugaban basquetbol debían haber entrado. Pronto lo único que logró escuchar era el viento que se movía a través de las copas de las palmeras.

*

Sus párpados cerrados estaban enrojecidos por el sol y el viento azotaba su largo cabello negro, alejándolo de su cara para hacerlo flotar tras ella como una bandera.

Lo rodeaba fuertemente con los brazos y podía oler el aroma maravilloso del cuero usado de su chamarra, la esencia de su largo cabello y quizá un toque de alguna colonia o tal vez sólo era él después de largas horas de intenso trabajo, pensó ella sorprendida.

Para ella no era un olor verdaderamente sexual, sólo masculino. Sus senos subían y bajaban con su respiración y ella podía sentir la curvatura de la espalda de Chris cuando se recargaba más contra él y también la tensión en su cuerpo mientras la excitación y el regocijo de la velocidad lo recorrían. Era contagioso y se extendía a través de ella al levantar la cara hasta tocar la oreja de él con los labios.

—Más rápido —le gritó—. ¡Más rápido, Chris!

El fue a la casa en la Harley cuando ella estaba recostada junto a la piscina. Había estado toda la noche en el estudio y no tenía deseos de permanecer quieto. Y ella, llegado a ese punto, tampoco.

Abrió los ojos cuando se lanzaron por las Pacific Palisades y vio el océano denso y oscuro en los valles profundos de las olas, que brillaba como oro líquido donde lo tocaba la luz del sol. Su corazón experimentó un vuelco y se encontró añorando otra vez la viva violencia azul del Atlántico.

Este océano es un pobre sustituto, pensó ahora. Esta no era una marea furiosa... sólo un crecimiento torpe, opacado por los largos y polvosos años que habían pasado, tranquilo hasta el punto de la somnolencia, arrullador e hipnótico.

Cerró los ojos, soñando.

Sintió la fuerza centrífuga que la arrastró cuando él dio vuelta a la derecha hacia Old Malibu Road. Chris oprimió el acelerador y salieron disparados hacia adelante como la flecha de una ballesta.

El viento aullaba en sus oídos y azotaba su cabello. Sus brazos desnudos cosquilleaban por el roce.

Sintió cuando él saltó a otro carril y aumentó la velocidad. Abrió los ojos. La Pacific Coast Highway se veía como una mancha cuando ella volteó la cabeza para mirar: las casas, los árboles, no eran más que líneas que se movían arriba y abajo como dedos de luz de colores o como la punta de un pincel. Era un juego que ella solía jugar en la parte trasera del carro, cuando sus padres la llevaban al Cabo durante el verano.

Una risa burbujeante brotó de su garganta y apretó las rodillas fuertemente contra las caderas de Chris, como si estuviera montando un caballo.

—Rápido—lo urgió—. Vamos. ¡Rápido!

Se sintió una ondulación que era como si un puño gigante los hubiera lanzado girando. Pasaron como látigos a dos autos, como si éstos hubieran estado inmóviles, y se inclinaron ligeramente al recorrer una larga y pesada curva a la derecha siguiendo el contorno de la costa. Mucho más adelante había un par de camiones de madera que arrojaban por sus escapes verticales un humo gris, como si fueran sembradores de nubes.

—¡Agárrate, nena! —le avisó Chris. Sus palabras salieron deformadas por el rugir del viento, estallando leves y ásperas, como si fueran algo trasmitido por un sistema barato de sonido. Comenzaron a alejarse del tránsito que estaba detrás de ellos, al principio lentamente y luego como si estuvieran viajando en un cohete que luchara por liberarse de la atmósfera de la Tierra y del enorme tonelaje de su propia inercia.

Corrían sin sentido.

Ahora el mundo era un túnel largo a través del cual volaban y a ella le parecía como si hubieran dejado atrás la carretera, y los parches de luz y oscuridad pasaban demasiado rápido para enfocarlos, volviéndose parte del viento mismo.

Súbitamente sintió una especie de puño que la empujaba en su costado izquierdo. Comenzó a voltear la cabeza. La moto se meció en sus amortiguadores cuando la sombra del vehículo se dibujó sobre ellos. Se encontraba muy cerca, oscureciendo una gran cantidad de luz, y esto estaba en su mente cuando Chris vociferó:

—Ese maldito bastardo está tratando de sacarnos de la carretera.

Se convirtió en un grito. El parabrisas vibrante de la Harley lanzó una lluvia de maligno hielo negro hacia la cara de ella. Sintió un dolor desgarrante en el lado derecho, bajo su ojo, que se extendía más allá de su oreja. Instintivamente quitó un brazo de la cintura de Chris y se lo llevó a la cara. Y en el proceso se balanceó peligrosamente hacia la derecha. Trató con desesperación de apretar los muslos de él con sus rodillas, pero el viento que aullaba estaba forzando su torso hacia atrás, alejándola de él. Sintió que su espalda se doblaba dolorosamente hacia atrás, a la altura del coxis, como si fuera un adicto en el primer momento de su inyección, y se sintió consciente de muchas cosas a la vez, como si fuera un organismo primitivo que tuviera un miedo mortal por su vida y empezara a romper el medio ambiente en segmentos manejables.

La carretera estaba despejada frente a ellos hasta la elevada parte posterior de los camiones de lefia que iban quizá medio kilómetro más adelante. El tráfico en dirección contraria era escaso, pero la velocidad lo hacía casi imposible... Algo bloqueaba la visión en la parte exterior de su ojo y utilizó los dedos para limpiarse el lado derecho, sintiéndolo húmedo y pegajoso. Percibió el color escarlata en la periferia de su propia visión.

Aun así se dio cuenta de la forma de apariencia sólida situada inmediatamente a su izquierda, que era tan negra como la noche, y de que la cabeza de Chris, que estaba cubierta con el casco, se levantaba, así como de otro sonido tan alto en la escala que le destempló los dientes. La cabeza de Chris empezó a girar como una pelota de boliche lanzada en una mesa.

Luego, la ola del estampido los golpeó y dejaron más atrás la forma oscura que corría hacia adelante, más allá del límite de la carretera. Volaron durante un instante y toda la vibración abandonó su cuerpo que flotó libre, y sus nalgas se levantaron del asiento, extrañamente despreocupadas, y luego se estrellaron, chocando con violencia contra la tierra, resbalando en la suciedad hasta donde la hierba comenzaba, y aspiró el denso aroma de los tréboles. Un pájaro aterrado graznó y levantó el vuelo.

Fue una elevada formación de rocas la que decidió el giro. La rueda delantera de la Harley la golpeó en un ángulo tal que saltó sobre las rocas y los manubrios se desprendieron de las manos de Chris que se aferraban a ellos. Pero el choque fue demasiado para Daina, que se sostenía con una mano, y salió disparada de cabeza hacia atrás, aterrizando sobre la base de su espina. Giró y su cara se arrastró sobre la hierba, rebotando con una rodilla.

Levantó la cabeza y vio que la moto corría locamente sobre el concurrido tránsito de la carretera. Se lanzó oblicuamente hacia adelante mientras el tránsito que venía en dirección opuesta chillaba y se apartaba formando un tumulto de agudos ángulos coloreados.

Chilló exactamente del otro lado de la carretera, dejando marcado a su paso el negro hule humeante. Un hedor de aceite quemado y sangre llegó hasta sus fosas nasales.

—¡Chris! —lo llamó, tratando de levantarse.

