Tres

DAINA permaneció sentada tras el volante del Mercedes durante lo que pareció un tiempo muy largo. Bel Air estaba en calma y silencioso a su alrededor. A estas alturas, ni siquiera el interminable silbido del tránsito de Sunset Bulevard podía escucharse.

Se estacionó justo donde era imposible ver la larga y amplia entrada empedrada de mármol de la casa de Rubens, decidiendo si entrar o no. En las alturas, un avión zumbaba a través de la niebla, dirigiéndose al Aeropuerto Internacional de Los Ángeles.

Ella miró directamente hacia la alta línea de Jacarandas que limitaba esta sección de la propiedad, pero lo que en realidad vio estaba en su mente: la silueta poderosa y muscular de Nueva York respirando al ponerse el sol y al amanecer, atrayéndola con el poder de una diosa. La gran ciudad cinética estalló en su mente como un grito de victoria.

Sus labios entreabiertos emitieron un sonido suave, como si fuera el fantasma de ese grito disminuido por el tiempo y la distancia. Se recargó contra el frío cuero del asiento y sus largos dedos acariciaron suavemente la curva del volante.

La tarde del oeste estaba llegando, pero todo lo que escuchó fueron ecos de ese grito girando por su mente como si fuera vino, en tanto sus pensamientos trataban de recapturar la esencia de aquella tenue alma de granito. Su pulso palpitaba: uno, dos; uno, dos; como pequeñas vibraciones en el hueco de su garganta y en el interior de su muñeca: Mark, Mark, haciendo que su corazón golpeara contra la caja de sus costillas. Las lágrimas empañaron sus ojos y se mordió el labio, pensando: ¡Oh, bastardo!

Súbitamente aceleró el motor y, forzando el carro a primera, giró hacia la entrada de la casa de Rubens. La enorme residencia con su techo español de tejas anaranjadas y sus repetidos arcos de estuco blanco parecía, sin embargo, bastante lejana, con su color brillante suavizado por el manchado resplandor rosado del Hollywood invisible que iluminaba el cielo como la bendición de un sacerdote de corazón falso.

Doce enormes álamos pasaron junto a ella volviendo su mundo oscuro y frío. El rostro plano del ayudante del jardinero mexicano lo vio fugazmente al pasar raudo montado en su Honda.

María abrió la puerta al oír el sonido de las campanillas, pues el ama de llaves se había marchado a su casa.

—Buenas tardes, señorita Whitney —silabeó sugiriendo un saludo formal—. El señor está terminando de jugar tenis.

—;Oh! ¿Quién está con él?

—Nadie, señorita —respondió sonriendo—. Hoy juega contra la máquina. —Cerró la puerta suavemente tras ella y Daina caminó en silencio por el vestíbulo, pasando ante el enorme cuadro de El Greco, que estaba en la pared izquierda, y atravesó el arco hacia la sala.

Rubens, vestido con pantalones cortos de tenis y una camisa con doble franja azul oscura a cada lado, entraba en ese momento por las puertas de vidrio que se hallaban al fondo de la habitación. Una toalla blanca colgaba de sus hombros. Llevaba una banda azul y blanca en la muñeca izquierda. A su espalda, iluminada por el resplandor de los reflectores, Daina podía ver un tercio de la enorme piscina olímpica y, a su derecha, una esquina de la cancha de tenis, de arcilla. Él le sonrió.

—Viniste, después de todo —comentó Rubens.

—¿Pensaste que no lo haría?

—Mitad y mitad. Tenía una apuesta conmigo mismo —respondió e hizo revolotear su mano en un alegre ademán.

—¿Qué mitad escogiste? —le preguntó acercándose.

—La mitad ganadora —contestó él, sonriendo. Se dirigió al bar y preparó bebidas para ambos.

—Creo que hiciste trampa.

—Siempre soy honesto conmigo mismo —sostuvo agitando el Bacardí de Daina y poniéndole una rajita de limón.

—Y muy seguro —rubricó Daina aceptando el vaso que le ofrecía Rubens.

—Es mi entrenamiento —replicó él tomando un largo trago de su Stolichnaya—. Los fanfarrones solían echarme arena en la cara.

Ella rió, segura de que estaba bromeando, pero se puso seria de inmediato. Mirando fijamente hacia su ron, expresó:

—Por poco no vengo.

El no dijo nada. Sacó un cigarrillo de una delgada cigarrera de oro y lo prendió. El humo silbó entre sus labios y arrojó la ceniza a la tierra que rodeaba a un cactus en una pequeña maceta.

Desde lo más profundo de su tristeza, Daina tuvo el presentimiento de que él diría: ¿Cuál es la diferencia? Estás aquí. Así que se sorprendió cuando él preguntó:

—¿Qué pasó? —Daina vio la preocupación en su rostro y supo que quizá hubiera preferido que él dijera la otra cosa, para insensiblizarse; porque eso le facilitaría levantarse y salir, abandonándolo. No tener que sentir nunca más.

—No creo querer hablar de eso —refutó ella.

—Oh, vamos —acicateó él saliendo de atrás del bar—. ¿Por qué otra razón sacaste a relucir el tema? —la tomó del brazo, guiándola para bajar los tres escalones hacia la depresión donde estaba el inmenso sofá de terciopelo zafiro, curvado en forma de U bajo el alto techo—. Muy bien —alentó cuando estuvieron sentados—. Dilo.

—Ahora haces alguna clase de broma con ello —amonestó Daina con los ojos relampagueando.

—¿Eso estoy haciendo? —se sorprendió él abriendo mucho los ojos.

—Ese diálogo de Raymond Chandler...

—Es un resabio de mi primera vida como Philip Marlowe. No me estoy burlando de ti.

—Corrí a Mark. Él... —comenzó a decir después de mirarlo durante un momento.

—Ya me dijiste eso antes.

—¿Puedes callarte y escucharme...?

—Estás mucho mejor sin él, eso te lo puedo asegurar.

—¿Por qué? ¿Porque es negro?

—No en esta época y día.

—Todavía importa, no digas estupideces.

—Sí, importa. Pero iba a decir que es por su ideología política, no por su color —aclaró probando su bebida—. Se necesitó mucha gente durante mucho tiempo para permitir el regreso de la Fonda.

—No tuvo nada que ver con su posición política.

—¿No? Oh, perdóname. No pensé que fueras tan ingenua —apuntó levantando una ceja.

—Sólo dime qué es lo que sabes —pidió ella.

—Lo que te dije —respondió Rubens. Colocó su bebida en la mesa de cantera blanca—. Mira, tu cohete está en la plataforma de lanzamiento. No quieres que nada desconecte ahora el cable. ¿O sí?

—No —respondió, y miró a lo lejos por un momento—. Pero esto tiene que ver tanto con nosotros como con Mark y yo. El momento no es el adecuado, ¿no lo ves? Acabo de salir de una larga y difícil relación. Entonces llegas tú y me haces sentir como un péndulo balanceándose hacia atrás y hacia adelante sobre un pozo. Siento como si fuera a caer en cualquier momento.

—Si es así, no pienses ya más en ese bastardo —aconsejó adelantándose, tocándola—. Siempre andaba de un lado para otro con...

—No —cortó Daina.

—¿Qué pasa? —preguntó Rubens—. ¿Eres demasiado delicada para oír esto? Tú sabes con quién estaba acostándose en el set y en la locación. No podía obtener suficiente de esos ligeros...

—¡Detente! —exigió ella. El rostro de Rubens estaba ahora muy cerca del suyo. Ella podía ver el brillo del sudor y la barba medio crecida. Pero más que todo, inhaló su esencia animal.

—Nunca sabré lo que viste en Mark Nassiter, pero estoy contento de que lo hayas corrido —subrayó con voz baja pero perfectamente clara. Levantó su mano libre para voltear el rostro de ella hacia él—. Me enferma ver tu cara ahora, el saber que todavía sientes algo por él, por un bastardo que se pasó una semana persiguiendo a esa pequeña perra de quince años...

—¡Lo sabías! —gritó Daina, y con un violento tirón se liberó de él y se puso en pie.

—Espera un momento...

—¡Bastardo! —escupió ella. De improviso lo golpeó en la mejilla y le dejó impresa una ostensible marca roja—. ¿Por qué no me lo dijiste?

