Nueve
DURANTE un tiempo, ella no hizo absolutamente nada. Había perdido todo contacto sensible con el mundo. Podían haber pasado sólo unos días o una excesiva cantidad de tiempo. Nunca lo supo realmente, sólo se daba cuenta de no haber ido a la escuela sino a la sala de cine Dale, para ver la misma película día tras día. Encontraba la repetición completamente consoladora porque le parecía que era la única cosa con la que podía contar ahora.
Después de la muerte de Baba regresó al Nova para encontrar a los hombres con las armas, a Rooster y al gran Tony con su acordeón de fotografías instantáneas de la familia, aunque sus nombres se le estaban borrando rápidamente de la mente como si fueran unos compañeros de juegos imaginarios que hubiera conjurado alguna vez, pero que ya no necesitara ahora para llevar a cabo la venganza que ella misma deseaba tomar contra Aurelio Ocasio.
Aun ahora, aunque quizá ni siquiera estuviera consciente de eso, odiaba aquellas armas, tanto como a Ocasio, por no haber tenido la decencia de mantenerse vivos cuando ella y Baba los necesitaban más. Si lo habían amado y, por extensión, a ella, estarían aquí ahora en vez de encontrarse en la morgue.
Yo soy la única que te amé, Baba, pensó. Y de pronto no podía ver a los actores en la pantalla. Las lágrimas surcaban sus mejillas y ella sollozaba incontrolablemente.
Al final, la llegada de una nueva película la hizo avanzar. No podía soportar la idea de otra secuencia que se sobreimpusiera a la apariencia de orden que había establecido, en su desesperación y enojo, en este pequeño universo oscuro.
Afuera, en la tumultuosa calle, se detuvo inmóvil e indecisa hasta que una mujer de piel chocolate pasó junto a ella y Daina, repentina e irracionalmente, tuvo ganas de estrellarle su libro de bolsillo en la negra cara. Fue entonces cuando supo adonde debía ir.
Directamente al cruzar la calle, frente al restaurante en Harlem donde Baba la llevara la primera noche, en la misma árida y yerma cuadra en donde presenciaron la danza fantasmagórica, había una tienda de mojo dirigida por una mujer negra como la brea, con caderas anchas y un enorme pecho, rellenas y brillantes mejillas y ojos que parecían chispear cuando captaban la luz.
Ahora era su enojo, al que se le negaba una salida en el mundo adulto, que se volvía retrocediendo en el camino hasta donde el odio de un niño debe tomarlo.
La tienda todavía estaba cerrada cuando ella llegó y tuvo que esperar en la acera, mirando por la polvosa y encortinada ventana del lugar, que estaba festoneada con fetiches emplumados y muñecas vudú extrañamente moldeadas y de semblante fiero. Todos tenían la etiqueta de "Hecho en Haití", que proclamaba su autenticidad.
Saltó ligeramente cuando una sombra cobró vida contra la tela de diseño negro sobre el negro del aparador. Un par de ojos amarillo verdosos se acercó a ella y, al golpearlos la luz del sol, pudo distinguir sus pupilas felinas y ranuradas. El gato deslizó el costado de su cabeza contra la hoja de vidrio. Su cuerpo siguió a la cola ondulante y luego desapareció en los polvosos huecos de la tienda. Movió los labios como diciendo:"Hola, gatito".
—¿Me estás esperando, niña?
Daina se sorprendió. Giró y vio a la obesa mujer, propietaria de la tienda de mojo. Su piel oscura brillaba con unas gotas de sudor que parecían diamantes. Su voz era musical y poseía la cálida cadencia que Daina podía asociar ahora con los negros isleños. Era extraño y, sin embargo, familiar.
La obesa mujer se sacudió y todos los anchos y delgados brazaletes de su amplio brazo entrechocaron como el graznido de un ganso, mientras sondeaba en su bolsa de mano. Extrajo unas llaves de un aro de plata e insertó dos, una después de otra, en las cerraduras de la puerta principal de la tienda.
—Entra, niña. Una calle como ésta no es lugar para ti.
Daina caminó con cautela hacia el interior de la tienda, arrugando de inmediato la nariz ante el remolino de esencias mezcladas que la asaltaron. Alguien rozó sus pantalones y miró hacia abajo. El gato estaba retorciéndose entre sus piernas.
—Solías venir aquí con el hombre grande, ¿no es cierto, niña?
—Baba —aclaró ella y casi se atragantó con el nombre.
—Ah, Baba —repitió la mujer obesa—. Nunca supe su nombre. —Depositó su bolsa sobre el mostrador y se quitó el voluminoso abrigo—. No lo he visto más por aquí. —Volvió la cabeza para mirar a Daina mientras colgaba el abrigo—.¿Vienes aquí por un poco de poción de amor, niña? Tú y él tuvieron una pelea o...
—Está muerto.
—¿Muerto? —se extrañó la mujer, abriendo mucho los ojos—. Señor, niña, siento mucho eso. —Se inclinó un poco, escudriñando la cara de Daina mientras se dirigía atrás del mostrador—. Bueno, sólo dile a Lise-Marie en qué te puede ayudar.
—Quiero algo poderoso. Muy poderoso. Un... hechizo o algo.
—Aquí tenemos hechizos muy poderosos, seguro, niña. De todos tipos —asintió Lise-Marie, juntando las manos sobre el mostrador.
—Quiero uno que mate —puntualizó Daina, mirándola.
Durante un instante no hubo nada más que el silencio en la tienda de mojo. El gato negro se sentó entre Daina y Lise-Marie y se lamió esmeradamente una pata delantera que tenía alzada.
—Señor, niña, eres muy joven para tener pensamientos tan negros como ése —criticó Lise-Marie dando vuelta desde atrás del mostrador. Se acercó y tomó las manos de Daina entre las suyas. Le volvió las palmas hacia arriba. Las rosadas puntas de sus dedos recorrieron las líneas que estaban allí, como si fuera una ciega leyendo un texto de Braille.
Los dedos de Lise-Marie detuvieron su búsqueda como si hubieran encontrado lo que andaban buscando y sus ojos subieron hacia Daina. El blanco de sus ojos se veía completamente y había una delgada capa de sudor en su negra piel.
—Tienes un aura muy poderosa, niña. Hay un gran poder dentro de ti —vaticinó y dio un paso atrás como si tuviera miedo.
—¿Me dará lo que quiero? —preguntó. Y como no obtuvo una respuesta, se volvió—. No le creo eso del poder. No tengo poder. No tengo nada ahora. —Las lágrimas se abrían camino a pesar de sus intentos por detenerlas. Se limpió los ojos, enojada—. Usted sí tiene el poder de ayudarme a destruir al hombre que asesinó a Baba. —El nombre se atoró en su garganta y todo el poder de su voluntad no sirvió para nada—. ¡Oh, Baba! —gritó sacudiendo los hombros. Las lágrimas quemaban sus mejillas, pero ahora les dio la bienvenida.
Sintió los brazos de Lise-Marie rodeándola, la bienvenida tibieza, el dulce aroma de la mujer y escuchó la cadenciosa voz que la arrullaba dulcemente:
—Eso está bien, niña. Anda, llora. Llora por tu hombre.
Después de un rato dejó a Daina y, cuando regresó, traía una caja de cartón de un restaurante de comida china para llevar.
—Aquí. Está todo adentro —advirtió depositando la caja en las manos de Daina—. Casi todo lo que necesitas. No, no lo abras ahora —atajó poniendo una mano sobre la de Daina—. Espera hasta que llegues a casa. Ahora, niña, esto es lo que tienes que hacer...
*
Rubens regresó de Nueva York con un exquisito anillo de esmeraldas que le había comprado en Harry Winston.
Se lo dio tan pronto como estuvo en la limusina que ella llevó al aeropuerto para recibirlo.
—Estuve preocupado por ti hasta que vi esa conferencia de prensa —indicó él—. ¡Cristo, los mataste! Sentimos ondas de choque hasta en Nueva York. En estos días estás teniendo más centímetros de columnas que el presidente.
Ella lo estrechó sin decir una palabra, dudando si debía contarle sobre su reunión con Meyer. Pensó que hacerlo podría ser una equivocación. Estaba segura de que él resintiría cualquier interferencia, incluyendo la del viejo.
El anillo era una esmeralda de corte cuadrado, que se anidaba en una amplia montura de platino e irradiaba un poder frío. Y cuando él se lo arrancó de las puntas de los dedos para colocárselo, se dio cuenta de que ella estaba llorando. Oh, Dios, pensó, cuánto lo he extrañado. Pero en lugar de decírselo, levantó su palma y atrajo la cabeza de él hasta que sus labios se abrieron contra los de ella. Sintió que no quería dejarlo ir nunca.
—¿Oíste lo de Monty? —consultó ella pasado un tiempo.
—Jesús, sí. Justamente la semana pasada le dije que estaba trabajando demasiado.
—Al parecer no fue eso todo lo que le dijiste.
—Lo que le aconsejé fue por su propio bien —afirmó Rubens.
—Lo heriste mucho. Pensaba que eras su amigo.
—Esto no tenía nada que ver con la amistad. Eran negocios. No era asunto suyo el contarte un relato sollozante. ¿Quién demonios creyó ser? Era un muchacho grande. Debió saber cómo cuidarse a sí mismo... —se detuvo y súbitamente se alejó de ella.
—Rubens...
—No. ¡Maldición, no! —exclamó y le quitó la mano. Su voz era pesada y ella creyó ver que sus hombros temblaban como si estuviera llorando—. El bastardo no tenía derecho a morir —su voz era tan queda que ella tuvo que estirarse para entender lo que decía—. Cristo —murmuró débilmente—, tenía todo que ver con la amistad. Todo. —Se volvió y ella notó que sus ojos estaban rojos y que él había borrado cualquier otra huella de sus lágrimas—. Bueno, ¿por qué no lo dices y lo terminamos de una vez?
—¿Decir qué?
—"Te lo dije". No debí dejar que pensara que lo había traicionado.
—Hiciste lo que pensaste era mejor.
—¿De verdad crees eso? —preguntó mirándola de frente.
—Sí. Y, de algún modo, tenías razón; él ya no podía manejar las cosas. Pero había otras formas de abordarlo. Hicimos un lío de eso, tú y yo. —Miró a lo lejos por un momento—. El funeral será pasado mañana. Ya me encargué de mandar las flores a nombre de los dos. —El no dijo nada y, por silencioso consentimiento mutuo, lo dejaron así—. ¿Cómo estaba Nueva York? Lo extraño —disimuló Daina.
—No podría decírtelo —suspiró Rubens—. Estuve demasiado ocupado recorriendo los archivos de la compañía. Schuyler confirmó todo lo que me dijo Meyer. —Puso una mano sobre su muslo y buscó sus ojos—. ¿Estás bien?
—Estoy bien. ¿Qué averiguaste? —indagó ella sonriéndole levemente y sintiendo una calidez que le recorría la espalda.
—Suficiente para colgar al bastardo de Ashley —aseguró con cierto rencor—. No tenía nada cuando llegó a mí. Yo lo coloqué, lo dejé ir y se probó a sí mismo. Así que, como un tonto, le solté la correa. —Sus ojos brillaban y se inclinó hacia adelante para encender un cigarrillo. Dio una fumada y lo aplastó—. ¿Sabes?, tenías razón sobre estas cosas. No tienen sabor —cerró la tapa del cenicero de metal empotrado en el interior de la puerta afelpada.
"Meyer me dijo una vez, hace mucho, que en los negocios tienes que mantener a todos con correa —recordó recargándose y suspirando—. No importa lo que puedas pensar en el momento, el mejor muchacho de ahora puede darse la vuelta mañana y te arrancará la cabeza de un mordisco si le das media oportunidad. Es la naturaleza humana. No puedes combatirla, sólo protegerte contra ella —sonrió con el recuerdo—. En un tiempo pensé que Meyer era el bastardo más cínico que hubiera conocido en mi vida. También pensé que podía ganarle. Eso es io que traté de hacer con Ashley, darle su cabeza y dejarlo correr.
" ¡Y tenía razón Meyer! ¿Qué hace Ashley sino empezar a destruirme sistemáticamente a mis espaldas? Ahora lo sé mejor. Meyer no es un cínico... sólo realista.
—¿Confrontaste a Ashley?
—Oh, no. Todavía no. Puse a funcionar un pequeño plan en el corazón de la corporación, hacia el que va a correr con los brazos abiertos. Yo me mantendré lejos, pero Ashley no. Es demasiado codicioso, lo que significa que está maduro para una trampa. Quiere ser timado. Todos lo hacen, los estúpidos. Es su ambición innata los que los arrastra.
"Aquí tengo suficiente papel como para terminarlo ahora mismo —comunicó golpeando su portafolio de piel de elefante—. Pero es muy frío y poco sanguinario terminarlo de ese modo. No soy un hombre de organización.
"Voy a mandar a Schuyler de regreso a Nueva York la próxima semana. Para mañana, o a más tardar el miércoles, Ashley descubrirá una forma de encauzar las ganancias fuera de la compañía, al asignar las transferencias de acciones a una compañía subsidiaria. Todo parecerá ser limpio, rápido y a toda prueba. Y lo es. Excepto que la segunda corporación no existe, al menos no en la realidad. Es una invención de mi mente retorcida, preparada en el papel por Schuyler como si hubiera existido desde 1975,
—¿Qué te hace pensar que caerá? —especuló Daina.
—He empezado a presionar en el consejo directivo, como lo ha hecho Meyer sin que Ashley lo sepa, para declinar la oferta de fusión que Ashley ha comenzado a tramar con sus amigos. El dice que no, pero una vez que la fusión tenga lugar, yo estaré fuera, lo mismo que Meyer y todo nuestro grupo.
"Ashley pensaba que tenía suficiente apoyo en el consejo, como está ahora. He cambiado eso. Pero con este plan de las acciones será capaz de reunir suficiente porcentaje para así poder inclinar algunos votos a su favor, bastantes para decidir este asunto. —Sonrió—. Por lo menos así le parecerá a él.
—¿Quieres atraparlo en el acto?
—Algo así —respondió Rubens cerrando los ojos. Enlazó sus dedos con los de ella y apretó.
Cuando llegaron a casa se sentaron junto a la piscina. El le preguntó sobre el fin de semana. Ella le dijo cuánto le gustaron los carteles y luego explicó:
—No estoy segura de lo que pasó. Hubiera jurado que Chris estaba a punto de dejar el grupo... sé que quiere hacerlo. Y alguien lo disuadió. Dice que fue Nigel.
—Pero no le crees.
—No —aseguró ella lentamente, pero su comentario cimentó una idea que había tenido—. No, no le creo, Rubens. Creo que es Tie.
—Pero ella está viviendo con Nigel.
—Los poderes creativos de Nigel están en decadencia —argumentó Daina deslizando los dedos por su lacio cabello—. Ahora es Chris el que realmente dirige a los Heartbeats. Sin él, el grupo estaría liquidado. —Se acercó más a él—. Silka me dijo que Tie había deseado a Chris desde el principio, pero que Jon y Chris estaban demasiado cerca como para aceptarlo. No creo que sea el mismo caso con Chris y Nigel, a pesar de lo que digan ambos.
—Tal vez Chris no esté interesado en ella.
—No conoces a Tie —respondió mirándolo—. De todos modos, tengo una sospecha serpenteante de que él la ha deseado desde el principio; pero, primero por Jon, la na dejado sola. Creo que así es como ha logrado ella quedarse. No sé lo que haría Tie sin esa organización tras de sí.
—Pensé que era dura como los clavos.
—Bueno, parece serlo, en el exterior. Pero es débil por dentro. Temía que Maggie pudiera convencer a Chris de dejar el grupo y ahora está aterrada de mi relación con Chris. No puede creer que no estemos durmiendo juntos.
—Difícilmente lo cree alguien.
—Exceptuándote a ti, por supuesto —rubricó ella abrazándolo. Se inclinó hacia adelante en la silla y lo tocó. Bajó la cabeza y le dio una mordida suave—. Te extrañé —susurró—. Te extrañé. Te extrañé.
—¿En medio de toda esa excitación? —interpuso él, riendo.
—En medio de todo.
—Eso es peligroso.
—Me gusta el peligro.
—Hablando de eso, no me gusta la idea de que te desmayes así en el set —desaprobó deslizando sus manos sobre ella.
—No fue nada. De todos modos, ya vi al doctor —explicó agitando la cabeza.
—¿Y?
—Estoy bien.
—¡Cristo!, espero que sí porque te tengo un par de sorpresas más.
—Bueno, ¿me lo vas a decir o me dejarás sufrir?
—Realmente, Beryl lo ha logrado esta vez. La revista Time.
—Estás soñando —resopló ella—. Los dos están alucinando. Beryl no podría haberme metido en Time. No soy tan grande todavía.
—¿No? —recriminó Rubens, despacio—. Aparentemente la gente de Time no está de acuerdo. Cuando en Navidad el número programado para el primer lanzamiento de Heather Duell en Nueva York, llegue a los puestos y la gente vea tu rostro en la portada...
—¿Sabes?, estás loco. Quiero decir, certificablemente —aclaró volviéndose con los ojos muy abiertos—. No hay forma...
—¿Quieres apostar?
Eso la detuvo. Rubens nunca decía: "¿Quieres apostar?", a menos que estuviera seguro ya del resultado.
Se sentó muy quieta, con las palmas apretadas contra las rodillas. Su corazón le latía en el pecho como si fuera el martillo de un herrero sobre el yunque. ¡Cristo!, ¿quién eres tú, después de todo?
Él encogió los hombros.
—Ven acá —le ordenó ella y, cuando él lo hizo, tomó su cabeza entre las manos y pasó las puntas de los dedos por entre su cabello.
—¿Qué estás buscando?
—Cuernos.
—¿Cuernos?
—Como los del diablo.
—Ah, esa clase de cuernos. Lo siento. Me los cortaron hace mil años —sonrió y le tomó las manos entre las suyas. Estaban frías y él las golpeó para calentarlas—. Vamos, Daina. Eres tú, tú, tú.
Ella se acercó y puso la cabeza contra su pecho. Podía oler esa combinación de fragancias: el sudor, el jabón y la colonia Ralph Lauren, que era peculiar en él. Presionó su oreja contra su pecho, justo encima de su tetilla izquierda, y cerró los ojos, escuchando el latido de su corazón de martillo neumático, como si se estuviera reafirmando a sí misma.
