Dos
EN EL INTERMINABLE MOMENTO, JUSTO ANTES de que le dispararan, James Duell gritó su nombre:
—¡Heather!
La pacífica mañana en la villa del sur de Francia a la que habían sido invitados por una semana, fue abruptamente destrozada por el rugido de los explosivos y el bronco ladrido del fuego de las ametralladoras.
Algunos de los invitados allí reunidos no tenían idea de lo que los sonidos anunciaban y se miraban en muda confusión. Pero otros, James y Heather incluidos, como el canoso Secretario de Estado norteamericano, Bayard Thomas, estaban familiarizados con estos ruidos y se esforzaban por cubrirse.
Afuera la luz era dura y brillante. La villa estaba bajo un brutal y relampagueante asalto frontal que traía a los agentes del Servicio Secreto norteamericano e israelí corriendo desde sus posiciones asignadas en los alrededores del terreno.
La niebla iba levantando. Las altas puertas de hierro descansaban retorcidas y rotas donde la explosión de una granada las había lanzado. Por el boquete entraron quizá veinte figuras verdes en trajes de combate, despojadas de toda marca o insignia. La mayor parte portaba ligeras pistolas de repetición MP40. Sus rostros grotescos, irreconocibles debido al hollín que llevaban untado. Los guiaba un hombre alto, de hombros anchos, barba cerrada y ojos café claro. Este se mantuvo calmado e imperturbable, haciendo señas a todos para que los rodearan. Abrieron fuego mientras corrían sin consideración aparente por su seguridad personal.
—¡Asegúrense de matarlos a todos! —rugió el hombre barbado, con un extraño inglés chapurreado, sobre el tableteo de los disparos.
Los hombres del Servicio Secreto caían, retorciéndose agujereados por las balas. Uno de ellos utilizó como escudo a un compatriota muerto, retrocediendo hasta que fue atrapado en un feroz fuego cruzado que lo abatió. Otro rescató la MP40 de un terrorista herido, para escupirles fuego de regreso antes de que lo alcanzaran en la cara y fuera lanzado hacia un lado. Otro más corrió en un desigual zig zag alejándose del combate, sacando el transceptor de su chamarra que ondeaba torpemente. Fue muerto justo cuando comenzaba a hablar rápidamente.
Aquellos agentes que aún estaban vivos se defendían y, aquí y allá, un terrorista se desplomaba en la tierra empapada de sangre. Pero, inexorablemente, la ola de atacantes avanzaba, asesinando mientras lo hacía.
Dentro de la villa, James Duell se las arregló para echar un rápido vistazo a través de la cercana esquina de una destrozada ventana frontal.
—Jesucristo —murmuró. Bajó la cabeza retrocediendo, en tanto una descarga de ametralladora penetraba por la abertura. La gente se dispersaba, gritando a la vez que las balas hacían una línea punteada a lo largo de los paneles de madera en el lado opuesto de la habitación. Se volvió hacia Heather.
—¿Quiénes son? —preguntó ella.
—OLP, indudablemente. Sabes a qué vinieron. ¿Dónde está Raquel?
—Estaba en la cocina la última vez que...
—¡Vamos! —ordenó James saltando hacia adelante, saliendo de su refugio junto al extremo de un afelpado sofá. Susan Morgan, una pequeña morena de aproximadamente la misma edad que Heather, saltó apartándose de su camino cuando él corría a través de la sala hacia la alcoba abierta y la cocina.
—¡James, espera...! —gritó Heather.
La gran puerta de madera con herrajes se abrió de golpe. Un espeso humo blanco flotó hacia adentro, haciendo que Heather y Susan comenzaran a toser y, con él, diez figuras que se desplegaron, avanzando a través de la sala. Tras un momento, otro entró tambaleante, con un brazo rodeando a un compatriota herido.
—¡Todo mundo quieto!
El hombre barbado se detuvo dentro de la puerta principal. Sostenía una pistola MP40 en una mano. Inmediatamente atrás de él y hacia la derecha estaba un pequeño hombre de complexión imprecisa, con aspecto fiero y ojos de roedor. Llevaba un rifle automático AKM, algo más voluminoso. Junto al hombre de la barba se encontraba una mujer estatuaria con brillante cabello oscuro, altos pómulos y ojos de leve apariencia asiática. Iba vestida en forma idéntica a los hombres y llevaba una MP40 en la cadera.
En el preciso instante en que la puerta se abrió violentamente, James Duell se detuvo, volviéndose a mirar, y ahora lo atraparon descubierto, a mitad de camino entre Heather y la puerta de la cocina.
—Fessi —gritó el hombre barbudo echando una mirada alrededor de la habitación, a las congeladas, asustadas caras de Bayard Thomas, de su ayudante, Ken Rudel, Heather, Susan, los dos policías militares ingleses, Rene Louch, el embajador francés en los Estados Unidos, Y Michel Emoleur, su agregado, de apariencia muy juvenil—. Ve dónde está la muchacha.
El hombre con los ojos de roedor empezó a moverse a través del cuarto, pasando frente a la pálida sirvienta y al mayordomo, como si no existieran. Estaba quizá a un metro de James cuando se percibió un movimiento proveniente de la cocina.
Raquel entró. Era una niña de cabello oscuro, de unos trece años de edad, su rostro, fieramente bello, ya parecía estar algo endurecido. Sus claros ojos azules eran muy grandes. De inmediato captaron la escena completa.
Algo había tomado posesión del hombre de los ojos de roedor. Los músculos de sus brazos saltaron al balancear la boca del AKM para seguir el movimiento. Su dedo palideció sobre el gatillo y una vena le saltó en la frente. James, mirándolo de reojo, vio la expresión de odio puro extenderse por su cara como si fuera un exceso de sangre.
En ese instante, James echó a correr, interponiendo su cuerpo entre la figura de Raquel aproximándose y la negra boca del AKM. Pero el aire ya no estaba claro. Zumbaba con el vuelo de las balas blindadas que relampagueaban en la boca del rifle automático.
Heather, transfigurada, de pie junto al extremo del sofá, oyó a James gritar su nombre, muy fuerte, muy claramente, justo antes de que su cuerpo fuera atravesado por las balas, lanzado con violencia hacia atrás, hacia el cuerpo de Raquel. Esta lo atrapó, se tambaleó retrocediendo, pero el peso de James era demasiado para ella. James se deslizó pesadamente y quedó tirado, encorvado, en un charco de su propia sangre, sus párpados agitándose.
Los ojos café del hombre barbudo observaron a Raquel con fijeza.
—Vaya —observó—, la hija del Primer Ministro de Israel.
Con eso, el hechizo que mantuvo a Heather inmóvil se rompió súbitamente y se abalanzó a través de la habitación. La mujer alta junto al barbado realizó un movimiento para detenerla, pero el hombre hizo a un lado a su compatriota y cuando Heather pasaba veloz le apresó la muñeca con su mano libre, haciéndola girar en un apretado círculo. Ella gritó y quedó cara a cara frente a él.
El barbón la miró fijamente a los ojos, estudiando cualquier cosa que pudiera encontrar allí.
—Abre el bolsillo izquierdo de mi camisa —le ordenó calmadamente.
—¡Déjeme ir! —gritó Heather—. ¡Mi esposo está herido!
—Dentro del bolsillo encontrarás un puro. Ponlo entre mis labios.
—¡Está loco! ¡Mi marido está herido! —bramó mirándolo.
—Puede morir —afirmó el hombre—si no tengo mi puro pronto.
—¡Bastardo!
—Haz lo que digo —profirió el hombre apretando el puño sobre su muñeca, de modo que ella se retorció por el dolor—. Esta es una lección que debes aprender; una de muchas.
Los ojos de Heather voltearon a uno y otro lado. Miró a James y se mordió el labio. Pero, al fin, lo hizo y, lentamente, llevó su mano hacia el pecho de él e introdujo las puntas de los dedos en su bolsillo. Sacó el puro, un largo y delgado filipino negro, y lo puso cuidadosamente entre sus labios.
—Ahora, enciéndelo —ordenó él, sin apartar sus ojos de los de ella. Daina luchó un poco, su cabello volando—. Tu marido te está esperando, viviendo quizá los últimos instantes de su vida.
La mano de Heather regresó a su bolsillo. Levantó la tapa de un encendedor de cromo y mantuvo la llama junto a la punta del filipino, hasta que lo encendió a satisfacción de él. Le sonrió y pudo ver el brillo de las coronas de oro en tres de sus dientes delanteros.
—Bien —aprobó él—. Así está mucho mejor. —Expelió el humo mientras ella regresaba el encendedor a su bolsillo.
—Déjeme ir —suplicó Heather de nuevo—. Dijo que lo haría...
El miró alrededor de la habitación, bebiendo uno por uno de los atormentados y confusos rostros. Su expresión mostraba claramente su enorme placer.
—Cuando termine lo que tengo que decir —aclaró.
Esta vez no miró a Heather. Estaba dirigiéndose a la habitación.
—Caballeros —comenzó lentamente masticando su puro—, señoras, ahora todos son rehenes de la Organización para la Liberación de Palestina. Están desamparados. Toda resistencia es inútil. La seguridad que alguna vez poseyeron ha desaparecido completamente. —Hubo un jadeo de Susan Morgan—. Tenemos la villa y los tenemos a ustedes. Señor Secretario de Estado, señor embajador, déjenme decir ahora que su valor para el mundo exterior es mucho mayor de lo que es para nosotros aquí. —Mientras hablaba, su voz adquirió color y resonancia, una riqueza que hacía imposible desechar o tomar a la ligera lo que decía—. Estamos involucrados en una guerra, y no cometan errores, todos estamos involucrados en una guerra de libertad y justicia. El pueblo palestino ha sido despojado de su tierra, de sus derechos de nacimiento, por los sionistas.
"Estamos aquí para recuperar la tierra que por derecho es nuestra. La OLP debe ser reconocida por Israel y los Estados Unidos como portavoz del pueblo palestino; somos su voluntad. Nuestra tierra debe sernos devuelta; trece de nuestros hermanos, torturados por los sionistas, deben ser liberados de su prisión en Jerusalén. Todo esto debe suceder o ustedes morirán. Pero —continuó levantando el índice—si ustedes cooperan con nosotros, todo estará bien, nadie saldrá lastimado.
"Soy El-Kalaam —anunció mirando de nuevo a su alrededor—. Es un nombre que les será familiar durante este tiempo. Y, si son afortunados, si sus gobiernos son sabios, llegarán a bendecirlo porque no será el nombre de su ejecutor.
Con eso, soltó la muñeca de Heather y ella corrió, completamente inclinada, hacia donde James yacía semiinconsciente en el suelo, a los pies de Raquel.
*
—¡Idiota! Debiste llamarme, aun en el estudio.
—Oh... bien. Sé cómo eres cuando estás con Chris.
