Cuatro

BABA. era el único nombre que tenía. Pero, por supuesto, si hubiera tenido otro, no se lo habría dicho.

Baba se le acercó la tercera noche en que ella pasó por allí. Era un hombre grande como mamut, con una gran barba lanuda y nariz tan ancha que parecía cubrir todo el centro de su cara arrugada. Su piel era del color de la caoba, exceptuando una línea de carne plegada color café con leche, que se hallaba justo debajo de su ojo izquierdo. Sabía tanto francés como ella, pero no lo había aprendido en la Escuela Preparatoria de Música y Arte como ella lo lograra. El decía haber vivido en París hacía muchos años, pero ella nunca estuvo muy segura. Era más probable que lo hubiera aprendido en Attica o en algún lugar así.

En este temprano otoño de 1968, la temperatura ya estaba enfriando rápidamente aun aquí, en el corazón de Manhattan. Un viernes estuvo a más de 70° F y tres días más tarde el invierno comenzó a apretar su garra. En algún momento, durante el fin de semana, el otoño llegó y se marchó sin ser notado. Baba usaba un abrigo de la Marina, de grandes botones de plástico con un ancla grabada en el centro, y un par de pantalones acampanados. Pero no era marinero.

Todos los que haraganeaban por la faja de la calle Cuarenta y Dos, que se extiende desde Broadway hasta la Quinta Avenida, tenían un sitio definido, y el de Baba estaba afuera del teatro Selwyn, en el lado sur de la calle. Daina pronto se dio cuenta de que este lugar resultaba, con mucho, el más agitado. Era en el más tranquilo lado norte en el que, de vez en cuando, se podía ver a los policías, siempre en parejas, paseándose o fumando. Sólo se aventuraban al lado sur para detener una pelea dentro de una de las casas de películas de sexo, y entonces entraban en cuadrillas de dimensiones tranquilizantes.

Nunca hubo ningún problema en la Nova Burlesque House, que estaba situada en la siguiente puerta y un piso arriba del toldo parchado del Selwyn. Su antiguo letrero de neón azul verdoso zumbaba constantemente y sus fotografías en blanco y negro de 8X10, con pimpollos que nunca aparecían en el pequeño escenario, que ni siquiera estuvieron nunca en Nueva York, ondeaban cansadamente en la brisa negra de hollín del Hudson. Pero había que considerar que el Nova tenía su propia fuerza de seguridad.

Baba, parado afuera del Selwyn, era la conexión para cualquier droga a la que le pudiera poner las manos encima. Y esto resultaba ser de una variedad aterradora. Públicamente escupía cigarrillos de mariguana sueltos, aceleradores, ácido adulterado con anfetaminas baratas. Pero en privado era proveedor de casi cualquier cosa. Daina ni siquiera conocía un tercio de la mierda con la que él traficaba.

Es difícil decir lo que vio en ella de inmediato. Ciertamente era hermosa, pero él podía conseguir todas las mujeres que necesitaba. Y, además, como ella descubrió más tarde, tenía una clara preferencia por las mujeres asiáticas. Así que, ¿qué lo motivó a hablarle cuando ella pasó junto a él por tercera vez, en su saco liso de pana café, sus deslavados pantalones Levi's metidos en sus altas botas de puntas tan afiladas que ella las imaginaba armas letales?

—¿Qué crees que estás haciendo, mami? —preguntó Baba con su pesado acento negro que se comía las sílabas hasta volverse casi ininteligible para los no iniciados en el ghetto.

Ella se detuvo y miró su cara de oso. Sus manos se hallaban profundamente hundidas en las bolsas de su saco, pues la temporada aún no estaba lo suficientemente avanzada como para hacerla pensar en comprar guantes. Sus líquidos ojos la estudiaron con curiosidad. Sus iris y sus pupilas eran del mismo color y ocupaban la mayor parte del espacio disponible, de modo que sólo se podían ver algunas pinceladas del amarillo que los rodeaba.

—No estoy haciendo nada —respondió.

—¿No tienes otro lugar a dónde ir?

—Me gusta caminar por aquí.

Baba soltó una carcajada de las profundidades de su garganta y sus ojos se rodearon de arrugas, casi desapareciendo en la oscura piel de su cara.

—¡Mierda! —rechazó. Sus rasgos se endurecieron, giró la cabeza, carraspeó y escupió—. Te estás buscando una golpiza si sigues haciendo esto —ella frunció el ceño—. ¿Qué le ves a este perfumado jardín?

—Esa pregunta no se la tengo que responder a nadie más que a mí.

—Uhmm. ¿De verdad? —sonrió y la punta de su lengua salió, sorprendentemente rosada, contra los labios casi negros. Sus ojos rodaron, pasearon sobre su cuerpo arriba y abajo con una carnalidad tan intensa que ella sintió que se ruborizaba de pronto—. Un corte de carne blanca de primera como tú, puede ser tomado por cualquiera de los hijos de perra que andan de crucero por aquí. Te masticarían, mami, y te escupirían hasta que ya no supieras quién eres.

Daina miró aprehensivamente hacia las bandas de negros y puertorriqueños que cruzaban junto a ellos. Algunos blancos pasaban apresuradamente aquí y allá. Había risas y escándalo. Una pareja de delgados jóvenes negros corrió por la calle, hacia la Octava Avenida, sin preocuparse por la luz roja de la esquina. Hubo un rechinido de frenos, y gritos e insultos.

—¿Quieres decir que es un mundo duro?

—Escogiste el mejor lugar, mami —adujo moviendo la cabeza—. Por aquí rondan algunos tipos malos. Gatos muy perversos, como suelo decir. Necesitas tener cuidado. ¿Para qué quieres andar moviendo tus lindas nalgas blancas aquí afuera donde estamos los proscritos, eh? Estarías mucho mejor en casita, donde tu novio blanco te cuide.

—Te dije que me gusta aquí.

—Mierda, mami, no andarás cazando carne oscura, ¿eh?

—¿Qué?

—Negros, mami. ¿Te gustan los negros? Porque seguro vas a acabar con la cara llena de sangre. Te va a llegar un tipo guapo en un traje verde claro y te va a tirar y a golpear y a abrir tus lindas piernas, ¡oooh! Vete a casa ahora.

—No ando de cacería —repuso ella, impasible—. Estoy aquí porque... ya no puedo estar más donde debería.

—Te diré esto, mami. Seguro como la mierda, que no perteneces aquí.

Ella lo miró directo a la cara y enterró sus manos, ahora crispadas en puños, más profundamente en sus bolsas. Se balanceó de un pie al otro. Sus mejillas estaban rosadas por el frío y, cuando ella y Baba hablaban, las palabras eran acompañadas por pequeños estallidos de vaho que salían excitados de sus bocas.

—¿Esto es lo que haces todo el día? —preguntó Daina.

—No, carajo —espetó él—. Durante el día tengo un asiento en la bolsa de valores de Nueva York. Esto es sólo un extra. —Se tocó el costado de la cabeza con un dedo y la punta se perdió entre el lanudo cabello—. Es esta maldita placa de acero arriba de mi cabeza, mami, me arruinó. Tengo acero en vez de sesos, eso es todo. Se me derramaron durante la guerra. Una verdadera pena.

—Apuesto a que ni siquiera estuviste en la guerra. Eres demasiado joven —zahirió riéndose de la broma. Incluso ella podía reconocer una farsa al estilo del programa radiofónico de Amos'n'Andy.

—Oh, te equivocas por completo. Pude haber ido a Vietnam a no ser porque estaba aquí, en la calle, ¿sabes? El ejército no quiere forajidos. De todos modos, no me hubiesen encontrado de haberse preocupado por intentarlo. Si hubieran venido por aquí, seguro que les habríamos enseñado la zona de combate, ¡ja! —golpeó su enorme mano contra su carnoso muslo.

Un par de jóvenes puertorriqueños se detuvieron y miraron a Baba. Sus caras eran lisas como la crema y llevaban el negro y brillante cabello estirado hacia atrás, atado en colas de caballo. Vestían de uniforme: pantalones vaqueros desgarrados y chaquetas cortas de béisbol. Uno llevaba un par de tenis Adidas, 'Para cuando hay que huir rápido', explicó Baba después, y el otro arrastraba unas desgastadas botas de hule...

—Espera un segundo —solicitó Baba y se dirigió a ellos para negociar.

A su alrededor, la calle titilaba y parpadeaba con todo su insolente neón multicolor arrastrando su interminable red, maltratando a la oscuridad. Un viento polvoso latigueó en el arroyo, aventando basura en remolinos que semejaban pañuelos olvidados que se elevaban para saludar por error. Inspiró el aroma que era parte de todo viento del Este, el de los desperdicios industriales de las zonas de Nueva Jersey.

Baba aceptó un manojo de billetes verdes a cambio de un par de bolsas de polietileno apretadamente enrolladas, llenas de rojo y amarillo. Un Cadillac azul pastel pasó lento como si tuviera problemas con el motor. Llevaba una antena flexible de más de un metro de largo, tapones para las ruedas escandalosamente adornados con protuberancias agudas y más cromo del que podrían tener tres autos juntos.

Daina forzó la vista tratando de mirar hacia adentro, pero el tinte verde de los vidrios lo hacía casi imposible. Sólo alcanzó a ver un rostro oscuro y redondo y, junto a él, una cabeza de Medusa integrada con cabello negro y trenzado.

Baba, habiendo terminado con los puertorriqueños, se inclinó mientras la ventanilla bajaba silenciosamente. Tuvo que doblarse casi por completo para poder meter la cabeza. Habló durante un tiempo, pero Daina no podía escuchar lo que decía. De algún lugar extrajo un pequeño paquete plano de papel café. Su mano entró al auto con él y resurgió con un rollo de billetes. Baba pronunció otras dos palabras y se incorporó. El Cadillac empezó a acelerar y el vidrio de la ventanilla volvió a su lugar, como un zipper.

Cuando Baba caminó de vuelta, cruzando el pavimento hacia donde ella estaba, Daina declaró:

—¿Y qué vas a hacer? ¿Quedarte aquí toda la noche?

—¿Qué pretendes, mami? —La miró duramente—. No me conoces para nada. Yo podría ser un serio problema.

—No lo creo —replicó ella sonriendo. Extendió la mano y tocó su cara—. ¿Qué podrías hacerme? ¿Robar mi dinero? Te lo regalo. —El estaba tan sorprendido que no encontró qué decir—, ¿Y qué sería lo peor? ¿Violarme?

—¡En! Seguro que muchos monos por aquí saldrían disparados al oír esa línea. No vas a encontrar ayuda. ¿Qué carajo pasa contigo, mami? ¿Has perdido el juicio por completo? ¡Mierda! ¿Acaso mamá no te hizo aprender nada?

—No creo que seas como los otros de los que me has estado hablando.

—¡Mierda, mami! Soy igual a todos, sólo que más grande, eso es todo. —Vamos a comer algo, ¿te parece bien?

—Hey. Podría tomarte de la mano ahora y llevarte allá arriba, atrás de la casa del burlesque y hacer que te arrepientas de haber venido aquí. —Su cabeza estaba adelantada y cerca de la de Daina, y sus amarillos ojos parecían haber adquirido el feroz brillo del predador nocturno.

—Vamos —insistió ella—. Comamos algo, ¿sí?

Su mano atrapó la de ella en un apretón poderoso y empezó a jalarla hacia la miserable entrada del Nova. Ella no hizo intento alguno de resistirse.

—Te voy a coger hasta que quedes idiota, mami —gruñó. Ahora estaba enojado—. Vas a necesitar una silla de ruedas para moverte después de que termine contigo.

—No será una violación si yo no lo deseo —ironizó ella.

—¿Ahora qué pretendes, mami? —preguntó él reaccionando y deteniéndose en seco. Giró y se enfrentó a ella.

—Sólo te estoy diciendo que no puedes violarme.

—Pues voy a darte todo lo que tengo, seguro como el demonio.

—Okey —aceptó ella mirando hacia arriba.

El vio su seria expresión y bajó la cara durante un tiempo que pareció muy largo. Entonces, echó la cabeza hacia atrás y empezó a reírse con más fuerza y durante más tiempo de lo que lo había hecho durante años.

*

El teniente detective Robert Walker Bonesteel caminó cuidadosamente alrededor de los escombros.

—Bien, pueden irse —indicó a los dos policías uniformados, sin mirarlos.

Ellos habían sido los primeros en llegar a la casa. Se trataba de dos experimentados perros de presa de la calle, cuyos surcados rostros podían ofrecer libros enteros a quien jos mirara con detenimiento. Sin embargo, parecía que esperaban un caso de sobredosis común y corriente entre las celebridades, porque el calvo había dicho: " ¡Cristo Jesús!", al ver el cadáver de Maggie por primera vez, y el otro volteó la vista, blanco como una sábana.

Sin embargo, unos momentos después trabajaban de nuevo. Sacaron sus libretas y sus lápices cuando empezaron a hacer preguntas con sus extrañas voces mecánicas, como si todo su ser estuviese sumergido bajo una superficie dura y metálica.

Fue en ese momento cuando el hombre alto entró por la puerta. Tenía cabello rubio oscuro y ojos de un gris azuloso muy separados. Sus caderas eran estrechas, vestía con elegancia y se desplazaba con aire de autoridad. Sus manos permanecieron en sus bolsillos.

El policía calvo gruñó y cerró su libreta diciendo con disgusto:

—Ya basta. Los chicos de Homicidios han llegado.

—Y apenas a tiempo —opinó el teniente Bonesteel. Hizo una seña hacia la puerta abierta. Dos hombres entraron, seguidos de un individuo delgado y mal vestido, con corte de cabello militar y líneas de suciedad en las profundas arrugas de la parte posterior del cuello. Venía mordisqueando un emparedado de atún.

Bonesteel cruzó las ruinas sin perturbarlas. Cuando llegó a la caja de la bocina miró directamente hacia abajo. Se movió a un lado, se agachó inclinando la cabeza mientras miraba los costados de madera y luego hacia la alfombra que estaba detrás del grotesco ataúd. Se incorporó y llamó:

—Doc.

El hombre delgado se aproximó y se detuvo mirando hacia la escurrida caja de la bocina. Mordió su emparedado.

—Quiero fotos de eso, ¿sí? —pidió Bonesteel señalando el costado de madera.

El hombre delgado asintió, hizo señas a sus hombres y éstos sacaron cámaras y equipo de iluminación.

Bonesteel se dirigió hacia donde Daina estaba sentada, tomada de la mano de Chris.

Caminaba sin hacer ruido y, al verlo acercarse, le recordó vagamente al corpulento mexicano del restaurante polinesio de Malibú.

—¿Señorita Whitney? —preguntó con voz suave y ronca, redondeando las consonantes pero sin arrastrarlas—. ¿Fue usted quien llamó? —De cerca ella pudo ver que su barba a medio crecer era dorada como la seda del maíz—. ¿Señora?

Baba y el olor de canela de Nueva York todavía eran intensos dentro de ella. El trauma había disparado el recuerdo como una barricada nocturna y todavía vacilaba entre dos mundos. Sus ojos se enfocaron y respondió:

—¿Sí?

—¿Usted es quien llamó a la policía? —inquirió lenta y cuidadosamente como si temiese que ella pudiera sufrir un daño auditivo.

—Sí —acató y se pasó los dedos de la mano libre entre su pesado cabello, retirándolo de ese lado de la cara. Vio que él miraba al punto preciso de su contacto físico con Chris—. Estoy bien, de verdad.

—¿Llevaban una buena amistad? —consultó mirándola a los ojos.

—Llevaba una buena amistad con ambos —respondió y se preguntó si hablaba de Maggie o de Chris.

—Walk.

Bonesteel volvió la cabeza hacia un individuo carnoso, de traje arrugado, que acaba de entrar.

—Todo está despejado afuera.

—Tú encárgate de la estrella de rock —ordenó asintiendo y señalando con el pulgar. El hombre se inclinó, tomó a Chris del codo, lo guió a través de la habitación, lo sentó en la mesa del desayunador y abrió su libreta.

—Señorita Whitney, tendré que tomar su declaración ahora —formuló Bonesteel. Brotaban constantes flashes de los asistentes del examinador médico y, mientras continuaban fotografiando, ella se volvió porque la luz le lastimaba los ojos.

—Tome —le ofreció un vaso de poliuretano lleno de un líquido oscuro—. No es exactamente café, pero está caliente.

Ella lo tomó entre sus palmas. Para cuando terminó de hablar, los hombres habían guardado las cámaras y trataban de sacar el cadáver de Maggie de la caja. Parecían maniobrar tan suavemente como si aún estuviera viva. En un punto, el asistente del forense pidió una sierra. Por fin la sacaron y se la llevaron en una bolsa gris de plástico. Por primera vez en lo que parecieron días, Daina fue capaz de respirar sin sentir dolor en el centro del pecho.

—Quiero hablar con Chris —pidió después de un tiempo.

—Tan pronto como el sargento Mcllargey termine con él —asintió Bonesteel, quitándole de las manos el vaso vacío—. ¿Quiere llamar a alguien, señorita Whitney?

Ella pensó en Rubens y deseó mucho llamarlo. Pero sabía que cuando él salía de la ciudad, no había teléfono a dónde localizarlo. No tenía idea de dónde estaba él en San Diego, sólo sabía que tomaría el vuelo de las ocho p. m. para regresar hoy. Miró a Bonesteel y le advirtió:

—Es usted muy formal, teniente.

—Las estrellas obtienen tratamiento de estrellas, señorita Whitney. El capitán es muy estricto respecto a eso —manifestó y se volvió hacia el hombre delgado que se le acercaba—. ¿Qué conseguiste, Andy?

—Uhm, no mucho en esta etapa —respondió el asistente del forense, y se chupó los dientes, limpiándoselos—. Lo más que le puedo decir es que la víctima murió aproximadamente a las cuatro y quince de la madrugada, poniendo o quitando la cantidad usual.

—¿Qué es lo que haces, usas tu varita mágica?

—Hay días en que vendería mi alma por tener una —rió apreciativamente el hombre delgado—. Sin embargo, hay algo extraño —continuó, poniéndose serio.

—¿Qué es?

—Estuvo agonizando largo tiempo.

Bonesteel dirigió una breve mirada a Daina e hizo un gesto rápido con la mano. El asistente del forense asintió diciendo:

—Tengo que irme. Te mandaré los resultados pronto. Aunque no será sino hasta la tarde. Necesito descansar un poco. —A pesar de lo que dijo, se alejó más aprisa que cuando había llegado.

Bonesteel se sentó junto a Daina y se inclinó de modo que sus antebrazos descansaron en sus muslos. Juntó las manos. Tenía la extraordinaria habilidad de permanecer inmóvil cuando hablaba.

—Señorita Whitney, hay un solo detalle que quisiera repasar antes de dejarla ir. Me dijo que usted y el señor Kerr estuvieron en The Dancers desde las doce treinta aproximadamente hasta pasadas las cinco de la mañana, ¿es correcto eso?

