Uno

DAINA whitney cambió a segunda, acercándose a la perfecta horquilla de la parte oeste de la montaña, subiendo. Como se esperaba, el aire frío había llegado apenas después del atardecer, azotando los cañones y colinas de Los Ángeles, forzando hacia el este el indolente aire húmedo, alejando del valle el smog de hule quemado, hacia su lugar de origen.

Desde las alturas de Beverly Hills, los aureolados faros parecían esconderse bajo las bamboleantes coronas de las palmeras, alejándose, explotando en la bruma de la distancia.

Daina condujo con suavidad el plateado Mercedes hacia el centro del serpenteante camino. Cambió momentáneamente a tercera. Escuchó el profundo rugido del escape del automóvil y pensó en la frase de lan Fleming: "Ella manejaba como un hombre, con deleite sensual...", o algo así. La idea le recordó a Marion, su director en Heather Duell. Habían trabajado tenazmente en la película durante más de seis semanas, apenas recién llegados de las soleadas colinas al norte de Niza, donde estuvieron filmando en locación. Marion, quien traía consigo la reputación de poder manufacturar un sentimiento de autenticidad en todas sus tomas, insistió, sin embargo, en filmar todos los interiores en Hollywood.

—En el set puedo controlar el tiempo, detener la luz en el cielo, evitar que sople el viento, hacer que llueva —le comentó el día que volvieron—. En locación, uno está constantemente a merced del medio ambiente. Yo quiero poder controlarlo todo. Al fin y al cabo es para eso que viene uno a Hollywood.

Caminaba alrededor de ella, gesticulando, dejando escapar vapor como una máquina a máxima presión.

—Pero a cambio de ese control, uno renuncia a cierta parte de su voluntad. Estar en Hollywood te aleja completamente de la realidad. Mientras más le das, más absorbe de ti, como una ramera suprema. Y se siente tan bien, que no deseas que se detenga.

Daina recordó la primera vez que Monty, su agente, le mencionara este proyecto. "Regina Red" acababa de ser estrenada y había recibido excelentes críticas. Era una película espectacular, polémica, llena de alardes de dirección. Pero, lo que era aún más importante, se trataba de su primer papel estelar y, como el propio Monty señaló, ella se hallaba en un punto crucial de su carrera.

—Creo que estás lista —le anunció un día, mientras comían en Ma Maison—para ir más allá de Regina Red. —Ella tuvo que acercarse para escucharlo por encima del tintineo de vasos y el fluir de voces melosas que subían y bajaban mientras la crema y nata de Beverly Hills se paseaba frente a ellos, deteniéndose por momentos en esta mesa y aquélla, para intercambiar uno o dos comentarios cáusticos—. No estoy menospreciando la película, que quede claro. Cualquier cosa dirigida por Jeffrey Lesser atrae una enorme atención. Pero siento que es el momento preciso para que superes esas cosas de simple " ¡zap! ¡Pop!". Deberías ver. Me estoy ahogando en guiones para ti.

—Bien —celebró ella, riendo—. Eso sí es un cambio.

—Ten cuidado, Daina. En este momento lo más sencillo del mundo es conseguirte una película. Pero lo que no necesitamos es que te mezcles en un pedazo de mierda. ¿Quieres ver mierda? Como te dije, ven a mi oficina. Hay un montón allí. Esta ciudad exprime a sus escritores hasta dejarlos secos. En meses no he visto una sola idea razonable pasar por aquí.

Por supuesto, ella escuchó el "pero" que quedó flotando en el aire, sin ser pronunciado, tal como él lo esperaba; pero no estaba dispuesta a darle el gusto de anunciarlo ella. Se sentía como un perro con correa, sabiendo que parte de ese sentimiento surgía del aburrimiento causado por la inactividad, mientras Mark se hallaba filmando afanosamente su epopeya política. Y, de modo perverso, esto sólo pareció enfurecerla aún más.

—No quiero esperar un año para que tal vez llegue algún proyecto mítico que estés soñando. Quiero trabajar. De lo contrario, me volveré loca —alegó ella en tono cortante.

Fue en ese momento que Monty sonrió. Tenía, según ella, una sonrisa totalmente irresistible. Era amplia, ocupaba toda su cara, pero por encima de todo era cálida. Cuando sonreía así, ella confiaba en él implícitamente, porque sabía cómo hacerle a uno sentir que nunca había sonreído así a nadie más.

—¿Qué tal te gustaría —la interrogó alegremente—trabajar ahora mismo? —y le entregó un guión encuadernado en azul.

—¡Bastardo! —bromeó ella, riendo.

Monty le dio sólo esa noche para leerlo y ella sabía por qué: deseaba que su nivel de excitación se mantuviera alto.

Lejos de la oficina, desayunando en Malibú, él preguntó:

—¿Qué piensas?

Sólo de ver su cara, ya sabía lo que él pensaba. Bajó los ojos coquetamente.

—No estoy segura. Aún no lo he terminado.

—¡Maldita sea, Daina, te dije...! —se detuvo, percibiendo que ella se reía silenciosamente de él—. ¡Oh! —suspiró—. Bien, quizá si puedo responder algunas de tus preguntas, eso te ayude a decidirte.

Ella bebió plácidamente un trago de café helado, sintiendo una cierta satisfacción.

—¿Quién la dirige?

—Marion Clarke.

—¿Te refieres al inglés que dirigió esa "Stoppard en Broadway" hace, oh, dos años? —preguntó ella alzando las cejas.

—El mismo —asintió Monty—. Ganó un Tony con ella. Daina aún estaba confundida.

—¿Qué está haciendo aquí? ¿Y en películas?

—Al parecer es lo que quiere hacer —explicó Monty elevando sus pesados hombros y dejándolos caer—. Y ésta no es su primera película, ha hecho otras dos, pero ésas no cuentan. Los presupuestos eran ínfimos. La Twentieth está metiendo un montón de dólares detrás de este proyecto.

—¿Y cómo consiguieron a Clarke?

—Bueno... —Sus oscuros ojos se alejaron de los de ella, contemplaron el brillante bronce del sol matutino pintando las aguas del Pacífico. Varias gaviotas daban vueltas irregulares cerca de la superficie del agua, buscando su desayuno—. El productor lo llamó. Al parecer, tuvo la oportunidad de leer el guión con suficiente anticipación, hizo algunos cambios vitales, obtuvo una garantía del productor y se lanzó a una reestructuración total cuyo resultado —señaló con su pequeña cabeza de ave mientras sus hundidas mejillas temblaban como si fueran a sacudirse de su eterno bronceado—acabas de leer.

—Este productor... —preguntó Daina subiendo la guardia—, ¿quién es?

Monty se frotó la gruesa nariz, garabateó arriba y abajo con el tenedor haciendo un breve tatuaje en la madera de la mesa.

—Vamos, Daina...

—Monty...

El conocía ese tono amenazador, así que respondió casi a regañadientes:

—Rubens.

—¡Oh, por el amor de Dios! —explotó ella. Monty se tensó con los nudillos blancos aferrados a la mesa, como preparándose para un violento chillido—. ¡Ese hijo de perra ha estado tratando de meterme a la cama desde que llegué aquí! ¿Y ahora quieres que trabaje en una de sus películas? ¡No puedo creerte!

Se puso en pie, alejando la silla con la parte trasera de las piernas, y salió del frío desorden del restaurante dirigiéndose hacia la suave arena. Se alejó del edificio. Tras ella, el tránsito de la mañana pasaba sibilante camino a Sunset,

Se inclinó, se quitó los zapatos y se encaminó hacia el ondulante oleaje. Al límite del mar sintió la contradictoria dureza de la arena, su frescura. Entonces, el agua le bañó los pies cosquilleando sus tobillos. Tembló, experimentando una extraña sensación de terror apoderándose de ella ante la idea de trabajar con Rubens. Lo estuvo eludiendo durante mucho tiempo y ahora las cosas llegaban a este punto. Su enojo contra Monty estaba mal dirigido, lo sabía, y abruptamente se avergonzó del modo en que le había gritado.

Más que ver a Monty, lo sintió acercarse a sus espaldas. Se movía por la playa con dificultad, con el aliento arribando en jadeos rápidos y duros. Tardíamente, Daina recordó las pildoras que Monty tomaba para el corazón.

—Pienso —murmuró él con suavidad—que te estás comportando un poco como una primadonna. Este es el papel de tu vida. Tu...

—No me siento bien cuando empiezas a planear a mis espaldas.

—Rubens y yo somos viejos amigos. Nos conocemos desde hace... ¿cuánto?, diez años o más. Si enfocaras la situación objetivamente, Daina, te darías cuenta de que es algo perfecto para ti.

—¿Qué sabe Rubens de mis habilidades para actuar? —interrogó nuevamente enojada—. Yo sé lo que está buscando.

—Creo que te equivocas acerca de eso —rebatió Monty.

Ella agitó la mano pasando por alto sus palabras.

—Un amigo defendiendo a otro —punzó, apartando los ojos de la insistente mirada de Monty, mientras sus sentimientos se tornaban confusos. Rubens, pensó acremente, el nombre que abre todas las puertas en Hollywood, pero ¿qué puertas abría dentro de ella?

Hacia el oeste, sobre el Pacífico, el cielo ardía, suspendido como un telón, recordándole la dura lucha para pasar de ningún papel a pequeños papeles y a las actuaciones de reparto.

La luz del sol delineó el puente de su nariz y brilló en sus ojos, opacando su profundo color violeta. Sus labios, por lo general sensuales, estaban fuertemente apretados.

Cuando habló de nuevo, su voz era débil y sonaba repleta de amenazas:

—No soy una prostituta —exclamó—. Si Marion Clarke me quiere para Heather Duell, ¡maldita sea si no puede llamarme él mismo!

—Eso —replicó Monty tranquilo—es precisamente lo que hizo.

*

Marion Clarke no era, de ningún modo, lo que ella había esperado. Era más viejo, con la arrugada cara dominada por una larga nariz de patricio. Su cabello, de un suave gris metálico, estaba peinado hacia adelante, cubriendo la amplia frente al estilo de un senador romano. Ella se descubrió preguntándose si pertenecería a la clase alta inglesa, Oxford y esas cosas, con esa inclinación hacia el viejo mundo que John Fowles aplaudía como la virtud más elevada. ¿Podría Hollywood, se preguntó retóricamente, derrotarlo como un rudo cazador blanco disparándole a un magnífico animal salvaje?

Fijó la vista en aquellos ojos azules, penetrantes como astillas de hielo, y pensó: "No, no con esta apariencia dura". Pero, entonces, él habló y todo el hielo se convirtió en ríos y arco iris.

La primera vez que lo vio, en los terrenos donde se filmarían todos los interiores, él llevaba una copia del guión enrollada en un apretado cilindro. Pero cuando ella se presentó, se lo entregó a su asistente, un joven delgado y calvo, y luego tomó su mano, apretándola de modo firme y dominante, y comenzó a pasear con ella alejándose de los grupos de gente. Más que con las palabras, la guiaba con la mano y con esto Daina creyó entender la naturaleza del control que deseaba ejercer sobre ella, como lo hacían todos los directores.

—¿Qué tan bien conoces el guión? —preguntó con voz suave y neutra.

—Me temo que no he tenido tiempo de memorizarlo —respondió con una risa nerviosa.

Pero él ya estaba haciendo a un lado sus palabras, como si fueran una molesta nube de mosquitos invadiendo lo que, de otro modo, sería un glorioso día de verano.

—No. No hablaba de eso.

Esperó a que él continuara, pero no lo hizo. De hecho, parecía perdido en sus propios pensamientos. Se acercaban a una telaraña de calles, la idea que algún productor de televisión tenía de un barrio neoyorquino, aunque no se asemejaba a ningún área de la ciudad en que ella hubiera estado. Las luces se hallaban listas pero apagadas. El asfalto acababa de ser regado con agua, para que brillara. Todas las luces se encendieron al mismo tiempo y, casi inmediatamente, un largo Lincoln negro se deslizó junto a ellos, tan lento que el subido de las llantas era casi inaudible. Alguien gritó pidiendo más agua. Las luces se apagaron. Nadie los molestó.