Pero la Harley, con Chris montado todavía en ella, había llegado al límite más alejado, estrellándose contra el costado de un carro estacionado, girando y pareciendo que todavía ganaba impulso para luego atravesar la ventana de una casa junto al mar. Las brillantes paredes de llamas hicieron erupción y se escuchó una detonación como si fuera el fin del mundo. El humo ondulante se elevaba hacia el cielo como las alas de un cuervo y alguien gritaba una y otra vez. El tránsito se amontonaba, las bocinas bramaban, los gritos seguían y seguían y las llamas se elevaban lamiendo y subiendo gozosas, viajando a la velocidad de la luz. Y ese hedor, ese horrible hedor que invadía sus fosas nasales era como un perro que estuviera comiéndose su propia cola. Sólo oía los gritos y sentía que la oscuridad descendía sobre ella.

*

Podría jurar que te vi/en las calles ayer/y te envidié/

Y ese fue mi primer error...

Rechinido, cascabeleo, golpe.

Bueno, debe haber sido sólo un espejismo/Mientras quedaba atrapado allá atrás/sólo esperando subir a la superficie y destruir.

—... aquí. No, no quiero nada de eso. No aquí. —Era un golpeteo que se repetía una y otra vez y que reverberaba en la catedral de su mente.

Los cambios vienen como balas/Un impacto pero ningún dolor/Pobre de mí, veo que estoy solo otra vez.

—¡... Por el amor de Dios, hagan que ese bastardo negro apague esa maldita cosa!

Hubo un silencio frío, quebradizo y suave, muy suave.

—Muy bien, idiota, puedes hacer eso al otro lado del salón...

Había telarañas grises que formaban arcos bajo la luz del sol. El rocío era como granulos de arena que relampagueaban y blanqueaban, retirándose capa por capa como una venda que se quitara de sus ojos.

—... aina, ¿qué pasó?

Y el viento abofeteándola y meciéndola adelante y atrás. ¡Oh, Dios, estoy cayendo! Y luego el choque como un temblor y la tierra que se elevaba, el fuerte impacto y después la película de la estrella fugaz alejándose de ella, golpeando, siendo golpeada, mandando señales negras y escarlatas hacia el cielo y manchando la tarde, ¡Chris, Chris, oh, Chris!

—... bien, muy bien. Está muy bien.

Estaba sentada, temblando y sollozando en el hueco del cuello de él.

—¿Doctor?

—Esto es mejor que ponerle una inyección ahora mismo. Más tarde... —oyó decir y la oración quedo así, colgando.

—¿Dónde estoy? —preguntó en un suspiro—. No junto al mar. ¡Querido Dios, no allí!

—Estás en la sala de emergencias de un hospital, Daina —contestó la voz de Bonesteel. Ahora reconoció esa voz.

—¿Bobby?

—Sí.

—Bobby —gimoteó aferrándose a él—. La moto. Algo... la... la... —su voz era delgada y aguda como papel de arroz.

—Está bien —murmuró él cerca de su oído—. Ahora estás a salvo. Estás muy bien.

—Chris —susurró—. ¿Qué le pasó a Chris?

Ella sintió un movimiento cuando él miró al doctor.

—Está muerto, Daina.

—¡No! ¡No lo está! —gritó. Pero las alas del cuervo todavía se extendían a través del cielo azul, azul, y las llamas lamían hambrientas justamente después del fuerte empujón de la onda de choque de la explosión y el oxígeno salía de sus pulmones y los gritos hacían eco en su mente otra vez. Era horrible—. No puede estar... —persistió ella temblando otra vez. Pero la ira se había ido y lo dijo casi tan suavemente como si fuera una bendición—. Oh, Chris, ahora tenías una vida totalmente nueva. No puedo creerlo. Mi corazón está latiendo y el tuyo no. ¿Puede alguien explicar eso? —Se aferró al torso de Bonesteel, pero apoyándose en el tendón de su hombro.

—Daina, necesito saber qué pasó —le pidió con voz suave y confortante—. Tenía a alguien siguiéndote, pero perdió la Harley.

Recordó el sabor de la tierra en su boca, el sabor del polvo y de la arena asfixiándola, y sintió su hombro comprimido contra la tierra y el dolor que la atravesaba, la sangre que escurría y medio la cegaba, pero la visión aún era simplemente igual: la estrella fugaz cayendo, girando en el aire antes de saltar y estrellarse, ¡Ooooh!, y las llamas, los gritos que continuaban. Sus propios gritos.

Se recargó contra las almohadas y las lágrimas escurrían de sus ojos.

—Primero dime dónde estoy —le pidió mirando su rostro y sus ojos.

—Estás en la sala de emergencias del hospital de Santa Mónica. Tienes algunas heridas superficiales, la peor de las cuales está justo bajo tu ojo derecho, muchas quemaduras, dos costillas amoratadas y un hombro, que, según el doctor, te dolerá durante un mes más o menos. Nada de revolcarse, dice él —sonrió, pero ella pudo ver que la tensión lo atravesaba como si fuera un hueso desgarrando la carne.

El teléfono empezó a sonar en algún lugar cercano y alguien se movió para contestarlo.

—Ahora, ¿qué pasó?

—Teniente, es para usted.

—Regreso en un momento —señaló Bonesteel.

El doctor, que era un hombre joven de piel cetrina y un espeso bigote que lo hacía verse como un león marino, tocó su mejilla con los dedos.

—Sólo hay dos puntos —explicó—. ¿Puede sentir esto? —Y cuando Daina negó con la cabeza, continuó explorando—. Dentro de un rato empezará a sentir algún dolor. Esto está bien, así que no se preocupe. —Se tomó el bigote, volteándolo al derecho y al revés entre sus dedos—. Tuvo mucha suerte, señorita Whitney. Unos centímetros más hacia la

izquierda y hubiera habido un desagradable daño nervioso —sonrió—. Todas las radiografías fueron negativas.

Bonesteel colgó el auricular, vino y se sentó junto a ella. Espero a que se fuera el doctor y le insistió:

—Dime todo.

Ella le contó lo que pudo recordar hasta que la punzada llegó de nuevo y las alas del cuervo se movieron y se extendieron...

—... espera un momento —la previno—. Date un tiempo. —Cuando ella ya respiraba más fácilmente, él continuó—: Me dijiste que sentiste una forma que se acercaba por la izquierda, justo antes del impacto. ¿Sabes qué era? ¿La viste claramente?

—Un tipo de camión... o un coche. Pero uno alto.

—En este punto estabas inclinada, ¿correcto? Iban a más de ciento sesenta kilómetros por hora. El parabrisas vibraba. A esa velocidad pudo haber sido cualquier cosa, una piedra lanzada por el tránsito que iba frente a ustedes. ¡Mierda! —la miró—. ¿Es todo? ¿Puedes recordar cualquier otra cosa, aun la más pequeña... quizá una impresión?

—No. Yo... espera, recuerdo... justo antes de que el parabrisas se desprendiera y la cabeza de Chris golpeara hacia atrás... lejos del centro de la carretera.

—¿Volvió la cabeza?

—No, no. Era más como si... no sé. Esta sólo es una impresión que tuve. Era como si algo más hubiera volteado su cabeza, empujándola. —Cerró los ojos, tuvo náuseas otra vez y pensó: Oh, Dios, oh, Dios. No puedo creer que nunca lo veré de nuevo.

—Daina, ¿hay algo más?,

—No, yo... —cómo podía ser tan estúpida—. Sí. Algo que Chris dijo mientras... corríamos. —Tuvo que pensar durante un momento para atravesar el hedor creciente en su nariz y la sensación de un tremendo movimiento hacia adelante que se detuvo súbitamente y hubo silencio en el trueno—. El dijo: "Ese bastardo... está tratando de sacarnos de la carretera".

—¿Qué bastardo, Daina? ¿Quién era? ¿Nigel? —le preguntó. Su cara estaba tan cerca de la de ella que podía sentir su cálido aliento en un lado de su rostro.