El deslizó un brazo por la espalda de ella y acarició su espina. Con Daina todavía quieta junto a él, se inclinó y estiró el otro brazo hacia una mesa de bambú con cubierta de vidrio. De su cajón extrajo una navaja suiza, rojo oscura, con el logotipo de la cruz en dorado. Abrió una de las hojas rectas con media luna.
—Tal vez te gustaría cortarme —rió él y empujó la empuñadura hacia las puntas de sus dedos—. Anda.
—Estás loco, ¡no! —exclamó ella respingando como si la cosa estuviera caliente. Pero él la acosó poniéndole la navaja en la palma.
—¡Sólo un pequeño corte! —pidió suavemente—. No dolerá siquiera. Un rápido movimiento...
—¡No!
—Muy bien —decretó quitándole la navaja de la mano floja—. Lo haré yo mismo. —Y antes de que pudiera detenerlo, hizo un corte horizontal a través de la yema de su índice izquierdo. Inmediatamente, la sangre brotó a lo largo de la cortada y burbujeó sobre su piel como una escultura suave—. ¿Lo ves? —reveló plácidamente, extendiendo el dedo hacia un rayo de luz solar de modo que la sangre brillara como un rubí opaco. Rápidamente volteó el dedo, lo puso sobre su frente y trazó una línea a lo largo del puente de su nariz—. Sólo para que sepas que es real.
Ella lo estudió bajo la luz del sol. Ya no parecía ser el muy bronceado jugador de tenis y productor que ella siempre asumió que era. Aunque exteriormente no existía nada diferente en su apariencia, todavía persistía en ella la noción de que de algún modo se había transformado ante sus ojos.
¿Cómo lo hizo?, se preguntó a sí misma. ¿A través de qué magia? Y entonces lo comprendió. Ella siempre estuvo, y esto era quizá el verdadero motivo por que lo había mantenido a distancia durante tanto tiempo, un poco aterrada por la enorme fuerza de poder que él manejaba. El poder no se había ido, era sólo que ella se había acostumbrado a él. Y no sólo a su poder. Lo que dijo él antes era verdad: Tú, tú, tú. Ella reconoció que era su poder, una combinación de arte y negocios, lo que generalmente moldeaba sus días y sus noches.
—Sí —murmuró ella tomando su dedo sangrante, y poniendo la rosada yema contra sus labios los untó—. Yo, yo, yo.
Rubens miró esto con una especie de orgullo fiero y posesivo. Por un instante pareció ser como Marion, quien había trabajado tanto para poner la escena y ahora tenía el placer de ser testigo de la incandescencia de su actor estrella, que sobrepasaba todas las esperanzas y entraba al ámbito de la leyenda.
Entonces, todo esto, que estaba limpiamente comprimido dentro de su intensa mirada, fue lanzado como un arrecife que se desplomara precipitándose al mar tormentoso, y sus ojos se volvieron otra vez tan plácidos como una laguna en calma.
—Marion, yo y Simeoni, de la Twentieth, hemos decidido llevar la película a Nueva York durante una semana —informó cuando entraron al agua—. Contratamos el Ziegfeld para la primera semana de diciembre. Es un arreglo de asientos estrictamente reservados, respaldado por una campaña de saturación de los medios; nada de TV sino hasta el día después de la inauguración. Hemos seleccionado a los cinco críticos más importantes de aquí y los invitaremos a un vuelo allá para la premiére y una fiesta después... es el bebe de Beryl.
Se estiró buscando una balsa de hule verde y la jaló para que pudieran subirse.
—Todos estaremos en el estreno y obtendremos tanta publicidad como sea posible, y haremos el estreno en L. A. una semana después para que podamos tener una oportunidad en las nominaciones para los Oscares y en los premios de los críticos cinematográficos de Nueva York y los Globos de Oro. Iremos tú, yo y Marion; también Beryl, por supuesto, y algunos de los prominentes jefes de la Twentieth. Habrá muchas entrevistas y cobertura.
Ella dejó caer la cabeza hacia atrás, exhibiendo su cuello, con el largo cabello flotando como algas en el agua, mientras los labios de él lamían la punta de su nariz, sus párpados cerrados y su boca entreabierta. Levantó los brazos sobre la cabeza y apretó los hombros de él, empujándose sobre ellos hasta que estuvo con medio cuerpo fuera de la balsa. El agua fría cubrió sus muslos. Se miraron a los ojos, entrecerrados por la luz del sol. Estaban satisfechos sólo con sostenerse uno al otro.
Largo tiempo después se percataron que el timbre de la puerta sonaba insistentemente.
Con renuencia, él rodó fuera de la balsa introduciéndose en el agua. Nadó a lo ancho de la piscina. Ella lo miró de un modo lánguido mientras caminaba por el jardín y entraba a la casa.
Se volvió de espaldas, mirando al cielo. El agua susurraba perezosa a su alrededor. Dejó que una mano desapareciera bajo la superficie y se bañara en el frío. No pensaba en nada y bordeaba la orilla del sueño.
—¡Daina! —la llamó Rubens—. Entra y vístete. Dory está aquí y quiero que oigas lo que tiene que decir.
Ella se echó al agua.
*
—Es Beillman —repudió Spengler sin preámbulos cuando Daina entró a la sala. Se hallaba parado con la obesa sirena sobre su hombro izquierdo. Parecía que se estaba riendo de él.
—Cálmate, Dory —aconsejó Rubens asiéndolo del codo y guiándolo hacia el bar—. Tomemos un trago primero. Calma tus nervios.
—¿Qué pasa con Beillman? —preguntó Daina, siguiéndolos por el cuarto.
—Te diré qué —rezongó Spengler alejándose de la mano de Rubens. Sus ojos eran duros y fieros. Miró a Daina una vez antes de fijar la vista directamente en el rostro de Rubens—. Dijiste que todo estaba bien en la Twentieth. Suave como la seda, sin obstáculos...
—No hay obstáculos —le aseguró Rubens.
—¿Oh, sí? —gruñó Spengler—. Beillman pudo haber estado dócil ayer, pero hoy es otro d ía.
Rubens destapó calmadamente la botella de Stolichnaya sin ir tras el bar. Sacó un poco de hielo y llenó un vaso bajo, de boca ancha, vaciándole el vodka encima. Hizo girar varias veces el licor para que se enfriara y luego dio un trago largo y lánguido, diciendo:
—Algo pasó en el estudio, ¿cierto?
—Lo captas correctamente. Tenemos un problema muy grande —advirtió Spengler.
—¿Sabes, Dory? —juzgó Rubens sin levantar la voz—, realmente creo que necesitas ese trago. Martini, seco, ¿cierto? —Le dio el vaso a Spengler—. Veamos, ahora quiero que te relajes y me cuentes cuál es el problema —lo instó.
—Ese imbécil de Reynolds, el agente de George Altavos, fue a ver a Beillman esta mañana —comenzó Spengler probando su martini—. Dijo que George estaba amenazándolo con dejar el proyecto a menos que se cambiara el anuncio.
—¿A qué? —preguntó Rubens bajando su vaso cuidadosamente.
—Quiere su nombre por encima del de Daina. No junto, entiende. Encima.
—¿Y qué dijo Beillman?
—¿Qué crees que dijo? Cedió.
—¿Qué? —preguntó Daina, incrédula—. ¿Dijo que sí?
—Ese es nuestro muchacho —asintió Spengler. Se volvió hacia Rubens—. ¿Qué piensas de ese bastardo?
—Lo que tengo muchas ganas de saber, Dory, es por qué no hiciste algo, ¿eh? —sondeó Rubens saliendo de atrás del bar. Tenía una expresión extraña en los ojos. Cuando habló, su voz fue suave como la seda—: Estabas allí. Perteneces a nuestro equipo, ¿o no? ¿Por qué no manejaste a Beillman?
El martini de Spengler se detuvo a la mitad del camino. Bajó el vaso.
—¿Sabes, Dory? Cuando te recomendé con Daina creí que le estaba haciendo un favor. Pensé que eras brillante, bien conectado y talentoso. Ahora no estoy tan seguro.
—Supuse que querías arreglar esto tú mismo —repuso Spengler.
—Una de las razones por las que fuiste contratado fue para asegurarte de que no pasara este tipo de cosas —aclaró Daina—. ¿Crees que quiero el nombre de George por encima del mío?
—Eso no es lo que estábamos persiguiendo, Dory —opinó Rubens—. No has estado aquí mucho tiempo, pero hasta un deficiente mental podría captar eso.
—No me gusta que me llamen deficiente mental —protestó Spengler con los dientes apretados.
—Y a mí no me importa mucho la gente que no puede manejarse en una crisis. Ahora voy a limpiar este lío.
Spengler estaba silencioso. Los dos hombres se miraron uno al otro durante un momento.
—Hay otro camino —intervino Daina—. Creo que esto es algo que debo arreglar yo misma. No es la decisión de un productor. George no va a abandonar el proyecto pues lo necesita demasiado. Beillman fue engañado. Vamos, Rubens, vamos a ver a Buzz.
*
Buzz Beillman tenía una oficina en el mismo lado del edificio que el presidente de la Twentieth Century Fox Films. Era digna de su posición como vicepresidente ejecutivo de desarrollo de filmes, estaba en una esquina y era tan grande como la suite de un hotel de cinco estrellas.
Su enorme escritorio de madera de palo de rosa y acero inoxidable se hallaba en el lado más alejado de la puerta de la vasta habitación, así que, al entrar, uno se veía obligado a emprender una caminata a través del desierto espacio del tapete gris paloma, como si estuviera haciendo una peregrinación a la Tierra Santa. Lo que así resultaba para mucha gente, claro está.
En la línea con esta deliciosa ilusión, generalmente Buzz Beillman recibía a sus huéspedes como si fueran a implorar al trono del Paraíso. Primero había una espera en el área general de recepción, después de la cual, habiendo llegado al tercer piso, uno se veía obligado a sentarse y aguardar por lo menos otra media hora. El señor Beillman siempre estaba "pasando el tiempo", de acuerdo con lo que decía su casi apologética secretaria personal, en el área de recepción afuera de su oficina. Si uno realmente era de los escogidos, Sandra Oberst, una mujer de nariz dura y sonrisa dulce, que andaba en los treinta y cinco años, le traería una taza de café y no le diría absolutamente nada. Era la asistente de Beillman y, como tal, una barrera excelente para su jefe. Después de todo, cada vicepresidente necesitaba alguien que separara el trigo de la paja. La gente de abajo no era buena para eso.
Daina, en el camino hacia el área de recepción de Beillman, estaba decidida a pasar por sobre el dragón que cuidaba la cueva del gigante. La secretaria pareció sorprendida que preguntara por la señorita Oberst, pero, no obstante, llamó a la alta mujer con una presteza loable.
Sandra Oberst salió de su oficina llevando en ambas manos tazas de porcelana —pues en los dominios de Buzz Beillman no había poliestireno—llenas de humeante café negro. Debió ser avisada de su llegada cuando ellos venían en camino hacia el tercer piso.
—Señorita Whitney, señor Rubens, ¡qué agradable verlos a ambos! —Tenía una forma peculiar de dirigirse a todos. Con ella no existían los nombres y Daina se preguntaba cómo llamaría a sus amantes.
Ambos tomaron el café que les ofrecía Sandra Oberst. Ella se paró con las piernas ligeramente separadas, frente al corredor que llevaba a la oficina de Beillman, como si le preocupara que pudieran correr hacia la puerta.
—Esta es una sorpresa inesperada —aduló ladeando la cabeza y chasqueando la lengua—. Sabe cómo está el señor Beillman con sus citas, señor Rubens. Este es un día particularmente pesado. —Encogió los hombros sin ninguna señal de disculpa, ajustándose los enormes anteojos de color sobre el puente de la nariz. Tras ellos, sus ojos claros los observaron plácidamente—. Toda la semana ha sido así. ¿Los puedo ayudar en algo?
—íbamos a decirle a Buzz en persona, pero... bueno, yo sé qué tan cerca están ustedes —estableció Daina. Parecía aburrida y Rubens miraba hacia otro lado—. Decirle a usted es casi lo mismo que decírselo a él, ¿verdad, Rubens?
—Oh, sí —respondió él. Había encontrado un fascinante diseño de sombras en el tapete.
—Quiere decir que no desea... Bueno, estoy segura de que puedo ayudarlos con cualquier cosa que quieran —confirmó Sandra Oberst, quien permaneció confusa un instante. Levantó sus dedos perfectamente manicurados, para tocar el chongo que tenía en lo alto de la cabeza y que se veía tan duro como una pelota de béisbol. Vestía un traje sastre azul marino. Las severas líneas de su falda sólo hacían su femineidad más aparente. Su blusa blanca de satén estaba cerrada hasta el cuello, en donde un largo alfiler de plata se hallaba prendido como para asegurarse de que ninguno de los botones se desabrochara.
—En realidad disponemos de muy poco tiempo —expresó Daina—. Tenemos una cita con Todd Burke, en la Columbia, dentro de veinte minutos —manifestó consultando su reloj. La otra mujer pareció parpadear ante la mención del nombre, pero no dijo nada—. De algún modo se ha enterado del proyecto de Brando y nos ha invitado a platicar. Originalmente le dije a Rubens que no aceptara, quiero decir que teníamos una obligación moral con Buzz —hizo una pausa para ver la reacción de Sandra ante el uso del pretérito. La mujer cruzó los brazos sobre su pecho.
"Pero naturalmente, cuando Dory nos habló sobre mi crédito, empecé a sentir diferente al respecto —continuó Daina con cierta ecuanimidad. La orilla de su mano cortó el aire entre ellas—. Pero este es un asunto tan poco importante que sólo sea usted una buena niña y déle el mensaje a Buzz —simuló con una voz cargada de sarcasmo—. Mientras tanto, estaremos hablando con Burke. Ha despejado toda su tarde para nosotros. —Se detuvo y miró directamente a los ojos de Sandra Oberst.
Esta se había puesto pálida debajo de su bronceado y de su maquillaje.
—¿Qué es esto, algún tipo de broma? —indagó, esperanzada.
—Ninguna broma —confirmó Daina—. Es sólo que estoy harta del trato que este estudio me está dando.
—No se qué piensa que pueda hacer yo —manifestó Sandra levantando las manos con las palmas hacia arriba.
—Oh, nada. Usted es sólo una mensajera, eso es todo —comentó Daina mirando su reloj.
—Señor Rubens, siempre hemos tenido una buena relación de trabajo.
El encogió los hombros y la miró sin expresión, como diciéndole: "Conoce a estas estrellas voluntariosas".
Los anteojos de Sandra Oberst empezaron a resbalar un poco y Daina vio que estaba sudando a pesar del aire acondicionado. Miraba de un lado a otro con los ojos vidriosos.
—Es sólo... que no sé qué decir. —Hubo un pequeño temblor que no había estado allí antes.
—Claro que no sabe —confirmó Daina volviendo la cabeza—. ¿Lo ves, Rubens? Te lo dije. Después de todo no tenía caso venir aquí.
—Oh, Sandra tiene razón. La Twentieth y yo hemos mantenido siempre una buena relación de trabajo —le sonrió—. ¿No es cierto?
—Sí, señor Rubens —corroboró Sandra, y se veía como si hubiera vislumbrado un rayo de sol después de una tormenta horriblemente destructiva.
—Pero como ves, eso es algo del pasado —intervino Daina—. Debimos ir directamente con Burke y olvidarnos de ser educados con esta gente. No tienen modales.
—Muy a mi pesar me veo forzado a estar de acuerdo contigo —asintió Rubens mostrándole a Sandra una mirada triste—. Déle a Buzz nuestros saludos.
—¡Un momento!
Se volvieron para ver a Sandra con el teléfono que le había arrebatado a la secretaria. Parecía tenerlo presionado contra su oreja con cierta rigidez. Lo retiró y quedó colgando a su lado como un apéndice inútil.
—El señor Beillman desea una palabra con ustedes.
—Oh, no. No querríamos molestar a Buzz. Quizá está en medio de una importante reunión...
—Por favor —cortó Sandra Oberst—. Realmente le gustaría hablar unas palabras con ustedes.
—¿Unas palabras? —preguntó Rubens abriendo mucho los ojos y saboreando lo dicho—. Bueno, supongo que ante las circunstancias...
—Lo siento, señorita Oberst, nos ha retrasado para nuestra cita. Por favor dígale a Buzz que lo llamaremos después —desairó Daina moviendo la cabeza.
—¡Dios, no pueden irse ahora! Me matará —exclamó Sandra dando un paso desde el escritorio de la secretaria.
—Quizá debió haber pensado antes en eso —advirtió Rubens—. Ahora es demasiado tarde.
—Ustedes saben, este malentendido es culpa mía, realmente lo es —confesó Sandra sonriendo amplia y desesperadamente—. Hemos tenido una semana tan mala que no me estoy concentrando el día de hoy. Debí haberlos llevado a ver al señor Beillman de inmediato. Realmente no puedo entender por qué no lo hice. —Daina sabía que era porque Buzz le había dado instrucciones de que no lo hiciera—. Este es uno de esos días —apretó el brazo de Daina, de mujer a mujer—. Usted sabe cómo son esos días, señorita Whitney.
—¡Jesús, Daina! Dale un respiro a la señorita —ironizó Rubens.
*
Buz Beillman era un individuo de cejas pobladas, de unos cincuenta y cinco años, cabello corto gris acero y gruesa piel caoba. Era un buen golfista y un mejor cineasta cuando no lo atrapaban en un fuego cruzado. Era soberbio con las ideas y los números, pero las personas lo incomodaban. No había tenido mucha práctica siéndolo.
Su pesada figura los esperaba tras el escritorio. La larga ventana panorámica, a su espalda, daba hacia el oeste, cosa en la que había sido muy específico, a modo de que sus citas vespertinas tuvieran el total beneficio del sol cayendo en sus ojos, ya que en la mañana sólo veía a gente de la Twentieth.
—Daina, Rubens —saludó cordialmente—, ¿qué los detuvo tanto tiempo? En el instante en que supe que estaban afuera le dije a Sandra que los hiciera pasar. —Sus ojos se entrecerraron cuando ellos se acercaron, y una expresión de dolor apareció en su rostro como si estuviera luchando con un problema particularmente espinoso—. No sé lo que voy a hacer con ella. —Movió la cabeza—. Realmente Sandra debería saber. ¿Qué piensas de ella? —le preguntó a Rubens, saliendo de atrás de su escritorio.