Los oscuros ojos azules de Maggie Mc Donell la miraron con reproche desde el frágil rostro ovalado cuya piel de porcelana estaba finamente rociada de pecas. Su cabello, que llevaba largo, era de un amarillo oscuro y lucía un rizado permanente que lo hacía parecer electrizado. Tenía los huesos de un ave, una figura de modelo sin defectos, sin ningún ángulo agudo o línea pesada que echara a perder su delicada forma de exquisita perfección.
Exhausta, Daina se dejó caer en el sofá haitiano de algodón verde pálido, alcanzó el alto vodka con agua quina que Maggie le había preparado. Tomó un enorme trago como si fuera agua.
—Pero esto era serio —replicó Maggie—. Quiero decir, correr a Mark... Debiste llamarme.
—Estaba mejor abandonada a mis propios medios. Acabé en la fiesta de Beryl Martin. —Eso debe haberte aburrido hasta el demonio.
—Solamente estás celosa porque no fuiste invitada —repuso Daina, ligeramente.
—Eso sólo se debe —impugnó Maggie, alejándose para servirse una copa—a que no soy la estrella que tú eres.
Daina cerró la boca. Había estado a punto de contarle a Maggie sobre su noche con Rubens. Ahora no estaba segura de que debería hacerlo. Recordó el comentario que él hizo, sin proponérselo, separando a las niñas de las mujeres. La hizo pensar en la primera vez que ella y Maggie se vieron en un llamado para pequeños papeles en Coming Home. Daina acababa de llegar a L. A. y sintió una necesidad casi compulsiva de agrupar el tipo de amistades sólidas de que había gozado en Nueva York. Y llegó con el prejuicio de que no podría hacerlo con nadie que no hubiera sido también trasplantado recientemente.
—Soy de St. Marys, lowa, y no conozco mucho del ambiente —le contó Maggie. Lograron iniciarlo de inmediato. Maggie quería saber todo sobre Nueva York, un lugar que siempre había querido visitar, sin lograrlo. El consuelo de su amistad evitó que los largos días y las aún más largas noches de fracaso e inercia las hicieran destruir sus vidas por completo. Tenían mucho que agradecerse. Pero, curiosamente, nunca lo habían hecho.
Daina recordaba también el día que Maggie salió de su concha, una brumosa mañana en que se encontraron para desayunar en un Mc Donald's. Maggie era una fanática del rock. Había crecido en St. Marys con un radio de transistores pegado a una oreja, soñando con brillantes estallidos de truenos, con los gritos del coro griego de chicos frenéticos de los que ella se sentía parte y, al mismo tiempo, alejada.
—Chris Kerr —le informó como si evocara un espíritu mágico—. Lo vi actuar anoche. —Y rió como una niña pequeña, hasta que Daina se le unió aunque no entendía todavía qué era tan divertido—. El grupo, los Heartbeats, estuvo anoche en el Santa Mónica Civic. Dios mío, la oleada de ruido cuando él salió era ensordecedora... era como ser tragada por una tormenta. Y pensé, aquí está él. Toda la música girando velozmente dentro de mi cabeza, con vida propia, una vida que yo le di, porque sin ella me hubiera vuelto loca en St. Marys, sola con mi familia que trabajaba duro y era aburrida como el carbón. Y ahora, aquí está el hombre que hizo palpitar mi corazón tan fuerte que dolía. ¡Ah, Cristo, fue demasiado!
Los ojos de Maggie, brillantes como faros, parpadearon varias veces como si las imágenes aún estuvieran corriendo detrás de ellos.
—La primera oleada de su música —continuó Maggie—, fue tan avasalladora que pensé: este sexo es la esencia misma del rock, eso es lo que nuestros padres tanto temían que nos contagiara. Pero la música nos permitía dar salida a esa ira sin objetivo que teníamos cuando éramos adolescentes y que no sabíamos siquiera que era parte de nosotros. Hay una especie de liberación... —Sus ojos brillaban como si estuviera a punto de llorar.
—Me da gusto que finalmente hayas podido verlo —aseguró Daina.
—Oh, pero ése no fue el final —exclamó Maggie. Sus delgados dedos largos, con las duras uñas sin pintar, tocaron el dorso de la mano de Daina donde reposaba sobre la fría cubierta de la mesa. Los huevos "Mc Muffin" permanecían fríos y cuajados entre ellas, como una ofrenda—. Hubo una fiesta después del concierto. La compañía grabadora la ofreció, tú sabes, siempre tenemos acceso a esas cosas porque la presencia de actores es algo así como el cociente de su éxito. Nos miran con los ojos desorbitados como si no fuéramos reales o algo así. Obviamente, no se han dado cuenta todavía de lo insufribles que algunos de nosotros podemos ser.
Maggie retiró su mano y, ahora que había agotado el primer torrente de palabras, se relajó un poco, recargándose en el asiento de plástico anaranjado, soplando a través de sus redondos labios.
—Quiero decir —continuó—, fue suficientemente asombroso. Me hizo explotar. Quiero decir, ¡mírame! Una joven de un pueblo pequeño, criada con mineros demasiado cansados para tener algo en sus mentes, que murieron pronto con los pulmones llenos de polvo de carbón... —Dijo esto con bastante desapasionamiento, sin rencor o amargura. Así era ella. En su interior, en el fondo, sabía Daina, su corazón estaba recubierto de un tizne gris que ninguna cantidad de felicidad podría jamás quitar por completo. Primero su padre, y luego su hermano mayor, murieron de ese modo mientras se rompían las espaldas para la tienda de la compañía[4].
"Y yo en medio de todo esto. Como un viaje real a Oz, sólo que, y he aquí lo curioso, en algún momento durante el concierto todo se invirtió, así que el concierto se volvió parte de la vida real y aquellos años en St. Marys quedaron reducidos a un sueño que alguna vez debo haber tenido estando enferma.
"Recuerdo los discos sencillos que compré en Des Moines cuando fui a visitar a mi tía Silvia. Tuve que meterlos a escondidas a la casa: I Want to Hold your Hand, Route 66, The Hippy Hippy Shake. No podrías saber cómo es eso.
—Me lo imagino —respondió Daina.
—No, no puedes. Naciste y creciste en Nueva York. ¿Qué son los Estados Unidos para ti sino Nueva York y Los Ángeles? Oh, seguro, alguna vez pudiste haber visto Chicago o quizá hasta Atlanta. Pero todo lo demás es apenas algún extraño paisaje ajeno, que existe sólo en los cuentos, en las películas o en un atlas.
—Pero, Maggie —comenzó Daina—, he estado en...
—No importa. No es lo mismo que vivir allí. ¿No lo ves? —interpuso ahora con voz enojada—. Estuve viviendo en el maldito ataúd negro de un mundo plano, lento e inmutable. Es imposible que imagines lo que esa música significaba para mí.
"Y ahora que estoy aquí... ¿Sabes que algunas mañanas despierto y me toma diez minutos o más darme cuenta de que verdaderamente estoy aquí, de que no es un sueño, de que cuando volteo la cabeza y abro los ojos no voy a ver esos banderines escolares colgando olvidados en la pared, sobre mi cabeza o mi suéter de porrista colocado en el respaldo de la desvencijada silla de madera que me dio mi abuelo? —Sus dedos entrelazados se retorcían hacia adelante y hacia atrás—. Si no hubiera dejado St. Marys cuando lo hice, sé que nunca habría reunido las agallas para hacerlo. Así que corrí... hasta llegar aquí.
—Todos estamos corriendo, Maggie —la sosegó Daina, dulcemente—. Todos los que estamos haciendo esto. Todos buscamos un arnés de oro para atárnoslo sobre los hombros —suspiró profundamente—. El único problema es que en estos días parece que estamos corriendo sin movernos.
—Por lo menos nos mantiene en forma —ironizó Maggie, sonriendo.
Daina rió también y pidió:
—Continúa. ¿Qué pasó en la fiesta?
—Chris y yo nos conocimos. —La sonrisa de Maggie volvió. Levantó un delgado brazo e imitó los movimientos de una bailarina de ballet—. Y yo lo conquisté.
—¡Estás bromeando!
—Fui tan malditamente altanera en un principio... tú sabes, había oído cuan brillantes se pueden volver estas fiestas de rock cuando se deciden a empezar en serio... —Maggie negó con la cabeza.
—Excitantes —murmuró Daina.
—¡Sí! —apoyó Maggie utilizando ahora el acento de la alta sociedad inglesa—. Pero a la larga una se aburre de visitar los barrios bajos. —Se rió tontamente y siguió abandonando la estilización—. Así que nos fuimos.
Ese fue el principio y, una semana más tarde, se mudó con Chris a Malibú, con las gaviotas chillando y el somnoliento y constante deslizar y silbar del oleaje, con las mujeres de senos colgantes corriendo por la playa en busca de una conquista de alguien famoso y, en lo profundo de la noche, el suave sonido bramante de las ballenas.
—Cristo, pero ese bastardo merecía haber sido sacado a patadas —repudió Maggie ahora, probando su bebida—. Es mejor que te hayas librado de él, Daina. Supongo que ahora te puedo decir que nunca esperé mucho de Mark
—¿No?
—Desconfiaba de él. Sus ideas políticas... no sé. Esa forma de altruismo es demasiado pura para ser real. Y era tan bueno con su retórica... tan endemoniadamente hábil... Puede hacer lo que quiera con sólo hablar.
—Supongo que es así como fue capaz de filmar en el sudeste asiático —convino Daina asintiendo con la cabeza.
—La película casi está terminada, ¿no?
—Supongo que sí. Acababa de regresar de darle los toques finales. La filmación ya terminó y tuvo tiempo de... —Se interrumpió y dio un trago largo y convulso a su bebida.
—Dame —solicitó Maggie—. Déjame llenar eso. —Tomó el vaso vacío de la mano de Daina y fue a llenarlo de nuevo—. Siento que haya tanto desorden, pero cuando Chris está grabando en el estudio todo anda de cabeza.
—¿Cómo va saliendo el nuevo álbum? —preguntó Daina aceptando el vaso lleno, que le enfrió la palma de la mano.
—Es difícil decirlo en esta etapa —reconoció Maggie ofreciéndole una rápida sonrisa que se desvaneció demasiado pronto—. Todo está revuelto aún. —Siempre había utilizado varias expresiones inglesas. Daina imaginaba que provenía de su amor por el rock and roll inglés—. Tú sabes, siempre hay mucha tensión cuando están en el estudio. La presión para crear es enorme y, bueno, algunos de ellos todavía son bastante irresponsables. Naturalmente, depende de Chris el reunirlos y echarlo todo a andar. —Se sentó en un mullido sillón, apoyó el vaso contra su mejilla y cerró los ojos por un momento.
Estaba oscuro allí. Aun con las esparcidas lámparas encendidas, Daina podía escuchar afuera el suave silbido del Pacífico, pero adentro había absoluto silencio ahora que sus voces cesaron. Sentada frente a Daina, con los ojos cerrados, Maggie parecía haber perdido la vitalidad. Daina miró hacia otro lado, al enorme tapete persa que cubría el piso, un revuelto y complejo patrón de verdes y zafiros profundos, ocres de tierra y un negro tan oscuro que parecía infinito. Las paredes eran de esmalte oscuro, roto aquí y allá por un Calder, un Lichtenstein e, incongruentemente, un Utrillo, todos originales. A lo largo de la pared opuesta se extendía un monstruoso sistema estereofónico que incluía grabadoras de cartuchos y de casetes y un par de bocinas como mamuts, de más de un metro de alto, todo ello de calidad digna de un estudio.
