Diez

DE hecho, daina no regresó a la película hasta que terminaron el trabajo en su remolque. Esto no la hizo feliz y, por supuesto, Marion se jaló del cabello por el retraso de tres días que eso les costó. Todo el trabajo se hubiera terminado en un día si, de algún modo, los electricistas no hubiesen seguido las instrucciones equivocadas e instalado los tubos de luz de neón en franjas alternadas de rosa mexicano y amarillo canario. En consecuencia, tuvieron que desprender todo del techo del remolque para poder comenzar desde el principio.

Daina ocupó la mayor parte del tiempo en compras. El primer día fue un desastre. Las multitudes la abrumaron tanto en Maxfield Bleu, en Santa Mónica y Doheny, que se vio forzada a huir a la relativa seguridad de su Mercedes. Después de eso siguió el consejo de Rubens. Contrató a un guardaespaldas, un hombre fuerte con pómulos eslavos, de cabello entrecano y corto, labios delgados y absolutamente ningún sentido del humor. Pero tenía unos hombros excepcionalmente anchos, y rápidos reflejos, cualidades que lo hacían ser útil como cuando tuvo que librarla en Giorgio's de un joven bien vestido que andaba subrepticiamente por allí.

Ella había entrado a un cuartito para probarse un vestido verde pálido con un diseño de flores en el dobladillo, cuando la puerta se abrió.

—Estoy terriblemente apenado —se disculpó el hombre—. Pensé que mi amiga estaba aquí.

Daina escuchó el clic-clic-clic de la cámara de 35 mm que se disparó antes de que cerrara la puerta e, inclinándose hacia afuera, gritó:

—¡Alex! —Señaló al hombre que se apresuraba a atravesar la tienda y, poniéndose la ropa, corrió tras él.

Para cuando llegó hasta él, Alex lo tenía aferrado por la parte posterior del cuello.

—¡No puede hacerme esto! ¡Exijo una explicación! ¡Están siendo infringidos mis derechos civiles!

Daina buscó debajo de su chaqueta deportiva y le arrebató la Niiron de las manos.

—¿Cómo le llama a esto? —acusó enojada—. ¡Es una infracción de mis derechos civiles! ¿Puedo probarme un vestido en paz? —Abrió la parte trasera de la cámara.

—¡Hey! —gritó el hombre, sacando la mano, pero Alex la alejó de un golpe.

—Ahora compórtate —lo amenazó desde el fondo de la garganta.

—La próxima vez, Alex se parará sobre la Niiron —advirtió Daina exponiendo el rollo de la película y devolviéndoselo al hombre junto con la cámara.

—¡Cristo, sólo trato de hacer un trabajo! —protestó el hombre, retrocediendo.

De Giorgio's, en donde acabó comprando el vestido verde pálido y algunos otros, hizo que Alex la llevara a Tehodore's, en Rodeo, a Alan Austin´s, en Brighton Way, y por los ocho pares de zapatos que se moría por comprar en Richt Banir, de Camden Drive.

Después del almuerzo aterrizó en Numean's, de Beverly Hills, donde compró un ancho cinturón de cuero color cereza profundo y mantuvo un ojo atento para ver a la esposa de Bonesteel. Sólo cuando se fue recordó que la otra mujer debía estar todavía en Europa.

En Neiman-Marcus se encontró con George, que estaba comprando un regalo para el aniversario de sus padres. Se veía más febril de lo que lo viera la noche en que se encontraron en la Bodega; pero, todavía más, parecía haber cambiado de cierto modo básico, pues ella sintió como si lo estuviera viendo por primera vez.

—Vaya, vaya, vaya, la señorita Whitney y... compañía. ¿Estarán muy lejos los fotógrafos? —tanteó. Se acicaló el cabello mirándose en el espejo situado en uno de los mostradores—. Qué maravilloso debe resultar ser una estrella —pero su voz le decía que no pensaba que fuera maravilloso, pues había envidia y una extraña especie de desdén—. Entiendo que es a ti a quien debemos agradecer este breve respiro en nuestra faena diaria —determinó haciendo una reverencia.

—Deten la basura, George. ¿Cuándo vas a crecer?

—Creo que ya lo he hecho durante la filmación de este proyecto —repuso él meditativamente. Parecía estar bastante serio ahora—. O quizá es que al fin estoy en mis cabales.

—¿Qué cabales? —lo molestó ella—. Cuando golpeaste a Yasmín te borré de mi lista. —Aproximó su cara a la de él y había tanta ira en ella que Alex comenzó a acercarse a ellos, temiendo quizá que necesitaría protección ya fuera de George o de sí misma—. Lo que hiciste fue censurable. Eres sólo un bebé buscando una mamita que lo cuide. Quieres alguien que te tome de la mano, te aumente, recoja tu ropa, te lleve de viaje y te arrope en la noche diciéndote que todo está bien. ¿Por qué crees que vas a casa todo el tiempo? ¿No es eso lo que dijiste? Vagabundear, buscar algo. Bueno, eso es lo que estás buscando, George —sus ojos relampagueaban y Alex estaba muy cerca ahora, manteniendo alejada la aglomeración de gente.

"Bueno, te tengo una noticia de último minuto —continuó Daina—. No todo está bien y si alguna vez logras sacar tu boca de pez del Chivas Regal, podrás darte cuenta de que el único que te puede ayudar eres tú mismo. —Estaban casi nariz con nariz y Daina trató de captar el olor del escocés en su boca, pero no existía—. ¡Cristo!, eres un hombre débil, George. De otro modo, nunca hubieras golpeado a Yasmín.

—¡Maldición, ella me provocó! Nunca debió haber...

—¿A golpearla? ¿Te provocó para que la golpearas? —cortó ella, incrédula—. ¡Jesús! George, tienes que esoger un mejor pretexto.

—¡No tengo que explicarte nada a ti! —explotó—. No después de lo que me hiciste. Mi nombre debía estar por encima del tuyo. ¡Tú sabes que debía! —su voz se había vuelto petulante.

—Esta película es sobre Heather. Todo lo que estás haciendo es un juego de poder. Jugaste y perdiste. ¿Por qué no lo tomas como hombre?

—Es mi derecho. Yo también soy una estrella de esta película.

—Tienes que ganarte el derecho, George —objetó Daina sacudiendo la cabeza—. Estás malditamente envuelto en quién eres: tus rubios caballeros en sus corceles y tus ilusiones de terrorismo. Me cuidaría de eso si fuera tú.

—Cuidado —le advirtió mientras su cara se oscurecía—. Sé bien lo que estoy haciendo. No sabes lo peligroso que puedo ser. He estado haciendo nuevos amigos, dándole dinero a... —se detuvo súbitamente, como si se hubiera dado cuenta de que había hablado demasiado.

—¿Dándole dinero a quién?

—A nadie —respondió haciendo de lado sus palabras—. Olvídalo.

—Oh, sí, seguro —repudió ella dando a su voz la cantidad exacta de desprecio—. Otro de tus sueños. —Ahora había encontrado la llave de él.

El rió, seguro de haber recuperado el control. Ahora se lo diría, estaba segura, creyendo que era decisión propia.

—Demuestra cuánto es lo que no sabes realmente, Daina. Oh, sí. Tengo muchas sorpresas en la manga todavía —sus ojos se entrecerraron y todo rastro de júbilo abandonó su rostro—. Sé que piensas que sólo soy otro actor estúpido, obsesionado con su cara y su método, y eso fue cierto una vez, pero ahora no. —EÍla sabía que estaba mortalmente serio. Y fuera verdad o no, el creía en lo que decía.

"Tu mundo es filmar. Estás herméticamente cerrada y ahora nunca saldrás sino hasta que alguien más joven, más bonita y más talentosa golpee las luces con suficiente fuerza para hacerte a un lado. Entonces despertarás y verás el mundo real a tu alrededor. Pero, para ese momento, será demasiado tarde. Todo habrá pasado junto a ti y no serás nada sino una reliquia, una bolsa de huesos arrojada en alguna playa extraña. Empero, yo ya sé que hay más que tú y Marion y Heather Duell —amonestó golpeándose el pecho con la punta del índice.

"Pero es el camino correcto, ¿lo ves? —continuó—. Simplemente requiere el punto de vista incorrecto. Realmente, El-Kalaam es el héroe de la película, o debería serlo. No lo es. Pero ¿a quién le importa? —Encogió los hombros—. Es sólo una película —levantó el índice en el aire—. Pero en la vida real... allí es donde cuenta. Allí es donde estoy trabajando.

El parecía columpiarse entre estados de ánimo peligrosos y ella sintió frío hasta en los huesos.

—¿Qué quieres decir, George?

El sonrió como si la hubiera estado conduciendo a una trampa y ahora se estuviera preparando para dispararla.

—He empezado a darle dinero a la OLP.

—¿Estás loco?

—Por el contrario —su sonrisa se amplió—. He vuelto a mis cabales, como te dije. Esta es la perspectiva que me ha dado la película. Estaba en lo cierto cuando te dije que El-Kalaam y yo somos uno —su mano se elevó en un puño cerrado—. Ahora lo siento. Y tengo un propósito y un sitio a dónde ir.

—George, creo que estás confudiendo la fantasía con la realidad. Tu papel no tiene nada que ver con la vida real.

—Oh, no. Ahí es donde te equivocas... así como Marion se equivocó cuando me dijo que encauzara todo este entusiasmo en la película. Esta sólo fue importante para abrirme los ojos a la verdad. Actuar es para los alcahuetes y las prostitutas —le mostró una sonrisa torcida y ella vio que se había negado a quitarse los casquetes de oro que eran parte de su maquillaje como El-Kalaam. Sintió otra vez ese escalofrío—. Para ti la lucha por la libertad es simplemente un concepto abstracto sobre el que lees en un libro. Mueves tu café, recoges el periódico y ves la sección de modas. ¿Qué son para ti toda la sangre y las armas?

—Lo mismo que para ti, George.

—Oh, no. Te equivocas en eso. Del mismo modo que te equivocas en todo esto —extendió tanto los brazos que los compradores tuvieron que hacerse para atrás, apurándose a pasar y volviendo la cabeza sobre el hombro—. Sé que la sangre y las armas son reales. Son reales y no toda esta mierda.

Daina lo miró fijamente y sintió que un pequeño estremecimiento la recorría. Se dio cuenta de que tenía la mano de Alex sobre su brazo.

—Creo que es mejor que salgamos de aquí, señorita —le murmuró al oído.

*

Pero no era George quien la asustaba. Era Rubens. O, más bien, su amor por él. ¿Cómo podía amar a un hombre que había dado órdenes de matar a otro ser humano a sangre fría? Rubens podría colegir que Ashley era quien había requerido la acción. ¿Y Meyer? ¿Qué diría él?

Mirando pasar L. A. por la ventanilla de la limusina estuvo segura de saberlo. Una vez, hacía mucho, hubiera estado de acuerdo con la decisión de Rubens y quizá habría concedido el mismo razonamiento para una acción propia. Pero ella sabía que ahora podría encontrar otro modo de manejar la situación.

Pensó que quizá hasta Meyer sabía del inminente asesinato de Ashley. Esa podría ser la razón por la que escogió ese momento para hablar con ella. Su corazón se enfrió con ese pensamiento. ¿Le había dado él una oportunidad de disuadir a Rubens? ¿Había estado tan involucrada en sí misma que no llegó a ver las pistas? Pensó desesperadamente en retrospectiva, pero no pudo llegar a ninguna respuesta definitiva. Simplemente no sabía y eso era, quizá, mucho peor.

"Sólo usted puede salvarlo". ¿No fue eso lo que Meyer le dijo? "Sólo usted". No podía dejar que pasara otra vez.

Aunque Rubens había hecho lo que hizo, ella lo amaba todavía. ¿Estaba mal eso? ¿Era perverso? Ella sabía que tenía que derretir su corazón y, en el proceso, asegurarse de que el propio no se convirtiera en vidrio negro.

En lugar de irse a casa hizo que la limusina la llevara a la casa de Chris. El grupo había regresado de las guerras, como las llamaba Chris: seis largas y agotadoras semanas en el camino. La gira tuvo un enorme éxito: multitudes en las que sólo había lugar de pie adonde quiera que se presentaban. Peleas, toneladas de cobertura de prensa y, en Nueva York, donde hicieron una escala para tocar durante una semana en el Madison Square Garden, la demanda los obligó a agregar tres noches extras.