—Me parece bien —respondió mirando a Daina.
—No lo sé —vaciló Buzz. Parecía apenado todavía—. Ya no es la mujer que alguna vez fue. Dime, Rubens...
Pero Rubens se había alejado y permanecía mirando las calles con palmeras y brillantes Mercedes que se perseguían afanosamente. Levantó una mano, diciendo:
—Habla con Daina, Buzz. Pregúntale su opinión. Ella conoce a las mujeres mucho mejor que yo.
—¿Qué piensas, Daina? —consultó Beillman cuando cruzaba el cuarto hacia el bar—. ¿Quiere alguien una copa?
—Creo que mejor le dices a George que su nombre está otra vez debajo del mío —condicionó Daina. Beillman hizo una pausa deteniendo la licorera de escocés en el aire—. Y, de ahora en adelante, deja que la señorita Oberst se haga cargo de Dick Reynolds, para que no tengamos ningún otro malentendido.
—Vamos, Daina, seamos razonables, ¿sí? Quiero decir que yo sé cómo se ponen ustedes de la noche a la mañana, pero hay un límite para lo lejos que cualquiera de nosotros pueda llegar. —Avanzó hacia ella—. Quiero decir que el dinero es el dinero y el negocio es el negocio. ¿No es cierto eso, Rubens? —Este no dijo nada y ni siquiera volvió la cabeza para mirar al otro hombre. Beillman trató de ignorar esto y continuó—: Quiero decir que está bien tener egos. Los actores no pueden sobrevivir sin ellos. —Apuntó un dedo romo contra su propio pecho—. ¡Cristo, yo lo sé! ¿Crees que soy insensible? Estoy haciendo esto por el bien de la película. Todos somos una gran familia. Alguien viene con una queja legítima...
—No es legítima —alegó Daina.
—Y tengo que actuar como considero que es mejor para todos nosotros. Estoy en medio de un acto de malabarismo, Daina. Pero, ¡demonios!, no me estoy quejando. Me pagan para que haga eso. Sólo trato de explicar mi posición. Tengo que pensar en todos, no sólo en una persona.
"Siempre hay un problema con ustedes. Pero estamos preparados para cualquier contingencia. Tú vas a Nueva York y todo estará bien. Créeme —extendió las manos y su voz adquirió un tono conciliatorio—, sé cómo es antes de un estreno y simpatizo contigo. Estás nerviosa y eso es perfectamente comprensible. Pero he pasado por esto un centenar de veces o más. Sé de lo que estoy hablando.
—¿Qué pasó con los créditos originales? Tengo garantías bajo contrato.
La sonrisa de Beillman se amplió muy levemente, como si sintiera que el concreto empezaba a pandearse donde lo había golpeado.
—Creo que es mejor que regreses y leas la letra pequeña. El tamaño del tipo de letra está garantizado, pero el lugar es a discreción del estudio. Volvimos a considerar la idea, eso es todo, y estoy completamente convencido de que es la decisión correcta. Es razonable que...
—No me cuentes eso —estalló Daina—. Reynolds vino aquí y se paró en tu enorme dedo pulgar y dijiste: Okéi. Eso es lo que pasó.
—¿De qué está hablando ella, Rubens? —inquirió Beillman. Su quijada se proyectó hacia adelante y su cara enrojeció. Se rascó una costra que tenía en lo alto de la frente, hasta que empezó a sangrar.
—Yo no hablo por ella, Buzz. Lo que ella diga se mantiene —apoyó Rubens dejando de contemplar la calle.
—¿Crees que soy favoritista o algo? ¿Es eso a lo que estás tratando de llegar, Daina?
—A lo que quiero llegar es a que he estado tratando de decirte que el color del interior de mi remolque está todo mal. Lo odio. Píntalo de color durazno... un durazno muy pálido. Y cuando eso esté hecho, regresaré.
—Hey, ¿qué? —se asombró Beillman agarrándose a la orilla del escritorio—. ¿Qué quieres decir con eso de regresar?
—Me temo que no puedo concentrarme apropiadamente cuando tengo que volver a unos alrededores tan repugnantes.
—¿Eh, qué pintura? —la miró sospechosamente y luego alzó los hombros resignado, como si le hubiera hecho una gran concesión—. Correcto. Muy bien. Lo tienes —sonrió—. ¿Qué es una capa de pintura para nosotros? Quiero decir, todos somos amigos, ¿correcto? —Miró de donde estaba ella hasta donde se encontraba parado Rubens, observándolo.
—Bien, Buzz. Ahora ya estás en la pista —asintió Rubens.
—Todo lo que tengo que hacer es... —comenzó a decir Beillman, quien parecía haber ganado confianza. Fue atrás de su escritorio y tomó el teléfono.
—Y la iluminación está mal —agregó Daina.
—¿Iluminación? —repitió Beillman congelándose y dejando caer el auricular—. ¿Qué iluminación? —gruñó—. ¿En dónde?
—En mi remolque —explicó Daina, calmadamente. Dio un paso hacia él—. Creo que una luz de rieles sería mucho mejor.
—¿Puedo preguntar para qué necesitas luz de rieles en tu remolque? —bufó Beillman bajando el auricular y mirándola fijamente. Apenas pudo mantener un toque de histeria fuera de su voz.
—Para los maquillistas, por supuesto. Quiero que, desde ahora, me maquillen en mi remolque.
—Vamos, espera un minuto. Sabes la tormenta que provocaría con los otros...
—Y toda la gente... esos imbéciles del estudio que has estado mandando a ver, los quiero fuera del set.
—¡Estás loca! —gritó Beillman. Se mantuvo tras su escritorio como si se asiera a un último fragmento de autoridad. Se tocó la costra de la frente—. ¡Esto es demente, Rubens! ¡Tienes que detener esto ahora mismo!
—¡Esto no tiene nada que ver con Rubens! —rugió Daina, fieramente—. Esto es sólo entre tú y yo.
—Rubens, ¿qué demonios está pasando aquí? —solicitó él pues aún no lo creía.
—Ella es la estrella —respondió Rubens encogiendo los hombros—. Yo no tengo nada que ver con eso.
—¡Pero ella es tu propiedad! —gimió Beillman.
—No —cortó Rubens—. Es tu estrella, ¡maldición!, y es tiempo de que tomes la responsabilidad de ello. Está a punto de hacerte ganar cien millones de dólares o más.
—Un sueño.
—Si ni siquiera puedes ver eso, lo siento por ti. Dentro de un año te estarás llevando todo el crédito por este proyecto. —Pasó junto a Daina y Beillman—. Vamos, Daina. Tuviste razón todo el tiempo. No tenemos nada más que discutir aquí.
—¡Rubens, espera! ¿A dónde vas? —gritó Beillman. La puerta se cerró detrás de Rubens—. ¡Maldición! —Beillman cerró las manos en puños impotentes. Miró a Daina—. ¿Quién demonios crees que eres para venir aquí y...?
—Sé quién soy, Buzz —cortó Daina, heladamente—. Eres tú el que no tiene idea de cuál es tu posición en esto. ¿Qué vas a hacer cuando salga?
—Eres una niña estúpida —le espetó Beillman. Parecía estar temblando y sus pesadas mejillas se movían . No hago negocios con niñas estúpidas.
—Te diré algo, Buzz —agregó ella inclinándose hacia adelante—. No me gustas profesionalmente, pero me gustas aún menos como persona. Soy una mujer y más vale que te metas en ese cerebro de dinosaurio que tienes, que somos los únicos que estamos aquí —sus ojos violeta lo penetraron—. Sólo somos tú y yo, y o bien lo arreglamos ahora mismo o se termina y nunca tendrás que negociar conmigo otra vez.
Durante un instante, ella pensó que iba a explotar. Luego, pareció controlarse.
—Muy bien. Muy bien. Tienes la iluminación y el set cerrado —se pasó los dedos por el cabello y se sentó con un suspiro audible—. ¡Jesús! —jadeó. Pareció pensar que había terminado.
—Bien —prosiguió Daina, dulcemente—, ahora, ¿por qué no hablas por teléfono con Reynolds y le dices que cambiaste de opinión? —Se dirigió al bar y lo abrió—. De otro modo, el proyecto de Brando se va con Columbia. —Sirvió dos escoceses en las rocas y se volvió a mirarlo. El tenía la vista clavada en ella con una especie de pétreo impacto—. Estoy segura de que el presidente del consejo estaría fascinado de saber cómo dejaste que se te deslizara entre los dedos. —Puso su bebida sobre el escritorio. El la contemplaba con una expresión de terror en la cara.
—¡Jesucristo! —giró alejándose de ella y, durante un largo tiempo, le dio la espalda. Cuando se volvió estaba sonriendo. Alcanzó el ancho y sudoroso vaso. El hielo resonó cuando su mano temblorosa se llevó el vaso a los labios.
—Por supuesto —asintió con un tono de voz relajado—. Reynolds no tiene ninguna posición —levantó el auricular—. Ninguna posición —agitó un índice—. Le advertía esos chicos de publicidad que sería riesgoso colgar este proyecto del nombre de Altavos. —Habló en el receptor—: Dottie, comunícame con Reynolds de inmediato. Trata en su casa si no está en la oficina. No, no, no quiero hablar con ella ahora. Deten mis llamadas —devolvió la bocina mirando los botones transparentes que había en la base del teléfono. Tomó otro sorbo de su escocés. Uno de los botones se encendió y cuando empezó a parpadear se escuchó el zumbido del Íntercomunicador, levantó la cabeza y miró a Daina directamente a los ojos.
—Pero entonces Reynolds supo eso todo el tiempo, ¿no?
*
Era de noche. Todas las luces de la villa se extinguieron con la puesta del sol. La iluminación que había provenía de las linternas de los terroristas.
Heather dormía sobre el suelo desnudo. Raquel estaba junto a e lia, en roscada y con la cabeza apoyada sobre la curva del brazo de Heather. Una sombra se desprendió de la pared más lejana y cruzó la habitación sin hacer ruido, pasando sobre las formas supinas. Cuando llegó al sitio donde yacía Heather se paró sobre ella con las piernas separadas y un pie a cada lado de su cuerpo. La forma sacó una linterna, se inclinó y tiró de Heather para sentarla. Al mismo tiempo se encendió el haz de la linterna y brilló directamente contra sus ojos parpadeantes.
Heather gritó y cerró los ojos, poniéndose la mano sobre ellos para protegerlos. Se la retiraron de un golpe. Su cabeza se balanceó.
—¿Ya amaneció? —preguntó pesadamente—. Parece como si sólo hubiera estado dormida unos cuantos minutos.
—Treinta —confirmó la voz de Rita.
—¿Qué quiere? reclamó Heather y volvió la cabeza lejos de la fuerte iluminación.
—No se le permitirá dormir más de treinta minutos seguidos.
—Pero, ¿por qué?
—Vuélvase a dormir —aconsejó Rita apagando la linterna—. Está desperdiciando el tiempo.
Heather volvió a dormirse, pero al correr la noche y con Rita volviendo cada media hora, gradualmente se fue agitando más y más. Apenas comenzaba a dormirse cuando era sacudida y recibía el choque de la brillante luz en su rostro. Y, finalmente, el sueño ya no pudo volver.
—¿Por qué están haciendo esto? —le susurró Raquel durante uno de los intervalos de oscuridad.
—No lo sé.
—Cada vez que cierro los ojos pienso en que ella regresa y me sacude para despertarme. —Raquel se acercó más a Heather—. Es bastante peor que no dormir.
—Sí —asintió Heather volviendo la cabeza para mirar a Raquel—. Sí, tienes razón. La expectación hace imposible el volver a dormir.
—¿Heather? —Sí.
—Estoy asustada. «
—Sé que lo estás, Raquel. Eso está bien. Es saludable tener un poco de miedo —le murmuró Heather, abrazándola.
—Creo que tengo mucho más que un poco.
—Raquel, escúchame. Antes de morir, James me dijo que tendría que luchar contra estas personas. Tienen que controlar su medio ambiente completamente. Ese es su poder verdadero. Una vez que eso empiece a romperse, se vuelven vulnerables.
—No entiendo —dudó con un susurro.
—Quiere decir que no debemos permitirles que obtengan lo mejor de nosotros. Ahora están tratando de hacerlo, ¿ves? Tú me ayudaste a entenderlo. Lo que están haciendo: la falta de privacía, los breves ciclos de sueño... Todo es parte de un programa para destruirnos. No podemos permitirlo.
Hubo silencio entre ellas durante un momento.
—Amaste mucho a James, ¿verdad? —preguntó Raquel levantando la cabeza.
—Sí, Raquel. Lo hice —respondió ella cerrando los ojos, pero las lágrimas brotaron de todos modos.
—Freddie Bock era como un tío para mí. Más que un tío. Tengo uno en Tel Aviv al que odio. —Sus ojos escudriñaron la cara de Heather. Le tomó la mano y la guió hasta su mejilla. Estaba húmeda por las lágrimas—. ¿Qué debemos hacer?
—Dormir un poco.
Una fiera luz brilló en los ojos de ambas.
—¿Qué están murmurando ustedes dos? —escupió la voz de El-Kalaam.
—Plática de mujeres —contestó Heather.
La golpearon en la cara.
—¡Perra estúpida! —gritó Fessi. La había golpeado. Heather apenas podía distinguirlo detrás del brillante anillo de luz, parado frente a El-Kalaam.
—¿De qué estaban hablando? —insistió El-Kalaam.
—La estaba consolando. La niña está asustada.
—Tiene todos los motivos para estarlo —desdeñó El-Kalaam—. Su situación es deplorable. Todavía no hemos escuchado ni una palabra esta noche. El plazo se cumple mañana a las ocho de la mañana.
—El-Kalaam, usted no puede querer lastimarla. Es sólo una niña. Seguramente hasta usted...
—Esta es una guerra. Nunca olvides eso. En la guerra los niños son iguales a los adultos. No puede haber distinción entre los dos —su voz se elevó con fervor—: Nuestra guerra es sagrada y nuestra causa es justa. Alá nos dice que no hay inocentes.
—¡Maldito sea Alá! —bramó Heather, ardientemente—. La niña no le ha hecho nada.
—¡Blasfema! —gritó Fessi. Levantó la mano de nuevo, pero El-Kalaam lo detuvo.
—No me importan ni ella ni tú como personas —declaró El-Kalaam—. Ustedes son infieles. Pero cualquier cosa que me ayuden a obtener, la aceptaré con gusto. Ella es un símbolo, como lo eres tú a tu manera. Ese es su papel aquí.
—Nunca obtendrá lo que quiere —denegó Raquel. Heather pudo sentir que la mano de la niña temblaba contra su brazo.
—Tu padre nunca permitirá que mueras. Nos dará lo que queremos, lo que es nuestro.
—¡No venderá su país! —gritó Raquel—. ¡No lo hará!
El-Kalaam acercó su cara a la de ella. El rayo de la linterna brilló extrañamente sobre sus facciones. Las cicatrices de viruela en la orilla de sus pómulos resaltaban en las sombras dominantes y la luz penetrante. El oro brillaba en su boca cada vez que hablaba.
—Mejor reza a tu Dios para que lo haga. De otro modo... —amenazó. El cañón de su pistola de repetición salió de la oscuridad hasta el cono de luz.
Él alzó los hombros cuando Raquel retrocedió hasta un costado de Heather.
—Para mí no habrá ninguna diferencia. Al final será lo mismo. Si mueres, la protesta de todo el mundo hará caer al gobierno de tu padre por sacrificar a una niña pequeña —sonrió lupinamente—. La única diferencia serás tú, Raquel. Verás la tarde de mañana o no, ¿eh?
Raquel volvió la cabeza.
—Qué soldado tan valiente es usted —emitió Heather, burlonamente—. Soldado. Aterrorizando niños.
—Escucha, me importa un demonio lo que pienses de mí, ¿entiendes? Ustedes no existen sino para servir a nuestros fines en la forma que escojamos.
—Nunca logrará que yo haga algo para usted —afirmó Heather encontrando su mirada.
—Oh, sí, eso fue lo que dijo tu amigo Bock. Recuerda eso. Recuerda lo que le hicimos.
—Lo recuerdo.
—Y lo que pasó con Susan.
—No le tengo miedo a eso.
—Quizá no —repuso estudiándola de cerca—. Pero sé que hay algo que sí temerías. —¿Qué?
—Lo encontramos en Bock y lo encontramos en Susan —sonrió benignamente y agitó la cabeza—. No, no dejaré que Fessi se te acerque. Eres su debilidad y creo que lo derrotarías al final. Por favor, asegúrate de que no te dé los medios para escapar.
Sus manos saltaron. Tomó a Raquel por la garganta. Tiró de ella alejándola de las manos de Heather. Raquel trató de gritar, pero sólo salió un débil gorgoteo de sus labios entreabiertos. Heather se abalanzó hacia él. Fessi la detuvo, mas ella aún luchaba.
—Sí, seguro —esbozó El-Kalaam, pensativamente. Sacudió a Raquel hacia adelante y hacia atrás con tanta fuerza, que sus dientes castañetearon—. Creo que hemos encontrado tu punto débil.
*
Bonesteel comenzó a llamarla tan pronto como regresó de San Francisco. Daina sabía lo que quería y también creía que tenía mucho que contarle. Pero la había enojado tanto que construyó una sólida pared de despecho en su interior y no respondía a sus llamadas. Más tarde se dio cuenta de que quería obligarlo a ir a la casa.
Él no lo hizo. Pero una mañana en la que iba camino al valle, fue detenida en Sunset. Se hizo a un lado, mirando en su espejo retrovisor cuando la patrulla policiaca se colocó tras ella. No iba a exceso de velocidad ni se había pasado una luz roja. No existía motivo para que la detuvieran.
Nadie salió del carro de la policía. Todo lo que podía ver eran dos paredes de anteojos para el sol detrás del parabrisas cruzado por la luz. El auto empezó a andar lentamente y Daina miró mientras se detenía junto a ella.
—¿Señorita Whitney? —especuló uno de los jóvenes uniformados, aunque sabía muy bien quién era ella.
—¿Sí?
—Me pregunto si le importaría acompañarnos al Departamento.
—Me temo que será imposible en este momento.
—Señorita —adujo el joven uniformado—, lo tomaría como un favor personal si lo hiciera. Mi jefe me masticaría la cola si no la llevo conmigo.
—¿De qué se trata todo esto?
—Es asunto oficial.
