Doce

POR SUPUESTO QUE ELLA pensó que no querría verlo de nuevo, no después de lo que pasó entre ellos. Estaba equivocada.

Supo que estaba equivocada desde el momento en que regresó de Nueva York y metió la mano en la bolsa del abrigo de lince canadiense, encontrando el sobre de celofán que recogiera del piso del cuarto de hotel Rensselaer. Lo miró durante un momento y lo puso junto con el pedazo de papel que le diera Meyer y que tenía dos líneas escritas con una letra clara y controlada:

Charlie Wu

Cherries, Van Nuys B.

Y sintió una especie de exaltación por ser capaz de poner en manos de Bonesteel dos posibles claves sobre el asesinato de Maggie. Era más de lo que él hizo por ella, pero no le importaba. Quería ver la expresión de su cara.

No quiso llamar al Departamento ni hacerle ninguna advertencia previa. Pasó junto al Mercedes plateado que le parecía viejo y un poco andrajoso y subió al Ferrari negro que le había dado el estudio después del estreno de Heather Duell y que, para ser digno de California del Sur, tenía una placa con letras que decía: Heather. Era bajo, liso y muy rápido. Ella nunca había sentido que manejar fuera una experiencia tan sensual y vigorizante y casi la hizo desear abandonar el uso de las limusinas.

Me queda bien, pensó mientras se detenía en el límite de Bel Air y daba vuelta a la izquierda en Sunset. Se deslizó por el tránsito como en un sueño. Iba sentada tan abajo en el vehículo que sentía ser parte de él: estar conectada con el poderoso motor y los circuitos electrónicos, justo como cuando una escena estaba saliendo bien y ella le hacía el amor a la cámara. El Ferrari la hacía sentir como si le estuviera haciendo el amor a la ciudad mientras corría.

Una parte de ella se alejó. Era como si un enorme rompecabezas de muchas capas se estuviera formando en su mente y ahora comenzara a ver que emergía un diseño después de lo que aparentemente fueron meses de acomodar a ciegas una pieza con otra sin obtener una visión del total.

Con el sueño de la muerte de su madre inundándola en Nueva York, se completó la madeja de su pasado y por fin pudo comprenderlo en el contexto de lo que estaba atravesando ahora. Cuando despertó del sueño se dio cuenta de que toda la ira experimentada contra Mónica se había filtrado, alejándose de ella en su lecho de muerte. Era como si los años intermedios no hubiesen pasado y ella y su madre, que ya estaba despojada de la acumulación de los celos, de la envidia, del miedo y de la ira, hubieran alcanzado el fondo básico de su relación: el amor entre madre e hija.

A Daina ya no le importaba lo que Mónica hizo o lo que no fue capaz de hacer. En el tenue equilibrio entre la vida y la muerte, sabía que lo único que importaba era el amor. No quería que Mónica muriera y lloró silenciosa y amargamente cuando se alejó, tal vez tanto por sí misma y por lo que había cedido, como por su madre. En ese momento deseaba tener el poder de regresar en el tiempo y borrar todos los años desperdiciados. Pero no tenía ese poder. Estaba desvalida ante este desconocido e invisible ataque contra el que Mónica luchó valientemente sin sacar provecho.

También supo que Mónica había tenido razón, en una forma extraña. Ella cayó en las calles para escapar de todo lo que no soportaba encarar. Mientras se sentía superior cuando regañaba a sus amigos que se hundieron en las drogas para borrar la realidad, ella siguió otra ruta con ese mismo fin.

Baba lo sabía y aquella noche en la que por fin hicieron el amor, ella sintió que estaba a punto de mandarla lejos. "Por tu bien, Daina", le hubiera dicho. Todos sabían más que yo, pensó ella mientras se dirigía al centro de L. A. ¡Cristo, era tan inocente en esos días! Pero todos lo son alguna vez, y las primeras desilusiones resultan, por mucho, las peores.

El tránsito se despejó en el carril serpenteante abierto frente a ella y cambió a cuarta, oprimiendo el acelerador, y la bestia amarrada que estaba bajo ella retumbó haciendo que su espalda se presionara contra el asiento color vino. Vamos, pensó. ¡Vamos, vamos, vamos!

Por primera vez en su vida se sintió completa. Había un elemento en su interior que no figuraba allí antes. Por primera vez se sintió totalmente competente en todo, como un hombre. Sin embargo, era muy cierto que no se trataba de un sentimiento masculino, se sentía segura de eso. ¿Qué le estaba pasando? Pensó en lo que había hecho por Chris. Sólo ahora podía vislumbrar lo verdaderamente aterrorizante del episodio. Qué tal si no hubiera... Pero sabía la respuesta a eso, Chris estaría muerto ahora.

¿Y qué la impulsó a recoger el sobre de celofán? ¿Y por qué dárselo ahora a Bonesteel? ¿Encontraría él que allí quizá hubiera huellas de algo que no fuera heroína? Sintió que la atravesaba un estremecimiento premonitorio. ¿En qué me he involucrado?, se preguntó. Maggie era la nieta de una famosa figura política y fue asesinada con una inyección caliente. Pero primero fue torturada, como si eso tuviera un motivo político.

Bajó la velocidad, frenó en una curva y cambió a tercera de nuevo. Esa inyección caliente está en mi mente, pensó. Y allí, frente a sus ojos, estaba la visión del sobre de celofán que yacía en el suelo del cuarto del hotel Rensselaer, también un destello de emoción con Chris llamándola. ¿Y qué tal si a Chris le habían proporcionado el mismo tipo de inyección caliente? ¿Qué tal si no era una coincidencia, sino la cola de un M.O.? O puede ser una ilusión de mi imaginación febril, pensó. De algún modo, no pudo convecerse de eso aunque adoptó el papel de abogado del diablo durante algunos minutos. No creía en coincidencias de ese tipo.

El edificio del Departamento de Policía se veía igual que antes, como si fuera un grupo de carretas reunido en un círculo, esperando el ataque. Apenas estaba saliendo del Ferrari cuando una voz llamó:

—¡Señorita Whitney!

Era Andrews, el patrullero que la llevara a la oficina de Bonesteel. Iba bajando los escalones hacia la calle. Su cabello, relativamente largo, estaba manchado por el sol y sus ojos eran de un azul profundo.

—Bueno, ¿cómo está? —le preguntó sonriéndole ampliamente.

—Bien, señorita Whitney. Muy bien —sonrió y señaló—: Tiene un gran juego de neumáticos ahí —su mano acarició el costado del carro como si éste estuviera vivo—. Nos dejaría en el polvo a todos.

—¿Sabe, patrullero? No sé su nombre.

—Pete, señorita —respondió levantando un pulgar sobre su hombro—. Y éste es Harry Brafman. —El otro hombre, que era más bajo y moreno que Andrews pero de una edad semejante, sonrió y asintió con la cabeza—. Los dos somos del equipo del teniente Bonesteel.

—¿Sabe dónde se encuentra? Tengo algo importante para él.

—Seguro. Está en el muelle de Santa Mónica. Iremos allá. Puede seguirnos.

—No sé si esté bien, Pete —interrumpió Brafman frunciendo el ceflo—. Sabes lo que está pasando allá. No permiten que los civiles entren a un área restringida, por ningún motivo.

—La señorita Whitney y el teniente son viejos amigos, Braf —le explicó Andrews, haciendo a un lado las palabras de su compañero—. Si ella dice que tiene algo para él, Bonesteel querrá oírlo.

—No puedo discutir eso —aceptó él con apenas el principio de una sonrisa y sus ojos recorrieron el cuerpo de Daina de arriba abajo.

Verdaderamente estaba pasando algo en los muelles. Aun antes de que llegaran a Santa Mónica, Daina pudo escuchar los penetrantes ululares de las sirenas y se alegró de tener la escolta de Andrews, ya que sin ella no hubiera podido acercarse.

Contó por lo menos media docena de patrullas y, mientras se acercaba, vio alejarse un vehículo blindado del grupo SWAT. Habían levantado barricadas de caballetes y todos estaban concienzudamente protegidos.

Andrews y Brafman salieron. Lograron que otro patrullero cuidara el Ferrari mientras ellos la llevaban tras las líneas. El muelle se veía repleto de policías, todos vestidos de civil. Una ambulancia con luz roja centelleaba silenciosamente y sus puertas traseras mostraban el interior. Estaba vacía. A la izquierda, muelle abajo, dos paramédicos con chaquetas blancas levantaban algo, poniéndolo sobre una camilla rodante. Daina reconoció al alto asistente del forense que estuviera en la casa de Chris y Maggie el día del asesinato. Parecía tener en la boca la mitad superior de una hamburguesa de queso.

Bonesteel se hallaba parado junto a él, resplandeciente con su traje tejido de seda y lino gris pálido. Parecía ser el único que estaba frío en el muelle. Miraba hacia la cosa depositada en la camilla, cuando se acercaron Andrews y Brafman con Daina entre ellos.

Los ignoró durante unos momentos. Luego, levantó la vista y, sin quitar los ojos del rostro de Daina, tomó conocimiento de la presencia de ellos.

—Llegaron aquí en un tiempo récord —comentó y no movió la cabeza—. El tiroteo fue en el extremo más lejano. Saben qué hacer.

—¿Cómo está Forrager? —preguntó Andrews.

—Lo hirieron en el hombro derecho. No está demasiado mal.

—¿Y Keyes?

—No lo logró —contestó él después de dudar por un instante—. Lo siento, Andrews.

Este permaneció totalmente quieto junto a ella, como si estuviera hecho de plomo.

Sus facciones atractivas y afiladamente cinceladas parecían haber envejecido en ese preciso momento. Una ligera brisa agitaba su fino cabello color maíz. Daina pensó que era como el pelo de un bebé. Pero ya no era un bebé.

—Vamos, Pete —consoló Brafman acercándose y tocándole un brazo—. Tenemos trabajo que hacer. —Se llevó a Andrews y de espaldas se veían como dos hombres ordinarios que paseaban yendo hacia el final del muelle para mirar el océano.