—¡No lo sé! —¡Daina!

Su voz sonó como una flecha con punta de acero que atravesó su cabeza y ella apretó los ojos cerrándolos fuertemente y sintió que su estómago se convertía en una bola. Empezó a sollozar, pero las lágrimas no brotaban. Se controló y pensó: Rubens, Rubens, Rubens, ¿dónde estás?

—Es suficiente —escuchó que decía suavemente una voz y reconoció que era la del joven doctor.

—Escuche, si ella tiene en la cabeza la clave de esto...

—Su cabeza no está en condiciones para este interrogatorio —afirmó el doctor calmadamente. Ahora necesita descansar. Debo insistir, teniente.

—Muy bien, doctor. Muy bien. ¿Me permite hablarle un momento más? No tendrá que responder a otra pregunta.

—Adelante.

La cara de Bonesteel volvió a su campo de visión. Vio la expresión preocupada en su rostro.

—Siento presionarte pero ahora el caso se ha abierto por completo. Sobre el sujeto que puse a vigilar a Charlie Wu, finalmente dio resultados anoche. Nos llevó hasta una bodega. ¿Sabes qué encontramos allí? Doscientas cincuenta cajas de armas. Había M-15, semiautomáticas, subametralladoras —sus ojos brillaban febriles y parecía un perro de presa liberado al fin—. ¿No lo ves? Finalmente ya no hay especulaciones. Hemos vinculado el embarque al siguiente viaje del jet de los Heartbeats.

—¿Y Charlie? —preguntó preocupada por la promesa que le había hecho a Meyer y a Charlie Wu.

—No sé —respondió Bonesteel levantando los hombros para luego dejarlos caer y sonreír—. Fue la cosa más maldita, pero con todos esos policías se las arregló para escapar. Naturalmente que no tengo idea de dónde esté ahora.

—Gracias, Bobby —sonrió ella.

—Ahora escucha, Daina —declaró con el rostro serio—. Tengo que regresar al sitio del accidente... si es que eso fue en realidad.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó aferrándose a su brazo.

—Lo que quiero decir es que hubo un atentado contra la vida de Chris. Quizá este choque recibió una pequeña ayuda de alguien.

—Teniente, no quiero que asuste a mi paciente.

—Escuche, doctor, esta dama tiene derecho a saber dónde está parada. Quizá estemos en medio de una situación muy seria.

—Quizá, puede ser. Pero tengo que pedirle que se vaya, teniente, y quiero decir ahora mismo. Esto no le está haciendo ningún bien a la señorita Whitney.

—Daina, dejo a un hombre contigo... uno de los míos. ¿Recuerdas a Andrews?

—Sí.

—Es un buen hombre. Estará contigo hasta que yo pueda regresar, ¿está bien?

Ella asintió sin palabras y volvió la cabeza, alejándola de él, asaltada de nuevo por el aullido, el agudo ruido mordiente de metal caliente que raspaba contra el piso y la hermosa moto que patinaba por la carretera y, oh, Dios. Oh, Chris, lo siento. Y a través de todo escuchó su voz resonando como si viniera de muy lejos. Rápido. Vamos, Chris. ¡Más rápido! Un dardo ardía detrás de sus ojos. Algo sobre ir más rápido. ¿Qué era? Su cabeza palpitaba y pensó: quiero ir a casa.

El doctor se oponía firmemente, pero no podía retenerla allí y, al fin, Andrews la llevó a casa.

La tarde se disolvía en un esplendoroso sentimiento. Pudo escuchar tras de sí el tránsito de la Calle Dieciséis y, volviendo la cabeza, pudo ver el Pacífico que brillaba más allá del Lincoln Boulevard y las blancas velas que se acercaban a la playa cuando la luz se desvanecía, apresurándose, aplanando el mar hasta que brillaba con una luz dura y deslumbrante que la hizo volverse.

Escuchó el sonido intermitente de las gaviotas, que aparecía y desaparecía a través del zumbido del tránsito. En algún lugar lloraba un bebé y pudo escuchar el español hablado en estallidos enojados, como rápidas combinaciones de un encuentro de box.

No recordaba nada de la ida a casa ni de cómo abrió la puerta Andrews. Debió haberla cargado como si fuera un recién casado con su esposa, pues cuando abrió los ojos de nuevo, estaba en su propio dormitorio. Lo único que faltaba era Rubens reposando junto a ella. Rodó y extendió un brazo, acariciando con las puntas de los dedos el espacio vacío donde él debía haber estado. Empezó a llorar.

—Señorita Whitney, hay algo...

—Sólo hábleme.

Andrews guardó silencio durante un momento, quizá debatiéndose por encontrar un tema.

—Pensé que fue muy fuerte el otro día —deslizó al fin.

—¿Qué otro día?

—Cuando Brafman y yo la llevamos a Santa Mónica a ver al teniente.

—Oh, sí —asintió ella suavemente—. ¿Está usted bien?

—¿Señorita?

—Bobby dijo que su... ¿cuñado? Sí, que habían matado a su cuñado.

—Es cierto.

—¿Está usted bien, Pete?

—Sí, señorita. Estoy mucho tiempo con mi hermana —explicó. Lo escuchó acercarse—. ¿Por qué no trata de dormir un poco ahora? El teniente estará aquí tan pronto como termine.

—Es usted muy gentil —susurró cayendo dormida.

Ella no veía nada, no olía ni escuchaba nada. Pero sentía un violento movimiento. Estaba precipitándose por un cañón y el solo tamaño de las paredes parecía acentuar su velocidad. Trató de aminorarla pero no pudo. Cada vez que lo hacía, parecía ir más rápido. Estaba siguiendo una forma y, una vez, cuando ésta se volvió, pudo distinguir el hocico brillante con su negra nariz chata y sus fosas como ranuras. Sus ojos eran lupinos, redondos y casi completamente dorados, salvo por sus centros que eran unas negras ranuras verticales.

Cuando vio esa cara ya no quiso detenerse más, sino que sintió un deseo tal de ir más rápido que salió hacia adelante como si hubiera sido disparada por la boca de un arma.

Y despertó. Estaba negro como boca de lobo. Era lo más profundo de la noche. Permaneció donde estaba durante un momento, escuchando la carrera de su corazón. Cerró los ojos, pero detrás de sus párpados vio otra vez esa terrible cara lupina. Sus ojos se abrieron de golpe. Iba tan rápido, pensó, recordando el sueño. Y entonces, en el resplandor de un relámpago, regresaron a ella las palabras de Bobby: A esa velocidad pudo haber sido una piedra lanzada por el tránsito frente a ustedes. Pero ahora sabía que eso no era cierto. ¡Oh, Dios! Sus nudillos estaban blancos por la tensión. ¿Por qué no recordó eso antes?

No hubo tránsito frente a ellos. Sólo el grande y pesado camión medio kilómetro más adelante y ella urgiendo a Chris a continuar: ¡Más rápido! ¡Vamos, más rápido!

Bonesteel tenía razón. No fue un accidente. Y esa forma alta... ese carro... Era un Rolls Royce Silver Cloud. Era el carro de Nigel lo que vio en el espejo retrovisor, justo antes de...

—¿Pete? —llamó y se sentó en la cama—. ¡Pete!

Balanceó las piernas sobre un costado y se levantó. Tenía que decirle a Bobby lo que había recordado. Se movió hacia adelante, prendió una lámpara y se quedó completamente quieta. Las puertas del armario estaban abiertas y los cajones de la cómoda esparcidos y rotos sobre el tapete. Y su ropa. Sus vestidos hechos jirones por los cortes de un largo cuchillo, sus blusas fueron rasgadas por el corpino y sus pantalones de mezclilla y los otros pantalones habían sido desmembrados.