—¿Qué significa eso exactamente?
—Creo que tendrá que preguntarle eso al teniente Bonesteel, señorita Whitney —reveló adoptando una expresión triste—. Estoy realmente apenado por esto.
—No lo esté. Es usted muy educado. ¿Esta fue idea del teniente?
—No, señorita —sonrió con una atractiva sonrisa de L. A.—. Fue idea mía.
—Muy bien —rió ella y puso el Mercedes en reversa—. ¿Qué es usted, un sargento?
—Un patrullero.
—Usted guía, patrullero —agitó la mano.
—¿Señorita Whitney?
—Sí.
—¿Me pregunto si podría molestarla con un autógrafo? —pidió ofreciéndole su libreta de infracciones.
*
El Departamenteo de Policía se hallaba en el corazón del centro de L. A. Era un feo edificio cúbico en un área fea y cúbica de la ciudad. Parecía una fortaleza que estuviera esperando que se desatara una guerra a su alrededor.
El cubículo de Bonesteel se encontraba en el sexto piso. El enorme elevador estaba lleno de los olores astringentes del sudor añejo y el miedo fresco. El patrullero la llevó arriba, dejándola en la puerta de vidrio esmerilado de la oficina de Bonesteel.
—Aquí está, teniente.
Bonesteel levantó la vista de sus papeles. Estaba sentado detrás de un escritorio con montones de carpetas y de delgadas hojas de papel de colores.
—Está bien, Andrews.
—Teniente, es una dama muy agradable —señaló el patrullero levantando el pulgar.
—Corta los comentarios editoriales, Andrews, y vete.
Durante un tiempo después de que el patrullero se hubo ido, se observaron uno al otro. Una fuerte luz fluorescente fluía de los paneles huecos en el techo recubierto acústicamente. En una esquina en donde estaba colocado un ventilador, parecía que las tejas fueron ennegrecidas por el fuego.
Frente al escritorio había una silla de metal gris y vinil verde, hacia la que Bonesteel le hizo un ademán.
—¿Quieres un café?
—Quiero salir de aquí—interpuso Daina, tensa.
—Tan pronto como sostengamos una pequeña conversación. Teníamos un convenio, ¿recuerdas?
—Nuestro convenio no incluía que actuaras como un bastardo.
El pareció pensar en eso durante un minuto. Se levantó, rodeó su escritorio y cerró la puerta. No regresó a su silla sino que se sentó en una esquina desordenada de su escritorio. Alargó una mano.
—¿Ves todo esto? Son mis informes mensuales. Odio hacer informes mensuales. Ya estoy atrasado dos meses, casi tres, y el capitán está montado en mi trasero. —Juntó las manos, entrelazando los dedos—. Todos tenemos problemas.
—Si eso es una broma, no es graciosa —replico Daina, fríamente.
—Yo no bromeo.
—Me pregunto —dijo ella acercándosele—si realmente tienes un corazón debajo de tus trajes Calvin Klein.
—Me gusta vestirme —le respondió y sus ojos gris pizarra flamearon por un instante.
—¿Qué pasará si te divorcias de tu esposa? —estalló ella—. ¿Te dará una pensión lo suficientemente grande para mantener tu guardarropa?
—Eso no es gracioso —desechó él poniéndose en pie con las mandíbulas apretadas.
—No estaba bromeando —lo confrontó desafiante, deseando que la golpeara. Eso era justo lo que necesitaba. Luego, podría salir de aquí y no verlo nunca más. Entonces pensó en Maggie. ¿Podía confiar en que Meyer la ayudaría? Ya no me importa, se gritó a sí misma. Pero sabía que era mentira.
—Ah, sé cómo te hice sentir por el teléfono. Lo siento —sonrió Bonesteel.
—¿Lo sientes?
—Realmente, sí. Era un negocio. Tenía que ver si lo sabías.
—¿Quieres decir que no podías decirlo desde antes?
—Eres una actriz, ¿recuerdas? Tú y Chris Kerr son como dos chícharos en una vaina. ¿Qué tal si estuvieras encubriendo el lado de la droga por estar involucrada tú misma?
—¿Quieres revisarme para buscar huellas? —le ofreció extendiendo los brazos.
La miró en silencio durante un instante, sin hacer ningún movimiento, y aseguró:
—Sé dónde has estado —lo dijo tan quedamente que ella tuvo que estirarse para oírlo.
—¿Lo sabes?
—Sí. Tuve que escarbar muy hondo para lograrlo.
—No sabes la historia completa.
—No hay diferencia —decidió encogiendo los hombros—. Te pueden hacer cosas chistosas en lugares como ésos. Algunas personas salen con un antojo, ¿sabes lo que quiero decir?
—¿Como la morfina o la heroína?
—Como eso, sí.
—Estoy limpia, polizonte.
—¡Cristo!, siento haberte dado tan mal momento —rió él. Fue atrás de su escritorio y cerró todas las carpetas—. Andrews tiene razón sobre ti —corroboró sin levantar la vista.
—Gracias.
—¿Sabes? Este es un lugar miserable para un interrogatorio. ¿Filmas hoy?
—Sólo en la tarde. Esta mañana están realizando algunas tomas de acción.
—¡Demonios, también sabía eso! —exclamó y fue hacia la puerta, tomándola del brazo—. Vamos, vamos un rato a casa.
*
—¿Patológico?
—Sí.
—¿Estás completamente segura de que eso fue lo que dijo?
—Claro que estoy segura.
—¿Qué sabe un estúpido guardaespaldas sobre lo patológico.
Pero Bonesteel estaba, esencialmente, hablando para sí.
—No creo que sea ningún estúpido —negó Daina, pero no estuvo segura de que la hubiera escuchado.
Abandonó la baja silla y cruzó la sala yendo hacia el piano. Se sentó y miró directamente a la transcripción del concierto de Vivaldi que estaba abierta en el atril. Empezó a tocar. No tenía ni cercanamente la técnica o el talento de su hija. Pero lo ejecutó sin vacilaciones o notas falsas.
Daina le contó sobre la fiesta y sobre la muerte de Nile, y él se preguntó si podría haber alguna conexión con el asesinato de Maggie. También le informó acerca del interrogatorio de la policía, sus afirmaciones y las preguntas del forense al día siguiente. El escuchó todo con una intensidad extraña y aguda y sus ojos ardían brillantemente como si estuviera dándose un banquete con sus revelaciones.
Le repitió las palabras de Thais en la fiesta: "Ella era una extraña del mismo modo que lo eres tú. Rompió las leyes y fue destruida", pero él pasó por alto la importancia que pudiesen tener, para pedirle que repitiera lo que Silka había dicho sobre Nigel. "Era muy salvaje en aquellos días", contó Daina, "pero en ese entonces todos lo eran: Chris y Nigel y, especialmente, Jon".
—Salvajes, sí —murmuró él—. Pero qué tal si uno de ellos era patológico, ¿eh? Ya sabemos cómo las drogas volvieron psicótico a Jon, agrandando sus neurosis fuera de toda proporción.
Bonesteel había terminado de tocar. Estaba sentado con las puntas de los dedos todavía en las teclas que oprimiera para el acorde final del concierto. Miraba fijamente la fotografía de su hija.
—¿Es ésa su pieza favorita? —preguntó Daina.
—¿Qué? Oh, no —sonrió vagamente—. Es la mía. Mozart es el Dios de Sarah.
—Bobby, ¿me dirás por qué descartas así lo que dijo Tie sobre la muerte de Maggie? —apremió ella apoyando los codos en el borde del piano.
—¿Quieres decir que debo creer que Tie le hizo un encantamiento? —resopló él.
—No, no es lo que quiero decir.
—No creo en la magia. Eso se lo dejo a los fanáticos de Stephen King.
—¿Y qué tal si Tie mató a Maggie?
—No es capaz de eso —rechazó, mirándola.
—Su talento es suficientemente malvado.
—Me refiero a su cuerpo. Físicamente no es lo bastante fuerte para llevar a cabo lo que le hicieron a Maggie. Eso requiere el cuerpo de un hombre. —Corrió sus manos por las teclas como si estuviera limpiando un polvo imaginario de su superficie—. Además, descarto casi todo lo que ella te diga.
—¿Por qué harías eso?
—Porque Tie está enamorada de ti —reveló lentamente.
—Oh, vamos —rió Daina—. Me odia. —Pero sintió una rápida contracción en el estómago.
—Piénsalo —indujo Bonesteel mirando su rostro—. ¿Qué te imaginas que puede aterrorizar a una mujer por encima de todo?
—Tener sus emociones fuera de control —respondió Daina, pues ya lo sabía.
—Lo he visto en sus ojos, Daina. Cuando menciona tu nombre, algo se congela en su interior.
—Es por su odio. Está celosa de mi relación con Chris.
—El odio hace que las mujeres como ésa se derritan —rebatió Bonesteel moviendo la cabeza—. Es de lo que viven. ¿Crees que ella alguna vez ha amado a alguien en su vida? Yo no. No a un hombre, de cualquier modo. Todos sus hombres han sido débiles, con dinero, pero débiles. Ella ha suministrado la fuerza. Pero no puede hacerlo sobre sí misma o de lo contrario no se alimentaría de un hombre tras otro. Para Tie, una mujer es otra cosa totalmente. Porque creo que ve reflejado su propio misterio en ellas.
Daina capturó una imagen en su mente: ella y su padre en un tranquilo y caluroso día de verano a la mitad de Long Pond, en el cabo. Estaban en un bote de remos y la cubierta plana olía a sal y a calientes entrañas de peces. Sus canas brillaban en el aire como finos hilos de la tela de una gran araña buscando con sus delicadas antenas.
—Mira el agua, cariño —le había dicho su padre con una voz apagada—. Mira allí. A través del resplandor del sol, a la línea oscura del anzuelo.
Los dos estaban quietos como estatuas, sudando. La cercana tarde los esperaba con aliento entrecortado. Cerca de la superficie verde del agua se elevó una nube de mosquitos, dando paso a una araña acuática que cruzó veloz.
—Ahora espera —susurró con la voz llena de excitación contenida—. Espera y mira tu cuerda.
El sol, desde un cielo sin nubes, golpeaba sus hombros desnudos que estaban rojos y le dolían para el final del día. Un ganso graznó quejumbrosamente y se elevó desde los vados de la otra orilla.
—Ahora. ¡Ahora! —susurró su padre ásperamente.
Y ella lo vio. La línea oscura se había puesto casi vertical por el jalón y giraba de modo que los rayos del sol lanzaban destellos de ella como si fuera el filo de una espada, ardiendo como una antorcha en el exiguo instante antes de la mordida del pez.
El misterio inefable de la maestría absoluta de su padre en ese momento, le llegó con tal poder que se aturdió durante un instante. Y se sorprendió al darse cuenta de que durante toda su vida estuvo buscando la recreación de ese momento en el que el mundo entero había sido de él y había logrado el dominio, no sólo sobre ella sino sobre todas las criaturas, según parecía. El fantasma de una idea rondaba en la periferia de su conciencia. Había una forma de salvar a Chris de Tie, sólo una forma, pero Daina se preguntaba si estaba lista para el sacrificio. Sin embargo, la idea de doblegar su poder en desarrollo la deslumbraba, la incitaba a seguir.
—Creo que tu viaje con el grupo puede haber dado dividendos —advirtió Bonesteel cortando su pensamiento—. Ahora mismo tenemos un puñado de aire caliente. La coartada de cada uno permanece en pie, hasta hoy. Exceptuando el tiempo en que Chris estuvo lejos de tu vista en The Dancers, los otros miembros del grupo y de la compañía han comprobado dónde estaban. Pero esta pájara, que era el contacto de Maggie, puede llevarnos a algún lado. ¿Estás segura de que él no sabe quién era?
—Eso es lo que dijo.
—¿Le crees?
—¿Por qué habría de mentir?
—¿Por qué miente alguien? —gruñó—. Porque tiene algo que esconder. Si la dama le lleva a él la droga, no querría que la detuvieran, ¿o sí? Uh, uh. Creo que nuestro niñito está ocultándote algo.
—No irás a traerlo para interrogarlo —indagó con cierta alarma.
—No soy tan estúpido —rechazó levantándose—. Puedes hacer eso por mí.
—Oh, no —protestó ella alzando las manos—. Chris es mi amigo. No quiero seguir mintiéndole.
—¿Sabes?, si hablo con él sobre eso puedo tener un descuido y mencionar cómo supe de esa nena.
—No pienso que te creería.
—Tampoco yo lo creo. Pero puede sembrar en su mente un par de dudas que no estaban allí antes.
—Primero iré con él...
—¿Y qué le dirás? —preguntó él. Ella pudo ver que no estaba regocijándose ni siquiera disfrutando esto. Se acercó y la tocó—. Mira, Daina, no quiero hacer nada por el estilo. No trato de presionarte. Pero tengo que capturar a quienquiera que haya matado a Maggie. Y maldita sea, haré lo que tenga que hacer para terminar mi trabajo. —Su cara se estaba sonrojando—. No tengo que decirte que éste no es sólo otro asesinato callejero en el que algún joven punk se descuida con una pistola, o un apuñalamiento después de una pelea de cantina. No, ésta es la idea que una mente desquiciada tiene de divertirse y no me gusta pensar que gente como ésa anda suelta por la ciudad pensando en hacerlo otra vez. —Sacudió la cabeza—. Alguien tiene que pararlos.
—¿Y tú serás el que lo haga?
—Tengo las agallas. Es tan simple como eso.
—¿Sabes?, creo que lo dices sinceramente.
—¿Por qué no habría de hacerlo? ¿Crees que es una especie de pose de macho? —resopló—. Cuando sacas tu arma y pones el dedo en el gatillo debes estar bien seguro de que no es pose, o estás expuesto a encontrar tus sesos untados en las puntas de tus zapatos. No puedes permitirte dudar. Tienes que saber, muy adentro de ti, lo que se espera que hagas. Y hacerlo.
—¿Has matado a algún hombre? —sondeó suavemente.
—Sí, una vez. Un hombre negro saltó una pared en lo más profundo de la noche. Yo llevaba uniforme entonces. Habíamos respondido a un grito. El hombre tenía un arma del tamaño de una escopeta .357. Con eso puedes detener a un elefante. Le voló la cabeza a mi compañero cuando estaba parado junto a mí con su pistola todavía en la funda. Nunca supe que había tanta sangre en un ser humano. El chico tenía diecinueve años y era recién casado. Yo había asistido a su boda y aquella maravilla cobarde de teniente que teníamos me aduló: "Muy bien, Bonesteel, todos por aquí piensan que eres un héroe. Ahora quiero que hagas algo realmente difícil. Ve a decírselo a la viuda".
Se alejó de ella hacia la ventana, donde los remolinos de niebla escondían las copas de los árboles y oscurecían el cielo.
—¿Cómo fue? Quiero saber qué se siente matar a alguien —acicateó Daina volviéndose para encararlo.
—No se siente absolutamente nada —repuso Bonesteel mirando a lo lejos—. Porque lo haces así. El odio y... el terror de que te maten lo ahoga. No me impresionó haberle disparado a ese bastardo. Sentí más cuando tuve que decirle a Gloria que su marido de dos semanas no volvería a casa otra vez. Pero no hay ningún deseo o sentimiento real. Sólo un agujero negro y vacío que tienes que cruzar antes de continuar viviendo otra vez.
—Jean-Carlos dice que no puedes permitirte pensar cuando jalas del gatillo —comentó ella siguiéndolo.
—¿Quién es Jean-Carlos?
—Nos entrenó a todos en el manejo de armas. Es un refugiado cubano que escapó del Castillo del Morro.
Bonesteel se sentó en la orilla del sofá blanco, con las manos en su regazo. Pareció muy cansado.
—¿Sabes?, pese al tiempo que he vivido en L. A. todavía me sorprende de cuan vorazmente se convierte la realidad en fantasía. —Agitó la cabeza en gesto despectivo—. Entrenarte en las armas...
—Así es. Pistolas y cuchillos.
—¡Escúchate a ti misma, por amor de Dios! —explotó, saltando—. Lo siguiente que me dirás es que realmente sabes lo que haces.
—Usamos pistolas verdaderas.
—Oh, seguro. Claro —buscó entre sus piernas y abrió un cajón de la mesa de ébano.
Con un rápido y ensayado movimiento de la muñeca sacó una calibre .38 de su dura funda de piel. Se la lanzó sin advertirle.
Ella gritó, pero el entrenamiento de Jean-Carlos afloró y la atrapó sin un rastro de torpeza. Mantuvo su dedo lejos del gatillo.
—¿Estás loco? —gritó ella con énfasis—. ¡Esta cosa está cargada!
—Está puesto el seguro —aclaró secamente y ella supo que lo había sorprendido. El esperaba que la soltara o que se apartara de ella.
—Hemos trabajado con este tipo de arma. Sé cómo usarla.
—Bien —aprobó. Se levantó, la tomó de la mano y la guió a través de la casa y por la puerta trasera. El ambiente estaba tibio y pegajoso. No había brisa. Bonesteel señaló—: ¿Ves ese abedul? —Daina asintió y tragó—. Está sólo a unos, uhm, veinte metros. A ver si puedes darle a esa horquilla que está a la altura de tus ojos —se acercó y quitó el seguro—. Vamos —la urgió—, veamos cómo disparas.
Daina se enfrentó al abedul y, como le enseñó Jean-Carlos, separó ligeramente las piernas. Tensó las rodillas y, sosteniendo la .38 con ambas manos, extendió los brazos frente a ella. "Para un blanco tan grande como un hombre, no tienes que usar la mira... sólo el cañón", le había aconsejado.
Apretó el gatillo y el arma explotó. Se sacudió en sus manos pero ella se mantuvo firme.
—Nada, no hay ninguna marca en el árbol —Bonesteel forzó la vista—. Vamos, vamos, trata de nuevo.
Daina bajó el arma y, usando el cañón para apuntar, se preparó para el retroceso. Apuntó otra vez, cuidadosamente.
—¡Vamos! —ladró Bonesteel—. ¡Si alguien está siguiéndote, no tienes tiempo!
Ella disparó y escuchó de inmediato el chillido del fuego de rebote. Fueron juntos al abedul y él puso su pulgar sobre la parte blanca del árbol en donde la bala había desollado la corteza. Estaba a cuatro centímetros abajo y a la derecha de la horquilla.