—Keyes era su cuñado —explicó Bonesteel. Fue la primera oración que le dirigió a ella—. Andrews y su hermana son muy unidos —lo expuso como si el concepto fuera inconcebible para él.

—Hola, Bobby.

—¿Te trajeron los muchachos?

—Se los pedí. Tengo algo para ti —anunció. Esperó un momento—. No quiero que Andrews tenga problemas.

—No te preocupes por eso —la tranquilizó. Bajó la vista hasta la tela que cubría lo

que estaba en la camilla. Tenía una orilla agarrada con la mano derecha—. Aquí tengo algo que te puede interesar —comenzó a retirar la tela.

—¿Estás siendo gracioso?

—¿Gracioso? —repitió él y su mano se detuvo en el aire—. No. Estoy bastante serio, —empezó a retirar la tela con un movimiento de la muñeca—. Te presento a Modred.

Daina había decidido no mirar, pero la curiosidad la venció. Vio una cara que era, en todos aspectos, perfectamente ordinaria: los ojos no eran demasiado grandes ni demasiado pequeños, tenía una nariz y una boca nada notables. En suma, se trataba de una persona a la que uno nunca miraría dos veces o recordaría en modo alguno. Era uno de la multitud y se había destacado sólo por ser un asesino psicópata.

Su piel era blanca y se veía como si estuviera durmiendo el pacífico sueño de los inocentes. Entonces vio que más abajo, en donde la tela todavía lo cubría, estaba poniéndose rojo en tres o cuatro lugares. Extendió una mano para recuperar el equilibrio y Bonesteel la sostuvo.

—¿Qué pasó?

—Alejémonos de aquí y te lo diré.

La llevó hacia la playa, carretera abajo. Ella se quitó las sandalias, pero é! conservó los zapatos cuando atravesaron la arena. A un lado estaba quizá una docena de muchachos que jugaban volibol. Detrás de ellos, en el asfalto humeante, había niños y niñas en traje de baño y pants, que patinaban con una música disco tan pesada como el congestionado tránsito de la Ocean Avenue. Estaban más cerca de Venecia que de las Pacific Palisades.

—Los psiquiatras tenían razón en algo que se refería a Modred —señaló Bonesteel hablando contra el fondo musical—. Quería ser capturado. —Metió las manos en los bolsillos—. Nos dejó pistas, pero o bien eran demasiado vagas o nosotros fuimos demasiado estúpidos. De todos modos, nunca nos acercamos. Así que nos llamó y arregló esta reunión. Supimos que era él porque nos dijo cosas por teléfono que no habíamos dado a conocer y que sólo el asesino sabría —sonrió torvamente—. Y no fue tímido. Nos lo contó todo.

Bonesteel suspiró y miró a lo lejos, hacia la niebla.

—¡Cristo! —exclamó disgustado—. Sabíamos que era peligroso y aun así dejé que se llevara a dos de mis hombres.

—Bobby, ¿cómo podías saberlo?

—¿Cómo podía saberlo? ¿Cómo podía saberlo? —repitió mecánicamente—. Mi capitán dijo lo mismo. Está siendo muy decente al respecto. "Mira, Bonesteel", me comentó, "hay otro lado de la moneda. El maniaco se ha ido para bien. Vamos a aprovecharnos de esto. Ya me he puesto en contacto con la gente de publicidad. Tus hombres cayeron cumpliendo con su deber. Son héroes". Héroes —resopló Bonesteel pasándose una mano por el cabello—. Murieron por ser estúpidos.

—¿No porque eran valientes?

—Eran demasiado jóvenes para ser valientes. No sabían qué otra cosa hacer. —Al fin la miró y asintió—: Sí. Eran valientes.

—Y eran tus hombres, por eso te culpas.

—¡Estaban bajo mis órdenes!

—¿Hiciste todo lo que pudiste por protegerlos?

—Debí saber que ese psicópata llevaba un arma escondida. Tenía las manos levantadas. Le dije a Forrager y a IReyes que lo capturaran. El sonreía, loco como una chinche. En un momento, sus manos estaban vacías y al siguiente tenía una Derringer. Debe haberla llevado en una funda de resorte en la manga —sus ojos gris pizarra se nublaron por el recuerdo—. Forrager y IReyes estaban muy cerca. No creo que se hayan dado cuenta siquiera de lo que pasó. Escuché el primer disparo y le ordené a los tiradores que dispararan. Lo lanzaron casi dos metros hacia atrás, pero mis hombres ya habían caído en ese momento. —Se pasó la mano por la cara y ella pensó que se limpiaba una lágrima furtiva.

—Los protegiste —afirmó Daina—. Lo que sucedió fue inevitable.

—Ahora suenas otra vez como mi capitán.

—Quizá es porque ambos somos un poco más objetivos que tú.

—Tampoco tendrás que visitar a las viudas —desairó él.

—No, no lo haré'. Pero es parte del trabajo. No hay uno sin el otro.

—Es por eso que me retiro después de este último caso. No puedo soportarlo. Soy un cobarde.

—Estar harto no es lo mismo que ser cobarde.

—Eso es lo que soy, lo sabes —recalcó él. El viento enrolló la parte inferior de su saco, mostrando el forro.

—Ahora te estás autocompadeciendo —replicó ella encogiendo los hombros.

—Es lo que creo.

—Oh, vamos, Bobby. Estoy cansada de este ejemplar de Confesiones Verdaderas. Podemos terminar con...

—Daina...

—No —cortó ella con un suave tono terminante—. Tuvimos nuestra oportunidad. Ahora se acabó y veo que es mejor así.

El se alejó súbitamente y ella lo vio caminar por la playa. Las chicas lo miraban de soslayo, deseando su masa, a su manera. Era un hombre muy deseable. Mas no es para mí, pensó. Una vez lo fue, pero ya no.

Caminó por la playa hacia los arenosos escalones de concreto que llevaban hasta el estacionamiento. Llegó hasta el Ford verde oscuro de él y se metió a esperarlo.

El apareció después de un tiempo. Se recargó contra el costado del auto e introdujo la cabeza por la ventanilla abierta.

—Comprobé tu historia sobre Maggie.

—Pensé que no me habías creído.

—Digamos que estaba escéptico.

—¿Qué te hizo cambiar de opinión?

—Pedí una orden para exhumar el cadáver y no llegué a ningún lado —explicó. Abrió la puerta y se sentó tras el volante. Adentro estaba sofocante y subió las ventanillas conectando el aire acondicionado. Cuando el ambiente se enfrió, prosiguió—: También hice algunas averiguaciones posteriores sobre tu amigo Nigel Ash —comentó volviéndose a mirarla. Su voz había vuelto a su antiguo tono neutral—. ¿Sabías que es medio irlandés?

—¿Irlandés qué? —preguntó Daina tratando de ocultar su sorpresa.

—Irlandés católico. Su madre nació en Andytown, un centro de actividades del ERI en Belfast.

—Lo sé. ¿Cómo acabó casándose con un inglés?

—No era inglés —explicó Bonesteel—. Gales. Pero de acuerdo con los vecinos, ése era el origen de sus peleas.

—Veo que has estado ocupado.

—Hay más —continuó—. Nigel tiene una hermana.

—Nunca la he oído mentar.

—Nunca la oirás. Tengo entendido que jamás habla de ella.

—¿Quieres decir que no se llevan bien?

—No dije eso precisamente. Quizá se deba a que ella vive en Belfast.

—¿Me estás diciendo que es miembro del ERI?

—Si dijese eso estaría mintiendo. Nuestros primos británicos pueden ser terriblemente callados cuando se lo proponen. No he oído un sí ni un no, pero me dieron su dirección. Está en el Falls. —El Falls era el lugar de origen de Sean Toomey—. ¿Qué tienes para mí?

Daina extrajo la vidriosa envoltura.

—Primero —empezó— quiero que tu laboratorio haga un análisis químico del contenido.

—¿Heroína? —inquirió tomando ágilmente la bolsa y la miró a contraluz.

—Sí —respondió—. Quizá sólo sea eso.

—¿De dónde salió esto? —preguntó después de sellar la bolsa y guardarla en su saco. Ella le contó lo que había pasado en Nueva York y lo que pensó que el polvo podía contener.

—Es una posibilidad muy pequeña —declaró Bonesteel negando con la cabeza—. Los adictos se elevan con mierda de la calle cada hora del día, ¿sabes? El polvo siempre está adulterado. La pregunta es con qué. Si es una sustancia lo suficientemente benigna, bueno, la potencia es menor y punto. Pero si es algo más, puedes acabar muerto en el piso del baño. Tuvo suerte de que anduvieras por ahí.

—¿Lo harás? —esperó a que él respondiera y, como no lo hizo, preguntó—: Dime una cosa, ¿alguna vez adulteran el polvo de la calle con estricnina?

—No que yo sepa. No a menos que sea a propósito —la miró, tocó su saco donde guardaba el sobre de celofán—. Considéralo hecho —sacó sus llaves y arrancó el motor.

—¿Por qué no vamos a dar una vuelta por Van Nuys Boulevard? —sugirió Daina con indiferencia.

—¿Van Nuys? —alegó Bonesteel—. ¿Para qué demonios querríamos ir allá? Daina le mostró el trozo de papel que Meyer le había dado.

—¿Quién es Charlie Wu?

—Alguien que quizá sepa quién mató a Maggie —respondió Daina.

—¿De dónde sacaste eso? —la interrogó mirándola con suspicacia, pero dio vuelta hacia el comienzo de la autopista a Santa Mónica

—¿No puedes aceptar nada sin sospechar? —preguntó enojada.

—Si lo hiciera sería un polizonte terrible —pero entonces sonrió—. Está bien, está bien, todos tenemos nuestros secretos. Puedes guardar éste.

En Los Ángeles oeste siguió la larga curva a la izquierda y entró a la autopista de San Diego, dirigiéndose al norte, hacia el valle.

—Hiciste un buen trabajo manteniendo vivo a Chris —comentó, y ella pudo apreciar una nota de genuina admiración en su voz—. ¿Cómo está él ahora?