—¿Y bien? —la interrogó súbitamente.

Ella trató de imaginarse lo que él quería.

—¿Hacemos una escena? —sugirió ella.

—¿Recuerdas la escena que va inmediatamente después de que hieren a tu marido? —empezó a decir como si hubiera estado pensando en ello desde un principio.

—¿Cuando volteo y le grito a El-Kalaam?

—Sí, desde allí.

—Yo no...

Pero él ya había comenzado y no tuvo alternativa, porque estaba trabajando con ella más desde adentro que desde afuera, manipulando como lo hacían los directores con los que había trabajado.

Era como arenas movedizas atrayéndola o, más bien, arrastrándola hacia abajo, hasta que se perdió y comenzó a aterrorizarse porque no recordaba los diálogos o cómo se suponía que debía reaccionar.

Entonces, algo que él dijo parecía incendiarla y supo lo que Heather Duell, lo que ella, tenía que hacer. Y al mismo tiempo entendió lo que Marion pretendía; que los diálogos en sí carecían de sentido, que era Heather, el personaje, lo que pretendía que ella definiera. Ver si podía, si llevaba en ella la chispa que Heather Duell debía tener. Sobrevivir el golpe físico a su vida. Sólo seguir adelante. Vivir.

Y sin saber en qué momento, como siempre pasaba en las actuaciones verdaderamente grandiosas, según había descubierto, cruzó la barrera, convirtiéndose en Heather Duell.

Daina resurgió deslumbrada y jadeante, habiendo experimentado una fugaz visión del montaje de la película, de la acumulación de tomas que vería diariamente, transformándose en la trama completa, desbordante de un profundo sentimiento tonal. Había recibido una probada del corazón del tema y tuvo la certeza de que ambicionaba el papel más que cualquier otra cosa en su vida.

Su pecho estaba tenso y en las sienes sentía un conocido latido, pero mucho más fuerte ahora que antes del mareo. Le parecía como el empuje depravado, asombroso y estupendo de la vida misma dividiendo el tiempo en pequeñas, veloces vidas independientes, separadas, divergentes, multitudinarias, reproduciéndose interminablemente. Y se dio cuenta de cuánto tiempo había pasado desde la conclusión de Regina Red, de cómo anhelaba que el ojo de la cámara la marcara de nuevo, la rodeara con su gran rectángulo de technicolor. Nacería de nuevo en pantalla ancha. Era tiempo para otra vida; podía sentir las oleadas en todos sus músculos, cables vivos hormigueando en su cerebro, y supo que esa noche no dormiría, que quizá no lo haría de nuevo hasta saber que el papel era suyo.

Dócilmente permitió que Marion la llevara de vuelta pasando junto a un par de botes de basura medio llenos, a lo largo de un callejón falsificado con su "suciedad" hecha a máquina, sus carteles cuidadosamente rasgados y decolorados agitándose en las paredes de ladrillo que, al fin, eran sólo yeso y madera prensada y, abruptamente, volvieron a entrar a Hollywood.

—Ahora escúchame —precisó deteniéndose de pronto y volviéndose para verla. La luz inundó su rostro, coloreando sus rosadas mejillas de bebedor—. Puedes pensar que Heather Duell es una historia de aventuras. Ciertamente, así lo piensa la gente de la Twentieth —mientras hablaba, cada palabra parecía escapar de sus labios por separado, como si tuviera vida propia—. Puedes estar segura de que no pasaremos por alto ese aspecto —afirmó riendo un poco, como si sus delgados y amplios labios fueran una salida resistente, una temblorosa chimenea de fábrica soltando un poco de vapor. Levantó el dedo índice—. Pero no te dejes engañar. Este es totalmente otro tipo de película.

"El terrorismo como concepto es tan epidémico en esta década como lo fue el comunismo en los años veintes. Ambos son ideales políticos, pero ésta no es una película sobre el conflicto judío—palestino. No vamos a hacer una película de guerra, ¿comprendes?

Levantó el índice aún más, hasta que la punta tocó su plateada sien.

—Lo que perseguimos es algo más amplio —continuó—, algo que todos entenderán. Es la aterrorización de la mente; el efecto que produce en un individuo —frunció los labios, pensativo—. Después de todo, Heather Duell no es muy distinta a ti ni a los millones de mujeres que verán esta película.

"Hasta ese momento, ¿qué tan drásticamente altera su vida? ¿Qué contacto había tenido con el terrorismo, la violencia, la tortura del alma?

"Pero ahora —exclamó agitando el dedo como un profesor de escuela siguiendo la pista de un punto sobresaliente—, ahora la han golpeado entre los ojos y esto es lo que encenderá la película: ¿cómo cambiará ella ante esta nueva confrontación con el terrorismo? ¿Qué le ocurrirá? ¿Comprendes?

"Aquí yace el verdadero poder de Heather Duell, el motivo por el que he ido tan lejos para dirigirla, el por qué Rubens ha puesto tanto dinero suyo en ella; no las armas, ni el camuflaje, ni el hedor de la cordita y el miedo. Estos son recursos maravillosos y, utilizados juiciosamente, ayudarán a convertir la película en un éxito estrepitoso.

"Pero eso no es suficiente. En el camino, uno debe hacer una elección consciente, ¿comprendes? No es suficiente hacer películas que simplemente entretengan, Daina. Somos los hacedores de sueños del mundo y, como tales, tenemos la terrible responsabilidad de no llenar constantemente las cabezas de la gente con aserrín. Debemos esforzarnos por ser los portadores de la emoción, por ofrecer al público algo que de otro modo no podría descubrir. Esta esa nuestra particularidad.

Marion estaba entregado ahora, con las mejillas enrojecidas por una oleada de sangre. Continuó:

—Esta es una historia de horror mental, de un choque de voluntades: el delicado cosquilleo de temores que crecen a cada momento que pasa, una bomba sin estallar que amenaza a la totalidad de la civilización porque llega hasta lo más profundo. Y qué pasa con Heather Duell en todo esto, ¿eh? Esto es lo que debes preguntarte a ti misma, Daina.

¿Vivirá o morirá?

Marion era así, pensó Daina mientras cambiaba de velocidad para tomar en la carretera una curva particularmente cerrada. Uno debía empezar a vivk el papel para él y para uno mismo, antes de que él permitiera que las cámaras rodaran y capturaran cada expresión para siempre.

Pensó en la última escena que hiciera con El-Kalaam, El choque de voluntades, como Marion lo había llamado.

Y esos recuerdos de furia y energía hicieron volar por su mente multitud de imágenes de Manhattan: sombras azules en las calles, musculosas cañadas de acero y vidrio polarizado, el viento caliente de agosto riendo a lo largo de Riverside Drive, el parque lleno de puertorriqueños vestidos con camisas sin mangas, cocinando plátanos y frijoles negros en anafres improvisados, con la oscura cacha de una .22 asomándose por la parte trasera de alguna pretina. El español callejero zumbó en su cabeza como si surgiera de una película antigua y desincronizada. ¿Habían pasado apenas cinco años?

Ella cambió a segunda de nuevo. La angosta carretera se hacía casi vertical en ese punto, razón por la cual usaba este camino; amaba los colores y las texturas que pasaban fugazmente a su lado, el reto a sus reflejos y a su coordinación. Una cumbre había quedado abajo. La noche de L. A. llegó silenciosamente, como un amante luminoso y fugaz.

Giró en una envolvente ese y, súbitamente, se sintió en el umbral de una gran aventura, como si fuera Cortés sintiendo un indicio de grandeza en los violentos mares, dirigiéndose al México incrustado de oro.

Monty tenía tanta razón... Heather Duell era su película ahora, y habría de elevarla al estrellato o destruirla. Sintió un escalofrío que deslizaba dedos fantasmas por su espalda y se agitó en el asiento deportivo tapizado en piel. Tantas cosas dependían de otras personas... Todo tenía que unirse, todos los cabos sueltos, para que el éxito llegara. ¿Estaba viajando en un cohete o...?

Sus dedos se crisparon sobre el volante mientras junto a ella volaban las paredes de estuco color crema y azul claro; empujó súbitamente la palanca de velocidades, en su furia casi traspasando el alfombrado con el pedal del embrague. ¿De qué se preocupaba después de todo? Ella era una actriz. De ella dependía tomar aquellas líneas muertas impresas en las blancas páginas y darles vida. Tenía que convertirse en Heather Duell, dejando que el papel creciera a su alrededor, sin conciencia, hasta que ella entrara a una nueva realidad, a una nueva vida, dejando el ser que era Daina Whitney, separado y flotando como un simple observador interesado en otra personalidad.

¿Y cuál era el misterioso proceso a través del cual ella era capaz de realizar esta hazaña? No lo entendía; solamente sabía que le daba un inmenso poder. Pisó fuertemente el acelerador.

Su excitación era una fiebre que la empujaba hacia adelante. Aspiró los aromas nocturnos del follaje de la ladera. Mark ya debía haber regresado de locación, pensó. Sus días fuera de L. A. se habían superpuesto, habiendo él partido después de ella. Se llamaron con poca frecuencia y no se escribieron para nada; y cada vez, en forma más insistente, ella tuvo que escuchar inquietantes historias sobre el desordenado progreso de su película: una película de guerra (virulentamente antibélica, "Coppola fracasó en el intento", decía él con frecuencia), que debido a las constantes revisiones del guión estaba notablemente retrasada. Y el dinero... tenía que venir de alguna parte.

Se sintió inundada por una tibieza mientras desechaba esos pensamientos. Ahora era el final del día y atrajo la imagen de él para rodearse con ella como con una manta, sintiendo la fuerza de Mark penetrar en su carne, en sus huesos, en tanto se lo imaginaba acariciándole la espalda, con su ardiente boca cubriendo la de ella...

Dio vuelta en la entrada de su casa y apagó el motor. Las luces se encontraban encendidas adentro, como una alegre bienvenida, pero las del exterior estaban apagadas. Típico en él, pensó. Está tan dedicado a la política, que lo mecánico no tiene importancia.

Subió las escaleras alegremente, balanceando su bolsa como si fuera un bastón, tarareando. La hiedra verde oscuro, excesivamente crecida, exuberante, a cada lado de la entrada, brillaba con la última luz reflejada en la inmensa esfera del cielo. Giró la llave en la cerradura de la ancha puerta de roble y entró.

Congelada en el umbral, se detuvo y miró con horrorizada fascinación a los dos cuerpos copulando sobre el desnudo suelo de parquet. Su sangre empezó a correr aceleradamente mientras la furia bombeaba adrenalina y sintió una presión en los oídos al mirar con fijeza las bestiales embestidas de las negras nalgas de Mark, adelante y atrás, adelante y atrás, como el péndulo de un reloj infernal indicando el fin de los instantes de amor que quedaban en el mundo.

Extrañamente asombrada, se encontró pensando que la muchacha en el piso debía sentir frío. Entonces, lejanamente, escuchó el jadeo y la suave succión líquida, y la conciencia de este trastocamiento la humilló, la hizo sentirse tan perdida como una niña pequeña, recordándole su primera y única intrusión en la recámara de sus padres una mañana temprano. Experimentó una especie de vértigo, una rara y atemorizante presión a lo largo de su pecho, como si de algún modo hubiera entrado en una bolsa de gravedad incrementada. Se sintió terriblemente desanimada, desensibilizada hasta la inmovilidad.

Entonces, la muchacha gimió y el hechizo quedó roto. Fue como si Daina hubiese recibido una descarga eléctrica, violenta y elemental. Levantó el brazo, arrojó su bolsa y saltó hacia adelante, de modo que estuvo ante ellos casi al mismo tiempo que su bolsa golpeaba a Mark en un costado de la cabeza.

—jEy! —exclamó Mark torciendo el cuello al levantar la cabeza. Empezó a separarse de la muchacha.

—¡No, no, no! —protestó ella subiendo la voz hasta gritar, mientras sus largos y pálidos dedos serpenteaban sobre los tensos bíceps de él—. ¡No te detengas ahora! ¡Todavía no! ¡No... oh! —dejó escapar el aliento como una explosión.

