Once
Y DISOLVENCIA EN NEGRO.
Pero el aplauso ya se elevaba, creciendo hasta convertirse en un torrente mientras las deslizantes letras rojas empezaban a hundirse en la pantalla. Entonces empezaron a ponerse de pie. Empezó en algún sitio en medio de la enorme y atestada sala, extendiéndose hasta que todos estuvieron en pie, aplaudiendo salvajemente. Aquí y allá se escuchaban agudos silbidos taladrantes. La sala se mecía.
Era la semana antes de Navidad, como lo predijo Rubens. Marion había terminado la película a tiempo y Heather Duell se estrenaría aquí, en Ziegfeld, en la Calle 54, justo al oeste de la Sexta Avenida, en Nueva York, durante una temporada de una semana, con asientos reservados.
Este era el estreno VIP[22] para la prensa nacional y de Nueva York. Rubens hizo que la Twentieht enviara un grupo selecto de los críticos y columnistas más influyentes de Hollywood, para que estuvieran presentes en el estreno y en la fiesta subsecuente. Pero, sagazmente, retuvo cien boletos. El estudio había gritado pidiéndolos para sus ejecutivos, que de todos modos nunca se presentaron y prefirieron dárselos a sus secretarias. Había hecho que Beryl llegara dos semanas antes para organizar la promoción local en tres estaciones de radio de AM, regalando boletos.
Ahora estaba cosechando las recompensas. El público de la industria carecía notoriamente de respuesta, pero Rubens jugó con los instintos del público. Había sido una tirada de dados espantosamente arriesgada, porque todos sabían lo que buscaba. El y Marion y Beryl tuvieron una junta cumbre sobre este asunto un mes antes. Marion puso obstáculos en un principio, cuando Rubens propuso el plan. Pero, otra vez, era el más cercano al proyecto y, como Rubens había señalado persuasivamente, era el menos capaz de ver la situación objetivamente.
—Estoy poniendo mi maldita vida en tus manos —advirtió Marion cediendo descontento. Se puso en pie—. Ahora sé lo que sintió María Antonieta cuando subía los escalones hacia la guillotina.
—¿Así es como piensas de nosotros, mi amigo? —bromeó Rubens dándole una palmada en la espalda y abrazándolo—. ¿Como un consejo revolucionario? ¿Después del maravilloso trabajo que acabas de entregar? ¡Dios mío, hombre, tú vas, todos vamos a hacer que esta película sea la más taquillera de todos los tiempos! —Apretó los hombros de Marion—. Confía en mí. No nos hemos fallado uno al otro todavía. Y no lo haremos. Tienes mi palabra.
Aun con todo eso, quizá era seguro decir que Marion no había estado totalmente convencido, pensaba Daina ahora, mientras veía que el público hacía erupción con aplausos fogosos. Inclinado, sí, definitivamente estaba lo bastante inclinado como para darle su consentimiento a Rubens. Pero Daina sabía que, hasta ahora, las dudas se habían agitado en el corazón de Marion, corroyéndolo. Después de todo, esto era América, su intento. Si resultaba ser un fracaso... Pero esta noche estaba coronada de sonrisas.
Daina se quedó entre Marion y Rubens. Sentía su presencia como si fuera sólo un contacto fantasmal, como si estuviera en una casa embrujada estrechando las manos a los espectros. Lo único que verdaderamente existía para ella era el estruendo que inundaba el edificio, que sonaba como una marejada en el teatro, haciendo eco una y otra vez hasta que ella caminó toda la distancia y, bajando por el largo pasillo, se volvió para enfrentarlos.
Escuchó que pronunciaban su nombre y volvió la cabeza. Pero no salía de una boca ni de dos ni de tres. Era como si la multitud la estuviera llamando y como si ese sonido masivo, que fuera tan familiar durante toda su vida, tomara un nuevo significado, una nueva forma y aspecto, adquiriendo sustancia hasta que pareció colgar en el aire.
Miró sus ojos y vio una expresión única. De un rostro a otro, en la luz y en las sombras, vio la misma cosa. En las caras largas, en las caras redondas, en las caras granujientas y en las caras perfectas, había un punto en común que las unía aquí, una bandera que las cubría a todas y las fusionaba para formar una entidad con una sola mente, un corazón y un sueño. Y con una emoción mayor de lo que nunca antes había experimentado, supo que ese sueño era ella.
Daina se subió el cuello del abrigo largo de lince canadiense que le había comprado Rubens. Encogió los labios y soltó una tibia exhalación. Se condensó en el aire helado y su rocío flotó frente a su cara antes de disiparse en la noche.
Aquí en Nueva York realmente se sentía la época de Navidad. Había hilos de luz que iluminaban la Sexta Avenida y, mirando al norte, se podían ver las pálidas y escasas ramas de los árboles de Central Parir, que parecían escobas espectrales que trataran enojosamente de barrer la oscuridad o el frío.
Aquí no había camisetas o zapatos de goma que desfilaran por Sunset en diciembre; tampoco carros deportivos convertibles ni deslizadores que fueran llevados a Laguna.
Aquí, diciembre significaba el invierno, y aunque no se podía hablar de nieve sino de las sucias huellas que el tránsito había convertido en manchas grises moteadas y negras, todavía se sentía un estremecimiento como ella lo recordaba. Los taxis, con sus luces de libre color cereza, atravesaban la avenida y, calle abajo sobre la 53, un Santa Claus tocaba su campana por el Ejército de Salvación o por alguna otra obra de caridad. Sólo unas cuantas calles más lejos, en la Quinta Avenida, Sairs todavía estaría abierto para atender la prisa de las fiestas y San Patricio se vería festivamente inundada de luces.
Rubens estaba parado cerca de ella en la acera, esperando pacientemente. Alex les mantenía abierta la puerta de la limusina. Unos momentos antes, Marion había subido al tibio y afelpado asiento trasero.
—¿En qué estás pensando? —le preguntó Rubens rodeándola con su brazo.
—No pienso que me creerías si te lo digo —contestó y continuó mirando, por la Sexta Avenida, hacia el parque.
—Te creería cualquier cosa que dijeras —le aseguró él. Se estremeció un poco y se puso sus guantes de piel de cerdo.
—Es una cosa muy tonta. Tú no eres así.
—De cualquier forma, es perfectamente cierto —replicó él encogiendo los hombros—. Tú eres la única persona en mi vida que no me ha mentido en un momento u otro.
—Pero quizá no te he dicho siempre toda la verdad.
—Eso no es lo mismo —puntualizó él lentamente—. Ahora dime lo que está en tu mente —pidió acercándola más a él, como si necesitara su calor.
—Estaba pensando en esta ciudad...
—¿En la ciudad? —vaciló, pareciendo intrigado—. No entiendo.
—Han pasado casi cinco años desde que no venía, Rubens. Toda una vida. Pero ahora estoy aquí y es como si nunca me hubiera ido. Soy una adicta. Y aquí es donde me drogo.
—No entiendo —repitió él.
—Deberías. Eres de Nueva York, Deberías entender lo que significa la ciudad.
—Una ciudad es una ciudad, Daina. Está ahí para ser usada. Ni amo ni odio a Nueva York. Regreso cuando hay trabajo para mí aquí. Me fui hace muchos años porque en L. A. es donde estaba el negocio del cine. Me gusta estar allí. Me gusta el sol y el clima. Nunca me acostumbré a jugar tenis bajo techo o a vivir a veinticinco pisos hacia el cielo o, alternativamente, a venir desde la isla en el tren de Long Island. Vengo aquí bastante seguido.
—Pero ¿qué más ves aquí, Rubens? ¿Es sólo concreto y vidrio?
—Sí —respondió con el ceño fruncido todavía—. Eso es todo. Sólo eso y nada más. Voy a donde tengo que ir y no extraño ningún otro lugar cuando estoy allí.
Daina dijo algo tan quedamente que él no estuvo seguro de lo que fue. Sonó como "qué lástima". Entonces agachó la cabeza y entró en la limusina. Pronto la siguió Rubens. Alex fue hasta el frente del carro y se colocó tras el volante. Encendió el motor.
—No quiero ir a la fiesta todavía. Es demasiado temprano —objetó Daina.
—Beryl organizó esa cosa de la TV con Eyewitness News —le recordó Rubens.
—Lo sé. Excelente. Me lo dijo cuatro veces antes de irse a la fiesta.
—Eso fue porque le costó mucho trabajo...
—Esperarán —afirmó Daina y lo miró brevemente—, ¿O no lo harán?
—No creo que se vayan —respondió Rubens mirando a Marion de reojo.
—Seguro. Beryl lo manejará. Para eso se le paga —aseguró Daina.
—¿A dónde quieres que nos lleve Alex? —le preguntó Rubens calmadamente.
—No lo sé. Al parque, ¿está bien? A ti también te gusta el parque.
Alex dio vuelta en la Sexta, corriendo por Central Park South y hacia la silbante oscuridad de piedra. El resplandor nocturno de la ciudad parecía retroceder varios kilómetros en lugar de unas cuadras.
—Crees que está pasando, ¿no? —indagó Daina en el silencio del carro—. Que todo se me está acumulando. —Su cabeza estaba recargada contra el asiento de terciopelo y la luz de sodio de las lámparas plateaba su perfil cuando la limusina pasaba junto a ellas, una por una, y se alejaba rápidamente. En esos momentos de iluminación, sus ojos, como pequeños reflectores intensos, parecían amatistas brillantes, pues eran profundos, chispeantes y completamente etéreos—. Baja la velocidad —susurró mirando por la ventana—. Baja la velocidad, Alex.
El guardaespaldas dio vuelta en una curva de piedra y salieron a "Tavern on the Creen", donde los árboles airededor tenían colgadas pequeñas luces que eran como oro hilado. Ella comentó:
—Cuando era niña y estaba triste, iba al planetario a ver salir las estrellas. El día se deslizaba en la noche, pero no antes, y en la oscuridad las siluetas de la ciudad se delineaban por toda la circunferencia del domo. Entonces llegaba la noche y sólo quedaban las estrellas. —Ella estaba recordando otra época y les contaba a ellos esa historia porque no podía soportar hablar sobre la otra.
—Yo no creo nada por el estilo —interpuso Rubens como si no hubiera pasado ei tiempo.
—Como una de esas películas antiguas, todo se desintegrará en el fuego. Cada fragmento arderá desde las esquinas hacia adentro, hasta que lo único que quede sean cenizas que volarán lejos con la más mínima insinuación de una brisa. —Ella volvió la cabeza hacia un lado y le sonrió fantasmalmente—. Eso es lo que nos pasa a todos nosotros, Rubens, ¿no? —sonrió de nuevo, pero esta vez con gran luminosidad—. Bueno, ¿sabes qué? Todo eso es una locura soñada por algún escritorcillo de guiones de Hollywood, medio alcohólico por tener que sacar seis scripts al año —frunció los labios—. Todo lo que importa es el ahora.