Daina usó el teléfono de la limusina para llamar a la oficina de los Heartbeats. Vanetta, que era su coordinadora inglesa negra, le informó que Chris estaba en casa.

—¿Quieres decir la casa de Malibú? —interrogó Daina, sintiéndose aliviada de que estuviese fuera de la casa de Nigel y Triáis.

—Bueno —agregó Vanetta—, en una casa en Malibú, de todas maneras. Me hizo arreglar algo con un corredor de bienes raíces. Está a casi dos kilómetros y medio de su antigua casa —le dio la dirección—. Hemos tenido tiempo suficiente para arreglar todo mientras estuvo fuera. Tiene un estudio en la parte de atrás.

Era una casa de playa, morada y gris, que no parecía ni más grande ni más chica que la compartida con Maggie. Tenía un embarcadero de madera que corría hasta la playa. Estaba pintado de gris y olía a Bain de Soleil y, un poco más tenuemente, a pintura nueva y alquitrán.

Después de tocar el timbre esperó mucho tiempo a que la puerta se abriera, y en un momento estuvo a punto de retirarse, habiendo decidido que Vanetta debió cometer un error o que, en el ínterin, él se había ido. Pero entonces vio su Rolls en el costado más alejado de la casa y tocó el timbre otra vez. Muy lejos, en la playa, Linda Ronstadt cantaba lánguidamente por sobre los roncos sonidos del oleaje.

La puerta se abrió y lo vio enmarcado por el oscuro umbral, quieto y delgado. Usaba una camiseta con las mangas cortadas y unos negros pantalones vaqueros. Su cabello estaba más largo y enredado que cuando lo viera por última vez en San Francisco y había círculos negros bajo sus ojos como consecuencia de la guerra. Una música retumbaba en el interior y era poco familiar e intrigante.

—¡Dain! explotó él cuando la vio. Se acercó, la levantó en sus brazos y se abrazaron.

—Veo que lograste terminar de una pieza —bromeó ella besándolo en la mejilla y desarreglándole el cabello.

—¡Oh, Cristo!, apenas... y no gracias a Nigel. El maldito bastardo quería ir directo a Europa sin hacer una pausa. Finalmente lo convencí de lo contrario —sonrió—. Pero, oye, entra. Me alegra que estés aquí. Hay algo que quiero tocar para ti.

Atravesaron la espaciosa sala. Las paredes estaban pintadas de azul pálido y el piso cubierto de pared a pared con una alfombra de pelo largo color gris paloma. Los muebles se hallaban tapizados en cómodo algodón tejido sobre rattán laqueado. Estaba frío y relajado y había hasta una palma en una maceta colocada en una esquina,

Daina percibió la huella de un perfume que le pareció vagamente familiar, pero que no pudo ubicar. No estaba en el vestíbulo al cual la llevó. Se veían impresiones a color de las presentaciones del grupo, punteando las paredes. Pasaron tres dormitorios, uno de los cuales, el más grande, obviamente había sido usado. Tenía una cama baja de plataforma hecha especialmente, que no podía ser menor que King-size. Vio también un vestido negro laqueado y la puerta entreabierta de un baño.

Bajaron por una escalera, con peldaños de madera pulida, hacia la parte trasera de la casa en donde se localizaba el estudio. Consistía en una pequeña cabina de control, separada del estudio en sí por una hoja de vidrio doble y una puerta a prueba de ruidos.

Chris era como un niño al que le hubieran dado la llave de una tienda de dulces. Se sentó en la silla de cuero de respaldo alto, frente a la consola, y golpeó algunos botones cuadrados. Las luces verdes y rosadas se encendieron detrás de sus caras congeladas y la enorme grabadora que estaba tras él empezó a girar en reversa. Se escucharon ruidos mezclados, a alta velocidad, y luego el silencio. Sólo un suave e inaudible siseo proveniente de las enormes bocinas montadas muy alto en la pared.

—Escucha esto —susurró Chris en el silencio. Apretó un botón.

Hubo una explosión de guitarras tocando en masa, como una falange de sonido, confusa en un principio por el asalto de su volumen inicial. Pero gradualmente emergieron los huesos desnudos de la melodía a través de un cambio de acordes y de la dominación de una línea melódica de guitarra, tan fina y delicada como un filamento.

Chris tarareó al compás de la música, cantando sólo trozos de frases aquí y allá, y, en un punto, se escuchó un coro exuberante que repetía lo que ella consideró la línea que daba título a la canción: la palabra para el mundo es rock and roll.

Inicialmente, ella se impactó. La música era típica como de los Heartbeats, pero sólo en el sentido más tangencial. La música del grupo siempre había tenido, por lo menos desde que murió Jon y, con él, la colaboración musical de Chris, un tono crudo de riña callejera, aun en la baladas que eran lo más semejante al refinamiento a que el grupo podría llegar. Pero nunca fueron eso. Daina sospechaba que Nigel jamás lo hubiera aceptado.

La música era distinta. Los armónicos eran de los Heartbeats, lo que para Daina significaba Chris, pero se notaba una sofisticación que el grupo mismo nunca había sido capaz de tolerar.

La música terminó y volvió el silencio. Chris estaba sentado con la cabeza entre las manos, casi como en trance, y los pequeños focos sobre su cabeza arrancaban destellos rojizos de su cabello. Ella no podía verle la cara.

—Es hermoso, Chris —opinó Daina.

—Sí, pero ¿se venderá?

Daina lo miró duramente. Sentía una diferencia, todavía podía ver la resistencia en su interior; pero, mezclada con eso ahora, pudo reconocer su deseo quemante de crear. Todavía no estaba segura de cuáles eran todos los factores que lo frenaban, aunque súbitamente reconoció que este momento era crucial en las vidas de ambos. Después de todo, soy su amiga, pensó. Tengo que decirle lo que pienso.

—No creo que te estés haciendo la pregunta correcta —aseveró ella, quedamente.

—Claro que sí —insistió él. Levantó la cabeza y las peculiares luces del techo producían sombras a lo largo de su ya delgado rostro, como si unas enormes líneas hubieran sido escarbadas en su carne. Era una visión macabra, pero de algún modo lo hacía parecer más vulnerable—. ¿Crees que quiero dejar que una operación rentable como ésta se me caiga en la cara? Oh, los críticos estarían esperando para hacerme picadillo y llamarlo otro viaje del ego. Pero no es eso en absoluto.

—Sé que no lo es, Chris —corroboró ella, acercándose—. Es la música que tienes que hacer ahora.

—¿Sabes qué es lo que más temo? —preguntó él con lágrimas en los ojos—. No quiero ser como Chuck Berry, empujando mi guitarra por todos lados dentro de diez años y tocando los viejos éxitos de los Heartbeats —cerró los ojos y los apretó—. Te diré un secreto que ni siquiera Nigel sabe. No puedo soportar escuchar esas piezas ya más, y mucho menos tocarlas. ¡Cristo!, he roto todos esos elepés sobre mi rodilla y los he tirado —extendió las manos y soltó una risita enfermante—. No tengo un solo disco de los Heartbeats en este lugar —sus brazos la rodearon y enterró la cabeza en el estómago de ella—. No puedo tocar esas cosas ya más, Daina.

—Entonces no tienes que hacerlo —apoyó ella alisando su cabello. Se inclinó y besó la cima de su cabeza—. Será más fácil de lo que crees. Has estado dando todo sin recibir nada. Sé lo que te está matando. —Esperó en silencio a que él dijera algo—. ¿Chris?

—No puedo irme —gritó angustiado y se alejó de ella, quien vio sus ojos enormes y perseguidos—. Son mi familia. Es sólo que no puedo abandonarlos.

Daina sabía que estaba cerca, pero que si no averiguaba lo que yacía detrás de esa mirada, no podría ayudarlo en lo absoluto.

—Chris, tienes que decirme qué es lo que hace que la decisión sea tan difícil. Sé que quieres ser libre. ¿Qué te está deteniendo?

—¡No! —casi gritó. Se levantó tambaleante y salió corriendo del cuarto. Daina lo siguió escaleras arriba hacia el vestíbulo. Pasaba por el dormitorio cuando algo llamó su atención. Se detuvo y entró.

El cuarto estaba muy desordenado: se veían ropa y periódicos esparcidos por todos lados. Una pequeña televisión Sony se encontraba encendida con el sonido apagado. Había una reproductora de casetes sobre la cama, cargada y lista para tocar.

Se agachó y levantó un objeto que llamó su atención, pues brillaba en la luz. Era un collar de cuatro hilos, con la cabeza de un dios egipcio en su centro: el amuleto de Tie. Así que esto es, pensó Daina. Finalmente Tie se ha mudado con él, ahora que Chris es la fuerza creativa detrás del grupo. ¿Qué dirá Nigel?, se preguntó a sí misma. Sospechó que nada. El sabía que no había nada que pudiera hacer para conservarla y no haría un movimiento que pudiera amenazar al grupo.

¡Cristo!, pensó Daina, es Tie la que lo retiene en el grupo y nada más. No obstante, sabía que Tie podía ser formidable. Súbitamente retornó a ella su conversación con Bonesteel. Está enamorada de ti. No, pensó Daina sobresaltada, es imposible.

Pero sabía que eso era mentira y, ahora, la idea que estuvo dando vueltas en la oscuridad de SU conciencia comenzó a surgir de modo que el sudor brotó en una línea delgada a través de su frente y su labio superior y tuvo que sentarse en la orilla de la cama. ¡Dios mío!, pensó, ¡Dios mío! Puede hacerse.

Miró hacia el amuleto que yacía en su palma y cerró los dedos sobre la cabeza del dios, formando un puño. Lo apretó durante un momento y luego arrojó de nuevo el objeto sobre la cama.

Abandonó la habitación sin volverse, buscando a Chris. No era sorprendente lo que Daina podría decirle. Chris sabía cuál sería su reacción si ella supiera que él y Tie se acostaban juntos. Bueno, nunca sabría que lo había averiguado.

Daina atravesó la sala y salió al embarcadero. Encontró a Chris recargado en un barandal de cedro, mirando fijamente al mar. Ella aspiró la empalagosa dulzura de la yerba y al acercarse vio que Chris fumaba un cigarro de mariguana. Estaba parado de un modo que le recordó a un inválido. Frente a ellos, el mar marcaba el tiempo tan regularmente como si fuera un tambor. Los rompeolas dominaban todos los sonidos, haciendo ecos, y en ellos aumentaban el alcance y la profundidad de los sonidos.

Ella llegó quedamente tras él con la mente despejada. Puso un brazo a su alrededor, acarició el costado de su cuello y le propuso;

—Vamos. Vamos a divertirnos.

*

El principio fue más fácil de lo que Daina imaginara. Llamó a Tie y la invitó a tomar unos tragos. Era la hora del día en que comenzaba el atardecer, montándose sobre L. A. como un amante negro, volviendo morado el oscuro smog durante una breve y hermosa llamada a escena. En el valle, los ojos se humedecían por la contaminación, pero aquí en Bel Air la atmósfera era mejor que en Visine.

Tie llegó en el Rolls Royce Silver Cloud fabricado especialmente para Nigel. Era su estilo hacer un alarde así. Llevaba una falda envolvente de rayón con listas y una blusa crema de crespón de seda. Su cabello, más corto de lo que Daina recordaba, estaba oscurecido hasta volverse castaño, en tanto que, extrañamente, su piel había adquirido una blancura casi opalina.

Daina recibió a Tie en la puerta, vestida con pantalones azul oscuro muy ceñidos y una blusa de lino con el frente plisado, desabotonada sólo lo suficiente para revelar que no llevaba sostén.

—Pasa —invitó Daina, sonriendo. Tie apartó la mirada de los libres senos. Llevaba la boca pintada del mismo rico tono rojo que sus largas uñas. Daina vio la punta de su lengua como la cabeza de una rosada víbora moviéndose vertiginosamente entre los labios escarlata.

Daina, por otra parte, sólo llevaba maquillaje en los ojos, y este contraste era lo suficientemente sutil como para resultar dramático. Se volvió para señalarle el camino hacia el vestíbulo y casi pudo sentir el calor de los ojos de Tie incendiando su espalda.

—Debo decir que me sorprendí bastante cuando me hablaste —manifestó Tie y su voz cayó sobre ella desde atrás—. Tuvimos algunos encuentros feroces en San Francisco.