—¿De veras crees que me habrías escuchado?

—Pasaste sobre mí del mismo modo que lo has hecho con cada una de las otras mujeres en tu vida —Lo miró brevemente—. Debo estar loca. De verdad debo estar loca.

Se volvió sobre sus talones y subió los escalones hacia el vestíbulo, pero él la alcanzó allí.

—Ahora escucharle. No fue así, de ninguna manera.

—¿No? ¡Mentiroso! ¿Acaso no sabías lo que estaba pasando cuando me abordaste en la Bodega? ¡Dilo en mi cara y te escupiré un ojo!

Ella pensó que lo había visto temblar, y la sangre corrió hacia su cara, no lentamente sino toda a la vez. Sintió la arrolladora presteza del cuerpo de Rubens y supo instintivamente que así era como él reaccionaba ante una situación de este tipo: con violencia. Por eso no podía detenerse, aun queriendo. Lo que hacía era empujarlo todavía más lejos, provocar en él una respuesta lo suficientemente fuerte que le comprobara de una vez y para siempre que en verdad le importaba. Por eso, acicateó:

—Lo digo en serio, Rubens. Deja las mentiras para los negocios. Estás tan acostumbrado a hacer girar a las mujeres entre tus dedos, que has olvidado que son seres humanos. Bueno, yo soy un ser humano, maldita sea, y no me gusta que me mientan. Entiende que no puedes tratarme de ese modo.

El aire entre ellos se había convertido en plomo. Era como si todo un mundo girara alrededor de este punto, así era de delicado el momento.

—Muy bien —acepto él después de una eternidad—. Así fue en un principio. Recibí una llamada diez minutos después de que eso sucedió...

—Gracias por nada —zahirió Daina.

—¡Un momento! Dijiste... —comenzó él. La agarró del brazo, pero ella le lanzó una mirada que hizo que la soltara de inmediato—. Quizá ambos tenemos que escuchar a veces, ¿eh? Tal vez eso sea parte del problema.

—No voy a quedarme aquí parada a escuchar tu mierda —desairó, volviéndose—. Te has entrenado tan bien, que ni siquiera sabes cuándo estás mintiendo. La verdad ya no tiene sentido. Solamente se trata de lo que sea mejor para Rubens en ese momento. Cristo, no sé cómo pude haber sentido algo...

—¿Qué puedo hacer para convencerte?

—Oh, no recibirás ninguna ayuda de mi parte para eso —interpuso con una sonrisa frágil.

—Y tú simplemente te irás, ¿es así?

—¿Por qué no? No hay nada para mí aquí.

—Si te vas ahora, nunca lo sabrás con seguridad.

—Créeme, Rubens, lo sé.

—Aún quiero que te mudes para acá.

—Oh, por favor...

Hubo un silencio peculiar y tenso. Era como si ambos estuvieran parados en un claro cubierto de hojarasca, despojados no sólo de sus ropas sino de sus cuidadosamente cultivadas capas de civilización. Una tensión atávica dibujaba encajes en el aire. Sólo sus ojos se movían a intervalos. Sus fosas nasales se dilataban percibiendo las esencias. Un momento después habrían desnudado sus dientes, gruñéndose.

—Realmente no quieres irte, Daina —aseguró él. Su voz, si no estaba llena de amenazas precisamente, sí tenía un filo acerado.

Ella sabía muy bien lo que quería decir. Había sido bastante intimidada por él. Estaba muy al tanto de cuánto deseaba el papel de Heather Duell, pero tenía pefectamente claro en su mente lo que iba a hacer. Después de todo, ¿cuántos millones se hallaban ya invertidos en la película? Demasiados como para que él le permitiera salirse. Era solamente otra táctica. Así como se había retractado de golpearla hacía un momento, también se retractaría de esto.

¿Y qué sucederá si no es una baladronada?, se preguntó ella. Él era el poder. Él podría hacerlo. Entonces, ¿dónde estaría yo? Si fuera hombre nunca habrían llegado hasta aquí las cosas. El poder, todo lo que me falta es el poder.

Vaciló por un momento, pero un último pensamiento le dio seguridad: si permito que él me aplaste ahora bajo su pulgar, sucederá una y otra vez y nunca podré salir. Nunca alcanzaré el poder.

—No me sacarás de la película —objetó. Es la única forma que tengo de defenderme, pensó.

—Quieres ese papel demasiado, Daina. Lo necesitas —declaró Rubens con una cara tan inexpresiva como una máscara.

—Mejor iré a ver a Ted Kessel. Has convertido esto en un aguijón, para rebajarme.

—Muy bien —acató con un tono de voz que sonaba peculiar—. A partir de este momento estás fuera de la película.

Por un instante, ella pensó que su corazón había dejado de latir. ¿Había oído mal? ¿Lo había soñado? Pero no. Había calculado mal, lo había empujado demasiado lejos.

Se alejó de él y caminó a través de la larga sala hacia el pasillo. Pudo ver al viejo que El Greco escogiera para pintarlo, con su alargada cara haciéndolo parecer más sabio. Sus tranquilos ojos la miraban mientras se acercaba.

Su corazón se rompía y las lágrimas permanecían en las esquinas de sus ojos, inmóviles, como si por su sola fuerza de voluntad estuviera evitando que se derramaran por el borde y rodaran por sus mejillas, avergonzándola. El viejo de España, el tipo de judío resuelto, vio su vergüenza, pero ella decidió que Rubens nunca lo haría.

Pensó entonces en su otra vergüenza, proveniente de una época que ella había encerrado en su interior, y su pena se hizo prácticamente insoportable. Buscó consuelo en el viejo; pero, después de todo, él no podía extender sus manos hacia ella y tocarla, simplemente hablaba con esos ojos expresivos. Y lo que le dijo fue: He sobrevivido. Tú también lo harás.

Estaba cerca del pasillo cuando oyó a Rubens. Fue un sonido que le llegó desde otro mundo.

—Por favor, regresa —pidió suavemente—. No quise decir nada de eso.

Ella todavía miraba los ojos del viejo.

—¿Puedes perdonarme?

—¿Por qué tienes que ser tan hiriente? —preguntó volviéndose. Sabía que las lágrimas brillaban en las esquinas de sus ojos—. ¿Por qué debes decirme eso?

—Ganaste —admitió él—. ¿No te das cuenta?

—¿Qué gané? Esto no es un concurso.

—Oh, sí —respondió él ligeramente—. Todo es un concurso. —Ahora, su tono era admonitorio—. Tú lo sabes.

—Entonces, ¿cómo podría ganarte?

—Cuando mi pie bajó, lo torciste para quitártelo. Dijiste que no, a pesar del hecho de que querías ese papel más que ninguna otra cosa.

—Casi más que ninguna otra cosa.

El sonrió por primera vez en lo que pareció un siglo. Era una sonrisa agradable, tibia y gentil.

—El casi es lo que te separa de...

—Las estrellitas —lo interrumpió ella.

—De todos los demás —concluyó. Caminó hasta donde estaba ella—. De todos. —Sus brazos la rodearon y Daina le permitió dejarlos allí—. Tú no me temes —murmuró—. Y eso es algo que necesito en una mujer. —La besó en el cuello—. Más de lo que puedes imaginar.

—Así que me aterrorizas para...

—No —negó con la cabeza—. Tú me aterrorizaste. En el momento en que supe que realmente querías irte, supe también que nunca podría permitir que eso pasara. Haría cualquier cosa...

—¿Me darías cualquier cosa que quisiera? —preguntó con voz suave.

—Sí —respondió. Su voz era aún más suave, mientras la abrazaba fuertemente y su cabeza se enterraba en el hueco de su hombro.

Inconscientemente, la mano de Daina subió y sus dedos se clavaron en su espeso cabello cuando presionaba su cuerpo contra el de él. Sus fosas nasales estaban llenas de una especie de almizcle tan poderoso, que la aturdió y se encontró aferrándose a él como buscando apoyo.

Pero él ya estaba resbalando por su cuerpo como si su carne se hubiera convertido en agua de lluvia. Ella se mantuvo tan quieta como pudo, con los dedos enroscados todavía en el cabello de él. Pero cuando sintió sus manos en la abertura de su envolvente falda de seda, que hacían a un lado los faldones, comenzó a temblar.