—Más o menos. Dije que alrededor de la medianoche —aclaró ella.

—Muy bien, la medianoche. Quite o ponga cinco minutos —le propuso, sonriendo—. Por cierto, ¿estuvo con el señor Kerr todo el tiempo?

—Sí, casi todo el tiempo.

—Eso no es lo que le pregunté —aclaró. Su voz no había cambiado, pero algo en sus ojos sí.

—Por supuesto que nosotros... hubo momentos en que estuvimos separados.

—¿Durante cuánto tiempo diría usted? —preguntó Bonesteel mirando sus manos cruzadas. Movió sus nudillos hacia adelante y hacia atrás.

—No lo sé... no puedo recordarlo —repuso ella, estremeciéndose. —¿Veinte minutos, tal vez... media hora? —Puede haber sido algo así.

—¿Pudo haber sido más tiempo? —la atosigó mirándola directamente.

—Mire, si cree que Chris tiene algo que ver con esto... Él la amaba. Ambos la amábamos —replicó, enojada.

—Todavía no creo nada, señorita Whitney. Sólo trato de llegar al meollo del asunto —manifestó con sencillez objetiva.

—El meollo del asunto es que Maggie está muerta —rebatió Daina.

—Si está tan enojada, hará todo lo que pueda para ayudarme —concluyó él. Sus ojos parecían hundirse en su cráneo.

—Sí, lo haré.

—Muy bien —aceptó. Parecía haber cambiado de opinión respecto a ella.

—Chris, ¿qué demonios está pasando aquí? —inquirió una voz.

Ambos levantaron la vista y Bonesteel se puso en pie. La enorme figura de Silka bloqueó la luz que pasaba por la puerta abierta.

—¿Quién es usted? —indagó Bonesteel.

Silka miró por encima de él y comenzó a cruzar la habitación. Bonesteel se colocó frente a él y extendió la mano. En su palma tenía abierta la cartera mostrando su insignia de L. A. P. D.

—¿Qué busca aquí? —recalcó Bonesteel.

—Trabajo para Chris Kerr y Nigel Ash. No tengo nada que decirle —miró a Daina—. ¿Está usted bien, señorita Whitney?

—Sí, Silka. Los dos estamos bien. Es Maggie —aclaró levantándose. —¿Dónde está? —preguntó Silka mirando a su alrededor.

—En camino a la morgue —respondió Bonesteel bruscamente. —No es nada gracioso —increpó Silka.

—No está bromeando. Maggie fue asesinada esta madrugada —le explicó Daina poniendo una mano sobre su hombro, que se sentía como una barra de acero.

—¡Oh, Cristo! —murmuró Silka, y sus ojos parpadearon como si estuviera tomando una fotografía de la escena, del mismo modo que lo habían hecho los hombres del asistente del forense. Se alejó, dirigiéndose hacia Chris.

—¿Quién es ese tanque? ¿El guardaespaldas? —consultó Bonesteel señalando con el pulgar.

Daina asintió.

—¿Dónde estuvo anoche? Debió estar aquí —amonestó Bonesteel moviendo la cabeza.

—Antes dije algo acerca de que quería que yo lo ayudara. ¿Qué es lo que sabe que no me ha dicho? —le preguntó Daina tocando su brazo como antes lo hiciera con el de Silka.

—No sabré mucho hasta que tenga el informe escrito del forense y las fotos reveladas. —Miró a un lado de la bocina.

—¿Qué encontró allí?

—Miré en muchos lugares, señorita Whitney —afirmó evasivamente.

—Pero ése fue el único lugar del que pidió fotografías en especial. No quiere decirme de qué se trata —le reprochó mirándolo.

—Véalo usted misma —le respondió levantando su brazo como si fuera un bailarín. Ella pensó que lo dijo como si no creyera que tendría la fuerza para regresar al sitio donde había muerto Maggie.

Ella atravesó la habitación, pasando junto a la camilla, y se arrodilló a un lado de la caja de la bocina. Los hombres del ayudante del forense habían usado la sierra en el lado opuesto. En ese lugar, la madera no tenía marcas pero se veía una mancha inconfundible. El patrón le pareció irreconocible a ella.

—Es una espada. Una espada dentro de un círculo —explicó Bonesteel. de pie junto a ella.

Apartó la vista de él y volvió a mirar la madera manchada. Ahora pudo distinguir el extraño tipo de cruz encerrada en el tosco círculo.

—Está pintada con sangre. ¿Qué significa?

—Es tiempo de que se vaya —le aconsejó sin aspereza, ayudándola a ponerse en pie.

—Primero quiero hablar con Chris —afirmó.

Se acercó a donde estaban parados los dos. Mcllargey se alejó para hablar con Bonesteel—. ¿Cómo está? —le preguntó a Silka.

—No muy bien, señorita Whitney —respondió. Sostenía a Chris firmemente del bíceps—. Lo está tomando muy mal.

—Chris. Oh, Chris —murmuró acercándose y tocándole el rostro con las puntas de sus dedos.

—Estoy bien, Daina. Bien —murmuró parpadeando varias veces y mirándola.

Pero ella vio que no lo estaba y en ese momento se dio cuenta de que había tomado una decisión. Buscó en su bolsa y sacó unas llaves.

—Toma. Silka te llevará a mi casa. Úsala durante el tiempo que quieras —le ofreció, cerrando los dedos alrededor de las llaves.

—Lo iba a llevar a casa de Nigel —indicó Silka.

—Llévalo a casa. A mi casa —insistió Daina.

—Tie se molestará terriblemente. Ella quería... —comenzó a decir Silka Se veía indeciso.

—Haz lo que digo —pidió Daina, suavemente—. No necesita a Tie y a Nigel ahora.

Los ojos de Silka relampaguearon. No dijo nada, pero ella supo que haría lo que le pidió. Buscó a tientas en su bolsa.

—Te daré el número donde puedes encontrarme si me necesitas... —comenzó a decir.

—Ya lo sé —aseveró Silka sin mostrar ninguna emoción.

—¡Oh! Está bien —aceptó mirándolo fijamente. Se inclinó hacia adelante y besó a Chris en la mejilla—. Cuídalo bien, Silka.

—Siempre lo hago, señorita Whitney. —Salieron y, después de un momento, ella pudo escuchar el metálico rugido de la limusina cuando se alejaba.

Ahora que él se había ido, ella sintió una especie de adormecimiento que la invadía gradualmente. Flexionó las manos. Necesito una copa, pensó. Pero no podía tomarla frente al teniente. Conoció a hombres de su tipo antes, en Nueva York.

—¿A dónde quiere que la lleve? —le preguntó Bonesteel alejándose de su compañero.

—¿Qué hora es? —preguntó ella.

—Un poco más de las once de la mañana —respondió consultando su reloj.

—Está bien —asintió ella. Tenía tiempo para tomar una copa y dormir un poco antes de ir a recorger a Rubens al aeropuerto—. Tengo el Mercedes aquí. Creo que manejar me ayudará.

Bonesteel asintió y la acompañó fuera de la puerta. Mcllargey se quedó atrás. Afuera estaba nublado y la luz pasaba tenue y difusa a través de una capa tan blanca y frágil como la porcelana.

—La llamaré en un día o dos —avisó Bonesteel. Daina estaba sentada atrás del volante y él cerró la puerta del coche.

—Cuando tenga usted algo

—Sí.

—Teniente... —inició mirándolo.

—Walk.

—Ugh, no. No puedo decirle eso. Usted parece un Bobby[6] —comentó sonriendo.

—Nadie me llama Bobby —asintió mirándola—. Adiós, señorita Whitney.

*

"¿Qué le ves a este perfumado jardín?", le preguntó Baba aquella primera noche. "Esa es una pregunta que sólo tengo que responderme a mí misma", le contestó. Pero aun entonces sospechaba que él sabía por qué había abandonado la casa en el frondoso Gils Place, en el área del Kingsbridge del West Bronx.

Tenía trece años, una época en la que las circunstancias, más que el ritual, dieron fin a su infancia; su padre ya había muerto, era un centinela silencioso pero inolvidable en su caja de nogal enterrada a más de un metro de profundidad en un cementerio al que ella no había sido capaz de regresar desde el día del funeral.

No podía recordar la fecha exacta de su muerte, pero la época del año, aquellos pésimos días de agosto cuando incluso en el Cabo, a la entrada del indómito y agitado Atlántico el sol flameaba con malicia cegadora, esos momentos estaban indeleblemente labrados en su corazón.

Tenía que haber sido agosto porque podía evocar vívidamente cuan poblada se hallaba el agua, y sabía que no era sino hasta esas fechas, con el calor sofocante del verano, cuando el mar se calentaba lo suficiente como para que la mayoría de la gente lo gozara durante un tiempo considerable.

Para ella misma, nunca hubo ninguna diferencia, no le importaba si sus labios se ponían azules y la piel en la base de sus uñas se volvía misteriosamente iridiscente. Su madre, a quien siempre había llamado Mónika, le haría señas, gritándole para que saliera, se secara y se calentara bajo el sol, pero ella nunca obedecería; no hasta que Mónika se metiera y la jalara de regreso hacia tierra. Para ese momento, ella ya estaba calada hasta los huesos. Saldría del agua escurriendo y temblando en tanto Mónika la envolvía en una de las enormes toallas de playa rojo brillante, y le friccionaba los brazos para activar la circulación, mientras grandes moscardones verdiazules zumbaban y picaban dolorosamente la salada capa de sus tobillos.

Ese había sido el principio de todo, creía ella, en ese verano profundo y oscuro en que su padre murió tan repentina, tan horrible, tan inútilmente. Durante un tiempo, ella lo odió irracionalmente por hacerle eso, justo cuando estaban empezando a conocerse... Y en esa época, ella pensó que entendía las críticas mordaces de Mónika, su odio, exhibido descaradamente.

Pero luego, ese sentimiento desapareció y ella supo, comprendió, que no fue culpa de él y que la había amado. Que dejó gran parte de sí mismo en ella. Así que llegó al conocimiento total de lo que era su madre, de cuánto le envidiara a su esposo su éxito profesional y cómo sentía que le evitó realizar sus potencialidades, cosa que le encantaba explicar así.

Pero Daina pronto descubrió que las intenciones de Mónika para realizar sus potencialidades estaban centradas en un sitio: la recámara.

Para Daina, el principio de 1965 fue la época de su primer periodo, del desarrollo de su figura, de manera que nadie, ni siquiera Mónika, podría tratarla ya como a una niña.

Fue una época de energía y anarquía. Un sentimiento de rebeldía flotaba en el aire como una especia y la hierba emergía, la tierra temblaba por los choques del cabello largo, los pantalones de mezclilla, las comunas, las chamarras con flecos, las drogas y el florecimiento del poder del rock and roll.

La nueva generación se había apropiado de la vigorosa V de Churchill, dándole un significado completamente nuevo. Los "easy riders" vagaban por las carreteras mientras los niños de la clase media, los hijos de la posguerra, comenzaban su dura y larga temporada de abandonar el hogar. Y, aunque Daina era más joven, sentía cierta insatisfacción de los moldes que habían sido parte fundamental del ser joven durante tanto tiempo. Daina estaba convencida de que su padre llegó a ver la inevitabilidad de todo esto; pero, por supuesto, ella reconocía la canonización y no le importaba porque lo que quedaba era quizá lo único que ella podía hacer de él.

El mundo de Mónika, en contraste, estaba regido por reglas. Ella todavía llevaba consigo mucho del viejo mundo y, ahora que era libre, fue bastante obvio, al menos para Daina, que día con día retrocedía a las ideas que le fueron inculcadas cuando era una niña pequeña en Gyor. Provenía del noroeste de Hungría, la tierra de los magyares, y las leyendas de estos fieros e independientes guerreros estaban en sus labios constantemente.

—Tienes los ojos de tu madre —le dijo su padre en una ocasión—. No tienen nada que ver conmigo. Mira ese color, el ardor del violeta que flota allí, la inclinación en los ángulos; esos son ojos de magyar, Daina. —Ella estaba bien arropada en la cama y él se sentó sobre las suaves cobijas con el libro forrado en tela rojo oscuro que Mónika le había comprado, abierto en su regazo. Comenzó a leerle otra vez la historia, como lo hiciera antes muchas veces. La historia era sobre la llegada a la mayoría de edad de dos jóvenes magyares, cuando fueron capturados durante una pelea contra los hunos y de cómo la búsqueda que emprendió Atila del legendario Venado Blanco llevó al final de la guerra con los magyares.

El padre de Daina subió la vista de las páginas de su libro.

—Recuerda, querida, que si llegan malos tiempos, dentro de ti vive el Venado Blanco, orgulloso, mítico e inconquistable —le profetizó. Pero años después, durante el último verano que pasaron juntos, cuando ella le preguntó si lo había dicho en serio, él sólo rió y corrió los dedos por su dorado cabello.

Ahora era demasiado tarde y ella se vio obligada a hacer lo que pudiera. Fue a la biblioteca y estudió los libros de historia de Hungría, Austria y finalmente Rusia, pero en ninguno encontró referencia al Venado Blanco. Finalmente se reconcilió con el hecho de que la criatura había sido otra más de las fantasías de su padre. Cuando siendo niña le pedía que le contara cuentos, invariablemente salían de su mente y no de un libro. Al igual que el Venado Blanco, en el que había llegado a creer.

Hubo un periodo de su vida en el que frecuentemente soñaba con esa criatura mitológica moviéndose por un campo desconocido, al compás de la triste melodía de la "Pavana" de Ravel, con cada nota cayendo como el pétalo de una flor, y ella despertaba con los ojos llenos de lágrimas.

Mónika nunca entendió nada de esto y una vez que Daina trató de explicárselo, su cara perdió el color y golpeó a Daina en la boca.

—¡Eso son cuentos de niños! —gritó—. Todo este misterio y leyenda, te dominará como lo hizo con tu padre. Bueno, no pienso soportarlo, ¿lo oyes? El se ha ido. Olvidarás todo sobre ese caballo blanco...

—Se trata de un venado macho, madre. No un...

—Ahora, escúchame —cortó Mónika, apretándole el brazo fuertemente—. Harás lo que te digo y aprenderás a que te guste.

Así llevó a Daina muy lejos, hacia una tierra en el extremo del mundo, donde reinaba el crepúsculo y los proscritos rondaban por las calles, tan seguros como si fueran pesadillas vivientes.

*

El tránsito en Pacific Coast Highway era intenso, pero nada comparado con lo que le esperaba en Ocean Avenue. Se vio obligada a cerrar todas las ventanillas y a poner el aire acondicionado, un último recurso por cuanto se refería a ella. Pero a esta hora del día era eso o el riesgo de asfixiarse. Este no era un lugar para un asmático.

Con el vehículo echando humo y atorado en la fila de carros, Daina metió un cásete en el tocacintas, y lo conectó para escuchar lo que ya estaba puesto allí. Empezó a sonar a la mitad de "Nasty", una pieza del último álbum de los Heartbeats. Ahí estaba la voz de Chris tan cálida y exigente como siempre lo estuviera y, por supuesto, sus pensamientos giraron hacia trozos de carne rosada y charcos de sangre roja tan oscuros que parecían negros a la débil luz: la mutilación más allá de toda comprensión. Su dedo se alargó para apagar la música, pero lo detuvo en mitad del aire, a unos centímetros de los controles, y pensó: no, no, no. Si lo apago ahora, nunca seré capaz de escuchar su música de nuevo sin tener imágenes de Maggie, torcida como una muñeca desechada. Y no puedo vivir con eso. No puedo...

*

Por supuesto que en esos días las drogas se atravesaron en su camino, ya que eran más comunes de lo que cualquier adulto creería.

Exceptuando un poco de mariguana, se había mantenido al margen de todo eso, habiendo visto lo que causó en un compañero de clases que no tuvo antes ningún vicio. Lo encontraron una mañana temprano, con la piel azul debajo de la bolsa de plástico que le cubría su cabeza, rodeado por el olor del pegamento, en el centro de una platea abandonada en el Fillmore East; tan frío y muerto como un trozo de carne refrigerada. Durante tres días arrojaron de la escuela a los vendedores, pero ella sabía que la ira apuntaba hacia el lugar equivocado.

*

El camino hacia Marina era caliente y polvoriento y, después de un rato, Daina sintió como si la hubiesen desollado. A pesar del aire acondicionado, o quizá por él, comenzó a sentir como si un duchazo fuera mucho más importante que una bebida. La música golpeaba en su cabeza, insistente y furiosa, y ella miró al frente con fijeza, hacia la menguante luz del sol que le daba apariencia de bronce a los techos de los Mercedes, los Mazdas, los Porsches, los Audis, los Trans Ams y los Datsun Z, y se sintió parte de esta brillante y larga monstruosidad serpenteante: toda de metal y vidrio y nada más.

*

Baba vivía en la Calle Cuarenta y Uno y la Décima Avenida, en un apartamento para ferrocarrileros en el quinto piso de una vecindad infestada de ratas, cuyo primer piso lo ocupaba una bodega puertorriqueña en la que las cucarachas eran tan numerosas y familiares que casi parecían ser los verdaderos inquilinos.

—Solía combatirlas —le informó Baba, seriamente—. Ahora ellas y yo tenemos cierto tipo de arreglo: yo no las molesto y ellas no me molestan a mí. —Pero no fue allí a donde la llevó, por lo menos no en un principio.

Tomaron el tren subterráneo, saliendo por las escaleras en Harlem, y caminaron por Lenox y el Zanzi Bar, oscuro y zumbante, agachándose en la esquina noreste de lo que fácilmente pudo haber sido la orilla más baja del río Lether. Por lo menos, ella llegó a pensar en ese desnudo y juguetón lugar como en una marcha de la barrera existente entre, bueno, el aquí y el allá, cuando sus pies los llevaban a través de un continente entero, de modo que pasaban a otro mundo más bajo en donde todos los rostros eran café y ella se sentía tan conspicua como una hojuela de maíz en una playa de obsidiana. Los ojos amarillos se abrían tan anchos como platos cuando caminaba por allí, porque éste no era su campo, no era, estrictamente hablando, América, tierra de libres y hogar de valientes, sino un ghetto embotellado, lleno de vagos y malvivientes, de Cadillacs color de rosa estacionados junto a hombres viejos que se frotaban las manos nudosas al calor del fuego que ardía en un bote de desperdicios. Pero no se decía una palabra y todo era silencio cristalino. A causa de Baba..

De cualquier modo, ella se sentía incómoda pues veía en sus ojos cosas que la perseguirían durante aflos. Esta gente no necesitaba abrir la boca porque gritaba su odio hacia Daina con los ojos. Su piel le hormigueaba y sentía un nudo en el estómago y, en ese momento, se arrepentía de lo que se había buscado. Era una extraña en un planeta distante, en un lugar en el que sólo podía ser concebiblemente tolerada mientras estuviera en compañía de esta oscura montaña en movimiento, pero a la que jamás podría pertenecer. Entonces echó, un vistazo a la cara de Baba, lo vio despreocupado y su estómago se asentó.