Se tapó la boca con la mano y se movió hacia atrás, alejándose de ese despliegue aterrador. Sintió el costado de la cama contra la parte de atrás de sus rodillas y giró.

La lámpara enviaba un cono de luz sobre la cama. Vio la ligera depresión en el lado izquierdo, en donde había dormido, y justo a la derecha estaba un pálido objeto hecho bola. Se inclinó sin pensar para verlo mejor y captó un olor de esencia masculina, tan fuerte que casi vomitó. Pero todavía tenía que asegurarse y tocó el pálido objeto.

—¡Dios mío! —suspiró. Vio un par de sus propias pantaletas de seda que se sentían pesadas y olían a almizcle, con un charco de semen enfriándose.

Se abalanzó sobre el teléfono y gimió. La bocina estaba muerta en su mano.

Arrojó el teléfono y giró, alejándose. El negro corredor se abrió ante ella como si estuviera vivo. Revolvió la ropa con sus manos húmedas y temblorosas, hasta que encontró unos pantalones de mezclilla que estaban completos. Se los puso y descubrió una camiseta que se puso rápidamente por la cabeza. Entonces caminó por el corredor. Se detuvo a mitad del trayecto hacia la sala. Apenas respiraba, mientras sus sentidos se lanzaban hacia adelante buscando un signo tangible de la presencia de Nigel, ¡debía ser Nigel!

El silencio era abrumador. Sus sentidos parecían haber sido sensibilizados por el miedo, de modo que ahora se sentía consciente de la multitud de pequeños sonidos que nunca había sabido que estaban allí: el leve raspar de la madera asentándose, el seco araño de una rama contra el costado de la casa, el zumbido del refrigerador en el húmedo bar al otro lado de la amplia sala...

En ese momento, mientras avanzaba inclinada por el salón, dejando manchas de sudor en las paredes con las palmas de las manos, todos esos pequeños sonidos monótonos se transformaban escalofriantemente. Con los ojos de la mente podía visualizar la oscura cara en las sombras, el arma lista en la mano de dedos tensos, la rígida musculatura de la figura que la acechaba. Pensó en el trozo de seda que yacía obscenamente tan cerca del lugar donde ella había dormido y un estremecimiento la recorrió. El aire parecía revolotear por el miedo.

Miró hacia la penumbra de la sala como si desease que apareciera quien la acechaba. ¡Hay tanto lugar en esta casa!, pensó. Tantas habitaciones en dónde esconderse... ¿Y dónde estaba Pete? Sabía que no podía mantener su posición mucho tiempo. Empezaría a sufrir calambres en los músculos y entonces ya no serviría para nada. Debía levantarse y recorrer metódicamente cada habitación... o irse. Levantarse y correr. Esas eran sus únicas alternativas.

Necesitaba un arma y para eso tenía que llegar a la cocina. Rubens no tenía armas, pero había un juego de grandes cuchillos de trinchar que estaban en la pared junto al horno de microondas que se hallaba a la altura de los ojos. Pero primero tenía que ver si todos los teléfonos estaban inservibles. La extensión más cercana se encontraba en la sala, dentro del profundo cajón de la mesa de coctel.

Se esforzó otra vez por ver en la oscuridad. Nada. Cesó de respirar el tiempo suficiente para oír. No escuchó nada sino el trueno del latido de su corazón en su oído interno. Su carne empezó a experimentar escalofríos.

Aspiró profundamente, tensándose, y luego caminó con rapidez por el corredor, prendiendo las luces de la sala, de la piscina, de la cancha de tenis y del enorme jardín. Ahora necesitaba la luz en la misma forma básica en que necesitaba la comida y el agua. Había en ella un elemento de supervivencia: el organismo primitivo vociferando aterrado contra los barrotes de su jaula en donde la oscuridad equivalía a la muerte.

La obesa sirena la miraba tiernamente desde su roca bordeada de espuma, mientras se abría camino hasta el sofá que estaba en el centro del cuarto. El respaldo daba hacia ella y no pudo ver dentro del desnivel hasta que estuvo muy cerca. Entonces saltó, gritando un poco, hasta que tuvo la presencia de ánimo de ahogarlo.

Él cajón de la mesa de coctel estaba abierto y la base del teléfono, de cabeza. El largo cordón de la bocina, extendido y tenso, daba vueltas alrededor del cuello del patrullero Andrews. Daina miró la cara durante un instante y fue incapaz, durante un momento, de alejarse. Los ojos y las mejillas se veían tan completamente hinchados como los de la sirena de la pintura. Su lengua estaba tan inflamada que era redonda y sobresalía de sus labios, y había un hedor fétido, como si fuera un bebé sin entrenamiento para ir al baño.

Sintió que se quemaba detrás de los ojos y su cabeza empezó a balancearse hacia el lado en que estaba herida. Las lágrimas brotaron de sus ojos, pero se controló, cerrando los dedos para formar un puño. ¡No!, se reprochó. No te hará ningún bien llorar por él ahora. En vez de eso volvió su mente hacia Nigel, recordando lo que le había hecho a Maggie y tal vez a Chris.

Evitó el foso o desnivel y corrió a la cocina. Los cuchillos permanecían en su mente como si fueran espadas relucientes. El cuarto estaba vacío también, pero al prender la luz, gimió. La caja de madera había sido arrancada de la pared. Metódicamente, ahora, revisó los cajones y gabinetes, buscando algo que pudiera usar contra él. No había nada más letal que una espátula.

De regreso en la sala, la sirena se burlaba de ella complacientemente, a salvo en su percha. Y sobre la chimenea estaban los dos Oscares, el de Rubens y el de ella, juntos como si fueran un par de soldados de plomo.

Cruzó rápidamente hasta la chimenea y bajó su estatuilla. La levantó con la mano derecha. Era lo suficientemente pesada como para hacer bastante daño, considerando que fuera balanceada con fuerza suficiente y dirigida correctamente.

Subió los tres escalones bajos que daban a las puertas de vidrio en la parte trasera del cuarto. Las cortinas de lino estaban corridas. Se pasó la estatuilla a la mano izquierda y alcanzó una orilla de la cortina. Se agitó como si la brisa la moviera y ella se congeló. Era imposible que hubiera brisa. Todas las ventanas estaban cerradas. Miró cuidadosamente a su alrededor y se dio cuenta de que el temblor de su mano había iniciado un efecto ondulante en el ligero tejido.

Con cautela jaló una pequeña sección de la cortina y se inclinó ligeramente para atisbar hacia el exterior. En la iluminada noche vio parte de la cancha de tenis, el extremo izquierdo de la piscina, rociado de luces submarinas multicolores que manchaban la fachada labrada de madera blanca de la cabaña y más allá... ¡la cabaña!

Había un teléfono con línea directa en la cabaña. Poca gente lo sabía porque Rubens lo usaba exclusivamente para negocios. Si puedo llegar hasta la cabaña tendré una oportunidad, pensó, sintiendo el peso de la estatuilla. Se movió un poco, hasta que estuvo cerca de la separación de las dos puertas. Bajó la mano lentamente y por detrás de la barrera de las cortinas empujó el pequeño pestillo en V que abría las puertas.

Su mano agarró la perilla de la puerta situada a mano izquierda. Le dio vuelta, cuidando de no hacer ruido, y al ceder la abrió centímetro a centímetro.

Cuando hubo una abertura suficiente para poder deslizarse por ella, salió.

La noche parloteaba a su alrededor. Escuchó el suave golpear del agua contra el costado de la piscina. Los grillos cantaron a lo lejos y, una vez, muy lejano, escuchó el rugido sordo, que disminuía, del escape de un carro.