—Oh, muy bien. Aún debe estar en el estudio. Terminar su álbum como solista le tomará más tiempo del que pensó. Hubo un incendio hace dos semanas y una de las cintas maestras se perdió. Tuvo que partir de cero con tres canciones. Ahora está mezclando la última.

—Lista para el día de los Oscares, ¿eh? Serás mucho más para entonces.

El tránsito era atroz y Bonesteel se movió a la derecha, salió en Mulholland, dirigiéndose al este hasta llegar al bulevar de Beverly Glen, hacia Sherman Oaks. El valle se acercaba y, en cuanto alcanzaran la cima de la colina, Daina sabía que antes de la llegada de la noche verían el valle asfixiado por el sucio smog café que flotaba durante semanas. Los meteorólogos lo llamaban una inversión térmica. Y si se mantenía el suficiente tiempo, la porquería industrial empezaría a filtrarse por las montañas de Santa Mónica para inundar Beverly Hills y Hollywood. Ya podía ver el rosado resplandor del valle reflejándose en las alturas, como si estuvieran acercándose a una ciudad en el cielo.

—¿Qué te preocupa? —inquirió—. ¿Ya soy demasiado para ti?

—Simplemente no fuimos hechos el uno para el otro —eludió él riendo amargamente—. Dejémoslo así.

Pero Daina sabía que ninguno de los dos lo dejaría. Se sondearían uno al otro hasta que alguno se rindiera. Era parte de su naturaleza. Descubrió que su tregua era muy frágil.

—¿Cómo te vas a convertir en un escritor de éxito? Aún eres un policía de corazón. Siempre lo serás.

—Cada vez que uno se atreve a algo —respondió muy lentamente—, alguien te pisa la cara. —La agonizante luz mostraba sus ojos fieros, fríos y sólo un poco tristes.

No había cedros ya, en cambio vieron álamos y arbustos bajos mientras se dirigían montaña abajo. Delante de ellos, brillando como el corazón de neón de algún monstruoso robot del futuro, estaba Van Nuys. Después de un momento llegaron a Ventura Boulevard y luego entraron al paso a desnivel sobre el cual golpeaba y silbaba el trazo borroso del tránsito que pasaba por Ventura Freeway. Bajo ellos corría el alcantarillado del río de Los Ángeles. En cuanto llegaron al otro lado, estaban en Van Nuys Boulevard.

Como en una época hace dos décadas, Sunset Strip había sido legendario de noche, ahora este bulevar se había convertido en una calle de sueños nocturnos. Era aquí donde los jóvenes esquiadores de lugares tan lejanos como Laguna Beach venían a mostrar sus habilidades; donde los jóvenes que corrían arrancones, en el proceso de ganar sus espuelas de velocidad, paseaban en una formación indiferente, y donde los chicos de las escuelas preparatorias de Hollywood y Van Nuys se reunían, drogándose y metiéndose a la cama mientras tenían profundos pensamientos sombríos acerca de la naturaleza del mal.

Muchachas de cabello dorado, enfundadas en luminiscentes pants y breves halters multicolores tan llamativos como un árbol de Navidad, y cuyas caras estaban más espesamente maquilladas que las de cualquier mujer en Rodeo Drive, patinaban entre las interminables caravanas de seis carriles de camionetas Chevys, Cámaros y Trans Ams. Los ambarinos faros de niebla de las densas hileras de tránsito lanzaban extrañas sombras articuladas sobre el bulevar y los edificios en cuyas entradas había jóvenes que reposaban como brillantes lagartijas haraganas.

El aire estaba denso por los rayos de luz y el ritmo de los Rolling Stones que brotaba de diez mil radios y cuyas melodías de desgarrados temas parecían peculiarmente apropiadas para este tiempo y este lugar. El rock and roll era un impetuoso aroma en el aire, un desafío violento, y cuando ella aspiraba el aire nocturno parecía cosquillear sus fosas nasales como si fuera ozono.

Era un mundo brutal, frágil, brillante y sin grietas, lleno de una especie de atemorizante impaciencia, como si fuera una pesadilla o una película de horror que hubiera cobrado vida. Había un destello de luz en aquellos brillantes faros ambarinos y el enfermante hedor de un miedo que era ingobernable porque no podía ser encarado. Daina entendió ese miedo tanto como reconoció este desnudo, amargo y hedonista campo de juego. Las sombras de fantasía que pasaban no estaban tan lejos de su propio tiempo de vuelo. Y pensó nuevamente: No hay nada que temer. Todo permanece igual.

Se unieron a la caravana que no tenía prisa y que se dirigía al norte, hacia Panorama City, y que mucho antes de llegar daría la vuelta para regresar al sur del mismo modo como había llegado. Las nubes de los escapes se elevaban tan grasosamente densas como hordas de mosquitos del seto central del bulevar, como si fueran enigmáticas señales de humo de una sociedad primitiva y tribal.

Justo frente a ellos, una camioneta color ciruela se detuvo. En un costado tenía pintada una playa hawaiana en un fárrago vertiginoso de colores brillantes. Las palmeras se balanceaban hacia un lado, pero, por supuesto, la escena estaba dominada por el omnipresente héroe de California del Sur: el bronceado hombre del deslizador que cargaba su tabla y que se veía a punto de arrojarse al alto oleaje para retar al Bonzai Pipeline.

Una muchacha, tan delgada como una ninfa y con un largo cabello manchado por el sol, que flotaba tras de ella atado en una compacta cola de caballo, se destacaba desde la oscuridad de una puerta hundida. Usaba un par de pantalones cortos, tan blancos que deslumbraban, y una blusa rojo fuego. Parecía no tener senos y estar formada casi por completo por unas espectaculares piernas de cobre. La portezuela derecha de la camioneta se abrió y ella subió. Salió disparada hacia adelante y empezó a acelerar para rebasar al carro que iba frente a ella y, cuando lo hizo, Daina pudo leer la calcomanía en su defensa posterior: "No se ría, su hija está aquí".

Tal vez medio kilómetro más adelante, Bonesteel dirigió el LTD a un lugar para estacionarse que estaba bastante cerca de la adornada fachada de un largo y muy transitado bar. Parecía ser un lugar esquizoide. La arquitectura no decidía si era estilo español o marroquí. Había un par de arcos de media luna que se elevaban desde blancos pilares en forma de sacacorchos, cuya textura semejaba piedra caliza pero probablemente no era otra cosa que concreto preparado con arena. Sobre los arcos había buganvillas gemelas que se veían fosforescentes a la luz y estaban coronadas por el nombre del establecimiento escrito en un arco de neones violeta bermellón que decían: Cherries.

En el denso mar de sonido y movimiento, una camioneta abierta pasó lentamente. En su parte plana de atrás iban dos muchachos con las piernas cruzadas fumando de una alta pipa de vidrio.

—Hay mucha yerba por aquí —comentó Daina.

—Seguro que sí —gruñó Bonesteel mirando la camioneta que se alejaba—. Kilos de ella. Pero esos dos no están fumando nada. El humo que sube es de Quaaludes.

—No sabía que podían fumarlos.

—Todos los días llega una nueva ocurrencia por aquí. Tienen mucha inventiva, explicó. Quitó las manos del volante y mantuvo la vista en la entrada de Cherries.

Más abajo del densamente lleno bulevar, ella pudo ver a Bob's Big Boy y, justo debajo, el rojo, blanco y azul escudo giratorio de una estación Chevron. Las bocinas sonaban a ritmo con la música que parecía fluir colectivamente hacia la noche.

—¿Sabes algo sobre este lugar? —le consultó Bonesteel, levantando el pulgar hacia las puertas arqueadas del bar.

—Seguramente he oído de él. ¿Quién no? Pero nunca he estado aquí.

—¿Y eso es todo lo que sabes? —preguntó él. Sus ojos estaban vivos, girando adelante y atrás entre la nube de muchachos que fácilmente entraban y salían del lugar. Su cara se veía lívida bajo el baño de la luz de neón de colores que centelleaba.

—Uhhuh.

Pensó que él iba a decir algo más, pero guardó silencio. Sacó un Camel sin filtro y lo encendió. Dirigió el humo a la ventanilla y ella pensó: Hasta los policías tienen imágenes que deben guardar aquí. Reconoció de inmediato que esto no era justo y que además no importaba.

La entrada a Cherries estaba obstruida por muchachos de pelo lacio, vestidos con camisas sin solapas y pantalones desteñidos, con los expuestos bíceps brillando bajo la luz ambarina como si hubieran sido cubiertos de aceite, y también había muchachas muy bronceadas, con nubes de pecas sobre los puentes perfectos de sus narices, con los labios pintados con abrillantador oscuro que hacía que sus bocas se vieran como frutas haciendo berrinche y los globos de sus ojos como rebanadas iridiscentes de piel de serpiente. Los vestidos floreados de las muchachas parecían incongruentes y anacrónicos y el bruñido arsenal zafiro y rubí de ropa Spandex de sus compañeras parecía más bien la ropa interior que se encuentra en el suelo de un burdel y no ropa de calle... Estas muchachas, en contraste, se veían suaves y vulnerables, como niñas que en forma inadvertida se hubieran alejado de la seguridad de estar al lado de sus padres.

Entre el fluido entrar y salir, una quieta laguna de cuatro muchachos estaba en la semioscuridad. Los extremos de las frondas de las altas palmeras los rozaban y, con intervalos de unos cuantos segundos, los faros de niebla ambarinos los hacían surgir al deslizarse junto a ellos en un baño sin prisa. Obviamente, un muchacho debía ser el líder. Su cabello rubio era tan claro que parecía estar hilado de platino. Tenía ojos claros, profundos y separados, una nariz delgada y una boca que resaltaba bastante. Estaba hablando con una chica de cintura larga que se hallaba montada sobre una patineta, mientras sus compañeros miraban con ojos encapuchados. Uno de ellos se mordía las uñas, otro daba un trago a la botella de cerveza que tenía guardada en una bolsa de papel café. El muchacho del pelo platinado asentía vivamente y el dinero cambió de manos. Le dio un golpe en el trasero a la chica y ella se alejó cruzando la acera y saltando la cinta de asfalto.