Emitió un sonido entrecortado al sentir el suave roce de sus dedos sobre la carne de sus muslos, y entonces, increíblemente, los labios de Rubens estuvieron en su montículo.

Su lengua serpenteó, lamiéndola. Los músculos de sus muslos saltaron y toda la fuerza pareció escapar de sus piernas. Ella se inclinó completamente sobre él hasta que sus senos se aplastaron contra su espalda, y se movió hacia arriba y hacia abajo contra la suave lanza de su lengua.

Las oleadas de placer la hacían sentirse pesada; el corazón le retumbaba en el pecho; sus labios estaban separados y sus caderas comenzaron a sacudirse.

—Oh, Dios —gimió mientras el orgasmo estallaba en su interior y frotaba sus senos contra la espalda de Rubens, sintiendo sus pezones contra su carne, disolviéndose en los torrentes del placer.

Poco después yacía sobre él. Lo acarició durante un tiempo con las puntas de los dedos impregnadas de sus propias secreciones, hasta que vio que sus ojos estaban vidriosos. El lanzó un gemido profundo al sentir el contacto de sus carnes calientes y la sensación de su cuerpo llenándola fue tan maravillosa que ella se estremeció.

Finalmente, el murmullo de las palmeras los arrulló en el sitio donde yacían, sobre el tapete que estaba junto a la enorme chimenea de mármol rosa y gris, con su repisa alta y vacía.

Ella despertó a media tarde, cuando en las casas a su alrededor las televisiones todavía brillaban, y miró fijamente su rostro dormido. Levantó una mano y sus dedos tocaron con delicadeza la línea de su quijada donde lo había golpeado anteriormente. Sus ojos se abrieron.

—No debería ser así —murmuró ella—. Como un concurso. No entre dos personas. —En su mente agregó "que se aman", pero no pudo decirlo.

—Es importante dominar eso, porque esta ciudad está llena de tontos —profetizó mirándola a los ojos—. Ellos creen que el dinero es el gran intimidador. No se dan cuenta de que cuanto más te atengas al dinero te vuelves más débil, hasta que tu cerebro se ablanda por falta de uso y tomas todas las decisiones incorrectas. —Ella puso la mano sobre su pecho para poder sentir la respiración que entraba y salía de él, mientras miraba sus ojos oscuros y brillantes—. La fuerza de voluntad es un arma infinitamente mejor que el dinero, porque funciona todo el tiempo. Todo lo que necesitas es a ti misma. Pero nadie te va a dar ese consejo, tienes que aprenderlo por el camino difícil, como yo lo hice.

"En la Avenida C, en Manhattan, no hay dinero en ningún lado. Toma tiempo salir de ese agujero infernal y en el ínterin tienes que sobrevivir.

Se movió muy levemente para acercársele y ella pudo sentir que la tensión lo inundaba, volviéndolo tan duro como una roca. El continuó:

—Hubo tiempos en que regresaba a casa en la oscuridad, acariciándome una mejilla ensangrentada o una quijada fracturada... me rompieron la nariz tantas veces, que dejé de contarlas. —Soltó una risa triste, como el ladrido de un perro vengativo—. ¡Oh, cómo me amaban los ucranianos! 'Hey, judío', me gritaban. 'Ven acá, niño judío. Tenemos un regalo para ti'. El puño golpeaba mi estómago, las rodillas se enterraban en mi entrepierna y las tiras de cuero azotaban mi rostro. '¡Aquí está tu recompensa por matar a Cristo, pedazo de mierda!' , me insultaban.

"Me golpeaban con una especie de furia metódica y fría, como si hubieran tomado de sus padres el conocimiento de la bestialidad sin sentimiento, que aquellos europeos habían sufrido a manos de los alemanes. Era de pesadilla, como si los nazis hubiesen logrado, aun en la derrota, renacer a través de los hijos de sus víctimas, estafando a la muerte para volverse inmortales.

Ella permanecía acostada, con sus brazos rodeándolo, sintiendo que algo se retorcía en el interior de él. Estuvo callado tanto tiempo, que ella pensó que la historia quedó terminada.

—Había uno —recomenzó él tan abruptamente que la asustó—que siempre estaba en primer plano, un muchacho grande, de cabello alborotado y brillantes ojos azules. Siempre usaba la camisa abierta, aun en lo más crudo del invierno, para que pudieras ver el crucifijo de plata que llevaba al cuello. Yo solía pensar que se lo ponía para recordar lo que era.

"De todos modos, lo primero que me llegó durante esos encuentros fue su voz, su puño, su rodilla, su risa... su escupitajo en mi cara.

"Oh, me defendía bastante Bien. Pero eran más grandes que yo y siempre demasiados. Mi madre lloraba al verme sangrar, pero no le decía nada a mi padre. La única vez que él notó mi nariz rota, tomó mis manos entre las suyas, cerrándomelas dolorosamente, y me dijo: '¿Todavía no has aprendido a defenderte? Tienes puños, ¡úsalos!'.

"Durante un tiempo después de eso, preferí no salir de casa. Estaba convencido de que me estaban esperando. Sabía que 'ellos' no eran importantes. Era el muchacho grande de ojos azules el que invadía mis sueños mientras me castigaba por mis pecados imaginarios.

"Entonces, un día salí. Era un sábado de verano y pensé que tal vez estarían en la playa de Brighton. Caminé muchas cuadras sin ver a nadie conocido; era como si fuera extraño en mi propio vecindario y, sintiéndome así, dejé que el resentimiento saliera a la superficie. Miré mis manos, flexionándolas. Mi padre había estado en lo correcto, al menos en parte. Tenía que usar algo... algo que debía encontrar en mi interior para defenderme. Sabía que nunca serían mis puños, pero no eran lo único que tenía.

"En ese momento alcé la vista y miré el Cadillac blanco. El Cadillac blanco era un coche que solía aparecerse por el vecindario una o dos veces por semana. Sabía lo que vendía, bueno, a grandes rasgos. La droga era algo de lo que yo había oído hablar. El Cadillac blanco dio vuelta en la esquina hacia East First Street. Me detuve junto a un poste de luz en la esquina y miré calle abajo. El carro se detuvo a un tercio del camino y vi una figura que emergía entre las sombras de la puerta de una vecindad. Era el muchacho de los ojos azules. Le dio unos billetes al hombre del Cadillac blanco y obtuvo a cambio un par de pequeños sobres de celofán.

"Durante la semana siguiente estudié los movimientos del Cadillac en East First Street. Invariablemente se detenía afuera de la misma vecindad, pero nunca vi salir al muchacho de los ojos azules otra vez. Varias veces, uno de los otros chicos ucranianos recogió la entrega. Pero con la misma frecuencia los vi usar a cualquiera de los jovencitos que haraganeaban en las escalinatas. Nunca utilizaron dos veces al mismo chico.

"El sábado siguiente estaba lloviendo. No se podía ir a la playa ese día. Me deslicé fuera de la casa, subiendo por la Avenida C hacia East First Street. En el camino tuve que esconderme en la frutería del viejo Wcyczk para evitar a los ucranianos. Se dirigían al centro en dirección al cine de Loew Delancey. El muchacho de los ojos azules no estaba con ellos y yo sabía por qué.

"Bajé por East First Street, ubicándome en lo alto de la escalinata que estaba al oeste de la suya. En diez minutos quedé empapado y en los siguientes diez comencé a temblar a pesar del calor, pero por fin escuché un silbido que no se parecía a ningún otro y supe que el Cadillac blanco había dado vuelta en la esquina y se acercaba.

"Se detuvo justo adelante de donde yo estaba sentado. Durante un momento no sucedió nada. Entonces, la ventanilla más cercana bajó silbando y escuché una voz: 'Hey, chico, hey'. Levanté la vista. Una mano me hizo señas. 'Ven acá un momento' . Me levanté y me paré junto a la ventanilla abierta. 'Aquí hay un par de dólares. Lleva este paquete al 6f de ese edificio'. Un dedo chato señaló el apartamento del muchacho de ojos azules.

"Adentro, en las escaleras, desenvolví cuidadosamente el paquete. Había tres sobres de celofán. Los empaqué de nuevo y subí por la apestosa escalera hacia el último piso. Podía oír un radio bramando, opacando el sonido de la lluvia sobre el techo. Escondí el paquete y toqué a la puerta.