Se pasó la estatuilla a la mano derecha y la balanceó adelante y atrás ligeramente, como si fuera un péndulo, acostumbrando a sus músculos al peso y distribución de la pieza. No tenía caso estar paseándola si no iba a estar preparada para usarla.

Muy bien, se dijo. Esto es. Respira profundamente y sal.

Corrió a la derecha desde el costado de la casa y estaba rodeando la orilla baja de la piscina cuando una voz llamó agudamente:

—¡Daina!

La ignoró y siguió corriendo.

—¡Daina!

La oyó de nuevo y vio un movimiento que se dirigía hacia ella, desde los árboles.

—¡Daina, no!

La fuerte explosión de un disparo de pistola la contuvo. Se detuvo jadeando a no más de seis metros de la seguridad de la cabaña. Pero sabía que si ahora hacía un movimiento de cualquier tipo, él dispararía de nuevo y esta vez la alcanzaría.

Levantó la cabeza cuando oyó un sonido susurrante a su derecha, en el jardín. Vio la negra silueta corpulenta.

—¡Silka!

Se acercó a ella con zancadas confiadas. Vestía unos pantalones negros de mezclilla y un suéter de cuello de tortuga que le hacía juego. También llevaba zapatos con suela de crepé, que no producían ningún sonido cuando caminaba. En su mano derecha vio la boca de una Magnum .357.

El sonrió cuando se acercó cruzando el césped y ella suspiró aliviada.

—Me alegra verte —confesó ella—. Con ésta son dos veces que me salvas la vida.

La sonrisa de él se convirtió en un gesto y el gesto en una mueca lasciva. Levantó el cañón de su arma y lo empujó en el sitio entre sus senos. Su voz era como plata líquida.

—Te salvé aquella vez en San Francisco para poder tenerte en este momento. Desde que te estreché en mis brazos esa noche he pensado en ti y en lo que quería hacerte. —Movió su rostro hacia ella, quien retrocedió como un ratón asustado que se aleja del balanceo hipnótico de la cabeza de una serpiente.

—Yo no...

—Eso fue lo que pensé mientras te veía dormir y usaba tus pantaletas para...

—¡Tú! —siseó y trató de soltarse.

El estiró la mano derecha y la apresó dolorosamente, haciéndola girar para que lo viera de nuevo.

Daina no podía soportar ya más el mirar esos ojos. Eran tan vastos como el universo y oscurecían todo lo demás. Cerró los suyos y gimió levemente.

Escuchó un pequeño repiqueteo de sonidos y abrió los ojos con prontitud.

—Ahora te pondremos una pequeña inyección de algo que te, uhm, ablande. —El objeto se veía como un ataúd en miniatura. Lo abrió y sacó una jeringa brillante y una pequeña ampolleta de líquido transparente—. Algo que te ponga de humor —ironizó lascivamente.

Sacó la jeringa de la caja y empezó a llenarla. No tenían que decirle a Daina lo que estaba entrando allí: heroína adulterada con estricnina.

—¡Cristo!, no tienes que hacer esto —lo amonestó con el corazón golpeándole y el miedo fluyendo a través de ella.

—Oh, sí. Sí tengo —insistió Silka.

Todo lo que ella podía pensar ahora en cuan equivocado había estado Bobby acerca de todo y de cómo su obsesión por Nigel hizo que calculara mal y de cómo esto causaría su muerte. Sabía que una vez que la inyectara, todo estaría terminado. Para ella no habría ningún ángel guardián como lo hubo para Chris en Nueva York. Y, en todo caso, Silka habría vuelto a calibrar la dosis.

El empujó ligeramente el émbolo de la jeringa invertida y salieron algunas gotas de líquido que se veían plateadas bajo la luz.

—Muy bien —aprobó Silka. Su mano ocupada se movió y la punta de la jeringa se veía aguda y mortal. La punta bajaba mientras él se preparaba a enterrarla en la carne suave del interior de su codo.

En ese momento, ella levantó el brazo derecho que había estado colgando lacio y perfectamente quieto a su lado y estrelló la estatuilla dorada contra la cabeza de Silka.

El se tambaleó a la derecha, perdiendo el equilibrio, y Daina comenzó a correr hacia la densa maraña del jardín.

Con cada paso le dolía la nuca y le cosquilleaba justo como si una enorme bala acerada de muerte estuviera a punto de golpearla.

Escuchó una explosión y se lanzó hacia adelante, gateando los tres últimos metros para pasar la fila de setos.

Se sentó, moviéndose sobre manos y rodillas para adentrarse en el follaje. Hubo otro estallido como el anterior. Se agachó instintivamente y momentos después se dio cuenta que los disparos provenían del follaje y no hacia él.

Inclinada, medio corrió en zig zag hacia los sonidos del arma de fuego. Lo vio agazapado más allá del gran seto de alheña, apuntando cuidadosamente. Debió haber escuchado su llegada, pero no rompió su concentración. Disparó otro tiro y luego ella estuvo junto a él.

—¡Bobby! ¡Dios mío, es un loco!

—Es un fanático —reforzó Bonesteel mirando a través de las aberturas de las hojas. Disparó y agregó—: ¡Maldición! Este bastardo es bueno. Muy bueno —la miró—. Es un fanático y eso no es lo mismo, en lo absoluto. Es verdad que está loco, pero en una forma muy cuerda. —Rápidamente recargó el arma y disparó otro tiro.

"Vine tan pronto como pude —advirtió suavemente. Su cabeza se movía hacia atrás y hacia adelante mientras buscaba alguna señal de Silka—. Molesté a esos pobres chicos del laboratorio hasta que me dieran lo que quería. Le dispararon a Chris en la sien izquierda. Extrajimos fragmentos de una bala calibre .357, de lo que quedó de su cráneo. Tú estabas...

—Silka trae una Magnum .357 —comentó ella.

—No me sorprende... ahora.

—Estabas completamente equivocado sobre Nigel.

—Vamos —apremió tomándola de la mano—. Movámonos. De otro modo seremos patos en un lago.

La condujo entre los arbustos haciendo una aguda tangente desde el vector de sus últimos tiros. Se agazaparon. Daina pudo oler el áspero olor de la cordita y el denso aroma del miedo. Las escenas de Heather Duell centelleaban en su mente como relámpagos. Parecía no haber diferencia entre lo que sintió entonces y lo que experimentaba ahora; las dos se habían fundido sin dejar cicatrices.

—Quiero a este bastardo por lo que le hizo a Maggie y a Chris. Por la miseria que ha traído —susurró ella.

—Quiero que salgas de aquí —le indicó él acercándose y poniéndole una mano en el brazo—. Todo es demasiado volátil ahora... el lugar completo es un sector rojo.

—Si crees que me iré ahora, estás...

—¡Harás lo que digo! —silbó él salvajemente, empujándola—. Sal de aquí, ¡demonios! Me comeré a este bastardo en la comida para cuando tú estés...

La explosión y su mueca parecieron ocurrir precisamente en el mismo instante. Pensándolo en retrospectiva, claro, no pudo ser ese el caso.

El cuerpo de Bonesteel saltó hacia adelante, cayendo contra ella, derrumbándola. Sintió que el corazón de él martilleaba contra ella, chocando con el suyo.

—¡Cristo!—susurró—. ¡Jesucristo!

Pudo ver el dolor escrito en su rostro. Sus cejas estaban fruncidas y sus ojos, llenos de dolor, oscuros y espantados. Una capa de sudor le cubría la cara y sintió un creciente charco de humedad entre ellos.

—Bobby—lo llamó—. ¡Oh, Bobby!

Escuchó silbar los sonidos del follaje, vio que los largos caños se doblaban hacia ella y, sin pensar, arrancó el revólver .38 de la mano de él, lo sacó de debajo de su inerte masa y se alejó atropelladamente.