El puño cerrado de Daina descendió sobre la ruborizada cara de Mark. Estalló en su oreja. Mark jadeó. Entonces, su hombro chocó contra el de él y Mark salió de la muchacha con un chasquido como el de un corcho saltando despedido de una botella.

—¡Ey, ey! —exclamó levantando los brazos—. ¡Qué demonios...! —su erguida dureza ya desinflándose.

—¡Estúpido bastardo! —era todo lo que Daina podía gritar—. ¡Estúpido bastardo! pensó que todas las palabras no dichas podrían ahogarla.

Sola en el piso, la muchacha saltaba y rodaba, sus dedos atenazados entre sus mojados muslos, con los enrojecidos pechos temblando. Un delgado hilo de líquido aún la unía a Mark.

—¡Por Cristo, Daina! —suplicó Mark.

Pero, golpeándolo, no lo dejaba hablar. Ya había hablado demasiado. Se abalanzó sobre él no como lo haría una mujer, sino como un hombre; dándole buen uso al entrenamiento recibido como preparación para la película, aunado a lo practicado en Nueva York, donde había crecido aprendiendo a defenderse, a lanzar un balón de fútbol a treinta metros, en una espiral perfecta. La roja, roja furia no alteraba nada.

—¡Daina, Daina, por amor de, uf!... Por el amor de Dios, ¿vas a escucharme? Pero no lo escucharía, sabía que él era bueno para eso, su lógica, su razonamiento, el centro de su posición política. Su puño lo alcanzó de lleno en la boca, sus nudillos giraron en el último instante para que su anillo de oro y jade, el que se había comprado como regalo de despedida cuando dijo adiós a Nueva York para venir aquí, se marcara a lo larga de su labio inferior, desgarrando la blanda carne. La sangre brotó en listones rojos.

EI saltó, alejándose, con los ojos dilatados por el miedo a ella. Supo en ese aterrador momento que no la podría controlar. Ella vio el miedo torciendo su atractivo rostro oscuro.

Los ojos de Daina ardían y buscó su pesada bolsa nuevamente.

—¡Lárgate de aquí, hijo de perra! —gritó. Se sintió incapaz de llamarlo por su nombre—. ¡Lárgate ahora! Y llévate esto contigo —bramó clavando un pie en el muslo de la muchacha, sacándola de su éxtasis.

Cautelosamente, sin apartar su mirada de ella, Mark la rodeó hasta que pudo poner de pie a la muchacha, sin correr riesgos. Era delgada, casi frágil, su perfecta piel oscurecida por el sol de California. No tenía marcas de ropa en su bronceado cuerpo y de hecho, incluso ahora, no mostraba señales de vergüenza. Y ahora que Daina la veía bien por primera vez, se dio cuenta, con un ligero estremecimiento, de que no podía tener más de quince años. Sus pequeños pechos parecían ser solamente un pezón erguido y se había rasurado el montículo púbico.

Mark lo intentó una vez más, su ropa y la de la muchacha bajo un brazo como plumas de muda, pero Daina lo detuvo diciéndole:

—No. No digas una palabra. Fuiste sólo un huésped aquí. Sólo un huésped y nada más. No quiero oír nada de lo que tengas que decirme. —Las lágrimas brillaban en las esquinas de sus ojos y le resultaba difícil ver—. No hay justificación alguna... nada...

Y entonces él, tambaleándose, salió por la puerta hacia la noche, arrastrando a la desnuda y ahora temblorosa muchacha, rodeando hacia el costado de la casa donde tenía su automóvil.

Como si viniera de algún lugar de las profundidades del mar, pensó Daina al escuchar la breve tos de un motor arrancando, los ecos rebotando en las colinas, alejándose demasiado lentamente. Por la ventana vio dos puntos color rubí, como ojos de serpiente vacilando en un horrendo más allá; ahora visibles, ahora extinguidos por los suspirantes árboles, en tanto que los botones amarillentos de los faros se habían borrado ya en la distancia.

Se mantuvo muy quieta, escuchando el silbido del viento en los árboles, sintiéndose como un fenómeno arrancado de su habitat, como una sirena lo suficientemente estúpida para haber sido capturada en la red de un pescador, arrastrada desde las profundidades del mar oscuro y frío hasta el brillante mundo de la superficie donde todo era nuevo, extraño y ciertamente atemorizante.

El frío la invadió de nuevo y se rodeó con los brazos, pateando la puerta que se cerró con un golpe. Tenía la carne de gallina. Mi casa. Mi casa. La frase giraba en su mente. Esta es mi casa, pensó. El era solamente un huésped aquí. Un maldito vago al que invité hace dieciocho meses. Para compartir... Dios mío. ¡Dios mío!

Se retiró de la ventana, caminó débilmente hacia la sala y se detuvo en el bar. Miró fijamente las botellas de licor y, al estar tomando la de Bacardí, se tensó eléctricamente y el claro licor se agitó dentro como un mar tormentoso. Se sirvió tres dedos de ron y lo bebió de un solo golpe, como si fuera medicina. Cerró los ojos y se estremeció. Empujó lejos de sí el pesado vaso de cristal cortado, agitó la cabeza y corrió hacia el vestíbulo.

Precipitándose en la recámara, abrió violentamente el armario, arrancó toda la ropa de Mark, fue al buró y vació el resto de sus cosas en el centro del tapete. Arrojó lo que pudo en la arruinada maleta que, según él decía, había sentido el calor de La Paz y el esplendor de Buenos Aires, los misterios y miserias de Moulmein y Lom Sak; y la cerró con fuerza. Con esta carga en una mano y el resto de las ropas bajo el brazo, caminó torpemente por la casa, golpeándose el dedo del pie con la pata de una silla, maldiciendo al pasar por la puerta principal.

Afuera, los pájaros cantaban dulcemente, revoloteando entre las copas de los árboles. Un perro ladró enojado desde el otro lado de la colina, quizá por la cautelosa intrusión de un coyote en su territorio. Un radio bramó brevemente música de rock antes de ser apagado.

Fue a la ladera donde la larga hierba crecía salvaje y las zarzas eran gruesas y espinosas. Miró la maleta al levantarla. Había sido la compañera constante de Mark mientras viajaba desde Burma a Tailandia y de allí, así lo sostenía, cruzando la frontera de la prohibida Camboya, corriendo un gran riesgo personal. Porque ésta era la causa que afirmaba defender, sangrando por un pueblo mutilado y agonizante al otro lado de la aurora, porque se sentía responsable, al menos en parte, de su tormento y destrucción. Pero aquello a lo que había estado expuesto en la travesía debía, como radiación, haberlo cegado a otros conceptos igualmente fundamentales y más cercanos a su propio hogar. Como un astronauta que regresa a casa después de una caminata en la luna, pensó Daina, llegó cambiado, su mente se notaba torcida, sus emociones eran una grotesca parodia de lo que una vez fueron. Las llamas de alguna hoguera desconocida lo habían endurecido.

Al fin, Daina arrojó la pesada maleta hacia la noche, mirándola rodar como en cámara lenta, girando por esa ladera cubierta de oscuros helechos, la densa maleza de una jungla. Veinte metros más abajo, su esquina chocó contra la tierra. La tapa se abrió por el impacto y la ropa salió despedida en una silenciosa explosión.

Entonces, con gran deliberación, Daina dejó volar la ropa suelta de Mark, pieza por pieza, hasta que sólo quedó una prenda. Era una camisa de seda que ella le comprara en su último cumpleaños, su favorita le había dicho Mark un día. Haciendo con ella una bola, la arrojó siguiendo el camino de los otros despojos. La rama de una acacia gigante la detuvo por un instante en su camino hacia el fondo de la colina y quedó ondeando como él último estandarte en un campo de batalla ya perdido. Luego, el frío viento nocturno, tirando de ella, la levantó como una cometa liberada de su cuerda, cada vez más lejos. Pero le había vuelto la espalda antes de que se perdiera de vista.

Dentro de la casa, con la puerta del frente cerrada, bajo llave y encadenada por primera vez en muchos meses, ella se estremeció.

Las cigarras. El tic tac del reloj de la cocina. Miró al vacío, abrazándose. El aturdimiento disminuía lentamente. Alcanzó el teléfono y marcó el número de Maggie, pero a la cuarta llamada, cuando respondió el servicio de mensajes, se dio cuenta de que debía estar en el estudio con Chris y que esta noche no tenía ganas de verse envuelta en ese frenético escenario.

"¡Maldita sea!", musitó para sí, y volvió por el vestíbulo para cambiarse. Decidió que lo que debía hacer era salir de la casa. La Bodega era un lugar donde se podía refrescar y relajar.

Se detuvo, mirándose en el espejo del baño; una visión fantasmal a través del tiempo y el espacio. Una marea la atrajo hacia la fresca habitación cubierta de mosaicos. Todo movimiento cesó por un momento. Podría haber sido una estatua flotando en la inarticulada luz difusa. Con un súbito movimiento de su brazo bronceado encendió las luces del espejo y un arco iris enmarcó su rostro, iluminándolo. Sin quitar la vista de la imagen reflejada en el espejo, se sentó lentamente. Levantando las manos apartó la selva de cabellos color miel que cubría su hombros. Observó su cara como lo haría con una imagen en la pantalla, notando la recia estructura ovalada, los ojos separados, largos y levemente rasgados en las esquinas, con un rocío dorado en los iris violetas, los pómulos altos. Pensó que se parecía más a su madre que a su padre.

Comenzó a llorar, aunque hasta hacía un momento estaba segura que no lo haría. Inclinó la cabeza acunándola sobre sus brazos doblados y sollozó. Se meció un poco, encontrando un leve consuelo en el movimiento. Cuando terminó se levantó y, abriendo las llaves, se lavó la cara.

Pero el agua en el lavabo sonaba como la voz de Mark susurrando: ¡Querida, querida! Se sacudió, disgustada por su autocompasión.

¡Crece!, se dijo salvajemente. ¿Para qué demonios lo necesitas? Su cuerpo tenía lista una respuesta a eso. Era lo único que la había hecho sonreír en toda la tarde.

Se desvistió con rápidos movimientos y entró a la regadera. Momentos más tarde se ponía una camisa azul de seda. En un principio pensó ponerse unos pantalones vaqueros; pero, de algún modo, los pantalones le parecieron mal para esta noche y se puso una falda envolvente, con diseños azul profundo y amarillo pálido. Se contempló, miró sus senos firmes y altos, senos estilo Kim Novak le había dicho Rubens alguna vez, bromeando; su angosta, mas no delgada, cintura; sus largas piernas de bailarina.

En la noche y en el Mercedes plateado, soltó el acelerador alrededor de la horquilla y se lanzó a una trama de movimiento. El viento enredaba su cabello y las luces del valle, rodeadas por halos de bruma, parecían parpadearle a través de la estampida de follaje negro como el cielo.

El auto palpitaba bajo ella como un corazón. Pasó rápidamente junto a un alto muro de contención de piedra y concreto, y por un instante le llegó el penetrante olor de la gasolina cubriendo el perfume de las madreselvas. La hizo pensar en las calles de Nueva York, rugientes y borrachas de vida, bamboleándose a su marcha, incontenibles, majestuosas en su crudeza.

Estos eran extraños, inquietantes ecos de una época de su vida en la que no tenía nada suyo, nadie a quien acudir. Sola, llena de miedo e ira contenida, descubrió que la única manera de sobrevivir era recurrir a las calles; solamente la gente de allí la trataba como a una persona íntegra que pensaba y sentía y vivía como una entidad discreta y separada.

Ahora sintió el viejo anhelo por Baba y nuevamente las lágrimas rodaron por sus mejillas. No te hagas esto, pensó. Ya has estado antes en ese camino y sabes a dónde te conduce. Se estremeció. Estoy al borde del abismo. El que Marion me empuje a nuevas profundidades es suficientemente atemorizante, sin necesidad de que Mark haga estallar nuestra relación en mi cara. ¡Maldito sea! Se sintió cohibida, fuera de lugar, las opulentas casas que pasaban junto a ella no podrían haber sido más extrañas si acabara de llegar de otro sistema solar.

