Cinco

—NO SE QUE LOS HACE seguir con eso —comentó Marion una mañana, en el set

—¿Seguir con qué? —preguntó Daina.

El dobló el ejemplar del Manchester Guardian que le enviaban por avión todos los días. Marion era un hombre que odiaba verse aislado de las noticias de casa.

—Periódicos yanquis. No saben cómo dar las noticias del mundo —decía de cuando en cuando. Pero, de hecho, lo que anhelaba eran las noticias de Inglaterra.

La miró por encima de su taza de porcelana color hueso, llena en tres cuartas partes con té recién preparado, el cual era una combinación de English Breakfast y Darjeeling que Marion trajera de una tienda que frecuentaba en Belgravia.

—Los ingleses y los irlandeses —expuso muy cuidadosamente—. Los C. E. y los católicos. —Tomó un sorbo—. Se me clava en la garganta. —Señaló con un dedo el periódico doblado—. Toma esto como ejemplo. Hubo una enorme incursión en Belfast hace cerca de tres semanas. Aquí dice que el asunto fue organizado por Sean Toomey, el líder patriarcal de los protestantes irlandeses en el norte. —Se veía disgustado—. Como siempre, los ingleses hicieron todo el trabajo sucio, yendo a Andytown y sacando a los chicos sospechosos del IRA. —Sacudió la cabeza—. Fue un verdadero baño de sangre.

—Pero ha seguido durante tanto tiempo...

—¡Exacto! —exclamó, y bajó su preciada taza de un golpe—. ¡Y a dónde nos lleva, te pregunto! A sangre y más sangre. Familias diezmadas. Pena y desesperanza. —Empujó la taza lejos de sí—. Ahora ves el verdadero motivo por el que estoy haciendo esta película, para mostrarle a la gente lo estúpido que es todo eso. —Le dio un manotazo al Guardian, que hizo que sus páginas volaran por el suelo como pájaros con alas rotas—. ¡Ah! De cualquier modo, no sé por qué me molesto en leer todas estas malditas cosas.

Pero a la mañana siguiente estaba tomando de nuevo el té y estudiando el periódico como si no hubiera sucedido absolutamente nada.

El-Kalaam estaba agachado en el suelo, cerca de James, con Malaguez junto a él. Tenían un mapa de la villa y de sus alrededores inmediatos, extendido frente a ellos. Lo repasaban, parte por parte.

—Están seguros de que pronto vendrán hombres aquí —expresó El-Kalaam—. Debemos asegurarnos de que no haya grietas en nuestra armadura. No sería bueno que nos sorprendieran a estas alturas, ¿eh? —Su dedo índice trazó un rectángulo irregular sobre el mapa—. Mustafá está aquí ahora. Ve a ver que todo esté bien —Malaguez asintió y obedeció en silencio.

En su trayecto de salida pasó junto a Rudel y los ingleses que volvían al vestíbulo. Llevaban cargando la puerta del baño. Fessi los guiaba y la colocaron contra una pared. Entonces, les permitió descansar.

—No se ve muy bien, amigo —comentó El-Kalaam mirando a James—. ¡Rita! —gritó—, manda un poco de agua. Manten contigo a la esposa de este hombre.

Susan apareció en un instante. Llevaba un vaso con agua. Ya no tenía maquillaje y su pelo, cuidadosamente recogido en una cofia, caía sobre sus orejas. El-Kalaam le ordenó que se arrodillara ante él y ella obedeció.

—¿Ve usted lo fácil que es? —le advirtió a James—. Nacieron para obedecer órdenes. —Levantó la cabeza de James hacia ella y dejó que él bebiera por el borde del vaso.

Rita supervisaba en la cocina a las mujeres que estaban trabajando. Ella no había tocado una olla ni una cacerola.

—¿Cómo es que le permite estar en el comando? —preguntó Heather mientras revolvía la sopa—. Es obvio que odia a las mujeres.

—El no odia a las mujeres —refutó Rita con una nota defensiva en la voz—. No les tiene respeto. Los hombres y las mujeres sólo son diferentes porque tienen distintas funciones en la vida.

—Yo no veo ninguna diferencia...

—Es una tontería hablar contigo. Mantente callada y mueve la sopa.

—Es sólo que no entiendo. Parte de su papel de revolucionaria es hacerse entender —planteó Heather volviendo la cabeza.

—Cuando los israelíes mataron a mi hombre en una incursión, me di cuenta de que no podía funcionar ya más... como una mujer. Tal vez parte de mí murió con él —explicó Rita mirando durante un momento la nuca de Heather. Esta se volvió a verla—. Sólo podía pensar en una cosa. Tomé la subametralladora de mi hermano y crucé la frontera con Israel.

—¿Usted? —preguntó Heather—. ¿Sola?

—No lo recuerdo todo. Solamente unas manos que algún tiempo después me alejaban de los cuerpos; eran tres de ellos me dijeron después, y juro que nunca antes los había visto.

"Fue El-Kalaam el que me alejó —explicó girando la cabeza—. El ansia de matar todavía estaba dentro de mí y él me llevó al desierto para que pudiera vaciar mi arma. Cuando todo terminó, pidió que me uniera a él.

"No soy como las otras —murmuró suavemente. Tomó un poco de alimento de la mesa y lo comió—. Estoy medio muerta —señaló—. Estás quemando la sopa —su voz fue un latigazo.

—Está equivocado sobre las mujeres —exclamó James desde donde estaba sentado contra el librero.

—No estoy equivocado en nada de lo que digo —respondió El-Kalaam prendiendo un puro filipino.

—Lo está en este caso —insistió James—. No conoce a Heather.

—No lo necesito —gruñó El-Kalaam quitándose el puro de la boca—. Es igual a ésta de cabello oscuro. —Miró a Susan—. Vete de aquí ahora. ¿No te das cuenta de que ya terminamos contigo? —Susan regresó a la cocina—. Todas las mujeres occidentales son iguales. Uno no necesita temerles. No saben nada. No piensan, sólo hablan. —Hizo un gesto revoloteando los dedos.

—¿Qué le parecería apostar sobre eso? —preguntó James con un brillo en sus ojos azules.

—Yo no apuesto —rechazó El-Kalaam—. Ni siquiera con mis iguales. —Aspiró su puro y miró a James. Después de un tiempo preguntó—: ¿Qué se supone que su esposa sabe hacer?

—Disparar un rifle.

—Oh, usted es el que tiene suerte. Suerte de que no acepte esa apuesta —reveló El-Kalaam sonriendo y echando la cabeza hacia atrás.

—Entonces es usted un cobarde.

La sonrisa abandonó el rostro de El-Kalaam y frunció el ceño amenazadoramente. Su cuerpo se tensó. Sus manos se convirtieron en puños. Luego, la emoción desapareció. Volvió la sonrisa—. Está buscando insultarme, pero no funcionará. No me tragaré el anzuelo.

—La comida está lista —avisó Rita, apareciendo.

—Haz que la morena alimente a Fessi y a los otros —ordenó El-Kalaam mirando hacia arriba y luego directamente a James—. Su esposa me servirá a mí y después a usted.

—¿Qué hará Malaguez?

—Comerá en cuanto vuelva. No quiero a nadie más fuera de la villa, por el momento. —Heather salió de la cocina llevando una fuente de verduras al vapor. El-Kalaam le indicó que se acercara a donde él estaba sentado—. Hinqúese —le ordenó.

Ella lo hizo tras un momento de duda. Muy lentamente, él comenzó a tomar la comida. Utilizaba sólo su mano derecha y le recomendó:

—Mantenga bajos los ojos mientras como.

Susan salió de la cocina seguida por Rita. Atravesaron la habitación hasta donde se encontraban sentados Fessi y los otros miembros del comando. La puerta principal se abrió y entró Malaguez. El-Kalaam levantó la vista. El otro hombre asintió cortésmente con la cabeza y El-Kalaam regresó a su comida.

—¿Y mi marido? —preguntó Heather.

—¿Qué pasa con él?

—Necesita comer.

El-Kalaam tomó con delicadeza una rebanada entre el pulgar y el índice. Muy deliberadamente lo colocó entre los labios de James. Este trató de masticar. La comida cayó en su regazo.

—¿Lo ve? No le sirve. No le sirve para nada.

—Necesita algo líquido. Hice un poco de sopa.

—Le pido perdón —se disculpó El-Kalaam irónicamente, ignorándola y volviéndose a ver a James—. Después de todo, tenía usted razón. Es buena para algo. —Como James no respondió, se volvió hacia Heather—: Su esposo me dice que sabe disparar un arma.

—Sí. Si sé —respondió ella.

—¿Y a qué le dispara? —resopló El-Kalaam—. ¿A un blanco de papel? ¿A los patos en una laguna? ¿O quizá es una asesina de conejos? Oh, sí, lo veo en sus ojos —concedió triunfalmente—. Puede manejar un arma, seguro —empujó el platón lejos de sí, con disgusto—. Vaya a darle de comer a Rita. Cuando termine puede darle a su esposo la sopa que hizo —Se levantó—. Si es que puede retenerla.

Atravesó la habitación hasta el teléfono y marcó un número.

—El primer ministro —habló en el receptor—. Ahora son cerca de las tres a. m., Pirata. ¿Qué tiene que mostrar a cambio de su tiempo? —escuchó durante un momento. Su rostro se oscureció—. ¡Qué me importan sus problemas! Si es una tarea difícil o fácil, no me importa. Nuestros hermanos palestinos deben ser liberados para las seis de la tarde de hoy.

"¿Y si no...? Recuerda a tu viejo amigo Bock, ¿no Pirata? Claro que sí. Por qué otra razón habría mandado aquí a su hija? Bock y usted se conocen hace mucho, mucho tiempo. Desde los viejos días de Europa. Sabemos todo sobre eso. No se la confiaría a nadie más, ¿no es cierto? —su voz sonaba pesada por la ira—. Bueno, confío en que tenga una fotografía de su viejo amigo Bock, Pirata. Búsquela. Si nuestros hermanos no son liberados para las seis la va a necesitar para reconocerlo.

"Cree que no conseguiremos nada de él, pero se equivoca —cortó, colgando la bocina y volviéndose hacia Malaguez. Se golpeó la mano con un puño. Esos malditos israelíes son inhumanos —respiró profundamente—. Bien. Necesitan una lección. Malaguez, trae aquí a Bock. Fessi, ya sabes qué traer —se detuvo y atrajo a Heather hacia él—. Venga.

—¿A dónde vamos?

El-Kalaam no dijo nada. La llevó por el corredor, pasaron por la entrada abierta del baño, hacia un cuarto en el sitio más alejado de la villa. Alguna vez había sido la suite de Bock, pero ahora el comando la transformó en algo más.

Las ventanas habían sido tapiadas, la enorme cama fue volteada contra ella. Por la ventana no entraba ninguna luz. Existía una lámpara prendida en el cuarto. Le habían quitado la pantalla y la luz daba un fuerte brillo. Heather miró de soslayo. El-Kalaam la apartó del paso cuando Bock fue llevado allí.

Malaguez lo condujo al centro de la habitación. Se paró con las piernas recargadas contra una silla de respaldo de madera. Todos esperaron en silencio hasta que Fessi entró. Cerró la puerta tras de sí. Llevaba enrollada sobre un hombro lo que parecía un tramo de manguera de jardín. Tenía una boquilla de latón en un extremo y una entrada de tornillo del mismo metal en el otro.

—Entiendo que usted es un buen orador —le recordó El-Kalaam a Bock—. Eso es poco usual en un industrial. Los capitalistas frecuentemente están demasiado ocupados dando órdenes o rellenándose las caras con costosas comidas, ¿en? —Echó a un lado la cabeza—. Pero también un hombre que se gana la vida explotando a los pobres, por lo menos debe saber cómo hablarles.

—Alguna vez fui pobre —indicó Bock—. Sé lo que significa.