—No está mal —concedió quitándole la .38 y regresando al lugar desde donde Daina había disparado. Cuando ella estuvo a su lado, giró y disparó las cuatro balas sin siquiera aparentar que apuntaba. Daina no tuvo que regresar al abedul para ver el daño que sus tiros habían hecho en la base de la horquilla.
—¡Qué exhibicionista eres!
—No —negó él abriendo la cámara vacía y recargando el revólver—. Sólo te estoy mostrando la diferencia. —Puso el cilindro otra vez en su lugar y colocó el seguro—. Tengo que admitir que lo has tomado más seriamente de lo que pensé, pero no te confundas entre la realidad y la fantasía. Fuiste entrenada para un papel en una película. Yo fui entrenado para las calles.
—Tienes el ojo de un policía, capaz de ver en el interior de alguien como Tie.
—Eso no es entrenamiento, nací con ello. Es el ojo del escritor —concluyó Bonesteel moviendo la cabeza mientras la guiaba de regreso hacia su carro.
*
Una noche en la que Rubens había avisado que llegaría tarde, Daina ignoró todo y a todos y se metió a la cama tan pronto como regresó de las tomas de ese día.
Despertó en la noche por el destello de un relámpago azul blanco. La deslumbró y forzó la vista hacia la esquina más oscura de la recámara. Los truenos rodaban de izquierda a derecha como si fueran las palabras de una cantata. Parecían repetirse una y otra vez y, con esta conclusión, oyó sonar el timbre de la puerta.
Se puso una bata y bajó al vestíbulo entre el poco natural silencio. Sonaion los truenos nuevamente cuando entró en la sala. Había estado soñando con Rubens, con su cuerpo cerca del suyo y sus labios entreabiertos, respirando como una marea contra el pulso de su cuello y sus dedos buscando su dureza y acariciándolo, acariciándolo hasta que había puesto la punta de él entre sus muslos húmedos y ambos gritaron al mismo tiempo.
Se estremeció un poco con la fuerte memoria sexual, tan intensa como el almizcle. Sintió que se lubricaba y que sus pezones se erguían dolorosamente contra el material de su bata que rozaba sus puntas sensitivas con cada paso que daba. Sacudió la cabeza para despejarla y pasó los dedos por su pesado cabello, para retirárselo del rostro. Llegó a la puerta y la abrió.
Un relámpago en forma de horquilla dentada cuarteó el cielo y ella se cubrió los ojos. Desde la oscuridad escuchó que pronunciaban su nombre quedamente.
—¿Yasmín? —preguntó—. ¿Qué estás haciendo...?
El relámpago estalló de nuevo y vio a la otra mujer. Llevaba puesto un impermeable oscuro que apretaba alrededor de su garganta. Algo parecía estar mal en su cara.
—¿Yasmín? —repitió Daina acercándose y rozando su mejilla izquierda con las puntas de sus dedos. Escuchó un quejido de dolor—. Dios mío, ¿qué te pasó? —Se le acercó sin esperar una respuesta y la jaló hacia adentro, cerrando la puerta tras de sí. Escuchó la lluvia que empezaba a golpear el techo y las ventanas del oeste.
Con un brazo a su alrededor, Daina llevó a Yasmín hasta la sala y prendió una lámpara junto al sofá. Puso su mano bajo la barbilla de Yasmín, volteó su cara hacia uno y otro lado. A lo largo de su mejilla izquierda, la carne estaba roja e hinchada. Si no se le ponía un trozo de hielo inmediatamente, para el día siguiente estaría negra como el carbón.
—Vamos —le instó, conduciéndola hasta el bar. La sentó y le preparó un whisiry en las rocas, bien cargado. Yasmín lo dejó intacto frente a ella. Estaba temblando. Las lágrimas rodaban por su rostro.
Daina buscó en la hiciera y envolvió un puflado de cubos en una gruesa toalla. Regresó al lado de Yasmín y la aplicó cuidadosamente sobre la larga magulladura. Yasmín retrocedió ante la presión, pero no dijo nada.
Daina la hizo tomar un par de tragos de escocés antes de decirle:
—Ahora, cuéntame qué pasó.
—Siento haberte molestado —se disculpó Yasmín en un susurro—. Esto no tiene nada que ver contigo.
—No seas idiota, Yasmín. ¿Para qué más son las amigas? Toma, toma otro trago.
Yasmín tosió mientras apuraba más escocés, y con los ojos inundados alejó el resto de la bebida con un gesto.
—Regresé a la casa de George hoy en la noche para llevarme el resto de mis cosas. ¿Sabes?, todavía tenía alguna ropa y... objetos personales. —Estaba llorando otra vez, volviendo la cabeza hacia otro lado de modo que Daina tuvo que perseguirla para mantener el hielo sobre la carne hinchada—. Se encontraba muy borracho y muy enojado. Nunca, nunca lo había visto así. Realmente... pensé que podía haberse vuelto loco. Me gritó, vociferó y siseó. "No quiero que te vayas, Yasmín", bramaba una vez tras otra. "No te dejaré ir". Pero yo sabía que no podía decirlo sinceramente.
"Yo... no te dije antes toda la verdad de por qué lo dejé. Quería quedarme, una parte de mí realmente quería, pero yo era demasiado fuerte para él. George es muy anticuado y parecía... estar abrumado por mi sexualidad. Mi agresividad en la cama lo... asustaba.
—Te golpeó esta noche.
—Me tomó... por la fuerza —reveló Yasmín estremeciéndose y Daina la abrazó de nuevo, apretándola muy cerca y transmitiéndole su calor—. Me violó —Yasmín sacudió la cabeza—. Dicen que no puedes ser violada a menos que una parte de ti lo quiera, pero eso no es cierto. Soy fuerte, Daina. Tú sabes que lo soy. —Sonaba ahora como si fuera una niña pequeña y le rompió el corazón a Daina. Besó la frente húmeda de Yasmín—. Pero George fue más fuerte. Tenía una especie de... no lo sé, una fuerza demonirca. Era más que humano. Entre más... luchaba yo, más poderoso se volvía. Yo sabía... una parte de mí pensaba: Bueno, si no le respondo absolutamente para nada, eso puede desconectarlo y se detendrá. Pero eso significa —se estremeció de nuevo—ceder en todo: yo misma, mi femineidad, mi humanidad. No podía... simplemente no podía obligarme a mí misma. Así que luché más y más fuerte. Fue horrible, no como el sexo, sino como la guerra... como la muerte. Pensé que estaba muriendo y, durante un momento, quise morir. —Ahora estaba sollozando de verdad, con su mejilla apoyada contra los senos de Daina mientras ésta se mecía adelante y atrás, adelante y atrás—. Eso fue lo que me hizo, ¡a mí, que amo la vida más que a nada! Me hizo desear morir. Cristo, Daina. ¡Jesucristo!
Daina la levantó después de un tiempo y la condujo lentamente a través de la sala hacia la recámara. Sentó a Yasmín en la cama arrugada y fue al baño, dejando correr el agua en la tina. Vació una suave esencia de violetas.
Cuando regresó a la recámara, Yasmín estaba sentada donde ella la había dejado, con las manos sueltas sobre el regazo. Daina se arrodilló junto a ella y le propuso:
—Yasmín, quiero ponerte en el baño. ¿Está bien eso? Vamos ahora —se levantó y empezó a desabotonar el impermeable de la mujer—. Vamos —Yasmín volvió la cabeza con violencia. Sus ojos se veían salvajes—. Yasmín, soy yo solamente. Vamos ahora —logró abrir el primer botón—. Eso es.
Fueron desabotonados uno por uno hasta que Daina pudo retirar la prenda muy lentamente y Yasmín se desplegó. Daina inhaló bruscamente, impreparada para el efecto que el cuerpo de la otra mujer podía tener sobre ella. Quizá eran los efectos persistentes de su sueño erótico o el casi abrumador sentimiento de ternura y protección que sentía ahora por su amiga. Cualquiera que fuera el caso, se encontró tremenda y vergonzosamente excitada.
Con el pulso acelerado guió a Yasmín hacia el baño y la acomodó en la tina. Yasmín se recostó con los ojos cerrados, respirando profundamente y con las puntas hinchadas de sus senos apenas visibles sobre las leves burbujas de las sales de violeta.
Daina se arrodilló junto a la tina y volvió a poner la toalla con hielo contra la mejilla de Yasmín.
—Daina...
—Sí, querida.
—¿Me enjabonarías?
El corazón de Daina martilleó en su garganta y sintió un nudo en el estómago. ¡Oh, Dios!, pensó. Pero el hecho de que Yasmín la necesitaba, de que no había nada sexual en la petición...
Tomó la barra de jabón y comenzó a correr sus palmas sobre los resbalosos miembros de Yasmín. Le enjabonó los hombros, los brazos, las piernas, los pies, los costados y el estómago. Apretó sus muslos, juntándolos mucho, como si así pudiera detener los sentimientos que la recorrían. Sintió que sus senos se hinchaban y que el sudor brotaba a lo largo de la línea de su cabello.
¿Qué me está pasando?, pensó mientras sus manos parecían moverse siguiendo su propia armonía y su entrepierna se ponía más y más húmeda. Se dio cuenta de que gozaba estando de rodillas, en esa posición de sumisión y frotando la carne por una orden, el intenso sentimiento que Yasmín le había traído y que sólo ella podía aliviar.
Se congeló. Los dedos de Yasmín habían cubierto suave y gentilmente los suyos, llevándolos hacia arriba, sobre el estómago tembloroso, más arriba de sus costillas, hacia las calientes partes inferiores de sus pesados senos.
Daina sintió por primera vez los pezones de Yasmín. Eran duros y suaves al mismo tiempo, ligeramente aguzados y largos, recordándole el pene erecto de un hombre. Acarició los senos involuntariamente, desde su amplia base hasta el final de los conos, donde ella tiró de los pezones más y más fuerte, usando solamente su pulgar y su índice, ordeñándolos.
Había una fiera emoción recorriendo su pecho y luchó por mantener fuera de su boca el odiado sabor del hule y las negras imágenes que eran como velas revoloteando en la periferia de su conciencia.
Ahora sabía lo que estaba pasando, sabía que deseaba a Yasmín con una fuerza que era innegable, que de hecho Yasmín había venido aquí con eso en mente. Y este conocimiento de que estaba siendo seducida, de algún modo aumentaba su placer, sumándose a lo prohibido de lo que estaba a punto de cometer.
Abrió los ojos para encontrar a Yasmín mirándola con fijeza con sus enormes ojos ligeramente almendrados, de un color café tan suave como la piel del venado.
—Ayúdame, Yasmín —susurró. Su mente estaba girando.
—Sí —respondió Yasmín con su amplia y sensual boca curvada en una sonrisa tierna—. Mi dulce Daina, sé lo que quieres —se inclinó hacia adelante con los labios abriéndose como una flor contra el cuello de Daina—. Deja que tu bata se deslice... así... así... ¡Ahh!
*
—Son hermosos, Daina —suspiró Yasmín—. ¿Te dije alguna vez lo hermosos que son tus senos?
—No —contestó. Su voz era aguda y estrangulada y parecía venir de alguna otra garganta.
—Uhm, debía hacerlo —se disculpó. Giró de modo que quedó sobre su costado—. Todo tu cuerpo es hermoso —su voz era como una pieza de seda: acariciante.
Con los ojos drogados por la lujuria, miró que las manos de Yasmín se deslizaban por la caja torácica hacia las curvas más bajas de sus senos. La luz se filtraba al interior del cuarto en forma de frías y pálidas barras que iluminaban ia mitad inferior de la cama King-size con su colcha coral de satén del tono preciso de la carne íntima. Reposaban costado con costado, desnudas.
Daina jadeó cuando sintió las manos tibias de Yasmín levantando sus senos, separándolos y acunándolos. Entonces las puntas de sus dedos empezaron a moverse, girando sobre la carne sensible, acercándose más y más, haciendo círculos hacia las aréolas de Daina.
Los relámpagos de placer ondeaban a través de su pecho y se unían entre sus muslos. Sus piernas empezaron a temblar y a elevarse, pero las manos de Yasmín las aplastaron contra la sábana. Tenía problemas para respirar.
Al fin, las puntas de sus dedos llegaron a las aréolas, acariciándolas con un toque como de plumas. Daina gruñó. Sus pezones estaban tan tiesos que le dolían. Sintió los labios de Yasmín contra el pabellón de su oreja.
—¿Se siente bonito? —preguntó Yasmín.
Ella asintió ebriamente.
—Entonces dime, querida. Dime.
La cabeza de Yasmín se sumergió en la sombra y sus labios abiertos bajaron para envolver los pezones de Daina. Esta gritó y sus muslos se abrieron involuntariamente. Arqueó su pelvis hacia arriba.
—¡Oh, Dios!
—Dime, dime —dijeron aquellos labios que jalaban, chupaban y retorcían sus pezones.
—Se siente, ¡ohh!, como el Paraíso.
—¡Sí... sí! —silabeó Yasmín con un grito animal.
Daina bajó las manos tratando frenéticamente de friccionarse, pero los dedos de Yasmín encerraron sus muñecas.
—No, querida, déjame hacer eso. —Y se levantó y Daina vio el peso colgante de sus oscuros senos sobre ella, y los alzó entre las manos. La sensación de ellos, que eran calientes y colgaban llenos, fue como ninguna otra que pudiera imaginar. Sus pulgares exploraron los duros pezones hasta que Yasmín rugió y se movió hacia abajo.
De inmediato, el montículo de Daina fue envuelto por un calor húmedo. Sintió las palmas de Yasmín contra sus nalgas, con las puntas de sus dedos en la hendedura y una larga uña que sondeaba...
En ese instante, la lengua de Yasmín salió como un puñal, directamente hacia el centro de Daina, quien se arqueó. Sonaba como si hubiera una locomotora en el cuarto, que trabajara a su máxima capacidad. Sus dedos se cerraron sobre el cabello de Yasmín, jalando su cara dentro de ella que saltaba incontrolablemente, gritando hasta quedar ronca.
Después de un tiempo, sus ojos se abrieron y jaló el cuerpo exuberante de Yasmín sobre ella.
—Dime qué hacer —susurró roncamente, sin darse cuenta de que ya había empezado, de que el manantial que ahora estaba abierto la hizo tan insaciable que, dos horas más tarde, Yasmín estaba rogándole que se detuviera.
*
El silencio de la noche fue roto por el sonido discordante del teléfono. El-Kalaam, que comía de un recipiente hueco con los dedos de su mano derecha, lo dejó sonar mucho tiempo. A la larga, se levantó y caminó hacia el teléfono. Alzó el auricular.
—Sí —habló con voz calmada y segura. Sus ojos tenían los párpados pesados y estaban iluminados por las rayas de luz que ardían afuera y se filtraban por las aberturas en las cortinas cerradas de las ventanas del frente—. Así que recibió mi pequeño presente —precisó con sus gruesos labios curvándose en algo semejante a una sonrisa—. No, Pirata. Su muerte cae sobre su cabeza. Usted no cumplió con nuestro plazo. Se ganó las consecuencias de sus actos —su voz se endureció—. ¡No me diga eso esperando que lo crea! ¿La verdad? Usted no reconocería la verdad ni aunque la tuviera mirándolo a la cara... Mejor haga lo que sabe que tiene que hacer, Pirata. Matar no significa nada para mí, pues la muerte es como el viento. Pero... entonces... no tengo país. ¡Ustedes se robaron el mío y eso es lo que me regresarán! ¡Démelo, Pirata! Usted y su presidente norteamericano pueden hacerlo y lo harán. Sólo le quedan seis horas. Úselas con sapiencia. Después de eso estará verdaderamente impotente. —Colgó el auricular y llamó—: Emoleur.
El joven ayudante francés cruzó la habitación, encontrando un camino sobre los cuerpos esparcidos. El-Kalaam lo rodeó con su brazo.
—¿Hiciste lo que te pedí?
—Sí —asintió Emoleur—. He hablado con los otros acerca de la justicia de la causa palestina y sobre los robos de los israelíes.
—¿Y qué respondieron?
—Es difícil de juzgar.
—No me vengas con rodeos, francés —le espetó El-Kalaam acercando su cara a la de él.
—No pueden perdonar lo que les está haciendo a ellos.
—¿A ellos? —gritó El-Kalaam—. ¿Qué le estoy haciendo a ellos? ¿Y qué hay con lo que nos han hecho a los palestinos? ¿Están tan ciegos o son tan estúpidos que no pueden ver que hemos sido conducidos por los sionistas a ejercitar medidas extremas? —su voz estaba llena de miedo y de odio—. No habrá amigos para nosotros en Occidente. Ha sido corrompido por los sionistas. Se le ha alejado de la verdad.
—Entiendo su empeño —apoyó Emoleur—. Toda Francia lo entiende.
—Bien, veremos. Quiero declaraciones firmadas de ti y de tu embajador; de los policías militares ingleses que apoyen nuestro punto de vista. No te preocupes por la redacción, te la daré ahora.
—Yo no...
—Las quiero de inmediato —ordenó El-Kalaam asiendo a Emoleur con un apretón tan fuerte que lo hizo gritar—. Estás a cargo de esto —sacudió al francés—. Esta es tu oportunidad de probar tu lealtad al pueblo palestino. No tendrás otra —sus ojos eran fieros—. No me falles.
—Esto no es algo con lo que estarán de acuerdo fácilmente, si es que lo llegan a estar.
—No me hables de dificultades —siseó El-Kalaam—. Las revoluciones no se ganan con facilidad. Hay sacrificio personal, dolor y autonegación. Aquí no leemos libros, ¡actuamos! ¿Eres un verdadero revolucionario o no? —Miró la cara de Emoleur hasta que éste asintió.
—No le fallaré —aseguró el francés.
Al otro lado de la habitación estaban juntas Heather y Raquel.
—¿Qué quiso decir El-Kalaam cuando afirmó que había encontrado tu punto débil?
—Quiso decir que piensa que podría romperme a través de ti.
—¿A través de mí? ¿Cómo?
—Si te daña de algún modo —explicó Heather.
—¿Es cierto eso?
Heather miró a lo lejos, al otro lado de la habitación donde Emoleur estaba levantándose del suelo.
—No quieres decírmelo —acusó Raquel—. Pero debes hacerlo. Una mentira no me ayudará ahora... no ayudará a ninguno de nosotros. ¿Qué nos pasará si no podemos confiar entre nosotros? Se han llevado todo lo demás. No tenemos nada.