—Pero su corazón palpitante le decía otra cosa.
—Eso es por lo que vamos de un proyecto a otro sin pensarlo dos veces —sentenció Marion.
—¿Ves cómo es, Rubens? —apuntó ella pasando sus brazos por los de él y dándole un beso en la mejilla—. Realmente es dulce bajo todos esos ladridos. Y también es inteligente.
—Oh, sí. Un maldito genio —suspiró Marion—. Mas no captaste mi idea. De algún modo, a todos parece faltarnos el factor humano... ese elemento único que haría que todo funcionara. Pero parece que nunca aprendemos a manejar el exceso de fama. Nos distanciamos de la mayoría de la gente y esto sólo nos hace sentirnos más superiores. Se aumenta de sí mismo, ¿no lo ves? Somos bebés llenos de rencor en el corazón, siempre nos rebelamos y defendemos una independencia que no tuvimos cuando niños. —El los miró con una expresión extraña en la cara—. Es charlatanería de los psiquiatras, ¿no lo creen? —Pero se veía claramente que él no—. Es por eso que somos bastardos hasta el final, como me lo señalaba insidiosamente mi ex esposa, una y otra vez. Pero ella no era distinta, así que al fin tuvo que rendirse —se rió—. En cierto modo, es muy divertido. ¡Soy un tipo tan malditamente perezoso en casa! Pero en el trabajo no ocurre así.
"El teatro es muy estimulante, ya que no hay nada como las representaciones en vivo, pero con el tiempo se vuelve autocomplaciente de algún modo. Está fuertemente atado y es monstruosamente estructural, ¿ves?, por su propia naturaleza es tan aislado... Ya se estaba volviendo demasiado cómodo, como una especie de nicho, y empecé a ver en mí una pereza que llegué a despreciar. Comencé a notar que ya no estaba trabajando a todo vapor; aunque durante el mayor tiempo posible así lo parecía, me había estado engañando al creer que todo marchaba bien.
"Para mí, el mundo del cine siempre había sido una especie de entidad gigante que simplemente por su tamaño era atemorizante —gruñó—. Y marchar a Hollywood en oposición a Nueva York significaba otra dislocación. Crecí en la oscuridad de los teatros, mirando a los actores míticos. Ir a trabajar allí era como ascender al Monte Olimpo
—Y ahora supongo que vas a decirnos que deseas regresar a los días bucólicos en que eras un director de teatro que ganaba cien libras a la semana —lo interrumpió Rubens—. A un trabajo bueno y honesto. —El sarcasmo colgaba pesadamente de su voz—. De regreso a la patria, viejo, ¿no es eso? Bañar nuevamente tus manos en esas candilejas.
—¡Cristo, no! —rió Marion—. No regresaría ni por todo el té de China o, para estar un poco más al día, por todo el carbón de Newcastle —sacudió la cabeza—. Creo que uno sólo encuentra lo bucólico en los libros infantiles como El Mago de Oz. Y noten que está escrito por un norteamericano. Nada de "Oh, Tía Em, ¡no hay otro lugar como el hogar!", de nuestra Alicia en el País de las Maravillas. Allí no hay nada de esa severa modalidad protestante.
—No, claro —se rió Rubens—. Los ingleses son demasiado propensos a ese tipo de estrecheces y rectitudes.
—¡Tienes toda la razón!
Cuando salieron por el lado norte del parque, Daina se enderezó.
—Alex, no des vuelta todavía —le pidió un poco agitadamente.
—¿Hacia dónde vamos, señorita Whitney? —le preguntó mirándola por el retrovisor con los ojos muy oscuros y perfectamente indescifrables.
—Sigue hacia el norte, pasa la 116 y luego regresa por la Quinta Avenida.
—¿Qué pretendes? —inquirió Rubens.
—Nada —le respondió, sin volverse. Se aferró a la orilla metálica de la separación de vidrio que estaba bajada—. Déjalo.
Hubo silencio en el carro cuando giraron y dieron vuelta al este por última vez; se detuvieron en un semáforo y ella miró las negras caras que pasaban. Parecían ser parte de otro mundo y se veían tan lejos de ella como Plutón se hallaba de la Tierra, y le ofrecían exactamente lo mismo.
La luz cambió a verde y siguieron adelante, dando vuelta a la derecha en la Quinta. Lo vio a más de una cuadra de distancia. Estaba a la derecha, alto y bastante menos macizo que muchos de los edificios más pequeños que lo rodeaban. Todavía tenía ese extraño aire casi europeo, con sus detalladas enroscaduras, sus cornisas ornamentales, las sombras de unas gárgolas que se asomaban; y ella no distinguió lo que estaba mal hasta que casi estuvieron a su lado y vio las ventanas cubiertas de tablas, la puerta rota con montones de latas de cerveza y botellas de vino de un cuarto de litro. Había láminas metálicas manchadas con pintura en aerosol, que decían: MARK 2 GONE DOWN ZEE RAKEEN ZOMBY S. Se encontraban clavadas en todas las ventanas del vestíbulo. No había vidrios, salvo el que estaba tirado en la acera por todo el frente. Mientras pasaban, ella vislumbró un letrero impreso en negro sobre blanco que anunciaba...
Pero lo pasaron demasiado rápido y el edificio mismo había atraído toda su atención. Apoyó la frente en el dorso de sus manos y cerró los ojos mientras Rubens y Marion hablaban, quedamente para no molestarla, y la mano de Rubens se posaba sobre su espalda, girando, dando vueltas como una gaviota distraída.
—Sigue adelante —le indicó a Alex con una voz extrañamente retumbante—. Sigue hacia el centro para ir a la fiesta. —Levantó la cabeza y resbaló hasta el respaldo del asiento.
—No es suficiente —rezongó.
—¿Qué no es suficiente? —consultó Rubens, mirándola.
—Todo esto. Todo lo que ha pasado hasta ahora. Todo lo que va a pasar esta noche.
—¿Ni siquiera quieres hacer una prueba rápida antes de condenarlo? —demandó Rubens.
—No, ya puedo sentirlo. Ahora soy una caníbal, justo como el resto de ellos. Todo el dinero y... la fama se alimentan de sí mismos... en lugar de ser un fin en sí mismos. No lo es, para nada. Y yo realmente... verdaderamente pensé que lo sería. Sólo soy un bebé. Quiero, quiero, quiero. Eso es lo único en lo que puedo pensar sin meditar si es bueno o malo. Toda diferenciación ha perdido el sentido totalmente.
—¿De casualidad tú la entiendes? —le preguntó Rubens a Marion, volviéndose.
—Nada más déjala sola. Está...
—Por el amor de Dios, no estarás llorando tu tristeza.
—No —negó ella sacudiendo violentamente la cabeza—. No es eso. Sólo estoy tratando de... comprender, eso es todo.
—Bueno, entonces olvídalo, porque no hay forma —gruñó él—. Estás tratando de intelectualizar un sentimiento... intangible. Llegó. Golpeó. Deja que se vaya por la borda. —Abrió el bar y se sirvió un vodka en las rocas—. Y sólo sé feliz de que seas tú.
*
"Windows on the World" está en el piso más alto de la Torre Uno del World Trade Center. Era el edificio situado más al norte y su hilera de ventanas que miraban hacia el vasto paisaje era aterradora. Parecía extenderse hacia adelante para siempre, más y más lejos, y ni siquiera el sucio Hudson, con un lodo demasiado denso como para volver a congelarse alguna vez, parecía esta noche una barrera que detuviera la expansión de la metrópoli hacia los riscos de Nueva Jersey.
Las brillantes luces de la ciudad se elevaban hacia el negro cielo como si fueran estrelias ilimitadas que crearan un universo geométrico donde la redondeada suavidad de la estructura humana parecía extraña.
Claro que todo esto fue una imagen posterior. Lo que los recibió cuando salieron del ascensor de alta velocidad en el piso ciento siete, fue una masa de luces y personas. El ambiente ya se hallaba caldeado, había mucho humo y Beryl, que estaba perfectamente calmada y controlada aunque llegaban con una hora de retraso, tomó inmediatamente la mano de Daina y la condujo a una alcoba donde la gente de Eyewitness News tenía instaladas sus luces. Ya habían realizado muchas tomas de la fiesta misma.
Gracias a la participación de Marion, se observaba más de un desperdigamiento de la gente de teatro que generalmente estaba en Broadway. No pudieron asistir al estreno, pero la fiesta comenzó después de que bajara la cortina en sus espectáculos y todos se mostraron ansiosos por asistir. De hecho, Rubens logró que el estudio hiciera una segunda copia para invitarlos a una presentación especial el domingo en la tarde, que él había organizado a conveniencia de ellos.
Spengler se acercó y la alejó de las brillantes luces y los micrófonos relucientes. Parecía saber exactamente cuándo hacerlo. Llevaba puesto un traje gris plata, listado de seda, sobre una camisa color ostión y una corbata de seda cruda azul marino. Se paró con ella debajo del enorme logotipo de marquesina construido para la película: letras escarlata con delgados bordes blancos, contra el símbolo azul oscuro sombreado.
Él era todo sonrisas esta noche. Nunca dijo una palabra sobre Monty ni fue al funeral. Pero allí habían estado sus flores junto con una breve nota. La viuda de Monty leyó la tarjeta con sus delgados labios moviéndose en silencio.
Había levantado la vista, mirando directamente a Daina, y rompió la tarjeta haciéndola confetti.
—Rubens tenía razón sobre cómo manejar este proyecto —aceptó mientras la conducía lejos del inmenso logotipo.
—Casi siempre tiene razón —comentó ella—. Lo descubrirás muy pronto.
—Sí, sí. Ya lo sé. He oído eso antes.
—Pero con frecuencia no es la verdad.
—Todos llegamos a estrellarnos tarde o temprano.
—Realmente creo que debes explicar mejor esa afirmación —lo sermoneó ella girando hasta quedar cara a cara con él.
Spengler levantó las manos con las palmas hacia arriba y aquella radiante sonrisa bañó los alrededores inmediatos.
—Hey, vamos. Ni siquiera sabía que estabas tensa. Sólo fue una afirmación casual, eso es todo —la sonrisa cambió a alta velocidad—. Tú sabes, ahora es un momento crucial para ti. No puedes ser demasiado cuidadosa.
—¿Qué significa eso?
Encogió los hombros como diciendo: "No lo tomes demasiado en serio", pero esa sonrisa que continuaba brillando a 200 watts, era prueba suficiente de su seriedad.