—¡Ja, ja! Sí, claro —sonrió El-Kalaam y abrió los brazos ampliamente—. Todo esto es para los pobres. Oh, puedo creerlo —su voz cambió y sus ojos se cerraron formando angostas ranuras—. Bueno, le diré algo, Bock, tendrá que hablar un poco ahora. Convencerá a su viejo amigo, el primer ministro, de su insensatez. Me dice que está teniendo retrasos y que hay muchas facciones políticas en Jerusalén a las que hay que aplacar.

—Tiene bastante razón.

—¿Me toma por un tonto? ¿Piensa que no sé quién controla Jerusalén? Si el Pirata ordena que liberen a nuestros hermanos, serán ustedes liberados. Su necedad es una locura. El valora la vida de usted y la de su hija, ¿no es verdad?

—Valora más el bienestar de su país —repuso Bock.

—¡Habla como un aunténtico sionista! —gritó El-Kalaam—. Pero este es el mundo real, mi querido e iluso amigo, y no el sueño de opio judío que su gente insiste en vivir, alabado sea Alá. Aquí se tomarán decisiones de vida o muerte durante las siguientes dieciocho horas. Parte de la responsabilidad de lo que pase o deje de pasar recae sobre sus hombros.

—Los judíos hemos tenido seis mil años de decisiones de vida o muerte —agregó Bock—. Sé lo que estoy haciendo. No hay nada más de lo que podamos hablar. Simplemente tendrá que continuar sin mí.

—Judío listo —escupió El-Kalaam con desprecio—. Es muy listo —golpeó a Bock en el pecho con el índice—. Usted es muy estúpido, eso es. Ya verá. Y recuerde esta conversación. Me rogará que lo envíe a cumplir con mi encargo. —Su rostro estaba muy cerca del de Bock—. Sí, lo hará. Ve a conectarla —le ordenó a Fessi.

Este desapareció en el baño. De la puerta abierta salían pequeños sonidos. Luego, reapareció y asintió levemente.

—Malaguez —señaló El-Kalaam.

El hombre de anchos hombros desató los tobillos de Bock.

—Siéntalo.

Malaguez enterró la culata de su MP40 en el hombro de Bock. El industrial gimió y se hundió en la silla.

—Así está mejor.

Malaguez le ató las muñecas detrás del respaldo de la silla.

—Listo.

Fessi sacó tras de sí la punta de la manguera. La acercó a la cara de Bock.

—Está muy lleno de ideales sionistas —criticó El-Kalaam fríamente—. Ahora sentirá lo que es estar lleno de algo más. —Los ojos de Bock pasaron de él hasta la punta de la manguera que sostenía Fessi.

—¿Alguna vez ha visto a un hombre ahogado, Bock? Creo que sí Durante sus días en Europa, ¿eh? Los cuerpos hinchados como carroña. El hedor. Veía uno el rostro de su mejor amigo y no lo podía reconocer. —Miró la cara sudorosa de Bock—. Sí, los ha visto ahogarse e irse. Y ha pensado: Es mejor que si hubiera sido yo, ¿eh, Bock? Bueno, ahora sentirá lo que es ahogarse. Y, al final, hará lo que yo quiero.

—Nunca —insistió Bock y apretó los dientes. El sudor escurría por su redonda mandíbula.

El-Kalaam se acercó y apretó las fosas nasales de Bock, cerrándolas. Bock agitó la cabeza, pero El-Kalaam siguió deteniéndolo. Después de un tiempo, abrió la boca para respirar y Fessi le introdujo la boquilla.

—Nunca diga nunca, Bock —ironizó El-Kalaam manteniendo todavía cerrada su nariz.

Los ojos de Bock se agrandaron. Mientras Fessi metía más la manguera, empezó a tener arcadas. Se enderezó. Sus ojos comenzaron a inundarse. Emitía unos horribles sonidos entrecortados, por los lados libres de la obstrucción de su boca.

—Es penoso, ¿no es así, Bock? Estar tan desvalido... —se mofó El-Kalaam. Los ojos de Bock giraban salvajemente y empezó a temblar, primero sus piernas, luego sus muslos y finalmente su torso. Heather podía ver que los músculos de su pecho se convulsionaban—. Es usted una pobre criatura, Bock. Pero eso es sólo típico de su raza.

—¿Qué va a hacer con él? Lo está asfixiando —protestó Heather.

—Llénalo de agua, Fessi —ordenó El-Kalaam sin mirarla—. Pero no muy rápido. Queremos que el efecto dure. De ese modo es... más persuasivo.

—Tortura.

—Es sólo una palabra —respondió El-Kalaam alzando los hombros—. Las mujeres son buenas para las palabras. Los hombres trabajan con la acción. Los resultados son lo que cuenta. Uno siempre debe sacrificar algo para obtener lo que quiere. En este caso...

—Entonces usted ha sacrificado su humanidad —sentenció ella.

Se volvió tan rápidamente que sólo se vio una mancha. Levantó la mano y la golpeó en la cara, rugiendo:

—¿Quién es usted para hablarme de humanidad? Escopetera. Una cazadora de animalitos. Mata sin propósito, por deporte. Yo mato por mi pueblo, por mi país, para que podamos regresar a nuestro hogar. En lo que hago hay justicia, pero usted...—escupió a sus pies—. No hay excusa para lo que hace. —Levantó la cabeza—. Malaguez, llévala afuera. Que espere junto con la morena.

En el abrumador silencio de la sala no podían bloquear los gritos intermitentes que les llegaban del extremo más alejado del vestíbulo, donde los terroristas estaban trabajando con Bock.

Por fin, Malaguez regresó por el pasillo. Durante siete minutos no se registró ningún sonido y Heather, abrazando a Susan, se mordió el labio anticipando lo que estaba por suceder.

—Las dos vendrán ahora conmigo —avisó Malaguez deteniéndose y haciéndoles una indicación con la cabeza.

*

Él la esperaba cuando salieron a almorzar. Ella caminó, exhausta, hacia su remolque, y al abrir la puerta lo encontró revolviendo el pequeño refrigerador situado en la esquina más alejada del vestidor.

—¿Buscando pistas? —le preguntó mientras él se levantaba.

—Sólo buscando el limón —respondió Bonesteel volviéndose a mirarla con una pequeña botella de Perrier en la mano.

—Llegó demasiado tarde. Ya no tengo —indicó ella cerrando la puerta tras de sí. El destapó la botella y tomó un trago.

—¿No preferiría un vaso? —consultó Daina, acremente. Le molestaba que no hubiera querido hablar con ella antes.

—Está bien así. Estoy acostumbrado a comer de prisa —aseguró agitando la botella en dirección a Daina. Llevaba un ligero traje malva que no provenía de un perchero cualquiera. Daina se preguntaba cómo se las arreglaba para pagarlo con su salario.

—Verdaderamente está usted muy bien vestido para ser un policía —comentó sentándose en un sillón afelpado y quitándose los zapatos.

—Es la consecuencia de ser un hombre cuidadoso —respondió sonriendo. Tal vez lo había dicho como una broma, pero algo en el fondo de sus ojos azulgris se negaba a reír, permaneciendo sombrío y apartado. Se recargó con la espalda contra el refrigerador—. Dijo que quería hablar conmigo. ¿Sobre qué?

—Dijo que quería mi ayuda.

—Oh, sí, bueno, no creo...

—¿Cambió de opinión?

El bajó la botella y se dirigió a la pequeña ventana, se asomó al área de gran movimiento, enganchando la orilla de las cortinas con un dedo y expresó: —No quiero verla involucrada.

—¿Por qué no?

—Señorita Whitney, viniendo de una dama tan lista es una pregunta terriblemente tonta.

—Quiero ayudar.

—Lo agradezco, pero no hay nada que pueda hacer usted —explicó, aunque sus ojos decían algo más.

—No fue muy honesto conmigo el otro día —se quejó ella usando otra táctica.

—¡Oh! ¿Sobre qué? —preguntó él sin parecer sorprendido.

—Sobre el emblema de sangre que encontró a un lado de... la caja de la bocina. —Tragó, deseando olvidar el horror de lo que estuvo en el interior.

—Ese es asunto de la policía, señorita Whitney.

—Es asunto mío también.

Se inclinó hacia adelante y él suspiró, masajeando sus párpados cerrados. Cuando habló de nuevo, su voz adquirió la cansada inflexión de un conferencista incompetente o muy aburrido de su tema:

—Hace poco más de dos años, el trece de noviembre, el cuerpo de una estudiante universitaria de veintitrés años fue hallado en el límite noroeste del parque Golden Gate, en San Francisco. Había sido brutalmente golpeada y desfigurada antes de morir. Junto a ella se encontró una roca en la que se dibujó lo que más tarde se identificó como una espada dentro de un círculo. También se confirmó luego que este emblema —aclaró usando deliberadamente la palabra que Daina había manejado—fue hecho con la sangre de la víctima. No se aprehendió a ningún sospechoso.

Regresó al refrigerador y dio otro largo trago de Perrier, continuando después:

—Tres meses más tarde, otra vez el día trece, se encontró el cuerpo mutilado de una mujer de veinticinco años, debajo de uno de los muelles del embarcadero. Se encontró de nuevo el extraño emblema, esta vez dibujado crudamente en la parte interior de su muslo.

"Para el momento en que fue encontrada la tercera mujer, una modelo de veintisiete años, la policía de San Francisco había llamado a varios psiquiatras especializados en psicopatología criminal —gruñó Bonesteel—. Polillas de libro. Todo lo que pudieron decir fue que el asesino probablemente daría otro golpe dentro de tres meses, el día trece. Dijeron que debía ser obsesivo.

"El bastardo engañó a todos —la boca de Bonesteel se torció haciendo la parodia de una sonrisa—. Golpeó en mayo, con un intervalo de tres meses otra vez, pero ahora el día once. —Tiró la botella vacía en el bote de basura que estaba junto al refrigerador—. Volvió locos a los policías de San Francisco. Especialmente porque el cadáver de la modelo fue encontrado por la esposa de un coronel del ejército, dentro del presidio.

"Luego, algún iluminado en el Chronide salió con una nueva idea. Usando el emblema como anzuelo empezó a referirse al asesino como Modred, el caballero negro de la corte del rey Arturo. Era el tipo de cosa ante la que el público respondía. El nombre pegó.

Daina se puso en pie.

—¿Qué quiere? —le preguntó Bonesteel.

—Sólo una soda.

—Se la daré —ofreció él arrodillándose frente al refrigerador.

—Me gusta muy fría. El hielo está allí —indicó Daina.

Recogió un montón, le puso agua mineral y le dio el vaso a Daina.

—¿Cómo sabe todo esto? —inquirió. Quería saber si le contaría todo. —La cuarta víctima de Modred fue descubierta en La Habrá.

—¿En Orange County? Está bastante lejos de aquí. ¿No se encuentra un poquito fuera de su jurisdicción?

—De algún modo, soy como los psiquiatras esos —observó él moviendo la cabeza—. Este tipo de cosas es mi carne. Sólo que yo estoy afuera pasando todos los días sobre la mierda, mientras que ellos se recargan en sus sillones de cuero y llenan sus pipas. —Cruzó los brazos sobre el pecho—. Lo de La Habrá fue a comienzos del año pasado. El sexto asesinato tuvo lugar a principios de este año, en Anaheim. Su amiga, la señorita McDonell, fue la séptima víctima. —Se puso en pie—. Ahora ve por qué no hay nada que pueda hacer para ayudar.

—¿Han mejorado sus posibilidades de... encontrarlo?

—¿A Modred? —sonrió levemente—. Ojalá lo supiera. Entre más datos acumulemos, habrá más oportunidad de lograrlo, por supuesto. Pero nadie sabe lo que él busca, ni los psiquiatras ni los chicos del condado ni yo. Sólo Modred lo sabe. Los psiquiatras nos dicen que está tratando de comunicarse mediante su torcida manera. No hemos podido imaginar qué lenguaje esté usando. Es duro.

—Y mientras tanto, las mujeres como Maggie mueren una tras otra —interpuso Daina echando la cabeza para atrás. Sus ojos ardieron—. ¿Por qué demonios no hacen algo!