Los ojos de Maggie se abrieron súbitamente y se inclinó hacia adelante, poniendo su vaso sobre la curvada mesa de ébano. Sus manos pasaron sobre los papeles de arroz y la bolsa de plástico llena de mariguana. Su húmedo índice frotó la superficie de un pequeño cuadrado de vidrio, levantando los restos del blanco polvo. Se frotó la capa de cocaína de los dedos contra las rosadas encías. Para Daina, ese era un gesto curiosamente obsceno
—Deberías relajarte y probar un poco —sugirió Maggie, pero estaba demasiado abstraída para percibir la negativa de Daina.
Maggie pasó urta mano por la orilla de la mesa. Había adquirido ese hábito, quintaesencia de L. A., de tocar las cosas con las palmas de las manos para no dañar la brillante superficie de sus largas y manicuradas uñas.
—¿Recuerdas cómo era todo cuando comenzamos? Ambas estábamos tan asustadas entonces y éramos tan... iguales...
—Maggie, no puedes esperar...
—Pero ya no lo somos, ¿o sí? —consultó mirando a Daina agudamente—. ¡Has cambiado, maldita sea! ¿Por qué tenía que pasar eso?
—¡Oh, por el amor de Dios!
—Pero yo no pertenezco a los comerciales —se lamentó Maggie—. Es degradante, Cristo, ¡no es actuar! Solamente posar. ¡Es basura!
Levantó entre sus manos el gran encendedor plateado, prendiendo y apagando la llama.
—Estoy completamente harta de esperar que llegue algo real. ¡Me volveré loca!
—Estoy segura de que has hablado con Víctor —comentó Daina, calmadamente—. ¿Qué te dice él?
—Me dice que tenga paciencia, que me está consiguiendo lo que puede. —Se levantó, buscó por la habitación como si tuviera un exceso de energía nerviosa que necesitara deja salir—. Ya me cansé, Daina. Lo digo en serio. Necesito que alguien haga algo por mi. —Regresó con una pequeña bolsa de celofán, vació el polvo blanco en el cuadro de vidrio.
Daina miraba en silencio mientras su amiga aspiraba la coca.
—¿Qué crees que deba hacer? —preguntó Maggie volviéndose hacia ella—. ¿Despedir a Víctor, tal vez?
—Víctor es un buen agente —respondió Daina—. Esa no es la respuesta. Y tampoco lo es meterte esa cosa en la nariz.
—Me hace sentir como si estuviera en la cima del mundo —susurró Maggie—. Ya sabes. Por favor, no empieces a molestarme con eso. No tengo otra alternativa.
—La tienes —insistió Daina—, pero no quieres oírla. Has cambiado, Maggie. Solías creer en ti misma, solías pensar que eras la mejor. ¿Recuerdas cuando nos pasábamos toda la noche discutiendo acerca de quién era la mejor, si tú o yo?
—Cosas de niños —afirmó Maggie—. El mundo resultó ser un lugar bastante distinto ¿no, Daina? —Sus ojos tenían una apariencia herida mientras miraban a Daina por entre las pestañas—. Tú ganaste todo y yo estoy aquí, pegada a una carrera que no va absolutamente a ninguna parte. —Se inclinó y tomó más coca—. Así que no digas una palabra más sobre esta cosa, ¿eh? Cuando estoy pasada puedo olvidar que no soy algo más que una fanática glorificada, aferrada a Chris.
—Maggie, sabes que no es así. Chris te ama...
—¡No hables de lo que no sabes! —gritó Maggie, agudamente—. En lo que se refiere mí y a Chris, tú no sabes una maldita cosa, ¿entendiste? —Estaba temblando y derramó coca en su regazo—. ¡Oh, Cristo! ¡Mira lo que me hiciste hacer! —Comenzó a llorar, tratando de devolver el polvo blanco a la bolsa de celofán. La mayor parte cayó en el tapete a sus pies—. ¡Oh, demonios! —Con un gesto convulsivo, arrojó el sobre a través de la habitación.
—Cariño, aléjate de eso —le rogó Daina, suavemente—. Sólo por unos cuantos días.
—Lo hago porque es lo que Chris quiere —afirmó Maggie con voz apagada. Se limpió los ojos con el dorso de una mano pecosa.
—Esa no es ninguna razón para hacer algo.
—Oh, no quiero perderlo, Daina. Moriré si se va. De cualquier modo, ha llegado a gustarme.
—Maggie, no...
—Dios, soy una mierda. Eres la última persona con la que debía estallar.
—¿Qué tal un poco de café para nosotras? —sugirió Daina pasando la mano por la suave carne del brazo de Maggie.
Esta se limpió las última lágrimas, sonrió y asintió.
—Regreso en un momento —avisó Daina.
—¡Oye! —gritó Maggie desde la cocina—. Usa el baño de nuestra recámara. Están arreglando el excusado que está en el vestíbulo.
La recámara, al frente de la casa, era una gran ele, espaciosa y bien ventilada. Un par de altas ventanas dominaban el Pacífico. Las paredes estaban pintadas de un lustroso azul de medianoche y las cubrían carteles enmarcados con metal plateado, que anunciaban conciertos en los teatros de Fillmore Este y Oeste, los más famosos templos del rock en los sesentas, ahora extintos. Vio a los Heartbeats en un cartel con B. B. King y Chuck Berry en azul y plateado; Cream en amarillo pálido y gris; Jimmy Hendrix en rojo profundo y arena; Jefferson Airplane en verde pasto y café claro; los colores y letras psicodélicas de Rick Griffin representando a cada ídolo musical de un modo casi medieval, como bravos y galantes caballeros con sus coloridos estandartes ondeando, listos para entrar al campo de batalla. Y como los caballeros, pensó Daina, ahora todos han desaparecido en una forma u otra: disueltos, transmutados o destruidos. Todos, excepto los Heartbeats que han perseverado durante diecisiete años y todavía están en la cima.
Giró alrededor de la enorme cama. La colcha azul oscuro y verde pálido estaba volteada, mostrando su revés color crema, como el abdomen de una enorme lagartija adormilada. Sobre ella vio una vacía grabadora de casetes, portátil, con la tapa abierta. Junto se hallaba un desencuadernado ejemplar de Getting Into Death, de Tom Disch's; los Cuentos de Berlín, de Cristopher Isherwood; un gigantesco volumen de El Viento en los Sauces, de Kenneth Grahame, ilustrado por Arthur Rackham; y una edición de bolsillo de El intruso, de Colin Wilson, con las esquinas dobladas.
A lo largo de la pared opuesta había una mesa cubierta con un montón de semanarios especializados en música: Billboard, Record World y Cash Box, junto con Variety y periódicos de Inglaterra, New Musical, Express, Melody Maker y Music Week, y un ejemplar de Rolling Stone de dos semanas atrás, con un reportaje en primera plana sobre Blondie. Luego, la oscura entrada del baño.
Colgada a la izquierda de la puerta estaba una fotografía publicitaria del grupo en blanco y negro, enmarcada en dorado, de 20 por 25 centímetros. A juzgar por las llamativas ropas, obviamente se remontaba a los años sesentas.
Daina miró fijamente la fotografía, fascinada. Nunca había visto a los Heartbeats en su primera encarnación, habiéndolos descubierto un poco más tarde, en la primera mitad de los setentas. Aquí vio cinco miembros en lugar de cuatro. Estaba Chris, el guitarrista y cantante, alto y guapo; lan, el bajista, de cabello oscuro y ojos negros, delgado y duro como una viga; Rollie, el baterista, regordete como un oso de peluche, con su perpetua sonrisa plasmada a lo largo de su cara amigable; Nigel, el tecladista, que escribía las letras de la música de Chris, mirando hacia la cámara con ese estilo peculiar que se había convertido, a lo largo de los años, en el sello distintivo del grupo. Pero, claro, él era el que más se preocupaba de su imagen. Los conocía a todos, excepto a uno, el de en medio. Llevaba el cabello muy largo, apartado tensamente de un rostro de altas montañas y hondos valles, como si usara cola de caballo. En general, ella decidió que su cara tenía una dureza surgida principalmente de los labios delgados y la nariz quebrada, que parecía demasiado larga para su cabeza.
Pero lo que la intrigaba eran los ojos, extraordinariamente expresivos y que se diferenciaban en lo absoluto de sus otros rasgos, de tal modo que la imagen que mostraba presentaba un inquietante misterio. Su mirada era compleja, una especie de helada arrogancia que le pareció a Daina una simple máscara que escondía una intelectualidad bastante frágil. Cierta emoción imprecisa flotaba en las profundidades de sus ojos, como si estuviera atrapada. Ella sintió una urgencia irresistible de tenderle una mano para ayudarlo.
Agitó la cabeza y se rió de sí misma. Qué imaginación, pensó. Seguramente todo eso no podía estar contenido en una simple imagen de dos dimensiones.
Cuando regresó a la cocina, el café estaba casi listo, su rico aroma esparciéndose por la habitación.
—Aquí no usamos café instantáneo —proclamó Maggie, sonriendo. Aparentemente su tristeza se había desvanecido—. Chris insiste en café recién hecho todo el tiempo y debo decir que no lo culpo. Yo misma empiezo a percibir la diferencia. —Se volvió y sirvió el café—. Aquí tienes.
—Oye, Maggie, vi una vieja fotografía del grupo en tu recámara. ¿Quién es el quinto hombre? —preguntó Daina tomando el tarro lleno.
—Oh, Jon —respondió Maggie probando su café. Hizo un gesto y le puso un poco de leche—. ¡Jesús!, he estado tratando de tomarlo negro, como Chris, pero no puedo.
—¿Qué hay de Jon? —insistió Daina—. ¿Qué pasó con él?
—En realidad no hay mucho que decir —contestó Maggie chupando una gota de leche de la punta de su dedo—. El estaba en el grupo, al principio. Murió justo cuando estaban haciéndola en grande. —Se volvió hacia el gabinete, echándole azúcar a su café y probándolo de nuevo—. Umm, así está mejor. Un accidente. Alguien, quizá Rollie, mencionó alguna vez que era un poco inestable. Supongo que la presión lo destruyó.
—¿Has hablado alguna vez con Chris sobre él?
—Oh, él nunca habla de Jon. Demasiados recuerdos dolorosos, creo. El y Nigel se criaron con Jon en el norte. Fueron a Londres en grupo, para hacer fortuna —relató frunciendo la nariz—. Pero tú sabes cómo son las cosas en su actividad. Tantas muertes...
El batiente sonido de un motor las interrumpió y miraron hacia arriba.