"No me reconoció de inmediato. ¿Por qué habría de hacerlo? Yo era la última persona que esperaba ver. Pero esperé pacientemente hasta que supo quién era. 'Veo que aún no aprendes tu lección, niño judío', espetó, 'debo arreglar eso'. Se abalanzó contra mí, pero me alejé con un movimiento ágil. 'Tú no quieres hacer eso', le dije razonablemente. 'Tengo tu droga'.

"Claro que era demasiado estúpido como para reconocer la verdad cuando la oía, y no fue sino hasta que vacié el contenido del primer sobre en el lavabo, y dejé correr el agua sobre él, que me creyó. ' ¡No!', suplicó, 'no hagas nada con el resto. Lo necesito '.

"Pero lo tiene el niño judío", le dije sacando el segundo sobre. Nunca antes había visto a alguien suplicar... quiero decir que verdaderamente se arrodilló y suplicó. Vi las huellas en su brazo. Me repugnaba. Vacié el contenido del sobre en el drenaje. 'Ahora sólo queda uno', le recordé. Me miró y todo el hermoso color azul había desaparecido; sus ojos se veían tan café como el lodo.

"Aquí', mostré balanceando el tercer sobre por encima de su cabeza,' está el regalo del niño judío para ti'. Lo dejé caer en su temblorosa palma y miré cómo llegaba la agonía a sus ojos medio muertos, mientras le decía: ' No sé mucho sobre esto. ¿Qué crees que te pasaría si te inyectas lo que puse ahí? '. Entonces me volví y salí de allí. Pero su rostro quedó grabado en mi mente para siempre.

Gradualmente, en el silencio que siguió, Daina sintió toda la tensión fluyendo de él como si estuviera flotando sobre un río subterráneo. Ella oyó su lenta respiración y supo que estaba a punto de dormirse.

—Rubens —le consultó suavemente—, ¿qué le pasó al muchacho? ¿Adulteraste la heronía?

—No importa —respondió después de un largo rato. Rodó sobre su costado, abrazándola como ella lo hacía con él.

—¿Cómo puedes decir eso?

La besó con tal ternura que se sintió al borde de las lágrimas.

—Ese no es el punto de la historia —murmuró tan quedamente que bien pudo haber sido el viento nocturno—. Ahora duérmete, querida.

*

—El poder —le aseguró Marion—. Esa es la razón por la cual uno gravita sobre Hollywood. Hay más poder concentrado aquí que en cualquier otra ciudad del mundo. Oh, excepto en Washington —se rió mordazmente—. ¡Y cómo desearían ellos tener nuestro dinero!

Caminaban por la periferia del set, pasando ante el encuadre de las tres enormes cámaras de Panavisión que se elevaban como saurios surgidos de un pantano prehistórico.

—Venir a Hollywood es mi última prueba como ser humano —precisó Marion. Llevaba con él esa más bien formal arrogancia inglesa, un cierto distanciamiento del simple ciudadano del mundo que no era lo suficientemente afortunado para pertenecer al Imperio. Sin embargo, guardaba en su ser infinita ternura, porque era parte de su peculiar provincianismo, un retroceso a los ideales del siglo diecinueve. Uno nunca pensaba que él tuviera en mente otra cosa que sus propios intereses—. Pude haberme quedado en el teatro por el resto de mi vida. Después de todo, cuando niño, eso era todo en lo que yo soñaba: ser parte del West End y, por supuesto, de Broadway. Pero el éxito te cambia, es muy cierto. Bueno, tómate a ti misma como ejemplo. Desde Regina Red has sido "encendida", por decirlo así. El público se ha vuelto consciente de tu existencia en los términos más íntimos, ¿te das cuenta de lo que quiero decir? Tu vida debe ser alterada por eso.

"En mi caso, los éxitos que tuve en el teatro me hicieron desear otras cosas... más grandiosas. Me decidí a venir al corazón mismo del poder; primero, para ver si podría sobrevivir y, en segundo lugar, para ver si podía conquistarlo. —La tomó de la mano—. Pero uno pronto aprende que el simple hecho de sobrevivir aquí es una victoria, y no poco importante. Muchos de los grandes no lo han logrado. ¿Y sabes por qué?

El lugar empezaba a llenarse con el elenco y el equipo de técnicos, y él la hizo a un lado, hacia un último rincón de calma gris y sombreada. La miró directo a la cara.

—Porque, al principio, uno está tan enrededado —y aquí sus manos giraron una alrededor de la otra para enfatizar sus palabras—, tan totalmente entregado a la tarea de acumular poder, que llega a creer que ésa es la meta de todo, que uno lo ha logrado todo. —Estaba hablando en susurros, pero sus palabras llevaban más peso del que hubieran tenido si hubiese estado gritando—. No es verdad, Daina. La tarea verdaderamente formidable es aprender a usar con inteligencia el poder una vez que se tiene. —Una expresión triste pasó por su cara—. No es el poder en sí mismo lo que corrompe, sino la ignorancia en la aplicación de ese poder.

Detrás de ellos, el zumbido de la gente había llegado a su punto máximo y el movimiento surgía por todas partes mientras la gente se arremolinaba.

—Querida, ya es demasiado tarde para él —advirtió, y ella supo que se refería a George—, pero definitivamente no es tarde para ti. Controlarlo es, sin duda, mi trabajo. Por eso quiero que sepas que si alguna vez te encuentras a mitad del fuego, simplemente hazte a un lado y ven conmigo. No quiero que te veas involucrada en esto. Eres una actriz demasiado buena como para permitir que las... aberraciones de nuestro amigo te perturben.

"Él quiere su papel y yo creo que es el indicado para interpretarlo. Pero es difícil para él. Heather Duell está escrita obviamente para una mujer, para ti, y de vez en cuando su resentimiento aflora con violencia. —Ahora se rió y sus carcajadas eran alegres y sonoras—. Probablemente él sea un cerdo durante todo el año, pero ustedes dos tienen una reacción química en la pantalla, que es magia absoluta. Verás; como chico listo que soy, le mostré los rushes de la escena de ayer. Y nuestro amigo puede ser muchas cosas, pero no es un tonto. Por eso fue lo suficientemente hombre como para admitir que yo sé lo que estoy haciendo. —Marion se rió de nuevo y volteó en tanto se aproximaba una figura—. ¡George! —gritó—. Ven a hacer las paces con nuestra protagonista.

*

—Sí —le habló El-Kalaam al teléfono—. Eso es exactamente, señor Presidente. Acabo de hablar con el Primer Ministro de Israel. Habló su hija y está convencido de que ella está viva e ilesa. Por el momento. —Se volvió hacia el lugar donde se encontraba Bayard Thomas—. Su Secretario de Estado fue un dividendo muy bueno. —La cara de Thomas, generalmente rubicunda, se veía tan blanca como el cabello de su cabeza. También sus agudos ojos azules parecían haber palidecido. Su mirada se dirigió hacia abajo, a sus muñecas. Parecía estar temblando.

En el otro lado de la habitación, James estaba sentado, medio apoyado contra el librero. Parecía respirar con menos dificultad, pero aún había mucha sangre. Tanto Heather como Raquel lo observaban.

—¿Qué fue eso, señor Presidente? No escuché muy bien. Esta línea transatlántica... No, eso no importa. —Seguía mirando a Thomas, obligándolo a verlo frente a frente. El Secretario estadounidense seguía contemplando sus temblorosas manos. El-Kalaam sonrió de pronto y explicó—: Su Secretario se acaba de orinar en los pantalones, señor Presidente. —Chasqueó la lengua contra su paladar—. Un acto vergonzoso. —Su cara volvió a ponerse seria. Revisó su cronómetro.

"Ahora son cuatro minutos después de las diez a. m. A las seis de la tarde espero una llamada de usted informándome que nuestros trece hermanos han sido liberados de su prisión en Jerusalén. Para mañana a las ocho de la mañana usted habrá cumplido nuestras otras exigencias. Ya sabe cuáles son. No habrá más negociaciones.

"Si al término de ese plazo no hemos escuchado por la radio pública local, en la banda de los mil trescientos megahertz, que usted acepta totalmente nuestros términos, la hija del Primer Ministro de Israel, su Secretario de Estado y todos los demás rehenes serán ejecutados sumariamente. —Colgó la bocina con gran cuidado.