Ella leyó muchas veces sobre Londres después de la blitzkrieg, pero nunca fue capaz de visualizar por completo la enorme devastación. Hasta ahora. Pensó que lo sabía caminando por Harlem. Había edificios medio demolidos en todos lados, mamposterías destrozadas y cascajo desperdigado, alambres retorcidos, y cercas de madera protegiendo innecesariamente negros agujeros en la tierra, los negros restos de un diente que alguna vez estuvo podrido.

Los perros vagaban en manadas, eran grandes, con grueso pelaje, largos hocicos lupinos y ojos amarillos que brillaban con el deslizarse de las luces móviles del tránsito que pasaba. Ladraban hambrientos, dando vueltas alrededor de las brasas encendidas que manchaban de negro los botes de basura. Vio una cucaracha tan grande como su dedo corriendo a una alcantarilla antes de que un perro la pisara. Los tambores sonaban muy lejos en dirección de la parte superior de Central Park, oscuro como la noche. Las llamas iluminaban las calles donde las luces de los postes zumbaban y siseaban. Pensó en Dante y se estremeció un poco apretándose contra el costado de Baba, grande y reconfortante como una pared.

La llevó a un restaurante situado entre una vecindad de seis pisos, que se veía como si fuera a arder en cualquier momento, y una anticuada tienda de abarrotes con un letrero descolorido obsequiado por la Coca-Cola. Una joven pareja bailaba dando lánguidas zancadas bajo la fría luz que salía de la puerta abierta y se reflejaba en el pavimento. Un radio portátil colocado sobre la tapa de un bote de aluminio escupía "It's a Man's World", de James Brown.

Daina se detuvo cuando él estaba a punto de meterla allí. Al otro lado de la avenida, la vieja gorda, tan oscura como la brea, salió de su tienda para echar una mirada y sonreír. Daina estaba fascinada por la fantasmagórica danza. La pareja se veía en esa noche mágica y titilante como si no estuviera hecha de carne, nervio y hueso, sino de luz de estrellas y de viento. Era como si siempre hubieran estado en esta calle, en esta parte del mundo, seguramente más cerca de la esencia de la vida que en ninguno de los días que Daina pasó en Kingsbridge buscando todo lo que ahora parecía falso y sin sentido. Y ella se dio cuenta, en forma vaga, de que era porque aquí no había civilización, por lo menos no la que le fuera inculcada. Se encontró pensando que en esta inmundicia, en esta pobreza e ignorancia, existía una pureza esencial que todo lo que ella conocía podía oscurecerlo y, por tanto, destruirlo. Quizá era idealista y no poco sentimental, lo que ella nunca pudo decírselo a nadie, pero aun así sabía que en ese momento estuvo en lo correcto; que verdaderamente fue testigo de un acto extraordinario, sintiéndose transportada a través del tiempo al instante en el que la civilización había nacido. Y al mismo tiempo se sintió exaltada y triste porque entendía que ellos poseían alguna cualidad básica que ella no tenía y que quizás nunca obtendría ni podría adquirir, y se resignó al papel de espectadora de un rito misterioso.

—Muy bien —aprobó ella quedamente cuando todo pasó y Baba la llevó adentro.

El restaurante era de techo bajo, y las paredes y el piso, de viejos mosaicos italianos, estropeados y gastados en algunos lugares, incluso despostillados; pero, en su mayor parte, todavía lustrosos. No existía modo de afirmar si los propietarios pidieron al decorador detenerse por consideraciones estéticas o financieras.

Fueron guiados hacia una mesa en la esquina, por un mesero delgado y con la piel tan clara que podía haber estado polveada con harina. Baba sonrió y le garantizó:

—Ahora lo has logrado, mami. Vas a comer verdadera comida de negros —le quitó el menú de las manos. Deja que yo ordene.

Le dijo al mesero lo que deseaba y cuando llegó el primer plato, chitlins fritos al momento, tan tostados que resultaba difícil comerlos, él preguntó:

—Así que, ¿qué hay de tu novio allá en casa, en el Bronx? —El modo en que lo dijo lo hizo sonar como si estuviera en el otro lado del universo en lugar de estar sólo un poco al norte del extremo opuesto de la ciudad.

—Te dije que no tenía ninguno.

—¿Una niña tan bonita como tú? —preguntó agitando la cabeza y masticando ruidosamente el chitlin que estaba frente a él—. Bueno, tienes una familia, mami.

—Mi papá está muerto —respondió mirando el mantel a cuadros rojos y blancos—. Y en cuanto a mi mamá, no le importa una mierda lo que...

—Hey, vamos. Esa no es forma de hablar para ti, mami.

—¿Por qué no? Tú hablas así.

—Yo soy un proscrito, mami. De los límites de la ciudad. No vayas a tomar algo así de mí. Tengo que hablar de ese modo para que me entiendan —explicó haciendo un guiño—. De cualquier modo, soy un negro. No sé hablar de ningún otro modo. De nuevo, tú eres otra cosa, mami. Tuviste educación. Te criaron apropiadamente. No tienes motivo para usar todos esos carajos y mierdas.

—Creo que sólo son palabras como otras cualesquiera. Has oído de Lenny Bruce...

—Uhm —murmuró él agitando su lanuda cabeza—. Mami, tienes mucho que aprender. No importa lo que tú o yo pensemos, ¿sabes eso?, todo lo que importa es lo que ellos, allá afuera, piensen —meneó la cabeza—. Y no les gusta nada de esa mierda, ¿entiendes? Comprende, les gustan las cosas fáciles y bonitas. Las plumas lindas y ordenadas —señaló con un dedo grasoso—: Como tu comida soul, mami. Chasquea los labios. Disfrútalos como si fueras una negra, me harás feliz.

Durante un tiempo comieron en silencio. El lugar era angosto y estaba lleno. Había una atmósfera casi comunal con una gran cantidad de charla animada y bromas casuales entre las mesas. Era algo que ella nunca llegó a ver en ningún lugar del centro de la ciudad.

Estaban cerca de la parte trasera, donde una ventana con una placa de vidrio daba hacia un terreno asfixiado por la maleza, lleno de montones de chapopote negro. Las burbujas de luz amarilla de las ventanas de los segundos y terceros pisos formaban aureolas en las míseras paredes de ladrillo que estaban aparentemente muy lejos, pero que en realidad distaban una cuadra. Los claros formados por los edificios derrumbados creaban esta ilusión en la noche.

Baba volvió la cabeza cuando se abrió la puerta del frente para dejar pasar a un hombre con una enorme cara reluciente, tan negra como la medianoche. Caminó lentamente hacia ellos rodeando el restaurante. Usaba un traje color venado, con las solapas tan anchas que tocaban sus hombros, y una camisa oscura con el cuello abierto para mostrar seis o siete delgadas cadenas de oro. Traía un largo cerillo de madera, de cocina, en la comisura de los labios y, cuando se acercó más, Daina pudo ver que continuamente se chupaba los dientes con gran energía. También vio el rictus a un lado de su boca, donde llevaba el cerillo. Era una leve curva de sus labios que nunca variaba no obstante su expresión.

—¿Qué cuentas, hombre? —preguntó con una voz que parecía el rozar de dientes contra la grava y un notorio acento de Harlem. Alzó una palma rosada y Baba la golpeó.

—Hey.

—¿Qué tienes aquí, negro? —preguntó mirando a Daina. Enganchó la pata de una silla con la punta de uno de sus botines Thom McAn, la jaló y se sentó—. Me parece que te conseguiste una rebanada de carne de primera.

—Smiler, ¿tienes algo importante que decirme? Si no, puedes irte —aconsejó Baba.

—Oye, hermano, te estás poniendo muy sensible, le parece a este negro —replicó Smiler sonriendo y mostrando una dentadura de oro.

—¿Qué me quieres decir, hombre? inquirió Baba. Había dejado de comer. Ahora se limpiaba las puntas de los dedos muy cuidadosamente, mientras miraba al otro hombre—. Déjalo salir, como digo yo.

—¿Qué te pasa, negro? —consultó Smiler mientras masticaba reflexivamente su cerillo con la punta roja y blanca balanceándose—. ¿Olvidas que la carne blanca se supone que debe de ser compartida? Especialmente los trozos jefes, como éste. —Dejó caer su pesada mano callosa sobre la de Daina. Ella trató de retirarla, pero sus gruesos dedos la aprisionaron.

—No hagas nada de eso, Smiler.

—¿Por qué no? —se alebrestó Smiler mostrando los dientes.

Baba extendió la mano con una velocidad engañosa en un hombre tan grande y, sin mirar hacia abajo, levantó el dedo índice de Smiler de donde yacía agarrando el dorso de la mano de Daina. Vertiginosamente lo había alzado y echado para atrás hasta que escuchó un fuerte crujido cuando la articulación cedió bajo la enorme presión.

Smiler aulló y trató de saltar para levantarse; pero, atrapado por la tenaza de Baba, sólo podía retorcerse como un pez. Las lágrimas flotaban en las esquinas de sus ojos y su cara se retorcía. El dolor no podía borrar su horrible media sonrisa. Su pecho se elevaba; un hilo de sudor resbalaba por su sien izquierda y era forzado a desviarse por una vena protuberante.

—Te dije que terminaras, hombre, pero eres un negro de trasero demasiado malo como para hacerme caso —le espetó Baba en voz baja, inclinándose sobre la mesa y manteniendo el apretón.

—Oye, hermano... —comenzó a decir Smiler. Sus ojos giraban y el sudor realmente le escurría ahora, manchándole el cuello de la camisa.

—El único modo que veo de librarme de ti es haciendo algo que puedas entender, ¿está claro?

—Oye, hermano. Hey, hey, cálmate. Estás lastimando a este negro... —se quejó Smiler rechinando los dientes.

—Tu dolor no me importa un carajo, negro, ¿está claro? No tienes nada allá arriba, así que debes pagar el precio —afirmó. Acercó su cara a la brillante de Smiler, apoyando el codo sobre la mesa y aumentando la presión. Smiler jadeó tan fuerte que el cerillo se le cayó de la boca.

—Cristo, hermano, me estás matando, no miento. —Discúlpate con la dama, hombre. —Eh...eh...

Baba se inclinó rechinando los dientes y todo el color pareció desaparecer de la cara del otro.

—Lo siento mucho...

—Lo siento, señora. La que esta aquí es una dama, hijo de puta. Algo que tú no serías capaz de reconocer.

—Lo siento, señora —repitió Smiler mirando a Daina desesperadamente, y sus ojos se cerraron con una fatiga casi infinita.

Retiró su mano de la del otro y el alivio inundó la cara de Smiler. Arrastró su mano lastimada sobre la mesa y la sostuvo protectoramente con la otra.

—Es igual que romper un ala de pollo antes de morderla, ¿eh, Smiler? —rió Baba entre dientes—. Está bien, ¿qué pasa?

—La mierda llega a las tres a. m. En el mismo lugar —contestó Smiler mirándolo con los ojos enrojecidos. Se meció un poco por las pulsaciones, consecuencia del dolor.

—¿Lo comprobaste?

—Sí, del otro lado. Es buena mierda.

—Con eso te ganas dos buenos miles, negro. Cómprate algunos valiosos trapos con esos billetes —se rió—. Seguro que con eso podrás hacer que tu vieja siga sonriendo.

Pero Smiler no se estaba riendo. Se sostenía el dedo lastimado con una rigidez peculiar, y aparentemente estaba aterrorizado de moverlo. Lo miraba con fijeza, moviendo los labios, pero no salía ningún sonido de ellos. El sudor se le secaba en el rostro.

—El doctor te arreglará en un minuto —lo consoló Baba y continuó comiendo—. Y la próxima vez sabrás mejor lo que haces.

Smiler se retiró violentamente de la silla y llegó hasta la salida del restaurante. Cuando salió, Daina creyó verlo cruzar la calle.

—No tenías que haberlo lastimado de esa manera, ¿o sí?

—Como te dije, mami, tienes mucho que aprender de estos tipos —le aseguró dejando sus chitlins fritos—. Lo único que los negros como Smiler entienden es el dolor. Es un triste hecho, pero bastante cierto. A veces no escuchan muy bien, así que tienes que atraer su atención. No es fácil.

—¿Eso significa que tenías que romperle el dedo?

—Uhm —eludió Baba limpiándose los gruesos labios—. Déjame contarte una historia, mami, para ilustrar mi punto de vista. Hace años, el viejo Smiler solía trabajar por su cuenta. El Señor sabe cómo se ganaba la plata, porque no tiene suficiente materia gris como para hacer volar un pájaro, pero se las arreglaba de algún modo. Hasta que se encontró con un tipo importante afuera del Philly, un tremendo tipo de relaciones públicas. Ahora, este tipo es un tremendo hijo de puta, pero no es estúpido y se da cuenta de cómo puede, tú sabes, meter al viejo Smiler en sus planes de negocios.

"Así que le hizo una oferta a Smiler. Una buena oferta que no pudo rechazar, a menos que, como yo digo, sus luces de aterrizaje estuvieran bajas. Smiler le dijo a este tipo: 'Vete a la mierda', y el tipo se fue. Pero volvió pronto porque le cosquilleaba la idea de moverse hacia el norte de Nueva York y podía ver cómo Smiler tenía un boleto para eso, tan cerca como la grasa a la carne. Y entonces insistió, pero Smiler no se rendía de ningún modo.

"Así que este tío de relaciones públicas se enojó y mandó a uno de sus soldados para que lo trajera a platicar como amigos. El único problema fue que Smiler estaba fuera esa noche, de compras, y el estúpido spic[7] reventó a su nena por error.

"Ahora bien, a Smiler le toma un poco de tiempo que se le aclaren las cosas, pero cuando lo logra se echa a andar. Salió buscando al tipo. No fue una idea muy brillante, pero, como yo digo... —se encogió de hombros.

"—'Déjame decirte', le explicó este tipo a Smiler —continuó Baba—. 'Una nena es igual a otra. Llévate a cualquiera que te guste de aquí, ¿okey?'

"—'Maldito spic hijo de puta', dijo Smiler, te voy a arrancar los brazos'. Pero, claro, Smiler no se podía mover porque había dos spics sosteniéndolo y este tipo dice: '¿Sabes? El problema con ustedes, bastardos, es que no tienen sentido del humor. Para nada. Así que te diré qué voy a hacer. Te voy a hacer un gran favor y voy a arreglar esto'. Y se para y saca una navaja y empieza a trabajar en el lado derecho de la cara de Smiler, cortándole los nervios. 'Listo', dice el hijo de puta, apartándose y limpiando la sangre de la hoja en la chaqueta deportiva de Smiler. 'Ahora siempre sonreirás y nadie, ni siquiera yo, podrá acusarte de no tener sentido del humor'. ¡Qué tal! —concluyó Baba y volvió a su cena.

—¿Cuál es la idea? —consultó Daina mirándolo con fijeza.

—¿De la historia? —inquirió Baba, y se limpió la boca grasosa—. La idea es, mami, que ahora Smiler trabaja para ese tipo spic. Ajá. También le aceptó a una de sus nenas. Ha estado con ella por... uhmm tres, cuatro años.

—No creo nada de esto.

—Hey, mami, todo es cierto. Emmis, como dicen al centro de la ciudad. Ese es el modo en que todo funciona aquí. Ese tipo llamó la atención del viejo Smiler. A la larga. —Se rió de nuevo y se lanzó contra los restos de la carne blanca.

—Bueno, creo que es repugnante.

El le lanzó una mirada rápida por encima de la desgarrada pieza de carne crujiente y no tuvo que abrir la boca, ni siquiera decirle: "Viniste aquí por tu gusto, mami. Nadie te trajo", porque esa mirada lo dijo todo, y ella también volvió a los restos de la comida.

A su alrededor, la atmósfera se volvió más escandalosa mientras se sumían profundamente en la noche. De algún lugar aparecieron botellas de whisky de maíz y fueron puestas una al centro de cada mesa, junto con suficientes vasos. Estos le parecieron a Daina como los que ella usaba en casa para lavarse los dientes.

Baba extendió la mano y se sirvió cuatro dedos enteros del licor. Parecía que no había hielo o agua para diluirlo y cuando ella preguntó sobre esto, él contestó:

—Tú no quieres hacer eso. Es un sacrilegio.

—¿No vas a servirme un poco? —le preguntó cuando él hubo terminado.

—Eres caprichosa, mami, ¿lo sabías? —afirmó. La miró durante un momento antes de dejar el vaso. Pero de todas maneras le sirvió y la miró sonriendo mientras ella se atragantaba. Sentía la garganta como si estuviera ardiendo y juraba que podía sentir el trayecto que seguía el licor hasta sus intestinos, tan claramente como si fuera un camino de luz fluorescente. Se sacudió las lágrimas de los ojos y empujó el vaso sobre la mesa para que se lo llenara de nuevo. Baba agitó la cabeza, se rió y sirvió para ambos. —Apuesto a que tienes una familia grande.

—No —respondió rodando el vaso en la orilla entre las dos paredes de sus manos enormes—. No tengo familia, al menos no ahora. Mi papi llegó aquí desde Alabama. Odio a los hijos de puta de allá más de lo que odio a los spics, pero tengo que decir algo a su favor, te dicen de inmediato que te odian. —Encogió sus grandes hombros—. Aquí, muchos de ellos fingen, ¿entiendes? Son tus amigos pero no importa una mierda, porque a tus espaldas dicen lo mismo: negro. —La miró—. Tú me dirás, mami, ¿qué es peor?

—Toda esa cosa... del color. No sé. No lo entiendo —confesó ella.

—Pues ya somos dos, carajo, mami. —Bebió de su bourbon—. Alguna vez tuve dos hermanos. Tyler era el mayor. Lo agarraron un sábado en la noche afuera del Selma. Tres malditos con escopetas se acercaron, ebrios como zorrillos, y vieron a Tyler y a su novia acariciándose y los mandaron al reino de Dios. ¡Mierda! —Se sirvió más licor. Daina no dijo nada, solamente lo miró.

"Luego, estaba Marvin —continuó Baba—. Era el más chico. Un buen negro. No era como su viejo o como el resto de nosotros. Se graduó en preparatoria y quería ir a la universidad también, pero, bueno, no tenía plata. Así que se enlistó en el ejército porque ése era el único modo, esos hijos de puta se lo pagaban. —Miró fijamente el fondo del licor café mientras lo hacía girar alrededor del vaso—. Los estúpidos bastardos lo mandaron a Vietnam. Así que después de todo, no era más que un negro ignorante que había tratado de derrotar al sistema y falló. ¡Mierda!