—Papá está en casa —anunció Maggie con una sonrisa. Dejó su café sobre el gabinete—y fue hacia la sala, seguida de Daina—. Tiene un nuevo juguete, una motocicleta —explicó, alcanzando la perilla de la puerta—. Una enorme Harley diseñada especialmente para él. La carrocería es transparente para que se pueda ver la maquinaria. Me amenaza todo el tiempo con subirme en ella, pero la cosa me petrifica. No me atrevo a montarme ni con el motor apagado.
El tremolante ruido murió y escucharon a los grillos y el oleaje reiniciando su líquido sonido de fondo, pintando la noche con fríos tonos pastel.
—¡Hey! —saludó Maggie abriendo la puerta. Chris la levantó en brazos y la besó. Era enorme y Maggie se veía empequeñecida junto a él. Medía más de metro ochenta y tenía la piel bronceada por el sol, razón por la cual, decía él mismo, había decidido establecerse en L. A. en vez de volver a Londres. Además, claro, estaba el problema de los impuestos, que hacía ventajoso el que el grupo viviera en el extranjero. lan tenía una casa en Mallorca y Nigel una villa en el sur de Francia. Todos eran exiliados fiscales, como tantos otros prominentes músicos de rock.
Bajó a Maggie y entró en la sala. Vio a Daina y su cara se abrió en una amplia sonrisa.
—Hey, ¿cómo te va, Dain? —la saludó y se besaron. Su cabello castaño oscuro caía en amplias ondas; sus ojos eran de un verde profundo que a veces limitaba con el negro.
—Volviste temprano —observó Maggie mientras caminaban del brazo hacia el sofá. Chris se dejó caer descuidadamente sobre él.
—No lo hubiera hecho —explicó con su pesado acento británico—, pero hubo otra maldita pelea. Casi atravieso el suelo con la cabeza de Nigel. Así hubiera aprendido cerdo perezoso. ¡Maldita sea!
—Creí que ya había quedado todo claro —comentó Maggie enrollando un cigarro de mariguana Lo encendió, fumó y se lo pasó a Chris. Él lo tomó y aspiró profundamente, con un sonido como el de un baño de vapor. Mantuvo el humo durante un rato muy largo.
—Conoces a esos estúpidos bastardos —argumentó, exhalando—. Les entra por una oreja y les sale por la otra porque no tienen nada más que aire allí dentro. —Dio otra fumada y su humor pareció cambiar súbitamente. Se incorporó, tirando un poco de ceniza en el enorme cenicero de bronce que estaba sobre la mesa de ébano—. Pero, hey, estoy contento de que estés aquí, Dain. —Buscó un poco en el bolsillo de su camisa vaquera y extrajo uncasete de plástico blanco—. Adivinen qué traigo aquí, chicas. ¿Pisas? —preguntó Maggie, excitada.
—Mejor que eso —sonrió—. Aquí tengo una mezcla de dos de mis canciones para el nuevo L. P. Es la primera vez que instrumento algo sin Nigel. Espera a escuchar estas canciones. No se parecen a nada de lo que el grupo haya hecho antes.
—Van en una dirección completamente nueva —avaló Maggie volviéndose hacia Daina.
—Sí —afirmó Chris, levantándose y dirigiéndose a través del cuarto hacia el estéreo—. Una bocanada de aire fresco que necesitábamos mucho. —Se inclinó frente al equipo y movió los botones. Las luces se prendieron, puntos rubí y esmeralda titilando como estrellas lejanas. Puso el casete en la grabadora—. Bien, ¿listas?
Ambas respondieron que sí.
—La primera es una cosa llamada "Race" —explicó sentándose al desgaire—. La segunda es instrumental. —Apretó un botón y al instante la habitación fue invadida por la música. Grandes acordes de guitarra, el pulso de un bajo firme como el acero, el golpeteo de los tambores como el fondo pedregoso de un arroyo agitado. Entonces escucharon la rica voz distintiva de Chris: Recuerda las veces/en el asiento trasero de un Ford/con los faros brillando/ ¿sabíamos lo que pasaba?/¿Que un día creceríamos?¡Llegando a las finales/esos días de palmeras y loción parecen muy lejanos.
La música se elevaba en un corto puente como preludio al segundo verso: He abandonado las rimas/que nos han dado de vivir,/las limusinas, las fiestas,/las muchachas grandes que dan/todo lo que pueden/en la parte trasera de una camioneta./Ah, esas noches brillantes de deleite y cocaína parecen ahora muy lejanas.
Saliendo del segundo verso, la guitarra, doblada para sonar infinitamente más compacta, tomó la melodía hacia un coro que bombeaba adrenalina. Hubo una repetición y después entró el coro de nuevo, dominado por la guitarra de un modo que causaba escalofríos.
Se produjo silencio durante algunos segundos y luego empezó la pieza instrumental. Era la antítesis musical de "Race", una lenta y recurrente melodía construida en quintas menores, que continuaba subiendo en lánguido abandono, haciendo espirales, recordándole a Daina el "Adagio para Cuerdas", de Samuel Barber.
El final se disolvió de modo tan gradual que ella sólo se dio cuenta de que la melodía había terminado, cuando escuchó el leve sonido del aparato apagándose al terminarse la cinta.
—¿Y bien? —preguntó Chris girando sobre sí mismo.
—Estoy aturdida —contestó Daina—. No sé qué decir.
—¿Te gustó?
—Me encantó.
—Son grandiosas —alabó Maggie—. Quiero decir, Nigel probablemente se ensuciará los pantalones.
—Todavía no las escucha —señaló Chris—. Ninguno de ellos lo ha hecho. lan y Rollie sólo han oído lo que grabaron. Nigel no ha oído nada y así se quedarán las cosas hasta que yo tenga listas las mezclas finales. —Se levantó de un salto—. Bueno, voy a salir a dar una vuelta.
—Chrís, acabas de llegar —la voz de Maggie era lastimera.
—Dain —preguntó él—, ¿te gustaría ir a dar una vuelta?
—Lo siento —se disculpó ella, levantándose—, pero tengo llamado para maquillaje a las cinco. —Se despidió, agudamente consciente de los ojos de Maggie sobre ella, llenos de ira y envidia. Se estremeció como si algo físico la hubiera rozado.
*
La enorme limusina Mercedes azul oscuro se hallaba en la entrada de su casa como una masiva fortaleza. Mientras se acercaba, su sombra parecía más grande que la casa detrás de ella.
Se acercó bastante, apagó el motor y salió. La noche estaba agitada por un aire que rozaba su mejilla y enredaba su cabello color miel.
El agudo golpeteo de sus tacones sobre la grava ahuyentó el melodioso silbido de los grillos. Mientras se acercaba, la puerta trasera de la casa se abrió silenciosamente. Había una luz en el interior, el tipo de rico y tibio resplandor que sólo proviene de una lámpara con una bella pantalla. Los carros no tenían luces como ésas.
Inclinó la cabeza y entró. El Tonight Show estaba en la pequeña T.V. de color, con Johnny Carson hablándole silenciosamente a Stockard Channing, al tiempo que golpeaba su lápiz de doble goma sobre el escritorio.
—Te extrañé cuando no viniste a casa —precisó Rubens.
—Estoy en casa ahora.
—Quise decir a mi casa.
Se alejó de él y miró hacia la negrura de la noche. Los árboles oscurecían la pendiente de la colina y la enorme extensión de luces más allá.
El asiento bajo ella se sentía tan duro como una banca de iglesia.
—Nunca debió haber sucedido —reprochó Daina.
—¿Qué es lo que nunca debió haber sucedido?
—Lo de anoche —aclaró, todavía mirando hacia la lejanía—. Me hallaba enojada, molesta... había pasado algo. Y tú estabas allí.
—Siempre he estado allí.
Ella no dijo nada; se abrazó. Sentía frío.
—No vas a decirme que fue una aventura de una sola noche... —comenzó Rubens.
—No voy a decirte nada. '
—... porque sé que no eres así —finalizó Rubens. La cabeza de Daina giró para mirarlo. La luz de la lámpara iluminaba suavemente la aguda y definida curva de la mandíbula y los labios de Rubens—. Tú no entregas el cuerpo fácilmente, sin pensar. No importa lo que me digas, sé que no lo haces —dijo incorporándose y apagando la T.V. y Johnny y Stockard murieron—. Y también sé que lo de anoche no fue solamente una cogida. Lo sé porque lo he hecho con mucha frecuencia durante el último par de años, con incontables muchachas. Sé cómo es eso, lo sé demasiado bien. Anoche no cogimos.
—¿No? —preguntó ella elevando la voz—. ¿Qué fue lo que hicimos?
—Hicimos el amor. Lo sé y tú lo sabes.
—¿Y qué si lo sé?
—No quiero perder eso —demandó estirando el brazo, tocándola.
—¿Qué es lo que piensas? —preguntó Daina fríamente, apartando los dedos de él—¿Que puedes comprarme con una línea como ésa? —Estaba a punto de burlarse de él, pero la ansiedad crecía en ella demasiado rápida para que se diera cuenta.
—Está bien, lo dije en forma incorrecta. Demándame.
—Eres muy tierno y lo sabes —replicó Daina. Sus ojos eran brillantes y fieros. Cada momento que pasaba allí sentada con él, sentía ese extraño revoloteo en su pecho, casi como si estuviera a punto de sufrir un ataque cardiaco. Puso la mano en el pomo de la puerta.
—No —denegó él recordando las palabras que Daina dijera la noche anterior. Puso su mano ligeramente sobre la de ella y la retiró con rapidez—. No hay razón para que me tengas miedo.
—Debes estar bromeando —pero él había dado en el blanco y ella lo sabía. El pánico la invadió.
—Toma —ofreció él abriendo el bar y sirviéndole un Bacardí en las rocas. No olvidó la rajita de limón.
Los cubos de hielo chocaron con los lados del vaso cuando ella lo tomó y dio un largo trago. Sé inclinó hacia atrás con los ojos cerrados y suspiró.
—Te puedes ir ahora, si quieres —planteó Daina.
La voz de Rubens le llegó como una fuerza incorpórea, atravesando la oscuridad impuesta por sus labios cerrados. El debió haber sido médico.
—No quiero pertenecerte —declaró ella, lentamente.
—Daina, te diré la verdad. No creo que sea posible. Considero que el hecho de no poder ser tu dueño es el motivo real por el que yo...
—Si me enamoro de ti, puede ser posible.
—¿No es un poco prematuro...? —comenzó a decir Rubens.
Pero ella ya había abierto los ojos y miraba fijamente los de él.
—¿Lo es?
Ahora fue su turno para voltearse.
—No lo sé —respondió él después de un tiempo—. Todo lo que sé es que vine aquí para pedirte que te mudes a mi casa.
—¿Así nada más? ¿Sin ataduras?
—¿Qué ataduras? ¿Piensas que esto es una especie de alianza de negocios?
Ella ignoró sus palabras y cerró los ojos de nuevo. Casi podía sentir el suave balanceo del barco, las largas y encantadas melodías.