—Esto es una atrocidad —protestó Rene Louch—. Exijo ser liberado de inmediato en compañía de mi ayudante. Francia no tiene ninguna discrepancia con las metas de la OLP. Por el contrario...

—Cállese la boca —cortó fríamente Malaguez.

El-Kalaam se volvió hacia Rudel.

—Debes cuidarlo mejor —le advirtió evidenciando cierta diversión—. Creo que se está haciendo demasiado viejo para su puesto.

—¡El-Kalaam! —gritó Louch—. ¡Escúcheme!

—No ha aprendido aún —replicó El-Kalaam sin inflexión en la voz. Estaba mirando a Susan ahora, pero era obvio que hablaba con Fessi.

El hombre de ojos de roedor pareció no moverse, pero la gruesa culata de su pesado AKM se estrelló contra el abdomen de Louch. El embajador francés cayó como si lo hubieran golpeado con un hacha de carnicero. Su torso voló hacia adelante y sus rodillas dieron de sí. Sus brazos se dirigieron hacia adentro, con los dedos retorciéndose en dirección a su estómago. Un jadeo peculiar y agudo salió de su boca abierta y aparecieron lágrimas rodando por sus mejillas. Entonces, Fessi lo tocó en la parte posterior del cuello, con el canto de la mano, y el embajador quedó inconsciente.

El-Kalaam arrugó la nariz y chasqueó la lengua como lo hiciera cuando hablaba por teléfono. Se inclinó y bajó el cañón de su MP40 hasta que el metal se clavó en la barbilla del hombre caído.

Presionó con él hasta que Louch abrió los ojos y se encontró mirándolo cara a cara. La expresión del francés hacía pensar que se estaba asfixiando y se veía cubierto de sudor; sus ojos, rodeados por anillos enrojecidos.

—Nunca —denegó El-Kalaam con gran bondad en la voz—, nunca se dirija a mí a menos que primero se le ordene que lo haga. —Hizo un gesto, contrayendo los labios—. Esto debe ser una gran sorpresa para usted, lo sé. Pero aquí no hay aliados. Usted es un enemigo, al igual que todos aquí —explicó haciendo un amplio movimiento con el brazo para señalar a los demás rehenes—son enemigos. Todos son lo mismo. —Dio un tirón al cañón de su pistola, mirando al hombre caído. La cabeza de éste se balanceó—. ¿No es así?

El embajador francés lo miró fijamente, callado y con los ojos vidriosos. El-Kalaam le dio un golpe súbito en la sien. Se inclinó y levantó la cabeza del hombre.

—Dígalo, señor embajador —le pidió con un acento exagerado. El desprecio era notable.

La lengua de Louch salió de su boca y limpió los resecos labios.

—Es... —comenzó, pero su voz se perdió. Carraspeó para aclararse la garganta y comenzó de nuevo—: Es cierto. Nosotros... nosotros somos el enemigo.

—Efectivamente —concedió El-Kalaam, y lo contempló por un momento. Luego, hubo una fugaz expresión de desagrado en su cara y se volvió hacia Emouleur—: Límpielo lo mejor que pueda —ordenó—. ¿Qué más se puede esperar que haga un ayudante?

—¿Qué? —protestó el joven francés—. ¿Con las manos atadas a la espalda?

El-Kalaam retiró el cañón de su pistola de la cara de Louch y el hombre se desplomó a sus pies.

—Use la lengua —ordenó, y se volvió.

Del otro lado de la habitación, James seguía perdiendo sangre. Su brazo izquierdo parecía paralizado. Yacía inútil y casi muerto, a su costado. Usaba la mano derecha para tratar de arrancarse la manga izquierda de la camisa.

—Por favor —rogó Heather, de pie junto a Rita—, déjenme ayudarlo. ¿Qué daño puede hacerles ahora?

El-Kalaam, mirando la lucha de James, la ignoró por completo y expresó:

—Esto es muy interesante. Muy —dudó, inclinando la cabeza a un lado—alentador. —Caminó y se detuvo junto a James—. Quiero ver si puede hacerlo por sí mismo.

—¿Y si no puede? —preguntó Raquel. Malaguez estaba muy cerca de ella, a un lado—. Me salvó la vida. Quisiera ayudarlo ahora. Si no va a dejar a Heather, déjeme a mí.

—¿Dejarte a ti? —se sorprendió El-Kalaam sin apartar los ojos de la figura de James—. No te dejaría atarte las agujetas sola. No te acercarás a él.

James estaba concentrado en lo que tenía que hacer. Su atractivo rostro, tenso y sudoroso por el dolor, gesticulaba mientras luchaba por llevar un trozo de tela a su boca. Hubo un gruñido y los músculos de su cuello se saltaron mientras él se esforzaba al máximo. Finalmente lo logró.

Un momento después, todos escucharon un brusco sonido y la tela se desgarró. James metió dos dedos en la rasgadura y tiró violentamente hacia abajo. La mitad de su manga quedó en su mano. En unos instantes se encontraba vendado.

Una extraña mirada brillaba en los ojos de El-Kalaam.

—Muy bien —aprobó mientras veía a James ajustarse el vendaje—. Hizo eso como un... soldado profesional.

James se tomó su tiempo antes de responder. Se limpió la frente con el dorso de su mano útil y la secó en sus pantalones. Dejó una mancha oscura. Se acomodó contra el librero y respiró tan profundo como pudo. El aire salió rasposamente y al final se transformó en tos. De inmediato se limpió la rosada saliva que asomaba entre sus labios, pero El-Kalaam extendió una mano y volvió la de James para ver su palma.

—Ensangrentado —comprobó. James retiró violentamente la mano y se la limpió. Heather logró contener un sollozo y cerró los ojos.

—Sé algo de la milicia —invocó James sin volverse a verla.

—¿Ah, sí? —preguntó El-Kalaam poniendo la punta de su MP40 contra el pecho de James, abriéndole la camisa. Miró hacia adentro. Su expresión era indescifrable—. ¿Y cómo es eso?

—Nací y me crié en el barrio de Falls, en Belfast —explicó James. Su cabeza cayó hacia atrás. Sus ojos se cerraron.

—No, Jamie —pidió Heather—, no te esfuerces.

Rita hizo un movimiento para hacerla callar, pero El-Kalaam, agitando la mano, le urgió que se retirara.

—Déjala en paz —ordenó calmadamente—. No importa lo que ella diga. El me dirá... —Se puso en cucullas frente a James—. ¿O no?

Los ojos de James se abrieron. Miró fijamente a El-Kalaam.

—En el Falls —le recordó suavemente El-Kalaam—. Se crió en el Falls de Belfast.

—Sí, el Falls —repitió macabramente James—. A donde llegan los malditos ingleses protestantes, con sus informantes, para matar y torturar a los jóvenes que luchan por su libertad.

Una sonrisa lupina se extendió sobre la cara de El-Kalaam y volvió la cabeza para mirar a MacKinnon y a Davidson.

—¿No desean acercarse ustedes dos, caballeros ingleses? ¿No desean oír algo acerca de las atrocidades que comete su gobierno contra los católicos irlandeses? —los invitó.

MacKinnon y Davidson miraron fijamente a El-Kalaam, estoicos y pálidos. Este último aceptó:

—Vivimos con ese conocimiento cada día de nuestras vidas. Es un hecho de la vida.

—¿Ves lo que ocurre con ellos? —preguntó El-Kalaam dirigiéndose a James—. ¿Ves cómo tratan de racionalizar sus pecados?

—Todos hemos cometido pecados —replicó suavemente James—. Dejé el Falls porque sabía que tendría más éxito dedicado a los negocios en los Estados Unidos. —Se volvió en dirección a Heather—. Tú sabes a dónde va la mayoría de las ganancias, mi amor. —Ella cerró los ojos. Aparecieron algunas lágrimas que se deslizaron por sus mejillas.

—El Ejército Republicano Irlandés, ¿eh? —confirmó El-Kalaam. Nuevamente inclinó la cabeza hacia un lado—. Pero me pregunto, ¿es ésa la verdadera razón por la que abandonó Belfast?

—Supongo que siempre sospeché que en el fondo era un cobarde. Mi hermano y el prometido de mi hermana lucharon contra los protestantes... y murieron por sus ideales. No tenían ni un chelín para ofrecerlo a la causa... dieron sus vidas. Ellos hicieron su elección. Ahora yo he hecho la mía.