No había nada que decir y Bonesteel, mirándola, dejó que sus amargas palabras cayeran una a una en el silencio, hasta que les llegaron los sonidos del exterior: una risa ahogada, manos que aplaudían, el choque de metal contra metal y el motor de un auto que empezaba a funcionar.

—Lo siento —se disculpó Daina bajando su bebida—. Estoy cansada y enojada y no sé qué hacer al respecto.

—Para mí no es sólo un trabajo.

Había algo áspero y gutural en su voz, que la hizo levantar la vista rápidamente, justo a tiempo para ver la amarilla y cruel llamarada en el fondo de sus ojos azulgris. A Daina le pareció ser un estandarte que se le había vuelto familiar. Lo miró de nuevo, como si lo viera por primera vez.

—¿Encontrará a Modred? —apremió.

—Sí, señorita Whitney, lo encontraré. —Súbitamente pareció cansado. No podía tener más de treinta y ocho a treinta y nueve años, pensó ella, pero ahora se veía más bien de cincuenta—. Los encontraré a todos. Eso es lo que hago.

Sus palabras le daban a entender algo más a Daina. No sabía qué, pero la hizo estremecerse. Le preguntó:

—¿Me llamarás Duina, Bobby?

—Muy bien, Daina —acató él quedamente. Le había dicho que nadie lo llamaba Bobby. Tal vez era el nombre que lo controlaba.

—¿Me harás saber lo que pase? —insistió ella extendiendo la mano.

Bonesteel llegó junto a ella y ambos brindaron con el vaso de Daina. "La Morte de Modred", El hielo bailó en el vaso mientras él bebía.

*

Vinieron, se llevaron los cuerpos de Marty y de los otros, y Baba no le permitió averiguar dónde iba a ser enterrado o en qué casa de Bensonhurt iban a velarlo.

—¿Qué es lo que crees, mami, que podemos presentarnos así nada más? Olvídalo. Haz lo que te digo, olvídalo, ¿me oyes?

Trató de hacer lo que le pedía, pero fue imposible. Con el ojo de su mente veía una y otra vez la cara de Marty, sorprendida y maltratada mientras se estrellaba contra la pared de la oficina y podía ver la sangre salpicando, tan brillante como el plumaje de un ave tropical, y escuchar el suave gruñido como el que un animal en celo solía emitir.

No podía olvidar las pequeñas atenciones que él le prodigaba: "No puedo evitarlo", le diría sin disculparse totalmente, "tengo tres hijos. Siempre quise una hija". Su deseo de decirle adiós por última vez era verdaderamente muy fuerte y las palabras de Baba le trajeron la sensación de su total aislamiento de la corriente principal de la sociedad. Ser un proscrito tenía sus aspectos malos, así como otros buenos.

Para alejar su mente del asunto, le preguntó a Baba cómo fue capaz de hacer lo que había hecho con los dos hombres, pero él soltó una risa profunda que salía desde el fondo de su pecho y le contó una historia sobre una pelea que tuvo una vez contra un trío de ansiosos marinos blancos, y afirmó:

—Aprendes a ser arrogante y es seguro, como la mierda, que te van a dar. Esos marinos lo aprendieron de mí por el camino difícil.

De este modo, los días y las noches de completa paz quedaron rotos y esta época de fantasía sin adulterar, en la que ella fue capaz de poner bajo llave la desolación del mundo cotidiano en cuya carne se había enquistado, llegó a su fin. El lobo estuvo fuera de la puerta y durante un tiempo ella logró mantenerlo allí con bastante éxito. Pero a medida que las verdes hojas del verano se transformaban del rojo al dorado, presagiando la llegada del invierno, ella pudo escuchar una vez más el aullido y los arañazos insistentes de sus poderosas garras y, al fin, ia madera cediendo.

Pero hoy era solamente un golpe en la puerta de la oficina de Baba. El sargento Martínez entró. Era un hombre que se veía tan ancho como alto. De todos modos, nadie podría confundir su corpulencia con gordura. No tenía cuello y esto lo hacía parecer como si continuamente se estuviera estrangulando con el uniforme de policía. Su cara estaba formada por una serie de planos amplios que no reflejaban sombras. El puente de su ancha nariz y sus mejillas redondas estaban moteados con multitud de pecas, y sus ojos eran de un azul pálido como si el brillante sol de su nativo Puerto Rico los hubiera decolorado.

—Debo llevar tu negro trasero a la estación ahora mismo —indicó azotando la puerta tras de sí y caminó algunos pasos por el cuarto acercándose a Baba.

—Hey, ¿qué estás haciendo aquí? —preguntó Baba suavemente, levantando la vista de su trabajo y mirando fríamente al policía—. No es el día del mes.

—Olvida los chistes, chico[11]. Todo eso va a cambiar a partir de hoy. —Movió las caderas a modo que la enorme funda de cuero se destacara claramente—. Este maldito tiroteo está generando una peste endemoniada en el barrio.

—Cálmate —tranquilizó Baba. Colocó sus manos sobre el escritorio. A su izquierda, la pared negra todavía estaba manchada con la sangre seca de Marty y permanecía ignorada como si se tratase de un mural que un pintor hubiera abandonado.

—¡Al demonio con calmarme! —explotó Martínez sacando la barbilla beligerantemente. Alguna vez. Baba le llegó a contar a Daina que pensaba que el policía había adquirido ese hábito viendo viejas películas de gángsters. Pensaba que lo hacía verse rudo—. El capitán habla de involucrarse él mismo. —Dobló las caderas haciendo que su cabeza y sus hombros de toro estuvieran sobre el escritorio—. ¿Sabes lo que eso significa? ¡Madre de Dios![12]

—Oh, sí. Será el fin del pequeño fraude que tienes aquí —declaró Baba.

—Mi pequeño fraude es todo lo que mantiene tu negro trasero en el negocio.

—Lo sé —admitió Baba empleando el mismo tono de voz que usara con los dos hombres armados, antes de destruirlos—. Eso es algo que nunca te cansas de recordarme.

—Porque necesitas que te lo recuerde, n...

Se detuvo a tiempo, pero Baba completó la palabra que había estado a punto de decir:

—Negro.

—Tienes a esta guapa[13] blanca y crees que eres algo especial —le dijo ominosamente, apuntando en dirección de Daina. Era la primera vez que había notado su existencia. Movió la cabeza de un lado a otro—. Pero no eres más que un pedazo de mierda que tengo que rasparme del tacón del zapato de vez en cuando. Eso es algo que tienes que recordar. —Ahora se paró muy derecho—. Oh, sí, y hay algo más que tienes que recordar: ahora me pagarás dos veces al mes. —Extendió la mano que era como la pezuña de un cerdo—. Pagarás hoy, hijo malo[14]. Es el día del Juicio.

Durante un largo momento, Baba no dijo nada, evitando aun el moverse. Daina pudo ver a través de la chaqueta del uniforme que la respiración de Martínez aumentaba. Un grueso escurrimiento de sudor serpenteaba por sus patillas, atravesando su cara pecosa.

—¿Sabes cuál es el problema contigo, Martínez? Has estado pensando en ti mismo como un blanco, durante tanto tiempo, que has empezado a adquirir rasgos de blanco —comentó Baba después de un tiempo.

—¿Ves estos ojos, hijo malo. Son azules, ¿eh? Azules. ¿Ves este cabello? No es ensortijado. No soy un negro —aclaró señalándose.

—No —aceptó Baba tranquilamente—. Eres peor que un negro. ¿No es eso lo que los blancos te dicen en la estación de policía? —Vio que el otro hombre se tensaba—. Oh, sí, ahora hay cierta presión para poner a un par de spics, pero tú sabes cómo es. Seguro.

—Mejor cuida tus palabras, negro —amenazó. Sus ojos se habían empeñecido y endurecido.

—Has adquirido la codicia de los blancos, Martínez, y te meterá en un montón de mierda si no te cuidas. Todos en la fuerza de policía tienen algo andando, así que por qué tú no, ¿sí? Pero hay una diferencia, nene. Los blancos tienen fuerza en la que apoyar sus vicios. Tú no. Eres solamente un sucio spic, un hombre que está abajo en el tótem.

—El dinero[15] —pidió Martínez vehemente. Su gruesa mano revoloteó en el aire, abriéndose y cerrándose como si tuviera voluntad propia. El cabello bajo su gorra estaba húmedo y brillaba por el sudor—. ¡Ahora![16]

—Regresa como siempre a fin de mes y tendrás la plata —indicó Baba levantándose y moviendo la cabeza—. No me conviene pagarte más.

—Veremos cómo te sientes después de que te encierre.

—Sí, sí, sí. Ya veo —asintió Baba—. Oh, esto se verá realmente bien. El policía puertorriqueño corrupto. —Se lamió los labios como si estuviera anticipando su relato a la prensa—. Se verá bonito. El capitán sólo está esperando algo como esto para botarte por la puerta, con una patada en tu amplio trasero.

Martínez cerró las manos. Su cara se oscureció por la sangre y tembló un poco.

—No, nene —determinó Baba, tristemente—. Estamos juntos en esto... tú en un extremo y yo en el otro. No quieres cambiar eso, ¿o sí?

Martínez parecía estar a punto de decir algo, pero en el último minuto se mordió el labio y, estrellando su enorme puño contra el escritorio, salió de la oficina.

Baba suspiró profundamente, se sentó en su silla con las manos detrás de la cabeza. Giró para ver a Daina y encogió sus inmensos hombros, diciendo:

—Supongo que no es culpa suya. Los blancos lo tratan como a una bolsa de escoria. Nunca dejes que te traten así, mami. —Se volvió y miró a través de la ventana alambrada hacia las fachadas de los edificios adornadas con mugre a lo largo de la Calle Cuarenta y Dos—. Mierda, le han quitado la única cosa que le quedaba: su orgullo.

*

Poco antes del mediodía, el soporte de la luz se vino abajo y estuvo a punto de matar a tres miembros del equipo de producción. El reparto tuvo libre el resto del día.

Daina y Yasmín dejaron a Marion furioso en el set. Le tomó cinco horas obtener la iluminación correcta.

—Vayanse todos ustedes de aquí —había gritado sin cortesía. Estuvo a punto de golpear a los ingenieros y nadie más debía de estar enterado de tal vapuleo. El reparto y los técnicos habían trabajado duro para él y, a su vez, él era intensamente leal con ellos.

Era un día con mucho smog. La atmósfera estaba densa y húmeda y es cuando uno se pregunta qué tipo de suciedad es llevada por ella y depositada en nuestra piel, y Daina se encontró deseando estar cerca del mar porque la ciudad, aun con su flamante extensión, le hacía sentir claustrofobia.

El cielo sobre la playa de Malibú estaba perfectamente transparente, lo que era típico del clima de L. A., pensó Daina. Cuando aquí era horrible, el sol brillaba en Beverly Hills, y viceversa. Estacionó el Mercedes a un lado del camino, en un lugar desocupado. Las dos se desvistieron hasta quedar en ropa interior y nadaron hasta el barco de Rubens.

—Te envidio —la lisonjeó Yasmín mientras se secaba el pelo con la toalla. La cubierta se inclinaba ligeramente bajo sus pies desnudos—. De verdad te envidio. —Abrió los brazos de piel de oliva—. Me refiero a que poseas todo esto y además a Rubens. Espero que lo disfrutes mientras lo tengas. —Sus ojos oscuros se ensombrecieron. Daina estaba consciente de la fuerte presión que hacían sus enormes senos sobre su sostén color carne, de media copa. La visión le recordó el campus en Carnegie-Mellon, pero el repentino calor que sintió en la parte superior de los muslos la hizo pensar en Lucy: con su halo de cabello rojo, aquellos senos perfectos y las dos durmiendo solas en un cuarto. Detente, se amenazó a sí misma, volviéndose. Sus mejillas ardían con una especie de vergüenza que no podía explicar o comprender.