—¿Recuerdas cuando te dije que algo había pasado anoche? —le preguntó a Rubens—. Bueno, corrí a Mark, lo encontré... Bueno, no importa eso. Es un bastardo y obtuvo lo que se merecía.
"Pero —quizá inconscientemente se hundió aún más en la esquina del sillón—, me dejó muy agitada. Estuvo viviendo conmigo durante casi dos años. Siempre hubo una especie de... estabilidad. Y nunca me di cuenta de cuánto contaba con eso, hasta que él se fue.
"Anoche estaba sola, era una extranjera en tierra extraña; como si yo fuera una instantánea desenfocada. Entonces apareciste tú y... —su cabeza giró violentamente y lo envolvió con una mirada que lo hizo temblar por dentro—. Cuando hicimos el amor —pronunció ahora cada palabra como una entidad separada—, nunca me había sentido tan descontrolada, nunca sentí tan agudamente el hecho de ser una mujer. No en el sentido genérico, sino en el tradicional. Yo tenía mi lugar, tú tenías el tuyo y...
—Yo nunca dije nada ni hice nada para... —interrumpió Rubens.
—No, no lo hiciste. Fue una combinación de mí y... una parte de ti. El horno de tu poder. Eso es lo que me atemoriza, me disminuye de algún modo.
—No —protestó Rubens agitando la cabeza—. Es tu miedo el que te disminuye, nada más.
Sus ojos lo miraron desafiantes.
—Ven a casa conmigo —pidió Rubens.
—Esta noche, no —rehusó ella abriendo la puerta. Los músculos de sus muslos saltaban y se retorcían al ver a la limusina desaparecer colina abajo.
Esa noche, envuelta en sus cobijas, soñó en un tiempo muy antiguo: los días de Woodstock. Gente en todas direcciones, tanta que cubre hasta donde llega la vista. Los flecos balanceándose y los collares de cuentas chócamelo como el ritmo de un reloj cósmico. EI cabello ondeando a través de ojos fijos, cayendo sobre espaldas desnudas, como crines de caballos sudorosos. El aire está húmedo con el olor de la hierba. Aquí, junto a ella, una pareja hace el amor sin tomar en cuenta la jungla de humanidad a su alrededor. Allá, un hombre, con una cola de caballo enredada, levanta sobre la cabeza a su rosado y desnudo hijo, mientras un delgado muchacho es elevado sobre la superficie de la muchedumbre, la cabeza colgando insensata, seguramente es un gran viaje de ácido, que se estaba poniendo malo, y es llevado sobre una camilla móvil hacia la estación de primeros auxilios, enviado con amor.
El último anuncio flota en el aire como preludio a la carrera triunfal de la música, como un toro largamente encajonado, corriendo en estampida entre la multitud como un ser viviente. ¿Qué están diciendo por el altavoz? Más de medio millón de almas acampando aquí, tocándose, deseándose. ¡Y qué alegría trae el anuncio! Una generación entera desplegando su solidaridad en la Era de Acuario, unidos por la guerra; no hay dioses frente a ellos, simplemente la misa de la música repitiéndose en un eco fuerte, más fuerte, aún más fuerte, para ahogar el clamor de la muerte en los arrozales; las ametralladoras que llamean y el napalm que cae como una hedionda lluvia de fuego gelatinoso. ¡Demonios, no, no iremos!
Y la música sube en intensidad pregonando su desafío, incandescente en su diamantina resolución, encendiendo una tormenta de fuego en la mente de ella o, quizá más exactamente, disparando los efectos de la droga que ha ingerido.
Las imágenes ahora saltan y aúllan como explosiones de láser, en tanto su cuerpo tiembla con los truenos del bajo, que parecen terremotos en miniatura que la envuelven en una red física.
Durante esta larga celebración, ella ha cocinado para la muchedumbre, ha cosido pantalones rasgados para extraños que se volvieron familiares en la cerrada atmósfera comunal, alguien le ha vomitado encima y, en cierto momento de ayer —¿o fue de antier? —salvó a una jovencita de tragarse su propia lengua en un ataque epiléptico tan violento como la música. Ha comido poco y no ha dormido, y ahora, en medio de la ondulante muchedumbre, se sienta y es llevada por fuerzas que no comprende, perdiendo su humanidad por un momento, deslizándose atávicamente hacia los milenios, convirtiéndose en animal puro.
Súbitamente se produce un estallido, como si ella hubiera sido la causa de que todos los espejos del tiempo se rompieran. Se levanta para verse como un punto entre las innumerables masas, como parte de un palpitante conglomerado orgánico y, girando, únicamente ve el mar de humanidad y se siente perdida como si ya no quedara ninguna ella, ninguna Daina, sino sólo un enorme y desbordante ellos. Es un diente de un engrane, una célula de un cuerpo, un rayo en una mandala que está girando a una velocidad que, ahora se da cuenta, no depende de su voluntad. Se siente inmersa en un mar sin fondo, ahogándose en una corriente que jamás sospechó siquiera que existiera.
Se vuelve. La música, agitando sus huesos cono si fueran de plástico. Rostros, rostros, un torrente de rostros colgantes lanzándose sobre ella como gotas de lluvia. Entonces, Daina se va y se da cuenta de que ella también es sólo una gota de lluvia.
Aterrorizada, se va. Se va. Le toma mucho tiempo. Como dejar Manhattan una y otra vez. Más y más rápido, adquiriendo una especie de enloquecido ímpetu. Las casas sin fin pasan veloces junto a ella. La gente sin fin. Rostros como ventanas, como puertas, como callejones. Hasta que, al fin, los árboles, la hierba el viento y, sobre su cabeza, el vasto cielo con franjas azules y grises, repitiéndose.
Y, habiendo partido, queda agotada.
*
Heather estaba arrodillada, levantando suavemente la cabeza de James del charco de sangre que se extendía y tomándola contra sus muslos. Sus brazos se hallaban manchados de rojo.
—James —susurró—. Oh, James, ¿qué te pudo llevar a hacer una cosa tan tonta?
Sus ojos se abrieron, grandes y tristes, y trató de sonreírle. Sus labios se movían, mas nada salía de ellos salvo un extraño, escalofriante chirrido que tenía sólo una semejanza superficial con el lenguaje humano.
Raquel trató de abrirse paso hasta donde estaban, pero Malaguez la tomó por la parte trasera de su blusa, tirancb de ella hacia atrás, alejándola.
—Lo siento —le dijo a Heather—, lo siento.
A su alrededor, los terroristas estaban reuniendo al resto de la gente. Los norteamericanos y los franceses fueron incómodamente apiñados en el afelpado sofá. Los dos policías militares ingleses permanecían confusos en el extremo más alejado de la chimenea de mármol, mientras los miembros del comando empezaron a atar sus muñecas y tobillos. Uno de los terroristas trajo a la sirvienta y al mayordomo y los empujó, enojado, a los pies de los policías militares. Con un ademán de su brazo, El—KMaam mandó a cuatro de sus hombres afuera a limpiar el terreno y patrullar.
—Heather —murmuró James. Su voz sonaba como un graznido.
—Oh, Jamie —se dolió Heather. El sonido de su propia voz, o la de él, la hizo empezar a llorar de nuevo—. Tienen razón. Quieren que les regresen su tierra —formuló sacando el rostro de entre su manos y mirando esperanzada hacia él—. Pero dijeron que si cooperamos con ellos saldremos de aquí muy pronto.
—No lo hagas, Heather —pidió él. Sus párpados se estaban cerrando.
—Claro que sí lo voy a hacer —respondió ella, vehemente—. Cuanto antes termine... esta pesadilla, más pronto podremos traer un médico para que te atienda.
—¿Es eso lo que te dijeron? —preguntó moviéndose un poco entre sus brazos, al tiempo que la boca se le retorcía por el dolor—. No te preocupes por mí. Sólo recuerda que no debes creerles una sola palabra.
Mientras tanto, en una esquina, un hombre alto y delgado, con bigote abundante y descuidado, levantó la vista que tenía fija en su compatriota caído. La palma de su mano estaba posada en la frente del terrorista herido.
—El-Kalaam —llamó a su jefe—, está delirando.
El hombre barbado, que estuvo conferenciando con Malaguez, un hombre bajo y fornido, casi calvo, se volvió.
—¿Empezará a hacer ruidos? —preguntó.
—Ya ha empezado —corroboró el hombre—. No puede controlarse.
Sin decir una palabra, El-Kalaam cruzó la habitación y, asegurándose de que todos sus rehenes pudieran ver lo que hacía, desenvainó un cuchillo de cacería. Tenía una hoja de treinta centímetros, que disparaba chispazos de luz desde su pulida superficie. El-Kalaam se inclinó y, sin preámbulos, hizo un movimiento rápido y violento de la hoja contra el desnudo cuello del hombre herido. Hubo un sonido líquido, suave y horrible, y el cuerpo, sostenido por el hombre alto, saltó como si una lanza lo hubiera atravesado. Una espuma sanguinolenta se formó en los labios del hombre muerto, como si fuera un niño haciendo pompas de jabón.
El-Kalaam limpió su cuchillo en los pantalones del cadáver, con dos movimientos cortos, devolvió el cuchillo a la funda junto a su cadera izquierda e hizo un movimiento brusco con la cabeza.
—Ustedes dos —ordenó—, llévenlo afuera.
—¡Dios mío! —susurró roncamente Heather a su esposo—. Acaba de asesinar a uno de sus propios hombres.
—No me sorprende sostuvo James, pesadamente—. Es un profesional, Heather. Cuídate de él. Las palabras son sólo un expediente político para alguien como él. Habla solamente para preparar la escenografía adecuada a sus acciones.
—Muy bien —decidió El-Kalaam mirando al otro lado de la habitación—. Suficiente tiempo para esos dos. ¡Rita!
La monumental mujer dio tres pasos, hizo un movimiento y tiró de Heather, obligándola a ponerse en pie.
—Ahora, vamos —ordenó bruscamente.
—¿Qué? —protestó Heather, sorprendida—. No pueden dejarlo así.
—Ya pasaste suficiente tiempo con él —explicó Rita—. ¿Qué esperabas? ¿Que te lo vendáramos y luego los dejáramos ir? —La mujer rió con un sonido musical que contrastaba con su tono de voz—. ¡Oh, no!
—¡Pero no es justo!
—¿Justo? —se burló Rita con un gesto—. ¿Justo? ¿Qué es justo en la vida? ¿Es justo que nos privaran de nuestra patria? ¿Es justo que nuestras mujeres y nuestros hijos estén muriendo de hambre? ¿Que nuestros hombres sean torturados y destazados por los cerdos sionistas? —agitó la cabeza con violencia—. ¡No! No me hablen de justicia. No existe en este mundo.
—Quiero que alguien... ¡aaah!
Rita se había apoderado de su brazo, torciéndoselo detrás de la espalda.
—¡Suficiente! ¡Ven conmigo!