—¿Elección? —preguntó El-Kalaam—. ¿Qué elección?

—La elección entre la defensa del honor y la sumisión a los que carecen de ley —respondió James después de un momento de silencio, con los ojos fijos en El-Kalaam.

Este lo contempló y se puso de pie, alejándose.

—Tiene razón, ¿sabe? —coincidió Ken Rudel sin hacer caso de los histéricos intentos de Thomas por hacerlo callar.

—¿Qué estás haciendo? —susurró roncamente Thomas—. ¿Estás loco? Viste lo que le hizo a Rene Louch.

Rudel lo miró con desaprobación.

—Palabras —despreció volviéndose a mirar al agregado estadounidense—. Simplemente palabras.

—Las palabras han sido la razón por la que los norteamericanos han vivido y han muerto durante más de doscientos años —sentenció Rudel—. Libertad, soberanía, justicia...

—Le mostraré lo que esas palabras significan —intervino El-Kalaam con una voz que destilaba desprecio. Hizo un gesto cortés—: Rita.

La mujer alta apareció detrás de Raquel. Tomó la subametralladora que colgaba de su hombro.

—¿Qué van a hacer? —preguntó Raquel. Sus ojos estaban muy, muy abiertos.

—¡Silencio! —masculló Malaguez apuntándole con su arma—. Sólo quédate donde estás y observa.

—¡No quiero ver esto!

—Ah, vean —manifestó Fessi, sonriendo—. La israelí no tiene estómago para esto.

—Déjenla fuera de este asunto —opuso Bock. Había guardado silencio hasta ahora—. Las mujeres no deberían estar involucradas en esto.

—Como verá —se dirigió El-Kalaam a Rudel—, todo este parloteo carece de sentido. Sólo la acción posee impacto.

Mientras hablaba, Rita había elegido al mayordomo. Era un hombre delgado, calvo y notablemente encorvado. Sus ojos giraban y empezaba a temblar.

—¿Qué prenteden hacer? —preguntó Rudel.

—James sabe lo que está a punto de ocurrir. ¿No es cierto, James?

La cabeza de James se balanceó sobre su cuello. Sus ojos estaban fijos en la pared de enfrente. No dio señales de haber oído.

—¿Qué está pasando? El-Kalaam... —empezó a decir Rudel.

—Ya cállate, ¿no? —ladró Thomas, histéricamente. Sus ojos se cerraron con fuerza—, ¡Cállate y nos dejarán en paz!

Rita guió al aterrorizado mayordomo al centro de la habitación. Después se retiró. Hubo un seco y metálico sonido cuando quitó el seguro de su arma.

—¡Por el amor de Dios! —gritó Emouleur.

La doncella rompió a llorar. Susan trató de inspirar y jadeó.

—Este no es el modo de... —comenzó a decir Davidson.

El brusco tronido de la subametralladora hizo saltar a todos. Heather gritó. El mayordomo giró, elevándose treinta centímetros sobre el suelo. Fue lanzado contra la pared contraria entre un reguero de sangre. Rebotó. Rita volvió a apretar el gatillo. El ruido era ensordecedor. Los brazos del mayordomo se abrieron ampliamente mientras sus manos trataban de sostenerse del aire. Su cuerpo bailó cuando sus ojos se pusieron en blanco. Estaba cubierto de sangre que se embarró contra el papel tapiz, mientras él se deslizaba hacia el suelo. Sus piernas se doblaron bajo su peso y su cabeza estaba inclinada pesadamente contra su pecho.

La doncella, una joven rubia con exceso de maquillaje, seguía gimiendo. Como si se hubieran puesto de acuerdo en silencio, los demás rehenes se alejaron en forma torpe. Ella se encontraba agazapada contra la chimenea.

Rita giró. Un fuego anaranjado saltó nuevamente por la boca de la MP40, y la doncella pareció saltar hacia atrás. La repisa de mármol la golpeó entre los omóplatos, haciéndola arquearse hacia adelante. Su boca se movió, pero no pudo producir sonido alguno. Sus dedos se contrajeron hasta convertirse en garras al caer de rodillas. Se balanceó así un momento antes de desplomarse sobre un costado.

—Muy bien —aprobó El-Kalaam entre el humo de la cordita—. Ahora ustedes saben que hablamos en serio. Las palabras no son nada ante nosotros; el valor resulta un lujo innecesario ante el poder que esgrimimos. Es terminante e irrevocable.

Su cabeza giró alrededor del cuarto. Sus oscuros ojos bebían ávidos el desnudo terror y el impacto de los pálidos rostros. Esbozó una breve sonrisa al verlos a todos. Había un silencio total. Dio unas palmadas al cargador de su pistola de repetición y escupió sonoramente al suelo, en un punto a la mitad del camino entre los dos cuerpos.

*

No era sólo el hecho de que Rubens le parecía cada vez más humano, sino, y esto quizá era lo más importante, sus inicios terroristas en los barrios bajos del extremo de Nueva York tocaban un nervio en el centro de lo más profundo de su ser. Sabía que odiar tanto, era un sentimiento que se transformaba en un sabor de boca imposible de lavar. Y, por supuesto, conocía el castigo destinado a ese odio cegador.

Por ello no le sorprendió encontrarse en casa de Rubens y no en la suya, al final del día. Nadó un rato y, al terminar, María le llevó una charola en la cual se hallaba un alto y sudoroso vaso de Bacardí, deliciosamente helado, y un plato de emparedados de pollo porque, dijo María, "el señor llegará tarde esta noche y preguntó si usted lo esperará a cenar".

Se había bebido la mitad del ron antes de sentir suficiente frío como para entrar a la casa. Se sentó, aún vestida con su traje de baño húmedo, bebiendo lentamente el resto de su trago, sintiendo su pesado cabello rizándose en sus hombros. Contempló el enorme óleo que estaba a la izquierda de la chimenea. En él, una sirena notablemente obesa se hallaba sentada sobre unas rocas agudas. Su cara era una luna llena de grasa rosada y de ella surgían dos alegres ojos verdes de mirada enigmática. Su largo cabello brillaba con una red de joyas marinas: una turbulencia de pequeñas conchas. Las mojadas escamas de su cola brillaban al sol. Debajo y detrás de ella, el mar se rizaba y corría como tratando de cubrirla. Una característica curiosa del óleo era que el mar y los ojos de la sirena se veían exactamente del mismo color, de modo que uno experimentaba la vertiginosa sensación de estar mirando, a través de ella, hacia las profundidades del océano. Daina cerró los ojos.

Quizá era lógico que, cuando se quedó dormida esa noche, soñara con el calabozo. Nunca en su vida había pronunciado esa palabra y, durante muchos años, al leer un texto histórico que la tuviese, se quedaba sentada mirándola durante largos momentos que se asemejaban a un trance, como si tuviese miedo que de pronto adquiriera vida. Porque ésta era la palabra que ella usaba para describir la habitación que estaba tres pisos más abajo, enterrada como un topo enfermo esperando la muerte. Colgaba sin luz ni aire en su subconsciente, devolviéndola a una época de su vida en la que carecía de voluntad, de control... como si hubiese vuelto al seno materno.

Despertó, como siempre lo hacía de ese sueño recurrente, cubierta de sudor, sintiendo con tal fuerza el vulgar olor del hule, que quería levantarse, ir al baño y lavarse la boca. Pero eso le tomaría algún tiempo, ya que aún se imaginaba a sí misma atada a la cama.

—Daina —la llamó Rubens—, ¿estás bien?

Por un instante no pudo contestar. Miró hacia el techo, sin verlo. Entonces lo sintió moverse junto a ella, su piel tallándose contra la de ella, y todo estuvo bien.

Se levantó y se dirigió al baño, silenciosamente. Cuando volvió, él estaba aún sentado en la cama, mirándola.

—¿Qué pasó? Gritaste.

—Era sólo un sueño —explicó deteniéndose al pie de la cama, desnuda todavía. —Lo dijiste como si fueras una niña —comentó él, y luego añadió quedamente—:

Eres tan hermosa...

—¡Cómo produce belleza esta ciudad! —aduló ella sonriendo al oírlo—. Pronto será tan común que perderá todo significado.