Se limpió los ojos, jaló violentamente la palanca de velocidades, sintió al Mercedes saltar, patinándose en una cerrada curva. La niebla se estaba levantando, azotándose junto a ella como velas fantasmales, y súbitamente se aterrorizó, sintiendo como si el mundo estuviera lleno de una nada tan grande como la que sentía en su interior.

Con un gruñido salvaje se inclinó hacia adelante, empujó un casete en el estéreo y, subiendo el volumen al máximo, escuchó el duro pulso eléctrico y mordiente de los Heartbeats: el agudo staccato de los tambores contra el pesado apoyo del bajo; las guitarras y los teclados acompañando a la furiosa voz de Chris, todo salía de las bocinas, disparado como balas: Todas las veces que he intentado /hacerte, romperte /aguijonearte y torcerte/ sabes que te hallaré a donde vayas... Echó la cabeza hacia atrás, dejando que el viento le apartara el cabello de la cara. Atada y amarrada/burbujas de hule en mi boca/no es el momento de huir; no hay modo/llevado por las fuerzas, en medio de la noche... Sus labios se separaban de sus dientes por la fuerza del viento y, por este solo momento, no tenía que pensar, simplemente sentía el pulso visceral de la música como si fuera una corriente arrastrándola hacia el mar. Llevado por fuerzas/sin luchar.

L. A. era un hemisferio verde limón a sus pies, palpitando bajo el pesado smog como si un alma profundamente sepultada estuviera luchando por liberarse de la atormentadora garra de la ciudad.

Se precipitó hacia abajo para encontrarla.

*

La Bodega era una masa de luces deslumbrantes, reflejándose y moviéndose de arriba abajo como una comunidad de luminosas criaturas marinas en la superficie del agua. A esta hora, Marina del Rey no estaba atestada de gente; Admiralty Way se encontraba desolada, en una forma que ningún habitante diurno podría reconocer. Los enormes yates se veían reducidos a sombras bidimensionales, con sus antenas como látigos mandando misteriosas señales hacia el cielo.

Ella amaba este restaurante por encima de todos los demás en L. A. Conocía a todos aquí y ellos hacían lo posible para hacerla sentir como en casa. Estaba lo suficientemente lejos de Rodeo Drive, en Beverly Hills, para alejarla de las principales figuras de la moda y la fama, a quienes detestaba.

La Bodega había sido construida para asemejarse al establecimiento portuario cuyo nombre llevaba, incluyendo los grandes barriles de cedro añejo y las enormes cajas de madera selladas con los nombres de los puertos más exóticos del mundo: Shangai, Marsella, Pireo, Odessa, Hong Kong, Macao y aun San Francisco. Colgadas del techo había pesadas redes de cáñamo cargadas de pacas.

Era un lugar amplio y más bien desordenado, que le recordaba a una hostería de Nueva Inglaterra, cuya vista hacia el mar era un enorme balcón hundido y cubierto de vidrio con el más impresionante panorama del puerto en un radio de setenta y cinco kilómetros.

Como siempre, estaba repleto, pero Frank, el capitán, sonreía y charlaba a la ligera, con su pesado acento italiano, acerca de su ropa, su cara, qué bella, qué bella, y la guió hacia una mesa junto al mar, mientras las cabezas giraban en una larga y serpenteante fila más allá del bar. A otros asistentes se les decía, educada pero firmemente, que habría una espera de por lo menos una hora para las mejores mesas.

Ordenó un Bacardí en las rocas con unas gotas de limón y se lo sirvieron al instante. Por un tiempo que pareció interminable se quedó sentada, bebiendo de su copa, contemplando los reflejos de la gente del bar que estaba calladamente ingiriendo su cena, mirándose fugazmente unos a otros con los ojos hinchados. Y por primera vez pensó que sabía lo que ellos podían sentir. Se volvió y descubrió que estaba mirando su propio reflejo en el vaso. Trazó la silueta de su nariz, imperfecta y torcida, sintiéndose inmensamente satisfecha de no habérsela arreglado nunca. Sólo había querido eso, pensó.

Jean-Carlos, no. No llegó a sentir ningún miedo mientras subía los escalones hacia la escuela que él tenía en el segundo piso del número 8666, Tercera Calle Oeste en Los Ángeles.

—¡Saludos, Daina! —había dicho, sonriendo ampliamente y apretando su mano entre las suyas. Ella podía sentir sus gruesos callos amarillos, duros como el concreto—. Bienvenida a la escuela. —Puso una mano en su hombro—. Aquí todos nos hablamos de tú. Sin ceremonia[1]. Mi nombre es Jean-Carlos Ligero.

No podía haber sido mexicano, pensó ella. Tenía el pelo corto, ondulado y rojo, y una frente angosta bajo la que brillaba un par de ojos azules.

—Ah, chica[2] —dijo con su retumbante voz que parecía brotar de su pecho y no de su laringe—, esto te da personalidad —y deslizó la dura punta de su dedo por el puente de la nariz de Daina.

Tenía una boca ancha sobre la cual se arqueaba un delgadísimo bigote rojo oscuro, perfectamente recortado. Tenía un mentón duro y agresivo y, en general, su cabeza era más bien cuadrada. De caderas estrechas se movía con la gracia de un bailarín, pero sin afeminamiento alguno.

—¿Eres de las islas? —aventuró Daina.

Su piel se arrugó mientras sonreía. Las líneas surcaban su rostro como evidencia directa de los estragos del tiempo sobre la carne humana. Sus dientes destacaban asombrosamente amarillos contra su bronceada piel.

—La isla, cara. ¡Cuba! —exclamó, y la sonrisa desapareció como las nubes que huyen ante un sol agonizante—. Escapé hace veinte años del Castillo del Morro; me llevé a otros tres conmigo y dejé allá a Fidel... también a mi familia: mis hermanos, mi hermana.

"Ahora... —Se paró frente a ella, sus puños cerrados sobre sus caderas. Estaban en el centro de la amplia habitación. Un par de enormes tragaluces llenaban con una luz difusa y tenuemente constante todas las partes de la habitación, incluyendo los rincones. A lo largo de una pared había una barra de danza, de madera pulida, sobre la cual colgaba un espejo largo y, bajo éste, una compleja red para crear sombras. El piso era de madera, cubierto parcialmente con sencillas esteras grises. Por lo demás, estaba completamente desnudo.

—¿Este es el lugar? —preguntó Daina, mirando a su alrededor.

—¿Qué esperabas? ¿Algo un poco más exótico, quizá; arrancado de las páginas de una novela de James Bond? —se burló con una sonrisa traviesa.

Ella le devolvió la sonrisa, relajándose al fin.

—Ven —la llamó con una seña—. Veamos tus manos. Las extendió ante sí.

—Primero lo primero —advirtió con seriedad e hizo aparecer unas tijeras de manicurista—. No puedes hacer nada con éstas.

Se puso a trabajar diestramente en sus uñas, recortando todo el exceso hasta que parecieron masculinas. Pasó las puntas de sus dedos por las orillas semicirculares, una por una, asintiendo satisfecho. Entonces, se alejó de ella.

—¿Comprendes por qué estás aquí?

—Sí. James, mi marido en la película, me ha enseñado a ser un cazador consumado.

—Bien —asintió. Su voz era cortante pero, como él mismo había dicho, sin ceremonia—. Este entrenamiento especializado es para una película, sí, pero lo que te enseñaré en las próximas tres semanas no es fingido. Esto debe quedar bien claro. No es una broma. Vas a aprender la verdad: la ciencia de las armas, cómo sostenerlas, reconocerlas, cargarlas, dispararlas. Cómo hacer uso de tus manos, de un cuchillo y demás. —Levantó los hombros—. A algunos directores no les importa mucho... siempre que se vea bien cuando hacen la toma, están satisfechos, ¿no? Yo no trato con esa gente. Los mando a otra parte. No puedo permitirme perder el tiempo. —Levantó un largo índice—. Marion y yo hemos pasado muchas tardes agradables con... conoce el ron y la caña de azúcar. Bebemos, masticamos, hablamos. Este hombre sabe lo que quiere, así que recurre a mí. "Tomará más tiempo" —le digo—, "pero cuando tu gente termine mi curso, sabrá lo que debe saber". Muy bien. Comenzamos —declaró dando una palmada.

—Pero aquí no hay nada excepto esas esteras —objetó Daina mirando otra vez.

—Paciencia —aconsejó Jean-Carlos—. Todo lo que necesitas está aquí en esta habitación —hizo aparecer una pistola de la nada y se la arrojó. Ella la atrapó torpemente.

—No, no, no —denegó él con calma—. Hazlo así —y le enseñó cómo—. Esta es una automática. —Volteó la pistola para enseñarle la parte inferior de la cacha—. Aquí se coloca un cargador de balas. —Volvió a girar el arma—. Como ves, no tiene cilindro. —Levantó la mano de nuevo—. Nunca le confíes tu vida a una automática. Se encasquillan con demasiada frecuencia. Usa un revólver. Ten —ofreció, y de la misma nada extrajo otra arma—, prueba esta especial de policía. Es una pistola más pesada, lo admito, pero tiene sus compensaciones. Balas de mayor calibre, más fuerza y gran precisión. Todos estos factores son importantes para ti como cazadora. No, hazlo así —explicó mientras sus fuertes y hábiles dedos guiaban los de ella—. Usa ambas manos. Sí, eso es. ¿La sientes pesada? ¿Sí? Bien.

Tomó un par de bandas con pesas y envolvió sus muñecas con ellas, asegurándolas con tiras de tela adhesiva.

—Así es como practicaremos las primeras dos semanas. Después de eso ya no sentirás el peso de la pistola. Y como cualquier buen tirador, te olvidarás completamente de él.

Fiel a su palabra la hizo trabajar duro, conduciéndola hasta que podía reconocer doce pistolas diferentes y una veintena de rifles desde el otro lado de la habitación, hasta que pudo disparar confiada y precisa, usar un cuchillo para desollar el torso de un animal, penetrar por las articulaciones; todo esto en el lapso de las tres semanas previas a la salida del reparto hacia Niza.

—Habrá más después —le avisó—. Pero, por ahora, estás lista.

—Daina, hola —saludó una voz interrumpiendo sus recuerdos.

Daina miró por encima de su hombro y vio a Rubens a su lado. Era alto y ancho de hombros. Tenía unos ojos negros y sin brillo en una audaz cara de halcón que lo parecía aún más por su profundo bronceado. Era de ese atractivo tipo Mediterráneo, que fácilmente podía tener sus orígenes tanto en Grecia como en España. Su boca era fuerte y determinada, cabello largo tan negro como sus ojos.

Pero todos estos detalles físicos eran simple apariencia. Rubens solamente tenía que entrar en una habitación para que los demás sintieran su formidable presencia. Irradiaba poder como si fuera un reactor nuclear portátil recién diseñado. Y, quizá por esto, los rumores lo rodeaban inevitablemente, siguiéndole como las partículas de la cauda de un cometa.

Se decía, por ejemplo, que nunca perdió una lucha de Consejo, y había tenido muchas de ellas; que no se conformaba con la victoria sino que precisaba machacar a sus oponentes contra el suelo.

Se decía, también, que se divorció de su esposa, una bella y talentosa mujer, por negarse a tocarlo en público.

En un mar lleno de tiburones, a Rubens se le conocía como un comedor de tiburones, una reputación que continuamente trataba de aumentar. Y por eso era muy admirado, seguido, adulado y acariciado por el populacho acostumbrado a inclinarse hasta torcerse la espalda.

Rubens, pensó Daina levantando su Bacardí con limón, precisamente la última persona en el mundo que quiero ver esta noche.

Como todos se sometían ante él, ella había decidido no hacerlo cuando se conocieron por primera vez. A él se le representaba como al frío corazón de L. A., la brillante corriente principal que todos los adictos a la fama perseguían, un símbolo más que un hombre.

El puso una mano en el respaldo de la silla de cromo y mimbre, opuesta a la de ella, y preguntó:

—¿Te molesta?