—Escucha mi consejo. Debo saberlo —estaba diciendo Yasmín—. La fama es efímera. —Soltó una carcajada que tal vez fue más musical de lo que pretendía ser.

Daina no dijo nada, pues su mente se hallaba muy lejos y ella estaba secándose. La brisa era fuerte aquí. Mirando la luz del sol que giraba sobre las puntas de las olas como madejas de hilo dorado, deseó poder cabalgar sobre esas olas hacia las profundidades. Sintió sobre su hombro una palma tibia que la hizo saltar. Un estremecimiento eléctrico recorrió su espina y luego murió.

—Daina, ¿estás bien?

—Claro —mintió. Percibió el tenue aroma de Yasmín tras ella y durante un minuto cerró los ojos y las ventanas de su nariz se dilataron. Cuando se volvió, su rostro había recuperado completamente la compostura—. Sólo estaba pensando que si mirara en esa dirección podría ver la casa de Chris y Maggie.

—No debes pensar en eso —aconsejó Yasmín que había permanecido donde estaba, creando calor entre ellas—. No es bueno almacenar pensamientos tan tristes. —Extendió la otra mano e hizo que Daina se volviera para mirarla y la colocó de espaldas a la parte de la playa donde se alzaba la casa. En ese momento, Daina pensó que la cara de Yasmín era exquisitamente suave y viva, que estaba llena de una compasión que resultaba imposible que ningún hombre duplicara—. Ahora es tiempo de que seas fuerte. No hay ningún placer en la debilidad. Nosotras continuamos. Nosotras vivimos. Eso es todo lo que importa.

Con eso, una extraña debilidad se apoderó de sus rodillas. Esta sensación la había sentido antes una vez, estando en la universidad, en una noche caliente a finales de mayo, en medio de la semana de exámenes finales. Estuvo viendo al hermano de Lucy, Jason, un muchacho de cabello dorado, lleno de músculos y vigor. Trataron de mantenerse alejados durante esa semana turbulenta, pero ni la ansiedad por el examen final podía detener su deseo.

Jason llegó una noche en la que Lucy había hecho planes para estudiar con una amiga. Nunca le pareció a ella tan excitante su forma de hacer el amor y nunca se vio ella tan perdida dentro de su propia pasión. Y entonces, mientras él rodó profundamente dentro de ella, Daina oyó que la puerta del dormitorio se abría y pensó que pudo distinguir, entre los gruñidos, las suaves pisadas de unos pies desnudos. Sintió el peso de alguien más sobre la cama con ellos.

Después se dijo una y otra vez que sólo había estado vagamente consciente de estas cosas, que casi todo su ser se halló envuelto en las prácticas altamente sibaríticas. Sintió unas manos suaves que acariciaban su espalda en la forma que más la excitaba, bajando en espiral hacia sus nalgas. Fueron acopadas y separadas lentamente y sintió unos largos dedos en la húmeda hendidura, que se movían hacia arriba y hacia abajo, hacia arriba y hacia abajo, a ritmo con las embestidas crecientemente lujuriosas de Jason.

Ella gimió con placer y fue entonces cuando sintió los senos contra su espalda, con los duros pezones rozando su piel y la espesa mata de pelo insinuándose entre sus lóbulos separados.

Retiró sus labios de los de Jason y volteó la cabeza viendo la cara de Lucy que brillaba, iluminada por la lujuria, tan cerca de la de ella que la otra chica inclinó la cabeza sólo un poco cubriendo los labios de Daina con los suyos. La sensación de la lengua resbalosa de Lucy, su cálida y entrecortada respiración dentro de su propia boca era de alguna forma el límite de la intimidad. Hizo que Daina se estremeciera. Y con esa reacción de su cuerpo, le llegó la conciencia de sí misma. Dios mío, pensó salvajemente, ¿qué estoy haciendo?

Con un leve grito se separó bruscamente de la absorbente boca de Lucy y de sus pezones punzantes. Envolvió con sus dedos la base del erguido pene de Jason y lo sacó de ella. El gimió desde el fondo de la garganta y ella lo sintió empezar a sacudírselo en sus manos.

—¡No! —gritó ella—. ¡No, no, no! —y saltó fuera de las sábanas arrugadas, abandonando el cuarto con las palmas llenas de los primeros estallidos del orgasmo de él.

Daina se sintió agobiada por la vergüenza al recordarlo otra vez. No tanto porque hubiera sucedido, sino por la idea de que sabía quién se había metido esa noche en su cama, que lo supo y que lo deseó todo el tiempo.

Se separó coléricamente del contacto de Yasmín.

—¡Eso es! —gritó Yasmín, mal interpretando el movimiento—. El enojo es bastante mejor que las lágrimas.

—Ya no lloro. Por nadie —espetó Daina. Su voz le sonaba extrañamente áspera.

—De cualquier manera, ¿qué queda para llorar por ello? —argumentó Yasmín acercándose y parándose a su lado. Miraron juntas hacia el seno del Pacífico—. Para cualquiera de nosotras —terminó Yasmín suavemente. Tiró de los extremos de la toalla que tenía sobre el cuello—. Todo está en el pasado... toda esa mierda podrida. Y el pasado está olvidado.

Daina se volvió a verla con una mirada rara.

—Oh, tú sabes, el... el Muro de los Lamentos —deslizó Yasmín—. No luzcas tan sorprendida. Yo soy medio israelí... sefardita, y por eso mi piel es tan oscura; mi madre ej francesa, de piel clara y cabello claro. En Jerusalén, en el muro, se recuerda y se venera la larga y torturada historia de los judíos. —Apoyó sus codos sobre el barandal de madera pulida. En esa posición, sus senos colgaban lujuriosamente y sus nalgas se tensaban, estirando la fina seda de sus pantaletas. Daina pensó que se sentía un poco aturdida.

—Muy pronto aprendí a saber lo que quería y a tomarlo... por las buenas o por las malas. Nosotros, los israelíes, somos muy resistentes.

—Entonces, ¿por qué debes sentir algún remordimiento hacia George? —preguntó Daina, agudamente—. Obtuviste lo que querías. —Sabía que la ira que sentía era contra sí misma.

—Después de todo, sólo soy humana —respondió Yasmín. Si estaba ofendida, eligió no demostrarlo en su voz. Sonrió—. Mi padre es un hombre muy humanitario. Me dijo que se volvió así porque fue obligado a matar al enemigo durante la guerra.

—¿Piensas que lo haría otra vez? Quiero decir, matar —sugirió Daina.

—Sí —afirmó inmediatamente Yasmín—. Porque sería en defensa de nuestra tierra. Pero más aún, el momento de la confrontación no es cuestión de humanitarismo sino de superviviencia solamente.

Daina pensó en Jean-Carlos y en lo que él le respondió cuando le preguntó cómo se había escapado del Castillo del Morro.

"Tuve que estrangular a un guardia" —le contestó sin ningún esbozo de orgullo—. "Llegó el momento en que se presentó la oportunidad. Y fue un solo instante. No había tiempo para filosofar o racionalizar. Y de eso me di cuenta en ese momento: el organismo tiene la voluntad de sobrevivir. Y es más profunda que nada. No estoy hablando ahora del deber de ser heroico. Estas son cosas completamente diferentes.

"Lo que estoy describiendo es el instante antes de la muerte. De tu muerte. El organismo tiene la fuerza de voluntad y ésta permite que eches mano de tus recursos.

"Me estaban golpeando y, de haber permitido que eso continuara, seguramente hubiera muerto ese día. El no aceptar esa oportunidad habría sido una locura total. No era cuestión de humanidad. Absolutamente no. Cedí el control de mi cuerpo a la parte animal de mí. La dejé ocuparse de mí y lo hizo. Tú, Daina, debes aprender lo mismo. Debes aprender a no temerle a esa parte de ti".

"No sé si podré" —le había respondido ella pensando en sus anteriores años de impotencia.

"Ya veremos" —replicó Jean-Carlos apoyando su dedo con cicatrices contra el costado de su nariz—. "Ya veremos".

—Yasmín...

—¿Sí? —respondió la otra mujer volviendo la cabeza de manera que su largo cabello negro azulado voló en el viento y rozó la mejilla de Daina.

Esta había estado a punto de hacer la pregunta, la misma que ahora estaba segura quiso hacerle a Lucy. No pudo entonces y no podía ahora. El mismo miedo la atravesaba. No podía aceptar esa parte de sí misma, requería dejarse ir en exceso. En qué me convertiría, pensó ella, qué me pasaría si le dijera a Yasmín: ¿Quieres acostarte conmigo?

—¿Qué tal si almorzamos? —le preguntó en cambio, secándose la frente con la esquina de la toalla—. Hay chuletas frías en la cocina.

Pero bajo la cubierta era aún más difícil, porque el espacio era muy apretado. Daina se hizo agudamente consciente de las curvas de los hombros morenos de Yasmín, de su delgado torso, de los contornos de su estómago ligeramente redondeado y del calor que parecía emanar de entre sus muslos. La oscura curva de su montículo era demasiado notoria cuando caminaba, se sentaba o estaba de pie.

—Te contaré algo que es extraño —declaró Daina tratando de alejar de su mente el sexo—. ¿Te acuerdas del día que Chris fue a recogerme al set?

Yasmín asintió y untó mostaza sobre una gruesa rebanada de pan de trigo, le agregó lechuga, tomate rebanado y terminó el emparedado.

—Bueno, en la comida encontramos a alguien a quien Chris había conocido muchos años antes. Pensé que sería una reunión feliz, pero no lo fue.

—¿Y entonces? —preguntó Yasmín. Se inclinó y abrió el refrigerador sacando un bote de cerveza para cada una. Dio una mordida a su emparedado.

—Así que cuando sucedió, me sentí confundida. El muchacho fue abusivo, pero aun antes de que pasara eso, tuve la sensación de que Chris no quería tener nada que ver con él.

—Quizá no le simpatizaba el muchacho —comentó Yasmín abriendo su cerveza.

—No, no era eso. Creo que estoy empezando a entenderlo ahora. Es como si esas personas de tu pasado te recordaran lo que fuiste anteriormente y de algún modo eso disminuye lo que eres ahora. Las personas son como anclas: puedes moverlas en épocas de problemas, pero luego te pueden arrastrar nuevamente.

—Oh, tus gustos cambian y empiezas a moverte en círculos diferentes.

—Eso es sólo una parte —convino Daina. Había empezado a ver cuan diferentes eran Yasmín y Maggie. De los recuerdos que tenía de Maggie, en lo que pensaba ahora era en las quejas, en sus debilidades, en sus inseguridades. Sintió de nuevo la infelicidad desatada de Maggie, como un frío aliento desde la tumba.

Yasmín había dejado de comer y observaba a Daina cuidadosamente.

—Lo sé —sancionó Yasmín. Sumergió los dedos en un frasco de aceitunas rellenas, sin desviar la mirada. Sus uñas chasquearon cuando sacó del hueco el pimiento. Lo comió con mordiscos pequeños y cortos, como si fuera el bocadillo más exquisito.

—Es lo que te pasa cuando te conviertes en estrella, ¿no? Tú también lo sientes. Nos está pasando a las dos —explicó Daina.

—Ten —ofreció Yasmín calmadamente. Tomó la aceituna entre las puntas de sus dedos y se la extendió por sobre la mesa. Mientras Daina masticaba, ella volvió a comer su emparedado—. No nos está pasando a las dos, querida, te pasa a ti. Tú eres con la que está trabajando Beryl. De ti es de quien se trata esta película. No creas que el estudio no lo siente también. Pueden ser tontos a veces, pero no son unos completos idiotas.

"Creo que George fue el primero en entenderlo realmente. Incluso antes que Marion o Rubens. Heather Duell se ha vuelto una locomotora. Está generando tanto poder, tantos comentarios ya, que el impulso está fuera de control. Es por eso que Beryl se siente tan contenta con ello. Fue idea suya hacer la inserción de esas doce páginas a color en el Va—riety de esta semana. Sin palabras... sólo fotografías: tú, yo, George e incluso Marion. Pero tú estás al frente y atrás. El proyecto es el sueño de un publicista.