—¿Qué está pasando aquí? —indagó El-Kalaam caminando hacia ellas. Miró a Heather y luego a Rita—. Te di una simple orden. Espero que la cumplas.
—La estoy cumpliendo —afirmó Rita—. Ella sólo...
—Dámela... —empezó a decir él.
—¡Bastardo! —gritó Heather—. Bastardo, hacer algo así...
El-Kalaam reaccionó como una serpiente, golpeándola, haciéndola perder el equilibrio.
—¡Perra! —gritó frenéticamente—. ¿Qué es lo que pretendes hacer?
Heather se libró de Rita y empezó a tratar de alejarlo.
—¡Corte! —aulló Marion—. ¡Corte! —Corrió frente a los asombrados técnicos ¡Maldita sea, George! ¿Qué demonios crees que estás haciendo? —Expendió las manos mientras trataba de separar a George Altavos, el actor que hacía el papel de El-Kalaam, de Daina—. ¡George!
—¿Qué pretende esta perra haciendo diálogos improvisados?
Ahora los tres estaban forcejeando en el centro del set, mientras los demás quedaron quietos como estatuas, esperando el resultado. Y en tanto forcejeaban, surgió un murmullo, sin origen definido, de todas partes a la vez.
—¡Esta es mi escena! —bramó George, ahora manoteando hacia Marion tanto como hacia Daina—. ¡Así la ensayamos, maldita sea! Ahora está agregando diálogos...
—Por el amor de Dios, ¿te vas a calmar? —acució Marion.
Fue Yasmín la que rompió el impasse. Ella hacía el papel de Rita. Se lanzó entre Daina y George con tal fuerza, que Marion se vio obligado a sostenerse del brazo de Geore para no caer.
—¡Yasmín! —exclamó George, jadeando. La morena tomó a Daina del codo y la alejó del set hasta que los gritos de George se perdieron.
—¡Ese hijo de perra! —explotó Daina, sacudiéndose a Yasmín. Se masajeó el hombro—. ¡Me golpeó en realidad! Cristo, ¿qué le pasa?
En ese momento se acercó corriendo Don Hoagland, el asistente de dirección.
—Estoy terriblemente apenado por esto, Daina —se excusó—. Lo que hizo George es inexcusable... inexcusable. —Agitó la cabeza—. Quiero que sepas que Marion está con éI ahora...
—Sí, claro —deslizó Daina en tono sardónico—. Sin duda, recitándole exactamente el mismo discurso.
Hoagland le sonrió. Era un irlandés con el plateado bigote cuidadosamente recortado y el cabello engomado y peinado hacia atrás. Trabajaba en todos los proyectos de Clark. Era fácil ver por qué: tenía una lengua de plata.
—En realidad, Daina —argumentó bajando el tono de su voz—, eso no es verdad en lo absoluto. —Tocó su mano en un gesto cariñoso y paternal—. De hecho, Marion está fuera de sí. El pensó que las líneas que agregaste eran perfectas. Yo creí que iba a ahorcar a George allá atrás. —Le dio unas palmaditas en el dorso de la mano—. No te preocupes. Nos tomaremos el resto del día y para mañana temprano todo se habrá olvidado.
—Es mejor que George se haya calmado para entonces —amonestó Daina.
Hoagland le sonrió y le aseguró:
—Marion se encargará de eso. —Se volvió para irse—. No te preocupes por nada.
—¿Estás bien? —preguntó Yasmín cuando estuvieron solas.
Daina se limpió la cara y la miró como si fuera la primera vez.
—Oh, sí, claro —sonrió—. Gracias por interponerte.
—Olvídalo —desechó Yasmín con un movimiento de la mano—. Creo que en realidad fue mi culpa que esto hiciera erupción hoy y estoy muy apenada por ello.
—¿Quieres decir que volverá a ocurrir? —preguntó Daina limpiándose la cara de nuevo.
—No lo sé. Creo que en parte depende de mí. —Agitó la cabeza—. Pero vamos afuera. Aquí todavía se siente un poco viciado el ambiente.
Cruzaron el área de sonido, oscurecida ahora, con sus serpenteantes cables y sus amontonados aparatos. La brillante luz del sol las golpeó al abrir la pesada puerta de metal y bajaron por la rampa de concreto hacia el área posterior.
—¿Vamos a mi trailer o al tuyo?
Daina rió y señaló con el dedo, diciendo:
—Quisiera un poco de ese apestoso café. —Caminaron hacia el enorme camión que ofrecía comida y bebida en sus abiertos costados.
Llevaron sus tazas a la sombra, contemplando el interminable desfile de actores y actrices con y sin vestuario escénico.
—La verdad es que —confesó Yasmín después de un tiempo—George y yo terminamos. Me fui de la casa anoche.
Todos sabían que George y Yasmín vivían juntos.
—¿Qué pasó?
Yasmín se encogió de hombros.
—Me harté de él. Sus corajes y sus constantes quejas contra el tener que sufrir mientras trabaja, su inseguridad acerca de su edad, de estar perdiendo el cabello... "¿A dónde se han ido todos los papeles principales?" —Miró a Daina y se volvió hacia el área llena de gente. Por fin, sus ojos bajaron hacia su café—. Demonios —exclamó y arrojó la taza—, no sé por qué estoy mintiendo. Supongo que es un hábito.
—No me debes ninguna explicación, Yasmín —concedió Daina, mirándola.
—Quizá no —admitió sonriendo—. Pero creo que me la debo a mí misma. —Puso las manos temblorosas en el barandal contra el que estaban recargadas—. La verdad es que nosotros, George y yo, habíamos hecho un trato. Al menos yo lo vi así. El quería irse a la cama conmigo y yo deseaba este papel en Heather Duell. —Se encogió de hombros—. Es muy simple, ¿no? Todos lo hacen en alguna ocasión. Ambos ganamos. No quería que nadie saliera herido.
—Bueno, no firmaste un contrato —soslayó Daina—. Quiero decir, las personas son personas, no cosas. Tienen sentimientos y en un momento pueden decir algo con todo convencimiento. Pero los sentimientos cambian. No somos de piedra.
—Ciertamente, George no es de piedra —corroboró Yasmín con tristeza—. El está enamorado de mí. —Se volvió hacia Daina—. Hasta ahora supe cuánto lo iba a lastimar, Daina. No quise hacerlo, pero ocurrió de todos modos. Como si ninguno de los dos tuviera control ya. Cómo si ambos nos estuviéramos alejando.
—¿Qué sientes hacia él? —inquirió Daina pensando en Rubens.
—Esa es la parte verdaderamente horrible. No lo sé. Es decir, aquí entre nos, como mujeres, hice lo que tenía que hacer y estoy aquí ahora contigo, hablando, precisamente por eso. Nuestras armas son diferentes de las de ellos, eso es todo —soltó una risita—. EI único problema es que no soy una perra sin sentimientos. Aún siento algo por George.
—Bueno, lo único que puedes hacer es decírselo.
—Oh, no está dispuesto a escuchar nada que yo le quiera decir ahora.
—Entonces lo llevarás siempre en la conciencia. ¿Eso es lo que quieres?
—Pobre George —se quejó Yasmín mirando el ardiente sol, con los ojos entrecerrados.
Había movimiento frente a ellas. Ambas vieron la enorme limusina plateada que se dirigía hacia donde estaban. Todas las ventanas se hallaban cubiertas con esa sustancia plateada que permite ver hacia afuera, pero no hacia adentro. Todo el emparrillado era de acrílico transparente. Muchos técnicos habían dejado de trabajar para volverse, preguntándose quién estaría adentro.
Llegó junto a Daina y Yasmín y se detuvo. La ventanilla trasera se deslizó silenciosamente y el sonido de la música surgió del interior: el aullido de las guitarras y el ronco golpear de los tambores. Daina vio la sonriente cara de Chris en la penumbra. Llevaba unas oscuras gafas para el sol, con arillos de acero. Se deslizó por el asiento y ella pudo ver que llevaba unos pantalones de mezclilla muy pegados, lavados tantas veces que su color se había desvanecido hasta quedar casi blancos, y una camiseta de color rojo fuego con una guitarra en negro y plata serigrafiada oblicuamente en el pecho. Era de la misma forma que su instrumento, que había sido diseñado especialmente para él.
—Hey, hey, hey —saludó alegremente. Sus dedos se doblaron sobre el borde de la ventanilla—. ¿Estás ocupada o qué?
—¿Estás loco? —lo recriminó Daina, acercándose—. ¿Cómo demonios entraste aquí?
—Todos los hijos de Dios son fans, ¿sabes? —explicó con su pesado acento. Miró alrededor de las dos mujeres—. ¿Es un mal momento o algo? ¿Estás filmando?
—No, tengo el día libre por cortesía de un berrinche.
—Pues bien, bien. Sube, entonces.
Daina se volvió. Yasmín se había acercado a ella. Se la presentó a Chris. El asintió, dijo "Hey" y se volvió nuevamente a Daina.
—Oh, demonios, ¿te importa? —le preguntó a Yasmín. Esta agitó la cabeza y sonrió Daina abrió la pesada puerta y entró—. Nos veremos luego —le avisó a Yasmín mientras Chris oprimía un botón y la ventanilla empezaba a deslizarse, cancelando el mundo de afuera. Ella aspiró su aroma, limpio, fuerte y masculino. Se reclinó en el mullido asiento que la sostenía como una mano. Una barrera oscuramente iridiscente los aislaba del frente de la limusina, donde estaba el chofer.
Vio pasar el set. Era como mirar a través de un par de los más perfectos anteojos para el sol. Todos los colores se veían suavizados, las sombras verdes, suspendidas del sol, y la desnuda rectitud de los edificios superaban a la realidad.
Cuando pasaban por la entrada, rodeada de estrictas medidas de seguridad y se dirigían hacia la autopista, miró a Chris. Su cabello oscuro estaba despeinado, su nariz tan claramente definida como una navaja de afeitar. Era difícil decir qué edad tenía. Quizá se encontraba en la segunda mitad de sus treintas. Su rostro se veía marcado por el tiempo acelerado en que vivía toda esta gente especial, con apariencia de otro mundo, como si fueran supervivientes de una guerra existencial que se estuviera peleando ahora y que Ios simples mortales solamente podían adivinar.
—Bueno —pronunció simplemente y sonrió, chasqueando los dedos: ¡pop, pop, pop!, como si estuviera marcando el ritmo de una música que sólo él podía escuchar y haciendo que los músculos de sus bíceps se tensaran bajo la delgada camiseta. La ráfaga de rock de alto poder había cesado hacía mucho y sólo quedaba el lánguido murmullo del palpitante motor de la limusina.
—Te levantaste temprano —comentó ella—. ¿Dónde está Maggie? —preguntó luego, porque quizá estaba un poco perpleja por su inmediata intimidad.
Él nunca antes tuvo este tipo de gesto hacia ella. Daina se preguntaba qué clase de arrumaco era realmente.