Un estallido y un disparo pasaron justo a su izquierda. Saltó, cambió de dirección y continuó más allá de tres troncos y de los altos y bamboleantes helechos.

Se volvió una vez y, al ver un movimiento, jaló del gatillo. El arma saltó en su mano y la fuerza la tomó desprevenida, de modo que tuvo que usar la otra mano para evitar que saliera volando. Se movió hacia adelante, temblando. El miedo estaba arrastrando fuera de su mente todo lo que Jean-Carlos le había enseñado.

Se encontró llorando y animándose. ¡Vamos! Rehazte. Si no lo haces, seguramente morirás. Ahora no hay nadie entre tú y él.

Se agazapó detrás del tronco de una alta palmera, escuchando. Estaba muy callado. Los disparos provocaron que los pájaros salieran volando y graznando y hasta los grillos habían interrumpido su canto. Pero, por otro lado, los estampidos podían ser confundidos fácilmente con el estallido de un escape. No podía tener esperanzas en la respuesta de los vecinos.

Podía sentir que su corazón trabajaba y también el fuerte olor del miedo sobre ella. Y pensó: Por fin tienes lo que querías, lograste lo que por primera vez fuiste a encontrar cuando te dirigiste a Baba hace tantos años.

Movió su cara rodeando el tronco y miró a la izquierda y a la derecha, haciéndose para atrás cuando una bala rozó la madera y salió volando hacia la noche, como una abeja. Levantó el arma sosteniéndola con ambas manos y disparó. Esta vez estaba lista y la bala llegó hasta donde la había dirigido. Disparó de nuevo.

Había quietud.

¿Dónde estaba él?

Sólo se veían las copas de las altas palmeras polvorientas que se movían solemnemente.

Era tiempo de moverse. Se levantó y dio un paso hacia la izquierda y una bala pasó silbando, llevándose con ella una brizna de hierba. Había chocado a no más de diez centímetros de la punta de su zapato. Se hizo para atrás y pensó: ¡Cristo, me tiene atrapada!

Se sintió completamente desvalida y con ese sentimiento pareció que toda la energía la abandonaba. No podía moverse de ese sitio y esperar a que él se acercara, sería un suicidio. Aun cuando hubiera tenido años de entrenamiento con Jean-Carlos, en lugar de semanas, no podía esperar derrotar a un hombre con la experiencia de Silka y con su enorme fuerza, mano a mano. Algunas cosas estaban simplemente más allá del límite de la realidad.

Abrió el cilindro de la .38 desalentadamente. Sus dientes se cerraron. Bueno, eso era todo. Quedaban dos balas. Cerró el cilindro y también los ojos. Le palpitaba la cabeza y empezó a llorar nuevamente. ¿Es así como Heather reaccionaría?, se preguntó. ¡Oh, Jesús, deja de estar bromeando! Esta no es una película. La caballería ha llegado y ha sido derrotada.

Bobby. Pensó en él. ¿Qué pasa con Bobby? Y Chris y Maggie. ¿Qué hay con todos ellos ahora? Ninguno sabrá lo que pasó. Incluso ella, que estaba tan cerca del acertijo, no podía acomodar todas las piezas juntas. ¿Cómo podría ser capaz de hacerlo alguien más?

Sopló el viento secando el sudor de su piel y ella tembló. Sobre su cabeza se agitaban las frondas de las palmeras, saludaban y ondeaban como si estuvieran tratando de prevenirla.

¿Y qué hay con Heather ahora? ¿Qué tan falsa imagen era realmente? Hasta esta noche, Daina hubiera apostado todo su dinero a que el personaje no era falso de ningún modo.

No esperó a que llegara la caballería. Había sido la última parada de un tren, y sin ella... ¿Era esto sólo una fantasía que todos planearon entre ellos? Si hubiera sido nombre, hubiera podido, habría hecho... Pero no fui hombre, pensó Daina salvajemente. Soy lo que soy y no debería implicar ninguna diferencia. Pero sí la hay. ¡Dios, ayúdame! Ahora veo que sí la hay.

Miró desesperanzada la pistola que sostenía en las manos, entre sus rodillas levantadas. Durante un rato no se produjo ningún sonido y ahora escuchaba claramente el roce del follaje como si algún depredador nocturno estuviera vivo allí, acechándola. Podía escuchar que el sonido se acercaba. Quedaba muy poco tiempo.

Se volvió sobre las rodillas y atisbo más allá del escamoso tronco de la palmera. Pero no había nada que ver. Era como si Silka se hubiera vuelto invisible. Jean-Carlos no había cubierto nada de esto.

Y entonces su mente pareció aclararse, como si la inminencia de su muerte hubiera convertido en cristal el interior de su cabeza. Los días volaron como hojas, todas las semanas, los meses, y estuvo de regreso en ese extraño desván iluminado en la Tercera Calle Oeste, escuchando decir a Jean-Carlos: Nunca le confíes tu vida a una automática. Tienen una tendencia a atascarse cuando están calientes. Miró la Police Positive calibre .38. Era un revólver. Había algo sobre los revólveres. Pero ¿qué?

Las Jacarandas susurraban su nombre y levantó la cabeza. Le brotó un delgado hilo de sudor que rodó agonizantemente por la hendedura de su espina.

¡Cristo!, pensó. El se halla aquí y todavía no puedo verlo. Sólo está jugando conmigo.

¡Jugando!

Respingó y giró hasta el otro lado de la palmera. Ahora su mente estaba corriendo y el pulso le martilleaba. Lo tenía ahora. Jean-Carlos había dicho: Desde el punto de vista de una mujer, las situaciones frecuentemente son difíciles... y algunas veces parecen insostenibles. La cosa es no rendirse nunca. Sus ojos se habían clavado en los de ella y pudo imaginarlo escapando del Castillo del Morro, y el dolor que debió sentir al dejar atrás a todos los que significaban algo para él. En donde tu oponente espere falta de fuerza, tiéndele una estratagema. Mira, déjame enseñarte un truco y entenderás por qué yo mismo uso revólveres solamente.

Con los dedos temblorosos y el aliento silbándole a través de la boca entreabierta, Daina abrió el cilindro otra vez. Allí estaban: sus dos últimas balas. Tenía que ser muy cuidadosa ahora, girarla sólo un poco. ¡Allí! Sacó la punta de la lengua y se lamió los labios agrietados. Ahora sabía lo que tenía que hacer.

Se volvió y esperó a que apareciera.

La noche estaba muy quieta y la brisa que había soplado moría a medio vuelo. Debía venir del Pacífico porque ahora podía sentir la humedad como si fuera una capa de cera sobre sus brazos y torso.

Vio un movimiento entre los arbustos, muy cerca de ella, más cerca de lo que había imaginado, y apuntó la .38 oprimiendo lentamente el gatillo. Se escuchó un fuerte chasquido cuando el percutor bajó y nada más. Sólo un eco como si una risa burlona saliera de la cámara vacía. Silka no podía saber que Bobby había vuelto a cargar el arma justo antes de que le disparara. ¿Habría estado contando los tiros? Daina se hubiera sorprendido si no fuera así.

Y ahora emergió, como un Adán satánico, de entre la selva de altas flores y arbustos del jardín. Caminó directamente hacia ella, con la Magnum balanceándose suelta a su lado.

Apuntó la .38 y disparó de nuevo, escuchando sólo el ruido más fuerte del mundo, rebotando en la noche.

—¡Maldición!