—Cuánto resentimiento debes estar sintiendo —se lamentó Daina. Aunque había trabajado durante meses junto a esta mujer, por fin comenzó a verla como a una persona y no sólo como a una personalidad.

—Oh, no —denegó Yasmín agitando la cabeza y con el cabello cubriéndole un ojo—. Soy demasiado pragmática para eso. Sé que formada como estoy, nunca tendré papeles principales. —Sus manos bajaron hacia sus vastos senos y los empujaron hacia adelante y hacia arriba, de modo que Daina sintió un espasmo en la boca del estómago. Volvió la cabeza hacia otro lado—. La última actriz que pudo hacerlo fue Sofía Loren y los tiempos eran diferentes entonces. —Se encogió de hombros, bajó las manos y recogió los restos de su emparedado—. Quizá me interne en el hospital cuando terminemos y haga que me reduzcan los senos —especuló Yasmín mientras masticaba un bocado. Se lo tragó y frunció el ceño—. ¿Qué piensas de eso? —Esperó hasta que Daina volteara y sus ojos se encontraran—. Tal vez sólo un poco para reducir el tamaño de mi copa de D a C.

—No creo que debas cambiar nada. Tu cuerpo es tuyo. ¿Por qué habrías de dárselo a ellos? —refutó Daina con la boca seca.

—¿Por qué quieres ser una estrella? —preguntó Yasmín seriamente.

—Está bien. Creo que podría ayudar —aceptó Daina después de un tiempo, bajando la vista.

—¡Claro que ayudaría!

—¡Me molesta que te transformes para satisfacer la imagen de un hombre! —exclamó Daina con la voz pesada por la ka.

—No de un hombre, de Hollywood —aclaró Yasmín—. Hay una gran diferencia.

—¡Desde cualquier punto que lo veas es obsceno!

Yasmín puso su mano sobre la de Daina. Se inclinó ligeramente sobre la mesa mirándola con sus ojos tan claros, tan sinceros; era tan hembra como Daina, su sexo era un lazo sagrado entre ellas, no del todo sexual sino más bien sociológico o quizá hasta antropológico. Le preguntó:

—¿Qué harás por el estrellato? ¿Qué tan fieramente arde esa llama en tu interior? —Sus dedos la apretaron más fuerte, evitando que la sangre circulara por su carne. Su voz era ahora un susurro—: ¿Qué tanto lo deseas?

Daina miró fijamente esos ojos. Parecían como espejos que reflejaban dos pequeñas réplicas de sí misma y, mientras miraba, creyó que podía ver que las imágenes se movían como si tuvieran voluntad propia.

—Lo quiero. —¿Quién dijo eso, ella o las réplicas de sí misma?

—¿Y qué pasaría si tuvieras que acostarte con Rubens para conseguirlo? —acució Yasmín perfectamente calmada.

—Amo a Rubens.

—¿Y qué si eso fuera parte de ello? Que tuvieras que actuar como si lo amaras para obtener...

—¡Detente! —ordenó Daina tratando de alejar las manos de ella—. Me estás asustando. —Pero, ¿qué tanto había luchado por liberarse? Una parte de ella estaba fascinada. Escuchó las palabras de Baba repitiendo: Nunca permitas que te traten así, mami. Oh, sí. Baba sabía bien cómo eran las cosas.

—No creo que estés asustada en lo absoluto —valoró Yasmín con cierta convicción—. Creo que tratas de convencerte a ti misma de que no eres así. —Apretó de nuevo, pero ningún dolor recorrió los dedos de Daina, sólo una especie de corriente eléctrica tan diferente de lo que sentía con Rubens que momentáneamente le pareció ajena—. Creo que sabes bien lo que quiero decir.

—Sí —murmuró Daina—. Sí, muy bien. Me acuesto con él. Pero pretender amarlo... no lo sé.

—Sí, sí lo sabes —continuó Yasmín con una mirada firme—. Somos dos chícharos en una vaina. También sabes eso.

—No, no lo sé.

—Mírate —le instó Yasmín, sacudiéndola. Su voz era increpante—. Estás aterrada, estás temblando. ¿Qué tienes que temer?

—No sé de qué tengo miedo —confesó Daina y sintió el jalón angustioso de su estómago al tensarse.

—Oh, sí, lo sabes —afirmó. Yasmín estaba muy cerca ahora y el olor de su almizcle era fuerte—. Finalmente sabes qué es lo que quieres. —Tomó la mano de Daina entre las suyas, con la palma abierta, y esperó. Daina sintió la fuerza de la otra mujer mientras le tomaba los dedos desde abajo—. Todo lo que tienes que hacer es acercarte y tomarlo. —Cerró los dedos de Daina para formar un puño apretado.

—Rubens quiere que despida a Monty.

—Y así debes hacerlo. Es la movida inteligente; es la única movida.

—Pero hay algo más en juego aquí...

—Hazlo, Daina.

—Existe la lealtad...

—La lealtad nunca ayudó a la carrera de nadie. No hará nada por la tuya.

Daina no contestó, pero gritó silenciosamente:" ¿Ves cómo es, Monty? Para ellos eres sólo un cadáver. Pero para mí eres más que eso". Se volvió, escondiendo su cara de la mirada de Yasmín, y pensó: ¿Qué voy a hacer?

*

Malaguez llevó a Susan y a Heather a la caja caliente. Susan jadeó en voz alta cuando vio lo que le habían hecho a Bock. Se deshizo de la garra de Malaguez y se lanzó a través del cuarto... Estando de rodillas, sostuvo la cabeza de Bock, acunándola contra su pecho.

—Malaguez —ordenó El-Kalaam—, quiero que supervises a los otros que están afuera. Sabes qué hacer. Ve por Rita. —Malaguez asintió y se fue. Un momento después apareció Rita con su MP40 cruzada en la espalda. Sus grandes ojos negros pasaron de Bock a Susan y de vuelta.

—¿Hará lo que queremos? —preguntó ella.

—Pronto —le aseguró El-Kalaam. Volvió su atención hacia Bock—. Aléjate de él —le exigió a Susan y, como ella no obedeció, hizo un movimiento hacia Fessi. El hombre de ojos de roedor se adelantó y la jaló rudamente del pelo, tirando su cabeza hacia atrás. Fessi la agarró con la otra mano y la puso de pie, jadeando. La alejó un poco del centro del cuarto. Una mano acarició su cuerpo mientras se retorcía.

El-Kalaam se acercó y se inclinó sobre Bock. Tomó en su mano la mandíbula del industrial, levantándole la cabeza. Unos ojos empañados e inyectados de sangre se clavaron, aturdidos, en los suyos.

—¿Estás despierto, sionista? —preguntó y golpeó a Bock firmemente en cada mejilla hasta que el color apareció en la cara del otro hombre—. Sí, veo que ahora estás bastante despierto. —Levantó la vista durante un momento, hacia Susan—. Tu amiga está aquí. Pensé que sería correcto que los dos estuvieran juntos en un momento como éste.

—¿En un momento como éste? —inquirió Susan. Sus ojos giraron salvajemente—. ¿Qué más va a hacerle? —Comenzó a llorar.

—Ahora es muy tarde para ti, Bock —informó pellizcándolo para que los ojos del industrial se enfocaran—. Tu necedad nos ha llevado a todos más allá del límite. Ahora tú eres el responsable de los sucesos. Nosotros no tenemos la culpa.

—Ya hay mucha sangre en sus manos —murmuró Bock—. Demasiada sangre.

—Ya hablaste suficiente. Ahora, mira.

—Susan —jadeó Bock. Lentamente había vuelto la cabeza hasta mirarla y sus ojos se agrandaron—. ¿Qué está haciendo aquí? —Parecía estar muy agitado.

—Nos va a ayudar a montar un pequeño espectáculo.

—No —suplicó Bock moviendo la cabeza de un lado a otro—. Susan, no, no.

—Pero Bock, ésa no es forma de actuar —ironizó El-Kalaam—. El espectáculo se está produciendo sólo para ti.

—No —protestó Bock sacudiendo la cabeza—. No, no, no —su voz empezó a subir de tono.

Los dedos de Fessi dejaron marcas rojas donde habían punzado y apretado la carne de Susan. Luego, puso las manos sobre los hombros de ella, forzándola hacia abajo. Sacó su pistola y la apuntó a su sien. Bock empezó a gimotear.

—Por amor de Dios —suplicó Heather.

—¡Cállese! —le advirtió El-Kalaam.

Fessi clavó la vista en la punta de la cabeza de Susan.

—Mira lo que está a punto de suceder, Bock —señaló El-Kalaam—. Mira lo que tu necedad ha traído sobre tu mujer. —En algún lado de la villa sonó el teléfono. El-Kalaam le hizo un gesto a Rita y ésta atravesó el cuarto hasta donde se encontraba el teléfono junto a la cama volteada. Susan estaba sollozando. Fessi la apretó hasta que gritó. En el fondo se escuchaba la apagada voz de Rita hablando en el teléfono. El-Kalaam decía:

—Será como fue antes contigo. Ella no lo soportará y se desmayará. Y cuando despierte comenzará otra vez. —Fessi apretó su pulgar y su índice contra el cuello de Susan.

—El-Kalaam —llamó la voz de Rita. Los paralizó a todos—, el primer ministro está en la línea. —Aun así, El-Kalaam no se movió ni volvió la cabeza de la grotesca escena que se desarrollaba frente a él—. Son las seis de la tarde —comunicó ella queda pero claramente—. El límite para la liberación de nuestros hermanos ha llegado y ha pasado.

—¿Qué quiere el Pirata? —preguntó El-Kalaam. Su cara se había endurecido.

—Quiere que se prolongue el plazo —respondió Rita—, Hay problemas. Quiere hablar contigo. Nos asegura que...

—Dile que saque su vieja fotografía —interrumpió El-Kalaam con una calma deliberada.

—No quieres... —comenzó ella a decir extendiéndole la bocina.

—Díselo y cuelga.

Rita obedeció.

Bock, quien había estado mirando a Susan y a El-Kalaam durante todo este tiempo, gimió y vomitó de nuevo.

Una mirada de disgusto y fastidio atravesó la cara de El-Kalaam al ver a Bock retorciéndose en el suelo frente a él.

—Ya no nos sirve para nada, excepto, tal vez, como una lección que el Pirata debe aprender.

Acercó la mano a la pesada automática calibre .45, enfundada en su cadera derecha. La sacó y la trasladó a su mano izquierda. Tomó a Heather y la llevó hacia adelante hasta que estuvo parada directamente ante la forma acuclillada de Bock.

—Rita, pon tu arma en la cabeza de esta mujer —ordenó ásperamente.

Rita atravesó el cuarto y colocó el cañón de su automática contra la sien derecha de Heather. Esta separó los labios y empezó a temblar.

—Ahora, asesina de conejos, veremos de qué estás hecha realmente —zahirió El-Kalaam. Depositó cuidadosamente su .45 en la palma de ella. Cerrró los dedos de Heather sobre la cacha, uno por uno—. Su esposo quería hacerme una apuesta. Dijo que usted podía disparar un arma. Es una cazadora, ¿no es cierto? Muy bien. Todo lo que tiene que hacer es jalar el gatillo. —Se acercó más—. Mire, mire, ni siquiera tiene que apuntar.

Heather miró hacia la enorme arma que tenía en la mano.

—Ponga su dedo en el gatillo —alentó El-Kalaam casi gentilmente—. Su esposo dijo que sabía disparar. ¿Lo hará quedar como un mentiroso?

—James no miente —afirmó ella. Su índice se dobló sobre el gatillo de la automática.

El-Kalaam se estiró y colocó una rnano en el cañón de la pistola. La levantó dirigiéndola hacia un punto justamente entre los ojos de Bock. Heather dirigió el cañón hacia la brillante cara levantada de Bock. Sus ojos se abrieron desmesuradamente al mirarla y un extraño sonido salió de su garganta.