—Lo haces ser algo más que humano. Lo único que quiero decir es que eso podría ser peligroso. Es tan falible como el resto de nosotros. Pones toda tu fe en un lugar... —Encogió los hombros nuevamente.
—¿Sabes?, creo que te has olvidado de ese pequeño incidente.
—No lo he olvidado —replicó Spengler poniendo una mano sobre la otra y se masajeó el dorso—. Pero eso tampoco hace que le tema. No es tan rudo.
Entonces ella sonrió y puso la mano en la mejilla de él, tocándolo solamente.
—Tampoco tú lo eres —afirmó con suavidad y se alejó de él.
La fiesta estaba en todo su apogeo y ella fue arrastrada de inmediato, apresada como en un puño gigante, lanzada de una persona a otra, de grupo a grupo, y era como si todos usaran máscaras y estuvieran en un desfile, a punto de ser juzgados en cualquier momento... No había nada de importancia, ni siquiera los cumplidos.
—Ay, chica[23], ¡cómo has crecido!
Ella giró y vio una cara de piel dorada, manchada de pecas. El cabello todavía era rojizo y, extrañamente, estaba muy corto, como era la moda actual. Llevaba un bigote recortado y delgado que de algún modo hacía que la ancha abertura de su boca adquiriera una apariencia más letal. Y tenía algunas arrugas marcadas con ese aspecto singular, que bajaban de las orillas de su nariz hasta las comisuras de la boca, así como redecillas en las esquinas exteriores de los ojos. Pero esos ojos en sí no habían cambiado para nada. Eran piedras planas azul pálido bajo el agua y poseían la cualidad de no parpadear en un rostro de emociones cambiantes.
—¡Qué linda muchacha![24] —aduló Aurelio Ocasio, tomándole la mano entre la suya. El apretón fue frío y firme. Sintió la dureza de un experto, de un profesional.
" ¡Dios mío, no me recuerdas! —rió Aurelio Ocasio al ver su cara. Sus ojos la escudriñaron y su cara cambió de posición, recibiendo las luces del techo en los planos de su cara pecosa. El color desapareció de ellos y tuvo la horrible impresión de que eran dos agujeros perforados en su cráneo y de que podría ver allí el cerebro pulsando húmedamente.
"¿Puede ser, linda[25]? ¿Realmente puede ser? —recalcó. Se hizo para atrás y la mantuvo a la distancia de un brazo. Usaba un traje de lana color zorra que obviamente había sido hecho sobre diseño. Su camisa era de seda amarilla pálida y su corbata delgada, con rayas café y siena tostada. Llevaba un clavel amarillo en el ojal. Todo este tiempo había estado junto a él una rubia delgada, con un vestido de satén color durazno, que mostraba sólo un toque lo bastante grande de sus senos erguidos como para que juntos fueran elegantes. Estaba parada con sus largas uñas frente a ella, agarrando una estola de zorro y una bolsa de piel de lagartija café rojiza.
"Quizá es esto —dijo Ocasio, pasándose la roma punta de su dedo por la línea perfecta de su bigote. Su cara se aflojó por la tristeza—. O quizá es simplemente el tiempo. Han pasado... déjame ver, doce años —opinó chasqueando los dedos vivamente—. ¿Es correcto eso? Sí, sí, lo recuerdo perfectamente. Doce años. Nos encontramos por primera vez en un restaurante en las afueras. ¿No te acuerdas, chica? Eras tan joven entonces... Estabas con alguien. Déjame ver, ¿cómo se llamaba? Tú sabes, por mi vida, no puedo recordar su nombre —ahora pareció un poco mortificado...
—Baba.
—¡Sí! —chasqueó los dedos otra vez—. ¡Sí, por supuesto! Veo que sí me recuerdas, después de todo —se inclinó ligeramente—. Me siento muy favorecido —su cara se hundió casi de inmediato—. Desafortunadamente no tuvimos la oportunidad de convertirnos en amigos cercanos como yo hubiera querido —levantó el índice en el aire—. Pero aun entonces, linda, podía decir que las cosas grandes eran para ti. Sí, verdaderamente. Tenías una cierta cualidad. Y, no sé cómo ponerlo en palabras, especialmente en inglés. Si hubiéramos podido estar más cerca y pasar más tiempo juntos... ¡Estoy tan contento por ti! —Cubrió las manos de Daina con las suyas, se las llevó a la boca y besó los dorsos—. ¡Una actuación brava, linda! ¡Verdaderamente única!
—¿Qué estás haciendo ahora? —indagó ella y casi se ahoga con las palabras.
—Dirijo una firma de consultores especializados —explicó y pareció sonreír con sus dientes amarillos brillando—. Tengo, se puede decir, un solo cliente: el alcalde de la ciudad de Nueva York. —Echó la cabeza para atrás y rió tan agudamente como una guacamaya—. Debes pasar por la oficina si tienes un tiempo mientras estás aquí. No, no. Insisto. Para ver la operación. ¡Aja!, estoy seguro de que quedarías fascinada, chica, ¡ah, sí! Pero ahora veo que te están llamando. Me imagino que hay negocios importantes en preparación. Bien. Anda ahora. Te veré antes de que me vaya —le sopló un beso—. ¡Adiós, linda! —Y sacudió la cabeza mientras ella giraba y se alejaba de él hacia la densa selva de cuerpos sudorosos.
*
—"Daina Whitney crea el tipo de magia en la escena que raramente se ve en las películas en estos días. Su actuación es de una complejidad sorprendente que combina el misterio, la sexualidad, la vulnerabilidad y, en forma no del todo paradójica, el tipo de bravura que previamente era exclusiva de los caracteres masculinos..." ¡Dios mío!
—Continúa —la urgió Rubens—. ¿Qué más dice el Times!
—Sigue igual —confirmó Daina un poco agitada—. ¡Cristo!
—Bueno, ¿te lo vas a guardar todo? —rió Rubens—. Hasta tienes a Alex sobre agujas y alfileres.
Ella levantó la vista sobre las hojas del periódico y vio los ojos oscuros como aceitunas del guardaespaldas, que la miraban por el espejo retrovisor.
—Mira el camino, Alex, ¿quieres? Verdaderamente ahora no es el momento para un choque múltiple —aconsejó ella. Luego, empezó a leer otra vez la crónica del Times:
"Desde afuera tenemos una historia clara y directa de un secuestro político. Ese es, en sí, un tema oportuno, pero quedan advertidos de que ésta no es una película de acción y aventura per se.
"Inmediatamente nos vienen a la mente algunas comparaciones, siendo la más notable la de Apocalipsis Ahora, de Franir Coppola. Sin embargo, en donde el señor Coppola falló al retirar la fachada heroica de la guerra para mostrar sus engranes interiores, Marion Clarke, quien coescribió Heather Duell junto con Morton Douglas, nos revela, capa por capa, los montajes como mecanismo de reloj del terrorismo y nos da también una visión atemorizante de lo que es.
"No obstante, sin la interpretación multidimensional que hace la señorita Whitney del personaje del título, la película podría no haber triunfado. Porque ella es el duro centro que debe soportar el remolino de fuerzas. Si ella no es creíble, literalmente no hay película.
"Como es, la película toma vuelo de su remachadora interpretación para alcanzar verdadera grandeza..."
Daina dejó caer el periódico desde su regazo hasta el tapete de la limusina. Recargó la cabeza contra el respaldo y miró las luces de Manhattan que revoloteaban en un resplandor, combinándose para crear una estatua dorada con castas manos unidas. Vivía detrás de sus párpados. Pensó que pronto viviría también en su interior.
*
Mónica estaba muriendo. Tenía una enfermedad con un nombre muy largo. Daina escuchó que las palabras se ensartaban en un típico estilo médico y no tenían sentido para ella. Por lo que entendió, el doctor podía estar hablando marciano, que era justo lo que le gusta a ellos, pensó Daina. Los doctores se sienten bastante más seguros cuando nadie entiende lo que han dicho, ya que hay menos oportunidad de que los demanden por negligencia.
Pero Daina sí entendió esto: lo que su madre tenía era algo como el cáncer, sólo que peor. ¿Qué podría ser peor que el cáncer?, pensó. Una enfermedad sin cura. Tampoco había cura para lo que Mónica tenía. Era degenerativa y progresiva.
—Entiendo que no ha visto a su madre en varios meses —le comunicó el joven y pulcramente afeitado doctor. Tenía la sonrisa artificial de un sobrecargo de aerolínea y los ojos hundidos de un veterano de guerra. Suspiraba mucho cuando creía que no lo observaban—. Ahora, no quiero que se impresione cuando la vea —se detuvieron frente a la puerta cerrada del cuarto de hospital de Mónica—. No se verá igual, así que prepárese y trate de no asustarse —le dio unas palmaditas en la espalda y la dejó en la puerta.
El había logrado asustarla sin saberlo, lo que era un arte con el que algunos médicos parecían haber nacido. Escuchó pisadas suaves, susurros, el chirriante rodar de un carrito que pasaba, un sollozo breve, ahogado, y el tranquilo repiqueteo de un timbre de hospital. Pero todo esto se hallaba atrás de ella. Enfrente estaba Mónica, muriendo.
Estiró una mano hasta tocar la puerta. La empujó lentamente hacia adentro. Parecía que era demasiado pesada para que ella la moviera. Entró en el cuarto, conteniendo la respiración.
Mónica yacía en la cama alta y tenía tubos conectados a la nariz y a la parte interior del brazo. Se veían moretones negros donde las agujas habían entrado y salido. Parecía estar durmiendo y que en su sueño aparecía ya muerta. En su cara había huecos que no estaban allí antes. Era como si algo le estuviera desgarrando la carne desde el interior.
Daina se sintió obligada a acercarse a la cama y, cuando lo hizo, Mónica abrió los ojos como si percibiera la cercanía de su hija.
—Así que la hija pródiga regresa —susurró quedamente. Su mano revoloteó sobre las colchas como un pájaro herido.
Daina estaba más sorprendida por los ojos que por la voz de su madre, ya que, no obstante las horribles advertencias del doctor, esos ojos eran los mismos que fueron siempre, tan secamente humorosos, tan burlones y tan enojados como cuando Mónica tenía diez años menos. Ese bastardo doctor, pensó Daina. Sólo está viendo el exterior. Nada puede cambiar lo que ella es por dentro.
—Te ves diferente —comentó Mónica—. ¿Te ayudó el doctor Geist? —No era una pregunta. Ella miró su propia mano que estaba vacía sobre el delgado cobertor. Se estremeció y susurró—: Tengo frío.