—Quizá eso se deba sólo a que las dos somos amigas de Chris —soslayó Daina cuando llegaron a la sala. Solamente estaba encendida la lámpara de cristal cortado, allí en el foso, junto al sofá de terciopelo, y esto producía un calor y una intimidad imposible de lograr de otro modo en la enorme habitación. Daina atravesó hasta el bar—. ¿Una copa?

—¿Tienes Tsingtao?

—Creo que tenemos una botella por aquí, en algún lado —comentó mirando a su alrededor y la encontró detrás del Courvoisier—. Ah, aquí está —rompió el sello y vació el vodka sobre el hielo, agregándole una rajita de limón—. ¿Sabes?, parecemos bastante diferentes cuando ambas estamos con Chris —le alargó el vaso helado—. ¿Te has dado cuenta?

Los ojos oscuros de Tie la observaron por encima del borde del vaso. Esperó hasta que Daina se sirvió un Stolichnaya en las rocas y brindaron en silencio, elevando sus vasos, como si lo hicieran por amigos idos pero no olvidados.

—Parece que te has hecho muy amiga de ese policía —esbozó Tie sin haber respondido a la pregunta de Daina.

—¿Qué policía? —preguntó saliendo de atrás del bar.

—El teniente que investiga la muerte de Maggie —aclaró Tie siguiendo a Daina hasta el sofá—. ¿Cuál es su nombre? Bonesteel, ¿no? —Se sentó con una pierna doblada bajo ella, de modo que el espacio de uno de sus pálidos muslos se reveló cuando se extendió la abertura de su falda envolvente.

—No más que cualquier otra persona —respondió Daina, cortante. Probó su bebida—. De todos modos, parece que soy la única coartada real de Chris.

—No piensa realmente que Chris mató a Maggie, ¿o sí? —resopló Tie.

—No sé lo que él piensa —recalcó Daina bajando su vaso—. Es en verdad muy poco comunicativo.

—Sé cómo remediar eso... y también tú deberías saberlo —insinuó mirando a Daina con la misma mirada fría—. ¿Por qué no averiguas lo que tiene en mente? No puede ser demasiado complicado. Debe ser tan fácil como ponerte tu liguero.

—¿Cuál es tu interés en esto?

—Bueno, eso debería ser obvio —gruñó Tie, poniendo su vaso junto al de Daina—. No quiero que nada interfiera en el trabajo del grupo. Y eso incluye los posibles errores de un policía. —Sacó de su bolsa de piel de lagarto un estuche de caparazón de tortuga y lo abrió—. Tú sabes que la reputación lo es todo con estos chicos. No ha hecho arrestos y debe estar sintiendo la presión. Hace un arresto y desaparece el apremio. —Encogió los hombros—. Así nada más. —Introdujo sus uñas rubí en el estuche de tortuga y sacó una pequeña cucharilla de plata cuyo extremo introdujo en la capa de polvo blanco. Se la puso en cada fosa nasal, inhalando rápida y profundamente cada vez.

—El no va a hacer eso —desechó Daina.,

—¿Qué te hace suponerlo?

—No es estúpido.

—Todos los policías lo son —refutó Tie, guardando la cucharilla y cerrando el estuche—, de una forma o de otra. ¿Quieres un poco? —le ofreció tardíamente. Y en forma deliberada dejó caer de nuevo el estuche en su bolsa.

Daina sintió el impulso de comentar algo sobre la generosidad de Tie, pero se contuvo diciendo solamente que preferiría quedarse en el licor.

—Chino y ruso —comentó Tie tomando su vaso. Se refería a los dos vodkas—. El ying y el yang. Es muy interesante.

—¿Has probado el ruso alguna vez?

—No el Stolichnaya.

—Deberías. Es bastante bueno —aseguró Daina levantando su bebida. Le extendió el vaso medio lleno—. Toma.

—No lo creo —rehusó Tie volviendo un poco la cabeza. Pero Daina había puesto una mano detrás de su cabeza y presionaba la orilla del vaso entre sus labios. Lo oyó chocar contra sus dientes frontales y lo inclinó.

Entonces, Tie levantó las manos y en un movimiento brusco apartó el vaso de ella con tal violencia que empapó a Daina con el licor. Tie arrojó los restos de su propia bebida en la cara de Daina.

—¡Te dije que no quería nada!

Daina acortó la distancia entre ellas y sintió la presión de los amplios senos de la mujer contra los suyos, el calor de su cuerpo y la combinación de perfume y sudor agrio que se mezclaban creando un nuevo almizcle.

El aliento de Tie era cálido contra su mejilla, mientras luchaban a lo largo del sofá.

—¡Perra! —ladró Tie—. ¡Perra! —Y luego gritó de dolor cuando Daina agarró su brazo y lo jaló hacia atrás contra la parte superior del sofá—. ¡Oh, oh, oh! ¡Eso duele! ¡Mierda! —Alzó la vista para ver los dientes desnudos de Daina y todo su cuerpo se estremeció. Sus párpados aletearon, cerrándose—. Déjame levantar —pero lo dijo tan débilmente que casi fue parte del silencio que se había desbordado a su alrededor.

—Recuéstate —ordenó Daina, y Tie abrió los ojos rápidamente. Estaba temblando. Daina no había aflojado la presión y se movió sentándose a medias sobre Tie, de modo que las dos quedaron semirreclinadas. La pelea había abierto los botones que quedaban en la blusa de Daina y el globo de sus senos quedó expuesto hasta los pezones. Los ojos de Tie fueron atraídos como por imanes. Sacó la punta de la lengua, barriendo inconscientemente uno y otro lado de sus labios abiertos.

Daina se montó a horcajadas sobre Tie, manteniéndola atrapada entre sus poderosos muslos.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Tie roncamente, pero su cuerpo le decía a Daina que lo sabía.

Daina levantó las manos y se sacó la blusa de los pantalones, sacudiéndola para quitársela. Acopó sus senos.

—Huéleme —murmuró apremiante—. ¿Puedes olerme?

—Apártalos —demandó Tie tratando de voltear la cabeza, pero Daina vio sus fosas nasales dilatadas por el fuerte olor.

—Oh, no, no, no —gimió Daina inclinándose hacia adelante y delineando la boca de Tie con uno de sus largos pezones, frotándolo adelante y atrás contra sus labios cerrados—. ¿No quieres abrir la boca, Tie? —Los extraños ojos estaban nublados y la envolvente falda de rayón arrugada alrededor de sus muslos. Un enorme calor emanaba de entre ellos—. ¿No quieres... succionarlos?

Tíe alejó la cabeza con miedo y algo más en sus ojos.

—¿Qué estás haciendo? —su voz tembló y finalmente se rompió—: Debes estar loca.

—Sí, eso es cierto —aceptó, y sus manos abandonaron sus senos para introducirse vorazmente bajo la blusa de Tie—. Loca. Estoy loca. Pero entonces, también tú —acusó inclinando la cabeza y lamiendo la hendedura entre los senos de Tie, y sonrió. Empezó a frotar sus caderas contra las de Tie—. Uhmm. Puedo sentirlo. Oh, lo siento. Sabía que lo deseabas... que lo deseabas en secreto.

Rápidamente le quitó la blusa y, asegurándose de que tenía ventaja, empezó a trabajar en la falda.

Volvió a acariciar los senos de Tie, sintiendo la respuesta de su cuerpo bajo ella, llegando al principio de mala gana y luego espasmódicamente. Tie comenzó a jadear, arqueando sus caderas hacia arriba, pero cuando Daina empezó a quitarse los pantalones de mezclilla, gimió:

—No, no, no. ¡Oh, no! ¡Oh! porque Daina había tocado su montículo encontrándolo ya húmedo—. No, no —gritaba Tie quedamente y Daina empezó a canturrearle mientras sus labios y su lengua se abrían camino hacía la carne húmeda, penetrando en su ombligo donde dio vueltas con la punta y moviéndose lentamente hacia abajo hasta el primer rizo de vello púbico.

Y entonces, cuando los labios de Daina estaban a punto de rodear el sexo de Tie, ella la alejó empujándola desesperadamente.

—Todavía no. ¡Oh, tengo que poseerlo! —se rindió Tie persiguiendo el montículo de Daina con el suyo. Buscó hacer palanca y Daina se lo permitió de mala gana. Enganchó su pierna izquierda debajo de Daina, separando las suyas y también las de Daina en el proceso. Ahora estaban unidas como un par de hojas de tijeras.

Inmediatamente, Tie atrajo el pecho de Daina hacia ella, y sus senos se frotaron cuando se enterraba en Daina. Forzó el ritmo, más y más rápido, con los ojos cerrados, hasta que Daina pudo sentir la tensión sexual recorriéndola y vibrando como un alambre vivo, los músculos tensándose mientras se acercaba al climax.

Entonces, sus manos presionaron contra los hombros de Daina, bajándolos hasta que su cabeza estuvo al nivel de las caderas ondulantes de Tie.

—¡Oh! —gimoteó—. Haz que me venga, querida —sus dedos se enredaron en el cabello de Daina y sus afiladas uñas marcaron su cráneo—. ¡Ahgg! Ya casi llego. ¡Oh, querida! —jadeó cuando Daina bajó su boca a esa cálida humedad—. ¡Oh, sí, sí, sí!

Daina sabía que Tie estaba perdida en su éxtasis y que todo lo que podía pensar era en terminar, cuando la escuchó decir:

—¡Por qué no lo dejas solo! —Era el grito de una niña pequeña. De alguien que Tie fue una vez pero que estaba tan profundamente enterrada que nunca la habían visto, excepto por esos breves momentos—. ¡Oh, es el paraíso! ¡El cielo, querida! —Pero súbitamente la presión dejó su centro y sus ojos se abrieron—. Querida, ¿qué estás haciendo? Estoy lista para venirme. ¡Lame!

—En un instante —ofreció Daina subiendo por el cuerpo tembloroso de Tie. Esta retrocedía ante el contacto más ligero, gemía y sus caderas se arqueaban espasmódicamente hacia arriba—. ¿No te gustaría tener esto todo el tiempo?

—Oh, querida, no hables ahora. ¡Acabemos! —pidió Tie asiéndola poderosamente con los dedos.

—Acabaremos, pero primero debes hacer algo —advirtió Daina usando sus pulgares y sus índices.

—¡Oh, ohh! —gimió Tie. Sus dedos bajaron sobre los de Daina, acariciándolos mientras trabajaban—. Casi llego —rugió—. Casi, casi, ¡ohhh! —Daina le quitó las manos—. ¡Oh, no te detengas ahora! —Se aferró a las manos de Daina, tratando de llevarlas de vuelta a su carne ardiente.

—Thais, escúchame.

—¿Qué... qué es? —preguntó. Sus caderas siguieron bombeando pero Daina arqueó el cuerpo, manteniéndose lo suficientemente cerca para que sus pieles se rozaran.

—Puedes tener esto en cualquier momento, Tie —le susurró Daina al oído, besándole el pabellón—. En cualquier momento. ¿Te gustaría eso?

—¡Sí... oh! ¡Sí!

—Bueno, entonces regresa con Nigel... o con cualquier otro. Pero no con Chris...

—¡Ohhh! Quiero venirme —pidió. Sus manos se movieron hacia la unión de sus muslos, pero Daina, que estaba sobre ella, las retiró de un golpe—. Haz eso —rugió—. Golpéame ahí —Tie abrió los ojos rápidamente.

—¿Así? —susurró Daina echando una mano hacia atrás y estrellándola entre los muslos húmedos de Tie.

—¡Sí... oh, sí! ¡Más! —apremió Tie, y su cuerpo saltó como si estuviera electrizado.

—Sólo hasta que aceptes.

—¡Sí, sí, sí!

—¿Sí qué?

—Sí, regresaré con Nigel —se rió—. De todos modos, Chris es un amante terrible. Sólo quería hacerlo com... completo. —Su mano hurgó en el bolsillo de su falda que estaba hecha una bola y sacó una cápsula. Era "Little Locker Room". Tomó la cápsula de nitrito de amilo y la sostuvo bajo su nariz, aspirando el gas—. Te prefiero a ti, Daina. Prefiero que me hagas esto... y hacértelo a ti. Tener tu cara de setenta metros de altura, tus labios hambrientos... tus ojos de icono sobre mí. —La cabeza de Daina bajó y sus dedos se deslizaron debajo de Tie, levantándole del sofá las caderas y empujándolos hacia su centro—. ¡Oh, Dios, oh, Dios, oh, Dios... sí!