"Le escribía a ese negro cada semana. Le decía: 'Escucha, Marvin, cuídate. Mira, esta es una guerra de los blancos. No dejes que te lastimen por ella'. Pero Marvin me escribe de regreso diciendo: 'Tienes que entender, Baba. Soy norteamericano; tú eres norteamericano. Aquí no hay hombres negros o blancos. Somos nosotros y el enemigo. Para ellos no importa de qué color soy". Pobre hijo de puta. Entonces me escribe que su pelotón fue emboscado durante una patrulla nocturna. El y otro bastardo son todo lo que queda y mantienen su posición. A la mañana siguiente, los compañeros los encuentran espalda con espalda rodeados de un montón de vietcongs tirados formando una espiral. Marvin es un carajo héroe, a punto de ganar la Estrella de Plata.

"¿Y qué es lo que pasa? A la semana siguiente está guiando su propia patrulla y se para sobre una mina y todo lo que queda de él es su cabeza y parte de su pecho, y lo mandan de regreso a casa en una caja de pino cubierta con la bandera norteamericana y la Estrella de Plata prendida en una esquina. Qué carajos se supone que yo hago con eso, ¿eh? —Había puntos brillantes en las esquinas de los ojos de Baba. Empujó su vaso alejándolo de él. —No debería estar bebiendo esta cosa, mira lo que está sacando. ¡Mierda!

Daina se inclinó sobre la mesa y tomó sus manos entre las suyas, viendo cómo el negro dominaba sobre el blanco, sintiendo su calor y frotando la piel de sus muñecas.

—Es suficiente con esto, mami. No es bueno —aconsejó, aclarándose la garganta. Se zafó, quitando las manos de la mesa.

—Vaya, vaya, vaya, Baba. Esta es toda una sorpresa.

Ambos levantaron la vista para mirar al hombre que estaba parado en el angosto pasillo entre las mesas. Si no hubieran estado tan absortos en la conversación, era casi seguro que lo habrían visto en el momento que entró por la puerta. Por una cosa, iba vestido de gris puro, con sus elegantes zapatos de gamuza. Usaba una ancha bufanda de seda en lugar de corbata. Pero lo que llevaba, difícilmente podía considerarse como la característica más notable del hombre. Era alto y delgado, tenía una especie de gracia animal cuando se movía incluso en la forma más leve. Sus manos eran largas, tenían dedos gruesos y apariencia poderosa. El dorso de sus manos estaba lleno de pecas y cubierto de vello dorado. Tenía una cara angosta con orejas más bien largas y pegadas y un ondulado y corto cabello rojizo. Su cara era pecosa también y sus ojos separados, de párpados pesados, mostraban un azul tan pálido que, bajo una luz brillante, eran incoloros. Su dura boca y su aguda y prominente quijada le daban una apariencia feroz.

—Daina, te presento a Aurelio Ocasio —comunicó Baba y sonrió despacio, levantando un brazo—. Ally, ¿por qué no te sientas?

—De acuerdo. Jovencita... —comenzó. Tomó la mano de Daina entre las suyas y ella sintió la débil frialdad de sus dedos y aspiró su colonia. Ocasio le levantó la mano, consideró si debía besarla y la dejó ir. Se sentó en el lugar opuesto a Baba y cerca de Daina. Mientras lo hacía, le hizo una señal a una pareja de puertorriqueños de cabello oscuro, que se sentaron en una mesa para dos personas sujeta a una pared cerca de la puerta del frente—. Estás robando cunas estos días, Baba —comentó riendo ásperamente. Se sirvió un poco de bourbon e hizo un gesto—. Cristo, cómo puedes tomar esta mierda. ¿Qué no tienen ron en este lugar?

—Estamos demasiado al oeste como para eso, Ally —recordó Baba, mordazmente.

—Ja, ja. Bueno, nos está yendo bien en estos días, más y más. El negocio está floreciendo.

—Eso veo.

—Dígame, amigo[8], ¿de casualidad no está pensando en extender el negocio? —preguntó mirando hacia Daina y ella notó lo largos que eran sus ojos, como las angostas ranuras de una zorra.

—¿Quieres decir Daina? —objetó Baba riendo y tomando un trago de bourbon—. No te humedezcas las tripas, Ally. Ella es sólo una amiga de la familia.

—Tú no tienes familia, amigo[9].

—Ja, ja. Bueno, sí la tengo ahora. ¿Qué piensas de eso?

Creo que está muy bien mientras lo mantengas así —respondió tomando un sorbo de su bebida y mirando resbalar el líquido por un lado del vaso—. No me gustaría que nadie se parara sobre los dedos de mis pies... ja. especialmente tú, arrugo, tienes unos pies muy grandes, ¿eh? —Pero no sonrió y nada en él sugería humor, ni en el sentido más amplio.

—¿Desde cuándo me he interesado en este tipo de acción? De todos modos, no sé nada sobre eso —rebatió Baba.

—El tiempo pasa, amigo. A todos nos da la comezón, tú sabes. La ambición es la perdición de todos nosotros.

—¿Qué pretendes decir, Ally?

—Uhm, bueno. Me dice Smiler que estás a punto de subir tus tarifas a partir de este cargamento...

—Es cierto. La inflación, mi amigo. Hasta los proscritos deben comer.

—La inflación, ¿eh? ¿Estás seguro de que es eso? Baba lo miró.

—Sería posible que estés buscando algún tipo de financiamiento para expanderte, ¿podría ser?

¿De dónde sacaste esa mierda de rata, Ally? Mis, oh, mis tiempos han cambiado. Alguna vez tuviste las mejores fuentes en la calle. ¿Qué pasa, te abandonaron en estos días aciagos?

Tú conoces esas fuentes tan bien como y o, amigo. ¡Los cochinillos![10] —respondió Ocasio encogiendo los hombros como lo haría un peso welter para desembarazarse de una hábil combinación antes de responder al golpeo—. No tienen honor, pero tienen sus días buenos, así como días malos.

—Pero precios son precios, hombre, y yo tengo que seguir al ritmo de los tiempos —concluyó Baba vaciando su vaso.

—¿Y no tenemos que hacerlo todos? —estimó Ocasio y puso su vaso junto al de Baba, mientras se levantaba—. Me alegro de que hayamos tenido esta pequeña visita. Adiós* —Hizo una seña a sus hombres y uno le abrió la puerta principal. Ninguno de ellos había comido o bebido nada desde que entraron; nadie había interrumpido su muda conversación.

Baba se limpió la boca mientras la puerta se cerraba, y se volvió para mirar a Daina, diciendo:

—Y él habla sobre el honor y llama cerdos a sus hombres. El es el maldito cerdo, ese spic.

—No te gustan mucho los puertorriqueños, ¿verdad?

—Hum, no, mami. Seguro que no. Le están dando a esta ciudad un mal nombre. ¡Apestan el lugar! —exclamó sonriendo—. Aunque hay una cosa que puedes decir acerca de ellos: están mucho más abajo que nosotros los negros. —Echó la cabeza hacia atrás y se rió lo suficientemente fuerte para hacer que las cabezas se volvieran en medio de todo ese alboroto.

*

En la Bodega, ella se sentó junto a la ventana, mirando hacia afuera, a la noche que se hacía más profunda, con sus luces redondas como burbujas de pintura esparcidas sobre una tela, bebiendo su Bacardí y sin pensar en nada por una vez. Escuchó el apagado zumbido de las conversaciones que llegaban del comedor principal a su espalda, el suave golpear del hielo contra sus dientes cuando bebía y miró una goleta de doce metros, decorada con hilos de luces de colores, saliendo de su atracadero, con la orilla superior de su larga cabina y de su bruñido casco brillando albamente como dos cortes en la oscuridad, como un signo igual, igualando a nada.

—¿Te importa si me siento? —preguntó una voz. Ella miró hacia arria y pensó: Oh, Cristo, no.

George Altavos estaba parado a dos pasos de la mesa. Aparentemente venía del atestado bar, porque traía una bebida en la mano.

—Te vi entrar hace poco —le comunicó. Su voz sonaba sólo levemente pastosa, pero podía haber estado bebiendo aquí durante horas—. Al principio pensé que prentendería solamente que no estabas aquí. —Emitió una risa ronca—. Es muy gracioso eso. Tú y yo en el mismo aguadero, sin hablarnos el uno al otro.

—Apuesto que a Army Archerd le encantaría apoderarse de ese chisme —bromeó ella tratando de sonreír, sin lograrlo.

—Sí. Y Rubens me sacaría del terreno —afirmó tratando de ocultar la amargura de esas palabras.

—¿Por qué no aclaras tu afirmación? —le preguntó Daina, mirándolo.

El abrió la boca para decir algo y en lugar de eso se llevó la bebida a los labios. Cuando retiró el vaso, reflexionó:

—No creo que tu camino hacia esta película haya pasado por la cama, si es eso lo que tienes en mente.

—Lo que tengo en mente es la forma en que me trataste el otro día en el set —desairó Daina claramente.

—No sacamos mucho trabajo hoy —comentó él poniendo su vaso vacío sobre la mesa. Pasó la punta de su dedo por la orilla del vaso hasta que emitió un pequeño rechinido—. Tuvo muchas vibraciones. Tú sabes, extraño. Todo el mundo estaba confundido. —Sus ojos oscuros se clavaron en ella.

—Siéntate —lo invitó ella. Lo que él había dicho era una manera de disculparse, sin importar su forma indirecta.

George era un hombre notablemente guapo, con o sin maquillaje. No en la forma cuidadosa y sin variantes de Hollywood, sino que tenía una cualidad moldeada toscamente, que databa de los viejos días, de los años treintas y cuarentas, cuando las estrellas parecían ser más famosas y con menos peculiaridades. Su cara oval y franca estaba dominada por unos ojos oscuros con párpados caídos, que le daban la apariencia de estar somnoliento todo el tiempo. El dejaba su tupé cuando no se hallaba filmando.

—Siento lo que oí sobre Yasmín y tú —manifestó ella después de que él hubo ordenado bebidas para ambos.

—Sí, bueno, no es mucho. Fue sólo un capricho pasajero. Soy homosexual —aclaró cuando llevaron las bebidas y después de observarla cuidadosamente durante un tiempo.

—No lo sabía —se extrañó ella poniendo su Bacardí sobre la mesa.

—Nadie lo sabe realmente, excepto Yasmín —reconoció. Dobló el agitador de plástico haciéndolo sonar contra un costado del vaso—. Sí, la vi y pensé "Demonios, tal vez ella sea la chica que pueda cambiarme". —Se encogió de hombros—. No lo fue. Creo que no puedes cambiar la naturaleza humana. —Detuvo el agitador con su dedo, tomó un largo trago de whisky y miró hacia adentro—. Solía tomar esto con soda, pero lo dejé después de un tiempo. —Levantó la cabeza súbitamente—. ¿Sabes por qué? Me tomaba mucho tiempo emborracharme —bebió otro poco—. Ahora es más rápido. Mucho más rápido.

—Si no eres feliz... —comenzó a decir Daina alzando los hombros.

—No, no —interrumpió George moviendo un dedo—. Estás confundiendo el enojo con la infelicidad. Provengo de una familia numerosa. Tengo cuatro hermanos y tres hermanas. Todos están casados ahora... feliz o infelizmente, ¿cuál es la diferencia? El punto es lo que hayan hecho, en el matrimonio o en el divorcio han andado por un camino angosto y seguro. Cuando regreso cada Navidad, cuando nos reunimos todos en esa enorme casa en Animas, Nuevo México, siento como si fuera a morirme. —Terminó su bebida y llamó al mesero para que le trajera otra—. Pero, ¿sabes qué? Quiero regresar a casa, todavía estoy buscando complacer a mis padres. Ellos no saben que soy homosexual; eso los mataría. A mi padre, ¡tan macho aún a los setenta! Camino por Animas tan lleno de culpa... Y aun así regreso, una y otra vez, como si estuviera buscando algo.

—¿Llevaste a Yasmín contigo en alguna ocasión?

—Iba a ir este año —le respondió con una especie de mueca, restándole importancia a sus palabras con un gesto, mientras el mesero depositaba el vaso lleno y se llevaba el vacío. Empezó a beber de inmediato—. No importa,

—George, si es lo correcto, pasará con alguien más —consideró Daina pensando que sí importaba.

—¡Ah, no! No hubo nadie más que ella —afirmó sonriendo débilmente—. No creo que habrá otra mujer. —Encogió los hombros—. ¡Qué demonios! Soy lo que soy, ¿correcto? Y las relaciones son mucho más fáciles cuando eres homosexual. Sólo sexo sin ataduras. Sin mujeres histéricas llamándote a medianoche, preguntándose si la relación está marchando. Eres siempre libre de hacer tu vida, no tienes que explicarle a nadie todos los breves encuentros.

—George, me suena cual si estuvieras usando la homosexualidad como una salida fácil.

—¿Qué tiene de malo usar caminos fáciles de vez en cuando? Estoy hasta aquí de problemas —afirmó y se señaló la cabeza con un dedo—. ¿Sabes cómo entré a la actuación? Pensé que si podía aprender a cambiar mi personalidad, podrían empezar a gustarme... las chicas. ¡Oh, sí! Es estúpido, ¿no? —Su mano revoloteó nuevamente en el aire—. No, no, sólo estaba confundiendo el ego con la personalidad; los papeles que representé frente a las cámaras, todo lo que hice fue para acelerar el proceso... esa lenta caída hacia la nada.

Hizo sonar los cubos de hielo contra su vaso, como si fuera un simio enfurecido agitando los barrotes de su jaula, y añadió:

—Te diré lo que me proporcionó la actuación. Me hizo querer más. Fue tanto, que ya no estaba satisfecho con dejarme ir frente a las cámaras. Necesitaba hacerlo también en la vida real.

"Así que empecé a navegar porque encontré que, al igual que la actuación, es donde el juego de pelota empieza y termina para mí. Porque las veo tan precisas como si fueran la misma cosa. Es como vivir en la cuerda floja. ¿Sabes que sólo es cuestión de tiempo el que cometas un error y te desplomes? Cualquiera pensaría que es una idea atemorizante. Pero no. Es la idea lo que empuja, por lo que sales una y otra vez para confrontar... esa cosa, sea lo que sea, llena de inexorable magnetismo.

"Y piensas, ¿será esta noche?, mientras levantas al rubio chico musculoso en la playa de Santa Mónica, con el corazón puesto en su deslizador. Muy bien, así que te amarra y se dedica a golpearte un poco sin hacerte daño antes de meterte el puño por atrás. Hasta ese punto todo está bien.

"Pero supon... solamente supon que esa inocente y rubia apariencia exterior esconda la mente de un psicótico. Tal vez decide que, después de todo, no te desatará. Camina por la casa, llevándose tu dinero, tus joyas y empieza a destrozar el lugar y luego regresa para comenzar a trabajar en ti...

—¡Alto! —gritó Daina tapándose los oídos con sus puños—. ¡Detente! —Las cabezas se volvieron en dirección suya, y Frank, el gerente, se acercó rápidamente para asegurarse de que ella estaba bien.

—Sospecho que eso es lo que Yasmín desprecia de mí —confirmó George cuando estuvieron solos después de alejar al gerente con un movimiento de su mano—. Soy un bastardo tan inconsciente la mayoría del tiempo... —Tocó levemente el dorso de la mano de ella—. Todos los días se cometen asesinatos. Lo que le pasó a tu amiga no es único. Es una consecuencia de...

—No me importan las otras personas —cortó Daina, fieramente—. ¡Sólo Maggie!

—Es una consecuencia de la vida moderna —continuó él tercamente—. Ninguno de nosotros distingue ya el bien del mal. La muerte ha perdido todo significado.

—¡Cómo puedes decir eso! —exclamó Daina.

—Porque es perfectamente cierto. El lado oscuro de nuestra naturaleza ha enseñado los dientes, ha pegado una mordida y ahora lucha por prevalecer para acelerar la decadencia. El-Kalaam entendería eso, ¿no lo crees? —le preguntó con una sonrisa ancha y malvada.

—¿Por qué no? —ratificó ella—. El-Kalaam es un terrorista. Tú hablas como un terrorista.

—¡Pero ese es el punto, precisamente! —exclamó George apoyando las palmas sobre la mesa—. El-Kalaam es más real que George Altavos. Admito que al principio resentí este proyecto... casi ni leí el papel. Pero Marion, nuestro maldito genio Marion llegó y me sacó de la cama y lo leí. El no quería a nadie más. Sin embargo, yo todavía no estaba convencido. El llegó al corazón del asunto cuando yo todavía estaba forcejeando con mi ego y... luchando contra ti.

Frotó la orilla de su vaso frío contra sus labios, hasta que estuvieron húmedos, y prosiguió:

—El-Kalaam domina lo que he estado buscando entender. Y ahora somos uno, Daina, el terrorista y yo. Somos uno.

Lo dejó bebiendo en la mesa. Le era imposible permanecer con él aunque todavía faltaba algún tiempo antes de dirigirse al aeropuerto. Daina reconoció, aun cuando se fue caminando en forma incierta hacia el Mercedes, que una parte de ella estaba fascinada y quería quedarse. Pero en un nivel más profundo, se había aterrado. George parecía estar tan fuera de control, que ella comenzó a temblar como si estuviera enferma.

Permaneció sentada en el auto durante largo tiempo, con las ventanillas abiertas. Pronto, la fría brisa nocturna había secado el sudor de su cabeza, pero este suave baño no pudo limpiarla de los pensamientos que estuvieron insinuándose como un furtivo frente de batalla y que eran pensamientos que ella prefería no encarar.

Con un movimiento convulsivo, insertó la llave y prendió el motor. El ronco latido, el olor familiar del ventilador lanzado hacia su cara y que cubrió durante un momento el olor del mar, eran reconfortantes. Prendió los faros y avanzó rumbo a Admiral Way. Encendió la radio, subió el volumen y se encontró a media canción: Me gusta la compañía rápida/me gusta el sonido del peligro en tu voz/Ahora me gustaría esperar hasta que el fuego sea parte de mí/Y tú quieres esperar hasta que no tengas alternativa... Aquí viene de nuevo la noche ¡Me voltea hacia ti... Y ella rió fuerte y ásperamente, oprimió más y más el acelerador, acercándose y alejándose hacia esa meta que es la bandera de un campeón desconocido.

*

La llevó a través del enorme resplandor rutilante de la ciudad, hacia la oscuridad de Central Park con sus intermitentes escarchas de las luces navideñas que eran como telarañas mágicas de Fantasía, adornando las agrietadas ramas negras de los árboles. El claro y brillante horizonte rodeaba el ciclorama planetario de los altos edificios que aparentaban ser los centinelas silenciosos en descanso durante el desfile, cuidando de estos bosques cubiertos de hollín.