Daina se acercó al pie de la cama y desenrolló el segundo cobertor que estaba doblado allí. Lo arropó bajo el mentón de su madre. La mano de Mónica se levantó y la tomó por la muñeca.
—Si estás mejor encontrarás el perdón para mí en tu corazón —su tono de voz subía y bajaba siguiendo el latido del pulso en el hueco de su garganta—. Hice lo que pensé que era correcto.
—Me engañaste, madre.
—Nunca me hubieras escuchado —se disculpó Mónica cerrando los ojos. Las lágrimas empezaron a salir bajo sus párpados—. Le habrías dado la espalda a la verdad.
—La verdad es que siempre trataste de mantenerme lejos de papá —replicó Daina. Una parte de ella gritaba: cómo puedes hablar de esto ahora. Pero otra parte más grande le decía que debía ser dicho antes de que fuera demasiado tarde.
—Siempre fuiste tan bonita, tan singular e inocente —afirmó Mónica apretando más la mano sobre su muñeca—. Y tu padre... siempre tuvo una forma de mirarte... Era tan... especial. Nunca miró a nadie más así, ni siquiera a mí.
—Pero te amaba. Cómo pudiste...
—Amaba a las mujeres, Daina —espetó. Sus ojos se abrieron viéndose más grandes y más brillantes en esa carne marchita—. Lo sabía antes de casarnos, mas supuse que cambiaría cuando fuera mi marido. No fue así.
—¡Madre!
Daina trató de alejarse, pero la garra de Mónica se había vuelto fiera. Levantó la cabeza de la almohada, diciendo:
—Ya eres lo bastante grande como para oír esto ahora. Querías saber y ahora debes saber. —Su cabeza cayó y durante un momento cerró los ojos otra vez. Parecía tener dificultades para respirar—. Tu padre no pudo o no quiso detenerse. Supongo que, a su manera, debió amarme. No quería dejarme. Pero siempre sospeché que era por ti. Sabía que nunca hubiera soportado desprenderse de ti, así que tomó el paquete completo... y en su tiempo libre seguía —sus ojos se cerraron apretadamente. Estaba llorando—. ¡Oh, Dios, ayúdame! —Daina pensó que algo le dolía y estuvo a punto de llamar a la enfermera, cuando Mónica continuó—: Llegué a tenerte resentimiento, sí. Tú eras mi único eslabón con él. No podía retenerlo y tú sí.
—Pero madre...
—Mantente callada hasta que termine, Daina. No tengo fuerza para pelear contigo —sus dedos subieron hasta enlazar los de su hija—. Sé que te eché de la casa. Sé lo que te hice. Estaba ebria con la libertad que me dio la muerte de tu padre —sonrió un poco—. Sé que piensas que soy dura, pero trata de verlo desde mi punto de vista. Trata de ver lo que él me hizo y lo que me hice a mí misma. Sí, quería que estuvieras fuera de la casa, aunque fue sólo después de que te fuiste que empecé a comprender lo que había hecho y cuánto te amaba —las lágrimas brotaron otra vez de sus ojos—. Yo nunca... verás, creo que el problema fue que nunca pude pensar en ti como en una persona. Antes fuiste siempre el objeto que mantenía unido nuestro matrimonio, el puente entre tu padre y yo.
"Luego, cuando regresaste, vi en tus ojos que sería la última vez que te vería. Temía por ti. Dios sabe en dónde estabas o con quién estabas. Entrabas y salías de la escuela y las personas de allí me hablaron de ir a ver al doctor Geist. Pensé que sabían de lo que hablaban. Eran autoridades... —Se detuvo súbitamente, mordiéndose el labio. Atrajo más a Daina—. ¿Fue terrible, querida? Debes decirme. Por favor.
—No —mintió Daina—, no fue tan malo.
Los ojos de Mónica parecieron aclararse y sonrió de nuevo.
—Qué bueno. Eso me hace sentir mucho mejor. Temía... —miró los ojos de su hija—. Pero ahora tengo miedo todo el tiempo.
—Papi me dijo una vez cuánto te amaba —le confirmó Daina inclinándose y besando a Mónica en los labios.
—¿Lo hizo? ¿Cuándo? —quiso saber Mónica abriendo mucho los ojos.
Así que Daina le contó la historia de su viaje de pesca a Long Pond, del clima, de las vistas, los sonidos y los olores, de la tensión en la cuerda y de la sensación de la caña de pescar que se sacudió cuando el pez mordió el anzuelo y la excitación de la contienda en la cuerda.
—¿Y qué dijo él? —insistió Mónica.
—Dijo: "Sabes que amo mucho a tu madre" —aseveró Daina. Mónica parecía estar durmiendo—. ¿Madre... madre? —Llamó a la enfermera.
Llamó y llamó y llamó. Daina saltó en la cama con el corazón golpeándole. Se limpió el sudor de la frente. Volvió la cabeza. Rubens yacía dormido junto a ella.
El teléfono siguió sonando. Ella miró el reloj que estaba junto a la cama. Los luminosos números digitales acababan de marcar las 4:12. ¿De la mañana?
Tomó el auricular automáticamente.
—Uh uh uh uh...
—¿Qué?
—Huh. ¿Dain...?
—¿Chris? —preguntó frotándose los ojos.
—Uh, uh,uh...
—Chris, ¿eres tú?
—Dain, Dain, Daina... —su voz era pesada y se comía las letras.
—¿Dónde demonios estás, Chris?
—Humm...humm...
—¡Chris, por el amor de Dios!
—... va York...
—¿Qué? No pude... ¿Dijiste Nueva York? ¿Estás ahí? ¡Chris!
—Sí, sí, sí.
—Debiste venir a la fiesta...
—Tuvo una intuición—. Estás aquí...
—Air, air, air... —silabeó pero casi sonó como una risa. Casi—. Estoy solo, Dain. Completamente solo.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí? Chris, ¿estás bien?
—Escondiéndome, Dain. Estoy aquí de incog... —empezó a decir, pero parecía que no podía completar el resto. Ella podía oír ahora su respiración que era superficial y áspera.
—Chris, sólo dime dónde estás.
—Uh,uh,uh...
—¡Chris! —gritó. Rubens rodó y se revolvió para despertar, y ella salió de la cama y caminó tan lejos de él como lo permitió el cable. Se volvió, alejándose de la cama, y juntó las manos sobre la bocina—. Sólo dime dónde estás. Iré de inmediato —le pidió. Una especie de terror helado comenzó a llenarla como si fueran dedos fantasmas que acariciaran su espina. Se estremeció involuntariamente.
—... otel...
—¿Qué hotel? —lo apremió. Su miedo crecía a cada momento. ¿Qué estaba pasando?—. Chris, ¿en cuál? ¿El Carlyle? ¿El Pierre? —Nombró sus sitios favoritos.
—Air air air... —emitió ese sonido otra vez, que era tan similar a la risa y sin embargo tan totalmente aterrador. El le dio un nombre—. el Rensselaer.
—¿Qué? —casi gritó—. No sé dónde... —empezó ella. Pero él se había ido como una bocanada de humo, exhalada e inútil.
Ella no se molestó en decir su nombre y, por el contrario, atravesó el cuarto y colocó la bocina en su base. Se puso unos pantalones de mezclilla, los introdujo en unas botas altas de cuero y se deslizó por la cabeza un suéter de cuello de tortuga. Entonces se inclinó junto a la mesa de noche y sacó el directorio de Manhattan. Encontró "Hoteles" y pasó los dedos por las columnas, una por una, hasta que lo encontró.
—Oh, Dios —murmuró bajando su aliento. El hotel estaba en la Cuarenta y Cuatro, fuera de Broadway. Un poco más cerca de la última categoría y estaría en el Bowery. No había ninguna razón por la que Chris pasara por un lugar como ése y se quedara solo allí. Eso pensaba mientras recogía su bolsa con correa y se deslizaba silenciosamente por la puerta.
*
A las 4: 20 de la mañana, las avenidas de Nueva York se veían tan anchas como los bulevares de Madrid y la ciudad estaba tan callada que casi podía escuchar el parpadeo de los letreros de neón que se prendían y apagaban. Todavía pasaban en función doble Deep Throat y The Devil in Miss Jones en el Frisco Theater de Broadway. Al otro lado de la calle, un nuevo cine doble había surgido y sólo presentaba películas en español. Las de hoy eran El Brujo Maldito y ¡Qué Vergüenza!
El taxi se bamboleó y se inclinó, mientras corría hacia el centro, sobre los baches del asfalto agujerado. Enormes bocanadas de vapor gris blancuzco silbaban por las alcantarillas y eran luminosas cuando captaban y reflejaban la luz de la calle y del teatro. Cada vez que atravesaban una nube era como pasar por una cortina y ella, que estaba medio dormida todavía, esperaba quizá ver las estructuras de otro mundo allí abajo.
Pero no fue sino hasta que salió del taxi hacia la acera de la calle Cuarenta y Cuatro, que ella comprendió lo que había estado buscando. Era el brillo gris, la tan cinética mugre, la línea de la jungla de su juventud proscrita. Ahora quería saber desesperadamente que todavía estaba allí, que no había sido destruida, cubierta de tablas y de grafitos como el engargolado edificio de apartamentos en Harlem, cuya hermosa corteza pronto sentiría la humillación del golpe de la bola de la demoledora. Sin embargo, lo que anhelaba no era su juventud. Esa era una época, de hecho, a la que le haría feliz no volver nunca.
No quería atestiguar ninguna victoria sobre su mundo proscrito. Su existencia inviolable era una reafirmación para ella, la prueba última de que lo que había aprendido aquí era válido. Porque aquí yacía el poder más fuerte que el de las Brigadas Rojas o Septiembre Negro o el Baader-Meinhof.
Echó un vistazo al hotel Rensselaer. Tenía una fachada oscura y manchada de metal ennegrecido por el tizne y vidrio reforzado con alambre que le daba más un aire de antiguo Departamento de Policía. Al oeste estaba limitado por una puerta de acero y una tienda de estampillas con candado y un aparador que mostraba carpetas de plástico, blanqueadas por el sol, que oprimían una estampilla aquí y allá; y al este por un teatro pornográfico que había dejado su fantasma apenas recientemente. Pegados a su delgada marquesina había dos líneas de letras negras. La primera decía: XXX y la segunda "HOT CROSSED BUNS". Sobre la puerta giratoria del Rensselaer colgaba un viejo y pesado letrero que muy frecuentemente rechinaba en su sostén de acero como si estuviera a punto de hacer la caída final e ignominiosa, en la acera.