Adquirió velocidad, entrando y saliendo del tránsito mientras cruzaba el bulevar. En el extremo más lejano dio vuelta a la derecha y bajó una cuadra por la cuneta. Una vez más saltó la acera sin romper la fluidez de su camino.

Daina la miró, aspirando el olor acumulado de los escapes que se mantenía en el aire por el smog, por la inversión térmica que era el espíritu perverso de California. Se mareó durante un instante. Entonces le llegaron fuertemente otros olores con la brisa creada por la caravana de carros y camionetas que se movían lentamente: chile, tacos, grasa quemada y yerba.

En la oscuridad iluminada por luces de niebla, captó una visión de la muchacha que se dirigía hacia las sombras que se movían en la calle lateral y vio a los jóvenes mexicanos que salían por un instante a la brillantez del bulevar, mirando furtivamente pues eran ajenos a la cocaína y al Quaalude, pero todavía reyes de la mariguana y la cerveza.

La muchacha había hecho su compra y estaba dando la vuelta, deslizándose por la cuneta, lista para dar su primera curva cerrada hacia el fluir de seis carriles, cuando Daina fue distraída por el áspero y gutural rugido del escape de una poderosa motocicleta.

En el bulevar, una moto se desprendió de la caravana y se introdujo en la acera junto a la entrada de Cherries. Aunque Daina no reconoció de inmediato el parabrisas carmesí y transparente de la moto, supo que era Chris. Usaba un casco iridiscente sin marcas, una desgastada chamarra de cuero a la que le habían cortado las mangas y pantalones de corte recto. Desmontó muy rápido y, sin quitarse el casco, atravesó el pavimento.

Bonesteel la detuvo cuando tenía los dedos en la manija de la puerta.

—No hagas eso —pidió con suavidad—. Quédate donde estás.

—¿Por qué?

El no respondió, sino simplemente mantuvo sus ojos en las puertas dobles de Cherries.

Chris salió momentos más tarde remolcando a una muchacha. No se veía distinta de los cientos de otras que había en el lugar: largo cabello rubio que llevaba suelto y que flotaba sobre sus hombros bronceados por el sol. Se podía decir que tenía senos, aun a través de la floja camisola amarilla que usaba sobre unos ajustados pantalones de seda esmeralda. Rodaba fácilmente sobre unos patines luminiscentes hechos sobre diseño. No miró a su alrededor.

Los cuatro muchachos que estaban en la entrada miraron su partida con el mismo grado de indiferencia con el que parecían verlo todo. Ninguno de ellos llevaba el cabello corto, como era la moda en la costa este. Caía sobre sus hombros dando un giro andrógino a su imagen perfectamente estudiada de machos.

La chica había subido a la moto detrás de Chris. La pierna derecha de él subió y bajó una vez y la máquina se encendió con un rugido profundo y una pequeña explosión de vapor azul. Chris giró el manubrio y salió disparado con un rechinido de hule ardiente de neumáticos, entrando y saliendo del tránsito hasta que dio vuelta en U, dirigiéndose al sur, de regreso a Hollywood.

—¡Cristo! —exclamó Daina—. Todo el tiempo supiste sobre esto.

—La ropa sucia, ¿recuerdas?

—Hoy tienes multitud de sorpresas —comentó agudamente, pensando en la pálida cara hinchada de Modred.

La chica de la patineta había vuelto con su carga y depositado la bolsa transparente de hierba en las manos del muchacho de cabello platinado. El se inclinó hacia adelante y la besó fuertemente en la boca. Una mano rodeó su espalda, bajando. Acopó una de las nalgas bien moldeadas y ella arqueó las caderas lascivamente contra el orgulloso cuerpo de él. Le dio una palmada mientras se separaban, como si pudiera escoger entre ella o la droga, y ella patinó hacia Cherries. Cuando Daina volvió a mirar, los muchachos se habían dispersado.

—Tres a uno a que Charlie Wu conecta alguna droga —apostó Bonesteel mientras abría la puerta.

Cruzaron la repleta acera que parecía quemarse con las luces que se lanzaban hacia el bulevar.

El interior de Cherries estaba oscuro y lleno de humo, de palmeras y muchachos y muchachas con cola de caballo. A la derecha había una larga barra, manchada de brillos y oscuridad, tras la cual se veía una serie de espejos biselados y estantes de vidrio llenos de botellas. Los extremos de la barra eran de laca negra, así como las mesas a lo largo de la pared izquierda. A la mitad del camino hacia la parte posterior, el salón se ensanchaba, lo cual lo hacía casi doble. Detrás de una pared de vidrio y puertas dobles del mismo material, Daina pudo ver gente bailando en la discoteca. La luz era opaca y el nivel de ruido notablemente bajo.

—¿Cómo demonios vamos a encontrar a Charlie Wu entre todo esto? —indagó Daina volviéndose hacia Bonesteel.

Alguien estaba cantando por las bocinas que colgaban del techo recubierto: Tú fuiste esos ojos que no parpadeaban/Siempre fuiste el eslabón perdido...

—Hablemos con el cantinero —respondió Bonesteel conduciéndola hasta un taburete cubierto de cuero.

Te pintas la boca para dejarme saber/Que realmente tú eres el único espectáculo...

—¿Qué van a querer? —interpeló el cantinero. Era un hombre carnoso, con un bigote canela que caía a los lados de su boca. Tenía pelo largo y ojos inteligentes.

—Un par de cervezas —pidió Bonesteel—. Kirin, si tiene.

Sólo tómate tu tiempo/Porque no es demasiado tarde/Sólo tómate tu tiempo/Porque no es demasiado tarde...

Empezó una canción de los Heartbeats. La voz de Chris sonaba baja y amenazante. Daina sondeó:

—¿Conoce a un hombre que se llama Charlie Wu?

El cantinero arrancó su nota y apuntó con el pulgar hacia una mesa situada en las sombras, cerca de la pared de vidrio de la discoteca.

—Ha estado aquí todas las noches esperándola, señorita Whitney. —Alguien en la barra lo llamó y él se alejó antes de que pudiera preguntarle otra cosa. Sólo pudo ser Meyer quien echó a andar todo esto, pensó el!a. La humillaba. Todavía tenía un largo camino que recorrer. Guió a Bonesteel a través del repleto recinto.

Charlie Wu era uno de esos chicos cuyas facciones resultaban tan delicadas que podía haber pasado por una mujer. Acentuaba la ilusión al llevar muy largo el cabello, de modo que presentaba el aspecto de un hermafrodita.

No había nada femenino en su voz. El tono era suave pero bastante profundo y rico. Cuando la vio, sonrió y se puso de pie. Pero su sonrisa se convirtió en un gesto de desaprobación cuando le presentó a Bonesteel.

—Me dijeron que hablaría con una persona —objetó—. Con usted. No tengo problemas con los polizontes, pero tampoco tengo por qué hablar con uno.

—No dije que fuera un policía —le aclaró Daina.

—¡Huh! —resopló Charlie Wu—. No tenía que hacerlo. Todos los policías caminan igual. —Observó duramente a Bonesteel—. Aunque usted seguro no se viste como ningún otro policía que yo haya visto.

—Esto no tiene nada que ver con usted —replicó Daina—. Si eso es lo que le preocupa.

—No tengo nada de qué avergonzarme, especialmente en lo que se refiere a los policías. Sólo le estoy diciendo cuál fue el trato.

—Estoy cambiando el trato —afirmó Daina—. Bonesteel se queda.

—No hay trato.

—Espera aquí —le pidió Daina a Bonesteel—. Sólo haré una llamada.

Por primera vez los ojos de Charlie Wu mostraron un destello de emoción e interpuso infelizmente:

—No haga ninguna llamada. —Daina se volvió—. ¿Usted responde por este hombre?

Daina asintió.

—¿Y todo queda fuera del expediente?

—Por lo que a mí se refiere está usted limpio —intervino Bonesteel.

—También quiero oírlo de la dama. Ella sabe a qué fuente me refiero.

—Tiene mi palabra, Charlie.

—Muy bien —aceptó—. Sentémonos —ordenó otra ronda de cervezas para todos. Miró a una jovencita de no más de trece años que pasó junto, con su largo cabello aclarado por el sol, enjoyada con cuentas y pequeñas plumas—. Aquí son un poco jóvenes para mí, pero la gerencia me conoce y todos me dejan solo —explicó y encogió los hombros—. No trabajo horarios regulares.

—¿Qué hace usted? —preguntó Daina.

—Soy mecánico.

—¿Mecánico? —repitió Bonesteel—. A quién tratas de engañar, amigo. Sabemos que estás vendiendo drogas en...

—¿Ve a lo que me opongo? —interrumpió Charlie Wu con una tristeza genuina en la cara—. Usted nunca me hablaría así, señorita Whitney. Tengo confianza en usted. Pero él... —encogió los hombros.

—Tiene razón, Bobby —observó Daina tan quedamente como pudo, por encima de la voz amplificada de Chris—. Déjalo en paz. —Después de un momento se volvió hacia el otro hombre—. Bien, Charlie. Arregla carros.

—No, aviones —aclaró él moviendo la cabeza.

—¿Es mecánico de aviones?

El asintió.

—¿Qué tiene que ver eso con este asunto?

—Silencio, Bobby —silbó Daina—. ¿Trabaja en aviones pequeños? De dos motores...

—Bueno, estoy calificado —explicó Charlie Wu—, pero me especializo en jets 707s, cabina ancha, privados, ese tipo de cosas.

—Pero no trabaja para una aerolínea.

—No, soy estrictamente independiente. Consigo más dinero así.

—Podría apostar —murmuró Bonesteel.

—Escuche —dijo Charlie Wu—, generalmente soy un hombre muy paciente, pero, ¿no le podría poner una correa o algo? Está empezando a molestarme.

Daina retuvo a Bonesteel con una mano.

—Vamos a dejar algo en claro —se dirigió a ambos—. Este es mi espectáculo y les agradecería se hicieran a un lado sólo un poco —bajó la voz para continuar—: ¡Maldita sea, dejen de estar peleando! —Había perdido la línea de pensamiento, algo que Charlie Wu dijera. ¿Qué era?—¿Qué clase de trabajos ha hecho durante los últimos seis meses?