Baba iba sentado, inmenso junto a ella, con un traje de terciopelo azul oscuro sacado sin duda de algún camión de Calvin Klein que se dirigía a la Séptima Avenida. Sin embargo, le quedaba perfectamente bien porque tuvo el buen sentido de llevárselo a Herchel, un schneider de la vieja escuela, quien tenía un ruinoso establecimiento en la Novena Avenida, pero que hacía modificaciones impecables.

En cuanto a Daina, llevaba un vestido de shantung de seda, de corte recto y gran colorido, que con gran esfuerzo había logrado que su madre le prestara. Con él mostraba gran parte de las piernas y, dado que sólo lo sostenía en sus hombros dos largos y delgados tirantes, mostraba también mucho más de su pecho de lo que hubiese sido posible con otro diseño. Daina pensó que había valido la pena cada momento del esfuerzo.

A los diecisiete su cuerpo estaba muy redondeado y no tenía problema para ordenar bebidas en un bar, desde que cumplió los quince años. Usaba su largo cabello separado de la cara y hacía mucho tiempo le perforaron los lóbulos de las orejasen una joyería en el Village, que colindaba con una de las numerosas cafeterías que ella solía frecuentar.

Bajó la ventanilla del taxi y dejó que el frío viento nocturno golpeara sus mejillas con puños de terciopelo. Abrió la boca hasta que sus encías se entumecieron.

Iban en camino a una fiesta, lejos del centro de la ciudad. Y el parque abría para ella su puño de hierro, suavizado por el resplandor rosado de Manhattan, con sus luces espirales iluminando el follaje con su falsa escarcha.

—Territorio libre —indicó Baba mientras ella miraba la fachada de estuco y concreto incrustada con gárgolas como si fuera una antigua catedral francesa. Seguramente su arquitectura era de inspiración europea, lo que era una característica de las pequeñas calles cerradas en la parte alta de Manhattan, que todavía no estaban niveladas por el plan maestro urbano que proliferaba y por la plaga de altos edificios habitacionales diseñados para ocuparse de la creciente población inmigrante o, como preferían decir algunos, de los miembros de los cada vez mayores grupos que vivían del seguro de desempleo—. Todos son libres de entrar y salir de aquí —concluyó Baba.

Se detuvieron en el pavimento, frente a la adornada entrada. Una ligera llovizna comenzaba a caer y el tránsito empezó a silbar por la humedad. A su izquierda, en la esquina, un poste de luz blasonaba la nieve congelada con un halo frío en su cima.

—Lo haces sonar como una guerra —adujo Daina.

—Eso es seguro como el diablo, mami. Los spics quieren subir ahora. Y tienen que hacerlo apoyándose en nuestras nalgas. No es sólo a los blancos a los que tenemos que vigilar, mami —aclaró asintiendo con su lanuda cabeza. La tomó del brazo y la guió hacia adentro.

—Baba, ¿por qué vives donde lo haces? —preguntó ella—. Sé que no tienes que hacerlo.

—Es confortable, eso es todo —respondió Baba, mirándola—. No hay nadie que me moleste. No hay peticiones para que me levante y me vaya así como así. Sólo estoy yo, un proscrito en las afueras de la ciudad.

El vestíbulo era todo de mármol y cantera y estaba cubierto de espejos alrededor, oscurecidos aquí y allá por la lenta desintegración de la capa posterior de plata y produciendo reflejos extrañamente incompletos.

A la izquierda, un árbol de Navidad iluminaba con los colores del arco iris todo lo que se encontraba cerca; a la derecha estaba en las sombras la escalera de mármol que conducía a la parte de arriba. Inmediatamente adelante se hallaba el elevador con puertas de madera. Ella miró a través de la ventana en forma de diamante que llegaba hasta el nivel de la calle.

La fiesta era en el séptimo piso y ellos escucharon el estallido del fuerte ruido, en el momento que salieron del elevador.

Su anfitrión los recibió en la puerta. Era un hombre negro, enormemente alto, que se movía con la gracia de un gato gigante. Su cabello no era otra cosa que una mancha brillante, su nariz era tan afilada como el pico de un ave, tenía los ojos separados, siempre en movimiento, mirando aquí y allá como si buscaran una seguridad total. El sonrió, apretó la mano de Baba y se inclinó, besando a Daina en la mejilla y diciendo:

—Es encantadora, encantadora. —Los guió al interior del caliente y ruidoso lugar y sus movimientos eran diestros y breves. Cuando se volvió, Daina vio el arete de oro en su oreja. Se llamaba Stinson.

Era un torbellino de movimientos, un torbellino de comentarios lo que se oía mientras se internaban en el humeante corazón del remolino. Había rostros oscuros por todas partes, pintados y llamativos; labios rojos que hacían pucheros y enormes ojos abiertos como de antílope. Se escuchaba una gran explosión de risa, un estallido único, como si brotara de la entidad misma.

Baba consiguió bebidas para ambos y la presentó con los invitados. Había abogados y bailarines, usureros y actores, y todos parecían perfectamente intercambiables, porque, después de todo, pertenecían a este lugar, estaban sujetos a esta época y a este sitio como si fueran bellotas. Pero ella podía ver el deseo en sus ojos cuando la miraban. Trataban de esconderlo, pero raramente tenían éxito. Era a ella a la que le envidiaban su blancura innata: la conveniencia de su color, que era la única cosa que ellos no podían tener. Porque le permitía el libre acceso. Era la llave para la ciudad.

—Hey, Baba, hey, ¿Qué cuentas? —preguntó un hombre de baja estatura, con una leve cojera y una piel clara a medias. Su cara se veía más pesada de un lado que del otro y su lado izquierdo era brilloso y estaba tenso por la imperfección de la cirugía plástica. Era extrañamente lampiño, con la poco crecida barba del lado derecho de su quijada, tan notoria como si fuera una barba completamente crecida.

—Ahí vamos, hermano —contestó el interpelado rodeando los hombros de Daina con su brazo—. Este es Trip, Daina.

—Hola.

—Hey, hey, hey. Traigan a las doncellas nubiles, Baba, zorro astuto.

—También para mí es grato conocerlo —comentó Daina, riendo.

—Amigo, hombre —exclamó Trip encantado—. ¡Tiene cerebro!

—Piensa mejor que tú, hijo de puta recortado —le espetó Baba. Tomó un gran trago de su bebida—. Escucha, mami, tengo algunos negocios que hacer. Quédate aquí con el viejo Trip, él te cuidará mientras regreso, ¿correcto, hermano?

—Seguro.

—¿Conoces a todos aquí? —consultó Daina.

—Oh, sí. A todos, ¿Quieres que te presente con algunos? —ofreció. Su sonrisa era un gesto muy poco espectacular dada la naturaleza de su rostro—. No te culpo. Ese bastardo de Baba es un feo hijo de perra, ¿no es cierto?

—No lo sé. El es... —comenzó a decir, pero al darse cuenta de que se estaba burlando de ella, rompió a reír—. Es como un oso de peluche.

—Oh, sí. mami. Es un oso monstruoso. ¡Ja, ja! ¿Quieres otra copa de eso?

—De acuerdo. Seguro.

—¿No serás demasiado joven para todo esto, por casualidad? —le preguntó guiándola hacia el bar y empezando a prepararle la bebida.

—¿Importaría si lo fuera? —respondió mirándolo.

—Para nada. Aquí tienes —indicó dándole la copa—. Es sólo curiosidad. Baba siempre tiene la cabeza en su lugar...

—Lo que significa ¿qué? —aventuró ella. Y cuando él no pudo responder, Dama dio su propia respuesta—: Quiere decir qué está haciendo con alguien tan joven, ¿cierto?

—No es asunto mío, mami.

—No, no lo es —convino. La música cayó como brisa sobre ellos y fueron golpeados y empujados por las parejas que bailaban, mientras se movían hacia una pared poco concurrida. Todos los muebles estaban llenos a reventar—. Pero de cualquier modo te lo diré. No me importa, siempre y cuando... —comenzó a decir ella.

—¿Sí?

—Siempre y cuando me digas lo que haces.

—Oh, mami. Tú no quieres saber eso.

—Pero sí quiero.

—Oh, oh, oh, sí. Muy bien, mami —acató Trip balanceando su extraña cabeza hacia adelante y hacia atrás sobre su cuello, como si fuera un muñeco de resortes—. Sólo asegúrate de no decirle a Baba que te lo dije. —Ella asintió—. Rompo cabezas.

—¿Qué? —preguntó ella, pues estaba segura de que había oído mal, en medio de todo el escándalo.

—Mami, rompo cabezas —repitió sonriendo dulcemente—. ¿Qué pasa? No me avergüenzo. Es una profesión honorable. Mi padre hacía lo mismo hasta que un día lo agarraron y lo despacharon. —Tamborileó los dedos contra la pared. Eran largos, delgados y muy poderosos. Parecían los de un cirujano—. Si mi mamá lo hubiera sabido, la habría matado. Pero, ahora está muerta, así que ya no importa. Excepto para mí, por supuesto.

—Pero eres...

—Tan pequeño —completó él alzando los hombros—. Todos dicen eso al principio. Pero el tamaño no implica ninguna diferencia, mami. —Le hizo un guiño—. Ahora, eso es un secreto, si es que alguna vez hubo uno. La mayoría de la gente prefiere la corpulencia, tú sabes. Les da una sensación de seguridad. —Movió la cabeza—. Pero la corpulencia no significa nada, mami. Tienes que saber qué hacer con lo que tienes, ¿comprendes? Sí, tienes que aprender tu negocio bien, como cualquier otra cosa. Si empiezas a hacer imbecilidades acaban entregándote tu propio trasero en bandeja, ¿entiendes?

—Lo que no comprendo es por qué escogiste...

—¡Escoger! —exclamó. Sus ojos se endurecieron y ella pudo sentir que una tensión repentina lo invadía—. No tiene nada que ver con escoger, mami. Eso es para los tipos blancos que tienen tiempo de ir a la universidad. Yo no escogí nada. Estoy donde estoy porque así tiene que ser. No hay elección entre dos cosas. ¡Mierda!

"Un hijo de puta viene y despacha a mi padre. ¿Qué se supone que yo haga? ¿Sentarme y llorar? ¡De ninguna manera, mami! Salí con la Magnum .357 de mi padre en las manos y cuando el bastardo se estaba subiendo a su Continental le dije. 'Disculpe, señor, hay algo en su parabrisas'. Y apreté el gatillo en esa boca. La explosión fue como para tirarme tres metros hacia atrás. Le hice un agujero tan grande en el vidrio que podía haber pasado con un camión. Miré hacia adentro y me vomité en todo el asiento de terciopelo

del hijo de puta, porque el bastardo perdió la cabeza, quedaba sólo un muñón oscuro que bombeaba sangre como la presa Roosevelt.

"Esa fue mi elección mami, si la puedes llamar así —concluyó mirándola fijamente.

—¿Qué paso después de eso?

—¿Qué pasó? Mierda que eres ignorante, niña. Vinieron tras de mí. El bastardo tenía muchos amigos. —Sonrió como si fuera un recuerdo agradable—. Pero estaba aprendiendo rápido. Había contratos establecidos para matar a la mayoría de ellos, así que gané mi primer dinero mientras... —empezó a explicar Trip.

—¿Mataste a todos? No estás hablando en serio —rebatió Daina.

—Carajo, sí, mami. Pero no vayas a preguntarle a Baba. Seguro que me patearía las plumas del ano si supiera que me dejé ir así de la lengua contigo.

—Te prometí que no diría nada —aseguró ella—. Sólo quiero saber. ¿No estás mintiendo para burlarte de mí o algo así?

—¿Por qué querría hacer eso, mami? Mierda, yo bromeando con estas cosas... Pregúntale a cualquiera aquí. Hey, hey, pregúntale a Stinson, muy bien. Anda.

—Oh, sí —confirmó Stinson levantando las cejas—. Trip es muy serio acerca de estas cosas. Debo decir que es un hombre muy conveniente para tenerlo como amigo. Muy leal. —Sonrió y tocó el cabello de ella—. ¿Estás pasándola bien?

—No podría pasarla mejor. Pero tengo curiosidad sobre una cosa —insinuó ella.

—¿Qué es, queridita?

—¿Cómo sobreviven ellos?

—Oh, bueno, muchas veces no sobreviven, o lo más probable es que sigan su curso, si es que me entiendes. Pero, por supuesto, de cualquier modo eso es la vida, seguir tu curso.

—Sin embargo, es una forma de vida tan... clandestina... —esbozó ella.

—Bueno, eso es parte de su atractivo, ¿no es cierto? —sostuvo sonriendo de nuevo—. Aquí son deseados, admirados, conocidos; incluso, de algún modo, pasan por los caminos de los dioses. ¿Qué más puede haber para ellos? Aquí tienen una especie de realización que oscurece las penas de su pasado, el rompimiento prematuro de su unidad familiar. La familia es una atracción muy fuerte. Es lo que los guía realmente, porque es todo con lo que pudieron contar jamás como propio mientras fueron niños.

—Hablas como si estuvieras por encima de todo esto, como si no fueras parte de ello... —observó Daina.

—Sí, bueno —especuló mirándola en forma peculiar y parpadeando varias veces—. Supongo que es mi manera de... hacer a un lado esos recuerdos. No de olvidar, que quede claro, nunca de olvidar. Oh, no. Sólo de seguir adelante con el presente sin permitir que el pasado te embrolle tanto —la miró hacia abajo, como si estuviera en las alturas del Olimpo—. Soy un bailarín, Daina. No mato a nadie. Aun así, en tu mundo soy un paria tanto como Trip. —La observó durante un momento como si al fin ella lo hubiera sacado de sí mismo—. Es extraño que estés aquí, en este preciso instante —recitó lentamente—. Que no tengas miedo...

—Está Baba —aseveró ella.

—Sí. Claro, es bastante cierto —confirmó con una mirada extraña—. Pero de cualquier manera estás aquí. Me imagino que debes haberte acercado a Baba y no al revés.

—Sí, así es.

—Bueno, está bien. Viniste. Pero no como una persona fugada de sí misma. Por lo menos no como nosotros conocemos las fugas. No viniste a putear o a conseguir droga. —Colocó suavemente un dedo contra sus labios—. Entonces, ¿por qué viniste?

—Yo... no creo estar muy segura.

—Bah, en realidad no importa ahora —soslayó tocando nuevamente el cabello de ella—. Pero importará —musitó—. Lo hará...

—Así que, ¿qué te dijo este hijo de perra? —preguntó Trip, acercándose—. ¿La clase de perverso hijo de puta que soy?

—Nada de eso. De hecho, me contó justamente lo contrario —rectificó Daina.

—Vaya, ¿es cierto? —dudó Trip pasando su mirada de ella a Stinson—. ¡Muy decente de tu parte, hermano!

—La decencia no tiene absolutamente nada que ver con esto —refutó Stinson.

—¿Qué dijo? —preguntó Trip tratando de no reírse—. Digo, ¿qué dijo el cabrón? Nene, estamos llegando a un punto en que un negro de la calle, que trabaja duro, ya no puede entenderte.

—Mierda, Trip. Corta el acto frente a esta dama. ¿A quién crees que estás engañando con ese cuento?

—¿Qué hay en tu boca, nene?

—Mira, Daina, se trata de lo siguiente: Trip se imagina que cuanto menos lo tomes en serio, más fácil se le va a hacer matarte un día. ¿Y sabes algo? Está absolutamente en lo correcto. —Ahora se volvió hacia Trip—. Pero ¿sabes algo más, nene? Esta es una fiesta. No hay aquí ningún negocio para ti. Este es territorio neutral. Está fuera de los límites de la gran explosión y de todos los demás asuntos rudos —argumentó clavando un dedo en el pecho de Trip—. Así que tranquilízate un poco. Relájate y diviértete.

—Hey, nene, vas y te relajas por sólo un momento y es cuando ellos vienen y acaban raspándote de las paredes. Escucha, hombre, sé lo que me tomó llegar hasta aquí, ¿entiendes?

—Hey, nene, no eres gracioso para nada —decretó Stinson haciendo una parodia excelente de la voz de Trip. Sonrió y los dejó.

—¿Dónde está Baba? —preguntó Daina mirando a su alrededor. Y vio el cabello rojo y los ojos pálidos de Aurelio Ocasio. Acababa de atravesar la puerta. Vestía un traje café con un clavel rojo en la solapa y, sobre sus hombros, un abrigo castaño de cachemira, como si estuviera imitando conscientemente la pose empresarial de Sol Hurok.

—No querrás verte involucrada con alguien como él, ¿verdad, mami? Hay malas noticias —informó Trip jalándola al ver en dirección a donde ella miraba.

—¿Baba tiene algún tipo de negocio con él?

—Sí. Bueno, yo no quiero saber nada de eso. De todos modos, el viejo Baba sabe lo que hace. Ese hombre tiene ojos para las damas. Siempre y cuando no sean negras o spics, se las traga y las escupe tan rápido que no saben dónde es arriba y dónde abajo. Mantente alejada, como te dije.

Pero era demasiado tarde. Obviamente, Ocasio ya la había distinguido en esa habitación llena de caras oscuras y se le acercaba.

—Vaya, pero si es la chica de Baba —ironizó enseñando los dientes como una piraña. De algún modo, el vocablo chica sonó como prostituta —. ¿Qué estás haciendo en este lugar tan lejos de la ciudad? ¿Viendo cómo vive la otra mitad? ¿Estás recorriendo el camino de nuestros corazones... o debo decir de nuestras camas?

—No creo que deba decir nada —respondió ella.

—Oh, jo —se rió de una forma que era todo menos amistosa—. ¿Oíste eso, Smiler? —Se volvió a medias para que ella pudiera ver el delgado y oscuro rostro. Smiler sonrió y se lamió los labios como si estuviera en un banquete—. Sabe soltar la boca. Sabes que me gusta eso. Estoy cansado de todas esas nenas de cabeza hueca con las que me acuesto usualmente. ¿Qué te parece si tú y yo nos vamos de este lugar y...?

Ella escuchó el suave sonido a su espalda y supo que Trip había sacado su navaja de resorte; pero, antes de que pudiera usarla, una enorme mano negra descendió hacia la muñeca de Ocasio. Los vellos dorados desaparecieron bajo la oscura montaña y Ocasio giró la cabeza preguntando:

—¿Eh?

—¿Qué buscas, Ally? —rugió Baba.

—Ah, ah, nada, hombre. Sólo estaba conversando con esta adorable dama, eso es todo —respondió y miró hacia la mano que rodeaba su muñeca, pero Baba no la quitó sino que la apretó más fuete.

—¿Sabes, Ally? Soy un negro tolerante. Vive y deja vivir es como me gusta hacer mi vida. Pero sabes que de vez en cuando viene un bromista que me hace olvidar todo eso —advirtió sacudiendo fuertemente la muñeca de Ocasio de modo que éste retorció los labios por el dolor, como si fuera el temblor de una serpiente. Pero aquellos pálidos ojos estaban tan opacos como piedras, sin demostrar absolutamente nada.