Justo a la izquierda había una alcantarilla de hierro en el pavimento, por la que salía un vaho que despedía el olor sulfuroso de la red subterránea de Nueva York. Un hombre yacía sobre ese sitio cálido de la acera y había extendido sobre el lugar unas hojas arrugadas de periódico. Vestía unos pantalones demasiado cortos para él, que se mantenían en su sitio gracias a una cuerda retorcida. No usaba calcetines y sus zapatos, o por lo menos lo que alguna vez fueron zapatos, se hallaban llenos de agujeros. Estaba profundamente dormido sobre los vapores, con la espalda contra los sucios ladrillos de la fachada del hotel y una mano cerrada alrededor del cuello de una botella vacía de medio litro de Irish Rose.
El viento nocturno sacudía su lecho de periódico, haciendo que pareciera que estaba montado en una alfombra mágica. No habrá ninguna princesa para él cuando despierte, pensó Daina.
Se inclinó en la ventanilla abierta del conductor y le dio tres billetes. El tenía la radio encendida. En un programa de entrevistas, alguien reñía al alcalde por los bajos salarios de la policía. Comenzaba un alud de llamadas iracundas.
—¿Quiere que la espere, señorita Whitney? —preguntó el conductor. Era un hombre joven, de piel cetrina, con barba cerrada y ojos rojos—. El negocio está flojo ahora. Tengo un libro. No me importa.
—Está bien —aceptó ella sonriendo ligeramente mientras se alejaba—. No sé cuánto me tardaré.
—No importa —replicó él apagando el motor—. Mejor yo que alguien más, ¿eh? —Subió la ventanilla casi por completo y empezó a leer un ejemplar en rústica, con las esquinas dobladas, de Magister Ludí.
¿De qué tengo que preocuparme?, pensó ella mientras atravesaba la rechinante puerta giratoria del hotel. Nada cambia.
En el interior, el hotel se veía como un tipo de peso completo que acabara de sostener una pelea con el campeón. Todo estaba destruido y andrajoso. El polvo colgaba en el aire como si lo cambiaran de un lugar a otro en vez de limpiarlo.
Caminó rápidamente hasta el escritorio de la recepción. Nadie estaba allí. No había libro sino una pequeña caja de madera prensada, con un fajo de tarjetas de siete por doce centímetros.
Ella las revisó sin encontrar una que dijera Kerr. Entonces recordó el nombre que él usaba en las giras, pues todos los miembros del grupo tenían seudónimos por razones de seguridad. Y allí estaba: Graham Greene. Solía divertir a Chris tremendamente. Cuarto 454.
Daina dejó la tarjeta en su lugar y se apresuró a cruzar el vestíbulo. Olía a calcetines rancios y mojados. Un ascensor tembloroso la depositó en el cuarto piso. Lanzó una rápida mirada a su alrededor y casi corre de regreso hacia el vestíbulo.
El cuarto 454 se hallaba al final y tenía dos esquinas. Ni siquiera tuvo que tocar o tener la llave, sino que extendió la mano y giró la perilla. La puerta se abrió. Entró y la cerró tras ella.
Estaba oscuro como boca de lobo, pero aun así pudo percibir que se encontraba en el recibidor de una suite de dos cuartos. No sabía que los hoteles como este tuvieran suites.
Se movió hacia adelante cautelosamente, con una mano estirada, deslizándose por la pared empapelada. Pudo sentir su rasposa y fragmentada superficie, tan granujienta como la superficie de la luna. Razonó que en algún lugar debía haber un interruptor de luz.
Lo encontró al final del angosto recibidor y lo encendió. Nada. Silencio. Se detuvo muy quieta, con el corazón latiendo sordamente.
Estaba a punto de decir su nombre cuando notó que el aire se sentía denso por los olores. Husmeó como un animal en celo y pudo definir el dulce almizcle de la hierba, el aroma picante del incienso y el acre olor del sudor. Contuvo la respiración. No era el olor que uno despide después de un arduo día de trabajo o el fuerte dejo de la relajación que le sigue al sexo, sino que contenía la peste de la enfermedad y el miedo.
Entró en la primera habitación, tratando de taladrar la oscuridad con los ojos. Y entonces se dio cuenta de la guitarra, que era acústica y no eléctrica, y que estaba tañendo plañideramente, y pensó: él está bien.
Entonces escuchó la entrada del bajo, del sintetizador y los tambores y supo que estaba oyendo una grabación. Atravesó el cuarto rápidamente y en el umbral del dormitorio escuchó su rica voz de tenor empezar a cantar: Estoy cansado de las mentiras/los muslos/ como velas/las oscuras nubes ondulando/embrujando los interminables cielos azules. La melodía proseguía y el ritmo era hipnótico.
—¿Chris?
Estoy cansado de los suspiros/los gritos de éxtasis animal/invaden mi mente/Ya no quiero/luchar por mis deseos. Fue al coro con facilidad: Estoy en un cable/un azulejo en un cable/esperando el sonido/de un arma que me derribe/Estoy en un cable/paralizado/esperando el sonido de un arma que me derribe.
Hubo un corto puente instrumental, seguido de un solo de guitarra y luego el coro se repitió hasta que la música murió en la oscuridad y sintetizó alas.
—¿Chris? —llamó de nuevo. Entró a la recámara y casi de inmediato tropezó con un montón de ropa esparcida—. ¡Maldición! —exclamó y se levantó. La alta forma que estaba del lado más cercano a la cama resultó ser una lámpara > la encendió—. Oh, Chris...
Un cuarto sórdido se iluminó ante ella, largo y angosto, del tipo que parecía viejo aun cuando fuera nuevo. Ahora estaba más allá de la redención. La casetera estaba sobre un buró de madera con cicatrices, que medio escondía el espejo oval situado tras él, despellejándose. Al otro lado del cuarto había una sola ventana adornada con hierba manchada de hollín, que se abría hacia un callejón demasiado angosto para que un hombre pudiera pararse de frente. La desnuda parte trasera de otro edificio colindaba con éste de modo que podía haber sido medianoche por la luz que podía filtrarse hacia abajo incluso durante la media tarde.
La cama, que dominaba la habitación, era una de esas cosas de hierro pesado, atornillada al piso para que no pudiera ser movida. La colcha y la sábana superior estaban echadas para atrás, formando una maraña de arrugas y remolinos que caían como una cascada al final, sobre el tapete que había quedado sin hilos hacía mucho tiempo. Era imposible decir de qué color pudo ser originalmente.
El cascabeleo de la tubería antigua venía de la puerta entreabierta del baño, pasando por la pared junto a la ventana. Parecía haber pequeños movimientos en las esquinas donde no podía llegar la luz de la lámpara.
—Chris —llamó de nuevo, inspirando.
El yacía desnudo en la cama, empapado en sudor. Su largo cabello estaba enredado y húmedo y tenía la barba crecida, lo que quizá hacía parecer su cara tan terriblemente adelgazada. Eso o la hórrida y fuerte luz de la lámpara que se arrastraba por su cara como la llegada de un eclipse. Sus ojos se veían enormes, casi exoftálmicos, con capas azul negras alrededor de las cuencas, como si estuviera maquillado para alguna macabra representación escénica.
Los planos de su cara estaban surcados de mugre y sudor seco y la piel de su cuerpo lucía tan blanca que parecía recién desenterrado.
—Chris, Chris... —repitió. Su corazón se rompía y trepó a la cama olfateando antes de ver el vómito seco que había convertido en yeso la sábana del lado izquierdo de la cama. Tomó su cabeza resbalosa en su regazo y le retiró el pelo de los ojos.
Durante un instante aterrorizante e insoportablemente largo pensó que estaba tan lejos que no podía reconocerla, pero sólo era que tenía dificultad para enfocar su visión. Sus músculos parecían cordones anudados, como si hubiera sostenido una larga y titánica batalla, y no se notaba un solo gramo de grasa en su cuerpo, sólo músculo y hueso.
Trató de mover los labios, pero los tenía partidos y tan ásperos como el cuero. Ella se levantó y corrió al baño para traerle un vaso con agua.
Las toallas estaban esparcidas por el lugar, empapadas y apestosas, sobre la angosta repisa empotrada sobre el lavabo desgastado de porcelana verde y café, manchado por el agua que corriera durante años. En otra repisa había hileras de cosméticos de hombre y de mujer, amontonados como si fueran un ejército de juguete en el confuso fragor de una guerra.
Existía un vaso sucio colocado precariamente en la orilla del lavabo y ella lo lavó y lo llenó de agua fría. Se volvió y escuchó un crujido bajo la suela de su bota. Pateó la toalla y vio la jeringa y una rota bolsa de celofán. Nadie tenía que decirle lo que había contenido esa bolsa, pero aun así se agachó y la guardó en su bolsillo.
Al principio él tuvo problemas para beber, aunque no existía duda de que estaba monstruosamente deshidratado. Mientras sostenía su cabeza sudorosa y miraba los movimientos convulsos de su garganta, se preguntó cómo podía haberle pasado esto en tan poco tiempo. ¿Qué estaba haciendo aquí? Escondiéndome, Daina. Ella podía recordar las palabras que le dijo por el teléfono. Estoy aquí de incog... Incógnito. Pero, ¿por qué?
—Daina...
Ella abrió los ojos sin haberse dado cuenta de que los había cerrado en algún momento.
—Estoy aquí, Chris.
—Viniste —agradeció en un suspiro delgado, y obviamente le era difícil hablar, incluso con oraciones cortas.
Ella sintió que su cuerpo estaba tenso y tenía los ojos muy abiertos, así que lo soltó justo a tiempo. Se arqueó súbitamente, se sentó alejándose de ella y vomitó el líquido. Durante un momento, toda su figura fue sacudida por convulsiones y luego los espasmos cedieron y se pudo relajar lo suficiente como para que ella lo ayudara a regresar a la cama.
—Voy a llamar a un médico —avisó Daina acercándose al teléfono. Pero nunca llegó a levantar la bocina de su base.
—No —rechazó él pesadamente. Sus dedos rodeaban la muñeca de ella con fuerza sorprendente—. Nada de eso.
—Entonces a alguien del grupo. ¿No vino Silka contigo?
—No llames a nadie —ordenó él.
—Chris, ¿qué te pasó?
—No lo sé —respondió mirándola con ojos atontados.
—Maldición, ¡sí lo sabes! —le gritó tomándolo de los hombros y sacudiéndolo bastante. Sacó la bolsa de celofán y la sostuvo frente a su cara—. ¿Qué clase de mierda es ésta?
Alejó la cabeza de ella. Su pecho huesudo subía y bajaba y una película de sudor lo empezaba a cubrir de nuevo. Murmuró algo.
—¿Qué? ¿Qué dijiste? —vociferó ella tan fuerte que él saltó a pesar suyo.