Daina estaba aterrorizada y, al verse temblar, juntó fuertemente sus manos sobre si regazo bajo la mesa. Pero se sintió asustada al encontrar en su interior un sentimiento más fuerte. La soledad la sacudía, y ahora, mirando a este hombre, no podía evitar pensar en el otro escapando hacia la noche con aquella muchachita, su tensa espalda titilando mientras corría con facilidad, riendo. Mark.

Se hallaba a punto de llorar otra vez y sólo su entrenamiento le evitó aparecer como una completa tonta frente a Rubens. No quería estar con él, pero ahora su compañía en preferible a estar sola consigo misma.

Se aclaró la garganta para decir con una voz que no sonaba como la suya:

—Por supuesto.

—Vodka con agua quina, Frank —ordenó Rubens al inquieto capitán, al tiempo que se sentaba—. Stolichnaya.

—Stolichnaya. Sí, señor. Señorita Whitney, ¿otro Bacardí?

—Seguro. —Levantó su vaso vacío—. ¿Por qué no?

El capitán asintió, llevándoselo.

Rubens esperó hasta que trajeran las bebidas y estuvieran solos otra vez. Las moscas del bar zumbaban, sus roncas, quebradizas risas en vivo contraste con los cuidadosos y controlados movimientos de sus manos y cabezas. En pocas palabras, eran exactamente iguales a los borrachos de cualquier bar, en cualquier barriada del mundo.

—¿No es nada que yo haya dicho?

—¿Qué?

—Tu tristeza.

Ella probó su bebida, preguntándose cuál era su intención. En otro momento podría haber sido un reto, pero ahora...

—Sólo un mal día —respondió Daina.

—¿Todo bien en el set?

Ahora se sentía recelosa. Respondió:

—Sabes todo lo que pasa en el set. Sabes que no es eso. ¿Qué es lo que buscas?

—Nada —respondió abriendo las manos—. Entro aquí, te veo con esa cara... —Tomó su vaso y bebió—. No quiero ver tristes a mis estrellas. Pensé que podía ayudar.

—¿Ayudar a meterme a la cama? —espetó Daina, las palabras saliendo de su boca sin que se diera cuenta, y pensó: Cristo, lo he hecho.

—Entonces me voy —acató él tomando su vaso.

Daina miró su cara, sintiendo que la cabeza le daba vueltas. Aunque seas un bastardo, pensó, eres todo lo que tengo esta noche. Qué afortunada soy.

—No, no te vayas —demandó sin gran convencimiento—. Es que estoy de un humor de mierda. No tiene nada que ver contigo.

—Me temo que tiene que ver conmigo —opuso poniéndose en pie y sonriendo tristemente—. Tienes todo el derecho a decir eso. —Extendió las manos otra vez, en un gesto característico—. Es cierto. Lo sabes. Yo lo sé. He querido meterte a la cama desde que fuimos presentados hace año y medio. Pero acababas de encontrar a ese loco director negro, ¿cómo se llama?, Mark algo...

—Nassiter —completó Daina, rápidamente.

El chasqueó los dedos.

—Sí, eso, Nassiter —pronunció el nombre como si lo estuviera agitando con la lengua. Se encogió de hombros—. Bueno, ¿quién es fiel por aquí? —Miró a su alrededor con actitud de complicidad—. Todo mundo está acostándose con todos los demás. Y yo pensé...

—Yo no hago eso —cortó Daina, tensamente.

—No —concedió él—, no lo haces. —Ella pensó que se veía un poco triste mientras hablaba—. Pero desafortunadamente rne tomó dieciocho meses descubrirlo. —Levantó su vaso hacia ella, brindando—: Nos veremos.

Y, entonces, Daina pensó que quizá estuvo completamente equivocada acerca de él. Que todo el tiempo había estado viendo sólo una de sus facetas, juzgándolo a través del equivalente de una imagen en la pantalla. Que dejó que los demás moldearan sus reacciones hacia él, con todas esas historias, rumores, excitantes murmullos: codicia de los adictos a la fama. No, no, no. Daina Whitney no participaría en eso.

Casi se rió de sí misma por ser una perra tan seria, siempre buscando motivos ocultos bajo el tapete.

Pero, al mismo tiempo, descubrió un motivo más oscuro, más profundo, para alejarlo. Rubens era, según decían, desalmado y tan duro como el polvo de diamante. Pero también era poder, él era L. A. ¿Era ése el motivo por el que se sentía atraída hacia él? ¿Qué podía ser él, jamás, para ella? Resultaba peligroso y ella lo sabía, y este conocimiento la hizo empezar a sudar. Ahora, de pronto, se dio cuenta de cómo los eventos de su vida la guiaron muy directamente a este momento. Sí. El trauma la había permeado aun antes de salir de su casa esta noche. Pero en ese momento supo, con una creciente incertidumbre, que de no haber sido de este modo habría sido de algún otro.

Muy dentro de sí percibió que algo se movía: el calor de él, la fricción de ella; una combinación que no se había permitido aceptar. Hasta ahora.

Lentamente puso su mano sobre la de él.

—Quédate —fue todo lo que dijo, subiendo los ojos a su cara. Sintió sus duros, callosos dedos bajo los de ella y, sin poderlo explicar, pensó en Jean-Carlos. Rubens tenía también esa ruda gracia animal, un gran poder cuidadosamente controlado. De su superficie volaban chispas.

Por primera vez, Rubens pareció inseguro y ella le reprendió:

—Oh, vamos. Tú has sido un bastardo y yo una perra. No significa que no podamos pasar un par de horas juntos. Todo podría haber sido un malentendido.

El se sentó de nuevo. Dio un largo trago a su bebida. Ella retiró su mano y lo vio contemplarla fijamente.

—¿Qué miras?

—Sabes que en verdad eres la más extraordinariamente bella mujer que yo jamás haya...

—¡Por Cristo, Rubens!

—No, no —protestó él levantando una mano hacia ella—. Lo digo en serio. Yo nunca... esto suena tan extraño, no creo haberte visto realmente antes. Eras la muchacha nueva...

—Un trofeo —lo interrumpió ella.

—Me declaro culpable —admitió, pero con muy poco arrepentimiento en su voz—. Mea culpa. Se acostumbra uno tanto a la línea de ensamblaje... Es como cualquier otro lugar, excepto que aquí se comercia con carne humana. —Hizo a un lado sus palabras, con un gesto—. De cualquier modo, se vuelve algo hipnótico después de un tiempo. Las chicas vienen y van... hablando de Miguel Ángel —rió y ella también, algo intrigada por su cita de T. S. Elliot—. Es fácil, tan endemoniadamente fácil, que a veces lo hace a uno querer gritar.

—¿Quieres decir que no es la fantasía que todos los hombres tienen del paraíso? —preguntó mostrando un gesto de duda.

—Te diré algo —confesó él seriamente, inclinándose sobre la mesa—. El paraíso es un lugar apto sólo para un sueño. No se ajusta con comodidad al mundo real. ¿Y sabes por qué? No hay peligro en el paraíso. Nosotros —hizo un ademán con la mano desocupada—, todos nosotros, necesitamos el peligro para poder sobrevivir. Para vivir y hacer... las cosas que tenemos que hacer para subir un escalón más cada año. —Mientras hablaba, supervisaba cuidadosamente la expresión de Daina—. ¿Crees que eres diferente al resto de nosotros, Daina? —Agitó la cabeza—. No lo eres, lo sabes —hizo a un lado el vaso vacío, para que no hubiera nada entre ellos sobre la mesa.

"Toma como ejemplo a Heather Duell. ¿Serás una mujer feliz si no resulta ser el éxito que todos esperamos? Claro que no. No serás feliz hasta que seas la número uno. Pero sin ese impulso, sin esa confianza en tu habilidad para lograrlo, no sobrevivirías aquí... ni en ninguna otra parte.

"Tienes una cierta cualidad que no puedo ubicar. Es casi como si fueras una persona desplazada, de otro tiempo, de otro lugar —afirmó ladeando la cabeza—. No sé. Pensarás que es una línea ensayada si te digo que hay algo diferente en ti.

—No, no lo pensaría. —Ahora se encontraba realmente intrigada. El no podía saber que, por supuesto, ella lo sabía. Sin embargo, él lo veía en ella. ¿Podría adivinar? Pensó que había una oportunidad de que así fuera.

—Es casi... —empezó a decir y se interrumpió, de nuevo con su ademán distintivo: el canto de su mano agitando el aire, alejándolo—. Pero no... —Agitó la cabeza—. No puede ser.

—¿Qué es lo que no puede ser? —inquirió Daina. Ahora era ella la que se inclinaba sobre la mesa.

El sonrió casi tímidamente y, por un instante, Daina sintió que lo había visto como cuando era un niño. Se encontró devolviéndole la sonrisa.

—Oh, bien, probablemente te ofenderás —vaciló y esperó un momento, como si temiera decidirse-. Si no estuviera seguro, juraría que surgiste de las calles. Pero he leído tus antecedentes: familia de clase media alta en una sección residencial del Bronx. En ese tiempo, no ahora —corrigió—. ¿Qué podrían significar para ti las calles de Nueva York? Películas, libros...

Baba, pensó ella, cerrando su corazón secreto y alejándolo lo más posible. Pero le sorprendía y complacía que él hubiera adivinado, aunque jamás se lo diría.

—¿Cómo está Nueva York? —consultó ella.

—Oh, tú sabes, igual que siempre. La basura se está amontonando, todos odian al alcalde y los Mets todavía siguen perdiendo.

—Pero es primavera allá —recordó ella con nostalgia—. Me temo que estoy olvidando cómo son las distintas estaciones. Es como estar en una tierra sin tiempo.

—Eso es exactamente por lo que me gusta este lugar —afirmó Rubens—. ¿No extrañas la costa Oeste?

—Oh, bueno —empezó a decir él encogiéndose de hombros—. Mi compañía tiene oficinas en Nueva York, así que voy allá al menos una vez cada mes. Me gusta, pero no creo extrañarlo. —Dio un trago a su bebida—. Me gusta quedarme en el Park Lane cuando estoy allá. Realmente disfruto esa... vista al norte sobre Central Park hacia Harlem. Eso es interesante: mirar hacia donde viven los pobres.

—Así que los negocios te hicieron venir aquí.

—A la larga —asintió él—, pero fue el leer a Raymond Chandler lo que inició todo. Me enamoré de L. A. a través de él.

—¿Sabes?, es gracioso —comentó Daina, mirando hacia el agua—. En todas las demás ciudades del mundo en las que he estado; Roma, Londres, París, Génova, Florencia... en todas ellas, las mañanas invariablemente contienen lo más mágico: una especie de virginidad que es casi espiritual cuando toda la mecanización está lo suficientemente detenida como para permitir que el corazón se ablande. —Agitó la cabeza—. Pero no aquí. En esta ciudad, ese momento es la llegada de la noche. Eso se debe a que L. A. no tiene virginidad que perder cada día. Nació prostituta.

—Duras palabras para una ciudad en la que elegiste vivir —observó Rubens.

Daina sumergió la punta de un dedo en los restos de su bebida, removiendo los hielos semiderretidos y haciéndolos girar.

—Oh, este lugar posee otras cualidades —admitió mirándolo a través de sus pestañas—. Es la ciudad más lujosa de la Tierra, llena de suspiros petulantes y brazaletes de platino.

—Si amas tanto las noches, deberíamos hacer algo ahora.

—¿Como qué?

—Beryl Martin está dando una fiesta. ¿La conoces?

—Sólo he conocido a la gente de publicidad del estudio.

—Bueno, Beryl es la mejor de los independientes. Puede ser un poco dura, pero cuando la conoces aprecias lo brillante que es.

—No sé —dudó Daina.

—Bien, nos podemos ir cuando quieras. Y prometo que te cuidaré.

—Tengo el Mercedes aquí.

—Dame las llaves. Le pediré a Tony que lo lleve a tu casa. Yo no lo necesito para manejar el Lincoln.