"No me gustan los mentirosos, Ally, y eso es lo que eres tú: un mentiroso. Escuché cada palabra que dijiste y no me gustó ni siquiera una sola de ellas. ¿Sabes lo que creo? Que te me estás saliendo de la mano. Necesitas un poco de algo en qué pensar en estas frías noches de invierno, así que te voy a dar una cosa en qué pensar.

"A partir de ahora estás fuera del negocio. Tú te lo buscaste. Ve y consíguete otro contacto, nene, porque ya terminé contigo —miró hacia atrás de Ocasio—. Y tú, Smiler, ¿qué estás haciendo mamándole a este spic? ¿No tienes ningún respeto por ti mismo?

—Tengo mucho de eso, hermano. Seguro.

—Entonces dile adiós a este hijo de puta, nene. Anda, quiero oírlo. Tienes trabajo conmigo, Smiler, si posees agallas de alzarte y de ser un hombre.

Para este momento, el baile había cesado casi por completo y toda la gente se reunía en un semicírculo apretado para ver el espectáculo.

Smiler miró a su alrededor hacia todos los invitados y ojeó a Ocasio brevemente. Este no levantó la vista de su aparente ávida contemplación del dorso de la mano de Baba, que lo tenía atrapado, y Smiler concedió:

—Muy bien, nene. Ganaste. Sí. Ahora soy tan independiente como tú.

—¿Escuchaste eso, Ally? —preguntó Baba suavemente—. Ahora vete de aquí. No tienes nada que hacer hablando con las damas, ¿me oíste? Ve a buscar a esa perra rubia con la que has estado acostándote todos estos meses. Sí, nene. —Arrojó lejos de sí la mano de Ocasio, como si tuviera lepra.

—Baba, hombre, tienes un par de huevos muy bien puestos —alabó Trip. En medio del alboroto, Daina lo escuchó suspirar detrás de ella.

—Hey, los huevos no tienen nada que ver con eso —rechazó Baba alejándolos del epicentro de las consecuencias de la conmoción—. Ningún mamador me va a decir nunca más qué es qué. Estoy harto de eso, ya lo dejé atrás, ¿entiendes? Sólo que hay algunas cosas que no voy a tolerar, eso es todo. Puedo soportar una gran cantidad de mierda, especialmente cuando se trata de negocios. Pero ese maldito que se fue, va a acabar muy mal uno de estos días. —Miró hacia abajo y vio la navaja todavía abierta en la mano de su amigo—. Mierda. ¿Ves lo que quiero decir? ¡Debí mantenerme al margen mientras lo trinchabas como a un lechón! —exclamó sonriendo. Puso un brazo alrededor de Daina y palmeó a Trip en la espalda—. ¡Maldición! —gritó—. ¡Vamos a gozar la fiesta!

*

Daina se encontraba a dos carros de distancia de la entrada a la Pacific West Airways, cuando vio a Rubens cruzar las puertas automáticas. Llevaba en la mano una pequeña maleta de piel de elefante y un portafolio, que le hacía juego, en la otra mano. La familiaridad de su cara y de su andar la hicieron sonreír.

—¿Qué demonios te pasó? —preguntó él asomándose por la ventanilla abierta del asiento de pasajeros. Acababa de llover un poco y ella había subido el toldo. Se volvió a mirarlo y él le pidió—: Muévete. Yo manejaré.

Ella lo hizo sin protestar, esperando con la cabeza recargada contra el marco de la puerta mientras él arrojaba las maletas en el asiento trasero y daba la vuelta para sentarse tras el volante. Se inclinó y puso una mano detrás del cuello de Daina, atrayéndola hacia él. Sus labios rozaron los de ella, quien alejó la cabeza lo suficiente para decir:

—Debiste dejarme un número dónde localizarte. —Luego, enterró la cabeza en el hombro de él. Lo abrazó apretándolo fuertemente. Había tenido la prudencia suficiente de no decir nada durante un tiempo. Las bocinas bramaban detrás de ellos y el tránsito silbaba al pasar a un lado. Hacía mucho frío.

Finalmente lo dejó ir.

—Maggie murió temprano esta mañana —comunicó con una voz que no sonaba como la suya propia—. Fue asesinada.

—¿Asesinada? ¿Cómo? ¿Por quién?

Ella le contó lo que sabía.

—Una espada encerrada dentro de un círculo de sangre —repitió él cuando ella le contó lo que Bonesteel había encontrado a un costado de la bocina—. ¿Estás segura? Ella asintió y preguntó:

—¿Porqué?

—Bueno, el año pasado hubo dos asesinatos particularmente horribles en San Francisco y, justo después del Año Nuevo, otros dos o tres más en Orange County. Todos ellos fueron identificados por medio de ese signo, trazado con sangre en el cuerpo de la víctima o muy cerca de éste.

—Me imaginaba que el teniente sabía más de lo que decía —reflexionó Daina, estremeciéndose.

—Daina, ¿cómo supiste de todo esto?

—Estuve con Chris anoche. Estaba tan drogado que tuve que llevarlo a su casa porque nunca hubiera podido llegar por sí mismo. Entramos y... la encontramos metida en...

—¡Oh, Cristo! —explotó él, y lanzó un largo suspiro. Puso el Mercedes en primera y aceleró alejándose del aeropuerto—. ¿Qué demonios estuviste haciendo toda la noche con Chris Kerr? —preguntó mientras se dirigían hacia Sepúlveda.

—Pasé al estudio de grabación y fuimos a bailar. ¿Qué hay en eso de malo?

—El tiene cierta reputación —criticó Rubens.

—¿De que?

—Oh, vamos, Daina —recriminó, mirándola brevemente—. El hombre no puede mantener sus manos alejadas de las muchachas.

—Yo no soy una de las muchachas.

—No, admitiré que estás un poco arriba de la montaña, para sus gustos tan especializados —concedió hundiendo el acelerador, de modo que el Mercedes salió disparado hacia adelante con un zumbido.

—Eres un auténtico bastardo, ¿lo sabes? —afirmó ella acaloradamente—. El necesitaba alguna ayuda y yo se la di. Es mi amigo.

—Todo un amigo —replicó Rubens, sarcásticamente.

—No tienes razón para estar celoso. Ustedes dos son muy similares en algunos aspectos.

—¡Jesús!, espero que estés bromeando.

—No lo estoy.

—Realmente eres el colmo.

—Rubens, no debemos pelear —apaciguó ella, tocándolo—. No ahora. Esta mañana vi algo que nadie debería ver.

El condujo a través de Westwood Village, dirigiéndose hacia Sunset. Los chicos estaban fuera y la fila para ver Regina Red en el Plaza era larga. Rubens comentó:

—Mira esa cara —y señaló hacia el cartel de Daina que estaba afuera del cine. Manejó con rapidez a lo largo de Sunset, cambiando de velocidad en las curvas en lugar de usar el freno. No fue sino hasta que pasó la cerrada curva a la derecha, hacia Bel Air, y disminuyó la velocidad otra vez, que declaró—: Tomé ese camino para que viéramos qué tal lo estás haciendo. En Paramount puedo obtener las verdaderas cifras de taquilla, pero me gusta ver las filas yo mismo.

—También a mí —coincidió ella poniendo su mano sobre el brazo de Rubens. Vio que María había prendido las luces antes de irse y los árboles que bordeaban el largo camino resplandecían con la iluminación artificial—. Deseé que hubieras llamado.

—Lo hice. No estabas en casa —aclaró él.

—Lo siento. Eso fue estúpido.

—Está bien —aceptó él deteniéndose. Apagó el motor. En la repentina quietud, ella pudo escuchar a los grillos cantando en contrapunto con el suave zumbido del motor que se enfriaba—. Pero Dame a Beryl. Quería poner en marcha este asunto.

—¿Qué asunto? —inquirió ella.

—La contraté —repuso él tocando el cabello de Daina.

—¿Para la película?

—Para ti.

—¿Qué piensa Monty de ella?

—Olvídate de Monty.

—Dejaste claro esto con Monty, ¿no es cierto? —le preguntó retirando su mano.

—Monty está fuera del equipo de Beryl —confirmó mirándola atentamente—. Muy lejos.

—Rubens, quiero que él lo sepa. Si no lo aprueba...

—Óyeme. Monty se está haciendo viejo. Está cansado. Su corazón ya no es lo que alguna vez fue. Pienso, y ahora escúchame, pienso que ya es tiempo de que busques un agente por otro lado.

—Y apuesto que ya tienes a alguien en mente —planteó ella mirándolo sardónicamente.

—A una o dos personas.

—No voy a deshacerme de Monty, Rubens, así que olvídalo.

—Te va a hacer decaer, Daina. Es un peso que tú no...

—Sólo piensas descartarlo como si fuera un inservible muñeco de trapo —protestó ella, volviéndose contra él.

—En cierto modo se ha convertido en eso. Tú ya eres adulta. El es ahora parte de tu pasado. Es obsoleto, no habrá sitio para él en el lugar al que te diriges. Hay otros que te pueden ayudar mucho más.

—Pero no hay nadie más que pueda ayudarlo a él —refutó Daina—. Quiero hacerlo y ni tú ni nadie más pueden impedírmelo.

*

—Quiero que vengas conmigo al funeral de Maggie —pidió Daina.

—Oh, Cristo, Daina.

—Por favor, Rubens. Significa mucho para mí.

El suspiró y entrelazó sus dedos con los de ella. Estaban en la cama, con las ventanas completamente abiertas para permitir la entrada de los olores nocturnos. El la había alimentado, bañado y metido a la cama. Durante un tiempo, ella flotó en ese cálido crepúsculo entre el sueño y la conciencia. La confortable cama, la deliciosa frialdad de las sábanas que se entibiaban con el calor del cuerpo, el suave golpeteo del agua de la regadera mientras Rubens la enjabonaba, el conocimiento de que pronto su cuerpo estaría junto al de ella; todo se combinaba para hacer que se dejara llevar. Pero no quería hacerlo ahora, porque los recuerdos que durante tantos años habían permanecido enterrados estaban surgiendo como burbujas sulfurosas que rompían la superficie de un húmedo y escondido pantano.

—Dime qué pasó en San Diego —le pidió ella, presionando su mano.

—Fue un auténtico hijo de perra —comenzó a decir mirando al techo, y algo en su voz cambió haciendo que Daina se sintiera como si estuviera en un elevador en descenso—. Tuve que ir a San Diego para darme cuenta de que ese pequeño bastardo de Ashley estaba creando su propio imperio a mis expensas. Este muchacho Meyer al que fui a ver, tiene permanentemente una suite en el hotel Del Coronado. Padece enfisema, así que tuvo que abandonar Nueva York y me dijo que Ashley ha estado reuniendo apoyo entre los miembros del consejo. Dice Meyer que está intentando echarme fuera.

—¡Pero eso es estúpido! La compañía es tuya, ¿o no?

—Bueno, sí... y no. Cuando hicimos la versión de Moby Dick, hace dos años, las cosas se pusieron un poquito difíciles. Los gastos comenzaron a elevarse fuera de toda proporción. —Se movió sobre un costado para estar más cerca de ella—. El reparto y los técnicos ya estaban en la locación. Tuvimos un par de malos momentos: tormentas y una huelga del sindicato. Pero era una película importante. Yo creía en ella y necesitábamos capital urgentemente. Si hubiéramos estado cofinanciados por algún estudio grande, como lo estamos con Heather Duell, no hubiera habido problema. Pero estando así las cosas, tuvimos que ir a otra parte.

—Pero Moby Dick ha tenido mucho éxito —recalcó Daina.

—Oh, sí. Estuvo bien hacerla. Pero todo eso ocurrió después del hecho. En aquel momento estábamos en un agujero y mi amigo Ashley me dijo que podía conseguir la plata en dos semanas. Eso era más de lo que yo podía hacer y, en lugar de arriesgarme a suspender el rodaje, le dije que siguiera adelante.

—¿Cómo lo hizo? —preguntó Daina.

—Bueno, solamente digamos que, desde entonces, cada vez que voy a Nueva York veo más y más caras que no me son familiares, alrededor de la mesa del consejo—gruñó—. Hasta ahora yo estuve demasiado ocupado con otras cosas como para meter la nariz muy a fondo. Vi en qué agujero había metido a la compañía. Era mi orgullo. Pero me di cuenta de que con Moby Dick terminaron los días de ser un verdadero productor independiente. Así que he estado desarrollando un trato a largo plazo con la Twentieth, que me daría suficiente libertad.

"Luego, recibo esta llamada de Meyer —rezongó—. El y un reducido número de gente poderosa, todavía están en el consejo desde los viejos días. Pero los otros... es como una plaga de garrapatas. Una vez que se meten bajo tu piel... resulta muy difícil deshacerse de ellos.

—Pero no es imposible —interpuso Daina.

—Oh, no —se rió Rubens, y ella sintió las reverberaciones a través de su cuerpo—. Nada es imposible. Tienes que tener nervios de acero.

La cabeza de ella se apoyaba contra su pecho. Escuchaba el latido del corazón de Rubens, que era como la marea que llenaba sus oídos.

—¿Qué vas a hacer?

—Parte de ello ya está hecho; fui a ver a Meyer.

—¿Qué dijo Meyer? —preguntó con una voz que era casi un susurro, pues estaba a punto de quedarse dormida.

—Meyer —aseguró él riendo de nuevo—es un viejo chistoso. Estoy contento de que sea mi amigo. No es un buen candidato para tenerlo de enemigo.

—¿Y qué te dijo? —insistió ella.

—Que yo tampoco lo soy.

*

La Nova Burlesque House tenía un exterior poco atractivo que incluso se autodestruía. Sin duda alguna, esto había sido cuidadosamente pensado, pues no era una rampa para turistas llena de mujeres excedidas en años y carne o, como era el caso del espectáculo en vivo que presentaban más abajo en esa cuadra, cruzando la calle, tristes criaturas con apariencia de pájaros, con todo y moretones elipsoidales a lo largo de los muslos y el tronco, amén de los ojos hundidos del drogadicto.

Aquí, los actos especiales eran exhibidos clandestinamente a una audiencia selecta compuesta de todos los tipos de fetichistas imaginables, y algunos, de los que el personal siempre tenía una historia o dos, tan impactantes que provocaban estremecimientos en la espalda. O por lo menos eso decían. Uno nunca sabía realmente, o se preocupaba por ese asunto. El personal era un alegre grupo que veía su trabajo con la ecuanimidad de un bien disciplinado artista del alambre.

Aquí no se realizaban actos tristes porque el público, e incluso el personal, se consideraban a sí mismos como estrictos profesionales que no tolerarían tal engaño. Para encontrar este tipo de basura, uno sólo tenía que atravesar el umbral de las numerosas casas de burlesque de Broadway. Pero aquí, no.

Abajo, en el nivel de la calle, había una tienda de pornografía, más bien descuidada, que vendía con gran despliegue un extraño surtido de perversas mercancías que iban desde películas clandestinas en blanco y negro mal reveladas, que utilizaban niños como actores, y no a los velludos enanos que le venderían a un comprador incauto en cualquier otro lugar, hasta revistas de alto nivel de sadomasoquismo, en hule negro, que tenían el aire carnívoro de la Inquisición. Había, por supuesto, las fotos de nudismo normales, pero la mayoría de los clientes de la tienda las desechaban de prisa.

Aunque esta tienda era un negocio activo porque comerciantes de lugares tan lejanos como Dayton, Ohio, hacían una parada aquí tan pronto como llegaban a la ciudad, las verdaderas ganancias provenían de la parte trasera en donde una lucrativa operación de apuestas clandestinas aceitaba su mecanismo hasta muy entrada la madrugada. Y, claro está, la muy ostentosa fuerza de seguridad del Nova estaba integrada con miembros de este monopolio de mano de obra.

Daina los reconoció en el momento en que posó sus ojos en algunos, pero eso difícilmente era sorprendente, ya que ellos adoraban desplegar sólo lo necesario de sus armas que estaban protegidas y tibias, en fundas de gamuza, en el sudoroso hueco bajo sus brazos. Pero a pesar de este despliegue bastante jactancioso, estos hombres se contaban entre los mejores que ella hubiera conocido. Y lo eran por una sola razón: se trataba de hombres que tenían familias prolíficas y nunca dejaban pasar la oportunidad de sacar para ella los portarretratos de acordeón con las fotografías instantáneas en color que se desenrollaban como payasos sin fin saliendo de un auto pequeño. Ellos deploraban el hecho de que no estuviera en casa, con su madre. La consentían, pero ella sabía que era a Baba a quien querían.

El tenía aquí una especie de oficina lejos de la calle, no oficial y reducida, que compartía con el corredor de apuestas con gafas, quien, según descubrió Daina una tarde de invierno en la que caía una atroz lluvia que golpeaba fuertemente, vivía en una silenciosa calle bordeada de árboles en Bensonhurst donde su esposa, que tenía treinta años, era miembro del grupo de ayuda de damas y de la asociación local de libreros. Se sobreentendía que cuando el gerente de Nova necesitara un lugar dónde sentarse, Baba sería desplazado. A él no le importaba.

De hecho, Baba era la persona más despreocupada que Daina hubiera conocido. Nada parecía alterar su vasto exterior y esto la hacía sentirse segura con él. Era un promontorio rocoso sobre el que ella se podía parar y observar impunemente el turbulento y peligroso mar.

A él no parecía importarle cuando ella miraba el espectáculo desde bambalinas, porque quizá pensaba que la corrupción solamente provenía del interior de uno. Por su parte, Daina estaba fascinada por el fantasmagórico desfile de carne atractiva. Nunca creyó que un cuerpo pudiera moverse en tantas formas curiosas. Sin embargo, gradualmente llegó a entender que el arte, porque estaba segura de que se trataba de un arte, resultaba tanto parte de la mente como del cuerpo. Las mujeres que le presentaron aquí no pertenecían a ningún mundo en el que ella hubiese estado o del que siquiera hubiera oído hablar, estaban equipadas con una visión de rayos X, capaz de desnudar el alma de todos los hombres que atravesaban el umbral del teatro.

Y fue aquí, en el Nova, que ella comenzó a ver alzarse el telón y a entender la clave de la actuación. Uno podía hacer lo que quisiera, ser quien quisiera, vivir en la realidad o en el fondo, en el lado más oscuro que permanecía parcialmente oculto dentro de uno, sin miedo de que hubiesen consecuencias o cosas embarazosas. Porque, después de todo, sólo era un papel, aunque el público siempre quería creer lo contrario. ¡Qué maravilloso ser capaz de vivir muchas vidas diferentes en un abandono casi simultáneo! Rodar libremente para hacer... ¿qué?

Cualquier cosa que uno quisiera.