—No te queda nada ahora, cariño, sino esto —rió Silka echando la cabeza para atrás, y lo dijo con una voz pesada. Inclinó hacia arriba el cañón de la pistola, sin siquiera molestarse en apuntarle. Ahora no había necesidad. Podía permitirse tomar su tiempo. Y Daina reflexionó que era el tipo de hombre que lo haría. Porque gozaba lo que hacía. No era sólo un profesional, sino algo más. Mucho más que eso.

Ahora era el momento, mientras él se acercaba. Había ganado un Oscar por su actuación en Heather Duell, pero eso no era nada comparado con ésta. Si no podía venderlo ahora, seguramente estaría muerta en los próximos cinco minutos.

Puso el miedo de Dios en su voz y en su cara. No le costó demasiado esfuerzo.

—No tienes que hacer esto, Silka. Podría ser muy buena contigo. ¿Qué sentido tiene matarme? ¿Ya no me deseas?

—Sí —respondió acercándose—. Y todavía te tendré. Justo antes de apretar la Magnum contra tu cabeza y volarte los sesos —sonrió salvajemente—. Seguro que será un placer eso. Me has causado muchos problemas —sacudió la cabeza—. Las mujeres hacen eso, se insinúan lentamente en el cuadro hasta que están enterradas ahí... como piojos.

"Ahora tengo que abandonar todo, el dulce fraude que me ha tomado tanto tiempo establecer, usando el dinero del grupo para comprar las armas, usando su jet para transportarlas a Irlanda del Norte —la miró desde arriba con ojos ardientes—. Si Chris no se hubiera vuelto demasiado listo para su bien, nunca habría revisado los libros y no hubiera encontrado que los hábitos de los Heartbeats no podían dar cuenta de todo el dinero faltlante. Nunca hubiese sospechado de mí y no habría tenido que matarlo. Ahora todo ha sido llevado en forma inevitable, hasta este baño de sangre.

"Pero estoy acostumbrado a la muerte, pues la libertad se construye sobre cadáveres ensangrentados —explicó encogiendo los hombros. Sus pisadas parecían hacer temblar la tierra mientras se acercaba a ella—. Mis dos hermanos eran idealistas y desaparecieron en Irlanda del Norte después de nuestro padre, uniéndose a los Provos. Entonces, un día recibí una carta de Dan. 'Han matado a Ned', escribió. 'Los malditos protestantes lo mataron en una razzia'. Ned sólo tenía diecisiete años y era el más joven de nosotros. El y Dan estaban organizando una operación. 'Te necesitamos ahora', me escribió Dan.

"Acababa de salir de los marines. Quería pelear. Pero por algo en lo que realmente creyera. Fui a Belfast y vi cómo éramos tratados en nuestra propia patria. Seis meses más tarde, Dan y yo regresamos a Boston y organizamos el ataque a la armería de la Guardia Nacional. Llevamos esas cajas de metralletas M-60 a México y las embarcamos.

"Dan regresó con ellas, pero yo me quedé aquí. En Belfast había conocido a una chica de cabello oscuro y ojos verdes como esmeraldas. Ella también estuvo elaborando un plan, pero necesitaba el operativo adecuado para que pudiera funcionar. Muchos miembros de la alta jerarquía del ERI dijeron que no, más ella sabía que todos estaban equivocados.

—Esa era la hermana de Nigel —afirmó Daina.

—Sí -confirmó Silka y sus ojos incoloros se abrieron mucho—. Así que ahora lo sabes todo. El esquema del desfalco, el tráfico de armas... todo fue idea suya. Cuánto odia a su hedonista hermano que gana tanto dinero, pero que le ha vuelto la espalda a la causa de una Irlanda libre. Yo tenía muchos contactos aquí y me aseguré de estar en la comida de la Asociación de Fabricantes de Discos y de sentarme junto a Benno Cutler. Era a quien más fácil le podía vender mi idea, lo difícil era el grupo.

"Todos ellos eran peligrosos, a su modo —prosiguió alzándose sobre ella con las piernas ligeramente separadas—. Sin embargo, por otro lado eran como bebés, respondían bien a la gratificación instantánea. Siempre los tenía bien provistos de droga gracias a mis contactos. Les gustaba eso. Y también el hecho de que yo fuera rudo, quiero decir, físicamente rudo. Me contrataron y me daban órdenes. Les producía un buen sentimiento interno.

Su cara era dura como el granito y sus ojos no parpadeaban.

—Durante diez años estuve robándoles y nunca lo supieron. Porque ella tenía un plan muy elaborado para sacarles el dinero, pero lo gracioso es que nada de eso fue necesario, había tanto dinero que se gastaba en drogas y que se mantenía cuidadosamente fuera de los libros, que yo no tenía problemas mientras fuera cuidadoso.

"Claro que Jon me dio un mal momento la vez en que se tropezó conmigo. Sus ojos estaban vidriosos y pensé que se encontraba demasiado drogado como para darse cuenta de lo que pasaba. Pero Jon no era estúpido y, cuando me lo mencionó más tarde, quiso dinero y... otras cosas para mantener la boca cerrada. Pobre y sádico Jon.

Silka encogió los enormes hombros mientras pasaba sobre un arbusto bajo y perfectamente podado.

—Bueno, después de eso no había mucho de dónde escoger. Teníamos que librarnos de él. Pero discretamente, tú entiendes. Discretamente. No me podía arriesgar a la sombra de una sospecha.

"En realidad fue tan simple —continuó y sonrió—. Jon era un adicto, así que su muerte por sobredosis no provocaría mucho escándalo. Realmente se esperaba y algo hubiera faltado de no haber sucedido.

"Pero entonces vi lo que estaba pasando dentro del grupo y pensé: Dios mío, es mejor de lo que jamás hubiese esperado. Dejaré que lo maten por mí —encogió los hombros de nuevo—. Claro que un poco de estricnina en su heroína ayudó algo al viejo Jon a llegar a ese gran concierto en el cielo —se rió con un sonido áspero como un ladrido—. ¡Estúpidos aficionados! De otro modo, él habría olido el gas.

"Ahora —prosiguió, deteniéndose ante ella— voy a obtener mi recompensa por todos estos años de fiel servicio al grupo y a la Irlanda libre. El asesinato de Maggie fue la última misión que me encomendó el ERI. Voy a casa para tomar un largo descanso y llevo mucho dinero en los bolsillos.

Dio un paso hacia ella y Daina levantó la .38.

Estaba tan cerca que no tuvo que apuntar sino simplemente jalar el gatillo. Un instante antes de que sucediera, ella vio el entendimiento que invadió su cara y su propia muerte se reflejaba en esos ojos crueles y fríos.

Sintió que una enorme tensión surgía en su brazo y viajaba por él hasta los delgados huesos de sus manos. Un pequeño músculo se movió en su índice cuando empezó a presionar antes de jalar el gatillo.

Las imágenes invadieron su mente y oscurecieron el cuerpo de Silka que estaba tan cerca de ella. Vio el destruido interior de la casa de Chris y la violenta anarquía que conducía hasta la caja de la bocina que había sido vaciada y vuelta a llenar con sangre, carne y huesos rotos de lo que alguna vez fue un ser humano pensante y sensible.

La yema de su dedo sintió el calor como sangre del metal y la escalofriante tensión del mecanismo del gatillo que esperaba recibir la fuerza suficiente para liberar el tenso martillo.

Vio la mancha de la otra arma, vio ese enorme y horrible agujero que estaba al final del cañón de la Magnum, que se elevaba con una rapidez sorprendente, y supo que con cada fracción de segundo que pasara perdería la ventaja que le había dado un momento de shok.

El dolor atravesó su cara, cerrándole un ojo a medias, y su cuerpo saltó como si hubiera acabado de arrojarse por la ventana de un sexto piso. Pero la adrenalina bombeaba y, por el momento, mantenía alejado el terrible dolor.