—He andado un poco lento durante ese tiempo —sonrió muy despacio—. Pero aun así, sé lo que anda buscando. He pasado por esto antes, ¿sabe? —terminó su cerveza y pidió otra—. Recibí una llamada. Alguien quería que fuera rápidamente a LAX (2), a un hangar privado para revisar un Longhorn Serie 50 —la miró—. ¿Sabe qué es eso?

—Es un jet privado de cabina ancha. Tiene lugar como para diez personas —asintió Daina. Y para responder a su mirada de aprobación, comunicó—: He volado en uno. Posiblemente en el mismo.

—¿Tiene pintado el logotipo de guitarra y estrella de los Heartbeats?

—Sí.

—Entonces es el mismo —Charlie Wu agitó su cerveza con un delgado índice—. Estaban quitándolo para que se viera como cualquier otro Serie 50.

—¿Qué querían que usted hiciera?

—Cuando un avión, cualquier avión, sale a un viaje largo, uno lo revisa si es inteligente.

—¿Y qué había del mecánico regular del avión?

—No había nadie —explicó Charlie Wu—. Sólo yo y el tipo que estaba pintando. Ninguno le hicimos caso al otro. Saque sus propias conclusiones —dio un trago a su cerveza.

—¿Alguna vez vio al tipo que lo llamó? —inquirió Bonesteel.

—No. Recibí la llave de un apartado postal, por correo. Así me pagaron. Dejé la llave en el apartado y eso fue todo —elevó un dedo—. Excepto por una cosa. No estaban planeando transportar gente, al menos no en este viaje en particular. Logré echar una rápida ojeada al interior. Quitaron todos los asientos.

—¿Qué había allí? —preguntó Daina.

—Un montón de nada. Sólo espacio vacío. Pero toneladas de espacio.

—No era un viaje de drogas —argumentó Bonesteel más bien hablando para sí. —¿Para qué se habrían molestado en sacar los asientos? —rechazó Charlie Wu—. No,

era algo grande... y pesado —terminó su cerveza y se limpió la boca—. Bueno, eso es todo.

—Un momento —lo detuvo Daina—. ¿Cuándo ocurrió esto?

—Oh, hace como seis meses. Soy un genio también con las fechas —sonrió—. Gusto en conocerla, señorita Whitney —se puso de pie y se dio vuelta—. Oh, y señor Bonesteel, ¿no es así? Nunca nos conocimos.

Bonesteel los alejó de Van Nuys, hacia el valle, en un tiempo récord. Dio la vuelta en Mulholland y se dirigieron al extremo superior del parque estatal de Topanga. Viajaron en silencio durante un tiempo. Bonesteel sacó un Camel y lo encendió con una mano. Aspiró largamente y lanzó el humo por la ventanilla abierta. La brillante punta del cigarrillo parecía lo único que vivía en la noche.

Apenas entraron al parque, el dio vuelta y llegaron a un estrecho camino mal pavimentado, que pronto se convirtió en terracería. Detuvo el LTD y apagó el motor. El pequeño sonido del reloj llegó en contrapunto con el renovado coro de grillos y ranas. Hubo un ruido de ramas sobre sus cabezas y luego los sonidos de alas que se dirigían al cielo, alejándose.

Bonesteel terminó su cigarrillo y lo aplastó cuidadosamente en el cenicero. Salió del auto. Daina no le preguntó por qué la trajo aquí, sólo sabía que no habían terminado el uno con el otro. Salió de su lado del auto. Hacía frío y estaba tan húmedo como el mar. El levantó la vista al escuchar el suave crujido de las hojas y el sonido del pasto cuando ella se acercó.

—Lo que quiero saber —planteó en voz baja—es por qué le preguntaste a Charlie Wu sobre el factor tiempo.

—Es extraño —respondió ella, mirándolo—. Al principio pensé que era sólo una fecha arbitraria que había sacado de mi mente. Tú sabes... seis meses suena como un límite de tiempo natural. —La cara de Bonesteel estaba casi completamente en la sombra y ella se encontró visualizando cada rasgo por separado, como si fuera un cirujano plástico trabajando en la reconstrucción más compleja de toda su carrera—. Entonces me di cuenta de lo que había en ese periodo particular. Fue algo que me contó Silka... no recuerdo cuándo... sobre Chris y Tie. Dijo que habían estado juntos hace como seis meses.

—¿Dónde estaba Nigel?

Ella no podía ya verlo y se preguntó si él se habría movido o de algún modo se hizo más oscuro abruptamente. Siguió dirigiendo la cara hacia el lugar de donde salían sus palabras, que era lo que le indicaba dónde estaba él.

—Todo lo que dijo Silka es que había estado fuera.

—Fuera —repitió. Era la misma palabra, pero en la voz de Bonesteel adquirió significados ocultos.

En el silencio que siguió se sintió de pronto atemorizada.

—Bobby —llamó suavemente—, ¿en qué estás pensando?

—Estoy pensando que he estado equivocado todo el tiempo —explicó lentamente—. Nigel no está involucrado en una operación de drogas. No, es mucho más que eso.

—¿De qué estás hablando?

—Piénsalo un minuto —pidió, y ella pudo oírlo moverse—. Las piezas están todas frente a ti. Nigel, medio católico irlandés, tiene una madre que casi seguramente era miembro del ERI. Un padre que odiaba a los católicos, que maltrataba a su esposa y quien, al final, la abandonó. También tiene una hermana en Belfast, en la clandestinidad.

"Pero volvamos a Estados Unidos durante un momento. Tú eres parte de un grupo internacionalmente conocido, con tu propo jet. Ahora, ¿con qué frecuencia supones que ese jet está en uso oficialmente? Tres o cuando mucho cuatro meses al año, cuando la banda se encuentra de gira. Y qué está haciendo el resto del año, ¿eh? ¿Sentarse en sus ancas en un hangar de LAX, sin moverse? ¿Y quién se va a dar cuenta si te "prestas" el avión para, oh, dos o tres viajes rápidos cada año? ¿Digamos, de dos días cada uno? Nadie.

—Pero ¿para qué lo usaría? —podía ver el brillo en los ojos de Bonesteel como si fuera una bestia de presa saliendo de la oscuridad.

—Piénsalo, Daina. Eres medio irlandés católico, tu hermana es miembro del ERI. ¿Qué transportarías tú en el jet?

Daina no lo sabía, más descubrió que Heather sí.

—¿Armas?

Bonesteel sonrió y juntó el pulgar y el índice, afirmando:

—Armas.

—¿Y Maggie? —preguntó suspirando.

—Maggie lo descubrió. O —se detuvo muy cerca de ella—fue lo que ahora parece ser: una ejecución ordenada por el ERI como retribución a los ataques planeados por Sean Toomey.

—Pero ¿para qué conectar los hechos? ¿Por qué hacer que pareciera que Modred hubiera cometido el crimen?

—Eso es obvio también: para proteger al asesino. Está muy bien situado y escondido durante años. ¿Para qué desenmascararlo ahora?

—De cualquier modo, no me gusta.

—No fue hecho para que te gustara —rió Bonesteel con brusquedad—. Esto es algo que no puedes controlar.

—Tú sabes eso, ¿no? —acusó ella, agresivamente.

El se alejó como si tratara de apartarse de sus palabras.

—No se puede ver mucho desde aquí —disimuló él—. Los árboles y las altas colinas bloquean todo, excepto el tenue resplandor al este, en las alturas —se volvió—. Es mejor así.

Se tomó algún tiempo para encender otro cigarrillo, cuidándolo del viento nocturno que los acariciaba, haciendo sonar la hojarasca a su airededor.

Daina quedó en silencio, encerrada en sus pensamientos, percibiendo tenues emociones, incierta de dónde terminaba Daina y comenzaba Heather.

—Olvida a Silka —sonó la voz de Bonesteel en la noche—. El es sólo un enigma interesante. Pero, después de todo, es sólo un tránsfuga, cosa pequeña, sólo otro pez atrapado en la red que estamos lanzando. Yo estoy tras de Nigel.

—Pero ¿cómo puedes estar tan seguro? —Rodeó el auto y se detuvo frente a él. El aire era más claro aquí, sobre la joroba de las montañas, mientras el sulfuroso aroma de hule quemado del smog yacía en el valle de San Fernando como un leproso escondido, disipándose en forma gradual de sus fosas nasales. Ella aspiró profundamente. En alguna parte debía haber una salida hacia el mar, pues pudo oler la humedad, la pesadez, el fósforo, casi como si estuviera en la playa, en Malibú.

El cuerpo de Bonesteel estaba rígido, su silueta semejaba una negra estaca profundamente enterrada a su lado. Sólo el lívido ojo de su cigarrillo se movía, describiendo breves arcos cuando él lo levantaba para inhalar y lo bajaba de nuevo a su costado. Ella pudo escuchar el rítmico silbido de sus exhalaciones, como si fuera el oleaje arrastrándose torpe por la arena.

—Una vez —prorrumpió tan abruptamente que ella saltó—conocí a una chica. —Su risa, cuando surgió, era tan dura como una escoba raspando en una acera de concreto e igualmente desagradable—. Eso fue hace mucho tiempo.

Daina lo observó cuidadosa. El no miraba a ninguna parte. No a ella o a los árboles, ni siquiera al bajo, duro y frágil cielo.

—Marcia era una soñadora. Llena de ideales y esperanzas. Era una romántica —continuó. Tiró en el pasto lo que quedaba de su Camel y lo aplastó con la punta del zapato—. Era muy hermosa, como mi madre, pero aún más. Largo cabello oscuro, ojos del color de la bruma irlandesa o... bien, así es como a ella le gustaba que los describieran. Y tenía razón.

"La conocí apenas después de convertirme en policía —puntualizó respirando profundamente—. Yo era muy dedicado, muy seguro de lo que quería y, peor aún, de lo que era mejor para mí. —Encogió los hombros—. Parecía mucho más complicado entonces. Marcia estaba un poco sorprendida por lo que yo era, por lo que ella pensaba que yo creía. Pero eso no le impidió amarme, simplemente lo hizo difícil y complejo. Todo ese maldito acercarse y alejarse...