Tie empezó a temblar y a sacudirse incontrolablemente en un orgasmo tan poderoso que, al final, perdió el sentido. Lo que estuvo bien, porque Daina, enferma, se levantó tropezándose y corrió, llegando al baño justo a tiempo. Se arrodilló frente al frío recipiente de porcelana y vomitó violentamente.

¡Oh, Dios!, pensó. ¡Oh, Dios, oh, Dios!, haciendo un reflejo inconsciente de las palabras que Tie había pronunciado momentos antes. Pero los significados eran bastante diferentes.

Cuando Daina se paró temblorosa, puso la cabeza en el lavabo, abrió el agua fría y sintió una extraña sensación de desorientación. Como si el tejido de su vida estuviera siendo deformado, como si ya no tuviera control de sus manos o de sus pies, o, más bien, como si estos elementos esenciales de su ser físico estuvieran en posesión de un ser desconocido.

¡Pero eres tú! le gritó su mente. ¡Tú! ¡Tú! ¡Tú!

*

Tie ni siquiera se movió cuando Daina regresó y se paró sobre ella. Ahora ha comenzado y debo ver que termine, pensó Daina. Pero esta es la parte fácil, ni siquiera tengo que actuar.

Los ojos de Tie se abrieron y sus labios murmuraron algo en forma queda e indistinguible. Sus brazos estaban sobre su cabeza y su espalda ligeramente arqueada. Era una pose vulnerable y provocativa y Daina pensó que nunca había visto a Tie con un aspecto tan suave.

—Déjame tocarte ahí —solicitó Tie lánguidamente, estirando ambos brazos para acariciar el muslo de Daina. Y cuando ésta dio un paso atrás, le suplicó—: Oh, por favor.

Presionó su mejilla contra la cadera de Daina y una de sus manos serpenteó entre sus piernas.

—Nunca me he arrodillado ante nadie —su voz estaba cargada de emoción—. Tú no te viniste. Déjame... déjame...

—¡Vete de aquí! —la rechazó Daina y alejó la cabeza bruscamente. Su voz era áspera y chirriante. Tie se sacudió como si las palabras hubieran sido un latigazo.

Daina se inclinó y recogió las ropas de Tie. Las arrojó rudamente sobre su regazo y la puso en pie. Sin decir una palabra más, la arrastró por el silencioso vestíbulo, llevándola a la puerta principal.

—¡Ponte la ropa y vete! —le ordenó Daina y la dejó allí, temblando y con los ojos muy abiertos.

*

Hubo un revuelo en la oscuridad. Sonidos de movimiento, furtivos y escondidos. Súbitamente se escucharon ruidos ahogados, el lanzamiento y la caída de un objeto que se hizo astillas y un grito ronco.

Se encendieron las linternas. Se escuchó la voz de El-Kalaam por encima del alboroto. Había siluetas: formas y sombras que danzaban por las paredes, grotesca y claramente definidas. El-Kalaam disparó tres tiros, en rápida sucesión, por encima de las cabezas de todos. El orden volvió. Las luces se encendieron.

Heather y Raquel se encontraban cerca del librero en donde habían estado durmiendo. Thomas y Rudel estaban en el sofá y los policías militares ingleses en el suelo, cerca de ellos. Rene Louch, despeinado y con los ojos lagañosos, se hallaba sentado, apoyado contra el espejo que cubría la pared. Sólo Emoleur permanecía acostado todavía. Estaba extendido sobre el estómago, con la cabeza y los hombros en las profundas sombras de la chimenea.

—¡Levántenlo! —ordenó El-Kalaam mirando alrededor del cuarto.

Rita se adelantó y con la punta de su bota pateó el costado del joven. No se movió. Inmediatamente se inclinó y puso los dedos contra el costado de su garganta. Levantó la vista.

—Está muerto. Estrangulado —informó.

—Ya le han dado su respuesta, El-Kalaam —indicó Rudel—. Nadie va a firmar nada.

—Supongo, entonces, que usted lo mató —reprendió El-Kalaam con voz fría y sin emoción.

—Yo no dije eso. Desearía que se me hubiese ocurrido.

—Muy bien —acató El-Kalaam—. Pero no resultará —hizo un gesto con la cabeza y Malaguez levantó a Rudel por el frente de la camisa—. Llévalo a la caja caliente.

—¡No! —gritó Louch. Luchó por ponerse en pie, recargándose pesadamente en el espejo situado a sus espaldas. Se tambaleó un poco—. Tienen al hombre equivocado. El no mató a Michel, lo hice yo.

—¿Usted lo hizo? ¡Qué interesante! ¿Y por qué motivo?

—Era joven e impresionable —replicó el embajador tratando de quitarse el cabello de los ojos—. No veía lo que le estaban haciendo y yo sí. No entendía cómo lo estaban retorciendo y yo sí. Nunca habría sido el mismo. Nunca habría pensado del mismo modo o actuado igual.

—Esa era la idea.

—Sí, lo sé. Y por eso tenía que ser detenido. Tenía que ser salvado de sí mismo, o más bien, de aquello en lo que usted lo había convertido. —Se notaba angustia en la cara de Louch—. Traté de hablarle lo mejor que pude, pero no sirvió. Y yo... —Parecía ahogarse con sus palabras—. La elección que tuve que hacer... no fue fácil. No podía permitir que nuestro gobierno fuera arrastrado así a este incidente.

—Ya veo —transigió El-Kalaam, calmadamente—. Bueno, no importa —se alejó—. Apaguen las luces. Todo el mundo estará de pie durante el resto de la noche. —Se hizo la oscuridad.

Llegó la luz áspera de la mañana. Los colores surgieron lentamente en el papel tapiz, en las paredes crema y dorada, y la brillantez se reflejó en el espejo de pared.

—Sólo quedan dos horas —le comunicó Malaguez a El-Kalaam.

—Todos sabemos lo que tiene que hacerse, de un modo u otro.

Fessi se acercó, uniéndoseles.

—No creo que los israelíes cedan —opinó Malaguez.

—Los norteamericanos y los ingleses persuadirán a los sionistas de cambiar su testarudo curso. Entre ellos tienen suficiente poder. Ha sido desgastado, pero aún así... ¿qué haría Israel sin el apoyo de los norteamericanos?

—Si los occidentales entienden nuestro propósito lo suficientemente bien —replicó Malaguez—, parece que los aturdiremos.

—Los occidentales entienden la filosofía tanto como lo hacen con Alá, es decir, absolutamente nada. Lo que entienden son las balas, la gelignita y la muerte. Uno tiene que tomar medidas extremas para que entren en acción. Todas las sutilezas pasan por sus mentes como una sombra inmaterial. A su tiempo harán lo que exigimos.

—El tiempo —silabeó Fessi—pesa sobre mi cuello como una piedra —golpeó su mano izquierda contra el costado de su AIRM—. Anhelo la batalla. Una parte de mí quiere que se cumpla el plazo sin que la radio nos informe de nuestra victoria. Anhelo descargar la muerte y la destrucción.

—Eso es porque estás loco —acusó Malaguez—. Tu madre debe haberte tirado de cabeza cuando eras...

Fessi saltó sobre él. El-Kalaam se interpuso calmadamente entre ellos.

—¡Es suficiente! —gritó. Miró a lo lejos, hacia donde estaban Raquel y Heather recargadas contra el librero—. Malaguez, toma a la niña. Fessi, asegúrate de que la radio esté sintonizada en la frecuencia correcta. —Rita tomó a Heather del brazo—. Luego, alcánzanos en la caja caliente. Ahora veremos de qué están hechas estas dos.

Avanzaron en fila por el vestíbulo. Nada había cambiado en el cuarto localizado en el extremo más alejado del corredor. Las ventanas todavía estaban cubiertas y la cama volteada. El suelo se encontraba resbaloso por un líquido rosado. La manguera de hule serpenteaba por el piso hacia el sitio en donde había caído Bock.

—¿Qué hicieron con Susan? —preguntó Heather.

—Ya no nos era útil —respondió El-Kalaam haciendo un gesto hacia Malaguez—. Ponía allí.

Malaguez empujó a Raquel hacia la silla manchada donde se sentara Bock. La cara de Raquel brillaba por el sudor. Mientras se sentaba, miró a Heather en una comunicación silenciosa.

—Lo que queremos de ti es simple —calificó El-Kalaam con la voz más moderada—. Una declaración tuya —miró a Raquel—. Sólo imagínate cómo reaccionaría el mundo ante una declaración firmada en la que respaldes nuestros propósitos.

—Nadie la creería.

—Claro que la podríamos escribir y firmar nosotros, pero necesita la autenticidad de tu propia mano.

—En ambos casos, nadie la creería.

—Claro que sí —rebatió frunciendo el ceño y luego hizo a un lado sus palabras con un ademán de la mano—. Las personas son crédulas. Creen lo que quieren creer o... lo que se les induce a creer. Hay una gran cantidad de sentimientos positivos hacia nuestra causa en todo el mundo. Es sólo que la gente está asustada de exponerlo abiertamente... porque los asesinos sionistas se encuentran en todas partes.

—Todo lo que queremos es vivir en paz —objetó Raquel. El-Kalaam escupió y su cara se movió haciendo un gesto.

—Paz. Oh, sí, por supuesto. Su paz. Desean vivir en un mundo sin árabes.

—Al contrario, son ustedes los que quieren destruirnos.

—¡Retuerces la verdad! —gritó. Y luego dijo con voz más queda—: Es de este tipo de pensamiento insano del que queremos liberarte —sonrió torvamente—. Tenemos el tiempo y los métodos. —Se le acercó.

—Déjela en paz. Es sólo un bebé —recriminó Heather.

—¿Un bebé dices? —protestó El-Kalaam, volviéndose—. ¿Y crees que si pongo un arma cargada en las manos de este bebé no me volará los sesos en el primer instante? Oh, sí, lo haría. —Se acercó a Heather. Rita estaba atrás y a la derecha de ella.

"Todavía no has captado de qué se trata todo esto, ¿verdad? No, veo que no —señaló a Raquel—. Esta nena es la llave... la llave para todo... para todos nuestros sueños. No me importan los otros que están allí... no me sirven. Pero ésta... es todo para mí.

"Tu esposo captó esto desde el principio. Es por eso que hizo lo que hizo. Lo admiro por ello. Fue un aficionado que trató, por un breve momento, de convertirse en profesional. Tuvo éxito. Pero tú no eres más que una asesina de conejos —refunfuñó desdeñosamente—. Posees la mentalidad de una asesina de conejos. No tienes una concepción real de la vida y la muerte y de cuándo iniciar una o la otra. Tu esposo sabía eso. Era un revolucionario de corazón. Tú no eres más que una ama de casa entrenada para jalar de un gatillo contra un blanco. No tienes cerebro ni valor.

"Debes recordar mantener la boca cerrada de ahora en adelante —amenazó asiendo su quijada y sacudiéndole la cabeza hacia adelante y hacia atrás, bajo el escrutinio de su mirada—. Mira lo que sucede. Si hablas, Rita te abrirá un costado de la cabeza con la cacha de su pistola. ¿Está claro?

Heather asintió mudamente.

—Comencemos —expuso El-Kalaam haciendo un gesto cortés.

*

—He averiguado algo que tiene que saber.

No usó el nombre de ella o el suyo propio, pues era demasiado consciente de la seguridad. Sin embargo, ella reconoció su voz de inmediato. Pensó en su cálida sonrisa de lentejuelas y en sus arruinadas manos de artista. Jaló aire.

—¿Qué es?

—No por teléfono. Debemos encontrarnos —aclaró Meyer.

—No puedo ir a San Diego —contestó ella pensando en el horario agitado de la película que estaban tan cerca de terminar. Su corazón se hundió.

—No tiene que hacerlo. Estoy en L. A. —informó él tranquilamente.

—¿En dónde?

—Oh, por aquí —rió él y ella recordó el agradable olor de su colonia y la piel de su mejilla seca como cuero—. ¿Puede escaparse durante una hora?

—Al anochecer —precisó ella consultando su reloj—. Tenemos que aprovechar toda la luz. ¿Qué tal a las seis treinta?

—Bien —aceptó tras una pausa—. Encuéntreme frente a la tumba de su amiga Maggie.

—¿Sabe dónde...?

—Sé dónde está...