Heather le sonrió brevemente y le dio un apretón. Suspiró y expuso:
—Te diré algo que nunca pensé que te diría. Cuando James te salvó la vida y perdió la suya, no lo entendí. Estaba enojada. ¿Qué tenemos que ver con ella?, pensé. A mí sólo me importa James; tenerlo conmigo y que esté vivo. Y cuando dijo que en cada vida hay una elección que debe hacerse, no supe de lo que estaba hablando. Ahora creo que lo sé. —Se quitó el cabello de los ojos, con sus muñecas atadas—. Sí, creo que sí puede romperme a través de ti.
—No lo dejes —suplicó Raquel precipitadamente. No me importa lo que pase, no debe romperte a ti o a mí. ¿No me dijiste que había que resistir, que había que luchar?
—Sí, pero...
—Sin peros —atajó Raquel con fiereza—. Lo digo sinceramente. Mi padre no accederá a las demandas de ningún grupo terrorista. ¿Crees que él querría o podría destruir todo el estado de Israel para salvar la vida de su hija?
—Entonces, ¿qué pasará? —preguntó Heather.
—Podemos morir si El-Kalaam es capaz de llevar a cabo su amenaza —sentenció Raquel mirándola.
—Creo que lo hará —afirmó Heather. Se quedó viendo la negrura del techo—. ¡Oh, Dios, por primera vez estoy contemplando mi propia muerte! —susurró y miró a Raquel—. Tenemos que salir de aquí. Pero no veo cómo lo podamos hacer solas.
—Quizá no tengamos que hacerlo. Mi padre nos ayudará —aseguró Raquel.
—Pero ¿cómo? Dijiste que no haría nada...
—Por arriesgar al país. No dije que no tratara de sacarnos —asintió con la cabeza—. Tratará.
—¿Sabes cuándo?
—Debe ser justo antes de que se cumpla el plazo. No puede ser en otro momento. Quizá habrá una distracción. Debemos estar listas.
—Pero ¿cómo?
—Eso no lo sé —repuso Raquel echando la cabeza hacia atrás y cerrando los ojos.
*
Lise-Marie la había provisto de todo dentro de la pequeña caja blanca de cartón, excepto de un elemento importante.
—Todo este tipo de magia, el mojo, es sexual —había dicho recargándose sobre el mostrador mientras Manus la miraba imperturbable a través de sus ojos amarillos—. Tienes que conseguir dos y medio centímetros cuadrados de media de seda. No de nylon, atención, sino de seda.
—Eso es fácil —consideró Daina con el asesinato en su corazón—. Hay una tienda cerca de donde vivo, que las vende.
—No, no, niña —reprendió Lise-Marie descartando sus palabras—. Las medias nuevas no son buenas. Tienen que ser vividas. Usadas, ¿entiendes? Tienen que tener aceites femeninos dentro de ellas y que no sean aceites tuyos.
Daina pensó en Denise y en Erica, pero no tenía idea de dónde vivían, mucho menos cuáles eran sus apellidos. Por cuanto a lo que ella sabía, usaron nombres diferentes mientras trabajaban en el Nova. Por fin se dio cuenta de la total naturaleza dual de la vida que había estado llevando.
Así que fue obligada, de mala gana, a regresar a su casa. Su madre era la única persona que conocía que usaba medias de seda, ya que, con seguridad, nadie que ella conocía en la escuela las había usado alguna vez.
Llegó temprano en la tarde, esperando que ese fuera el mejor momento, ya que Mónica estaría fuera, de compras. Con no poca ansiedad metió la llave en la cerradura y empujó la puerta principal, queriendo solamente deslizarse por las escaleras alfombradas hasta el cuarto de su madre y llegar a su buró para quitar cuidadosamente...
—Así que has regresado...
Daina brincó. Con la intuición infalible de una madre, Mónica estaba sentada en la sala como si esperara la llegada de su hija.
—¿Sabes cuántas noches de insomnio me has costado? —le preguntó. Daina no creyó que le hubiera costado a su madre ni siquiera una hora de insomnio—. He estado preocupada por ti, Daina. —Pero, extrañamente, Mónica parecía más calmada de lo que la había visto nunca.
"¿Dónde has estado? —preguntó levantándose y acercándose a Daina. Era una mujer grande, más alta que la Gabors y con una figura muy exuberante. Se había hecho algo en el cabello. Estaba largo, laqueado y con un tipo de plateado bruñido que enmarcaba imperiosamente su hermoso rostro de pómulos altos—. No esperaría que me lo dijeras. Realmente, no. Después de todo, tenemos derecho a nuestros secretos —Daina se mantenía muy quieta, escuchando. Desde el momento en que Mónica habló por primera vez, había estado esperando el comienzo de otra escena sarcástica con gritos, que se había convertido en la norma entre ellas desde que su padre muriera—. Es sólo que estoy preocupada por ti —sus ojos se deslizaron de arriba abajo de la figura de su hija—. Puedo ver que has perdido peso —pareció dudar sólo por un instante—. ¿Te vas a quedar mucho tiempo?
—No.
—Bueno, eres bienvenida para quedarte —musitó Mónica con voz suave—. No te haré preguntas —abrió los brazos—. Estaría mintiendo si te dijera que no quería que regresaras a casa.
—No quiero regresar aquí. No hay nada para mí.
Parecía que Mónica estaba a punto de llorar. Se puso una mano anillada sobre la sien como si cada palabra de Daina le clavara dentro un cuchillo más y más hondo. Sus labios revolotearon en una sonrisa que no le llegó a los ojos
—Está bien, nena. Creo que entiendo cómo te sientes. Continúa... —entonces ya estaba sollozando incontrolablemente y sus hombros se agitaban.
—Madre... —aventuró Daina, pero no sabía lo que sentía. Un pesado remolino de emociones envolvía su corazón.
—¡Oh, maldición! —se reprendió Mónica—. Me prometí que no me dejaría llevar frente a ti. —Miró hacia arriba. Las lágrimas le habían corrido el maquillaje por las mejillas, dándole una apariencia frágil y vulnerable que no era característica de ella—. Está bien si tienes que irte, pero... ¿Me harías un favor? Me sentiría aliviada en mi mente si aceptaras que te auscultaran. Sólo para saber que estás bien.
Daina accedió. Una revisión médica le pareció un pequeño precio para mantener calmada a Mónica y suavizar lo que ella había llegado a considerar como sus últimos días juntas.
Era a la mitad del invierno y Mónica le dijo que el doctor Melville, que era el viejo doctor de la familia, estaba fuera, de vacaciones.
—De cualquier modo —indicó animadamente—, he encontrado a alguien que es mucho mejor.
Apuesto, pensó Daina, que en la cama. No obstante, fue a la dirección en White Plains. El doctor Weist era un individuo de cara rubicunda que usaba un bigote blanco inmaculadamente recortado, cuyos extremos, como alambres, surgían a través de sus mejillas. Usaba unos gruesos bifocales tras los que se escondían unos húmedos ojos azules. Tenía el hábito de soplar aire a través de sus labios plegados, cuando estaba sumido en sus pensamientos o explicando un procedimiento en particular a un paciente. En consecuencia, sus mejillas siempre se veían redondas e infladas y ya estaban, claro está, tan rojas como las de Santa Claus.
Le hizo a Daina un concienzudo examen físico y luego le preguntó si le importaría someterse a algunas pruebas más de diagnostico específico. Ella dijo que no y se las hizo, mandándola luego a la sala de espera, enfundada en ese extraño tipo de bata incómoda que siempre le dan a uno en los consultorios de los doctores y que se ata por la espalda, como un problema que no valía la pena.
Después de cuarenta y cinco minutos durante los cuales Daina, con una impaciencia creciente, había hojeado ejemplares de seis meses de antigüedad de Better Homes & Gardens y Time, sin leer una palabra, fue conducida de vuelta al sancto sanctorum del doctor Geist. Estaba sonriendo cordialmente y se levantó cuando ella entró.
—Me pregunto, señorita Whitney, si me acompañaría al instituto médico que está cruzando Parirway.
—¿Por qué? ¿Hay algo mal? —inquirió Daina.
—Bueno —soslayó el doctor Geist, saliendo de atrás de su enorme escritorio de cedro—, utilizo a esa gente muy seguido cuando necesito hacer pruebas adicionales. Le aseguro que no tomará mucho tiempo.
—Pero ¿qué tengo mal? Me siento bien.
—Por favor, venga conmigo, señorita Whitney —la calmó el doctor sonriendo todavía y colgó el brazo sobre ella, conduciéndola hacia la puerta—. No tiene por qué preocuparse. Está en buenas manos. —Como todos los doctores, no le iba a decir una sola cosa hasta que estuviera listo, decidió Daina.
El White Cedars Medical Instituto era un enorme edificio de cinco pisos que, con una fila de pilares de piedra y remates triangulares a lo largo del piso más alto, trataba arduamente de no parecer un hospital. Estaba situado más allá de un espacio imposiblemente plano de hierba salpicada de nieve, manchada aquí y allá por grandes y retorcidos olmos.
Todo parecía estar perfectamente bien hasta que el doctor la condujo a través de una puerta de vidrio y alambre situada al final de un largo corredor recto y Daina escuchó el fuerte chasquido de la cerradura atrás de ella.
—¿Qué es esto? —preguntó volviéndose.
—Simplemente una precaución de seguridad —adujo el doctor Geist—. Hay aquí gran cantidad de drogas contraindicadas —sonrió de nuevo—. No querríamos que pasaran a manos equivocadas, ¿o sí?
Daina estaba empezando a sentirse incómoda por la forma en que él le hablaba, como si se tratara de una niña que no fuera lo suficientemente grande para decidir sobre esos asuntos, pero no dijo nada y permitió que él la empujara hacia adelante.
—Vamos, esto sólo tomará un momento. Todo ha sido preparado.
Pero ahora que ella miraba a su alrededor, tuvo la molesta sensación de que algo faltaba. Esta era, obviamente, una parte del hospital que la mayoría de los pacientes no veía, sin importar lo que el doctor dijera. Vio, mientras pasaban junto a eñas, que todas las puertas de los cuartos estaban cerradas por fuera.
—¿Dónde demonios me lleva? —le preguntó tratando súbitamente de alejarse de él.
El doctor no emitió ningún sonido, sino que con una seña de su mano libre llamó a una corpuleta encargada que tomó a Daina por el lado opuesto. Daina se retorció de un lado a otro.
—Vamos, querida —apaciguó la encargada—. Todo es por tu bien. Ya verás. Confía en el doctor. —Daina clavó la vista en su rostro velludo, notando la oscura línea sobre el labio superior de la enorme mujer.
Ahora, mientras se adentraban más en el hospital, Daina pudo distinguir los golpes ahogados, rítmicos y de algún modo terroríficos que salían de atrás de algunas de las puertas cerradas, como si fueran corazones gigantes que estuvieran enjaulados allí.
A poco se detuvieron frente a una puerta idéntica a todas las demás. La encargada sacó una llave de su uniforme y la introdujo en la cerradura. Más allá había un pequeño cubículo con una cama, un vestidor y una ventana pequeña, con una pantalla de tela de alambre, tan alta que lo único que podía ver era el triste gris del cielo invernal.
—¿Qué van a hacerme? —se rebeló. En su voz había tanto enojo como miedo.
El doctor Geist la observó seriamente desde atrás de sus gruesos bifocales. Se veía distinguido y seguro a la vez.
—Señorita Whitney, está usted seriamente enferma —comunicó con una voz estentórea.
—¿Qué quiere decir? —rechazó Daina, aunque sentía que su estómago se contraía—. Ni siquiera he tenido un catarro en tres años.
—Ahora no estamos hablando de su cuerpo, señorita Whitney, sino de su mente —aclaró el doctor. Sus labios se curvaron hacia arriba en lo que él pensaba era una sonrisa de Dios—. La mente es un extraño y complejo sistema, y muy frecuentemente el conocimiento subjetivo manda señales falsas. Sólo a través de una verdadera observación objetiva se puede hacer el diagnóstico apropiado.—El doctor Geist asió la base de la punta de su dedo con los dedos de su otra mano, torciéndola hasta que el nudillo sonó—. Usted está desequilibrada. Para decirlo en la forma más clara posible, ha desarrollado una psicosis, —Se irguió sobre Daina, abruptamente y tan grande como un oso, aunque ella no había pensado antes que fuera un hombre grande—. Estas constantes escapadas de casa son un intento de su parte por negar la realidad.
Daina pensó que el doctor debía estar loco y así se lo dijo mientras trataba de esquivarlo y llegar hasta la puerta. El la bloqueó fácilmente y sus manos de gruesos dedos se afianzaron tan fuerte en sus bíceps que ella gimió adolorida.
—Estoy muy apenado, pero difícilmente podríamos esperar que estuviera de acuerdo con ese diagnóstico, ¿o si? —dictaminó con una voz que sonaba genuinamente apologética—. Después de todo, carece de la apropiada imparcialidad para tomar la decisión correcta. —La sacudió un poco como si así pudiera llevarla de regreso al camino correcto—. Tiene una enfermedad profundamente arraigada, señorita Whitney. Debe aprender a confiar en nosotros. Sabemos lo que es mejor para usted. —La idea parecía tan divertida que lo hizo reír entre dientes con un sonido tan espeso como la melaza y que la perseguiría mucho más allá de su estancia aquí.
La atrajo hacia él, pero el gesto no contenía ningún calor, ninguna intimidad, y Daina se encontró preguntándose, por vez primera, qué clase de entrenamiento especial habían realizado, que les permitía apartarse del resto de la humanidad. Se preguntaba si tendrían tan completa y aterrorizante sangre fría en sus vidas privadas. ¿Montaban a sus esposas con el mismo duro desprecio? ¿Le darían palmadas a sus hijos e hijas con una indiferencia tan ensayada? ¿Alguna tragedia personal les provocaría derramar lágrimas de pena? Daina sospechaba que no. Pero no sentía piedad por el doctor Geist o por su familia. Cuando te acuestas con cerdos, es seguro que acabas sucio. No, sólo sentía una furia quemante, como si fuera una llama fría en el centro de su corazón y, junto con eso, un muro de rencor más fuerte que el diamante más duro. No cederé, se prometió. No importa lo que pase, no cederé ante él.
—Ahora no se preocupe para nada —le estaba diciendo el doctor en tono más ligero—. Es una niña con mucha suerte de estar en buenas manos. Conocemos los métodos de recuperación más rápidos. La tendremos sintiéndose perfectamente antes de lo que imagina.
—Me siento perfectamente ahora —interpuso ella, pero todo lo que obtuvo como respuesta fue el índice del doctor Geist agitándose ante su cara.
—Lo entenderá muy pronto.
—Quiero saber qué es lo que van a hacerme —exigió Daina, endureciéndose.
—¿Ha oído hablar alguna vez de la terapia de shock insulínico? —preguntó el doctor Geist. Su cara parecía brillar bajo la fuerte iluminación superior—. No, veo en su cara que no. No importa. Es mejor así. Verá, el proceso es bastante simple. Se le inyectan al paciente dosis masivas de insulina que producen una especie de coma. Pero no hay nada de qué asustarse. Todo lo que significa es que estamos derrotando, por el momento, a su mente consciente. Así que mientras, uh, duerme, podemos traer su inconsciente a la superficie, pues allí es donde radica su problema. —Allí es donde radica su problema, pensó Daina—. Usted, uh, nos dice cuáles son sus problemas y, entre los procedimientos, la terapia de grupo los resuelve. Mañana la llevaré yo mismo abajo, al cuarto de tratamiento, para que se aclimate con los alrededores. Algunos, uh, factores periféricos pueden ser un poco atermorizantes inicialmente.
—¿Sabe mi madre algo sobre esto?
—Señorita Whitney, fue su madre la que vino advirtiéndonos respecto a su condición —manifestó lentamente como si le estuviera explicando algo bastante simple a un niño retardado.
—¿Condición? —gritó Daina—. No tengo ninguna condición.
—Por supuesto —sonrió el doctor Geist muy seguro de si.
—Está usted loco como una cabra —gritó ella y cuando eso no dio resultado exigió—: Quiero verla.
La sonrisa permaneció justo donde estaba, tan amplia como le habían enseñado que la usara.
—Lo siento, señorita Whitney, pero las reglas de la institución prohiben los visitantes durante un periodo de dieciocho días. También las llamadas telefónicas. —Se frotó las palmas de las manos como si todo fuera un negocio limpio—. Ahora que hemos, uh, terminado con la orientación, dejaremos que el personal del hospital se encargue y la veremos mañana.
Era tan bueno como su palabra. La despertaron a las cuatro a. m. y la vistieron con un camisón fresco de hospital. El doctor Geist la esperaba bastante impaciente, como si se hubiera retrasado para su primera cita. Pero sonrió de todos modos cuando ella apareció
en el corredor, justo afuera de la puerta. Iba acompañada por la misma encargada que la llevara el día anterior. No había ventanas en el corredor y la luz encendida se mantenía al mismo nivel las veinticuatro horas del día. Producía un efecto desconcertante.
La cara del doctor estaba recientemente lavada y tan roja como si hubiera estado afuera.toda la noche en un trineo, repartiendo paquetes y bajando por impecables chimeneas. Olía mucho a una colonia barata para hombre que ella encontró anónima en su abyecta familiaridad. Sus dedos la apretaron de nuevo como bandas de acero.
—Eso será todo, señorita MacMichaels —anunció secamente cuando Daina le permitió que la guiara. Dio vuelta a la derecha en la primera ramificación y luego a la izquierda, bajando por otro corredor idéntico al primero. El hospital estaba atemorizantemente callado a esta hora y aun el suave rechinido de sus zapatos con suela de goma contra el linóleo verde claro era audible.
El doctor Geist se detuvo a mitad del corredor. Buscó una llave en el bolsillo de sus pantalones y la introdujo en la cerradura frente a la que estaban parados. En el interior había unos escalones de metal pintado de verde oscuro, que conducían hacia abajo. Era húmedo, frío y repulsivo. Las paredes y el techo eran de concreto sin pintar, planas y demoledoramente monótonas.
Para el momento en que llegaron al segundo descanso, Daina empezó a escuchar ruidos tenues. Hacían temblar el aire en largos estallidos durante los cuales ella volvía la cabeza hacia un lado, tratando de descifrar los sonidos.
El doctor Geist la llevó al tercer nivel y, mientras salían de la escalera, los sonidos regresaron súbita y sorprendentemente definidos: eran personas que gritaban. Eran sonidos apagados pero perfectamente discernibles.