—Tira del gatillo, Heather —le ordenó El—Kalaarn. Era la primera vez que la llamaba por su nombre y ella saltó—. Sólo piensa en él como si fuera un conejo asustado que tuvieras en la mira. Has matado a muchos conejos.

Heather cerró los ojos lentamente, apretándolos. Las lágrimas fluían a ambos lados de los ángulos de sus ojos, brillando en la fuerte y definida luz. Corrieron por sus mejillas, resbalando por el lado derecho y por el izquierdo hasta llegar al suelo, a sus pies.

—¿Cuántos conejos has matado, Heather? —preguntó él. Su voz había cambiado nuevamente, suavizándose todavía más. Era un viejo picaro cuyo consejo se seguía indiscutiblemente.

—Muchos —respondió Heather con una voz que sólo era un susurro. Sus ojos estaban todavía fuertemente cerrados. Su cabeza temblaba un poco.

—Muchos —repitió El-Kalaam—. Y en todos esos momentos, cuando tenías a la vista las cabezas de esos conejos, ¿pensaste dos veces acerca de quitarles la vida? —Ella no respondió. El estiró la mano—. Bien, aquí tenemos solamente a otro conejo. Imagina esos ojos sin pensamientos y el pálido pelaje. Sabe muy bien en la olla de alguien, ¿eh?

—No puedo, no puedo —exclamó ella. Sus ojos se abrieron de golpe y miró a Bock. Empezó a temblar y su cabeza se movía rápidamente hacia adelante y hacia atrás.

—Sí puedes y lo harás —insistió El-Kalaam—. De otro modo... Rita se verá obligada a matarte. —Se escuchó un sonido agudo cuando Rita jaló el percutor de su pistola. Heather dio un respingo al oírlo.

Ella cubrió su muñeca derecha con los dedos de la mano izquierda, sosteniendo el arma perfectamente recta.

—Mira esto. Quizá lo haga —comentó Rita.

Heather miró de nuevo el blanco que estaba en su mira. Los ojos de Bock la contemplaron fijamente. Su dedo se tensó sobre el gatillo, pero en el momento en que lo oprimió balanceó los brazos apartándolos. El estallido de la automática fue ensordecedor. El yeso cayó del techo, sobre ella.

—Muy bien —desdeñó El-Kalaam.

Heather empezó a temblar.

El le quitó la .45 de las manos y la acercó a la cabeza de Bock. Tiró del gatillo. La bala penetró en el ojo izquierdo del industrial. Este levantó las manos como reflejo. La sangre brotó, empapando a Heather y a El-Kalaam. Bock miró a Heather con su único ojo bueno. Se tambaleó hacia un lado y se desplomó.

—Esa es la diferencia entre tú y yo, Heather —dictaminó El-Kalaam—. Yo sé cuándo matar, tú no.

*

Toda la luz natural había abandonado el cielo y fue sustituida por los distantes y rosados neones de la encandilante noche de L. A. En algún sitio lejano, muy lejano, las palmeras y las Jacarandas brillaban con el resplandor y los coyotes aullaban en las espléndidas colinas. Pero aquí, no.

De cerca, el sonido simulado del fuego de las armas tronaba como una hilera de petardos. Los reflectores ardían en el campo de tiro donde los extras se ganaban su salario, alejando la creciente oscuridad en un área apretada.

Con una rara sensación de alejamiento, Daina se vio a sí misma sentada en la penumbra, como un actor principal en una obra al llegar la tarde. El suave final del día la cubrió como si fuera una piel.

Ella pensó en las tomas del día y tembló un poco. A su alrededor estaba el negro esqueleto de las complejas estructuras luminosas que cuando atrapaban su vista le parecían la encarnación física de la película. El esqueleto estaba de pie y cada día se le agregaba más carne: pulpa, tendones, nervios, músculos, piel, hasta que ahora era una construcción en sí misma, como si fuera alguna temible bestia mitológica que ellos conjuraron a la vida real mediante sus poderes excepcionales. Habían visto las embestidas, y Marion, fuera de sí por el júbilo, insistió en ello y fue golpeado. Hasta los técnicos. Especialmente los técnicos: ese cansado grupo que lo había visto todo. Hasta ahora. Heather Duell ciertamente estaba naciendo y su poder era aterrador e innegable.

A sus pies se encontraban las revistas del negocio: el semanario Variety, el Hollywood Reporter y el Daily Variety. Todos contenían artículos referentes a la película y a ella. Había un trozo en el New York Times de ese día que era más encomiástico de lo que ella hubiera podido imaginar. Ostensiblemente se refería a Heather Duell, pero en realidad giraba alrededor de ella. "En las alas de su más reciente papel estelar en Heather Duell, Daina Whitney parecer estar destinada a ser la protagonista más comentada de Hollywood. De acuerdo con la célebre publicista Beryk Martin y varios ejecutivos de alto rango de la Twentieh Century Fox..."

Ahora todo estaba muy silencioso. Hasta los extras, después de haber aprendido a simular la muerte, se habían marchado.

Una oscuridad absoluta descendió repentinamente como lo hace en el desierto, cual si fuera una llamarada de negrura. Volvió la cabeza como si hubiera oído un sonido.

Por fin se levantó dejando los periódicos donde estaban. Se encontraba subyugada por la intensa satisfacción que sólo el artista, el pintor, el escritor, la actriz, pueden sentir: ei vivir y el morir una y otra vez dentro del curso de una vida, con cada nuevo proyecto.

Sus brazos se extendieron y se elevaron hacia el cielo. Esto es para lo que me convertí en actriz, pensó, para conocer esta sensación. Pero ella entendía que había algo más que eso: el control. Este era el legado que llevaba con ella de la Nova Burlesque House. Se encontró preguntándose por diezmilésima vez qué era más importante para Denise: su vida sensual en el chillante escenario de la Nova o el exigente trabajo que desarrollaba para su doctorado.

Daina bajó rápidamente los escalones metálicos camino a su remolque y sus tacones golpeaban como martillos sobre un yunque, atravesando el suelo manchado de luz hacia la realidad o alejándose de ella. Ahora no estaba verdaderamente segura.

*

Un fuego ardía en la gran chimenea. Eso era en sí extraño. Sobre la mesa de madera y latón, que estaba junto al sofá, había ocho rollos de película de 35 mm dentro de sus estuches octogonales de metal, amontonados cuidadosamente en dos pilas.

—¡María! —llamó Daina. No hubo respuesta. Era la noche en la que María debía quedarse hasta tarde. Daina dejó sus maletas en el vestíbulo, lejos de El Greco. En el trayecto de regreso del estudio se detuvo en su casa para recoger toda la ropa que pensó llevar. Ya había decidido comprar el resto.

Cruzó la amplia sala. Los brillantes colores del fuego contrastaban con los fríos azules y verdes de la esteatopigia sirena pintada en la pared, dándole a su piel un brillo sobrenatural que la hacía serpentear incómodamente sobre su roca. Daina se acercó a la mesa. No había marcas en las latas metálicas que guardaban las películas. Levantó la que estaba encima y vio el título: Sobre el arco iris, impreso en blanco y negro, y abajo de él, manuscrito con letra fluida: Director: Michael Crawford. Escritor: Benjamín Podell. Antes de volver a colocar la lata en su lugar la volteó. Esa y la de arriba del segundo montón habían sido colocadas boca abajo. Las dejó tal y como las encontró.

—Me temo que saldré a Nueva York este viernes. Pero en el terreno de las buenas nuevas, Beryl acaba de llamarme y...

Ella se volvió a tiempo de ver a Rubens bajar de su recámara. Era extraño cómo pensaba ahora de esa recámara. Silenciosamente, ella hizo un ademán hacia las maletas.

—Así que verdaderamente sucedió —comentó Rubens, dejando de abrocharse el reloj y mirando en la dirección que ella señalaba. Parecía bastante sorprendido.

—Lo decidí la mañana en que mataron a Maggie.

—No entiendo —confesó él mirándola extrañamente.

—La muerte te hace ver la vida diferente. Maggie estaba allí y luego se había ido. Todo es finito, está lleno de bordes afilados que te cortarán si te aventuras demasiado lejos —explicó ella. Se lamió los labios, pues tenía la boca seca—. Tú eres lo que quiero.

—¿Y qué pasa con Chris? —quiso saber él. Se le acercó lentamente. Ella observó sus movimientos que eran de la cintura para abajo, como los de un bailarín.

—¿Qué pasa con Chris? —repitió Daina.

—Lo que quiero decir es si lo amas también a él —aclaró. Ahora estaba muy cerca de ella. Daina sintió su calor.

—Chris es mi amigo. Tú eres mi amante. No te entiendo.

—No estoy seguro de que una mujer y un hombre puedan ser simples amigos. Especialmente cuando ese hombre es Chris Kerr.

—Primero Maggie y ahora tú.

—¿Qué significa eso? —inquirió él, agudamente.

—Maggie me acusó de lo mismo —manifestó mirándolo fijamente—. Acuérdate, la noche en la que me rogaste que me quedara aquí contigo.

—Seguramente no te rogué.

—No te vayas, Daina —subrayó imitando perfectamente su voz y poniéndole la dosis exacta de emoción. Era tan exacta que la sorprendió a ella misma—. Ahora no. Por favor.

Durante un momento, la cara de él enrojeció hasta el cuello y desapareció y él comenzó a reír. De todos modos, ella no dejó que la tocara y le precisó:

—Quiero dejar aclarado esto ahora mismo. Cualquiera que sea la vida sexual de Chris es cosa suya. No tiene nada que ver conmigo.

—¿Qujeres decir que no es como todos los demás?

—Yo no soy como cualquier otra —rectificó ella queda y fieramente.

—Ya lo sé —susurró él. Sus labios estaban en su pelo. Ella sintió que su boca abierta rozaba el pabellón de su oreja y cerró los ojos.

—Olvídalo —evadió Daina poniendo sus brazos alrededor de los anchos hombros de Rubens que revelaban la dureza de sus músculos—. Cualquier cosa que oigas es mentira.

—Lo siento. Pero me ha estado llegando por más de una fuente.

—Oh, ¿quién? —interrogó ella echando la cabeza hacia atrás para ver su cara.

El le dio algunos nombres y Daina comenzó a reírse, asintiendo para sí misma mientras lo hacía.

—¿Qué es tan gracioso? —le preguntó él, fastidiado.

—Oh, es sólo que toda esa gente tiene algo en común.

—¿Qué es?

—Todos son amigos de Tie.

—No entiendo.

—Creo que Tie me teme más a mí que lo que le temía a Maggie —le explicó apretándolo más contra ella. Le iba a contar lo que le dijo Tie el día del funeral, pero no parecía muy gracioso—. Sospecho que anda detrás de Chris.

—¿Qué no vive con el otro... con Nigel Ash?

—Sí, aunque eso nunca la ha detenido. Creo que Chris es el único del grupo con el que no se ha acostado. Así que, como ves, esta campaña esta siendo realizada en beneficio tuyo. —Lo besó.

—Veremos cómo arreglarlo.

—No, Rubens. Deja todo en paz —le pidió cuando sintió que la ira lo asaltaba. —Nadie se burla de mí.

—Nadie se ha burlado de ti —le aclaró. Tomó su barbilla en su mano y miró directamente a sus ojos. Son tan hermosos, pensó ella—. Además, quiero que me dejes manejar esto.

—No... —empezó a decir él. Se detuvo porque quizá vio algo en sus ojos, algo que no había visto antes, y asintió.

—Ahora que eso está aclarado, cuéntame lo que tiene que decir Beryl.

—Eso es lo que en verdad me encendió —le explicó con una sonrisa triste—. Dijo que este asunto entre tú y Chris, sea o no real, te estaba ayudando a obtener mucho espacio en revistas como Rolling Stone y People. Aparentemente hubo varios fotógrafos en The Dancers la noche en que tú y Chris estuvieron allí. Tiene multitud de fotos de ese lugar.

—Tengo que agradecérselo a Tie, ¿no lo crees? —ironizó sonriendo. Cuando regresaron a la sala, ella le preguntó por el fuego.