En una fría tarde de invierno, cuando la oscuridad había descendido sobre la cascara de la ciudad con una fuerza tal que parecía que las luces difusas de la calle estaban perdiendo la batalla, cuando el viento del oeste había barrido la Calle Cuarenta y Dos con un hambre animal, Baba la llevó lejos de la calle, hacia las gastadas y desvencijadas escaleras de madera que conducían al vestíbulo del Nova.

Rooster estaba en su puesto, dormitando sobre un manchado recipiente de café frío en el que se podía ver que flotaba un grotesco insecto que, sin duda alguna, había sido atraído por el olor.

El somnoliento Rooster, con la cabeza sostenida por una de sus oscuras manos, se hallaba rodeado en su pequeño sanctum sanctorum por un par de las más tristes y polvosas palmeras de plástico que Daina hubiera visto jamás. Nadie más estaba por allí. Ellos podían escuchar la pesada música de percusiones que acompañaba al espectáculo, apagada a causa de las paredes.

—Manos arriba, hijo de puta —gritó Baba en la oreja de Rooster y el otro brincó con una presteza admirable, con los adormilados ojos muy abiertos y la mano buscando bajo el mostrador para encontrar la escopeta de cañón recortado que siempre estaba allí preparada.

—¡Cristo! —exclamó mirando a Baba y relajando el rostro—. ¡Cristo! —repitió sin aliento—. ¡Uno de estos días te van a volar la cabeza por bromear de ese modo!

—No deberías dormirte en el volante —rió Baba y lo palmeó en la espalda—. Ally puede entrar con sus hombres y trapear el suelo contigo si no eres más cuidadoso.

—Ese mamador sabe que no le convendría, hermano —resopló Rooster—. Le arreglaríamos las plumas de la cola muy bien —aseveró levantando el rife y dándole golpecitos en el cañón—. ¿Por qué crees que no hemos ensanchado las escaleras, chico listo? —Alzó el arma hacia la cima oscura y vacía de la escalera—. ¡Bum! ¡Vuelan los hijos de puta de regreso hasta Puerto Rico!

—Fíjate hacia dónde apuntas eso, hijo de puta. Le prometí a mi mamá que no iba a morir —recomendó Baba haciendo a un lado el cañón.

—¡No te preocupes por eso, hermano! —resopló Rooster riendo y guardando el arma. Se volvió hacia Daina—. ¿Cómo ha estado, señorita?

—Bien, Rooster—respondió.

—Ahora, escuche muy atenta. Si este mono pretencioso no la trata como debe ser, venga aquí, ¿está bien? Sabe dónde están sus amigos —le aconsejó a Daina.

—¡Huh! —gruñó Baba—. No escuches una sola palabra que él diga, mami. Sólo está deseando meterse en tus pantalones.

—Eres un hijo de puta cruel, Baba —protestó Rooster con mirada triste—. ¿Sabías eso? Eres cruel.

—Pero no estoy mintiendo —se rió—. ¿Está libre mi oficina?

—Sí. Sólo está Marty. Se acerca el fin de mes.

Entraron y atravesaron el vestíbulo iluminado con una fuerte luz azul, y se dirigieron hacia un pasillo inclinado que estaba a un lado del teatro, hasta llegar a una puerta cerrada, de hojalata reforzada con acero. Baba la golpeó con la palma de la mano hasta que se abrió una rendija con un rechinido.

—Hey —susurró una voz en la penumbra y la puerta se abrió apenas lo suficiente para dejarlos pasar.

A esta hora, Tony era el guardián de la puerta. Se trataba de un individuo de hombros anchos como los de un toro, con una frente angosta y cabello ondulado. Ostentaba un bigote bien delineado que empezaba a ponerse blanco en las orillas. Tenía ojos pequeños de un color indefinido, tres hijos, una esposa regordeta que parecía estar siempre preñada, piernas arqueadas y un olor que no parecía abandonarlo aunque se bañara o no lo hiciera. Golpeó ligeramente a Baba en el hombro y a Daina le dio un apretón mientras le preguntaba por enésima vez si le gustaría ver las fotografías de su familia.

Baba se la llevó tirando de ella, porque sabía que había soportado el sermón familiar de Tony más veces de las que se preocupaba por recordar.

Ella se detuvo en el camino a la oficina situada en la parte trasera, atisbo detrás de las polvosas cortinas que estaban en los angostos costados del escenario y vio que parte del salvaje desfile se hallaba a la vista en ese momento. Denise, una alta y esbelta morena de entre veinticinco y treinta años, estaba a punto de representar algunas acrobacias fantásticas y asombrosas con la mitad inferior de su cuerpo. Daina ya conocía de memoria la mayoría de los actos regulares, aunque de una semana a otra algunos llegaban mientras que otros partían.

Denise se encontraba ahora insertando el huevo y pidiendo que su voluntario se acercara y levantara su boca debajo de la V que formaban las piernas separadas de ella, y comenzó a romper el huevo con los músculos de su vagina. La música cesó, no había un solo sonido proveniente del público, ni siquiera un murmullo, y con un sonido brusco, el huevo crudo se rompió y la sustancia viscosa del interior cayó haciendo un batido dentro de la boca expectante. Entonces, Daina pudo escuchar el suspiro colectivo proveniente de la semipenumbra que estaba al frente, y luego el aplauso comenzó a subir.

Baba ya había regresado a la oficina, pero ella se quedó porque sabía que Denise todavía no empezaba a calentar el ambiente.

Ella miraba, fascinada, mientras Denise, desnuda, hacía un strip tease a la inversa. Lenta, eróticamente recogía las medias y se las ponía deslizándolas, acariciando sus largas piernas mientras lo hacía. Se volvió, se puso un liguero en la cintura y fijó las medias a él. Se movía sin mirar al público y de una manera que lo hacía a uno creer que ella estaba sola en casa, preparándose para salir.

Se alejó del frente del escenario, se acercó al tocador que se había llevado a escena para ella y comenzó a maquillarse la cara cuidadosamente, usando delineador, colorete, lápiz labial, máscara... Al fin se dio vuelta y estaba aún más hermosa que lo estuviera antes; el maquillaje, no demasiado pesado, había acentuado sus ojos y su boca.

Tomó un cepillo y empezó a pasarlo por su largo cabello. Con cada cepillada, sus seno se balanceaban, moviéndose hacia abajo y saltando de vuelta.

Se levantó y pasó las manos por su caderas, por su torso, subiendo hasta los senos, acopándolos, apretándolos, pellizcando los pezones hasta que estuvieran erectos. Se lamió los labios y con una mano rozó brevemente su montículo. Sus muslos se separaron durante un momento y sus caderas se sacudieron. Luego, recogió un sostén que estaba sobre el tocador y se lo puso. Se inclinó un poco hacia adelante, frotando la tela sobre sus endurecidos pezones antes de aprisionarlos. Se inclinó y se puso los zapatos de tacón alto.

Recogió un vestido largo color lavanda y se lo puso, ondulando y subiendo el cierre que estaba en un costado. A excepción de la abertura en un muslo, se veía recatadamente vestida.

Después vino la joyería: aretes, un par de brazaletes puestos hasta arriba en un brazo y un collar de brillantes que colgaba y se metía en la hendedura entre sus senos.

Caminó lentamente hacia el frente del escenario y se paró cerca de las candilejas. Sacó de atrás de ella un par de guantes de piel de venado, del mismo color del vestido. Llevaba un listón en su cabello, que le daba una apariencia bastante aniñada.

Con una especie de abandono sensual, se puso los guantes, pasando la punta de un dedo entre cada uno de los suyos, mientras lo hacía. Entonces, súbita, sorpresivamente, se acercó al público y jaló a un hombre hacia el escenario.

Sin preámbulos le abrió la bragueta y lo llevó hasta el reflector. Se inclinó ligeramente, frunció los labios y sopló sobre él; luego, encerrándolo en un puño aterciopelado, empezó a frotarlo hacia adelante y hacia atrás, hacia arriba y hacia abajo y, milagrosamente, él comenzó a endurecerse hasta que estuvo tan rígido como una flecha. Ahora ella trabajaba activamente, gimiendo mientras le jalaba en largos tirones hasta que, sintiendo el cálido temblor, se abrió el vestido para que la punta vibrante rozara su vello púbico, inundando con semen su montículo.

Atrás del escenario, Daina encontró a Erica sentada en un taburete, con las desnudas piernas cruzadas, fumando un delgado puro con una boquilla blanca. Tenía puesta una raída bata sobre los hombros, pero sus duros senos en forma de manzana estaban desnudos. Daina había observado que disfrutaba su desnudez.

—¿Cómo lo hace? —preguntó Daina.

—¿A quién te refieres, liebchen, a Denise? ¡Ah! —preguntó Erica mirando hacia arriba. Sus ojos eran del azul de la flor del maíz y usaba corto el rubio cabello. Aspiró su cigarro con sus anchos y sensuales labios comprimidos por el esfuerzo—. En realidad es muy simple. Les da precisamente lo que quieren, los conocemos —decretó encogiéndose de hombros—. Es la naturaleza humana, ¿no lo ves? ¿Qué puede ser más obvio?

—Pero nunca falla.

—Oh, bien, Denise es bastante buena. Creo que lo que tiene es como un radar —especuló Erica poniendo su puro en un cenicero verde, de metal, que estaba negro en el centro—. Ella sabe a quiénes escoger. Pero, por supuesto, se pelean por estar en la primera fila. Realmente, ella no se mete con el público —observó a Daina—. Vienen a ella —sonrió un poco con un un extraño y frío gesto que Daina encontró indescifrable—. Esa es una lección esencial en la vida, liebchen, ¿en?

Daina caminó junto a la pared de la habitación, pasando su dedo extendido por las polvorientas superficies de los espejos.

—¿Estás contenta aquí? —le preguntó a Erica.

Escuchó el agudo silbido de la inspiración y supo que Erica había tomado su puro nuevamente.

—Contenta —repitió Erica. Pero no era un eco, más bien un nuevo significado dado a una definición establecida, como si de algún modo hubiera llevado a cabo un sofisticado juego de palabras. Esa palabra significaba algo más dicha por sus labios—. ¿Tienes alguna idea, liebchen, de lo que es romper con el pasado? Entiéndeme, no quiero decir simplemente irse, sino también repudiarlo, olvidarlo, hacer un voto solemne de no recordar. —Dejó salir todo el acre humo azul—. ¿Puedes entender esto?

—No estoy segura —confesó Daina mirándola con los ojos muy abiertos—. Creo que sí.

—No, liebchen, no puedes. Nadie puede a menos... a menos que lo haya logrado por sí mismo —definió Erica esbozando nuevamente su extraña sonrisa estremecedora.

—¿Eso es lo que has hecho?

—Oh, sí —respondió. La sonrisa no desaparecía y Daina se encontró temblando—. Sí lo es. Verás, soy bastante especial. Bastante... única. He huido de todo, he huido hasta el otro lado del mundo y ahora, sí, estoy contenta porque soy lo que quiero ser.

Hubo silencio durante lo que pareció ser un tiempo muy largo. Pero Daina no pudo contenerse y preguntar:

—¿Y qué quieres ser?

El estallido de un aplauso sostenido les llegó por entre los bastidores. Erica se puso en pie y colocó un collar con pinchos sobre su garganta. Sus ojos azules, grandes e inocentes, miraron a Daina, y sus labios de coral se abrieron diciendo:

—Una cifra, liebchen. Sólo una cifra.

Y salió girando del cuarto en el momento en el que Denise entraba, sudorosa y despeinada.

—¡Dios mío, qué multitud! —exclamó. Se puso una bata, se sentó y sacó un cigarrillo—. Hola, cariño, ¿Viste la función?

—Casi toda —respondió Daina.

—Nunca te aburres, ¿o sí?

—Uh,uh...

—Eso es bueno —comentó Denise sonriendo y se limpió el sudor de la frente—. Significa que aprenderás los trucos. —Levantó la mano—. No es que te esté apoyando para que te metas aquí. De hecho, ahora que Baba no anda cerca, debo decirte que te salgas de esto.

—No veo que tú te estés yendo —replicó Daina.

—No, bueno, es un poco distinto.

—No veo cómo.

—Bien, querida. Amo esto. Y, de cualquier forma, entro y salgo, hago mis propios horarios. Eso es bueno, pero tengo que hacerlo porque debo trabajar cerca de mis clases en la universidad de Nueva York. El programa del doctorado en filosofía es un engorro... —Miró a Daina fijamente—. No lo entiendes, ¿o sí? No, ¿por qué habrías de entenderlo?

—Pues creo que sí. Creo que es la misma razón por la que estoy aquí y... con Baba. Es porque cuando regreso me siento... diferente.

—Ven aquí, querida —le pidió Denise después de no decir nada durante un momento y luego de alargar la mano hacia ella. Le acarició la espalda—. Tienes razón, ¿sabes? Sí. Pero aun... —sus ojos se empañaron—. Pero aun así estás soñando —se inclinó y besó a Daina en la frente—. Ahora vete —le dijo en voz baja. Sonrió y le dio una nalgadita.

—Regresaré mañana —manifestó Daina. Estaba renuente a irse.

—¿Podrías partir ya? Tengo que estudiar.

—¡Ah! —gruñó Marty mirándola a través de sus bifocales—. Pensé que quizá vendrías hoy. Te compré una dona con mermelada. —Levantó un pequeño paquete blanco de su desordenado escritorio y lo agitó.

—Gracias, Marty. Te acordaste —sonrió ella.

Tomó la bolsa y sacó la dona.

—¿Qué quieres decir con que me acordé? Por supuesto que me acordé. Para eso me pagan, para recordar. —Tamborileó sobre un costado de su cabeza calva—. Recordar. Mi esposa me dice: "Marty, no son sólo los números lo que recuerdas". Hay un depósito aquí adentro. Nado en cosas que me gustaría olvidar. Siéntate aquí —la invitó levantando un montón de papeles del asiento de un sillón destartalado y apilándolos sobre la vieja caja fuerte—. ¿Cómo va la escuela? —preguntó él cuando ella se sentó y empezó a comer.

—Supongo que bien.

—Estás haciéndolo bien, ¿verdad? —indagó, y la sospecha se coló en su voz. Agitó la mano—. Esto no es... no estás haciéndote tonta, ¿o sí? La educación es una conveniencia importante, ¿sabes? Hasta Baba estaría de acuerdo con eso, ¿no es cierto, Baba? ¿Lo ves? Tú no quieres acabar como la pobre Denise.

—¿Pobre Denise? ¿Qué quieres decir? Ella se va a graduar en la escuela nocturna.

Marty se inclinó hacia adelante y se limpió la escarcha de azúcar de las comisuras de la boca.

—Este no es un lugar para una chica con mucho cerebro —sentenció apuntándole con un dedo chato—. Eso va también para ti.

—Oh, dale un descanso —rezongó Baba desde la esquina—. Ella sabe lo que quiere.

—¡Bah! —interpuso Marty golpeando el aire entre ellos con la palma de la mano—. Ella es demasiado joven para saber algo acerca de lo que quiere.

—No creo que la edad tenga nada que ver con eso —replicó Daina.

—No, ahora no lo crees, pero más adelante lo verás —le vaticinó Marty.

—No verá ni una mierda a menos que yo pueda hacer coincidir estos números, así que vamos a calmarnos —recriminó Baba, lúgubremente.

—A ver, dame eso —solicitó Marty, inclinándose. —Quita tu mano, nene. No tienes nada que hacer aquí.

—¿Qué pasa? ¿Crees que no sé lo que esos números representan? ¿Que me interesa eso? —le arrancó de la mano a Baba la rayada hoja amarilla—. Vamos, me tomará sólo un minuto y luego podrás llevar a Daina a cenar bien. Este mes puedes permitírtelo. De cualquier modo, ¿dónde aprendiste a escribir? —murmuró Marty, empezando a mirar los números garabateados.

Repentinamente, la puerta del cuarto se abrió en forma violenta. Un hombre con un abrigo canela, armado con una pistola calibre .38 Pólice Positive, entró a la habitación moviendo la letal boca negra de un lado a otro. Usaba un pasamontañas rojo, blanco y azul, de manera que sólo sus ojos y sus gruesos labios rojos eran visibles.

Se movió dos pasos en el pequeño cuarto y ellos pudieron ver a su espalda a otro hombre vestido en forma similar y ligeramente más alto. Desde la penumbra pudieron oír la voz quejumbrosa de Tony que decía:

—¿Cómo iba yo a saber? Estaban entre el público y sacaron los pasamontañas antes de que cualquiera supiera lo que...

—¡Cállate! —gritó el hombre más alto. Sostenía una Magnum .357 con ambas manos y tenía las piernas ligeramente abiertas.

Nadie se movió en el cuarto.

—Bien. Denos la plata —ordenó el hombre del pasamontañas rojo, blanco y azul.

—¿Qué plata? —preguntó Marty.

—Hey, imbécil, no juegues —giró el cañón de la .38 en dirección de la vieja caja fuerte que estaba en la pared de atrás, en medio de donde Marty y Daina estaban sentados—. Ábrela ahora.

—Aquí nadie sabe la combinación. Y además... —protestó Marty.

Daina brincó con el rugido de la explosión. Marty voló contra la pared con los brazos extendidos. Su lápiz cayó al suelo, rodando, y la sangre brotó del agujero en su pecho. El golpe dado a una distancia tan corta le había arrancado los bifocales de la cara.

—No puedo ver —gruñó él. La sangre escurría por la comisura de su boca y su pecho se elevaba como si estuviera trabajando bajo una enorme presión, desinflándose como una balsa de hule agujerada.

—Marty —llamó Daina suavemente y luego un poco más fuerte—: ¡Marty!

—¡Cállate! —le ordenó el hombre moviendo la .38.

—¿Qué está pasando ahí? —gritó Tony.

—Te lo estoy advirtiendo, nene... —apremió el hombre más alto.

—Tony —respondió Baba—, todo está bien. No hagas nada.

—¿Y qué puedo hacer con una Magnum apuntándome a la cara?

—Me gusta ese espíritu, nene.

—Muy bien, ahora, venga —exigió el hombre del pasamontañas.

—Primero vamos a calmarnos —propuso Baba suavemente. No movió un músculo y Daina pensó: " ¿Qué quiere decir con que todo está bien? No está todo bien. Le dispararon a Marty"—. Hey, no vengas a decirme lo que... Es sólo un buen negocio, nene —afirmó Baba extendiendo las manos con las palmas hacia arriba—. No te hará ningún bien volar sesos. Este pobre bastardo ahora ya no va a abrir ninguna caja fuerte, ¿o sí?

—¿Qué hiciste? ¿Mataste a uno de ellos? —reclamó el hombre más alto.

—Tuve que hacerlo. Ahora ya saben que esto es serio. Debe haber medio millón reunido en alguna parte de esta pocilga.

—Sí, nene, y yo soy el único tipo que sabe dónde está, ¿entiendes? —afirmó Baba sonriendo cordialmente—. Ahora hablemos como caballeros. No quiero más disparos, eso es todo.