"Nos enamoramos y vivimos juntos durante algún tiempo... año y medio, quizá. Fue demasiado tiempo y no suficiente. Nos amamos olvidando todo. Así que finalmente se fue. Era el único modo en que podríamos sobrevivir. 'Te voy a dejar, Bobby', me dijo esa noche. 'Tan lejos como pueda'. Ella hizo una pausa. 'Te escribiré', me dijo, 'sólo si prometes no seguirme'. Así que se lo prometí.

"Un mes después recibí una tarjeta de ella. Era de Florencia. Seis semanas después de eso, Granada y, finalmente, a mediados del verano, me llegó una postal de Ibiza. 'He conocido a alguien especial', escribió. Te envío esta postal no para lastimarte, sino para decirte que encontrar a este hombre me ha hecho descubrir cuánto te amo. Siempre te amaré, Bobby. Y nunca te olvidaré. Amor, M.'

Bonesteel cruzó los brazos sobre el pecho. Daina elevó una mano y tocó su hombro, pero pareció no darse cuenta.

—Para entonces yo ya estaba dedicado a otras cosas, hice otros amigos, la había dejado atrás —continuó—. Pero, ¿sabes?, lo extraño es que, en cierto modo, no la había dejado atrás. Precisamente cuando me escribió desde Ibiza me di cuenta de que siempre sería parte de mí. Algunas chicas vienen y van. Entran y salen. No era así con Marcia. Y nunca me he arrepentido de haberla conocido, aun después de todo el dolor... de separarnos. De algún modo extraño y directo fuimos buenos uno para el otro en esos días y noches salvajes y tormentosos. Nos ayudamos a incrementar nuestra confianza en nosotros mismos para poder seguir solos.

—¿Entonces esta historia no tiene un final feliz después de todo? —preguntó Daina metiendo la mano bajo su brazo y apretándose contra él.

—En realidad, no. —Empezó a caminar y ella fue con él. Era ya bastante tarde y una leve bruma se formaba a través del largo pasto, rizándose en los bajos arbustos, oscureciendo los troncos de los árboles y alejándolos de ellos. Parecían totalmente separados del resto del mundo, como si estuvieran paseando por una tierra imaginaria y el mundo se hubiera detenido.

"Durante un tiempo le perdí la pista, o más bien no supe de ella. Me mudé en esa época. Eso, sumado al hecho de que la carta no llevaba estampillas suficientes, hizo que llegara seis semanas después de que la escribiera. Ella estaba en Londres y tuvo un bebé. Y no había nadie más. Estaba sola, sin amigos... sin nadie que la ayudara. Solicité un permiso de emergencia y volé para allá. Pensé que lo menos que podía hacer era traerla de regreso.

"Pero era demasiado tarde... había pasado demasiado tiempo... —Se movió hacia adelante otra vez, hasta que llegaron al umbral de una amplia cañada. Durante el día podía ser una vista magnífica, pero ahora, oculta por la oscuridad y la niebla, parecía sólo un agujero abierto en la tierra, negro y sin fondo. El lo miró durante un tiempo—. Ella se había ido; el bebé se había ido. Abrió el gas usando sus últimos centavos y apagó la luz. Todo esto lo leí en blanco y negro en Scotland Yard. Fueron porque ella era norteamericana. No tenía familia ni a nadie y ellos no sabían con quién ponerse en contacto. Yo era el único y no la traje de regreso. Contraté el servicio allí y encontré un lugar para... enterrarlos —dejó caer los hombros—. Fue un largo vuelo de regreso a casa, y allí encontré la última sorpresa desagradable. Una postrer carta de Marcia. Había sido escrita justo el día anterior a la otra. 'No culpes a Nigel', escribió. 'Me tomó mucho tiempo entenderlo. Siempre pareció que lo odiaba, pensando en que me había traicionado. Creí en él, en lo que era, en su enorme fuerza vital. No era él la mentira, sólo yo. El es simplemente un bebé y por tanto no tiene culpa. No posee un código moral, así que no puede ser malo. Soy yo, yo, yo. Algo está mal en mí. No pertenezco aquí. No quiero decir a Londres. Adiós, Bobby. Eres todo lo que recuerdo ahora'.

La noche cayó a su alrededor como si hubiera estado conteniendo la respiración hasta ese momento. Los pequeños sonidos de los grillos, de los pájaros nocturnos que cantaban quejumbrosamente, el silbido de los arbustos cuando los amenazantes animales nocturnos se arrastraban junto a ellos, todo se combinaba con el latido de su corazón para recordarle que, después de todo, la vida continuaba aquí con una especie de furia incesante que no podía ser negada. Un estremecimiento recorrió su espina y se apoyó en él más fuertemente, poniendo un brazo alrededor de la parte más angosta de su espalda.

—Vamos —susurró como si temiera que al levantar la voz pudiera molestar a la vida que fluía alrededor de ellos y que los hundía de nuevo en la desesperación de la historia de él—. Vamonos de aquí.

—¿No quieres saber quién era ese Nigel? —le preguntó él negándose a moverse. Su voz destilaba ácido.

—Ya lo sé. Vamonos ahora —respondió dulcemente.

Esta vez ella logró hacerle dar la vuelta y regresaron al carro lentamente. El rocío humedeció las orillas de sus pantalones y los pies de Daina estaban mojados bajo las sandalias.

—No deberías estar en este caso —desaprobó ella cuando estuvieron frente a la portezuela abierta.

Por primera vez en lo que pareció un siglo, él la miró directamente.

—Ya lo sé —aceptó. Las sombras cruzaban su cara y se movían con el silbido del viento de los árboles que estaban alrededor.

—Y, naturalmente, tu capitán no sabe nada de esto... de tu involucramiento previo.

—No tiene ni idea —reveló él con los ojos oscurecidos por el sentimiento.

—Eso pensé. De otro modo, te sacarían de este caso en menos tiempo de lo que tomaría decírselo. Eso sí lo sé.

El no respondió nada y continuó mirándola a la cara. Olía ligeramente a tabaco, pero también a colonia y, más tenuemente, a sudor. No era una combinación poco seductora.

—Y supongo que es pura coincidencia que te hayan asignado este caso —comentó ella con la cabeza ladeada.

—No hay nada como pura coincidencia —aseveró él y el fantasma de una sonrisa se desvaneció ahora de sus labios—. Obligué a Fitzpatrick a que me lo diera. —¿Cómo lo hiciste?

—Es simple. Le dije que no lo tomaría, de ningún modo. El pobre bastardo es muy predecible. Me lo empujó por la garganta.

—Esa regla sobre el involucramiento personal me parece que tiene mucho sentido.

—También sé eso —espetó. Su cara se mostraba inflexible—. Era el niño de Nigel, Daina. Era su responsabilidad, sin importar lo que Marcia pensara. No estoy diciendo que el hijo de perra tenía que haberse casado con ella. Pero ella no merecía... no merecía eso.

—¿Vas a continuar?

—Hasta el fin —sentenció y se inclinó ligeramente hacia adelante.

*

—Ya casi es hora —avisó Beryl Martin con esa forma dura y cortante de hablar muy suya. No había duda de que era la afirmación de un hecho y no una opinión, aunque, para su forma de pensar, las dos cosas eran perfectamente intercambiables si salían de su boca—. Hay un gran tic-tac en esta ciudad —continuó—. Como una bomba de tiempo conectada. Todos lo saben, Daina. Hasta tus enemigos pueden sentirlo y les hace sudar las palmas de las manos.

—Ahora no hay tiempo de que nada salga mal —advirtió Rubens mirando a Dory Spengler y después a Daina.

Beryl le ofreció una amplia sonrisa cuyo centro estaba parcialmente oscurecido por la punta de su nariz.

—Nada saldrá mal.

Los cuatro se hallaban sentados en una mesa impecablemente puesta cerca de la parte trasera de Le Troisième. Afuera, en Melrose, estaba oscuro y lloviendo con esa clase de lluvia quieta y sin viento que sólo llega a Los Ángeles como retribución de alguna antigua transgresión. Pero aquí en el interior del restaurante, que por lo menos en este periodo era el lugar para comer, las luces fulgían tenues y bajas dándole un brillo a la decoración en verde y crema y al fino cristal. Los meseros usaban esmoqúines negros y camisas blancas almidonadas, con corbatas negras, y Antoine, el maitre d´hotel, era tan elegante que destemplaba los dientes. En suma, el interior de Le Troisième era del Viejo Mundo, como nada más lo podía ser en el sur de California.

Beryl, que estaba tan resplandeciente como una cacatúa, con un vestido blanco que no hacía absolutamente nada por ocultar sus carnes, levantó su vaso y, después de observar a través del vino blanco una lámpara con pantalla de vidrio opaco, bebió el líquido delicadamente. La botella reposaba inclinada dentro de una cubeta de plata llena de hielo y estaba envuelta en una toalla empapada, junto a su codo izquierdo, bajo el nivel de la cubierta de la mesa.

—Volviendo a las palmas sudorosas, nunca adivinarán quién me llamó esta mañana —manifestó Beryl bajando el vaso. No aguardó una respuesta y estaba perfectamente claro que no la esperaba—. Don Blair.

—¿El agente? —consultó Spengler que estaba jugueteando con su tenedor—. ¿Qué quería?

—Uno de sus clientes tiene una película que competirá contra nosotros la semana próxima —explicó. Ahora se veía como si acabara de tragarse un delicioso bocadillo—. Mark Nassiter es el director.

Daina levantó la cabeza y los ojos de Beryl se movieron para encontrar los suyos.

—Skyfire —advirtió Rubens—. Ya la vi. Es sobre la guerra en Camboya. Apesta. ¿Y qué?

—¿Alguien que conoces? —le preguntó Beryl a Daina ignorando a Rubens.

—Solía conocerlo. Es sólo otra cara de una época que se fue hace mucho —respondió Daina.