—Hace mucho calor para eso, ¿no crees?

—No lo encendí para que calentara —le aclaró. Repicó el timbre de la puerta y él miró su reloj. No se movió—. Son negocios —explicó—. Mike Crawford y Ben Podell. —Ella evocó las latas de película opuestas sobre la mesa cerca de la chimenea—. ¿Los recuerdas?

—No los conozco muy bien.

—Oh, pero los conocerás para cuando se vayan —asentó al dirigirse hacia la puerta. Crawford era un australiano delgado y rubicundo. El y Podell, un hombre macizo de cabello rubio, eran los faros de una comedia de TV que había ascendido a la cumbre de la popularidad durante su primera temporada. Se quedaron con ella todo el segundo año, renegociando sus contratos hasta el cielo, y luego incursionaron en el cine. Sobre el arco iris era su primera empresa arriesgada. Ambos estaban cerca de los treinta y, por lo que Daina observó en ellos, eran arrogantes y bastante presumidos, sin duda desde que alcanzaron el estrellato instantáneo que la televisión le depara a los que tienen suerte. Aun así, Rubens había sentido que su talento era bastante original y suficientemente fuerte para arriesgarse con ellos.

—Conocen a Daina —la presentó haciendo un ademán. Estaba alegre y lleno de buen humor cuando los guió por el largo pasillo que conducía hacia la sala.

—Seguro —afirmó Crawford. Podell asintió. De inmediato pareció enfermo de ansiedad, pues sus dedos romos se entrelazaban una y otra vez. Crawford se sentó en el sofá que estaba en el lado opuesto a la chimenea y cruzó las piernas a la altura de las rodillas. Vestía un traje de lino verde oliva bajo el cual llevaba una camisa a rayas amarillas y grises, abierta hasta el pecho. Un medallón de oro reposaba sobre el vello allí esparcido.

Por otro lado, Podell usaba pantalones de mezclilla descoloridos y zapatos gastados de hule. No usaba calcetines. Su camiseta amarilla tenía escrito sobre el pecho, en azul. "Coors Beers". La camisa clara lo hacía verse aún más compacto de lo que era.

—¿Les gustaría un trago? —preguntó Rubens desde atrás del bar.

—¡Hey, grandioso! —aceptó Podell con entusiasmo—. Dame una cerveza. —Cuando habló, su rostro se volvió una máscara de hule.

—¿Mike?

—Oh, un escocés estará bien para mí. Solo, por favor —recalcó Crawford moviendo la pierna hacia arriba y hacia abajo sobre su huesuda rodilla.

—¿De qué se trata esta mierda? —consultó Podell bebiendo un gran trago de cerveza de la botella—. Deberíamos estar filmando y no aquí sentados como si fuéramos miembros de un maldito club. ¡Tenemos trabajo que hacer!

—No, Benny —recriminó Crawford probando su bebida y frunciendo el ceño sin mirar del todo a Podell—. Uno debe mostrar un poco de tolerancia. Después de todo, uno se imagina que el señor Rubens tiene una muy buena razón para citar a una reunión.

—Nunca hay buenas razones para citar a una reunión —rebatió Podell. Terminó la cerveza y eructó ruidosamente—. ¿Tienes otra?

—Sírvete —ofreció Rubens señalando el bar con la mano.

—Pero tú sabes, Benny tiene cierta razón —emitió Crawford lentamente, como si este pensamiento le hubiera tomado una gran consideración—. Hay una montaña de trabajo por hacer, para la película.

Daina decidió que eran un espectáculo cómico viajero. Y ambos eran buenos para eso. Exponían sus ideas sin que ni siquiera uno se diera cuenta de lo duro que estaban trabajando en el asunto.

—Sí, bien, acerca de eso... —empezó Rubens levantándose como si le hubieran dado el pie. Se las arregló para mirar a ambos—, me temo que el trabajo tendrá que ser recortado.

Durante un instante pareció que sus palabras colgaban en el aire como si fueran estalactitas con vida propia. Luego, Crawford rió, saliendo del aturdimiento. Fue uno de los sonidos más extraños que Daina hubiera escuchado jamás, era alto y agudo como un pica-hielo.

—¡Buen Dios, Benny, no sabes cuándo se están burlando de ti! —amonestó Crawford golpeándose el muslo. Sin embargo, Podell se veía como si estuviera a punto de agredir a aiguien en la cabeza con la botella de cerveza.

—No es broma, Michael —confirmó Rubens—. Schuyler me dio el límite de los seis meses. Todo está fuera de control.

—De cualquier modo, ¿qué demonios sabe esa bruja? —bramó Podell—. Estamos haciendo una maldita obra maestra. Todo tiene que salir bien.

—No —corrigió Rubens—. Todo tiene que estar dentro del presupuesto.

—Creo que lo que nos estás pidiendo es muy difícil —opuso Crawford calmadamente, aclarándose la garganta en forma ruidosa para prevenir a Podell—. Esta película empezó con una cierta visión. Benny y yo firmamos contigo porque confiamos en que tú nos proveerías de, eh, el apoyo para implementar esa visión.

—Está casi cuatro millones por encima del presupuesto, Mike —se quejó Rubens.

—¡Oh, Cristo, es solamente dinero! —desdeñó Podell.

—Creo que Benny ha captado bastante bien la realidad del momento —invocó Crawford poniéndose en pie. Aparentemente había tenido suficiente de la presencia de Rubens elevándose sobre él—. No nos metimos en esto para recibir órdenes.

—Creo que estás entendiendo mal —atajó Rubens—. Si tus muchachos hubieran mantenido algún tipo de control en lugar de dejar que el escenógrafo ordenara una silueta de neón de un cuarto de millón de dólares...

—¿Has visto esa toma? ¡Es malditamente brillante! —chilló Podell.

—Si hubieran actuado en forma responsable, nadie tendría que imponerles nada —continuó Rubens como si no hubiera sido interrumpido.

—¿Has visto la escena en cuestión? —insistió Crawford. Parecía tener un poco más de dificultad ahora para mantenerse bajo control.

—No vale el medio millón de dólares que gastaron ese día —reprochó Rubens.

—Cristo, ¡qué vale? —quiso saber Podell.

—Nunca debió haberse tomado.

—Creo que el señor Rubens está exagerando para lograr hacernos entender, Benny —manifestó Crawford subiendo los escalones hacia el nivel principal de la sala—. Y ahora que nos ha castigado, estoy bastante seguro de que somos libres para irnos.

—Mike, creo que no entiendes —continuó Rubens cuidadosamente—. No nos iremos de aquí hasta haber presupuestado de nuevo la película. Todo el equipo debe tener una línea de trabajo.

—¡Estás loco! ¿Quiénes crees que somos...? —gritó Podell.

—Un momento —intercedió Crawford poniendo su mano sobre el brazo de su socio—. Déjame aclarar esto. ¿Nos estás dando un ultimátum?

—Sólo estoy dicéndoles lo que se tiene que hacer, muchachos —advirtió Rubens evasivamente—. No es más de lo que haría cualquier cineasta que merezca tal nombre.

—¡Cristo, escucha esa niñería, hombre! —exclamó Podell—. ¡No tengo que soportar esto!

—Creo que Benny tiene razón, Rubens —apoyó Crawford. Rubens no dijo nada durante un tiempo—. Si dejamos la película, habrás perdido diez millones. —Ladeó la cabeza—. Creo que eso es un poco excesivo para ti. —Movió una mano roja—. Además, nosotros iríamos directo a Warners. Estaban tratando de conseguirnos a cualquier precio.

—Sí. Lo estaban —aceptó Rubens asintiendo con la cabeza. Daina se preguntaba qué inflexión le había dado a esas palabras para hacerlas tan estremecedoras.

—De cualquier modo, todo se reduce a dinero —eludió Crawford restándole importancia.

—Tal vez. Pero no trabajarán en Warners. Ni en la Twentieth, la Columbia, la Paramount, la Filmways, la UA; tú di el nombre.

—No creo nada de eso. —Crawford no se movió. Se quedó parado, mirando fijamente a los ojos de Rubens.

—¿Nada?—gritó Podell.

—Benny, está fanfarroneando.

—Camina, compañero —incitó Rubens elevando el pulgar sobre su hombro.

—Vamos, Rubens —alegó Crawford chasqueando la lengua—. Tú eres bueno. En verdad, eres bastante bueno. La ABC trató de hacernos eso después de nuestra primera temporada, cuando exigimos más dinero. Estábamos en nuestro derecho, después de todo. Obtenían un dineral con nosotros. Creo que estarás de acuerdo en que teníamos derecho a una compensación razonable. —Ladeó la cabeza otra vez—. ¿No? Bueno, no importa. Al final cedieron. Claro que lo hicieron. No les quedaba ninguna elección. Tenían todo que perder. —Sonrió con sonrisa de conejo—. Lo mismo que tú. Diez millones de todo.

—Esta es la última vez que lo diré —concluyó Rubens como si Crawford no hubiera pronunciado una sola palabra—. ¿Van a sentarse y a rehacer el presupuesto de Sobre el arco iris?

—Rubens, estás cometiendo un error muy grande —censuró Crawford con tono glacial. Su boca era torva y Daina creyó que se estremeció un poco—. Nos vamos a retirar. Pero cuando quieras hablar de nuevo con nosotros, y tú y yo sabemos que lo harás, tendremos que negociar un trato completamente nuevo. Más dinero y más ideas. No sé cuánto. Tendrás que hablar con nuestro abogado sobre eso. Vas a pagar por tratarnos de este modo.

Dejó de hablar cuando vio que Rubens caminaba hacia la mesa que estaba cerca de la chimenea. Miró mientras Rubens recogía la lata de encima del montón más cercano y preguntaba:

—¿Sabes lo que es esto?

—Una lata de mierda, hombre —contestó Podell, resoplando—. Película, película, película. La vemos todos los días.

Rubens volteó la lata poniéndola de frente.

—Hey. ¡Lo que tienes ahí es nuestra maldita película! —saltó Podell—. ¡Dame eso, bastardo!

—¿Qué vas a hacer, Rubens? —demandó Crawford deteniendo a Podell. No podía evitar el desdén en su voz.

—Qué más puedo hacer, ¿eh? Se va a ir al fuego —replicó Rubens encogiendo los hombros, quitando la tapa y sacando el rollo. Estaba lleno de película hasta la orilla.

—Oh, vamos, Rubens —disimuló Crawford con un tono burlón en la voz—. No esperarás que realmente creamos que vas a destruir la película. Eso no es más que negativo expuesto.

Pero Podell, en una agonía de suspenso, ya se había adelantado. Sus dedos romos buscaron en la orilla exterior del rollo. Desenrolló la película y la miró. Un grito áspero salió de su garganta como si fuera la bala de una pistola:

—¡Jesús, María y José! ¡Estas son las tomas originales!

—¡Déjame ver eso! —exigió Crawford llegando rápidamente a su lado y abalanzándose sobre el rollo. La media sonrisa abandonó su cara y su piel se tornó gris bajo el tinte azuloso. Miró hacia arriba, como si mirara al espacio—. ¡Dios mío, es el bebé!

Rubens le quitó la película de la mano.

—¡No, no lo hagas! —clamó Crawford.

Pero fue demasiado tarde. El rollo fue lanzado al aire por Rubens y aterrizó exactamente encima de los leños bien apilados. El fuego lo lamió.

—¡Madre de Dios! —exclamó Crawford cubriéndose la cara con las manos, pero Podell, enfurecido, cayó de rodillas frente a la chimenea. Las llamas iluminaron de anaranjado su cara sudorosa cuando alargó los temblorosos dedos hacia la película que ardía. Gritó una vez, retrocediendo cuando las llamas tocaron las puntas de sus dedos, y volvió a meterlos gritando otra vez antes de que Daina jalara de él, alejándolo. El calor era enorme y violento, y el humo golpeaba ennegreciendo los huecos de la chimenea. El sollozaba.