—Sé lo que es —carraspeó—. Heroína. Debe ser una mierda mala. —Sus músculos se contrajeron y ella pensó que iba a vomitar de nuevo—. Una mierda mala de verdad. No sé. Nunca me había pasado antes. —Sus manos eran puños blancos y tensos, las uñas se enterraban en la carne de sus palmas. Ella pensó que podía ver el revoloteo de su corazón bajo la pálida piel de su pecho—. Tienes que hacer algo... —masculló él. Sus ojos se cruzaron por el dolor—. Todo está cerrándose...
—¿Qué estás...?
Se arqueó levantándose de la cama y sus labios dejaron al descubierto los dientes apretados en un rictus aterrador. Era como mirar a un esqueleto que estuviera volviendo a una vida espantosa.
—Pégame. Pégame, Daina —logró decir—. Tienes, tienes que...
El se colapso de inmediato y ella puso una oreja en su pecho. Nada. Ni un latido.
—¡Cristo! —exclamó y se levantó de la cama, montándose a horcajadas sobre él. Alzó el brazo derecho, cerró su mano en un puño y la dejó caer tan fuerte como pudo en el punto que estaba directamente encima de su menguante corazón. Contó cinco latidos y lo hizo de nuevo, gruñendo por el esfuerzo. Esperó. Lo hizo una tercera vez. Era como golpear carne muerta.
" ¡Maldición, vamos! —explotó. Se inclinó sobre él. Nada—. ¡No te me mueras ahora! —Se levantó y lo golpeó una y otra vez sobre el corazón, y el latido se escuchaba como un tímpano gigante en sus oídos. El sudor brotaba de ella y rodaba picándole los ojos y escurriendo tristemente sobre la carne pálida de él. La cama crujía rítmica y violentamente, justo como si estuvieran haciendo el amor.
"Vamos, vamos vamos... Chris, no lo hagas... vamos, vamos, ¡vamos! —Su voz se definía como una letanía: un ruego hacia él pero también como un estímulo para que ella no cediera, que no parara hasta que ya no quedara ninguna esperanza. Pero mientras los segundos se convertían en minutos y los minutos parecían amontonarse, la esperanza que ella había mantenido cerca de su corazón comenzó a disiparse hasta que se encontró llorando tan fuerte como lo golpeaba, odiándose tanto como lo odiaba a él por hacerle esto, por tener la temeridad de arrastrarla hasta aquí a las cuatro de la mañana sólo para alejarse revoloteando como un pájaro agonizante—. ¡Maldito seas! —estalló—. ¡Despierta!
Y lo hizo. Mágica, milagrosamente sus párpados se movieron como si estuviera soñando y entonces, a través de sus lágrimas, vio que la miraba con fijeza y sintió su gran pecho musculoso aspirar enormes bocanadas como si no pudiera absorber suficiente oxígeno.
Ella se detuvo y empezó a llorar a más no poder.
—Oh, Chris... oh, Chris, pensé que estabas muerto, ¡bastardo!
—También yo lo pensé —murmuró él. Parpadeó una vez, abrió los labios y los cerró—. Realmente lo pensé... Daina... no te detengas ahora...
—¿Qué?
—No puedes. Tienes que seguir... hasta que estés segura de que no perderé el sentido de nuevo. —Sus ojos empezaron a cerrarse como si estuviera demasiado cansado para mantenerse despierto—. No puedes... no puedes dejarme bajar... otra vez, Daina... no, no despertaré...jamás...
Ella se levantó otra vez lanzando un gruñido desde su interior, cerró las manos y lo golpeó. El temblaba bajo los golpes dobles y ella jadeó con horror. Empero los hizo de nuevo y esta vez sus ojos se abrieron. No era capaz de hablar, aunque lo vio mirándola mientras seguía golpeándolo, con una suave expresión de amor que parecía continuar por siempre. Y ella quería ver eso ahora, lo necesitaba más que a ninguna otra cosa. Sabía que era su única unión con la vida y que, mientras continuara mirándola, estaba luchando y no se dejaría ir sin una batalla.
Golpeó con furia contra la carne de sus brazos, de su pecho, de su estómago, de sus muslos, de sus costados y aun de su cuello. Y ahora él gruñía como un animal con cada golpe. Su esforzado cuerpo sufría espasmos sobre ella. Su piel estaba blanca como la leche, tan pálida como la porcelana del lavabo del baño y parecía tan transparente como el papel higiénico.
Ella podía ver el pulso azul de sus venas cuando se distendían y se elevaban a la superficie y cerró los ojos. Unas ardientes lágrimas amargas se abrían paso a través de sus párpados cerrados y tenía problemas para respirar. Sollozó mientras lo golpeaba, dándose cuenta de que eso le daba fuerza para continuar, hasta que le pareció que ya no requería ningún esfuerzo real. Sus puños, volando por el aire, virtualmente no tenían peso mientras lo golpeaban con la fuerza de mandarrias.
Ahora pensaba en sí misma como la dadora de vida, en tanto se elevaba y descendía, se elevaba y descendía tan inexorablemente como la marea.
El cuarto a su alrededor se disolvió como una vieja fotografía bajo la quemante luz del sol. Sólo se encontraban ellos dos encerrados en un terrible abrazo mucho más íntimo que el sexo y conectados por un extraño cordón umbilical. Ella ya no estaba consciente de que se mecía con cadencia, de que pensaba o incluso de que respiraba.
El tiempo pareció detenerse. El sudor corría como goma entre sus cuerpos palpitantes y la boca abierta de ella buscaba aire.
Chris gritó y trató de apartarla de él, retorciéndose de un lado a otro. Pero ella todavía continuaba su violento golpeteo hasta que, haciendo un esfuerzo titánico, él giró hacia un lado y vomitó una vez tras otra sobre el lado de la cama.
Chris gimió.
—Chris, Chris, Chris. . —repitió Daina. Y nunca recordó de dónde sacó la fuerza para levantarse, alejarse de la apestosa cama y arrastrarlo con ella hasta que cayó pesadamente atravesado en el piso, en el umbral del baño. Pateó, pateó, pateó, esas malditas toallas que eran pesadas como bloques de concreto, y lo hizo rodar hasta la tina. A ciegas abrió por completo la llave del agua fría. Escuchó el gran ruido, la espuma del rocío y lanzó un grito de sorpresa cuando él resopló, se sentó y convulsivamente la jaló con él abajo de la regadera.
*
—¡Esta maldita agua está helada! —se quejó él tratando de salir, pero ella lo retuvo.
—Quédate aquí por un rato —le dijo elevando la voz para que la oyera por sobre el pesado y silbante rocío que caía como cascada sobre ellos.
Se estremecieron juntos y tenían la carne de gallina.
—Háblame ahora —le pidió tomando su cabeza y acunándola contra sus senos—. No quiero que te vayas a dormir.
—No... —comenzó él. Tosió y se atragantó con el agua. Resopló otra vez—. No puedo pensar bien.
—¡Pues trata, maldición! ¿Qué demonios estás haciendo en esta trampa de moscas?
—Escondiéndome.
—¿De quién?
—De todos.
—¡Vamos!
—Del maldito grupo, ¿está bien?
El agua chocaba contra sus cabezas y sonaba y gorgoteaba alrededor de sus costados.
—¿Qué hiciste, Chris? —le preguntó suavemente.
—Sólo lo que dijiste que debía hacer. Dejé el grupo.
—¡No!
—Pensé que a Benno le daría un ataque cardiaco. Su cara se puso malditamente azul y tartamudeó y gritó...
—¿Y Nigel?
—No dijo nada... —hizo una pausa como si estuviera recordando de nuevo la escena—. Fue la cosa más rara. No habló una palabra. Sólo se alejó y miró a Tie —resopló—. El viejo Rollie dijo: "Oh, mierda, Chris", mientras que lan pateó su amplificador de lo malditamente molesto que estaba. Empecé a salir de allí... ¿Podemos secarnos? Me estoy arrugando como un pensionado.
—En un momento —le comunicó como si fuera un niño de escuela—, después que termines esto —se lo dijo como si estuviera ofreciéndole una recompensa por ser un buen muchacho.
—Empecé a salir de allí, tú sabes, y Nigel se volvió y sentenció: "Mejor recuerda, chico. Cambiará tu modo de pensar, seguro".
—¿Qué significa eso? —interrogó Daina, mirándolo.
—Es sólo entre nosotros, los miembros del grupo —explicó Chris alejándose un poco de ella. Miró hacia otro lado—. Es una especie de pacto que hicimos, ¿ves?, hace muchos años. Parece que fue en otra era.
—¿Qué clase de pacto? —lo atosigó. Empezó a sentir un frío que no tenía nada que ver con el agua.
—Un pacto, es todo,
—Oh, vamos —rió ella—. Puedes decírmelo —le empujó juguetonamente—. Apuesto que algo firmado con sangre...
—Bien podría serlo —aseveró él. Ella se sorprendió, pues lo había dicho como una broma.
—¿Y todavía los ata después de todo ese tiempo? ¿Que podría...?
El giró alejándose de ella y se alejó de la ducha. Temblando, se inclinó, recogió una toalla y empezó a secarse.
Daina se volvió, cerró el agua y salió. Esperó mientras él le pasaba otra toalla.
—Es mejor que me digas qué demonios está ocurriendo, Chris.
El se quedó quieto como una estatua. Tras ellos, el grifo goteaba melancólicamente. Hubo un ruido cuando arriba alguien jaló la palanca del excusado.
El se volvió lentamente hasta enfrentarse a ella. Había algo en esos ojos que no vio antes y se preguntó qué era.
—Bien —admitió—, tú te lo buscaste y... de algún modo te lo has ganado. Eres una de nosotros ahora —dijo con una risa ahogada—. Aunque Cristo sabe que Tie... —se detuvo en forma súbita y la miró apreciativamente—. Pero no, quizá ahora no lo haría, ¿eh? —le sonrió irónico—. No me has salvado la vida una vez, sino dos.
—Yo no...
—Lo sé, Daina. Tie me lo dijo. Pensó que me pondría contra ti y casi funcionó. Durante un par de semanas estuve tan malditamente enojado contigo que no podía ver claro. Hasta que lo pensé. Entonces, gradualmente empecé a entender lo que habías hecho... y supe que ni siquiera Tie lo pudo descubrir. —Se puso la toalla sobre los hombros—. Ella no te entiende en lo absoluto, Daina, ¿sabías eso? La confundes y la asustas —rió breve y débilmente y miró su propio cuerpo desnudo—. Y mira, nunca nos hemos ido juntos a la cama. —Cerró los ojos, se tambaleó, y ella extendió una mano para sostenerlo. Pero él aún sonreía—. En realidad, es un alivio —sus ojos se abrieron y la parte blanca se veía más clara, aunque aún tenía un leve tono amarillo—. Siempre estoy pensando con el pene —se sentó en el borde de la tina, con su incircunciso miembro colgando entre los muslos—. Estoy rodeado de una multitud de malditos vampiros, ¿no? ¿Cómo ocurrió?