—No estaba hablando de tu rostro... o de tu cuerpo.

—Entonces, ¿de qué?

—De tu estampa: tu voz, tus gestos, tu entonación... tu presencia —aseguró extendiendo los brazos hacia ella—. Toda tú.

Dejó flotar su cabello sobre los hombros, como una nube, en tanto se hincaba sobre la cama acercándose a él y proclamando:

—No eres como todos dicen —afirmó temblando un poco al sentir que sus brazos empezaban a estrecharla.

—Tengo mucho frío —manifestó él, pero Daina no supo si realmente quería decir eso. Había en él un abismo de ilusión que ella no podía penetrar todavía.

—¿Sentías frío con tu esposa?

—Especialmente con mi esposa.

—¿Lo ves? —reforzó ella con una especie de triunfo aparente—. Las historias que se cuentan sobre ti deben ser ciertas.

—¿Qué historias? —se extrañó.

Ella podía sentir sus pestañas suaves como mariposas, cuando sus labios tocaron su clavícula.

—He oído decir que te divorciaste de tu esposa porque ella no te tocaba en público.

—Yo también he oído esa historia.

—Bueno, ¿es cierto? —preguntó ella.

—¿Acaso importa?

—No lo sé —evadió. Se alejó de él un poco para poder ver mejor su cara. Extendió una mano y le quitó un rizo de la frente—. Sí. Diría algo sobre ti.

—Oh, sí. Diría que soy un auténtico egomaníaco. Estoy bastante seguro de que ésa sería la conclusión a la que llegaría la mayoría de la gente.

—Entonces no lo hiciste.

—De hecho, lo hice. Pero eso fue solamente una manifestación externa. Mi esposa era tan fría como yo pretendo serlo. Eso lo aprendí de ella.

—No eres tan frío —contradijo ella poniendo la palma de la mano sobre su mejilla.

—No. No contigo —aclaró cubriendo la mano de ella con la suya—. Y eso me sorprende.

—No debería sorprenderte —señaló ella mirándolo a los ojos—. Realmente es muy lógico. Me has poseído, me has penetrado. Pero ¿qué es eso? Sólo carne y más carne; nada en realidad comparado con...

Las campanillas del timbre de la puerta principal sonaron. Rubens impulsó sus piernas con la energía de un colegial y se levantó. Daina rodó sobre la cama y atisbo el reloj. Era un poco después de la medianoche.

—¿Tienes que responder? —inquirió ella.

—Sí —le respondió poniéndose una bata de satén azul medianoche, que William Powell debió usar. Estaba cubierta de estrellas. Las campanillas sonaron nuevamente y él bajó hacia el vestíbulo.

Ella se volvió de espaldas y extendió sus manos sobre las frías sábanas, cerrando los ojos. Voces. El sueño no podía llegar. Suspiró y llamó a su servicio de mensajes telefónicos. Maggie había dejado recado de que le llamara.

—Hola, ¿qué hay de nuevo?

—Sólo estoy un poco deprimida —respondió Maggie—. ¿Dónde estás?

—En casa —contestó Daina—. Ah, no. En realidad estoy en la de Rubens.

—¿Y qué estas haciendo ahí?

—Viviendo.

—Ja, ja, ja —rió Maggie con un sonido áspero y quebradizo. No había ninguna viveza en su voz—. Ya veo. Bueno, ¿cómo te va?

—Muy bien. Escucha, Maggie, preferiría hablar de ti.

—Qué aburrido. Sólo estoy aquí sentada, llorando.

—Iré para allá. No deberías estar sola.

—Estúpida. No. No necesito a nadie.

—Sí lo necesitas. Ese es el problema. Chris estará trabajando en el estudio toda la noche...

—Aunque no esté trabajando, no vendrá a casa.

—Está teniendo problemas con el grupo, eso es todo —la consoló después de un rato de silencio durante el cual se preguntó qué debía decir. Y tan pronto como lo dijo, supo que no había sido acertado.

—¿Cómo lo sabes? —indagó Maggie. Un cierto filo se insinuó en su voz.

—Oh, bueno, me lo encontré ayer. Hablamos un poco. Tú sabes, sólo charla.

—No, no lo sé. ¿Qué demonios está pasando, Daina?

—No sé lo que quieres decir.

—¿Estás con Chris ahora?

—¿Qué pasa contigo, Maggie? Te dije...

—¡Ya sé lo que me dijiste! —estalló y colgó el auricular.

—¡Maldición! —exclamó Daina y volvió a marcar el número. Lo intentó tres veces, pero la línea estaba ocupada.

Se levantó y empezó a vestirse, poniéndose unos pantalones de mezclilla y una blusa de terciopelo. Bajó atravesando el vestíbulo y entró a la sala.

Rubens se hallaba allí con un hombre más bien alto y de apariencia atlética. Tenía un bronceado profundo y el cabello, decolorado por el sol, estaba cepillado hacia atrás. Podía haber sido un esquiador sacado de Laguna Beach. Las únicas incongruencias eran sus ojos de aspecto húmedo y los anteojos perfectamente redondos de armazón de carey. Le recordó a alguien de su infancia, pero no pudo saber a quién.

—Daina Whitney, te presento a Schuyler Foulton, mi abogado —anunció Rubens. Foulton trasladó un portafolio rojo oscuro, cosido a mano, de su diestra a la izquierda y estrechó la mano extendida de Daina.

—Muy bien —instó Rubens chasqueando los dedos—. Continuemos con esto.

Foulton abrió el portafolio extrayendo un fajo de papeles y entregándoselo a Rubens. Este comenzó a estudiarlo de inmediato.

Daina miró a Foulton. Tenía una delgada capa de sudor en el rostro. Era una cara, pensó ella, demasiado bonita para ser calificada de hermosa. Pensó que los anteojos lo hacían verse más joven de lo que era. Se preguntó de nuevo a quién le recordaba y luego se volvió, sofocando una carcajada. Foulton se veía igual a Clark Kent.

—¿Le gustaría un trago? —le preguntó volviéndose a mirarlo.

—Schuyler no se quedará tanto tiempo —advirtió Rubens bruscamente, sin levantar la vista de su lectura.

—No... gracias —pudo responder Schuyler mientras su cara se ponía roja lentamente.

Rubens estiró una mano y tronó los dedos. Foulton buscó en el interior de su chamarra, sacando una delgada y elegante pluma de oro. Rubens se apoderó de ella y dibujó círculos alrededor de dos párrafos en la página que estaba leyendo. Sólo entonces levantó la vista y consultó:

—¿Qué demonios es esto? —Agitó en el aire el fajo de papeles y Foulton lo atrapó torpemente.

—Esa es la redacción que me mandó la junta directiva desde Nueva York —respondió mirando la página superficialmente. Sabía lo que había allí.

—¿La junta directiva? ¿Quieres decir que Ashley envió esto así? Le dije expresamente que no aceptaría nada menor que un contrato por cinco años, con escaladores y dos opciones por año.

—Yo, uh, hablé con él esta tarde. Dijo que les preocupaba quedar atados. La liquidez...

—¡A la mierda con la liquidez! Quedar atados a Colombine es para ventaja nuestra. ¿Tengo que deletrearle todo a esos cretinos? —repudió Rubens, furioso.

—Ashley dijo...

—¡Me importa un demonio lo que Ashley dijo! —explotó Rubens—. ¿Para quién trabajas, Schuyler?

Foulton no respondió nada y miró el tapete entre sus zapatos.

—¿Sabes algo? Es una gran cosa que estemos viviendo en el siglo veinte. ¿Sabes lo que solían hacerle a los portadores de malas noticias...? Cortarles la cabeza...

—Pensé que les cortaban la lengua —disimuló Foulton aclarándose la garganta y alzando la vista.

—Es lo mismo —desdeñó Rubens dirigiéndose al extremo de la mesa para café. Oprimió un botón oculto y un cajón se deslizó silenciosamente. En su interior había un teléfono blanco. Introdujo una delgada tarjeta de plástico en una ranura y esperó a que el teléfono marcara el número automáticamente—. ¿Viniste solo? —investigó mientras esperaba.

—Yo, eh...

—Te trajo Bill.

—No creo que esto sea...