—Hablando no lograrás nada, negro —advirtió el hombre del pasamontañas—. Apúrate a actuar antes de que yo comience a pensar en lo que puedo hacer con esta niñita que está aquí.

—Seguro —asintió Baba con la sonrisa pintada en la cara todavía—. Tú estás a cargo.

—Puedes apostarlo. ¡Vamos!

—Primero tengo que levantarme, ¿está bien?

—Sí, sí. Sólo muévete —refunfuñó el hombre, irritadamente.

Baba se movió. Con las manos apoyadas sobre el escritorio, de algún modo elevó su enorme masa por el aire y voló sobre el escritorio. En el último segundo posible, sus poderosas piernas se desdoblaron y golpearon justo en la boca de la .38.

Las suelas de sus botas arrancaron la pistola del puño del hombre, e instantes después toda la fuerza de su formidable mole se estrellló contra el intruso.

El hombre cayó como una espiga segada. Baba, a horcajadas sobre él, levantó su brazo derecho. Su puño descendió haciendo un arco irregular y estrellándose en el lado izquierdo del pasamontañas. Se oyó un fuerte crujido y el hombre gritó.

Daina saltó cuando la Magnum .357 rugió. Se tiró de la silla, tapándose los oídos.

Baba ya estaba saliendo por el marco de la puerta. Daina escuchó unos horribles gruñidos y sonidos animales, y súbitamente el hombre más alto se precipitó a la oficina. Baba, con la cara transfigurada por un gruñido furioso, voló detras de él. Lo agarró por el frente del abrigo y lanzó un corto y potente opercut al centro del pecho. Parecía que en el mundo no había otro sonido más que el horrible crujido del hueso. El hombre sufrió un colapso por el terrible golpe y el músculo de su corazón se desmenuzó por los restos astillados del esternón que el puño de Baba había destrozado.

—¿Estás bien, mami? —le preguntó Baba, mirándola. Ni siquiera estaba respirando pesadamente.

Ella asintió en silencio y volvió la cabeza preguntando:

—Pero ¿qué pasa con Marty?

Baba la levantó en sus enormes brazos, pasando por encima de los cuerpos y de la sangre y abriéndose paso entre el grupo de curiosos que se arremolinaban detrás del escenario. Miró a Tony al pasar junto a él y dijo al oído de Daina:

—Olvídate de él, mami.

Daina cerró los ojos deseando dejar de temblar, pero todo lo que podía pensar era en la tranquila calle bordeada de árboles en Bensonhurst donde Marty había vivido. ¿Y qué le diría su esposa a las otras miembros de la sociedad de damas?, se preguntó a sí misma.

*

Era imposible ver a través de las altas puertas de hierro hacia el interior de Forest Lawn. La falange de reporteros y fotógrafos que rodeaban la entrada servían para ocultar, al menos durante un tiempo, lo que permanecía detrás de las puertas prohibidas.

—¡Jesús! —exclamó Rubens volviendo la cabeza—. Beryl tenía razón. Tendrás una gran oportunidad para hablarles de la película.

—No juegues a ser un bastardo tan frío —le recriminó Daina suavemente. Los trozos de recuerdos aún brotaban a la superficie como si fueran los restos de algún enorme naufragio—. Esto es para Maggie.

—Los funerales nunca son para los muertos —sentenció con un tono que indicaba que hablaba por experiencia—. Sólo son para calmar los temores de los vivos. —Y luego, añadió como si lo hubiera pensado después—: No tengo ningún interés en los funerales.

—¿Por qué? ¿Porque no tienes miedo?

—Sí.

Ella lo había dicho como una broma, pero su respuesta fue completamente en serio. Lo miró durante un momento, aspirando profundamente el humo del cigarrillo en sus pulmones. El silbido del humo al salir pareció el suspiro de un dragón. Se recargó contra el asiento de la limusina mientras se acercaban a la multitud acordonada y tomó la maciza mano de él entre las suyas, apretando muy fuerte sus dedos.

Era temprano en la mañana y el sol todavía no empezaba a abrirse paso entre la densa niebla, pero las luces de los flashes, estallando en filas mientras caminaban entre la multitud, trajeron una pálida incandescencia que parecía espectral y sobrenatural, como si hubiera sido diseñada por el director de efectos especiales de una película de terror.

Había una fuerte guardia de seguridad, mas, a pesar de eso, los fotógrafos consiguieron infiltrarse en el lugar. A Daina le parecían casi inhumanos en su fanático deseo de fraguar insinuaciones bastardas destinadas a promover la imagen de Hollywood, que prevalecía al este de Palm Springs. Estaban recostados sobre el estómago, detrás de los monumentos con adornos de mármol o agazapados detrás de los árboles como niños que jugaran, tomando rollo tras rollo de película de alta velocidad a través de monstruosos telefotos.

Bajando de la limusina de Rubens, Daina notó que un impacto la atravesaba. Estaba cara a cara con una mujer que se parecía tanto a Maggie que por un instante se sintió completamente dislocada. Estaba flanqueada por Bonesteel a un lado, y del otro por un hombre más bien pequeño, con traje oscuro de una talla más grande.

Bonesteel los presentó como Joan y Dick Rather. Joan era la hermana de Maggie. Dick bizqueaba ligeramente con un ojo. Les dijo que era de Salt Lake City, en donde él y Joan vivían ahora. Vendía aspiradoras. Daina ni siquiera suponía que alguien pudiera vivir todavía de vender aspiradoras.

—Es muy desconcertante —comentó Rather ruborizándose del modo que lo hace la gente cuando está incómoda y no sabe qué hacer, excepto hablar, como si temiera que el solo silencio pudiera atraer la pena—. Frecuentemente hablaba de venir aquí de visita, toda mi vida he vivido tan cerca y nunca había venido... —Estaba mirando al frente, directamente hacia Daina, lejos de su silenciosa esposa, lo que parecía un gesto muy deliberado—. Joan siempre encontró una excusa u otra. Ahora pasa esto y repentinamente estamos aquí... de algún modo no parece ser real. —Sus ojos parecían suplicarle como si dijeran: "Dime que esto es sólo una broma pesada".

—Lo siento —murmuró Daina y le pareció verlo retroceder.

—¿Lo siente? —inquirió Joan—. ¿Qué sabe usted de sentir pena?

—Fueron las primeras palabras que decía desde que habían estado juntos y a Daina le impresionó cuan distinta era su voz de la de Maggie. La hizo sentirse aliviada.

—Fui su mejor amiga, Joan —explicó Daina.

—Señora Rather —corrigió ella. Aquellos fríos ojos azules no parpadeaban—. Qué saben ustedes sobre la amistad... o la familia, ¿eh? —Dijo la palabra ustedes del modo en que cualquier persona diría "fango"—. No he visto a Maggie desde que se fue de St. Marys. Hace mucho tiempo de eso. —Sus ojos parecían arder con ese fuego frío y silencioso de algunos protestantes que nunca habían sido capaces de expresar sus sentimientos internos—. Fue demasiado tiempo para ser hermanas. Demasiado. —Dio un paso hacia adelante y su esposo la tomó del codo como si sospechara que estaba lista para embestir—. No puedo imaginarme por qué vino aquí o qué pudo haber visto en este lugar. Quizá porque no era una persona particularmente feliz, de algún modo encajaba aquí. Ninguno de ustedes que vive aquí es feliz. Lo sé. Todo lo que los hace felices es comerse vivos unos a otros...

—Joan...

Pero le lanzó a Dick Rather una mirada tan furiosa que él cerró la boca de inmediato.

—Permití que Maggie fuera enterrada aquí porque me dijeron que eso era lo que ella quería. Escogió estar aquí para bien o para... —comenzó a decir, pero no pudo terminar la oración y por un momento Daina pensó que había visto el brillante resplandor de una lágrima, como un breve despliegue de fuegos artificiales, en una esquina del ojo de Joan. Un instante después no quedaba huella de ello—. Los culpo a todos —su voz era muy baja, como si el remolino de la emoción se hubiera convertido en un puño fuertemente comprimido—. Todos ustedes la conocían. —Pronunció "todos", pero era bastante obvio que se refería a Daina—. Veían lo vulnerable que podía ser. Y aun así la dejaron... —tuvo que ahogar la siguiente palabra—, vivir con ese demonio. Nada bueno podía salir de ese tipo de cosas, solamente maldad. —Señaló con un dedo—: ¡Ustedes la mataron! ¡Ustedes mataron a Maggie! Y yo... yo ni siquiera puedo recordar ahora el timbre de su voz. —Finalmente su propia voz se quebró y su cuerpo empezó a temblar. Rather la sostenía de los hombros y ella apartó su rostro lejos de ellos. Pero no antes de que Daina viera que sus ojos estaban secos todavía.

—Joan... señora Rather —aventuró Daina, acercándose—, entiendo cómo se siente. No hay necesidad de antagonismos. Yo, ambas amábamos a Maggie.

—¡No se atreva a sermonearme! —estalló Joan retirándose del contacto de Daina—. Usted, miserable criatura, usted y todos los demás como usted. No necesito su compasión. Estoy bastante segura de que es tan real como su concepto de la amistad.

—Permítame decirle algo —repuso Daina—. Todos mis amigos son importantes para mí, pero ninguno lo es tanto como lo fue Maggie. Crecimos juntas en esta ciudad y durante los últimos cinco años nos platicamos todo. No hubo nada que no compartiéramos.

Joan Rather palideció, retrocediendo hasta que su marido jadeó estirándose para sostenerla antes de que tropezara. Pero esta reacción ante lo que ella sintió como odio, sólo acicateó a Daina.

—¿Piensa que no me importa que esté muerta?

—Pienso, querida, que le importa tanto como puede importarle. Lo que en realidad es decir muy poco.

—¿Y dónde estaba usted cuando lloraba durante toda la noche? No fue usted quien la sostuvo en sus brazos. Fui yo —acusó Daina.

En las mejillas sin maquillaje de Joan Rather aparecieron dos manchas de color como si fueran sombrillas abriéndose.

—No tiene ningún derecho de hablarle así —interpuso Rather—. No después de que ella...

—¡Cállate! —ladró Joan Rather, y la mandíbula de su esposo se cerró con un ruido audible. Se dirigió a Daina—: No podrá engañarme con esta plática sentimental. ¿Debo desplomarme y llorar en su hombro, llamándola santa? No, no. —Los tendones sobresalían a ambos lados de su cuello—. Si usted es todo lo que mi hermana pudo llamar una amiga, entonces lo siento mucho por ella.

—Joan, por favor... —suplicó Daina sintiendo que ahora era importante que ella fuera capaz de acercarse a esta mujer. Era bastante fácil decir que su amor por Maggie resistiría sin importar lo que pasara. Pero ésta era la única hermana de Maggie, su familia. Cortar tan abrupta, tan absolutamente con esta mujer, llenaba a Daina de una especie de miedo serpenteante que no podía tolerar ni definir—. No quiero discutir con usted. Las dos amábamos a Maggie. Seguramente, eso debería ser suficiente para unirnos...

—¿Unirnos? —repudió con un extrañamente alto y casi histérico tono de voz—. No tenemos nada en común. Absolutamente nada. —Levantó la cabeza hacia su esposo—. Vamos. —No lo llamaba por su nombre—. Hay otros lugares en donde podemos estar.

Daina, con el corazón encogido, los miró alejarse y pensó: "Lo siento, Maggie".

Volvió la cabeza y vio a Chris y a los otros miembros del grupo que estaban a unos cuantos pasos. Chris se veía ojeroso y macilento. Tie estaba parada entre él y Nigel, pero tenía sus largos dedos enlazados con los de Chris. Mientras Daina miraba, se volvió y le dijo algo al oído.

—Quiero ir a ver cómo está Chris —indicó Daina.

—Ve —asintió Rubens, mirándola. Su voz se había vuelto metálica.

—¿No vendrás conmigo? —le preguntó tocándole un brazo.

—Ve tú —repitió con la misma poca emoción en la voz.

—No hagas esto, Rubens —murmuró ella—. No aquí, no ahora. Por favor.

—Vine aquí contigo —le recordó él, no sin amabilidad—. Ahora es tu problema. No quiero tener nada que ver con ellos.

Dejó de hablar con una extraña inflexión y ella le apuró:

—Anda, querido. ¿Por qué no terminas?

—No estoy celoso, si eso es lo que estás pensando.

—Eso es precisamente lo que pienso —confirmó ella sonriéndole tristemente antes de alejarse caminando en forma cuidadosa por el pasto recién podado.

El olor le recordaba las viejas casas serpenteantes del Cabo, el chop chop chop de la podadora al amanecer sacándola del sueño, los cálidos días de agosto en mitad del verano, la fétida emanación de las almejas amontonadas en los vados y la cara de papá muy cerca de la suya, su tibio olor, encendido por la luz del sol y la sal, atravesando su ser. Cerró los ojos, se mordió el labio y sintió su pulso golpear fuertemente contra sus párpados. Una voz lloraba en su interior, suplicante y desamparada, y súbitamente sintió el sabor del hule en la boca, tan poderoso que casi sintió náuseas.

—Bien, veo que la prima donna no las tiene todas consigo esta mañana —comentó Tie con su extraño acento inglés.

Daina abrió los ojos. Tie era la única en el funeral que no llevaba ropas oscuras. Por el contrario, había escogido, con un cuidado notable, un traje color durazno, de seda cruda, con la falda hasta la cadera, medias con costura y zapatos rojos de tacón muy alto. Llevaba una gargantilla de rubí y unos aretes de rosca que hacían juego. Parecía como si se hubiera vestido para una sesión de fotografía de un anuncio.

—Chris, ¿cómo estás? —preguntó Daina, ignorándola.

—Él está muy bien ahora que se queda con nosotros —interrumpió Tie antes de que Chris pudiera abrir la boca.

—Pensé que debería estar solo —desairó Daina, preguntándose por qué sentía la necesidad de defender sus acciones—. Ciertamente necesitaba el descanso.

—Oh, sí —repuso Tie—. El descanso. En tu casa. Es muy altruista de tu parte —sonrió y, junto a ella, Nigel vislumbró su expresión. Tie sacó la barbilla—. ¿Qué te pasa? ¿El productor no es suficiente para ti?

—¿De qué estás hablando?

—Estoy hablando de ti y Chris —bramó Tie, salvajemente—. Todos sabemos lo que estaba pasando... cómo hizo a Maggie tan infeliz.

—¡Estás loca! —exclamó Daina. Pero se encontró recordando la última conversación telefónica que tuvo con Maggie. ¿De dónde había sacado Maggie una idea semejante?

—Maggie era una intrusa —siseó Tie—. Y también lo eres tú. Trató de abrirse camino en donde no pertenecía. —Extendió la mano con la palma hacia arriba como si la nada que sostenía allí fuera algún tipo de ofrecimiento—. Y ahí reposa. —Casi parecía que Tie estaba riendo ahora—. Murió por sus pecados.

—¿Pecados? ¿Cuáles pecados? —interpeló Daina buscando los ojos de Chris—. ¿De qué está ella hablando?

—De magia. Magia negra. Buscó romper nuestro círculo interno —aclaró Tie. Detrás del grupo había empezado una pelea. Por encima del hombro de Tie, Daina pudo ver a Silka maltratando a un fotógrafo. El hombre tiró un débil golpe y Silka, levantándolo de un brazo, le arrebató la cámara con el otro y la arrojó contra el tronco de un árbol. Se hizo pedazos y la película destrozada salió disparada como si fuera un resorte de juguete. Nigel volteó a ver, pero Tie no. Chris parecía estudiar acuciosamente las puntas de sus botas.

Cuando Silka regresó de entregar al fotógrafo a los guardias de seguridad, miró a los ojos de Daina como diciéndole: "Te advertí sobre Tie".

—¿Ya terminó? —preguntó Tie, y cuando Nigel asintió, ella aconsejó—: A Chris y a Nigel les simpatizas. No cometas el mismo error que tu amiga. Nada de lo que hay entre nosotros te atañe. Deja en paz el asunto.

—¿Dejarlo en paz? —preguntó Daina, incrédula—. Ella era mi amiga. ¿Cómo puedo dejarlo en paz?

Tie abrió la boca pero, antes de que pudiera decir algo, Bonesteel había tomado a Daina del brazo y estaba diciendo:

—Es hora. La llevaré de regreso.

Un silencio artificial cayó sobre ellos, como si estuvieran enlazados en algún tipo de pelea primordial. Se estaban formando los bandos, como un flujo blanco y negro, y le parecía a Daina que esta gente estaba involucrada en un juego monstruoso, que este tipo de carnada era todo lo que les quedaba en la vida para mantenerlos vivos. Las palabras de Joan surgieron en su mente: Todo lo que los hace felices es comerse vivos unos a otros. No, pensó Daina, no es cierto. No somos así. Yo no soy así. Alguna vez pude haber sido así, como mi madre. Pero aprendí.

Miró de nuevo sobre el hombro de Tie y vio a Silka mirándola. El se puso el índice sobre los labios y lo presionó contra ellos hasta que ella le permitió a Bonesteel voltearla y conducirla de regreso con Rubens.

—Quiero hablar con usted —pidió ella quedamente.

—Aquí no. Ahora no —respondió él. El eco de sus propias palabras hizo que Daina sintiera correr un escalofrío por su espina—. No tengo nada que decirle todavía.

—Sí, sí tiene... —empezó a decir ella, pero él ya la había dejado junto a Rubens, ocupando su lugar cerca de Rather. Supuso que él debió llamarlos.

El ministro comenzó. Parecía una ceremonia larga, sin sangre y sin alma. El ministro no había conocido a Maggie y aún así hablaba de ella como si ésta hubiera pertenecido a su iglesia desde niña. Tal vez Joan fue llevada con él y le contó los hechos esenciales de la vida de Maggie.

A la mitad, Daina se dio cuenta de que Rubens tenía razón. Los funerales no eran para los muertos sino para los vivos, porque allí no se veía huella de la mujer que había sido Maggie. Sólo un círculo de rostros ovalados, enmascarados con diversos grados de pena.

Finalmente, dos hombres corpulentos bajaron a la fosa el ataúd suspendido de las fuertes cuerdas. Para Daina, quien tenía los ojos llenos de lágrimas y a quien el corazón se le rompía, más de una persona estaba siendo enterrada allí.

Joan se separó de su marido y caminó con las piernas tensas hacia la orilla de la tumba. El ministro entonaba: "Las cenizas a las cenizas. El polvo al polvo...", mientras ella se inclinaba y tomaba un puñado de tierra suelta. Se veía absoluta y extremadamente sola. Durante un largo momento estuvo parada allí, rígida y sin movimiento. Tie volvió la cabeza y le dijo algo a Nigel. Con un gesto convulsivo, Joan estiró el brazo y arrojó la tierra hacia abajo, como una lluvia oscura sobre la brillante tapa del ataúd.