—Rubens, haz algo, por el amor de... —gritó Crawford, angustiado.

Rubens dio dos pasos hacia la chimenea, metió la mano muy rápidamente y rescató el rollo. Lo miró casi sin preocupación, pero sólo Daina se percató de ello. Rubens admitió:

—No sé si se pueda salvar, Michael, realmente no lo sé.

—Debe haber una forma...

—Costará mucho trabajo, muchos cortes, muchos despidos. El escenógrafo tendrá que irse.

—¡Bastardo! —gruñó Crawford, quedamente. El incidente lo había dejado sin fuerzas para algo más. Levantó la cabeza consciente al fin de lo que Rubens estaba diciendo—. ¡Bastardo! —repitió.

—Son solamente sus egos los que se atraviesan en el camino —concluyó Rubens, gentilmente—. Ustedes son en verdad un par de chicos muy talentosos.

Después, muy tarde en la noche y ya que ellos se habían ido, cuando Daina y Rubens yacían en la cama juntos y ella sentía que un sueño delicioso invadía su cuerpo, se volvió sobre un costado y le preguntó:

—¿Hubieras dejado que se quemaran los negativos, Rubens?

—Por supuesto. Soy tan bueno como mi palabra —confirmó y luego empezó a reír. Su risa comenzó como lo hace una corriente de agua, quizá con un goteo, formándose mientras fluye hacia una delgada línea y después se ensancha hasta que desemboca velozmente en el mar—. Pero verás, no hubiera importado. Sólo los primeros doscientos pies eran su película. El resto era precisamente lo que Crawford dijo: negativos expuestos. Basura.

Ella sintió que la respiración de él se hacía más lenta. Parecía circundar su universo.

*

El-Kalaam hizo que trajeran a Davidson y a McKinnon. Se detuvieron en seco cuando vieron la escena frente a ellos: Bock enroscado en el suelo y Susan de rodillas con la cabeza inclinada. El estaba cubierto de sangre y ésta se hallaba a todo su alrededor.

—Esto es censurable —impugnó McKinnon agitando su cabeza de cabello plateado—. Es completamente desmedido.

—Es de utilidad política —rectificó El-Kalaam lentamente, encendiendo su filipino—. Ustedes dos entienden que eso está muy bien.

—Lo que entiendo es que usted no es mejor que un asesino común —acusó Davidson—. Creí que mis simpatías estaban con el pueblo palestino en este asunto —se estremeció—. Ahora no estoy tan seguro. Hubiera podido convencer a Emoleur, pero él es joven e ingenuo.

—Estamos en guerra —recordó El-Kalaam, enojado—. Nos vemos forzados a esto. Nuestras propias vidas peligran.

—Esta no puede ser la forma...

—Matar a gente inocente... —comenzó a decir McKinnon.

—En la guerra nadie es inocente... todos son utilizables —afirmó El-Kalaam haciendo un gesto hacia el cuerpo de Bock—. Llévenlo afuera. Pónganlo cerca de la puerta principal. Malaguez los dirigirá. Será arrojado ahora a los israelíes. Nos será de alguna ayuda, muy a su pesar.

Malaguez, quien los había acompañado a la caja caliente, levantó su arma y ellos se inclinaron, izando a Bock entre ellos y maniobrando con él a través de la puerta.

Heather, liberada de la mano de El-Kalaam, fue a ver cómo estaba Susan. Se inclinó y puso sus manos suavemente sobre las sienes de ella. Levantó la cara de la morena y jaló aire, sorprendida. No hubo señal alguna de reconocmiento en esos ojos. Estaban en blanco, sin comprender.

—Susan —susurró. Y luego dijo con más urgencia—: ¡Susan! —Esta seguía callada, con los ojos vacíos y desenfocados.

—¡Dios mío! —gritó Heather—. Mire lo que le ha hecho. ¡La ha desquiciado!

—Ella no es asunto suyo —le indicó Fessi acercándose lánguidamente.

—Es usted una bestia. Un monstruo —exclamó Heather mirando hacia arriba—. ¡Quíteme las manos de encima! —La ira retiró todo el color de sus mejillas y su cuello.

—De todos modos estará mejor de lo que estaba —se rió Fessi y puso una mano sobre su seno, apretando.

—Déjala en paz, Fessi —ordenó El-Kalaam. Se acercó y la libró de la mano del hombre más pequeño. Gruñó y la alejó de Susan, diciendo—: Déjala sola. Ya no es nada.

—Sí —repudió Heather mirando al rostro de él—. Ahora lo veo. Ella ha cumplido su propósito. Es eso, ¿no es cierto? No es más que carne muerta para usted.

—Era carne muerta en el momento en que entró a este cuarto —estableció El-Kalaam. Se quitó el filipino de los labios y acercó su cara a la de ella—. Pero la carne muerta todavía puede tener un propósito, ¿eh? Se puede comer.

—Ella es un ser humano —gimoteó Heather—. Merece ser...

—Ve a atender a tu esposo —le sugirió él suavemente—. Debe estarse muriendo de hambre.

Le soltó la muñeca e hizo un movimiento hacia Rita. Heather se volvió y, con Rita tras de sí, salió del cuarto.

—Tengo que ir al baño —le avisó cuando llegaron al vestíbulo. Rita asintió—. ¿No podría esperar afuera? —reclamó Heather, sorprendida cuando Rita la siguió al interior. Tampoco había puerta ni privacía alguna.

—No, no puedo —respondió fríamente y la miró haciendo un gesto con su barbilla—. Más vale que entre. Tiene dos minutos antes de que la saque de aquí.

Heather se quedó allí, indecisa, durante un momento. Luego, fue hacia el inodoro. Rita no le quitaba los ojos de encima y la cara de Heather se sonrojó lentamente.

Cuando Heather regresó a la sala vio a Raquel acurrucada sobre la figura encogida de Bock. Sus hombros subían y bajaban. Heather fue hacia ella y la abrazó.

—Era como un tío para mí —gimió Raquel. Trató de limpiarse las lágrimas—. Era tan bueno conmigo... ¿Qué le hicieron allí adentro? —le preguntó a Heather volviéndose a

—Tienes que olvidarlo, Raquel. Se ha ido.

—¡Dímelo! ¡Tengo que saberlo! —pidió Raquel con voz fiera.

—No, no tienes que saberlo —la consoló Heather poniendo de pie a Raquel y aleján—áob del cuerpo de Bock—. Recuérdalo como era en vida. No en la muerte.

—No lloraré ahora —susurró Raquel poniendo la mano sobre el hombro de Heather—. No frente a ellos.

—El-Kalaam quiere verte —comunicó Malaguez acercándose a donde estaban. Tomó a Raquel del brazo—. Está llamando a tu padre. —Empujó a Raquel delante de él. Desaparecieron en el vestíbulo.

Heather fue hacia donde James se encontraba sentado. No se había movido. La sangre ya había dejado de brotar de sus heridas, pero su cara se veía muy blanca y Heather notó que tenía dificultad para respirar.

—Oh, Jamie —susurró arrodillándose frente a él—. Si sólo hubiese algo que yo pudiera hacer... ¡Me siento tan inútil!

—Hay algo que puedes hacer —respondió abriendo los ojos y sonriéndole.

—¿Qué es? Haría cualquier cosa —apremió ella. Su rostro estaba surcado por la preocupación y la ansiedad.

—Prométeme que no cederás... aun después de que yo muera.

—¿Qué quieres decir? —Sus dedos acariciaron la mejilla de él. Soltó una risa que terminó en un sollozo ahogado—. No vas a morir.

—No hay tiempo para esta tontería —cortó él mirando sus ojos—. Prométemelo, Heather. Debes hacerlo.

Ella empezó a llorar.

—¡Maldición, prométemelo! —exclamó alargando la mano para asir su brazo.

—Lo prometo —aceptó ella abriendo los ojos y dejando caer las lágrimas sobre el regazo de él.

—Bien —murmuró James. Un largo y silbante suspiro escapó por sus labios entreabiertos. Se recostó contra el librero. Sus ojos se cerraron durante un instante—. Muy bien. —Sus dedos se enterraron en la carne de ella—. Ahora debes escucharme...

—Déjame traerte algo de comida. Te hice sopa. Necesitas...

—¡Eso no importa ahora! —rechazó. Sus ojos relampaguearon y su voz, aunque queda, era lo suficientemente feroz como para necesitar controlarla. Ella miró a su alrededor. A sus espaldas estaban McKinnon y Davidson, de pie tras el sofá. Sus muñecas fueron atadas de nuevo y se sentaron en el diván. Rene Louch se encontraba junto a la chimenea mirando con dureza a su ayudante que hablaba animadamente con Rudel. También trataba de hablar con el Secretario de Estado, pero Thomas estaba hundido en una silla con la frente entre las rodillas.

—Tienes que comprender algunas cosas, Heather —comenzó James—. No puedes ignorar a esos bastardos y tampoco creer una sola palabra de lo que digan. Si El-Kalaam te dice que afuera es de día, sabrás que es de noche. Si te dice que todo va a estar bien, prepárate para recibir una bala en la cabeza. Te dirá cualquier cosa que sirva a sus propósitos. Los hombres como él sólo saben una cosa: matar o morir. —Al otro lado de la habitación, Emoleur se puso en pie y fue a hablar con los policías militares ingleses. James la miró—. Tendrás que matarlo para lograr salvarte.

—Pero, Jamie...

—¡No hay otra alternativa, Heather! —exclamó. Sus caras estaban muy cerca. Ella pudo ver las lágrimas que brillaban en las esquinas de sus ojos—. ¿No lo entiendes? El-Kalaam está equivocado. Debes tener valor. Tienes que hacer lo que en el fondo de ti sabes que debes hacer.

—Jamie, no sabré cómo...

—Su dominio radica en el absoluto control que tiene sobre el medio que lo rodea. Una vez que eso se haya roto, su poder disminuirá.

El-Kalaam y Fessi entraron en la sala. Fessi fue a la puerta principal y abrió una rendija. Silbó desde lo profundo de su garganta. Un momento después apareció un miembro del comando, que venía del exterior. Fessi habló con él en voz baja antes de regresar con El-Kalaam y decirle:

—Todo está listo. Ya sabe dónde ponerlo.

El-Kalaam asintió y arrojó la colilla de su filipino a la fría chimenea. Dos miembros del comando se inclinaron y levantaron el cuerpo de Bock. Fessi abrió la puerta apenas lo suficiente para dejarlos salir.

—Hassam les mostrará el camino —les advirtió.

Malaguez trajo a Raquel de regreso a la habitación. Tenía la cara blanca y la boca contraída. No podía mirar a El-Kalaam.

—Ponla allí —le indicó a Malaguez, señalando hacia donde estaba arrodillada Heather—. Estoy harto de ella. Deja que las mujeres se cuiden a sí mismas.

Malaguez le dio un empujón y Raquel se precipitó contra Heather. Trató de enderezarse, pero falló. Sus brazos se estiraron mientras caía. Su sien golpeó contra el suelo.

—¡Oh! —jadeó.

—Raquel —gritó Heather. Y escuchó un breve sonido estrangulado junto a ella. Volteó y vio resollar a James. Su cara se había vuelto gris y sus labios azules. Tenía la boca abierta y ella podía oír que un sonido cascabeleante brotaba de su garganta—. ¡Oh, Jamie! —gimió ella. Lo rodeó con los brazos, meciéndolo—. ¡Aguanta, Jamie! —Volvió la cabeza hacia El-Kalaam—. ¡Haga algo!—gritó—. ¡No ve que se está muriendo!

El-Kalaam se quedó donde estaba. Miró silenciosamente mientras Heather se estremecía y James se sacudía y suspiraba para después quedar quieto.

—Mis condolencias —ofreció al fin en el silencio—. Era un soldado, un profesional. Nos entendíamos el uno al otro.

Heather lo miró mientras sostenía a James. Luego, cerró los ojos y meció la cabeza de James contra su pecho, besando sus mejillas, sus párpados, sus labios.