—En ese caso, no olvide llevar flores —sugirió Daina.

Hizo que una limusina del estudio la llevara al cementerio esa tarde. Hacía esto cada vez más y dejaba el Mercedes en casa.

Era simplemente el resultado de su cansancio, reflexionaba. Siempre le gustó manejar, pero ahora se había vuelto un trabajo ir y venir del set. Y cuando abordó el tema con Beillman, él, sin decir una palabra más, tomó el teléfono y le ordenó una limusina.

Ahora, mientras se recargaba en el asiento y prendía la luz del espejo portátil para que Anna pudiera removerle cuidadosamente el maquillaje, comprendió que este servicio no era más de lo que se merecía. Suspiró un poco y sintió la fría y sedante crema limpiadora contra su piel. Durante un tiempo sacó a Meyer de su mente, junto con la intensa anticipación que sentía por su reunión. ¿Qué tenía para ella?

Pensó en Nueva York y en el invierno. Era difícil imaginarse ambas cosas o, más exactamente, sentir ambas cosas. De algún modo, la Navidad en Nueva York se había esfumado hasta adquirir el aspecto de una escena que, hacía mucho tiempo, ella hizo una vez en una película en un set en el valle, pues era oscura y no del todo real. Anhelaba regresar al este y renovar su romance con la ciudad que nunca dormía. El champaña y el caviar nadaban somnolientamente por sus venas y sobre su cabeza pasaban las altas palmeras polvosas en la furtiva llegada de la tarde. Aquí no había nada sino palmeras, el Mercedes y el tiempo fluyendo sin tono ni variación del cambiante clima o aun de las estaciones.

—Listo, señorita Whitney.

—Que Alex te deje primero, Anna —indicó Daina sin abrir los ojos. No quería ser molestada hasta que llegaran a su destino.

Lejanamente se dio cuenta de que la limusina disminuía la velocidad y luego se detenía. Creyó escuchar que Anna se despedía y murmuró una respuesta breve. He averiguado algo que debe saber. Ahora la voz de Meyer reverberaba una y otra vez en su cerebro. Era un hilo atormentador que ella seguía aquí y allá, sin acercarse siquiera a su significado.

Debió haber dormido durante la última parte del viaje porque, cuando abrió los ojos nuevamente, la limusina estaba estacionada en la orilla de la acera más cercana a la entrada del cementerio. El motor estaba apagado. Miró directamente al frente y vio la parte posterior de la cabeza de Alex. No había nada extraño en eso. Entonces, la cabeza se volvió y vio la hermosa cara de Margo. Unos cuantos mechones de pelo flotaban sobre sus pequeñas orejas. Sonrió.

—Venga, querida. Meyer la está esperando.

Desapareció de la vista de Daina sólo para abrir la portezuela trasera un momento después. Estaba ligeramente inclinada por la cintura. Era delgada y muy agradable, pensó Daina. Le entregó un ramo de lirios, diciéndole:

—Meyer pensó que podría necesitar esto.—Daina rió. Fue ella, después de todo, quien olvidó las flores.

No había nadie más que Meyer parado frente a la tumba de Maggie y tenía los hombros ligeramente encorvados. Iba vestido con unos pantalones gris oscuro a la moda y una camisa color crema de solapas cortas. Se veía en buenas condiciones. Su sabia cabeza de Picasso parecía aún más grande en el exterior. Estaba ligeramente apoyado en un bastón de ébano que tenía una punta de plata aparentemente aguda y un pomo nudoso de malaquita "que me dio un coronel inglés al final de la guerra", le dijo más tarde.

No dijo nada durante un largo rato, después de que ella llegó junto a él. Lo miró furtivamente, buscando quizá algún signo de su edad. Pero, con excepción de los huaraches que usaba, no pudo encontrar ningún detalle. Su mano izquierda no temblaba ni su cabeza se movía. Vio una delgada vena azul que pulsaba en su sien y que estaba cubierta sólo parcialmente por un mechón de pelo. El cielo sobre ellos era opalino por la luz reflejada, sobre todo por los neones de Hollywood y del Strip, pero el smog la suavizaba lo suficiente como para crear la ilusión de una belleza prístina. Meyer se veía inmortal en esta luz, parecía ser intocable ya fuera por manos mortales o por el tiempo mismo. Había sobrevivido a los campos de concentración, a la muerte de dos hijos y, por lo menos, a una esposa. Y aquí estaba, indomable.

—Escucho cosas sobre ti —principió Meyer, y su voz le provocó estremecimientos en la espina—. Son cosas excitantes —volvió la cara hacia ella y la luz golpeó sus ojos, alargándolos—. No habíamos encontrado a alguien como tú durante largo, largo tiempo —Meyer tenía una forma de usar la palabra nosotros como si representara la opinión del mundo entero—. Una incandescencia en la pantalla. —Quitó una mano del bastón y apretó el brazo de ella con una fuerza notable—. Parece que no hay nada que no puedas hacer ahora.

—A veces me siento como si tuviera tres metros de estatura —confesó ella casi soñadoramente.

—Dime, ¿eres tú la que ha cambiado o son los que te rodean?

—No sé lo que quiere decir.

—Bueno, por ejemplo, la limusina en la que llegaste —explicó. Su mano la soltó por un momento para hacer un gesto vago hacia la entrada del cementerio—. Hace seis meses no la tenías... ni hubieras podido tenerla, ¿estoy en lo cierto? Sí. ¿Ahora la tienes porque eres diferente o porque aquéllos que te rodean te perciben en forma diferente?

—¿Importa eso? —inquirió Daina, mirándolo.

—Sólo para ti, Daina —le sonrió Meyer. Ella miró los lirios que le había puesto Margo en los brazos. Se inclinó y depositó el ramo sobre la lápida. Se levantó, sintiéndose ligeramente mareada.

—¿Qué se siente poner flores en una tumba vacía? —le preguntó Meyer. El se acercó y la detuvo antes de que cayera. Se tambaleó contra él; pero, pese al dolor de sus pies enfermos, era sólido y la sostuvo hasta que se recuperó.

—¿Qué quiere decir? Estuve aquí en el funeral, cuando enterraron a Maggie. Vi...

—Lo que viste fue un ataúd vacío que era bajado hacia la tierra —interpuso Meyer, pacientemente—. Tu amiga Maggie no estaba adentro.

—Entonces, ¿dónde está? —consultó sin pensar en cuestionar lo dicho por él.

—En Irlanda. Enterrada en casa —reveló Meyer con su brazo rodeándola fuertemente.

—Pero Maggie nació en St. Marys, lowa —replicó Daina.

—No nació, se crió. Ella y su hermana fueron sacadas subrepticiamente de Irlanda del Norte poco después de nacer. Vinieron aquí. Las colocaron en un lugar familiar adecuado y...

—Pero ¿por qué?

—Su verdadero apellido es Toomey —aclaró Meyer. Esperó un momento—. ¿Te suena familiar eso?

—Espere un momento —requirió Daina y pensó en una conversación que sostuviera con Marion. El se veía incómodo y Daina le preguntó por qué. Ese desastre en Irlanda del Norte. ¿No fue eso lo que dijo? —¿No es Sean Toomey el patriarca de los protestantes en Belfast?

—El mismo —asintió Meyer—. Maggie era su nieta.

—¡Dios mío! —gritó Daina—. ¿Qué está diciendo?

—No estoy sacando ninguna conclusión —declaró Meyer, llanamente—. Ahora dejo que otros lo hagan. Sólo te estoy diciendo lo que averigüé. ¿No fue eso parte de nuestro trato?

—Pero Marion me dijo que Sean Toomey ordenó el ataque combinado de británicos y protestantes en esa sección católica de Belfast, ¿cómo se llamaba?

—Andytown.

—Sí, Andytown. Y eso fue...

—Dos semanas antes de que tu amiga fuera asesinada, ponle o quítale un par de días.

—Tengo que ir a la policía —apuntó ella, alejándose.

Pero Meyer aferraba su brazo y no la dejaba ir. La volteó hacia él.

—¿Y qué les vas a decir?

—Justo lo que me ha contado —respondió y miró su rostro en blanco—. ¿O no tiene las agallas de sostenerlo?

—Cálmate —pidió él—. Esto no tiene nada que ver conmigo o contigo, en último caso —la atrajo más usando su bastón para enfatizar sus palabras—. Muy bien, digamos que los dos vamos a la policía de Los Ángeles con lo que te acabo de decir. ¿En verdad crees que Sean Loomey hizo que mandaran acá a sus nietas sin el conocimiento del gobierno de los Estados Unidos? ¿Y piensas, además, que permitirían que esto llegara a la prensa? —negó con su mano adelante y atrás—. No, no, no. En este país hay demasiados simpatizantes del ERI como para permitirlo —movió la cabeza tristemente—. Nunca abrirían esa tumba. Nunca. —Puso las manos sobre los hombros de ella—. Daina, esta información es para ti y sólo para ti. Te dije que te ayudaría a averiguar quién mató a tu amiga y nada más.

—Pero ni siquiera ha hecho eso.

—Ve a ver a este hombre cuando tengas una oportunidad —sugirió Meyer apretando una tira de papel contra su mano y cerrándole los dedos sobre ella. Esta vez fue él quien se inclinó y besó su mejilla.

*

No pudo evitarlo y fue con Bonesteel.

Por supuesto, él se mostró escéptico.

—Tienes que decirme de dónde salió esta información.

—No puedo, Bobby —rehusó extendiendo las manos—. Por favor, no me preguntes.

—Escucha ahora...

—No, escucha tú. O lo crees o no y ese es el final de esto.

—Muy bien. Creo que es falso.

—¡Espléndido! —exclamó ella, levantándose—. Adiós.

—Espera, espera un momento —pidió él y tamborileó con el tenedor arriba y abajo sobre el mantel. Estaban en la cocina de la casa de Rubens. Ella se había negado a ir otra vez al Departamento y no pudo pensar en ningún lugar público en la ciudad, donde no la molestaran las multitudes. Y, además, no quería que Alex estuviera con ella.

—Oh, siéntate otra vez—le pidió él haciendo un ademán con el tenedor. Su voz era ronca—. Me estás poniendo nervioso de verte en pie ahí.

Era el día libre de María, pero mirando por la ventana ella pudo ver al ayudante del jardinero mexicano trabajando duro en las rosas.

—No creo que me gustes mucho —comentó ella sentándose en el lado opuesto a él.

—Pero no me has echado aún.

—Tú sabes por qué. Sin ti nunca averiguaré quién mató a Maggie.

—Y eso es muy importante para ti, ¿no? —replicó él inclinándose sobre la mesa, hacia donde se hallaba ella.

—Sí.

—¿Porqué?

—Era mi amiga.

—Una amiga que ya estaba en las drogas, que te mentía constantemente, según parece; que envidiaba tu éxito y que creía que sostenías un romance con su novio.

Daina lo golpeó fuertemente en la cara.

—¡Cristo, todos ustedes son iguales, se meten en todo!

—Eso es lo que hago —aceptó él sin moverse. Su cara estaba roja donde ella lo golpeó, pero no había ninguna emoción obvia en su voz—. Soy un empleado de limpia. Reviso la ropa interior sucia de todos, oliendo el excremento porque nueve de cada diez veces es allí donde voy a encontrar a los bastardos retorcidos que matan otros seres humanos. ¿Ves alguna lógica en eso?

—Es repugnante —afirmó alejándose de él.

—Supongo que es mucho más repugnante que pulverizar a otras personas bajo tu tacón alto.

—Yo no hago eso —espetó, y sus ojos relampaguearon cuando se volvió a mirarlo.

—No. Sólo crees que no —refutó él.

—¡Sal de aquí! —le ordenó y la silla cayó sobre el respaldo cuando ella la dejó—. ¡No quiero nada de ti!

—¿Y qué crees que vas a hacer sobre Maggie? —la acosó, siguiéndola.

—Me las arreglaré yo misma —respondió recargándose de espaldas en la pared—. ¡Aléjate de mí!

Se movió para golpearlo nuevamente, pero él capturó su muñeca con un puño que no pudo deshacer.

—No seas idiota —acusó, peleando contra ella. Se encontraba muy cerca de Daina y ambos jadeaban por el esfuerzo—. Nos necesitamos. —Sus labios estaban cerca de los de ella y sus ojos se encontraron. Inmediatamente, la boca de él cubrió la suya y ella sintió que su corazón se aceleraba.