—En casa —comunicó él tronando los dedos—. Fuera. —Encogió los hombros—. "Sólo tú y yo, alegremente libres" —cantó y miró durante un tiempo la fila de tráfico silencioso por el cual se deslizaban como un ágil tiburón a través de una estela de tímidos peces—. Hey, no te importa que Maggie no esté aquí, ¿o sí? Quiero decir... —extendió las manos con las palmas hacia arriba.
—No, está bien —respondió Daina, sonriendo—. De cualquier modo, necesitaba alejarme de allá por un rato.
—Hey, bien. Bien —aprobó agitando la cabeza con su pesado cabello como la crin de alguna criatura mitológica—. Así que —apuntó golpeándose los muslos —estoy contento de que hayas venido.
Se veía incómodo y Daina pensó: "Cristo, no irá a dejar a Maggie. No ahora. No necesito oír este tipo de confesión".
De vez en cuando, los árboles y edificios oscurecían el interior aún más, y las nubes de concreto reforzado de acero se elevaban sobre el paisaje metálico.
Daina estuvo a punto de preguntarle si algo andaba mal, cuando él dijo abruptamente :
—Así que, ¿qué piensas del último álbum?
Daina miró un momento por la ventanilla. El tráfico había disminuido ahora que se acercaban al Pacífico. Se preguntó si debía decirle la verdad. Como ocurría con todos los artistas, era difícil saber lo que deseaba escuchar realmente. Muchos de ellos eran demasiado ambiciosos como para conformarse con las mentiras fáciles, con las suaves coartadas por medio de las cuales se lograba la supervivencia en esa tierra de fantasía. ¿Qué tipo de persona era Chris en realidad?
Súbitamente se dio cuenta de lo falaz que resultaba esta línea de pensamiento. ¿A quién le importa lo que él quiere oír?, se preguntó a sí misma. Si se molesta por lo que le diga, lástima. Pero no le mentiré.
—Para ser sincera, quedé decepcionada.
—¡Oh! —rezongó, observándola impasible—. Dime.
—Muy bien —respondió Daina y, por un instante solamente, se preguntó si él estaría hablando en serio—. Creo que ya han hecho cosas así antes. Y mejor. Canciones como "Face on the floor", vamos, son viejas ideas retrógradas. "Barrom blitz" es bastante mejor y la escribiste ¿cuándo? ¿Hace dos años?
—Tres.
Hubo un silencio durante un tiempo. Bajaron deslizándose por Pacific Palisades hacia la autopista costera.
—Chris, no lamento haber dicho nada de eso. Me preguntaste y...
—Está bien —asintió él haciendo un gesto con la mano—. En realidad me alegra que lo hayas dicho —su cabeza giró hacia ella—, porque he estado pensando lo mismo y me ha estado martillando adentro de la cabeza. —Resopló en son de burla—. No, el hecho es que el nuevo álbum se está yendo a la mierda. ¿Y quieres saber por qué? Es la misma maldita cosa de nuevo. Les he dicho a esos incompetentes una y otra vez que dejen de hacerse los imbéciles, pero no funciona. Tenemos un serio problema. No tienen nada en la mente.
—¿Qué dicen ellos?
—Primero me ignoraron —empezó a decir. Se frotó las palmas contra los muslos—. Luego, como no me callaba, comenzamos a pelear, tú sabes, por cosas tan tontas como que si las muchachas podían venir a las sesiones, cosa que todo el mundo sabe que no se puede. Es una regla dura e inflexible, pero, ¡Jesucristo!, lance a Rollie de cabeza sobre su taróla una noche, la semana pasada. Se necesitaron dos ingenieros para separarnos.
—¿Y qué pasa con Nigel? Ustedes son tan buenos amigos...
—Oh, sí. Nigel... es una maldita gran ayuda —rió Chris—. Tiene tanto polvo metido por las narices que no sabe si está adentro o afuera. Y cada vez que trato de decirle qué es qué, esa maldita perra, Tie, mete las narices como lo ha estado haciendo desde el principio. —Entrelazó sus grandes manos, de largos dedos, frente a sí—. Ya no es bueno para la maldita música, Dain. Te digo...
—Chris, ¿no es este lío algo que tu representante debería estar solucionando? Después de todo él...
—No, nena, no —rechazó Chris echando para atrás la cabeza y riendo sardónicamente—. Benno es un maldito instigador. Lo fui a ver hace varias semanas, cuando toda esta mierda se salió de la... —interrumpió para alcanzar la parte superior de su bota, sacó un cigarro de mariguana, lo prendió, inhaló y se lo ofreció a ella, que lo rechazó, y él continuó—: Nunca te has encontrado con Benno, ¿o sí? Bueno, si le da la gana puede convencer a una cobra de que le entregue todo su veneno por las buenas; mano a mano, como dicen en el Bulevard, y le conté todo. Prometió que él se encargaría. "Pero tienes que tener paciencia", me dijo. "Tú sabes cómo son todos ellos, Chris. Explosivos como el demonio. Así que tomará tiempo. Pero tú sabes eso". Así que esperé como un estúpido de primera clase.
"Entonces viene Nigel con las más diabólicas letras que yo haya oído. Quiero decir que sonaba como si hubiera pasado todas las ideas de nuestro último álbum por un colador y ahí estoy yo agarrándome al aparato y con diez canciones para unas sesiones que ni siquiera pueden comenzar. ¡Maldición!
Entraron a un garaje sobre el lado derecho de la autopista y Chris se inclinó hacia adelante, golpeando el vidrio divisorio con sus puños hasta que bajó lo suficiente para que él gritara:
—No, maldición, dije al Polynesian Place.
La separación subió y la limusina se desvió hacia el diseminado tráfico, ganando velocidad nuevamente.
—Allí fue cuando las peleas comenzaron —continuó Chris como si no hubiera habido interrupción—. Quiero decir que todos están actuando como verdaderos bastardos. Entonces, una noche Nigel viene conmigo y me dice que Benno está furioso, que vamos atrasados en el estudio y que si no sacamos el L. P. a tiempo no estaremos listos para el lanzamiento previo a la gira, ya sabes cómo les gusta hacerlo. Les agrada lanzar un sencillo justo antes del inicio de la gira y luego arrancar de pronto con el álbum después de que ya ha empezado. Detalles del negocio, nena. Así que le dije: "Cretino, si hubieras hecho tu maldito trabajo, tendríamos las canciones para dejar lista esta cosa, pero en lugar de eso todos están tratando de asumir alguna actitud y todo se encuentra pelotas para arriba".
"¿Y sabes lo que ese maldito incapaz tuvo el descaro de decirme? 'Tienes razón, Chris. Pero tú eres el que está asumiendo una actitud. Tenemos esta fórmula, hombre, y está produciendo una fortuna cada vez que salimos'. Me señala con un dedo y me dice: 'Nadie en este grupo va a cambiar esto. Vamos a seguir promoviendo la música que hemos estado haciendo, hasta que los chicos nos digan que ya no quieren oírla más, y ése es el final, ¿está claro?'.
Llegaron a una larga y baja estructura con techo de palma en el lado de la autopista que daba al mar. La limusina disminuyó la velocidad y se detuvo, esperando que el tráfico se despejara, y entonces describió un arco grandioso hacia la áspera entrada de grava. El chofer, un viejo de quijada pronunciada y rostro picado de viruela, abrió la portezuela. Salieron y subieron por los anchos escalones de madera barnizada en tono oscuro, pasando junto a los dioses gemelos Tiki, de casi tres metros de altura, que custodiaban la entrada.
Adentro estaba tan oscuro como si fuera medianoche. Una mujer de cabello claro, que vestía un sarong verde y azul, los recibió guiándolos a través del comedor, con paredes falsas de palma, hacia un patio rodeado de vidrio. Una hamaca colgaba del techo inclinado. La mujer los acomodó en una mesa que daba hacia el Pacífico, el cual rodaba sin fin sobre la playa café. La brisa marina, lanzada de mala gana al aire, reflejaba el sol y sembraba el mar de pequeños arco iris, como puentes insustanciales hacia ningún lado.
Daina esperó hasta que llegaran las bebidas, una combinación de ron y ricos jugos de frutas servidas en ahuecadas cascaras de coco. Retiró el agitador de plástico color café con forma de Tiki y lo dobló contra la orilla de la mesa.
—Chris, tengo que preguntarte algo y no es que no esté interesada, porque lo estoy, pero, ¿por qué no has hablado de esto con Maggie?
—¿Cómo sabes que no lo he hecho?
—No estarías hablando conmigo en tal caso. Este no es el tipo de cosa por la que harías una encuesta —respondió ella.
—Eso es muy cierto —confirmó él sonriendo ligeramente y dando un sorbo a su bebida. Extendió las manos sobre la mesa, de manera que cubrieron el menú—. Mira, Daina, no me mal interpretes. Amo a Maggie, de verdad la amo. Pero a veces, bueno, es sólo que tiene problemas para superar el... bueno, tú sabes lo que siente por la música. A ella no le gusta encontrar gusanos en su tarro de dulces, así que simplemente no lo ve, ¿me entiendes?
—¿Cómo sabes que yo sí entenderé? —preguntó Daina, aunque sabía lo que él quería decir.
—Tengo la sensación, eso es todo —respondió y le quitó el agitador, partiéndolo en dos. Encogió los hombros—. Y la verdad es que... —empezó a decir sonriendo como un niño.
—¿Qué es tan divertido? —quiso saber ella.
—Oh, bueno, cuando Maggie nos presentó, te recordé de inmediato.
—¿De dónde me recordaste? Nunca antes nos habíamos conocido.
—No, pero sabía que te había visto en algún lado. Woodstock.
—Oh, eso es una locura. Había más de medio millón de personas allí. ¿Cómo podrías...?
—Estabas al frente, muy cerca del escenario, y no es tan extraño porque aún recuerdo haber pensado: Y bien, ¿dónde demonios habrá conseguido esa nena esos pantalones vaqueros negros? He estado buscando un par de ellos desde que llegué a América.
"El tercer día entramos tarde —prosiguió, frotándose la nariz—, creo que era domingo. Sí, sí, así es. Teníamos algún problema con el manejo de los Airplane...
—No lo entiendo. ¿Me recuerdas sólo por mis pantalones?
—No me digas que lo has olvidado —exclamó él, sonriendo—. ¡Cristo!, en el momento en que empezamos el primer número te levantaste, te quitaste la blusa y...
—¡Es suficiente! ¡Me acuerdo!
—¿Cómo podría olvidar ese cuerpo? —rió Chris.
—Quisiera poder decir que estaba allí por toda la paz y el amor.
—¿En qué puede afectar la razón por la que estuvieras allí? —preguntó mirándola extrañamente.
—Era una mala época para mí. Estaba huyendo de todo lo que no quería afrontar. Lo único en lo que podía pensar cuando los grupos tocaban, era en una pieza para piano que mi padre solía escuchar. Cuando era pequeña me iba a dormir oyéndola. Siempre me hizo llorar en aquel entonces. Después, me recordaba a mi padre.
—¿Qué pieza era?
—La "Pavana para un niño muerto", de Maurice Ravel.