—No esperes compasión de mí.
—La compasión es lo último que necesito en este momento —refutó negando con la cabeza.
—Chris —empezó a decir Daina—, has estado deseando, quiero decir, realmente deseando dejar al grupo durante mucho tiempo, ¿verdad?
—Sí, supongo que sí —admitió posando la cabeza entre las manos de ella.
—Esa música...
—¿Qué música?
—La canción que escuché al entrar...
—No me acuerdo.
—No me sorprende. ¿Qué era?
La miró y le sonrió.
—"En un Cable" —respondió—, es una pieza para el álbum que voy a hacer solo —se puso en pie—. Dain, ya está escrito todo. Sólo tengo que ir al estudio a terminar de grabar... No tengo en casa todo lo necesario. Sólo hice algunas cosas básicas aquí.
—¿Por qué te has tomado tanto tiempo? —inquirió ella—. Has sido tan infeliz...
—Porque soy un maldito bastardo de mente débil —espetó salvajemente—. "¿Qué pasaría?", he pensado. "¿Qué pasaría si salgo y fracaso? Qué estúpido me vería".
—Pero eso no es cierto, ¿o sí? ¡Chris! —se acercó para sacudirlo. Sus ojos se estaban cerrando de nuevo. Se apoyó pesadamente contra ella, como si toda su fuerza hubiera escapado de pronto.
—Estoy cansado, Dain... tan cansado...
Lo golpeó en la cara.
—Por el amor de Cristo, ¡despierta! —bramó sacudiéndolo violentamente—. ¡Oh, Jesús, no te duermas ahora! Habíame, Chris. ¡Habíame!
—¿Qué...?
—¡Lo que sea! ¡Chris! —trató de pensar desesperadamente—. Dime cómo murió Jon.
—¿Jon? ¿Eh? —Sus ojos se abrieron, la miró vidriosamente y su cabeza se balanceó como si acabara de llegar de una borrachera de tres días—. ¿Jon?
—Sí, ¿recuerdas? Jon, tu amigo Jon. Murió. ¡Chris! —lo abofeteó de nuevo y lo puso en pie, gruñendo por el esfuerzo.
—Ummmm. Todos lo saben —su voz sonaba pastosa—. En todos los diarios. Los polizontes no nos dejaban en paz... tres semanas. —Ella sólo podía ver el blanco de sus ojos bajo sus párpados entreabiertos—. Hasta que a Nigel se le ocurrió la idea de hacer un concierto gratis en memoria de Jon. "Hagámoslo en el parque Vondel, en Amsterdam", dijo. "Quitará el calor y nos sacará de aquí"' Sus párpados revolotearon y ella volvió a golpear su mejilla lo suficientemente fuerte como para que se pusiera blanca y luego roja, cuando la sangre volvió corriendo—. Sólo que... sólo que no fue idea de Nigel... No, en realidad no. Fue de Tie. Pero hay que pensar que todas las grandes promo... ideas promocionales eran suyas. Digo, en realidad —soltó una risita—. Pero estaba usando a Nigel tal como usara a Jon. Como el maldito Oráculo de Delfos. Sabía perfectamente bien que no aceptaríamos sus pro... nunciamientos. Pero si pensábamos que todas esas ideas eran de Jon... rió y su cabeza rodó contra el hombro de Daina—. Cristo, tenía razón. ¡Esa perra! Tenía las ideas correctas, de acuerdo. Nos consiguieron... mucho, malditamente mucho.
—Así que dieron el concierto en Amsterdam.
El asintió y explicó:
—Había banderas con la cara de Jon en ellas, unos malditos tipos que gritaron consignas por las calles durante horas, diciendo su nombre, diciendo su nombre —olisqueó el aire—. Después de eso, todo terminó como él, ah, ah, ella dijo que terminaría. Los polizóntes se largaron a molestar a los Beatles o algo así. ¡Quién lo sabe!
—Y Jon estaba muerto...
—Oh, sí, Jon. Mi buen amigo Jon. Mi compañero —su voz destilaba sarcasmo—. El maldito grupo casi estalló por su culpa. Nos estaba volviendo locos, en serio, con sus órdenes y su... ¡Cristo, no podíamos contar con él para nada! Finalmente tuvimos que contratar a un gorila para que lo arrastrara a los ensayos y a los conciertos. Sin embargo, no se lo dijimos a él. No nos atrevíamos. Se escaparía y se escondería de nosotros. No, no. Le explicamos que contratamos un guardaespaldas para él, porque se había convertido en una gran estrella. Le gustó eso, a nuestro Jon, oh, sí, definitivamente. Le dio justo en el lugar donde vivía. Si no hubiéramos... si no hubiera muerto, quién sabe dónde estaríamos todos ahora.
"Bastardo estúpido —sacudió la cabeza—. Maldito bastardo estúpido. ¿Sabes que el grupo fue su idea al principio? Sí. Jon era un maldito genio en muchas formas. No como Nile, que quede claro, que hacía que la mierda sonara como una sinfonía. No así. Pero podía arreglar la música. Y luego escapaba y ni siquiera Tie nos podía decir a dónde había ido.
"Jon tomaba nuestras canciones, las de Nigel y las mías, y las convertía en magia. No sé cómo lo hacía... Cristo sabe que si ni siquiera estoy seguro de cómo Nigel y yo nos las arreglábamos para escribirlas.
"Pero se odiaban, ¿ves?... Nigel y Jon. Siempre fueron como el agua y el aceite —trató de mirarla a los ojos, pero fracasó—. Oh, bueno, no siempre quizá. Yo era el pegamento que mantenía unido al grupo en los viejos tiempos... med... mediando entre los dos estúpidos... pero también yo era la razón por la que se odiaban.
"Jon estaba celoso de que yo escribiera con Nigel. Me insistió tanto que lo intenté con él una vez —movió la cabeza negando—. No resultó. Lloró durante tres días... se escapó y tuvimos que cancelar conciertos durante un fin de semana. Puedes imaginar cómo se sintió Nigel con esa mierda... si no está en una maldita gira, está muerto.
"Y por lo que se refiere a Nigel, siempre supuse que sólo odiaba las debilidades de Jon. Este escribía sus propias cosas y en muchas ocasiones llegaba al estudio antes que todos nosotros. Nos miraba con los ojos brillándole como a un niño, y decía: "Aquí hay una nueva para ustedes". Pero no podía tocar ni una sola nota... se descontrolaba de un modo u otro —su voz se había suavizado un poco—. Estallaba y empezaba a llorar, sosteniendo su guitarra Gibson roja como si fuera un oso de peluche, y Nigel se volteaba y decía: "Cristo Jesús, alguien venga y limpíelo".
"Pero fue Tie, por supuesto, la que se metió bajo la piel de Nigel. Supongo que simplemente no podía entender cómo podía ella estar viviendo con Jon. Estábamos de gira en Munich cuando se presentó tras el escenario por primera vez. Nadie sabía cómo había logrado pasar a la gente de seguridad. Pero tenía muchos amigos y en Alemania necesitas tener al menos eso para lograr cualquier cosa.
"Se pegó a Jon inmediatamente. Bueno, en realidad no era tan sorprendente. Jon era un bastardo guapo... siempre tenía un problema u otro con el viejo de alguna muñeca. Debe haber muchos hijos suyos creciendo ahora, ¡jajá! Todo lo que tenía que hacer era revolotear aquellas largas pestañas que tenía y las muñecas se derretían muertas. No es que ninguno de nosotros no tuviera problemas. Pero Jon... bueno, siempre fue un caso especial. Mas Tie también era muy especial a su manera y se convirtió en la primera... y la única que se mudó con Jon.
"Entonces, un día llegué al departamento de Jon. Era un día que meaba lluvia... frío y más feo que el infierno. Lo encontré con la cara enterrada en el lodo: 'Vamos, muchacho', le dije, '¿qué te pasó?' Lo habían golpeado y robado, pensé. Pero no. Había sido Nigel. 'Cristo, ¿qué carajos le dijiste?', le pregunté. Me miró en forma bastante somnolienta y respondió: 'No creas que te lo voy a decir'. 'Más te vale que lo hagas. No quiero oírlo de él'. Asintió y entonces lo saqué de la lluvia. Tie no estaba en casa y me senté frente al fuego, mirando las llamas y calentándome. Excepto que el viejo Jon no podía estar quieto ni un maldito minuto. Caminaba de un lado a otro tan rápido que me dio un calambre en el cuello por mirarlo. Saltaba un metro con cada sonido de la calle.
" 'Maldita sea, sácalo antes de que sufras un colapso nervioso', le dije.
"Se acercó y se paró junto a mí y entonces pude decir, al ver su cara, que no era un asunto de risa.
" 'Tengo miedo de decírtelo', empezó él. 'Tengo miedo de que me odies como ahora lo hace Nigel', estalló. 'No podría soportarlo, Chris. Todos están contra mí, como están las cosas. Pero si tú...'. Puso la cabeza entre sus manos. 'No sé lo que haría'.
"Tomé sus manos entre las mías y dije: 'No te preocupes, compañero. Nada va a separar a los buenos compañeros como nosotros. Nunca te preocupes de esa basura. Entonces, ¿de qué se trata todo esto?'
" 'Le dije... le dije a Nigel que quería acostarme contigo', sollozó.
"No sé por qué empiezo a reírme ahora, pues realmente no fue gracioso. En lo más mínimo. Entonces supe que Nigel había tenido razón respecto a Jon, por lo menos en un aspecto. Lo que quería, lo buscaba y lo tomaba. Sin importar lo que fuera. Proscrito o no, no representaba ninguna diferencia para él. En ese aspecto era una especie de niño.
"Era irresponsable pero brillante. Empezaba el día con anfetaminas que se tomaba con un vaso de ginebra. Luego, aspiraba algo de coca, se ponía un poco de morfina y se tomaba una o dos tabletas de ácido, o, si eso fallaba, THC o cualquier otra cosa que estuviera a su alcance, y tal vez una o dos pildoras de codeína.
"Sé que suena imposible que un cuerpo humano pueda soportar tanto abuso. Entonces no era ninguna sorpresa que lo encontráramos en el estudio, incapaz de tocar y sollozando: 'Pero lo acabo de hacer, lo toqué perfectamente... ellos me oyeron. Pregunten. ¿No estaba corriendo la cinta?' Pero allí no había nadie excepto él.