—¿Qué estás haciendo?

—¿Qué parece?

Sus senos estaban expuestos. Tomó las manos de él entre las suyas y tiró de ellas hacia arriba, alejándolas durante un momento. Miró en sus ojos y, sorprendida, se vio allí. Sintió que quería que él le hiciera el amor, no sólo porque le gustaba, pues eso no sería suficiente. Ahora necesitaba su calor porque él no era parte de su mundo, como sucedía con Rubens. Su entrada en ella le probaría que era más que una imagen. Se movió para devolver el beso, pero su rostro estaba pálido, como si estuviera en shok. Pudo escuchar el sonido de su respiración desapacible. La apariencia de su cara envió un frío nudo de miedo corriendo por su estómago.

—¿Qué pasa, Bobby?

—No sé... realmente no lo sé —contestó. Bajó la vista hacia sus manos y las retiró de su carne—. Me encuentro pensando en ti todo el tiempo, fantaseando. Hasta en el Departamento se burlan de mí todo el tiempo... algunos chicos están celosos porque saben que estoy contigo.

Se acerco más a él, de modo que sus senos desnudos presionaran la pechera de su camisa.

—He pensado en esto tantas veces, en cómo sería hacer... —puso las manos sobre los hombros de ella—. Pero ahora que el momento está aquí, es como si estuviera paralizado. En lo único que puedo pensar es en tu cartel de quince metros, como estabas en Regina Red. Luego, veo esto y todo está desconectado. Parece que no puedo separar una de la otra.

—Pero sólo soy carne y sangre, Bobby.

—No —afirmó él, alejándola un poco—. No lo eres. Ahora eres más que eso: una imagen, una fantasía para millones de personas, un sueño húmedo para no sé cuántos chicos. Ahora eres más que solamente carne y sangre.

—Eso es una tontería y lo sabes —amonestó ella. Sus brazos lo rodeaban, entrelazados. Pero el nudo en su estómago estaba creciendo hasta llenar la cavidad de su pecho y ella pensó que podía explotar. ¿Qué me está pasando?, pensó.

—¿No lo ves? —insistió Bonesteel con voz atormentada—. Quiero hacerte el amor y no puedo. Somos de mundos diferentes. No pertenezco a tu cama.

En ese momento, Daina quiso gritar que ella sólo era una niña de las calles, asustada y sola; pero, incluso entonces, algo duro e inmutable en su interior no le permitió hacerlo y se hizo daño al morderse la parte interna de la mejilla, para guardar silencio. Gritó y Bonesteel, pensando que era de rabia, se retiró.

—Lo siento. Realmente lo siento, Daina. —Se volvió y se alejó por el vestíbulo, pasando frente al inteligente rostro de El Judío, del Greco.

Daina cayó de rodillas cuando escuchó el golpe de la puerta al cerrarse tras él y se cubrió la cara con las manos, empezando a sollozar como no lo había hecho desde aquellos largos días y noches en White Cedars. Sintió en la boca el sabor del hule y casi vomitó. Se sostuvo, meciéndose adelante y atrás, llorando, llorando hasta que al fin se quedó dormida en el tapete, casi directamente debajo de la figura de la sirena que la miraba con ojos afligidos.

En algún sitio, en el fondo de su mente, supo cuan desconectada se estaba volviendo. Después de todo, fue por eso por lo que trató de seducir a Bonesteel y por lo que se quebró tan completamente cuando él la rechazó. Supo ahora que estaba separada, que era diferente de los demás; pero, y esto no lo comprendía, sólo una parte de sí misma se regocijaba con esta exaltación.

Había visto a Bobby como su última unión con el mundo real de la gente que trabajaba todos los días y que iba a sus rutinas cotidianas como lo hiciera ella una vez, sin repetirlo ya más. Había entrado en otra región, en forma bastante voluntaria, con los dos brazos abiertos ampliamente, pero el cruce fue tan seductoramente rápido, tan abundantemente aceitado de placer, que no se dio cuenta de los cambios diarios y de que se estaba alejando más y más hacia el mar, hasta que en este momento levantó la vista para encontrar que la línea de la costa ya no estaba.

Bonesteel tenía bastante razón. El no era de su mundo y ella se le acercó en la forma más primitiva, tratando de mostrarle, y también a sí misma, que todavía era humana. Las palabras de Meyer volvieron a ella como una obsesión: Dime, ¿eres tú la que ha cambiado o son aquéllos que te rodean?

Lo que más la asustaba era que no sabía la respuesta. ¿Cómo reaccionaba un icono? Sospechaba que muchos antes que ella se habían hecho la misma pregunta y que aquéllos que no pudieron responderla no pudieron sobrevivir por mucho tiempo.

Cuando Rubens llegó a casa la encontró tirada en el sofá, con un vaso medio lleno en la mano y una botella de Stolichnaya, sentada en los secos círculos sobre la mesita situada al alcance de la mano.

—Maldita sea, Daina, ¿qué está pasando entre ese policía y tú?

Ella lo miró con ojos que no entendían y él se inclinó y golpeó el vaso, arrancándoselo de la débil mano. Salió rodando de lado a lo largo del cojín, cayendo en el tapete con un golpe sordo y esparciendo su contenido en una mancha oscura.

Rubens se inclinó sobre ella.

—El ayudante del jardinero me dijo... —comenzó a explicar, pero Daina ya estaba sollozando incontrolablemente y se aferraba a él con tal pasión que todo su enojo se derritió—. Daina —susurró su nombre una y otra vez mientras la mecía hacia adelante y hacia atrás—. ¿Qué pasa?

Pero no había nada que ella pudiera decirle.

*

El-Kalaam comenzó por sacar su cuchillo. Heather hizo un movimiento hacia él, pero Rita la jaló violentamente hacia atrás. Agitó la MP40 bajo la nariz de ella. Puso el índice sobre sus labios sensuales y miró a los ojos de Heather. Sacudió la cabeza de un lado a otro.

El-Kalaam le había dado su pistola a Malaguez, que estaba junto. Fessi se lamía los labios desde el lado opuesto a la silla. Acariciaba el gatillo de su AIRM. Sus labios se hallaban parcialmente abiertos y parecía estar respirando en pesadas sacudidas.

El-Kalaam avanzó hacia Raquel. Llevó la punta reluciente del cuchillo hacia su blusa. Mientras pasaba por el fuerte rayo de luz, se volvió una laja deslumbrante.

El sonido de la tela rasgándose fue muy fuerte en el prolongado silencio. La carne de Raquel apareció lentamente mientras El-Kalaam desgarraba su blusa en tiras delgadas. Su piel brilló oscura a la luz. Aparecieron sus omóplatos y luego su pecho. Usaba un fondo delgado, con una delicada franja de encaje en la parte superior. Entre sus senos había una pequeña rosa rosada.

—Listo —jadeó él. La punta del cuchillo revoloteó en el aire—. ¿Qué te parece ahora? —Sus ojos encontraron los de ella. Su mirada bajó hasta sus hombros. La punta de la hoja se adelantó atravesando la luz y la sombra, para salir de nuevo a la luz. Rompió un tirante del fondo de Raquel. Esta lanzó un pequeño lamento. Sus manos se movieron involuntariamente para cubrirse, pero Malaguez las mantuvo en su regazo. Sus hombros se sacudieron. Miró directamente al frente.

—Miren eso—invitó El-Kalaam—. ¡Qué hermosos senos! ¿No crees, Malaguez?

—Un poco pequeños para mi gusto.

—Oh, bueno, dale tiempo, Raoul. Debes darle tiempo. La niña aún se está formando. Todavía no es una mujer. —Una lágrima se estaba formando en el párpado inferior del ojo derecho de Raquel. Creció, se desbordó, se deslizó por su mejilla y cayó en el dorso de la mano de El-Kalaam. El sonrió.

—Son los senos de una niña —desairó Malaguez—. Dáselos a Fessi.

—El problema contigo, Malaguez, es que no tienes ninguna visión del futuro —afirmó El-Kalaam contemplando a Raquel—. Ahora son los senos de una niña, sí. Pero pronto... ah, florecerán como los senos magníficos de una mujer. —La sonrisa abandonó su cara repentinamente—. A menos, claro está, que les pasara algo.

—¿Cómo qué? —especuló Malaguez.

—Oh, no sé. Pero tú sabes cómo es la vida —encogió los hombros—. Tal vez un accidente —hubo un brillo en los ojos de Raquel—. O... tú sabes... alguien malvado podría aparecer... alguien que odiara a las mujeres, por ejemplo. Alguien sin aprecio por la forma femenina. Un homosexual...

Fessi soltó una risita. Sus ojos estaban muy abiertos y brillaban.

—O un psicópata. El mundo está lleno de locos, ¿sabes? Y digamos, para ilustrar el ejemplo, que este psicópata atrapa a la niña una noche.

Estaba muy cerca de Raquel. Sus senos subían y bajaban con su respiración.

—El psicópata tiene un cuchillo. —La hoja acerada se adelantó, cruzando un rayo de luz brillante. Su reflejo pasó por la mejilla de Raquel. Los labios de ella empezaron a temblar.

"Este es un verdadero loco —explicó El-Kalaam—. Toma a nuestra bonita niña del pelo y tira —apresó a Raquel y le jaló la cabeza hacia atrás. Sus gruesos labios se abrían mostrando sus dientes en un fiero gesto. Miró la cara de Raquel. La luz jugaba en sus valles y montañas, manchando su rostro.

"Ahora pone el filo de su navaja bajo un pecho.—Raquel saltó cuando el acero se deslizó contra su carne. Su respiración silbó entre sus dientes.

"Y le dice: 'Es tiempo que te hagamos ver como un hombre' —continuó, y la hoja empezó a moverse horizontalmente bajo el seno de Raquel. Ella cerró los ojos y empezó a temblar—. Primero uno y luego el otro.

Raquel empezó a sollozar. Las lágrimas escapaban por sus apretados párpados. Su cabeza daba latigazos contra el alto respaldo de la silla.

—No —gimió ella.

—¿Qué es eso? —preguntó El-Kalaam—. ¿Qué es eso?

—¡No! —gritó Raquel mientras el tono de su voz se elevaba—No, no, ¡no!

—No ¿qué?

Los ojos de Raquel se abrieron de golpe. Algunas lágrimas cayeron sobre su morena piel, bajando por los contornos de su pecho.

—No, por favor.

—¡Ah! —asintió El-Kalaam—. Ahora sí estamos llegando a algún lado.

*

Esa mañana, Daina le preguntó a Rubens si podría ausentarse temprano de su trabajo para recogerla después de la filmación. "Necesito salir una noche", le había dicho, "y quiero que estés ahí conmigo".

El enorme Lincoln azul de medianoche estaba esperándola cuando salió de su remolque. El chofer de Rubens sostuvo la puerta abierta hasta que ella entró. Alcanzó a ver a Alex, sentado en el asiento delantero derecho, antes de que Rubens oprimiera un botón elevando el panel de plástico reflejante y antibalas, separándolos de sus empleados.

—¿Cómo estás? —saludó besándola. Retuvo su mano.

—Loca —respondió con una pequeña sonrisa—. Ya casi terminamos. Sólo faltan una o dos escenas con las que Marion no está contento y acabaremos.

—Bien —aceptó Rubens como si no recibiese informes diarios del propio Marion. Ambos lo sabían, pero preferían esta ilusión.

—¿Cómo lo está haciendo George? —inquirió él.

—Creo que saldrá adelante, aunque tiene a todos preocupados por ese asunto de la OLP en que se está metiendo. Hasta su agente le ha hablado al respecto, pero no sirve de nada —oprimió la mano de Rubens—. Prepárame un trago, ¿sí?

Daina insistió en que fueran a Rayos de Luna, un restaurante chic, de dos pisos, en Malibú, que, especialmente en verano, ofrecía una agradable alternativa a los establecimientos elegantes de las avenidas North Camden y North Canon, en Beverly Hills.

Daina parecía distraída, como si su mente estuviera muy lejos. Sentía las palpables olas de energía que emanaban de su ser, esparciéndose en círculos cada vez mayores que abarcaban todo el restaurante. Estaba deslumbrada por la fuerza de su poder, le atraía y repelía a la vez. Todos, desde el maitre d'hótel hasta el chef, hicieron su aparición en la mesa para preguntar si la comida y la bebida estaban como deberían. Por lo mismo, ella y Rubens sólo intercambiaron algunas palabras durante la cena.