Daina se estremeció y trató de retirarse; el doctor simplemente tensó su apretón sobre su brazo y casi la arrastró a su lado.
—¿Por qué están haciendo eso? —aventuró Daina con voz queda.
—Trate de ignorarlo —ordenó el doctor, airadamente—. Es sólo un resultado secundario del tratamiento.
—¿Quiere decir la terapia de shok insulínico? —preguntó. Y como él no respondió, sintió que su estómago revoloteaba por el miedo—. No quiero gritar de ese modo.
—Así es como nos hablará, querida señorita Whitney —confirmó desapasionadamente el doctor, y ella lo odió aún más—. Gritará sacando toda su psicosis y cuando esté fuera, a la luz del día, la disiparemos como si fuera mucha nieve en una calle de la ciudad. —Ella no pensó mucho en su imagen.
La llevó a un cuarto como celda, oscuro y sin ventanas, y ella se dio cuenta súbitamente por qué los "cuartos de tratamiento" estaban tan abajo del nivel normal del resto del hospital. Era la misma razón por la que la terapia se administraba en horas extrañas: para que los gritos no perturbaran a los otros pacientes.
Daina miró alrededor de la celda. Sólo había una mesa con cubierta de zinc en la que estaban fijadas unas correas de cuero de casi ocho centímetros de ancho.
—No hay nada que temer —apaciguó el doctor, subiendo y bajando las correas entre su pulgar y sus dedos—. Debe ser atada para su propia protección.
—¿Mi propia protección? —comentó débilmente. Sentía como si toda la sangre saliera de ella a través de las plantas de sus pies.
—Sí —corroboró el doctor. Se dio la vuelta—. El shok insulínico provoca una serie de convulsiones bastante violentas por todo el cuerpo. Sin advertirlo, puede lastimarse si no está limitada...
Daina se alejó y vomitó en una esquina del pequeño cuarto. Permaneció medio inclinada por las arcadas que ahora eran secas y estaban acompañadas por los más molestos sonidos de asfixia, por lo menos en la mente de Daina, que sólo servían para prolongar su náusea.
—Es simplemente un signo de su cuerpo que está arrojando todos los males que lo han perseguido desde el interior —señaló el doctor sin perder el ritmo. Ignoró las acciones de ella—. Ciertamente es un buen signo, porque al forzar a su mente consciente a perder el control, tendremos la clave de su curación. Y día con día la realizaremos.
Daina lo miró, limpiándose los labios y respirando por la boca a causa del olor que la había invadido. Los pequeños bulbos incandescentes sobre sus cabezas producían brillos en los bifocales de él, volviendo opacos los lentes, de modo que ya no se veía como Santa Claus sino como el doctor Cíclope.
—Cuánto... —vaciló—. ¿Cuánto tiempo dura el tratamiento?
—Dos meses y medio.
¡Oh, Dios mío!, pensó. Nunca lo lograré. Y luego, cuando él la conducía escaleras arriba hacia su cuarto, ella pensaba: Baba, ¿dónde estás? ¡Sácame de aquí!
Comenzaron a la mañana siguiente a las cuatro. El doctor Geist la esperaba como antes, excepto que esta vez parecía estar más calmado. Recorrieron juntos el mismo camino, bajando, bajando, bajando hacia las entrañas del hospital en donde nadie podría escuchar sus gritos, y en cada parada ella sentía que un poquito de su fuerza vital se le escapaba.
La noche anterior, sus intervalos de sueño habían estado marcados por feroces visiones de lo que haría cuando llegara este momento: cómo pelearía de regreso, como volarían sus puños contra la cara de la corpulenta encargada y cómo daría una enorme mordida en el muslo sólido del doctor. Pero ahora que el momento había llegado se sintió tan debilitada que dócilmente dejó que le ataran el rostro contra la mesa.
Gentilmente, siempre tan gentilmente, el doctor levantó el borde de su camisón. No llevaba nada debajo. El la analizó como si fuera su propia hija. La luz brillante se reflejaba y chocaba contra sus anteojos y corría por las rugosas paredes de concreto como si fueran los faros de un coche balanceándose. Daina miró ei suelo de piedra y fue entonces cuando la palabra calabozo explotó en su mente como una bomba,
Mareada y con la mente ligera, se volvió para ver la mano derecha del doctor. Tenía una jeringa con la aguja más grande que Daina hubiera visto nunca.
—¿Dolerá? —preguntó con el tono de voz de una niña asustada. Pero todo el tiempo tenía lágrimas de furia en las esquinas de los ojos y cerró las manos en blancos puños. Si sólo no estuviera atada, pensó. Cuánto quería asesinar al doctor Geist con todas sus perogrulladas sobre la bondad de la ciencia médica y el impresionante espacio de su sonrisa congelada.
—No dolerá ni un poco —lo oyó decir como si estuviera a miles de kilómetros de distancia, pero ni por un minuto le creyó. No con los baldes de sangre que sin duda había derramado en nombre de los avances en su campo. Y ninguna lágrima derramada de sus ojos despejados.
Sintió una fría brisa abriéndose camino por sus nalgas desnudas y con ella vino el espasmo de odio más intenso que hubiera experimentado jamás. Se azotó contra la fría mesa con cubierta de zinc, como si fuera un pez fuera del agua. Oscuramente se dio cuenta de que el doctor llamaba a la señorita MacMichaels para que lo ayudara, pero no la detuvo. Nada podía detenerla ahora. Nadie. El odio brotaba de ella como un geiser y se imaginó que sus manos desatadas se cerraban sobre la garganta fornida del doctor Geist. Sintió que algo taladraba su carne, hundiéndose más y más en ella mientras caía más y más hondo en este calabozo y gritó, no de dolor o por el impacto sino por la humillación.
Su furia seguía sin disminuir, pero ahora la cara que se mantenía tan cerca de ella se empezó a oscurecer y tuvo que forzar la vista para poder distinguirla. El doctor Geist se había ido y la cara se transformaba en la de su madre. Sus manos todavía envolvían el elegante cuello y apretaban, apretaban. Parecía estar jadeando y la respiración salía de ella como chorros de agua desbordándose sobre un piso de piedra hasta que ella resbalaba y se deslizaba, con los labios abiertos, en un giro silencioso.
Tuvo los ojos cerrados durante un tiempo, con la fuerza de su odio. Madre, ¿cómo pudiste hacer esto?, pensó. Celos. Siempre estuviste celosa de mí. Estaba bien cuando era sólo una niña a la que podías cambiarle los pañales, alimentar y bañar. Pero tan pronto como crecí, fui tu competencia. Querías que permaneciera siendo niña.
Abrió los ojos porque quería ver ahora el rostro de su madre, el cual estaba grotescamente distorsionado mientras ella se acercaba a la muerte por asfixia. Pero lo que vio ante ella no fue el rostro de su madre sino otro sombreado y aterrorizante de algún modo. Daina gritó y gritó hasta que ya no tuvo aire en su interior. Entonces flotó durante un tiempo en la nada, sin sensibilidad.
Cuando despertó le dieron un espeso jarabe de limón que sabía como si estuviera hecho de puro azúcar. Aun así, toda esa dulzura no le podía quitar de la boca el fuerte sabor del hule. Al día siguiente, mientras yacía en su cuartoF mirando al techo, podía recordar la T de hule negro sobre la que estuvo acostada en el pisó cuando la sacaron del "calabozo", la cual tenía las huellas de sus dientes adornando sus costados tan profundamente, que ella pensó que lo había mordido hasta romperlo durante su primer tratamiento.
Arriba, en su cuarto, le llevaron el desayuno cuando se recobró. Nunca en su vida se había sentido tan voraz, pero cuando vio el tamaño y el número de platos pensó que ningún ser humano podía comer tanto alimento de una sola vez. Se lo comió todo.
Y así continuó, un día tras otro: el tratamiento, seguido de la administración de glucosa y las prodigiosas comidas. El doctor Geist iba a verla todos los días. Le hablaba interminablemente. Ella no escuchaba lo que decía. Su mente se sentía inflada como un globo y llena de una extraña mezcla de pensamientos e ideas, como si fuera una criatura adaptándose a una atmósfera nueva en algún distante mundo extraño. En esos momentos, el doctor Geist le parecía tan irreal como un viaje por el lado más lejano del sol. Empezó a pensar en él como si fuera alguna grotesca flor de un día, que florecía de nuevo con cada ciclo de luz para luego marchitarse y morir con la llegada de la oscuridad. Y lo trataba con la misma indiferencia con la que trataría a una planta o a una televisión que hubiera sido dejada con el volumen bajo para que sirviera de compañía y nada más.
En la noche yacía despierta con el odio hacia Mónica y hacia Aurelio Ocasio, bramando como un incendio forestal en su seno, y fue ese odio yermo y desolado a lo que se aferraba cuando el terror de ser encarcelada en White Cedars, o el viaje diario al calabozo, amenazaban con abrumarla. El doctor Geist podía tener su parte reservada para Mónica; la tenía de todos modos, pues era un tema básico en sus conversaciones diarias con ella. Pero el miedo que sentía a que supiera de su vida secreta con Baba y de su odio ignoto hacia Aurelio Ocasio, le parecía infundado a medida que progresaban los días y él no hacía mención a ninguno de ellos. Esto era de ella y sólo de ella: el amor por Baba y el odio por su asesino. Había tenido razón. Nadie, nada podría separarla de ellos. Y más adelante, cuando ya pudiera soportar el pensar en esta época, podría estar segura de que sus secretos eran todo lo que la separaba de la locura, una forma real y pura que, estaba segura, el doctor Geist nunca podría reconocer ni mucho menos tratar.
Después de un tiempo la iniciaron en terapia de grupo como parte de su rutina diaria. Todos los demás miembros eran pacientes que estaban sometidos al mismo tratamiento.
En una sesión, uno de los pacientes, un hombre grueso que había estado allí mucho más tiempo que ella, le dio un consejo apresurado:
—Come todo lo que te den —susurró.
Ella no entendió lo que quiso decir, hasta una tarde, cuando quizá tenía tres semanas de estar allí. Ya había notado que el peso se acumulaba en ella. Cuando el asistente le trajo la charola de comida se encontró con que no sentía apetito. Había tenido imágenes de sí misma horriblemente gorda y meneándose en un cuarto en donde todos dejaban lo que estaban haciendo, para contemplarla. Cuando el asistente insistió en que comiera, se negó.
El se fue sólo para volver momentos después con otro asistente y un doctor que ella no había visto antes. Este era alto y delgado, con cabello arenoso y una barba hirsuta. Su labio superior era curiosamente lampiño.
Los asistentes habían llevado un carro de acero inoxidable cubierto de accesorios médicos. Obedeciendo una instrucción del doctor, la ataron a la cama. Desenrollaron del carro una manguera de hule con aspecto maléfico.
Empezó a gritar aterrorizada cuando trataron de insertarle la manguera en una fosa nasal. Ella movió la cabeza hacia adelante y hacia atrás hasta que uno de los asistentes le apretó la mandíbula tan fuertemente que las lágrimas aparecieron en sus ojos. Sintió como si le fueran a dislocar la mandíbula. De inmediato, el otro asistente insertó la manguera. Ella tosió y se arqueó mientras la horrible cosa bajaba por su garganta. El que la sostenía se inclinó acercándose. Pudo ver un barro rojo e inflamado en su mejilla.
—Si no te estás quieta nunca serás capaz de soportarlo —siseó. Le sonrió con dureza—. Lo vamos a hacer de todos modos, así que es tu elección. —Ella se recostó, temblando por la tensión y el miedo, con el sudor rodando por su rostro, con un sabor salado que apreciaba cuando escurría por sus labios y mientras la alimentaban por la nariz. Después de eso nunca se negó a comer nada de lo que le dieran.
Sin embargo, se opuso a ver a Mónica. Dieciocho días después de que inició la terapia de insulina, el doctor Geist llegó a decirle que se ie permitiría entrar a verla.
—Pero sólo si lo desea —le aclaró. Ella no quiso, así que se quedó sola.
No todos los días, mas sí con frecuencia, tendría las visiones de estrangulamiento que le habían asaltado durante los momentos de su primer tratamiento. Siempre serían las mismas, empezando con el doctor Geist como adversario.
—Eso es bastante natural —le indicó el doctor cuando ella se lo contó. Luego, era Mónica, que se convertía en esa cara sombreada que le parecía tan familiar y. sin embargo, tan devastadoramente aterradora—. Sientes que las ligaduras de tu conciencia se están desatando —le advirtió el doctor—. Y debajo, antes de que sucumban totalmente y pierdas el sentido, tienes destellos de lo que yace en esas profundidades.
Una mañana, después de que soñó al doctor Geist bailando una giga a la luz de una horrible e inflada luna, con las puntas de su abrigo blanco golpeando contra sus muslos, ella se enfrentó cara a cara con la identidad de su último y "primario" antagonista, de acuerdo con el doctor. Era su padre. Su padre muerto hacia el que sólo había sentido amor. Y aquí estaba, estrangulándolo y gritándole una y otra vez: " ¡No me dejes, por favor no me dejes!" Y luego: " ¡Te odio por dejarme!"
Dos meses y medio después de su encarcelamiento en White Cedars, el doctor Geist fue a su cuarto con un montón de ropa.
—Es tiempo de que te vayas, Daina. Estás curada.
¿Curada de qué?, pensó ella. Puso la palma de la mano sobre la pila de prendas, diciendo:
—Estas no son mías.
—Ahora lo son. Te las compramos —informó el doctor gentilmente—. No cabrías en tus viejas ropas.
Y ciertamente, cuando terminó de vestirse y se miró al espejo no reconoció ni la cara ni el cuerpo reflejados allí. Pareció que mientras estuvo inconsciente, una mujer gorda había nacido. Su vista la enfermó.
—¿No quieres saber por qué no vino tu madre a recogerte? —le preguntó el doctor deteniéndola en el escalón de la puerta de White Cedars.
—No, no quiero. No nos preocupamos mucho una por la otra —eludió Daina.
—Se preocupó lo suficiente como para traerte aquí —señaló el doctor. Daina casi se ríe en su cara.
—Quería que me rehicieran. A su imagen.
—Ese es un pecado del que muchos padres son culpables —asintió el doctor Geist con una mirada lejana en los ojos.
Daina lo miró. Tras de sí podía escuchar el silbido del tránsito, el ladrido de un perro y a unos niños riendo. Estos sonidos la estaban llamando ahora.
—No todos llegan a esos extremos.
—Ella sólo quiso lo mejor para ti —la recriminó el doctor. Su voz pareció súbitamente pesada en el aire frío. Había llegado a mitad del invierno, ahora era casi primavera y los árboles comenzaban a florecer y las primeras aves empezaban a construir sus nidos de verano.
—¿Quiso?
—Daina, tu madre está en el hospital. Ha estado enferma durante casi seis semanas.
Daina miró lejos de él, lejos de White Cedars y hacia la pared de mosaicos rojos del centro comercial al otro lado de ParKway. Miró durante un momento la fila de madres de los suburbios, estacionándose con sus Chevys, Buicks o camionetas Oldsmobile y el cabello todavía con rizadores debajo de los pañoletas multicolores. Se pregunto cómo serían sus vidas. ¿Serían tan simples como ella pensaba que eran? ¿Estarían contentas cuando sus esposos llegaran a casa? ¿Cuando sus niños rieran? ¿Se frustrarían cuando el procesador de basura se descomponía? ¿Cuando la asociación de padres de familia no las aceptaba como vicepresidentas? ¿O había algo más... en algún lado, escondiéndose, sin ser visto ni descubierto?
—¿Morirá?
—Sí. Muy pronto —aseveró el doctor Geist, suavemente.
*
Al final del día, tan pronto como terminaron, Beryl le dio en el set una copia adelantada del Playboy, y Daina lo llevó directamente a casa para mostrárselo a Rubens.
Justo en el centro de la sección sobre películas, "Atracciones por Venir", estaba el párrafo siguiente: "Y LA GANADORA ES... Aunque algunos de ustedes pudieran pensar que es algo temprano para entrar en el juego de predicciones de los premios de la Academia, he escuchado ciertas cosas bastante notables sobre el papel protagonice de Daina Whitney en la venidera Heather Duell. No es un secreto que la mayoría de nosotros ha estado esperando otro papel femenino que compita con aquellos interpretados por Sally Field en Norma Rae y Jane Fonda en Klute y Comins Home[21]. Según todos los informes, y me inclino a creer en estas fuentes informativas, el papel de Heather Duell bien puede poner a Whitney en la contienda por el premio a la mejor actriz. La película es sobre la prueba de fuego de la esposa de un rico industrial atrapada en una casa dominada por los terroristas. Whitney, como sin duda se habrán dado cuenta, obtuvo prominencia internacional por medio del extraordinario filme del futuro Regina Red, de Jeffrey Lesser. Si no la han visto en ésa, no saben lo que se están perdiendo".
Le leyó a Rubens este trozo en voz alta, con no poco gusto.
—Mira —le enseñó volteando la revista contra su cuerpo—, hasta tienen una foto de la película. ¿Cómo lograste eso?
—Beryl llamó a Buzz Beillman —relató él y rió—. Te dije que era un genio —se acercó a ella—. Oye, el teléfono no ha dejado de sonar en todo el día en la oficina y sé que no dejará de sonar aquí. ¿Te gustaría salir al barco por un rato?
El cielo era ciruela e índigo para el momento en que subieron a cubierta. Las luces a lo largo de la amplia curva de Malibú brillaban en una centelleante línea de vicetiples dentro de los huecos somnolientos. Daina pensó en Yasmín y en su tarde aquí, y se estremeció un poco. El interior de su boca se sentía pesado e hinchado por el sabor de almizcle de la otra mujer. El pensamiento que había estado nadando en las aguas oscuras de su mente desde que permitió que Yasmín la sedujera, comenzó a aflorar. Si sólo pudiera conectarlo... Pensó en Chris, en el pobre e infeliz Chris. La había llamado de ¿dónde fue? ¿Denver? ¿Dallas? No podía recordarlo. No importaba realmente, pensó. Los chicos eran los mismos a dondequiera que iban, y los teatros, las luces y el enorme equipo, también. Y el aplauso, el aplauso atronador, elevándose más y más mientras los fanáticos fluían por los pasillos, que ya estaban repletos, con las manos levantadas y los índices apuntando hacia la oscuridad de la noche: Número Uno, Número Uno, Número Uno.