"Otros días, milagrosamente era él quien nos lanzaba al estudio... cuando todos estábamos vagando sin dirección y él entraba y nos organizaba en unos cuantos segundos. Solía molestar interminablemente a Nigel. Su cara se ponía blanca y se alejaba para golpear la pared con un puño. Sí, Jon tenía su estilo.
"Pero ni siquiera eso podía evitar que el resentimiento se convirtiera en odio. Y Tie siempre estaba allí, era su espina dorsal y lo hacía ser más temerario de lo que hubiera sido nunca por sí mismo. Y ahora sospecho que ella lo apoyaba hasta cuando sabía que estaba equivocado, sólo para retorcer una vez tras otra la aguja que se nos había metido bajo la piel, hasta que empezábamos a brincar de las sombras.
Chris estaba temblando ahora, el sudor le brotaba como lluvia y ella lo sostenía muy cerca, apretándolo una y otra vez como si ese acto pudiera unir toda la vida que le quedaba en el interior. Sus párpados aletearon.
—No te detengas ahora —le pidió ella vivamente—. Chris, quiero saber cómo murió Jon.
Sus ojos se abrieron formando dos rendijas.
—Jon, sí. La muerte de Jon —aspiró profunda y temblorosamente—. Con todo, creo que fue América la que lo hizo. Vinimos a nuestra primera gira en el sesenta y cinco... recuerdo que era invierno y había un clima malditamente miserable. En Inglaterra éramos grandes, pero aquí sólo una estación de radio tocaba nuestras cosas cuando llegamos a Nueva York. A veces éramos los estelares, aunque más frecuentemente salíamos al principio, cuando los chicos todavía estaban entrando. Era un ajuste difícil para todos nosotros... pues veíamos muchos asientos vacíos.
"Jon lloró y gritó durante toda la gira y tuvimos que contratar a alguien para asegurarnos de que no escaparía. Hacía nuestras vidas más miserables aún... no escuchaba a Benno ni a ninguno de nosotros cuando le decíamos que Estados Unidos era el lugar adecuado si íbamos a lograrlo mundialmente. ' ¡No me importa ser tan grande como los Beatles o los Stones!', gritaba. Pero todos lo sabíamos. Sí le importaba... y mucho. Sólo que se dio cuenta de que odiaba a Estados Unidos. Lo odiaba más que a nada. Era demasiado grande... demasiado exigente y... demasiado frío para que él sintiera alguna vez que tenía una oportunidad de conquistarlo.
"Al fin, con nuestro agradecimiento, la gira llegó a su fin y volamos de regreso a Londres. No cruzamos una palabra entre nosotros durante ese largo vuelo. Pero sé que los mismos pensamientos rondaban por nuestras cabezas. Todo se había vuelto demasiado para soportarlo... y luego comenzó en Inglaterra. Justo cuando pensábamos que no podía empeorar... Jon empezó a hablar de que, en primer lugar, nunca debió haber entrado al grupo... de que deformábamos su concepto de la música.
Sus dientes empezaron a castañetear y Daina lo volteó para que la mirara y lo acercó a ella, susurrándole en el oído que continuara.
—Se me olvida...
—La muerte de Jon...
—La muerte... —asintió él con el mentón en el hombro de ella—. Fue durante el verano, lan acababa de comprar una nueva casa en el campo... en Sussex. Con piscina. Nos invitó a todos. Eso incluía a Tie y ella decidió convertirlo en una fiesta. Invitó a un montón de amigos suyos, unas nenas divinas y una multitud de gente de teatro... bailarines... actores y no sé qué. Algunos eran ingleses y escoceses, pero había muchos alemanes y suecos y el grupo de arios.
Su cabeza se recargó contra ella y tuvo que recordarle que prosiguiera y no se durmiese.
—Recuerdo... que Nigel se hartó de esos tipos de inmediato, nunca tuvo ninguna tolerancia hacia ese grupo. Recuerdo que él solía... solía ir tras ellos en los veranos de Brighton, cuando no teníamos mucho que hacer. Eran mentes ociosas... —Pareció alejarse durante un momento, pero debió haber sido por algún recuerdo porque regresó sin ningún impulso que lo acicateara.
"Todos habíamos estado bebiendo mucho y tomando pastillas. ¡Demonios!, estábamos bastante fuera... Y Nigel se enojó con una pareja de tipos que estaban acariciándose y trató de echarlos fuera. Claro, Jon se interpuso y... ¡Jesús! empezó a defenderlos. 'Oh, eso es adorable, eso es', dijo Nigel ofensivamente, 'tú maldita reina'. Jon no contestó nada, sólo se quedo'allí, balanceándose adelante y atrás, mientras Tie le gritaba a Nigel: ' ¡Esta no es tu maldita fiesta... lárgate!'
"Todo pasó muy rápido —agitó la cabeza—. Nigel golpeó a Tie y ella cayó sobre una silla de jardín y eso hizo que Jon persiguiera a Nigel.
"Se pelearon, tú sabes, del modo que sólo los peleadores callejeros pueden hacerlo. Fue desagradable... malditamente desagradable.' ¡Para qué están parados alrededor, mirando!', grité. 'Sepárenlos!'
"Pero nadie se movió. Nadie hizo nada. No hasta que me acerqué y jalé a Nigel. 'Vamos', dije. 'Tú y yo y Tie sacaremos a todas estas reinas de aquí. No tienen que ver esto'. Su cabeza cayó. 'Y de regreso fue cuando sucedió...'.
—¿Qué pasó, Chris? —le exigió levantándole la cabeza—. ¡Chris! —lo golpeó en la cara.
—Estábamos en la cocina... todos nosotros y alguien. No sé quién dijo: '¿Qué pasaría si abrieran el gas y Jon entrara para prender un cigarro?' Todos reímos pues estábamos más altos que una cometa. Pero luego, después de un rato, no fue tan gracioso y el olor nos hartó y salimos —sollozó—. Para ese momento, Jon estaba pidiendo más mierda y alguien dijo: 'En la cocina, Jon. Está en la cocina'.
Se detuvo durante un momento, escuchando su propia respiración.
—Me pregunto si voy a morir —vaciló lentamente.
—Todos vamos a morir.
—Quiero decir aquí... ahora... por toda esa mierda —explicó enfocando sus ojos en ella.
—Si lo haces, sólo sería un suicidio —interpuso ella, severamente.
—¡No quiero morir! —gimoteó después de pensarlo durante un momento. Su voz susurrante era como el murmullo del viento a través de las altas siemprevivas.
—Sigue hablando y no morirás.
El cerró los ojos un instante y cuando los abrió de nuevo estaban llenos de lágrimas.
—Recuerdo... ¡oh, Dios, ayúdame! Lo recuerdo todo —empezó a llorar suave y silenciosamente y sus lágrimas rodaban por sus mejillas para caer en la piel de ella.
"Eramos unos jóvenes tan punks entonces —continuó después de un rato—. Y sólo teníamos una cosa en la mente: triunfar. Pero era lo que nos mantenía unidos y nos hacía ser fuertes. Era nuestra forma de sobrevivir... a toda la suciedad... a toda la mierda que nos arrojaban día tras día y que esperaban que tragáramos sin un pío de protesta. ¿Qué es la amistad comparada con eso?
Sonrió ligeramente durante un tiempo, hasta que Daina lo apremió:
—Y entonces, ¿qué hiciste?
—Nada, querida. Estábamos allí parados, pensando en la horrible gira por América, en cuánto dinero habíamos perdido pero, en cambio, cuánto habían subido las ventas de nuestros álbumes para cuando nos fuimos... en cómo habían empezado a llegarle a Benno las ofertas para más conciertos... salas más grandes... más dinero. Pero, sobre todo, pensábamos en cómo se negaba Jon a volar de nuevo. Cuánto despreciaba a América... cómo nos estaba impidiendo llegar a lo que todos pensábamos que era nuestro... destino. Sí, nuestro destino. Esa fue la palabra que usó Tie...
—¿Quieres decir que se quedó parada mirando cómo entraba su amante?
—Oh, no, no —aclaró Chris negando con la cabeza lenta y tristemente—. Salió a la piscina y se sentó con las piernas colgando en el agua...
—¡Dios mío!
—Nunca hubiera dejado el grupo por sí mismo, no importa lo que él dijera y no importa cuánto se quejara en público. Todos sabíamos eso. Sin los Heartbeats no era nada... como el resto de nosotros. Pero era peor para Jon. El no era un superviviente. Tenía sólo una unión con la vida que lo mantenía sobre el agua con las drogas... Sin el grupo... —se estremeció.
—Así que lo dejaron morir.
—Dijo Tie que fue un sacrificio. En toda grandeza, en todo genio, debe haber dolor, un renunciamiento de lo viejo para que lo nuevo pueda echar raíces y crecer. No estábamos yendo a ningún lado con Jon. Era él o nosotros y no quedaba otro camino. El hubiera... Eso hubiera pasado muy pronto, de todos modos. Su hígado, sus pulmones, hasta su corazón; ¿cuánto tiempo crees que habrían soportado el abuso, eh? ¿Cuánto? ¿Cuánto tiempo? —Estaba gritando ahora, gritando y llorando y golpeándola con la poca fuerza que le quedaba.
*
Había luz solar cuando emergieron de las entrañas del Rensselaer hasta la andrajosa acera. Ya no salía vapor de la alcantarilla de hierro en el pavimento y el indigente se había ido a mejores o peores climas, llevándose el periódico con él. La botella vacía todavía estaba allí.
Y también el taxi. El olor del café humeante llegaba desde algún lugar del oeste de Broadway.
Daina envolvió a Chris en el asiento trasero, con ayuda del conductor.
—¿Está segura de que este bastardo se encuentra bien? —le preguntó mordiendo un mondadientes. Su aliento olía ligeramente a atún—. Está pálido como un cadáver.
—Sólo llévenos de regreso al Sherry-Netherland —le pidió Daina entrando al carro y cerrando la portezuela.
—Seguramente debe ser un buen amigo suyo, señorita Whitney —comentó el taxista prendiendo el motor. Los miró a ambos por el espejo retrovisor—. Hey, ¿qué no lo conozco?
Chris se recargó en el asiento. Todavía estaba temblando, pero parecía que la crisis ya había pasado. Abrió los ojos y miró durante largo tiempo los edificios que pasaban junto a ellos.
—Esto no es Londres.
—No —respondió ella calmadamente, tratando de consolarlo—. Estamos en Nueva York.
—Sí —asintió entonces—. Nueva puta York —cerró los ojos—. Llévame al aeropuerto —solicitó con una voz más firme que ya se parecía a la propia—. Quiero ir a casa. De regreso a L. A... tengo un álbum por terminar.