—Oh, seguro —asintió Chris—. Conozco la pieza. En Soho conocía un viejo indigente. Siempre estaba consumido por la ginebra, pero me enseñó a tocar el piano un poco. Solía ejecutar la "Pavana" durante toda la noche, llorando en su vaso. "Quel triste'', acostumbraba a decirme. "Quel triste". Pobre. Maldito loco. El...
—¡Hey, hombre, Chris Kerr! ¡No lo creo! —gritó una voz.
Ambos levantaron la vista para mirar a un individuo gordo y desaliñado, con un bigote de manubrio amarilleado en el extremo inferior por la nicotina. Su largo cabello grasiento estaba atado en una cola de caballo. Usaba un par de pantalones de mezclilla manchados y decolorados y una sudadera del estado de San Diego, con las mangas cortadas a la altura de los hombros.
—Chris Kerr, hey. ¡Qué "carajamente" extraordinario! —exclamó. Su sonrisa mostraba una boca con dientes café y encías rojas. Ignoró completamente a Daina—. Mike Bates. Hey, ¿te acuerdas, hombre? Nos conocimos tras bambalinas en Nueva York. En la Academia de Música, tú sabes, ahora es el Palladium. En el año, oh sí, sesenta y seis. En invierno, hombre. Ustedes no eran nada en ese tiempo. Sólo el relleno del acto de Chuck Berry.
—No creo acordarme —impugnó Chris.
—Oh, seguro que sí —afirmó y su sonrisa se convirtió en una mueca—. Ganja jamaiquino de primera. Material de primera —replicó imitando los movimientos de fumar mariguana.
—¿Sabes?, nos encontramos a mitad del almuerzo. Estamos discutiendo...
—Sí, pero encontrarte de este modo —interrumpió Bates—. ¡Wow!, debe ser el karma —expuso, retorciendo la ancha muñequera de cuero que llevaba—. Hey, sí, era invierno. Había nieve en las calles, estaba más fría que la teta de una bruja, y ustedes no eran pada por aquí. Ahora, mírate. —Puso las manos en el respaldo de una silla situada en una mesa cercana—. Yo no hacía mucho de nada en ese entonces, y ahora —elevó sus carnosos hombros y los dejó caer—, hago lo mismo. —Comenzó a jalar la silla—. Hago un negocito por aquí y otro por allá, no es mucho, pero si tú...
—No hagas eso —reprochó Chris—. Como te dije, estamos en medio de una discusión importante. Si no te molesta... '
—¡Oh! Pero, hey, sólo tomará un par de minutos de tu tiempo, lo prometo. —Empezó a sentarse. La silla crujió bajo su peso—. Tengo un proyecto que he estado madurando desde hace algún tiempo. Ya está terminado...
—¿Qué no oyes? —refutó Chris, molesto. Daina pudo sentir la tensión que lo inundaba.
—Wow, hombre, todo lo que se necesita para echarlo a andar es un poco de plata. Tú la tienes hasta para quemarla, Chris, lo sé. Sólo pido un pequeño financiamiento.
—Te lo ganaste —explotó Chris. Tomó al hombre por la parte posterior de la sudadera y lo puso en pie de un tirón.
Daina empujó su silla hacia atrás y corrió en dirección a la puerta de la terraza, llamando al gerente. Este apareció al momento. Era un individuo moreno que venía acompañado de un fornido guardaespaldas mexicano. Chasqueó los dedos y el mexicano bajó los escalones caminando sobre sus talones.
El gerente dijo algo en un rápido español callejero y el mexicano extendió sus manos de dedos chatos. Agarró a Mike Bates por los hombros con un abrazo de acero, sacudiéndolo tan violentamente que Daina pudo oír el golpeteo de sus dientes.
Pero Chris simplemente saltó hacia adelante con los dedos agarrando el pecho de Bates. Daina se acercó a ellos y, a pesar de la clara advertencia del gerente, se deslizó entre los dos y enlazó su brazo con el de Chris. Estaba muy cerca de él, podía sentir su respiración jadeante en su mejilla y ver sus ojos con las pupilas salvajemente dilatadas.
—Chris —le rogó muy quedo, poniendo más fuerza en su apretón—, déjalo ir. Deja que el mexicano se encargue de él. Ahora lo tienen, Chris. —Sonaba como el canturreo que una madre usa para calmar a su niño—. Se lo llevarán tan pronto como lo sueltes. Vamos.
Lo soltó de mala gana y el mexicano izó a Bates, haciéndolo incorporarse y sacándolo a empujones del área de la terraza.
—¡Bastardo! —gritó Bates—. ¿No crees en compartir la riqueza? ¿Qué es un par de miles para ti? No actuabas así cuando limpiábamos yerba en el sesenta y seis, ¡mamador! —gritó. Luego, desapareció arrastrado por el mexicano a través de la oscuridad del restaurante y fue arrojado por la puerta principal.
—Estoy tan apenado —se excusó el gerente retorciéndose las manos. Trató de sonreír sin lograrlo por completo—. El estrellato, ¿eh? —esbozó a manera de disculpa—. Siempre es así con ustedes, ¿no? Es tan agobiante... —Chasqueó su lengua contra el paladar, como si fuera una vieja entristecida. Alisó hacia atrás su oscuro y grasoso cabello—. Por favor, traten de no pensar demasiado mal de nosotros. Coman. ¡Coman! El almuerzo es por cuenta de la casa. —Se volvió e hizo sonar sus dedos como si fueran castañuelas. El mesero apareció.
—Malditos parásitos —murmuró Chris mientras Daina lo llevaba de regreso a la mesa—. Te encuentran una vez y piensan que estás en deuda con ellos de por vida. ¡Cristo, cómo me hacen hervir la sangre!
Llegó la comida: humeantes platos de camarones, costillitas cortadas en gruesas rebanadas con un brillo tan claro como el de la laca roja, wonton con salsa agridulce, pato al horno, arroz frito y más bebidas en sus medios cocos. Un interminable desfile que marchaba hacia ellos hasta que la mesa se encontró repleta y, aun estonces, el gerente, parado en las sombras, tronaba los dedos y el mesero aparecía y volvía a partir una y otra vez, como un aprendiz de brujo, tambaleándose bajo su carga.
—¡Cristo! —refunfuñó Chris arrojando la última de las desnudas costillas en el montón que había formado—, definitivamente estoy en un agujero hediondo.
—Hablas como si no tuvieras control sobre la situación —analizó Daina bajando su taza de café—. La solución es simple. Si ya no te gusta estar en el grupo, salte.
—Eso fue lo primero que me dijo Maggie —replicó mirándola. Se limpió los labios grasosos con la arrugada servilleta de papel. El gerente chasqueó los dedos y el mesero comenzó a retirar el rimero de platos.
—No pensé que las dos tuvieran la misma opinión —afirmó Chris cuando estuvieron solos—. Quiero decir que, realmente, ella sólo es una niña. —Hizo un gesto vago—. Tú no eres tan ingenua, Dain. Sabes que nada es tan simple como eso. No en esta vida.
—¿Qué estás diciendo? ¿Que no puedes salirte? Cualquier contrato se puede romper, tú lo sabes. —El no respondió y miró por la ventana. El azul del Pacífico había desaparecido en el brillante resplandor del sol—. Todo lo que quiero saber, Chris, es lo que tú pretendes hacer.
—¿Quieres decir que si tengo una idea clara?
Ella asintió.
La mirada de Chris se volvió introspectiva y esto, de algún modo, dio a su rostro una apariencia triste. El corazón de ella se rompió al verlo así. Ahora era otra persona totalmente distinta de la impetuosa, exuberante estrella pop que hacía cabriolas en el escenario, arrancando los gritos de cincuenta mil gargantas adolescentes.
—No lo sé —admitió él después de lo que pareció un tiempo muy largo durante el cual estuvo ausente—. No quiero perder al grupo. Somos un equipo. Todos ellos son los amigos que he conocido por cerca de quince años. Los colados vienen y van, trayendo su droga para poder estar cerca de ti. Son parte del negocio, ¿sabes?, y después de un tiempo puedes arrancártelos como si fueran sanguijuelas. Ellos piensan que están teniendo una visión del interior, pero no es así. Ninguno de nosotros los dejaría llegar tan lejos, somos demasiado insulares —rió brevemente—. A veces pienso que eso es lo que nos hace tan extraños. Algo así como el cruzamiento de seres emparentados. Pero en el grupo nos amamos... me aman más de lo que cualquier mamá o papá jamás lo hiciera. Quiero que todos nosotros permanezcamos juntos para siempre. Tú sabes, nosotros contra el mundo, como ha sido desde el principio.
"Pero... —empezó a decir apretando el puño y ella pudo ver cómo se endurecían los tendones de su cuello por el esfuerzo—sé que algo anda mal. No preciso qué es, pero puedo sentirlo. —La miró directamente a los ojos y ella experimentó un extraño sentimiento premonitorio que corría por su columna—. Como si fuese algo con vida propia, ya fuera de control y listo para devorarnos vivos. —El estaba temblando con una especie de tensión interna que de momento Daina podía comprender. Para ella era como la carga emocional que construía uno dentro de sí en el instante anterior a estar frente a las cámaras. Comenzaba en sus piernas, hacía que sus músculos brincaran y hormiguearan y, cuando los espasmos le llegaban a las rodillas, era el momento de echar a andar.
Súbitamente, Chris golpeó la mesa con la palma de la mano, tan fuerte que el café saltó de la taza de Daina, y gritó:
—Hey, ¿sabes lo que vamos a hacer? Tengo ese maldito elefante de Harley atrás de la limusina —sonrió ampliamente, volviendo a ser el muchacho alegre. Se estiró y tomó la mano de Daina en la suya—. ¡Vamos! ¡Vamos a echarla a andar!
Y afuera, sobre la amplia extensión del mar que parecía cubierta de perlas, aceleraron en la motocicleta rojo sangre, con su prominente parabrisas central transparente actuando como un reflector que intensificaba el color de las puntas metálicas. El motor palpitaba y vibraba entre las piernas de Daina, sus brazos rodeaban la cintura de Chris y sentía la afinada dureza de sus músculos mientras pensaba sólo brevemente en Maggie, quien se negaba a montar en la máquina. Sus senos estaban apretados contra la amistosa pared de su espalda encorvada, el tibio viento rasgaba sus mejillas lleno de envidia y enredaba su largo cabello convirtiéndolo en el abanico de una concha marina. El cálido sol caía sobre sus brazos desnudos y se esparcía como oro derramado en sus ojos, que se entrecerraban por la velocidad.
Chris aceleró y la Harley saltó bajo ellos como un corcel viviente, llevándolos más y más rápido hasta que parecía superaban al tiempo mismo, mientras la línea de la costa se dibujaba como una simple mancha café, ocre, verde, blanca y roja que no tenía nada que ver con ellos, reducida a lancetazos de luz sobre los móviles filamentos de su cuerpo, con la energía como fuego ardiendo por sus venas. Regocijo.
Éxtasis sin fin...