—Claro —aceptó Beryl y sonrió benignamente, rompiendo el contacto. Se estremeció—. De todos modos, no importa. Don me llamó a primera hora de la mañana y quería saber qué demonios perseguíamos. "En contra de lo que cualquiera de ustedes pueda pensar, todas las películas nominadas tienen la oportunidad de ganar", me aseguró. Yo podía escuchar el sudor en su voz. Me hubiera gustado grabar la conversación. "Todos ustedes, bastardos, están actuando como si tuvieran el Oscar amarrado. Falta una semana. Cualquier cosa puede pasar", me dijo.

—¿Y qué le contestaste? —quiso saber Spengler. Su sonrisa decía que estaba disfrutando la historia.

—Le dije que saliera y viera Heather Duell —respondió y todos rieron.

Spengler les sirvió más vino y el mesero se deslizó silencioso, inclinándose ligeramente y dándole a todos unas grandes tarjetas color piel, manuscritas en tinta verde. Les dijo las especialidades del día y ellos ordenaron la comida y otra botella de Corton Charlemagne.

—Ya en serio, el lanzamiento en Nueva York, cosa que tenemos que agradecerle a Ru—bens, fue un éxito sin mancha —continuó Beryl—. La cantidad de prensa a nivel nacional que generó esa sola semana, todavía está llegando y estamos trabajando duro para la inauguración en L. A. El Newsweek estaba comprensiblemente enojado de que el Time le ganara el reportaje de la portada, pero no pudieron chillar mucho porque se les había ofrecido previamente. Ahora quieren hacer uno —sonrió de nuevo, pero esta vez había una huella sardónica en su sonrisa—. Claro que lo que usé como carnada fue la exclusiva de la nueva película de Daina. Lo sé, lo sé —apaciguó levantando ambas manos para apagar las protestas de Spengler. Sus miles de brazaletes de oro entrechocaron—. Tú y yo habíamos hablado sobre esto antes. Estoy muy consciente de que el estudio quiere mantenerlo callado y jugarlo cerca del chaleco. Eso es por Brando. Bueno, al demonio con eso, dije. Brando va a hacer la película. El contrato ya está firmado, ¿es correcto eso, Dory?

—Seguro, pero ¿qué es eso? —asintió Spengler ásperamente—. Es un maldito pedazo de papel. Conozco a Brando mejor que todos ustedes. En cualquier momento antes de que las cámaras empiecen a rodar, puede retractarse. Incluso después. En mi opinión, saltarnos el disparo de salida en esto podría...

—Imagina esto —interrumpió Beryl—. Su lanzamiento como reportaje de portada en el Newsweek sale a toda la nación la misma semana que Daina gana el Óscar. No tengo que decirte lo que hará por ella.

—Estoy pensando en...

—Rubens, ¿qué piensas? —cortó a Spengler otra vez.

Llegaron los entremeses y fueron depositados uno por uno tan delicadamente como si se tratara de porcelana invaluable. Rubens miró fijamente la fila perfecta de espárragos. Esperó hasta que el mesero hubo servido tres generosas cucharadas de una rica y cremosa salsa holandesa sobre las puntas. Cuando se fue, Rubens tomó la salsa restante y la cuchareó sobre el resto de los tallos.

Levantó su cuchillo y tenedor y mirando directamente a la cara de Beryl la autorizó:

—Hazlo.

Dio tres mordidas a sus espárragos y se volvió hacia Spengler diciéndole suave y sedosamente:

—No olvides ni por un momento quién eres y qué eres. Estás aquí sólo porque yo he permitido que lo estés. Puedes pensar que eres tan falible como el resto de nosotros... —hizo una pausa mirando cuidadosamente cómo un profundo rubor escarlata subía por el cuello de Spengler y llegaba hasta su cara, mientras recordaba las palabras que le había dicho a Daina en la fiesta en Nueva York—... pero sólo te estás engañando. Eres mucho más falible. Y más desechable. Fuiste estúpido una vez y eso es suficiente. No te pongas estúpido de nuevo. —Deslizó los dientes de su tenedor en la carne suave de la punta de un espárrago y la levantó. Escurrió salsa holandesa, una, dos veces en el plato—. Tenías razón en una cosa, Dory. Sólo soy un hombre. Pero sólo piensa en qué te convierte ese hecho.

Ahora, Spengler tenía la cara roja. Un pulso errático golpeaba un silencioso tamborileo muy arriba en su frente.

—Dejé que me pasaras por encima una vez —resopló y empezó a levantarse.

—Dory, siéntate y compórtate —le aconsejó Beryl con facilidad.

—No tienes derecho a hablarme así. Llamaré a Brando y... —comenzó a decir. El sudor había brotado sobre su labio superior y su quijada parecía temblar.

—No lo hagas —le advirtió Rubens, quedamente—. Si dejas esta mesa, nunca podrás regresar. Mejor piensa en las implicaciones de eso antes de que te vayas con sólo medio aparato. De cualquier modo —continuó Rubens mientras comía—, me imagino que te iba a tocar tarde o temprano. Pasaste de la mierda a un jardín lleno de rosas. —Su tenedor se detuvo a la mitad del camino hacia su boca—. Y tampoco eran rosas. —Masticó la punta de un espárrago—. ¿Qué te hecho para que me patees así, eh? Te di esto y todavía no estás satisfecho. Tienes que tener toda la enchilada. ¿De verdad creíste que podrías sacarme?

Con un suspiro audible, Spengler se deslizó en su asiento. Tomó en un puño su servilleta arrugada, de lino blanco, y la frotó contra su cara un par de veces.

—Estaba amargado, eso es todo. Me tratan como a un pinche de cocina.

—Sin ti no hubiéramos conseguido el trato de la película de Brando tan rápido —señaló Beryl.

—Ya sé eso, pero...

—No te gusta la forma en que te trato —concluyó Rubens—. ¿Es eso?

Spengler lo miró.

—Bueno, amiguito, mejor aprende algo rápido. Tienes que ganarte nuestro respeto por aquí. No esperes entrar y que te den un trabajo cómodo. Todos tenemos trabajo que hacer por aquí. Si nos sentamos todo el día a admirar nuestros reflejos, no se hace, nada se hace. Crees que puedes salirte con esa y que conoces a Brando mejor que esta vieja dama, pero eso no me importa. Es sólo que puedes irte con el viento. Le pasa a la gente de aquí todos los días. En un momento son útiles y en el siguiente son noticia de ayer —alejó el plato vacío—. Escucha, tienes cerebro y agallas... por lo menos pensé que las tenías, de otro modo no te habría recomendado con Daina. Sólo endereza tu cabeza y otra vez estaremos cómodos como ratoncitos.

El mesero llegó y retiró los platos. Dejó el de Spengler donde estaba.

—Está bien, esperaremos mientras Dory termina su primer platillo —dictaminó Rubens.

*

—¿Me amas? —indagó Rubens cuando llegaron a casa.

—Sí.

—Nunca pensé que le preguntaría eso a ninguna mujer.

—¿No se lo preguntaste alguna vez a tu esposa?

—Siempre asumí que me amaba —respondió. La tocó, deslizando la palma de su mano por el brazo de ella y subiendo hasta el hombro—. Nunca en mi vida tuve tantos deseos de saber la verdad.

—¿Por qué? —susurró ella—. Tú serás el que me deje al final.

—¿Por qué piensas eso? —se sorprendió.

—Porque nunca estoy segura de lo que hay ahí —le dijo poniendo las puntas de sus dedos sobre su corazón—. A veces pienso que tienes un corazón de vidrio, no, de plástico: puedes ver a través de él, pero no puedes romperlo. Eres como esta ciudad, Rubens. Una ciudad que no es una ciudad del todo, que al mismo tiempo está y no está —recargó la cabeza contra su pecho.

—¿Y qué pasaría si te dejo? —la apremió mientras la tomaba entre sus brazos, estrechándola con fuerza.

—Nada —mintió ella—. Absolutamente nada.

*

Bonesteel la llamó tarde en la mañana, después de que Rubens ya se había ido a la oficina.

—¿Estás levantada?

—Dame un minuto —respondió y rodó sobre la cama, estirándose. ¿Había estado dormida o sólo soñando despierta? No podía recordar. Pensó en armas y en hombres y mujeres uniformadas, en George y en la OLP, en Nigel y en el ERI—. Muy bien, ¿qué pasa?

—El laboratorio encontró huellas de estricnina en la mierda que nos trajiste —espetó sin preámbulos—. Como te dije, equivocaste tu vocación. Debiste haber sido policía.

—Eso significa que todavía está en peligro —advirtió ella y se sentó en la cama, muy despierta.

—Puede ser. Quizá se tropezó con el jueguito de contrabando de armas de Nigel. —Hizo una pausa durante un momento—. Quizá deba ir para allá.

—¿Para qué?

—Si Chris está en peligro, es probable que tú también. Ustedes dos han pasado mucho tiempo juntos para que el asesino piense que sabes cualquier cosa que Chris sepa.

—Eso es ridículo. Tendría que ser un telépata.

—Como gustes —otorgó él quitándole importancia al asunto—. Por cierto, puse a alguien a vigilar a tu amigo Charlie Wu. Quizá nos conduzca a algo interesante.

—Bobby, di mi palabra...

—No te preocupes —la tranquilizó—. No lo apresaremos. Ninguno de nosotros dijo nada sobre no utilizarlo, ¿o sí? Quién sabe, quizá tenga yo suerte. Podría usar un poco de suerte en esta etapa. Estoy tan cerca de resolver esto que casi puedo extender la mano y tocarlo. Pero todo lo que en verdad tengo son muchas especulaciones, un puñado de aire y no puedo moverme. Me siento como una mosca atrapada en una telaraña.

—¿Sabes lo que pienso? —le recordó Daina—. Creo que estás precipitando esto. No puedes ser objetivo, ambos lo sabemos. Dáselo a alguien más. Debe haber muchos detectives que puedan...

—¡Al demonio con ellos! —gritó ásperamente—. Este caso es la única razón por la que todavía soy policía. Nada me sacará de él ahora.