Después cruzaron el camino de lajas hasta el estacionamiento. Algunos puñados de arena se deslizaban como serpientes fantasmagóricas por el negro asfalto, evaporándose como humo.

Confrontaron un mar de automóviles, iluminado por un par de luces blanquiazules que se elevaban sobre columnas de aluminio. Enormes mariposas pálidas volaban en la intensa iluminación y una de ellas, solitaria, con su largo y fino cuerpo de un iridiscente azul verdoso, planeaba cerca, atiborrándose con la multitud de insectos menores atraídos por las luces.

El cromo brillaba y la dura luz reducía todos los colores de los autos, tan cuidadosamente seleccionados, tan costosamente pintados en tonos neutrales, sin mucha diferencia. Le pareció a Daina una visión aterrorizante en su desnuda banalidad, un espantoso paisaje robótico desprovisto de toda estética y vida, y de pronto sintió como si estuviese en un mundo extraño, como si la Tierra que ella conocía fuese sólo un recuerdo, girando ciegamente a doscientos millones de kilómetros.

Tomó el brazo de Rubens.

—Salgamos de aquí —le pidió. Creyó oír voces que reían flotando en el quieto y húmedo aire, pesadas y apagadas como el sonido del oleaje, tacones repiqueteando en el camino de lajas por el que habían caminado y, más abajo, el silbido de automóviles pasando por la carretera de la costa.

Casi llegaban a la limusina cuando Daina vio dos figuras que emergían del Porsche rojo estacionado tres filas más allá. Reconoció el auto aun antes de vislumbrar a la gente.

—Hola, Daina —saludó Tie. Tras ella se elevaba la figura de Silka con sus amplios hombros.

—No estaba en condiciones de manejar —explicó éste con su profunda voz.

Ahora, Daina podía ver que Silka la sostenía, pero no podía controlar su inestable bamboleo.

Miró a los ojos a Tie, vio las dilatadas pupilas y se volvió hacia Silka.

—¿En qué está?

—En todo lo que pudo agarrar: cocaína, uno o dos Quaaludes... quizá un Dalmane —respondió encogiéndose de hombros.

—Daina —llamó Tie—, Daina —se estiró para tocarla.

—¿Qué demonios está pasando aquí? —preguntó Rubens mirando a Silka.

—Sólo un pequeño problema —explicó Silka—. No es nada, en realidad.

—Está bien, Rubens —apaciguó Daina. Tomó el brazo de Tie y empezó a alejarla de los dos hombres—. Yo me encargaré.

Puso un brazo alrededor de la breve cintura de Tie. Tomó su mano con la otra.

—Vamos —murmuró Daina—. Vamos. —Llévame a casa —pidió Tie—. Quiero ir a la cama.

Estaban solas entre el mar de autos.

—Silka te llevará a casa muy pronto —advirtió Daina.

—Pero no quiero ir a casa con él. Quiero enredar las piernas en ti.

—Es suficiente, Tie.

—Quiero saborearte.

—¡Dije que es suficiente! —silbó Daina. Volvió a Tie para mirarla de frente, apretando fieramente sus hombros—. Te dije lo que tenías que hacer: volver con Nigel y alejarte de Chris.

Las facciones de Tie estaban deformadas y ya no había trazas de belleza ni sensualidad en ese extraño rostro.

—No quiero a Chris —gimoteó—. Te quiero a ti.

Daina besó a Tie, primero con suavidad y luego con gran dureza. Sintió que el cuerpo de Tie se derretía, escuchó cómo suspiraba con placer bajo la presión de sus labios y su lengua.

—Ahora, vete —ordenó Daina, fríamente—. Vuelve a tu auto. Muéstrale a Silka que puedes hacerlo por ti misma. Cree que no puedes.

—Tuve que volver, Daina —explicó mirándola durante un momento—. Cuando me corriste...

—Eso sólo fue para que te acordaras.

—Lo sé —sonrió levemente Tie.

Había tanto amor en sus ojos que Daina casi retrocedio. Luego, partió, caminando por una fila de automóviles, con una mano deslizándose sobre las salpicaderas para apoyarse, pero con mucho cuidado para evitar caer o tambalearse, porque recordaba lo que Daina le había dicho sobre Silka.

Cuando Tie estuvo ya en el Porsche, Daina volvió a donde estaban los hombres. Parecían no haberse movido, ni siquiera hablado uno al otro.

—Todo está bien ahora —les informó Daina a ambos. Pero miraba a Silka. Se preguntó cuánto sabía él sobre lo que estaba pasando. Ciertamente no era estúpido y parecía conocer muy bien a Tie. Sospechó que lo sabría todo—. Puedes llevarla a casa cuando quieras.

—A casa de Nigel —proclamó él observando con cuidado su rostro.

—Sí —afirmó ella—. Eso es exactamente lo que quiero decir. ¿No es ahí donde debe estar?

—Me imagino que sí —aceptó Silka con una pequeña sonrisa—. Nigel la extraña.

—Ya no tendrá que preocuparse.

Silka extrajo las llaves del Porsche y las hizo sonar entre los dedos.

—De hecho me sorprende que esto no haya pasado antes —comentó Silka—. Aquella vez, hace seis meses creo, cuando Nigel se fue lejos, estuvieron juntos. —Daina supo que se refería a Tie y a Chris.

—¿Y no pasó nada?

—Yo no lo sé todo, señorita Whitney —evadió encogiendo los hombros.

—¿Sabes qué, Silka? —sonrió Daina—. Creo que lo que tú no sepas sobre el grupo lo puedes averiguar fácilmente.

Silka lanzó hacia arriba las llaves y las atrapó.

—En ese caso, ¿me creerá si le digo que no pasó nada? —le sonrió—. Gracias por ocuparse de ella. Puede ponerse imposible en momentos como éste.

En la limusina, camino a casa, tuvo que decirle a Rubens de qué se había tratado la conversación. Era una buena historia. Una historia que ella misma casi podía creer.

*

Raquel miró a Heather a través de sus lágrimas. Había tal pena, tal remordimiento allí, que Heather se vio forzada a mirar hacia otro lado.

El-Kalaam se puso de pie. La hoja de su cuchillo estaba húmeda con el sudor y las lágrimas de Raquel. Miró sus ojos durante un momento.

—Cinco minutos. Quiero que lo que dije penetre hasta el fondo.

Las piernas de Heather estaban temblando y Rita tuvo que usar ambas manos para sostenerla.

—El baño —pidió ella pesadamente—. Tengo que usar el baño.

—Sabía que no tenías agallas —reprochó El-Kalaam volviéndose, con la luz del triunfo en sus ojos—. ¿Dónde está tu valor ahora? Parece que te conozco mejor que tu esposo. —Se rió y sacudió la cabeza señalando hacia la puerta—. Llévala, Rita. No quiero que apeste el cuarto.

Rita asintió y condujo violentamente a Heather hacia la puerta. A mitad del camino, Heather tropezó y cayó sobre sus manos y rodillas.

—Miren esto —soltó Rita—. Ni siquiera puede caminar sola —se inclinó e introdujo las manos bajo las axilas de Heather. Mientras lo hacía, Heather captó la mirada de Raquel. Le lanzó a la niña una mirada dura. Entonces, Rita la puso en pie y la empujó fuera del cuarto.

Atravesaron el vestíbulo. Cuando llegaron a la puerta abierta del baño, pasaron a un miembro del comando que se apresuraba a llegar a la caja caliente. Llevaba lista su MP40 y parecía estar ligeramente agitado.

—Vamos —chirrió Rita—, deje de perder el tiempo —empujó a Heather hacia el interior del baño—. Tiene dos minutos.

Heather fue al inodoro, se levantó la falda y se sentó. Pudo escuchar una conmoción que venía en dirección de la caja caliente: las voces se elevaban, las armas se amartillaban y preparaban para usarse. Los ruidos se hicieron más fuertes. Escuchó el sonido de suelas de botas que se acercaban.

—¡Rita! —rugió la voz de El-Kalaam—, ¡ven rápido! —Su rostro apareció en la puerta. Se veía enorme, enmarcado por la entrada del baño. No miró a Heather.

—¿Qué pasa?

—Un idiota inició un fuego en la basura que hay afuera, atrás de la casa —se fue por el corredor—. ¡Vamos!

Pero... —comenzó a decir Rita volviendo la cabeza hacia Heather.

—Está bien —emitió Fessi tan cerca de ella que se sorprendió—. Yo la vigilaré. —Estaba sonriendo.

—Apuesto a que sí —comentó Rita, acremente—. Sé bien cómo...

—¡Rita! —rugió de nuevo la voz de El-Kalaam.

—Haz lo que quieras —convino ella mientras se abría paso junto a él—. Sólo mantenía a salvo. La necesitamos. —Corrió por el vestíbulo siguiendo a El-Kalaam.

Fessi entró al baño. Tenía la sonrisa plasmada en el rostro. Sus ojos estaban clavados en la unión de las piernas de Heather bajo la falda.

—¿Qué está pasando afuera? —interrogó Heather.

—La, la, la —canturreó con voz pesada—. ¿Qué tenemos ahí? —Movió el cañón de su arma hasta que se deslizó bajo el dobladillo de la falda de Heather. Los ojos de Fessi estaban iluminados. Sacó la lengua y se lamió los labios.

Heather no dijo nada. El cañón del AIRM desapareció, buscando aún más arriba.

—¿Quién está con Raquel?

—Aquí yo hago las preguntas —estableció Fessi. Sus ojos parpadearon momentáneamente—. Yo obtengo las respuestas.

Heather lo observó en silencio. Los ojos de Fessi se agrandaron y dio un paso, acercándose. Sacó la lengua otra vez y se lamió los labios.

—Le gustó lo que él le hizo a Raquel —acusó ella suavemente. Fessi se acercó más—. Le gustaría hacerme lo mismo, ¿verdad?

Fessi estaba muy cerca ahora. Heather se levantó. Fessi movió hacia un lado la AIRM y la bajó. Desenfundó su .45 automática y le quitó el seguro. Buscó a Heather con la mano izquierda. La metió bajo la falda. Subió la .45 y colocó el cañón en la sien de ella.

—No se te ocurra nada —murmuró él. Su boca se deslizó por el borde de su mejilla, yendo hacia sus labios.

Heather desvió la cara. La mano de él la recorrió y ella se mordió el labio, negándose a gritar. Lentamente, levantó los brazos y sus manos se movieron sobre los hombros de él. Los labios de Fessi se aplastaron contra los suyos. Se besaron durante largo tiempo. Se escuchaba el sonido de botas que corrían y unos gritos ásperos que provenían del corredor.

Entonces, Heather bajó lentamente las manos por el cuerpo de él. Fessi jadeó. Sus párpados aletearon y el arma tembló en el aire.

Heather cerró la mano derecha formando un puño y lo estrelló contra la entrepierna de Fessi. El pequeño hombre lanzó un aullido y se dobló. La .45 se disparó y saltó de su mano. Su cara estaba blanca. Sus rodillas se doblaron.

Heather le quitó la .45 de la mano, pero él logró arrancársela de un golpe. Patinó sobre el mosaico hasta llegar al otro lado del cuarto.

Ahora, él se estaba levantando y se acercaba a ella. Murmuraba, maldiciéndola. Heather se estiró sobre él y tomó el AIRM. Lo levantó y estrelló la cacha en la base de su cuello. Fessi suspiró y cayó.

Ella pasó cuidadosamente sobre él. Salió por la entrada abierta, hacia el pasillo. Ahora los sonidos eran más fuertes y había gritos y llamadas. Entonces escuchó el pop-pop-pop de los disparos que llegaban de afuera de la villa.

Estiró la cabeza para mirar por el corredor. La sala era un caos y los terroristas corrían hacia la puerta principal. No logró ver a ninguno de los otros rehenes. Pudo escuchar la voz familiar de El-Kalaam que se elevaba mientras daba órdenes.

Regresó por el vestíbulo, dirigiéndose a la caja caliente. Se agazapó contra la pared, con el dedo en el gatillo del AIRM. Mantuvo los ojos en la puerta semiabierta del cuarto más alejado. Se acercaba más y más. Un fuerte rayo de luz salía del cuarto y se extendía por el piso del vestíbulo, oblicuo a la pared opuesta.

Se detuvo justo afuera de la puerta, escuchando. Pero los sonidos del resto de la villa hacían imposible oír nada del interior.