Dios mío, pero Chris se oía terrible cuando llamó. Como si hubiera estado harto. El no apreciaba esas noches abrumadoras como lo hacía Nigel. Alimentaba su trabajo del estudio y no de sus fanáticos. Existía algo extraño y retorcido... Muy bien, sí, en la relación vampiresca entre estos músicos y sus fanáticos. Ella había leído una entrevista una vez, no podía recordar dónde, pero algún chico listo, algún músico de rock dijo: "Muy bien, llamemos espada a una espada. La relación es vampiresca". Entonces había pensado que era trabajo de publicista. Esos chicos eran famosos por poner entrevistadores que se tomaban todo muy en serio. Daina leyó el reportaje de primera plana en Rolling Stone, que había salido de la entrevista del grupo en San Francisco. Tenía, como inclusión pesadamente enmarcada, la fotografía tomada con ella, Nile y el grupo, y los párrafos que la acompañaban eran sobre ella principalmente. El cierre de la revista motivó que el obituario de Nile apareciera en el siguiente número.
De todos modos, Chris se había mostrado muy callado, mientras que Nigel habló y habló. ¿Cómo podía soportarlo? Toda la responsabilidad de la capacidad creativa del grupo recaía completamente sobre los hombros de Chris, aunque, por lo menos en público, él y Nigel todavía colaboraban en cada canción. Daina sospechaba que incluso para Chris existía un punto de ruptura. La amistad sólo puede llevarte hasta cierto punto. Bueno, estarán de regreso en L. A. en un par de semanas. Ella resolvió hablar nuevamente con él, cara a cara.
Sintió que unos brazos se deslizaban rodeándola y el calor de Rubens tras ella. Su dureza floreciente se insinuaba entre los lóbulos de sus nalgas. Sus manos subieron para acopar sus senos. Sintió un ardor que recorría su cuerpo y que sólo era parcialmente sexual, ya que abarcaba mucho más.
—¿En qué estás pensando?
—En lo feliz que soy.
No era una mentira, se dijo a sí misma, pero entonces, otra vez, tampoco era la verdad exacta. Había estado pensando en Meyer, en lo que le dijera y en el pacto que hicieron. Ahora quería mucho proteger a Rubens, aunque no podía imaginarse de qué. El viejo se preocupa mucho, pensó. Puedo verlo en sus ojos. Bueno, ¿quién puede culparlo? Ha pasado por muchas cosas. Y ha sobrevivido. Esa es la parte importante. ¿No es eso lo que Marion le dijo una vez sobre Hollywood? ¿Que lo verdaderamente importante era sobrevivir aquí? Porque mucha gente venía y no lo hacía.
Eso es todo, pensaba Daina ahora, mientras veía las luces lejanas de Santa Mónica, aureoladas a través de la niebla como si se movieran al borde del Paraíso; se está poniendo viejo y se preocupa. Rubens está bien. Lo sé. Puedo sentirlo. No hay problema.
—¿Recuerdas lo que dije en la casa sobre Beryl? —le murmuró al oído, apretándola fuertemente.
—¿Que es un genio? —declaró. Adoraba la sensación de sus manos sobre sus senos. La hacía desear cerrar los ojos y dejarse arrastrar, segura y tranquila.
—Tú también eres un genio —alabó él—. Tengo que darle a Dory algún crédito —se rió—. Es un buen juez del carácter.
—De mi carácter.
—Del tuyo, sí. —La volteó en sus brazos de modo que quedaron cara a cara. Sus mejillas estaban iluminadas algo misteriosamente por el rojo y verde de las luces del costado del barco, y se le veía un lado más oscuro que el otro. Lo hacía parecer como dos personas diferentes—. Daina, nunca he amado a nadie como te amo a ti.
Pareció que los ojos de ella se expandían en la semioscuridad e hizo un ligero sonido desde el fondo de la garganta, que era algo entre un gruñido y un suspiro. Sus dedos le acariciaron el cuello, las puntas de las orejas y atrajeron firmemente su cabeza hacia ella.
Sus labios se encontraron de un modo tan exquisitamente repentino que Daina sintió un choque eléctrico que corría por su cuerpo casi como si hubiera tropezado con un alambre candente.
—Cómo manejaste a Buzz —señaló él pesadamente, apartando sus labios de los de ella—. Nunca lo había visto reaccionar así, especialmente con una mujer. No tiene respeto por nadie.
—¿Sabes? —declaró ella con suavidad, mirando su reflejo moverse en los ojos de él—. Realmente lo disfruté. Estaba actuando como un cerdo. Nos pasamos la vida bajo el poder de hombres como ésos.
—No pretendes hacer de esto un asunto político, ¿o sí?
—¿Político? No. No hay nada político sobre lo que pasó entre Buzz y yo. Fue sexual. —Como esto —concedió él dando vueltas alrededor de su pezón con el centro de la palma de la mano.
—Como esto —agregó ella, besando su cuello con los labios abiertos y la lengua atacando como saeta.
—Así —aprobó él, levantando el borde de su vestido para deslizar los dedos por la larga y suave extensión de su muslo.
—Así —repitió ella poniendo la mano sobre sus testículos y apretando suave contra el intenso calor, hasta que sintió los estremecimientos que como respuesta corrían por los muslos de él.
—Vamos abajo y pongámonos los trajes de baño —apremió Rubens, pesadamente.
—¿Para qué? ¿Quién anda por aquí para vernos? —desechó ella riendo.
—Por una vez haz lo que te digo, ¿está bien? —recomendó él y le palmeó el trasero juguetonamente.
Ella besó la punta de su índice y la presionó contra los labios de él, que tenían una falsa expresión severa. Bajaron por la escalera de los camarotes. El traje de baño de ella, color ciruela, la esperaba doblado sobre una de las literas. A su lado estaba una gruesa toalla. Levantó el bañador y algo largo y brillante cayó escurriéndose por la cubierta.
—¡Dios mío! —exclamó Daina jalando aire y poniéndose de rodillas. Lo levantó y lo sostuvo frente a ella. Corría por los extremos de sus dedos como un río de luz. Era un brazalete de diamantes. Alzó la cabeza, diciendo—: Dios mío, Rubens.
El se arrodilló junto a ella. Era un momento en que normalmente habría hecho chistes. Para él resultaba difícil expresar, o incluso encarar, ese tipo de sentimiento profundo. Pero esta vez estaba serio. Tomó suavemente el brazalete de sus manos y le explicó:
—Lo encontré en Harry Winston's. Fue una de esas cosas... Lo vi y supe que era para ti —miró los ojos violeta de ella—. ¿En qué muñeca?
—En la izquierda —indicó ella y cerró los ojos, besándolo.
Tembló un poco cuando sintió el peso del brazalete rodeándola. El sonido del broche al cerrarse le pareció tan fuerte como el estallido de un trueno en una noche que de otro modo sería tranquila. Lo rodeó con los brazos y le lamió la cara—. Vamos al agua —susurró. Pero sus muslos se habían vuelto líquidos y él tuvo que levantarla, con tanta facilidad como ella levantó el brazalete de la cubierta, llevándola arriba.
En cubierta, él se quitó la ropa y, poniendo a Daina sobre la tranca, empezó a desnudarla lenta y cuidadosamente, tomándose su tiempo y doblando cada prenda a medida que se la retiraba de la piel. Ella brillaba oscura y llena en la inconstante iluminación de las luces de costado del barco y de aquéllas que ardían débilmente a lo largo de la playa. La bruma se levantaba del mar y a Daina le pareció como si fuera un medio primitivo en el que hubiera caído.
Juntos subían y bajaban en las suaves olas pequeñas, se lavaban y se estremecían con la carne de gallina. Pero pronto se aclimataron y sólo sentían frío en la cara, que era lo único que se hallaba fuera del agua. Se movieron apaciblemente en el agua, mirándose uno al otro. Por el rabillo del ojo, Daina podía ver de vez en cuando el brillante resplandor cuando un giro de su muñeca despedía chispas contra la piel oscura del mar y el blanco costado del barco. Jugaron entre sí durante mucho tiempo, tocándose y acariciándose, y cuando la penetró lo hizo sin esfuerzo, de modo que sólo su calor le dijo que por fin era él y no otro zarcillo del Pacífico lamiendo su centro.
La frialdad del exterior y el creciente calor en su interior eran un delicioso contraste de sensaciones, como si estuviera siendo estimulada y consolada al mismo tiempo.
Incrustó sus senos contra los labios de él con una feroz intensidad, de modo que su succión estimulaba las cuerdas de sus nervios hasta los dedos de los pies, y se aferró a sus nalgas, empujándolo dentro de sí hasta que no pudo más.
Quería desesperadamente que esto durara, que nunca terminara, pero las sensaciones la invadían y estaba perdiendo todo control hasta el punto en que se aferraba a él como si fuera el barco mismo, mordiéndole el hombro y sintiendo, ¡ohhh!, que no era suficiente gritar incoherentemente mientras se acercaba a un orgasmo que iba más allá que todos los demás, sintiendo que había palabras que quería decirle, sobre Meyer, sobre Aurelio Ocasio y sí, esto también, sobre Baba. En su éxtasis, quería ahora entregarle aquellas esquinas oscuras de su mente que mantenía muy ocultas, entregarle aquellos secretos que había enterrado en el fondo de su corazón durante todos estos años y que no había pensado en contarle a ningún ser humano, pero que ahora quería compartir con él. ¡Con él!
Mas no lo hizo, sólo gritó fuerte y largamente, entregándose en forma total al placer que la arrasaba. Los labios de él rozaban sus brazos, pasaban por sus clavículas y por el suave hueco en la base de su garganta y, finalmente, reposó la mejilla sobre su cuello mientras ella le transmitía el latido de su pulso como si fuera un mensaje interminable.
—Eso fue tan lindo —le susurró, y tuvo que detenerse para sacarse el agua de la boca—. Contigo usando sólo los diamantes como si fueras una parte del cielo adornado con estrellas.
La poesía de sus palabras la sorprendió. Si sólo Beillman o Michael Crawford pudieran verlo ahora, ¿sabrían siquiera que era el mismo hombre? Pensó que no y acarició su nuca deseando tener uñas para rascarlo ligeramente. Pero estaban tan cortas y tan redondeadas que no servían para eso. Sólo para tirar de los gatillos y asir el áspero mango de un cuchillo. Ella pensó en el artículo de Playboy y en la prueba de fuego de Heather Duell. Mi prueba de fuego. Sí, mía. Y quizá, también, un premio de la Academia.
Salieron del agua de mala gana, estremeciéndose, corriendo por las toallas y secándose mutuamente. Se pusieron pantalones de mezclilla y camisetas de algodón que siempre tenían almacenadas en el barco y, en un arranque, Rubens izó el ancla. Encendió el motor y, con el brazo alrededor de la cintura de ella, se internó mar adentro, lo suficientemente lejos para que la niebla los devorara por completo.
Después de un tiempo apagó el motor y navegaron en silencio. No había viento ni estrellas, sólo el mar para dejarlos saber que todavía estaban en el mundo real.
Rubens bajó mientras ella echaba el ancla y para cuando lo alcanzó había convertido la mesa en una cama doble. Sábanas con diseños de lila la enfrentaban. Se desvistió y subió con él.
—Tengo puesta una película —avisó él con voz suave y acariciante, poniendo el brazo bajo el cuello de ella.
—Y yo tengo sueño —manifestó ella apretando su mejilla contra su calor.
—Una de tus favoritas —insistió él encendiendo un control remoto con la mano libre, y la pantalla de la TV se iluminó con vida electrónica—. ¿No quieres saber cuál?
—Uhmm —murmuró besando su pecho con los ojos cerrados—. ¿Cuál?
—Notorius.
Ella despertó, mirando la película intermitentemente. Por momentos se adormilaba y despertaba para volver a dormitar, pero estaba tan familiarizada con el diálogo, que no importaba. Soñó las partes que no vio.
Justo después de la medianoche, y ella lo supo por el suave repiqueteo del reloj de latón del barco, Cary Grant empezó a cargar a la envenenada Ingrid Bergman, bajando por la larga escalera curva en un cerrado clóse up bajo las malignas pero impotentes miradas de Claude Rains y Leopoldina Konstantin, que era la actriz que interpretaba soberbiamente el papel de la madre de Rains, en la película.
El teléfono zumbó. Rubens bajó el volumen y respondió al segundo timbrazo. Mientras las imágenes silenciosas iban de Grant a Bergman y hacia Rains y la furiosa Konstantine, Rubens habló a la bocina. Estas personas eran iconos, pensó Daina, y sus imágenes estaban esculpidas tan inmortalmente como aquéllas en el Monte Rushmore.
—Sí —habló Rubens—. Ya veo.
El teléfono, pensó ella medio dormida todavía, como si fuera parte de la fantasía que se desarrollaba en la pantalla de casi cincuenta centímetros. Pensé que Rubens había venido al barco para alejarse del teléfono. ¿No le dijo eso anteriormente? En principio ¿no era eso por lo que vinieron al barco, no podía estar segura. Claro que él tenía su regalo esperándola aquí. Su regalo. Sus dedos se deslizaron sobre la fría superficie de múltiples facetas. No había nada en el mundo que se sintiera igual que los diamantes.
—No, no —oyó decir a Rubens—. Hiciste bien en llamarme. Daina y yo todavía estábamos despiertos. Pero, Cristo, para ti es medianoche. Duerme un poco, Schuyler. Te agradezco que me lo hayas hecho saber —y colgó.
La película había terminado. La pantalla estaba en blanco. Rubens se acercó y apagó la videocasetera y todas las luces. Se mecieron en la oscuridad.
—Ni siquiera sabía que existía un teléfono en el barco —comentó Daina.
—Realmente es sólo para emergencias.
—¿Está bien Schuyler? —preguntó ella recargándose sobre un codo.
—Oh, sí. No te preocupes por él —respondió. Era difícil verlo. Los tumbos y ondulaciones del barco anclado provocaban que entraran manchas de pálida luz por las claraboyas, para jugar en la mejIUa de él. No alcanzaban a llegar a la oscuridad de sus ojos—. Ya conoces a Schuyler. Se agita fácilmente a veces.
—Rubens —instó Daina despacio, con una incómoda premonición reptando por ella—. ¿Por qué está agitado Schuyler? —Puso una mano sobre su pecho.
—La policía lo llamó para identificar un cuerpo —informó sin trazas de emoción en la voz. Era otra vez como el mundo exterior lo veía.
—¿Quién era?
—Lo encontraron en la cajuela de su propio Cadillac —continuó, ignorando su pregunta—. Un chico descubrió su carro en las estacas... cruzando el río en Nueva Jersey, en un depósito donde descargan toda esa mierda para poder construir más de esas casas baratas que ya van por los ochenta o noventa mil ahora.
—Rubens, ¿a quién encontraron?
—Aparentemente el chico no sabía nada sobre eso, pero su perro no se iba de allí y ladraba y arañaba la parte posterior. —Parecía estar paladeando la noticia y ella sabía ahora que no se lo diría hasta que estuviera listo—. El chico siguió a su perro y fue entonces cuando vio que la cajuela no estaba completamente cerrada. Sabes que los chicos son tan curiosos como las mujeres, y no pudo evitarlo. Miró y se vomitó en sus Adidas.
—Rubens, por el amor de Dios, ¿quién estaba allí? —insistió Daina estremeciéndose a pesar de su enojo. Presionó fuerte la palma de su mano contra las costillas de él, como si esta demostración de fuerza física pudiera hacerle decir lo que las palabras no habían logrado.
—Ashley —pronunció Rubens, lentamente—. Era Ashley enroscado allí, con un agujero de bala en la parte posterior de la cabeza y casi no tenía sangre. Los policías le dije ron a Schuyler que fue un trabajo muy profesional. Al estilo de los chicos de anillo en el meñique.
Ella sabía lo que quería decir. Abrió la boca en la oscuridad para decir algo, pero la cerró de inmediato. Súbitamente, la cara arrugada de Meyer pareció flotar frente a ella y escuchó otra vez sus palabras como si estuviera llí, con ella, en la cabina del barco oscilante: Debe salvar a Rubens de sí mismo. Ha aprendido demasiado bien. Ella vio sus ojos serios pero recordó la sonrisa con casquillos de oro. Era la sonrisa de un hombre que obtiene lo que quiere y ahora Daina miró el semblante semiescondido de Rubens y vio esa misma sonrisa aunque sólo tenía casquillos de oro en su mente.
—¿No me dijiste que Ashley había hechos muchos nuevos amigos? —le recordó ella pausadamente, empujando la punta de su nariz hacia un lado en la silenciosa señal universal de la mafia.
—Sí.
—Pero ellos no lo mataron, ¿o sí? —especuló manteniendo sus ojos en la cara de él. Se miraron. Daina estaba recordando algo más de su reunión con Meyer. Lo amaría no importa lo que pase, había dicho ella. Y Meyer, que la observaba como Rubens la estaba mirando ahora, sentenció: Espero que tengas la fuerza para cumplir eso siempre. Ella deseaba con los ojos que él no le mintiera, sabiendo que si lo hacía nunca podría confiar en él otra vez.
—No —confirmó después de un tiempo—. Ellos no lo mataron.
—Encontró lo que querías que buscara.
—Era un pequeño bastardo codicioso —evadió Rubens, fríamente.
—También era tu amigo... un amigo desde hace mucho tiempo.
—Los amigos tienen una forma peculiar de desaparecer cuando tienes mucho dinero. Muy pronto verás lo que quiero decir.
—¿Sabe Schuyler lo que has hecho?
—Me ayudó a poner la trampa.
—Pero tú lo mandaste a él a Nueva York.
—Los policías piensan que Ashley fue golpeado por la mafia. También Schuyler. Todos lo creen —sus ojos eran muy intensos—. También tú.
—¿No sientes nada... absolutamente nada por Ashley?
—Sí, que obtuvo lo que se merecía. Le di una oportunidad de dejar las cosas en paz y salir limpio sin crearnos un lío, pero no me escuchó. Era demasiado ambicioso y pensó que podía vencerme.
—Nadie puede vencerte, Rubens, ¿es eso?
—Nadie puede vencerme —ratificó él. Sus brazos la atrajeron, quedando piel contra piel—. Y ahora nadie puede vencerte a ti tampoco. —Ella sintió un calor que crecía en su interior y que no podía resistir.