*

Rubens evitó la calle Sunset, prefiriendo las rápidas arterias oscuras al brillo de neón y la lentitud del bulevar. Poco a poco, las extendidas casas de estilos burlonamente españoles dejaban lugar a los bancos con fachadas de cromo y vidrio, a los brillantemente iluminados lotes de autos usados, con sus coloridos banderines ondeando al viento.

Junto a él, en el afelpado asiento de terciopelo, Daina se inclinó y prendió el radio, girando el selector hasta encontrar la estación KHJ. Sólo unos instantes después, el disco sencillo de actualidad de los Heartbeats, "Robbers", empezó a sonar.

—Te encanta esa cosa, ¿verdad? —preguntó Rubens.

—¿Te refieres al rock o a los Heartbeats?

—A ambos. A donde quiera que voy escucho esa canción.

—Eso se debe a que es la número uno en todas partes.

—No lo entiendo —aceptó mientras doblaba a la izquierda—. Esos tipos han estado en el negocio durante mucho tiempo, ¿no?

—Diecisiete años o algo así —aclaró Daina.

Rubens frenó para tomar una curva a la derecha, ignoró la luz roja, lanzándose hacia adelante como un explorador intrépido en la noche iluminada sólo por los rayos gemelos de los amplios faros del automóvil.

—¡Cristo! —exclamó Rubens—, uno pensaría que ya se habrían hecho pedazos a estas alturas o, al menos, tomado caminos separados, como los Beatles.

—Son uno de los últimos rescoldos de la invasión musical británica. Sólo Dios sabe cómo se han mantenido juntos durante tanto tiempo.

—Sin duda, mucho dinero en ese negocio. Ese es un buen incentivo.

—No te interesaría dedicarte a ese... —empezó a decir Daina volviéndose hacia él.

—No, por Dios —protestó él, riendo—. Me cortaría las muñecas antes de tener que depender de un montón de músicos drogados que no han superado su adolescencia. —Miró por el espejo retrovisor—. Además, no me gusta lo que tocan. Nunca me ha gustado.

—¿No te gusta la música?

—Cuando tengo tiempo de oírla, sí. Jazz, algo de música clásica, mientras no sea demasiado pesada.

—¿Quieres que la apague? —preguntó acercándose al selector.

—No. Déjala. Te gusta.

Se acercaban ahora a los llanos de Beverly Hills, allí las casas eran más largas, más bajas, más decoradas.

—¿Cómo está tu amiga Maggie? ¿No vive con uno del grupo?

—Sí, con Chris Kerr, el vocalista principal. Está bien. Ha permanecido con Chris mientras el grupo se encuentra en el estudio trabajando en su nuevo álbum. Todavía está buscando el papel que la dé a conocer.

—Apuesto que daría los jackets[3] de sus dientes delanteros por tener tu papel en HeatherDuell —gruñó Rubens.

—No si ello significara quitármelo. Está muy contenta por mí —aseveró, percibiendo su mirada—. De verdad. Ella es mi mejor amiga aquí. Pasamos juntas muchas épocas malas durante los últimos cinco años.

—Con mayor razón —reforzó él, girando hacia una larga entrada, alumbrada a ambos lados por linternas japonesas de piedra—. Ahora es el momento en que separan a las niñas de las mujeres.

*

Naturalmente, lo perdió en el primer estallido de luz brillante, ruido salvaje y remolino de perfumes. Apareció en el límite de la visión de Daina mientras era guiado por un serio Bob Lunt de William Morris. Y pronto tenían las cabezas juntas como estudiantes en un hudelle de fútbol americano.

La música de rock bramaba. Linda Ronstadt alternando con Donna Summer, dándole a la fiesta una extraña atmósfera esquizofrénica. Daina reconoció gente de todos los grandes estudios, junto con una minoría de productores y directores independientes, todos los cuales superaban en número a los actores.

—Ah, Daina Whitney —proyectó una voz.

Beryl Martin era una mujer gorda con una cara que, en forma muy notable, se asemejaba a la de un perico.

Su nariz en forma de pico podía haber sido el rasgo dominante de una cara plana y oval del color del mastique, de no ser por sus notables ojos verdes, montados como esmeraldas dentro de bolsas de carne.

—Hola, Beryl —saludó Daina.

La mujer movió su gran masa en un giro notablemente flexible.

—Bueno, ¿qué te parezco? Quiero decir, de carne y hueso —planteó riendo, sin esperar una respuesta. Tomó el brazo de Daina, guiándola al atestado bar donde consiguió bebidas para ambas—. Debes decirme —pidió cálidamente —cómo te las arreglas para ser tan buena amiga de Chris Kerr. Quiero decir que... Bueno, toda esa gente de rock, en verdad son figuras muy extrañas. O... —levantó una ceja especulativamente—, ¿es ése el secreto? —soltó una risita—. Son tan outré... —Abrazó a Daina—. ¡Qué delicia!

—No es nada de eso —afirmó Daina, a medio camino entra la fascinación y la molestia—. No entiendo por qué encuentras tan incomprensibles a los músicos. Creo que la mayoría de las personas en nuestra comunidad los invitan a sus fiestas porque se sienten, al mismo tiempo, excitadas y superiores a ellos.

—Músicos... —Beryl saboreó la palabra en su boca como si fuera un manjar—. Um, no. Los músicos son personas que tocan en orquestas sinfónicas o en conjuntos de jazz. El rock and roll lo tocan, ¿cómo debo llamarlos?, proscritos. —Encogió sus carnosos hombros—. No sé, todos parecen tan estúpidos...

—Bueno, Chris no lo es —rebatió Daina, un poco irritada por tener que defenderlo—. No lo entiendes porque tiene antecedentes completamente distintos. Es un extraño aquí. Me imagino que todavía se siente incómodo con ustedes; durante mucho tiempo no tuvo nada.

—Te diré un secreto sobre mí —concedió Beryl con suavidad—. Cuando vine aquí por primera vez tenía cincuenta centavos en mi monedero, pesaba cincuenta y dos kilos y pude haber sido modelo. —Volteó la cara hacia la luz—. Mira, tengo la estructura ósea. Pero también podían haberlo sido otras diez mil muchachas mucho más bonitas que yo. Algunas lo hicieron, a la larga.

"Yo, por otro lado, me vi obligada a arrodillarme y a poner la boca en un número de regazos cada vez más influyentes para levantarme, por decirlo así. —Se encogió de hombros otra vez—. En ocasiones eso funcionaba y otras era despedida de cualquier modo. Esta es una ciudad muy insensible. —Rió, rociando el aire con una fina brisa de licor y saliva. Su piel era tibia y seca; olía a Chanel número 5.

"Entonces, un día tuve una idea. Justo a la mitad del acto, me excité tanto que casi se lo arranco. —Lanzó una carcajada—. Estaba haciéndoselo a este publicista mientras él hablaba por teléfono con una cliente. Supe de inmediato quién era ella y que la tirada de él estaba completamente mal enfocada. No tenía ángulo de venta.

"En ese momento, el bastardo puso la palma de su mano contra mi nuca, oprimiéndome aún más sobre él. Allí fue cuando me di cuenta. ¿Qué estoy haciendo aquí chupando verga cuando puedo estar afuera consiguiéndole espacio en la prensa a esta actriz? Así que yo, ja, ja, babeé un poco en sus pantalones y, cuando fue al baño, eché una mirada a su agenda secreta para conseguir la dirección de la artista.

"En cuanto salí de su oficina manejé hasta el Times y le lancé a Epstein mi ángulo de la historia. La compró. Ahora todo lo que tenía que hacer era convencer a la actriz de que me contratara.

Beryl vació su vaso, chasqueó los labios con placer y continuó:

—Bueno, déjame decirte, fue más fácil de lo que pensé. Estuvo hundida en neutral durante tanto tiempo, que había olvidado lo que era la primera velocidad. El artículo del Times le sonó como cuarta. Ese fue el principio. —Se palmeó el estómago—. Todos esos desayunos, almuerzos y comidas se llevaron mi silueta de modelo. Al principio estaba molesta, pero luego pensé: ¿A dónde me llevó jamás el pesar cincuenta y dos kilos? ¿Una concesión de pisa y corre en L. A.? Y después de un tiempo aprendí a amar mi peso. Se convirtió en parte de mi imagen. Y de cualquier modo —le guiñó un ojo—, ahora son los hombres los que tienen sus bocas en mi regazo, ¡Ja, ja!

—¿No hubo otro camino para ti? —le preguntó Daina.

—En los días de los que estoy hablando, no —negó Beryl agitando la cabeza—. Ahora es un poco distinto, las mujeres pueden escoger ese camino.

—Sí —aceptó Daina, riendo—. Cada día se habla más sobre la liberación, pero hasta ahí.

—Puedo ver que en ti hay bastante más de lo que Rubens me dijo —manifestó la pesada mujer, mirándola apreciativamente. Asintió con la cabeza—. Pero ahora comprendo por qué ha tomado un interés tan definido en tu carrera. Acepto que pensé que estabas bastante bien en Regina Red, pero la prensa, o debo decir la falta de ella, fue escandalosa. Paramount debió haberme contratado. Ciertamente no te han impulsado con la debida energía. En lo absoluto. Creo que Monty perdió el barco allí. El debió conseguirte algunas garantías. Demonios, si yo hubiera estado a bordo, Regina Red estaría vendiéndote a ti en lugar de ser al revés.

—Hizo todo lo que pudo —disculpó Daina—. Después de todo, era mi primer papel estelar.

—Demonios, cariño, ésa no es la forma correcta de pensar. Jeffrey Leser fue endemoniadamente afortunado de tenerte para ese papel. Sí. Toda la espectacularidad hubiera sido inútil sin una buena, sólida actuación. Y tú se la diste. —Beryl rodeó con su brazo los hombros de Daina—. También he oído que te enfrentaste a él bastante bien.

—Oh, tú conoces a Jeffrey. Goza intimidando a las personas. Destruyó a Marcia Boyd en tres días. La fastidió con una escena... hizo ciento cincuenta tomas... sin ningún motivo real. Sólo es asquerosamente neurótico. Marcia se puso más y más histérica, hasta que tuvo que ser reemplazada. El estaba encantado.

—¿Y qué pasó cuando lo intentó contigo? —inquirió Beryl con suave tono de complicidad—. No me pareces del tipo histérico.

—No me hieren tan fácilmente —respondió.

—¡Bravo! —exclamó Beryl aplaudiendo sobre el vaso—. ¡Qué espíritu! —Su voz se hizo más tenue ahora, de modo que Daina se vio obligada a inclinarse hacia adelante para escucharla por encima del impetuoso ruido de la fiesta que giraba alrededor de ellas—. Pero lo intentó, ¿no es así?

—Sí, lo hizo —asintió Daina—. Pero solamente me quedé allí y le regresé todo lo que me daba.

—¿Y no hizo que te arrojaran del set? —indagó Beryl con expresión de asombro.

—Oh, no —rió Daina—. Verás, muy pronto descubrí que Jeffrey se siente más seguro si puede enajenar a todo el reparto, porque cree que eso genera el tipo de tensión que hace surgir las mejores actuaciones.

—¿Es verdad eso?

—¡Quién sabe! —respondió Daina encogiendo los hombros—. En realidad, creo que lo hace porque, en lo más profundo, él puede funcionar mejor con esa tensión. Vi lo que sucedió entre él y Marcia y aprendí cómo manejarlo.

—¡Eres muy lista! —Beryl estrujó su brazo afectuosamente.

—¿De qué están hablando ustedes dos? —preguntó Rubens, saliendo de la nube de gente arremolinada y colocándose entre las dos.

—Oh, nada que te pudiera interesar —eludió Beryl sin darle importancia—. Sólo charla de mujeres — le espetó entre ráfagas de risa.

—¿Qué fue eso? —preguntó—. No había visto a Beryl reír tanto en mucho tiempo.

—Espíritus afines —respondió Daina—. Creo que nos entendimos.

—Eso es perfecto —exclamó con una satisfacción al parecer exagerada.

Daina, mirando hacia el centro de la fiesta, tomó el brazo de Rubens, haciéndolo girar para cubrirse con él.