Cerró los ojos durante un instante. Inspiró profundamente. Cuando los abrió de nuevo estaban fijos en la barra de luz de la pared. Sus labios se movieron mientras contaba silenciosamente. Al llegar a "tres" saltó hacia adelante. Golpeó la puerta con su hombro izquierdo. Estaba agazapada, con el AIRM de repetición contra el hueso de la cadera. Movió el cañón haciendo un arco breve. Vio a Raquel atada a la silla. Distinguió sombras, pero a ninguna persona.

—¡Raquel!

Llegó fuego de metralla desde las sombras y saltó, se tiró al suelo y rodó sobre un costado. Las balas se esparcieron a su alrededor, desgarrando el piso de madera. Los pedazos de estuco silbaron junto a su hombro. Levantó el AIRM y disparó hacia la oscuridad: un estallido, dos, tres.

Se escuchó un grito agudo y vio la punta de una cabeza. Un cuerpo salió tambaleante de la oscuridad. Se inclinó hacia adelante cayendo en la fuerte luminosidad de una lámpara sin pantalla. La sangre corría y brillaba. El cuerpo se desplomó pesadamente a sus pies. Era Malaguez.

Fessi venía tambaleándose por el pasillo, con la .45 empuñada en una mano.

Heather se paró junto a Malaguez, mirándolo.

Fessi salió con una mano entre las piernas. Se recargó contra la pared, afuera, en medio del vestíbulo.

—¿Estás bien? —preguntó Heather volviéndose hacia Raquel.

Esta asintió con el rostro surcado de lágrimas y Heather se le acercó. Fessi apareció en la puerta del cuarto, con los dientes apretados y sudando. Levantó el arma y apuntó a la espalda de Heather.

—¡Cuidado! —gritó Raquel.

La .45 disparó. Heather ya estaba dando la vuelta. La bala se estrelló en la pared cercana a su hombro izquierdo y la hizo girar. Cayó de rodillas. Fessi, sonriendo, bajó la pistola para disparar otra vez.

Heather oprimió el gatillo del AIRM. Este brincó en su mano, vomitando balas. El cuerpo de Fessi fue arrojado hacia atrás, tan fuerte que chocó contra la pared. Su sangre salpicó a todos. Cayó, extendido.

Heather trató de disparar otra vez, pero el AIRM se había trabado. Lo arrojó disgustada y recogió la .45 de Fessi. Se volvió hacia Raquel y empezó a desatarla.

—El ataque ha comenzado —comentó la niña. Se puso en pie y tomó la mano de Heather—. Te dije que mi padre no nos abandonaría.

—Anda. Vamonos —ordenó Heather mirando el cuarto surcado de sangre.

Salieron de la caja caliente y llegaron al corredor. Fueron confrontadas de inmediato por uno del comando. Él levantó su metralleta. Heather le disparó al pecho. Rodó hacia atrás con los brazos abiertos. Se estrelló contra el piso con la cabeza roja.

Heather llevó a Raquel por el pasillo. Más allá del baño había una puerta cerrada en la pared opuesta al vestíbulo. Heather la abrió. Era un dormitorio. No había nadie dentro. Empujó a Raquel hacia el interior del cuarto y la siguió. Cerró la puerta y corrió el cerrojo.

La ventana situada al otro lado del cuarto estaba bloqueada con la cama puesta de lado, como la de la caja caliente.

—¿Crees poder ayudarme a quitar esto? —preguntó Heather.

Raquel asintió. Empezaron juntas a quitar de la pared la enorme cama con dosel. Sudaban mientras trabajaban, haciendo gran esfuerzo para desplazar el mueble. Desde atrás de la puerta cerrada podían escuchar más fuerte, más claro, el repiqueteo de las armas.

Súbitamente se escucharon muy cerca unas potentes voces. La cama cedió un poco. Oyeron unos golpes en la puerta. La cama cedió más.

—¡Vamos! —gritó Heather—. ¡Vamos! ¡Empuja!

Raquel apoyó su hombro contra el otro lado de la cama.

Los disparos penetraron desde el otro lado de la puerta y las balas silbaron en el cuarto. Se inclinaron y continuaron empujando. La cama se deslizó de la ventana y dejó una angosta abertura.

—Muy bien —aprobó Heather dejando de presionar—. Anda. Hay suficiente espacio para ti.

—Pero no para ti —rebatió Raquel. Siguió empujando. Ahora fue ella la que instó—: ¡Vamos!

Los disparos penetraron de nuevo y las dos se agacharon detrás del borde de la cama. Heather salió y empujó a Raquel hacia ella.

—¡Anda ahora! —le gritó—. ¡No hay tiempo!

—No. No te dejaré —afirmó Raquel. Su rostro era decidido—. Anda, vamos, sólo tenemos que empujar un poco más. —Puso su hombro contra la cama. Su ceja brincaba por el esfuerzo.

Heather la miró durante un momento. Se oyeron los disparos nuevamente y ella también impulsó. La cama rechinó sobre el piso. La cerradura de la puerta se hizo añicos con la siguiente descarga de fuego de metralla.

—¡Ahora, Raquel! —aulló Heather. La puerta se abrió de golpe.

Raquel se encogió tras la cama. Abrió la ancha ventana y saltó a la cornisa.

—¡Heather! —chilló y salió.

—¡Sigue! —le ordenó Heather. Había cierta desesperación en su voz. Se volvió hacia la puerta—. ¡Ya voy!

Raquel saltó hacia afuera en el momento en que Heather apuntaba hacia abajo el cañón de la .45.

Una figura cruzó la puerta abierta. Escuchó el fuego de metralla. El edificio temblaba junto a ella. El thunir-thunir-thunir de las balas golpeaba muy cerca. Apretó el gatillo y disparó hacia la figura que avanzaba.

Se oyó un grito, pero la figura continuó avanzando. Era Rita. Gritó otra vez. Heather pudo ver que sus labios estaban apartados de la blancura de sus dientes. Tenía una borrosa mancha carmesí en la sien.

Heather se volvió y se encogió detrás de la cama. Trepó por el quicio de la ventana y casi dejó caer la .45. Entonces, las manos de Raquel la ayudaron a subir.

Justo cuando llegó al borde, vio la boca de una .45 que asomaba por la orilla de la cama.

—¡Vamos! —suplicó Raquel—. ¡Oh, por favor!

Apareció la cara viscosa y roja de Rita. Su cabello estaba salpicado de sangre. La boca de su metralleta apuntaba a la cabeza de Heather.

Esta disparó otra vez y la cabeza de Rita desapareció súbitamente. El cañón de la MP40 se elevó en el aire, rociando el techo con balas.

Heather se volvió. Saltó. Ahora ella y Raquel estaban agazapadas a un lado de la casa. El fuego de las armas las rodeaba. Aquí y allá alcanzaron a ver alguna figura que corría.

Heather tiró de Raquel. Llegaron hasta la primera hilera de setos cuando una ola de fuego de metralladora las obligó a tirarse sobre el estómago. Permanecieron quietas y jadeantes durante un rato.

Había sangre y más de un cadáver en la tierra. Pudieron ver ahora a las tropas de asalto que eran una combinación de comandos israelíes y marines norteamericanos. La primera ola había tomado la villa y ya estaba adentro, pues el fuego de metralladora lo confirmaba. Quizá había una docena de comandos agachados en un lado de la puerta principal. Un israelí alto, de hombros anchos, con la nariz desviada como el pico de un águila, los comandaba. Entraron a una orden suya. Raquel estaba absorta en el curso del asalto. Algo llamó la atención de Heather.

Hubo un movimiento en la misma ventana por la que ella y Raquel habían escapado. Dos hombres luchaban en el espacio abierto, justo dentro de la ventana. Heather se volteó a mirar.

Eran El-Kalaam y uno de los soldados israelíes. Mientras miraba, la mano de El—Kalaam se soltó de la presa que el otro hombre hacía sobre ella. El filo de la mano del terrorista cayó sobre un lado del cuello del soldado israelí. Este hizo una mueca de dolor, pero siguió peleando. Levantó una rodilla y la enterró en la parte media del cuerpo de El-Kalaam. El hombre de la barba lanzó su dedo índice en un arco maligno. El israelí aulló y saltó cuando el dedo de El-Kalaam pinchó el globo de su ojo.

El-Kalaam lo golpeó de nuevo y lo lanzó a un lado. Hizo un movimiento para tomar el cañón de la metralleta, pero ahora el fuego salpicaba la parte superior del marco de la ventana.

El-Kalaam se agachó e hizo un movimiento más hacia el MP40. Resistía y saltó fuera de la ventana. El fuego de metralleta lo siguió.

Estaba a punto de saltar hacia los arbustos cuando Heather salió de atrás de los setos en donde habían permanecido Raquel y ella. Se paró con las piernas separadas, sosteniendo el arma con ambas manos. Tenía los brazos tensos.

—¡Deténgase! —le ordenó.

El-Kalaam giró. Vio quién era y empezó a reír.

—Así que eres tú. Pensé que habías muerto en toda esta batalla. Mandé a Rita tras de ti.

—Mate a Rita.

La sonrisa de su cara se aflojó.

—También a Fessi y a Malaguez.

—Imposible —negó él, ceñudo—. No tú; no la asesina de conejos. Tú no sabes cuándo disparar —sacudió la cabeza—. No me asustas. Me voy ahora. Es tiempo de pelear otro día.

—Si se mueve, lo mataré.

—¿Qué? ¿Le dispararías a un hombre indefenso? —recriminó extendiendo los brazos.

—Usted no es indefenso, El-Kalaam. Es peligroso. Demasiado peligroso para permitir que siga vivo. Una vez me dijo que mato sin sentido y usted no —ella movió la cabeza—. Pero estaba equivocado. Es usted el que mata sin sentido. No puede haber excusa...

—¡La libertad!—gritó él.

—La libertad es sólo una palabra que usa para justificar lo que hace. No posee ningún otro significado para usted. Tiene también un papel que jugar para su conveniencia. Nada más. Pera eso no lo salvará ahora. Nada lo salvará. Torció el tejido de la vida hasta deformarlo tanto que nadie puede reconocerlo —ella caminaba hacia él mientras hablaba—. Ha tomado a la civilización por la garganta y le está arrancando la cabeza.

—Palabras —ironizó él y una sonrisa se extendió otra vez por su rostro—. Son sólo palabras. No significan nada para mí. —Levantó la rnano—. Adiós —saludó y empezó a moverse.

Heather apretó el gatillo de la .45. Rugió en su mano y el cañón se elevó por el retroceso. A través del humo pudo ver que El-Kalaam se tambaleaba hacia atrás contra el costado de la casa. Se tropezó, dio un paso y cayó sobre una rodilla. Se apretó el pecho. La sangre brotaba entre sus dedos encogidos. Sus ojos estaban muy abiertos y fijos. Una expresión de incredulidad cubría su cara. Miró a Heather avanzar hacia él.

—Yo no... —empezó a decir—. Yo no... —La sangre brotaba de su nariz y de su boca y se ahogó. Tosió y se deslizó junto al costado de la villa. Echó la cabeza para atrás. Sus ojos sin vista miraban fijamente el brillante cielo azul.

Heather se paró junto a él con el cañón de la pistola contra su cabeza. Raquel salió de su escondite y corrió sobre la hierba hasta donde estaba Heather. Llegó a su lado y enterró la cabeza en su estómago. Ella la estrechó con ambos brazos y entrelazó las manos.

El comandante israelí de la nariz de halcón asomó la cabeza por la enorme ventana. Durante lo que pareció un largo tiempo, miró la escena en mudo asombro. Entonces retiró la cabeza y pudieron oírlo dando rápidas órdenes a sus hombres.

En un momento llegaron al costado de la villa una docena de hombres del comando. El comandante salió por la ventana abierta y saltó al suelo.

—¿Están bien? —preguntó mirando a ambas—. Todo ha terminado ahora. —Los hombres se acercaron y rodearon a El-Kalaam.

La mirada fija de los ojos de Heather se desvaneció y la paseó desde el cuerpo caído de El-Kalaam hasta el comandante de la nariz de halcón. Une de los hombres pateó el cadáver de El-Kalaam y soltó una maldición.

Heather dejó caer el arma en el césped. Se inclinó y levantó a Raquel en sus brazos. Se apartó de toda la conmoción, alejando a la niña rápidamente a través de los arbustos.