Su índice estaba en movimiento y escuchó otra vez los gritos: también los neumáticos negros humeantes rayando el pavimento y la moto que empezó su caída determinada hacia el fin. Sólo era visible la parte trasera del casco de Chris, el sol rebotaba con estallidos de láser en su superficie convexa y sintió ese olor, y las gaviotas se elevaban gritando, gritando, gritando mientras la ventana estallaba hacia adentro y las alas del cuervo se extendían...

El estallido de la .38 fue ensordecedor en el reducido espacio que mediaba entre ellos. Silka salió disparado hacia atrás mientras ella tiraba del gatillo una segunda vez.

El enorme impacto de la .38 a tan corta distancia lo hizo elevarse del suelo y girar. La sangre brotó salpicando la hierba como si fuera lluvia. Daina había apuntado al corazón y Jean-Carlos estaría orgulloso de ella.

Se levantó, fue hacia donde estaba Silka con la gigantesca Magnum un poco más allá de su mano derecha extendida. Su cara no tenía expresión ni ningún signo de que alguna vez hubiera sido un organismo pensante, lleno de odio, de lujuria e ira. Sus ojos brillantes estaban ahora tan verdaderamente huecos como antes.

Daina dejó que la .38 vacía se deslizara por sus dedos mientras se alejaba corriendo hasta donde había dejado a Bobby. Todavía estaba vivo, lo dejó otra vez y atravesó la cabaña. Sus tacones resonaron fuertemente contra las lajas y luego contra los ladrillos de junto a la piscina.

Salió de nuevo después de usar el teléfono y se dirigió hasta donde se encontraba Bobby, para estar con él. Apoyó la cabeza de éste sobre su regazo y Bonesteel abrió los ojos después de un tiempo.

—¿Dónde está él? —preguntó con un susurro.

—Está muerto, Bobby. Le disparé —explicó ella acercando su cara a la de él para que pudiera escucharla.

Los ojos del detective parecieron aletear. En la lejanía, ella pudo escuchar los ululares altos y bajos de las de la ambulancia y de las patrullas que se acercaban.

—Sólo estaba haciendo mi trabajo —jadeó él—. Pienso que debí haberme limitado a escribir. —Los sonidos eran más fuertes y llegaban a través de los árboles en olas crecientes.

La sangre parecía brotarle en torrentes y ella utilizó las palmas de las manos para hacer presión sobre la carne desgarrada. Pensó en Baba.

—Ahora estáte quieto, Bobby —le pidió tocándole el hombro—. La ambulancia casi está aquí.

*

Viajó todo el camino hacia el Cedros del Sinaí en la ambulancia con Bonesteel, apretando su mano como si esa fuerza de voluntad que se expresaba a través del contacto humano, de la carne contra la carne, pudiera matenerlo vivo. Su cara estaba pálida y apenas era reconocible bajo el cono de plástico translúcido de la unidad de oxígeno. Y lo único que ella podía escuchar, por encima del ulular de la sirena, era el áspero y estertóreo raspar de su desigual respiración.

Cuando se aterró al pensar que quizá él no lo lograría, pensó en las puestas de sol en tecnicolor en las que todos vivían felices para siempre, y en su poder como icono para poder evocar aquellos atardeceres.

Bobby estuvo en la mesa de operaciones durante más de seis horas y ella se decía, en una especie de letanía para contener el pánico, que eso era bueno y que si él fuera a morir hubiera sucedido de inmediato.

Durante ese tiempo no dejó la sala de espera, excepto para orinar. No comió. Cuando alguien le llevó café, lo bebió. Por lo demás, se sentó en el sofá tapizado de plástico del color de un atardecer pintado y miró sus manos apretadas y blancas por la presión.

La primera hora y media pasó rápidamente. Los policías se arremolinaron sobre ella y le tomaron declaración. Ella les dijo todo, todo lo que sabía, excepto la confesión de Bobby concerniente a Nigel. Ahora sólo podrá dañarlos a ambos y, después de un rato, pareció suavizarlos un poco, considerando cuan sorprendidos habían estado de encontrar tres cuerpos en el mismo lugar, uno de los cuales era un teniente detective del Departamento de Policía de Los Ángeles. Un detective vestido de civil, que ella pensó sería el compañero de Bobby, intervino a la larga, despejando el lugar antes de traerle una taza de sustituto de sopa de tomate que sabía a metal y a tiempo.

Después de eso, todo se volvió crecientemente difícil porque sólo estaba con ella misma. Miró sin interés al detective que hablaba por teléfono a medio pasillo. Estaba desesperada porque Bobby viniera y cruzó tantos escenarios que se quedó atontada. Hasta que pensó en la película y se convenció de que durante el resto de esas largas horas agonizantes, si solamente creía en que él estaría bien, entonces lo estaría.

Se levantó del incómodo sofá y caminó hasta las ventanas. Daban al oeste, hacia el Pacífico. El tránsito estaba atorado en la Tercera Calle Oeste. Alguien salió de un BMW y agitó un puño en el aire como si fuera un saludo desafiante.

Media cuadra más allá, un par de chicas tan jóvenes que sus pechos eran todavía planos como los de un hombre, patinaban por la calle. Eran delgadas y tan fibrudas como leones, con su largo cabello agitándose tras ellas como las alas de un hada. Iban tomadas de la mano, como lo hacen las amigas de la infancia, y lanzaban las cabezas para atrás riendo por la confusión que provocaban mientras continuaban cruzándose adelante y atrás, realizando giros tan complejos que Daina pensó en Astaire y Rogers.

La dorada pareja se balanceaba más y más rápido, como péndulos que seguían su propia inercia, y ejecutaban maniobras que quitaban el aliento, una tras otra, separadas y libres al fin, absortas en la danza.

Supo que amaba a Bobby, no como a un amante sino como a un amigo. Pero ahora se daba cuenta de que él podía ser casi tan peligroso como lo fuera Silka y de que su obsesión lo había alejado de ser un buen policía. De haber tenido la oportunidad, podía haber matado a Nigel.

Ella no sabía cómo se sentía respecto a otras cosas, sólo que ahora había una gran fisura en su interior, tan negra y tan vacía como el espacio mismo, y que se ensanchaba con cada momento que pasaba.

Escuchó un ligero golpeteo desde el otro lado del vestíbulo. El lugar vibraba con los reporteros y los camarógrafos de la TV. Los únicos que se interponían entre ella y la multitud eran tres policías uniformados. El detective tenía las manos en los bolsillos de la chaqueta mientras hablaba vivamente a un quebradizo ramillete de micrófonos que eran impulsados a su cara. Pero él y los hombres bajo su mando no los dejarían pasar.

Afuera, las niñas se habían ido y la fluida línea de carros estaba otra vez en movimiento desde East Los Ángeles hasta Encino, con el ruido golpeando desde sus radios prendidos. Era como la crema de un recipiente, pensó. Era como si las niñas nunca hubieran existido.

Escuchó el sonido de pies que corrían y las puertas del quirófano se abrieron. Cuando apareció el cirujano empapado en sudor, ella lo supo antes de que abriera la boca.

—No lo logró. Lo siento, señorita Whitney. Hicimos todo lo que pudimos —explicó y sus palabras la atravesaron como el viento—. Había tres de nosotros. —Como un matador recién terminada la corrida[26], estaba demasiado cansado para quitarse los húmedos guantes quirúrgicos. Hicieron un terrible sonido agudo cuando se los zafó—. Si sirve de algún consuelo, luchó muy duro. Muy duro.

—No —rechazó ella volviéndose y alejándose por el corredor de verdes mosaicos y pasando junto al detective de cara blanca—. No significa una maldita cosa.