—Cristo —murmuró—, creo que Ted Kessel viene para acá.

—¿Qué tiene de malo?

—¡Esa comadreja! Su vida no está completa a menos que esté acostándose con alguien. ¿Sabes que Regina Red iba originalmente a ser una película de Warners?

—Seguro.

—Bueno, fue Kessel el que lo frustró todo en el último minuto. ¿Y sabes por qué? Se quejó de que la protagonista debía tener algo más que un nombre taquillero. Estaba nervioso porque yo no era lo suficientemente conocida y, en su opinión, sería un riesgo.

—Me pregunto qué coartada estará usando para explicar tu éxito a sus jefes.

Kessel los había visto y se dirigía hacia ellos. Tenía el cabello blanco muy corto, y las mejillas brillantes, rosadas y limpiamente rasuradas como sólo se obtienen con toallas calientes y una navaja de peluquero. Llevaba unos pantalones café y una chamarra de safari cerrada sólo con el botón inferior, mostrando un pecho lampiño y un abdomen bastante hinchado por la cerveza.

—Daina, ¿qué estás haciendo con este pirata? —exclamó cordialmente. Palmeó a Rubens en la espalda mientras se inclinaba hacia adelante—. Este pequeño tête-á- tête, ¿es de negocios o de placer? ¿Les molestaría un menage? -preguntó riendo.

—En realidad es un poco de ambos —respondió Rubens—. Estamos planeando la próxima película de Daina.

—¿Tan pronto? Pero si apenas van a mitad del camino con la actual.

—Ted —aconsejó Rubens rodeando con su brazo a Kessel—, cuando te vuelves tan exitoso, tienes que planear con tiempo.

Kessel no hizo mención de Regina Red, pero miró de uno a otro con ojos de pez y comentó:

—Supongo que la Twentieth tiene una opción.

Rubens pareció esperar un muy largo tiempo antes de mirar a Daina, y respondió:

—No, no la tienen.

—¿De verdad? Bueno, ¿tienes en mente algún estudio? —preguntó, y Daina casi pudo verlo lamiendo su tajada—. Conoces mi posición en Warners, Rubens. Sólo di la palabra y haré que un mensajero te lleve un memorándum de convenio en la mañana. —Ahora que había llegado hasta este punto, ya no se dirigía a ambos.

—No lo sé, Ted —evadió Rubens, indeciso—. Quiero decir que ni siquiera sabes nada del proyecto.

Los gordos dedos de Kessel revolotearon en el aire. Estaba en la pista y nada lo iba a desalentar.

—No importa. Dejaremos eso totalmente en tus manos, Rubens. Tu nombre es como oro.

—Y en las de Daina. Ahora su nombre es como oro también.

—Sí, sí, claro que lo es —acató Kessel, rápidamente—. Todos hemos estado oyendo las cosas más extraordinarias sobre Heather Duell.

—Hay una enorme cantidad de garantías que querríamos —subrayó Rubens sabiendo que el hombre estaba ansioso por oír más sobre la película.

—Ey, ¿para qué estoy aquí? Eso también se puede lograr, créeme.

—Oh, te creo, Ted —aduló Rubens, tomándolo por los hombros de nuevo—. Estoy seguro de que Daina también te cree. Pero, verás... —Miró a su alrededor—, Ted, te voy a decir algo en la más estricta confianza...

—¿Sí? —requirió con un brillo en sus mejillas, mientras esperaba tensamente la golosina.

—Cualquier estudio que sea —secreteó Rubens—, jamás será Warners. —Su risa explotó mientras Kessel se alejaba, apartándose enojado del fraudulento abrazo. Y con la cara y el cuello sonrojados salió orgullosamente de la habitación.

*

—Veo que no te diriges de regreso a mi casa —apuntó Duna, cínicamente. Todavía no podía entenderlo. Parecía su única defensa ahora.

Si lo molestaba, tuvo mucho cuidado de no mostrado. Le respondió seriamente:

—No, sé que amas el mar.

En ese preciso instante, como si mágicamente lo hubiera arreglado como el más grande prestidigitador, pasaron Pacific Palizades bajando por la silenciosa carretera hacia Malibú.

Daina oprimió un botón, bajó su ventanilla completamente y apagó el radio. En el silencio podía distinguir la silueta y el silbido del oleaje, tan regular y reconfortante como el latido de un corazón. Pero mientras se acercaban, la vista del indolente Pacífico la hizo añorar una ojeada del violento Atlántico azul oscuro, azotando las agudas rocas expuestas, cubriéndolas con enfurecida espuma blanca, el agua tan fría que volvía granulosa la piel y azules los labios.

El espacioso Lincoln ronroneó quedamente a lo largo de la Old Malibú Road, frente a las silenciosas casas oscuras colocadas una junto a la otra, de modo que Daina sólo podía captar intermitentes destellos del mar.

—Se está haciendo tarde —comentó ella como reflejo—. Tengo llamado.

—Está bien.

Se deslizaron hasta detenerse suavemente frente a una desnuda extensión de arena. Increíblemente no había ninguna casa allí.

—¿Dónde estamos? —preguntó ella.

—Vamos —apremió él bajándose del carro.

Ella salió, aspirando profundamente. Por lo menos, esto es lo mismo, pensó, inhalando las ricas esencias del mar: sal, fósforo y algo mis, la amalgama de criaturas vivientes flotando, nadando, ondulando en una larga cadena continua.

Miró a Rubens por encima del brillante techo del auto. Se había quitado la chaqueta y ahora, poniendo un pie tras el otro, se zafó los zapatos.

Extendió una mano, ella la tomó, caminando a su lado, temblando, dejando que la guiara por la carretera hacia la arena. Corrieron, tropezándose, hundiéndose, pasando una hilera de luces a su derecha, que parecían el límite de la civilización. Ahora se hallaban en un territorio nuevo e inexplorado.

Fueron hasta la orilla del agua y él aún la hizo seguir adelante. Ella se inclinó, se quitó los zapatos y, sin saber por qué, caminó con él dentro del agua.

Al principio sus ropas se hincharon por el aire atrapado en ellas, haciéndolas flotar más fácil, pero pronto las bolsas arrojaron su contenido y su vestimenta se adhirió a su piel, pesada como plomo.

Se lanzaron hacia adelante, nadando lejos de la playa, con Rubens ligeramente al frente, indicando el camino. Y no fue sino hasta que casi estaban sobre él, que Daina se dio cuenta de que su destino era una balandra de once metros de eslora, atada a una boya y anclada. Rubens se estiró en el curvo costado, alzando sus largos y musculosos brazos sobre la cabeza.

Sus dedos parecieron capturar algo y colgó suspendido en el aire por algunos segundos, antes de caer de nuevo al agua con una escalera de cuerdas. Estaba resbalosa por las algas.

—¿Subes? —le preguntó Rubens.

Con una convulsión levantó la cabeza. El barco se alzaba oscuramente junto a su hombro izquierdo. Una mano empapada se le ofrecía. Rubens ya había subido a bordo. Ella levantó una pierna en el agua, no completamente, resistiéndose a dejar su abrazo de baja gravedad.

En un impulso repentino sumergió la cabeza en el agua y abrió los ojos como si eso pudiera hacerla oír mejor. Escuchó durante lo que pareció un largo tiempo, hasta que sus presionados pulmones hicieron imperativo que subiera a la superficie. Pero no había oído nada salvo la marea, una especie de rugido apagado, sin forma, casi sin sonido, como si fuera el fiero, incipiente bramido de la entropía envolviendo al universo, una tierrra más allá de la garra del tiempo, donde todas las cosas vivían y morían simultáneamente y eran reconocibles y anárquicas en el mismo instante.

Irrumpió en la superficie, agitando la cabeza para librar sus ojos y su nariz del agua, exhalando por la boca. Se sintió vagamente derrotada y triste. Aspiró la noche profundamente y alcanzó la mano de Rubens.

—¿Te gusta pescar? —le preguntó Rubens dándole una afelpada toalla azul oscuro—. Realizo mucha pesca profunda con este barco. Es ideal para eso.

—No —respondió ella—. No me gusta mucho.

—No lo hagas —precisó Rubens. Puso una mano en la toalla hasta que ella la bajó. Sus ojos parecían brillar en la tenue luz de la luna, tan finos y resplandecientes como estrellas—. Por favor. —Ella se detuvo, mirándolo, con la pesada toalla colgando sobre sus delgadas muñecas, como si estuviera preparándose para alguna ceremonia—. Me gusta cómo se ve tu cabello mojado. Como el de una sirena. —Parecía débilmente avergonzado por lo que había dicho. Se volvió a medias—. ¿Qué piensas de él? —consultó extendiendo su brazo.

Daina recorrió la nave con su mirada. Se trataba de un velero con un solo mástil. La cubierta era plana, de un material listado con azul medianoche, perfectamente llana en la popa. Más allá, ella sólo podía vislumbrar la pulida elevación de la blanca cabina.

—Es hermoso —aprobó Daina—. ¿Pero qué pasa cuando llegas a una zona sin viento?

—Bajo la cubierta hay un motor diesel —contestó Rubens, sonriendo—. Su cubierta sobresale de la línea de la quilla. Le da un contorno más profundo, pero es infinitamente más estable en climas borrascosos. Desde luego, también hay más espacio en la cubierta.

Con esta plática sobre el barco, su repentina incomodidad se disolvió. Rubens se sentó relajadamente contra la barandilla de babor, con la toalla alrededor del cuello, dando la espalda a tierra y con las piernas estiradas frente a él.

—Nunca sospeché que tuvieras un barco.

—No —rió él—. Es un secreto muy bien guardado. Hay veces en que tengo que alejarme de todo y de todos. El tenis es mi deporte social, se arreglan muchos negocios de ese modo y uno se relaja. —De nuevo rió con un sonido claro, refrescante—. Tú conoces a los hombres. Se reúnen un rato, sudan juntos, se asolean juntos, gruñen juntos un poco y ya creen que pueden confiar el uno en el otro. Es nuestra propia forma de canasta uruguaya.

—¿Quieres decir que es el tipo de cosas que nosotras las mujeres podemos manejar, como la canasta uruguaya? —saltó Daina incorporándose como si la hubieran picado.

—Bueno, realmente no sé nada al respecto —soslayó él, bromeando. Pero al ver su expresión, añadió rápidamente—: Mira, eso no es lo que quiero decir. Yo sólo... Jesús, Daina, ¿de qué estamos hablando? Sé que no eres otra Bonnie Griffin. —Bonnie Griffin era una vicepresidenta ejecutiva en Paramount, con la cual, sabía Rubens, Daina había tratado durante la filmación de Regina Red.

—¿Qué demonios significa eso?

Rubens quizá comenzó a sospechar que inadvertidamente había echado gasolina al fuego pensado que era agua, pero aún no estaba preparado para retroceder.

—Sabes bien lo que quiero decir. Los dos sabemos lo que ella es. Abre la boca cada vez que tiene la oportunidad.

—Y eso es lo que piensas que yo hago —espetó con los ojos ardiendo salvajemente a la luz de la luna y haciéndola más deseable.

—Eso no es lo que dije y lo sabes. Sólo quise decir... Bueno, tú sabes cómo son las chicas cuando están juntas...

—No. ¿Cómo son? —preguntó aunque lo sabía muy bien.

—Por el amor de Cristo, sólo traté de decir que los hombres son iguales. No necesitas arrancarme la cabeza.

Se miraron fijamente por un tiempo. A su alrededor, el mar se mecía en pequeños chapoteos, como un niño jugando satisfecho. Los aparejos crujían rítmicamente en una especie de tranquilizante letanía, conjurando representaciones de la tierra de la alegría y los dulces, trayéndole imágenes como brillantes relámpagos de los días y noches de verano de su infancia en Cape Cod.

—Es una extraordinaria ejecutiva —concedió Rubens—. Pero es la muerte tratar con ella.

—Es sólo porque... —comenzó Daina, y luego se detuvo. Se mecían con la marea—. Sí, lo es.