—Bobby, eres un oficial de la ley.

—Eso es exactamente lo que soy.

—Pero no puedes torcer la ley para lograr tus propósitos.

—Déjame decirte algo sobre la ley, Daina. Se pervierte cada minuto. Aprendí muy temprano, como policía, que algunos días la ley es tu amiga, y en otros lo mejor que puedes hacer es pasar sobre ella muy cuidadosamente. Si la dejas reposar allí, dormida, no te morderá —resopló—. ¿Qué crees que tu novio, Rubens, piensa de la ley, eh?

Y durante un breve y cegador momento, Daina pensó que debía saber sobre Ashley y quién ordenó su muerte. Empezó a ahogarse justo como si todavía tuviera la T de hule del doctor Geist en la boca.

—Todos estos muchachos con bolsillos multimillonarios utilizan la ley, Daina —estaba diciendo Bonesteel—. Es así como llegan a donde están. Pero, de cualquier modo, todo esto es académico. Sé lo que sé. Es Nigel. Está en su sangre. Es malditamente correoso. No le importa ningún otro ser humano que no sea él.

—Bobby, por favor...

—Yo soy la ley, Daina. Y voy a hacerlo pagar por lo que le hizo a Marcia. Los viejos amigos merecen ser recordados. Tú sabes eso, ¿no?

*

Pero ¿qué tal si Bonesteel estaba equivocado? Daina no se sentía segura de qué o a quién creerle. Sólo sabía que Bobby se guiaba por un apetito interno que lo estaba auto-devorando. Sabía que era muy capaz de convencerse de la culpabilidad de Nigel, independientemente de la evidencia. Pero ¿qué tal si tenía razón?

Llamó a Tie y se invitó a casa de Nigel. No había pensado esto completamente, pero sabía que tenía que intentarlo.

Tie la recibió en la puerta y la abrazó.

—¿Estás contenta de estar de regreso con Nigel? —le preguntó.

—Ahora que Chris ha dejado el grupo, no me importa mucho —respondió Tie, tristemente.

—El grupo no se acabará —la alentó. Pero en realidad no lo creía. Ahora estaba segura de que sí y Tie lo confirmó:

—Nigel dice que seguirán como antes, pero lo conozco demasiado bien. Es débil. Cualquier chispa creativa que alguna vez haya tenido, está apagada. Ha estado viajando en el talento de Chris durante demasiado tiempo.

Nigel estaba afuera, en la piscina. Como la mayoría de los británicos desplazados de su lugar de origen, parecía estar constantemente asombrado de vivir en un lugar en donde el sol brillaba siempre. Se encontraba relajándose en una silla. Silka, que al parecer acababa de prepararle una bebida, estaba colocando un vaso alto en una mesa lateral situada junto a él.

—Silka, prepárale un trago a Daina, ¿quieres? —le gritó Tie.

El se quedo esperando, frío y calmado, con el rastro de una sonrisa jugando en su boca.

—Stolichnaya en las rocas con una rajita de limón. —Esa era la bebida de Rubens.

—No —aclaró Daina, deliberadamente—. Una piña colada estaría perfecta. El asintió y fue hacia el bar. Era evidente que ya sabía lo que Tie quería.

Nigel volvió la cabeza a su llegada. No llevaba anteojos oscuros y forzó la vista ante ellas. No saludó. Daina sabía que la culpaba por la decisión de Chris.

—¡Mierda!, tienes descaro para atreverte a venir por aquí —espetó él.

—Vine a ver a Tie.

—Tienes unas ideas muy extrañas y no me gusta ninguna —recriminó Nigel a Tie. Movió la cabeza—. Sácala de aquí.

—Deja de actuar como un bebé —criticó Tie fríamente, mirándolo—. Daina se quedará hasta que quiera.

—¿Quién está pagando tus comidas?

—Realmente no quieres que me vaya... otra vez.

—¡Silka!—chilló Nigel—. ¡Haz algo!

Silka llegó con las bebidas y se las dio a las mujeres.

—¿Que quieres que haga?

Nigel abrió la boca, miró a Tie y la cerró otra vez. Hizo un ademán con la mano. —Oh, prepárate un trago o algo —improvisó. Silka miró a Daina antes de alejarse.

—¡Cristo!

Todos voltearon al oír la exclamación.

Nigel corría hacia la casa.

—¿Qué pasa? —le gritó Tie. Pero ya había desaparecido por la puerta de vidrio y las blancas cortinas se mecían ligeramente por su paso. Salió un momento después. En la mano izquierda traía un máuser de cañón recortado.

Todos se quedaron mirándolo. Daina bajó su bebida que estaba sin tocar y corrió hacia donde Silka. Sintió a Tie detrás.

—¡Nigel...!

—¡Es ese maldito coyote, Tie! —le explicó. Corrió ágilmente hacia la parte trasera de la casa y ellos lo siguieron. Un exótico jardín se extendía quizá unos trescientos metros más allá de la casa. Allí, abruptamente, se elevaba una enorme colina algo escarpada, que era parte de una cadena que llevaba a Topanga. Estaba bordeada de maleza espinosa y verde que luchaba por el espacio que había entre un grupo de cañas, los susurrantes eucaliptos y las acacias de anchas ramas.

Nigel se introdujo en la espesura muy rápidamente. No balanceaba el fusil, sino que lo mantenía bastante firme en su costado mientras subía. Quizá había una especie de sendero más o menos crecido, porque estaba escalando la colina con una rapidez sorprendente.

Tie señalaba el camino mientras lo seguían. Después de todo, era un trabajo difícil y, para cuando lo alcanzaron, el sudor y la mugre surcaban sus caras y jadeaban por el calor.

El sol caía entre los árboles, salpicando a Nigel que se hallaba de pie en el extremo más cercano de un pequeño claro. Sus ojos estaban muy abiertos y las ventanas de su nariz, dilatadas. El máuser se vía muy grande en su mano.

Tie empezó a hablar, pero Nigel la hizo callar con un gesto de la mano.

—El bastardo anda por aquí, lo sé. Lo vi desde allá abajo, en la piscina, mirándome, retándome a que subiera aquí —su cabeza giró como si ese movimiento fuera esencial para que sus ojos cambiaran de foco—. Toda la semana lo he visto y oído entrometerse.

—Quizá sólo está hambriento —comentó Daina mirando el follaje. Una mariposa salió volando sin gran velocidad y, encima, unos pinzones color café oscuro revoloteaban y cantaban con satisfacción.

—No, no —susurró Nigel—. No tenemos gato aquí. Anda tras algo más.

—¿Como qué? —preguntó Daina.

Pero Nigel no habló. Las hizo inclinarse con un gesto de la mano. Giró de un lado a otro sobre los dedos de los pies.

—Me estoy empezando a sentir ridicula —confesó Daina, incorporándose.

—Ahora que estás aquí, te quedarás hasta que haya encontrado al bastardo —le ordenó Nigel con un fuerte siseo.

—No acepto órdenes de ti —rechazó con suavidad.

Nigel giró y ella pudo ver que sus ojos chispeaban como el pedernal. Y finalmente se hizo consciente de él: delgado, moreno y musculoso.

—Entonces, ¿para qué demonios viniste aquí? Este es territorio de caza.

—Sólo porque tú lo dices. No me interesa tu coyote en lo más mínimo. Deja en paz al maldito animal.

—¡Me ha estado atormentando! —gritó él.

—Conoces bien el tormento, ¿no?

Se encontraba en una zona sombreada, pero ya fuera porque el sol se estaba moviendo o porque la brisa agitaba las hojas, una súbita lanza de luz hizo que sus ojos brillaran mientras la miraban con dureza.

—¿De qué estás hablando? —la interrogó Tie.

—Estoy hablando de asesinato —respondió Daina soltándose de ella.

—¿Qué carajos quieres decir? —impugnó Nigel. No se había movido de su posición. El máuser yacía junto a su muslo.

—Alguien trató de matar a Chris cuando fue a Nueva York. Adulteraron su heroína con estricnina...

—Has perdido el...

—Igual que Maggie.

—Maggie —empezó a decir Silka, suavemente—fue asesinada por un maniático. A todos nos dijeron...

—Ya sé lo que les dijeron —lo interrumpió Daina sin cambiar el tono de su voz—. La policía atrapó al psicópata, pero él no mató a Maggie.

—¿Cómo lo sabes?

Daina ignoró a Silka. Estaba mirando la cara de Nigel. ¿Tenía razón Bonesteel respecto a él? Había una gran quietud alrededor del grupo y el calor parecía rebotar de un lado a otro, aumentando. La poca brisa que hubo antes ya había muerto. Todos estaban salpicados con manchas de luz y sombra, inhalando el acre aroma de la oscura tierra.

—Nadie de nosotros supo lo que le pasó a Chris —interpuso Tie mirando a uno y luego a otro—. ¿O sí?

—Nadie trató de matar a Chris —afirmó Nigel—. Estás soñando.

—Entonces quizá también estoy soñando que el apellido de Maggie era Toomey y que era la nieta de Sean Toomey.

—Ahora estoy seguro que el calor te afectó —ladró Nigel con una carcajada.

—¡Cállate, Nigel! —estalló Tie—. ¿Es cierto todo eso?

—Sí. Fue un asesinato político; una retribución puesta a la puerta de Sean Toomey.

—¡Cristo, Nigel!, ¿sabes...?

Pero Tie no terminó. La mano izquierda de Nigel se movió y el cañón del máuser subió, apuntando a Daina. Era un fusil de gran calibre y el cañón se veía tan negro como la noche e igual de gigantesco.

Daina saltó y Nigel oprimió el gatillo. El arma estalló, corcoveando en su mano. Daina escuchó el agudo grito tras ella y a un lado sintió un explosivo rocío de líquido tibio y pegajoso.

Giró. Su hombro izquierdo estaba salpicado de pequeñas gotas de sangre formando cuentas en su piel. No era su propia sangre. Percibió una peste.

Nigel estaba ya de pie, corriendo hasta dejarla atrás.

—¡Mamador! —gritó—. ¡Ahora te tengo!