Le sonrió a Rubens y la tensión se rompió, como una corriente tropical cortando una formidable masa de hielo. El pareció suspirar, aunque pudo haber sido el viento, y se acercó a ella, levantándose como una delgada criatura nocturna con la que había tenido la fortuna de tropezar en lo más profundo de la noche.

Su magnetismo se extendió a través del estrecho espacio, para envolverla con una especie de calor autogenerado. Sus muslos parecían arder y su corazón le pesaba como si estuviera descendiendo aceleradamente en un elevador. Aún no la había tocado, pero la luz de la luna, el lento goteo del agua de mar sobre la cubierta rodando por su piel en perladas gotas, y la forma en que su camisa abierta se adhería a los músculos de su pecho, se combinaban para hacerlo parecer casi priápico. Sintió que sus pezones se endurecían y le comenzaban a doler por el deseo y vio este inevitable final de la larga noche, como si estuviera predestinado. Sacó la lengua inconscientemente y tocó su labio superior, humedeciéndolo. Su boca se sentía tan seca como si acabara de cruzar un desierto.

Se sintió agudamente consciente de su mirada fija sobre ella, sus ojos vacilando momentáneamente hacia sus senos donde la húmeda y pegada blusa se había abierto lo suficiente para mostrar la profunda hendedura; luego, de vuelta a su brillante rostro. Las pestañas de ella estaban pesadas por el agua y su cabello oscurecido y húmedamente ondulado sobre su frente, retorcido sobre sus orejas y hombros como plantas marinas. Comenzó a sentirse como si fuera la sirena que él había conjurado.

—Ven. —Fue un murmullo tan leve que ella ni siquiera estaba segura de que él lo hubiera pronunciado. Sin embargo, pareció al mismo tiempo tan suave y tan duro como la noche que llegaba del mar, trayendo con ella tentadoras huellas de las tierras lejanas que había barrido en tiempos ya idos: Tahití, Fidji, incluso Japón, flotando serenamente al otro lado del mundo.

Daina se lanzó contra su pecho, sintiéndose tan sobrecalentada como un motor, y suspiró mientras sus pezones se frotaban eróticamente contra él un instante antes de que su boca abierta descendiera sobre la de ella. Su lengua tocó la suya mientras sus manos bajaban para moldear sus nalgas y se sintió levantada sobre las puntas de sus pies, la espalda arqueada, a la vez flotando y sostenida por la palanca de sus manos, con las puntas de sus dedos acariciándola suavemente entre los muslos, de modo que se sentía oprimida hacia adentro y hacia arriba. Su montículo púbico lo encontró ya erecto bajo sus ligeros pantalones y ella movió las caderas en un círculo mientras se besaban.

Sus brazos rodeaban el cuello de Rubens acariciando gentilmente su nuca con los dedos, sintiendo su dureza y su elasticidad, en tanto se movían lentamente hacia abajo por los elevados contornos de su espalda. Cuando llegó a su cintura, zafó la camisa de sus pantalones y corrió las puntas de los dedos por dentro, hacia arriba. Sus uñas cortas lo hicieron estremecerse.

Rubens ya había abierto los botones de la parte posterior de su falda y ahora la desenvolvió como si fuera la capa de una muchacha de harem, hasta que fue un oscuro charco a sus pies, una perfecta flor de crepé de la cual ella parecía emerger. El jaló sus caderas de nuevo para tocarla ardientemente con su pubis y ella jadeó, sintiéndolo como un hierro candente a través de la tentadora segunda piel de sus breves pantaletas de seda.

La despojó de su blusa mientras ella acariciaba su pecho y sus costados, sintiendo saltar los tensos músculos. Entonces, él le abrió la camisa y sus manos penetraron, acopando sus senos. Ella escuchó su gemido al ver cuan duros estaban sus pezones y su cabeza se lanzó hacia adelante, con los ardientes labios cerrándose alrededor de la punta de un seno.

Ella pensó de nuevo, cuando el placer comenzaba a invadirla, en la inevitabilidad de este momento, pero esta vez el efecto sobre ella fue diferente.

—No —rechazó Daina—. Detente. —Puso las manos en sus sienes, alejando la succionante boca de su carne.

—¿Qué pasa? —replicó Rubens con voz tensa y apagada.

Cruzó los brazos sobre sus senos, alejándose de él, hacia el viento. Se sentía perdida, descontrolada, como si la inevitabilidad ya no fuera algo que deseara, sino una mera circunstancia de la vida con la que había tropezado en la oscuridad. El miedo la apresó con dedos helados, haciéndola estremecerse. Sintió la mano de Rubens en la curva de su codo, los nudillos contra el costado de su sensible seno, y se desprendió de él sin hablar.

—¿He hecho algo? —preguntó Rubens.

Daina descubrió que ni siquiera podía responderle. Pensó en Mark, maldiciéndolo porque aún lo deseaba. Las hogueras en su interior morían penosamente; el enojo no era, todavía, el paliativo que debía ser, que sería en el futuro.

—¿Daina...?

—Calla —susurró—. Por favor.

Decírselo podría ayudar, sospechaba Daina, mas no podía hacerlo. Lo intentó dos veces, pero estaba tan imposibilitada como un mudo.

Nunca regresaría, nunca podría regresar con Mark, su corazón sintió esto como una flecha clavada en su centro. Sin embargo, los viejos sentimientos no habían disminuido.

Fue hacia el barandal y miró el mar. Desnuda como estaba, sintió la noche fría, pero el agua que ondulaba suavemente era tibia. El Pacífico, pensó ociosamente, tenía un nombre adecuado. Como L. A. mismo, estaba recostado, somnolientamente satisfecho con moverse en el patrón inmutable al que se había acostumbrado a través de la larga acumulación de años. Nada podría interferir, así como nada podía alterar a la ciudad. Existía, absorbiendo vitalidad, convirtiéndola en sol y smog, palmeras y Mercedes, el flotante olor del dinero que todos inhalaban como ardientes hojas de loto y, como la tripulación de Ulises, rehusaban moverse...

Se volvió hacia Rubens que esperaba, inmóvil como una estatua, mirándola. Ahora sabía lo que debía hacer, abandonarse al egoísmo. Era eso o disolverse como una bocanada de humo en la niebla de L. A. El era su salvavidas, sólo él podía salvarla esta noche, con su fuerza, su poder transmitiéndose a ella.

Caminó hacia él, sus senos inflamándose, sus brazos a los costados, y cuando estuvo lo suficientemente cerca de él para que sus carnes se rozaran, levantó los brazos, atrajo su cabeza hacia la suya, sintiendo, mientras los labios de él se cerraban sobre los suyos, aquel revoloteo de terror que venía de la indisoluble sospecha, en su interior, de que su aterradora energía podía consumirla como una polilla chamuscada por la llama irresistible.

—Mis senos —murmuró cuando los varoniles brazos la rodeaban. El inclinó la cabeza mientras sus manos resbalaban por los desnudos costados de Daina y suavemente levantó sus senos hacia sus labios abiertos.

Daina echó para atrás la cabeza, su exquisito y largo cuello arqueado, sus párpados aleteando incontrolables al sentir el amoroso tirón, el origen de una violenta línea de fuego que bajaba por su abdomen hasta su vagina. Involuntariamente, sus muslos se abrieron y su montículo comenzó un frenético movimiento hacia arriba y hacia abajo, que la hizo jadear.

El se movió hacia adelante y hacia atrás hasta que sus senos gotearon con una combinación de saliva y sudor, y sus pezones parecieron estar en carne viva. El calor amenazaba con abatirla y parecía imposible que estuviera respirando oxígeno; el aire nocturno se había convertido en almizcle.

Ella gimió un poco, manipulando su cinturón. El se quitó los pantalones e inmediatamente ella lo rodeó con sus dedos, acariciando suavemente su tamaño, acopando los testículos debajo. El suspiró, lamiendo la hendedura entre sus senos. Sus manos estaban ocupadas entre los muslos de ella, acariciándola alrededor de la orilla de sus pantaletas.

Y por fin estuvieron completamente desnudos, carne contra carne. Lo tomó en sus dedos y frotó la punta con sus labios hasta que la exquisita fricción fue demasiado y lo sintió hincharse en su palma.

Entonces se unieron, oprimiéndose, gimiendo con el aterciopelado contacto, en tanto él se deslizaba completamente dentro de ella. El contacto pareció durar una eternidad, llenando su vientre, su garganta. Ella ardía. Sus muslos temblaban y sus senos se agitaban con las crecientes emociones. Su respiración comenzó a llegar desde muy abajo, hasta que su duro y plano estómago golpeó continuamente contra él.

—No puedo... —alcanzó a decir Rubens—. Lo siento, oh... —Al mismo tiempo, adelantó la cabeza, abriendo los labios para capturar un seno bamboleante, sus manos la tomaron por detrás, apretando sus nalgas de modo que ella sintió como si estuviera siendo partida en dos por el inmarcesible calor.

Ella lo oyó gemir por última vez, lo estrechó fuertemente, y su embestida le arrancó un jadeo. Su orgasmo estaba sobre ella, llegándole de la nada. Lo mordió en los músculos de los hombros sin saber lo que hacía, saboreando la sal y el olor de su excitación y, en ese momento, sus músculos internos lo apretaron como tenazas. Sintió solamente los principios de su explosión y de pronto todo su cuerpo estalló, gritando y tratando de perderse en su dura, penetrante carne.

Después se lanzaron de lado sin hablar, rodando uno encima del otro y sobre las crestas de las olas, como un trío interminable adaptado a otro elemento, despreocupado y extático, tocándose de vez en cuando con las puntas de los dedos o con los dedos de los pies levemente crispados. Ocasionalmente, sus muslos se rozaban y Daina sentía un salto residual, como si pisara un alambre vivo, casi demasiado intenso para soportarlo, como si su carne se hubiera vuelto tan sensible que todo contacto lindara con el dolor.

Regresaron a la cubierta y Rubens la guió silenciosamente hacia abajo, abriendo las claraboyas y prendiendo luces tenues. Había en la cabina una pequeña cocina con utensilios de acero inoxidable, un área para comer, con una mesa, y literas contrapuestas que ingeniosamente se podían convertir en una cama doble.

Rubens se movió expertamente por la cocina, preparando huevos con tocino y café. El agua estaba silenciosa y, esforzándose, Daina escuchó los suaves, alargados sonidos que había estado buscando antes en el mar, porque ahora podía distinguir el diálogo de las ballenas, profundo y resonando al reverberar a través de los interminables corredores del Pacífico. No sonaban, no había movimiento de las negras colas, ningún alto chorro expelido por el surtidor, ni brillantes espaldas curvas alzándose desde las profundidades para romper la superficie, para hacer una larga inspiración antes de otra zambullida. Estos eran los misteriosos, encantados sonidos que hacían al rondar en las profundidades.

Asomó su cara por la claraboya, sintiendo el suave viento nocturno en su rostro.

Mientras bebía el sonido, sus ojos se llenaron de lágrimas al recordar los cálidos y brillantes días hundidos en la profundidad de aquel último verano que había pasado con su padre, antes de que muriera.

Sus ojos estaban cerrados, pero las lágrimas escapaban, rodando por sus mejillas del mismo modo que los sonidos de las ballenas le trajeron los días y noches de Cape Cod, imágenes que giraban en el caleidoscopio de un niño y no sólo pedazos de vidrio brillantemente coloreados por el tiempo.

Con los ojos apretados, no podía ver cómo estaban cerradas sus manos en tensos puños blancos, cómo sus uñas se enterraban dolorosamente en la carne de sus palmas; pero más tarde pudo encontrar las huellas, las series semicirculares de rojas marcas, y se sorprendió por estos estigmas. Ahora, sin embargo, se enjugó los húmedos ojos con un bronceado brazo y sollozó.

Del otro lado de la pequeña cabina, Rubens, ocupado con el crujiente tocino y la precisa ruptura de los cascarones, no vio ni escuchó nada, y para cuando regresó a ella, sosteniendo orgullosamente los dos platos de humeante comida, ella había vuelto a ser la mujer a quien, momentos antes, él le hiciera el amor.