—Vamos, Schuyler, Daina no va a decir nada. ¿Por qué no lo haces pasar? Sabes que es bienvenido y puede que se esté sintiendo solo allá afuera —lo alentó Rubens. Se alejó de ambos y su voz cambió mientras hablaba por el receptor. Era suave como la caricia de un amante—. Hola, Marge. Sí, ¿Cómo estás? ¿Y los niños? Qué bueno. Siento despertarte. Sí, lo sé. Sólo dale un empujón. Despertará. —Se volvió y miró fijamente a Foulton del modo en que una mangosta puede observar a una cobra. Cuando habló de nuevo, su voz se tornó tan fría y dura como una piedra—: Ashley, bastardo, ¿qué demonios crees que estamos haciendo? Sí, ya sé la hora que es. Schuyler me acaba de dar el contrato de Colombine. ¿Sabes para qué es bueno, Ashley? Para papel sanitario. —Escuchó durante un momento y luego su voz bajó de volumen, chisporroteando con tonos amenazadores—: Escucha, pequeño bastardo, si has arruinado este negocio te haré picadillo. ¿Sabes lo que significan para nosotros los párrafos diecisiete y diecinueve? ¿No? La Colombine tiene la opción de retirarse después de tres años, y si lo hacen tendremos un serio problema. No lo sabías, ¿verdad? Este contrato es un fraude. ¿Para qué demonios has estado usando el cerebro últimamente? No empieces con eso. Sé lo que Maureen te ha estado haciendo desde que la contrataste. ¿Cómo? ¿Pues quién crees que está a cargo de esto? Sí. Nada más que no lo olvides, aun a tres mil millas de aquí. —Hubo un compás de espera—. Ashley, más te vale que tengas listo este trato antes del jueves, porque Schuyler y yo vamos a volar para allá ese día con los nuevos contratos. Correcto. Oh, y Ashley, a partir de ahora yo me encargaré personalmente de Colombine. Correcto. Haz eso. —Colgó el receptor de un golpe—, ¡lmbécil!

"Muy bien —prosiguió volviéndose hacia Foulton—. Ya oíste eso. Los quiero listos para mañana a las diez —sonrió—. ¿No invitaste a Bill a pasar? —Agitó una mano—. Daina, ¿puedes por favor invitar al amigo de Schuyler a tomar un último trago?

—¡No! —saltó Foulton antes de que Daina pudiera moverse. Se volvió hacia él—. No creo que lo estés diciendo en serio.

—Demonios, hombre, ¡claro que sí! —afirmó Rubens, pero su bonhomía sonaba completamente falsa, de hecho era tan transparente que Daina podía sentir la corriente subterránea de furia que se movía apenas bajo la superficie. Sólo la delgada capa que le diera el hecho de criarse en la civilización lo mantenía bajo control. ¿Qué era lo que pudo molestarle tanto? Ella dudó.

—Tienes que superar esa fobia, Schuyler, de verdad. A Daina no le importa que seas homosexual. Ella trabaja con ellos todo el tiempo, ¿no es cierto?

Ella no dijo nada, negándose a participar en la cruel burla.

—No es eso —se defendió Foulton—. Tú sabes...

—Oh, entonces debe ser Bill. Bueno, Schuyler, Daina no conoce a Bill. —La miró un momento—. ¿Conoces a Bill Denckley, el dermatólogo? ¿Bill, de Beverly Hills? Schuyler vive con él aquí. Bill está afuera, en el auto, esperándolo —Rubens sonrió de nuevo, mostrando los dientes—. Hey, tengo una idea... ¿por qué no te desnudas para nosotros? Muéstrale a Daina los moretones que Bill...

—Rubens, por favor, no —pidió Schuyler cambiándose de mano el portafolio y limpiándose la palma libre en los pantalones.

—Oh, vamos, no hay razón para que seas tímido, Schuyler, viejo amigo. Piensa que Daina es sólo uno de los muchachos, ¿eh? Eso puede ayudar a darte algo de chispa...

—¡Rubens, es suficiente! —vociferó Daina en tono cortante—. No sigas.

El estuvo a punto de decir algo más, pero lo que vio en el rostro de Daina pareció disuadirlo y se sacudió como si tratara de librarse del exceso de palabras que había estado a punto de escupir. En vez de ello, preguntó, usando otro tono de voz:

—¿Cómo vamos con Más allá del arco iris!

Schuyler se aclaró la garganta, lanzándole a Daina una fugaz mirada de agradecimiento antes de responder.

—Acabo de terminar la contabilidad del tercer mes y creo que vamos a tener que vigilar los gastos un poco más de cerca.

—¿Cuánto se han salido del presupuesto esos bastardos?

—Tres millones de dólares... hasta ahora.

—¿Con cuánto estamos metidos?

—Seis millones en números redondos.

—También se han pasado del tiempo límite.

—Todo es culpa de ese loco diseñador de la escenografía, Roland Hill. Sigue construyendo sets cada vez más grandes y más brillantes. Están esperando que llegue de Nueva York una silueta de neón que nos costará un cuarto de millón, porque Hill se rehusa a hacer miniaturas.

Rubens se volvió hacia Daina.

—Apenas estos bastardos reciben un golpe abajo del cinturón y empiezan a llevarse las cosas —renegó dejando su vaso—. Quiero que me organices una junta con ellos, Schuyler. Digamos, oh, la semana que entra.

—¿En la oficina?

—No, aquí. Quiero que esos egomaníacos se sientan relajados cuando lleguen aquí. De seguro no se sentirán igual cuando salgan. Ahora, acerca del asunto de Colombine...

—Tendrás los contratos a las diez —determinó Schuyler con suavidad—. Te los enviaré con un mensajero.

—No te molestes, iré a la oficina temprano en la mañana —rechazó Rubens. Foulton asintió.

—Gusto en conocerla, señorita Whitney —se despidió tomando su mano en un frío apretón—. He disfrutado mucho sus películas.

—Gracias —respondió Daina con sutileza—. Vuelva pronto.

Escucharon el golpeteo de sus tacones contra el mosaico del vestíbulo. La puerta se cerró tras él. El motor de un auto tosió, arrancó, y el sonido se perdió pronto entre las altas palmeras.

Rubens la miraba fijamente. Luego, se volvió y cruzó la habitación, dirigiéndose al bar. Durante algunos momentos, el espacio entre ellos se llenó solamente de los pequeños sonidos de los cubos de hielo contra el vidrio.

—¿Por qué lo trataste así? —preguntó ella finalmente.

—No quiero hablar de eso —rehusó enojado.

—Muy bien. Perfecto —acató ella y se dirigió al armario del vestíbulo.

—¿A dónde vas?

—A ver a Maggie. Ella...

—No lo hagas.

—Ella es mi amiga, Rubens —le recordó, volviéndose a mirarlo.

—Yo soy más que tu amigo —afirmó él dando un paso hacia ella.

—No me voy a quedar contigo esta noche... no después de ver la forma en que aterrorizaste a Schuyler.

—¿Qué es él para ti?

—Se trata de lo que es para ti, Rubens. Dios mío, él es tu amigo.

—Lo hago porque él lo disfruta.

—Vi su rostro —rebatió Daina negando con la cabeza—. Lo lastimaste. Duro. Y lo hiciste porque tú lo estabas disfrutando.

—Veo que nuevamente te he subestimado —convino Rubens mirándola de un modo peculiar.

—¡Cristo! ¿Y eso te molesta?

—No estoy seguro —tomó su vaso y salió del bar. Asintió—: Está bien, te diré. Schuyler y yo fuimos juntos a la escuela. Yo trabajé duro para llegar allá... a él lo impuso su padre. —Agitó una mano como si tratara de borrar sus palabras—. Pero eso no importa. Eramos compañeros de cuarto y nos convertimos en buenos amigos... hicimos todas las cosas que los amigos hacen juntos: íbamos a los juegos de fútbol, nos ayudábamos a matarnos para pasar los exámenes, salíamos juntos con nuestras chicas...

—¡Ah!

—Sí. No fue sino hasta mucho tiempo después que me confesó que se había manifestado su homosexualidad. —Bebió de su vaso con tal avidez, que Daina pudo percibir su agitación—. No lo acepté entonces y no lo acepto ahora. Quiero decir, hace años yo sabía cómo eran las cosas entre él y las mujeres. Solíamos pasarnos las noches en vela hablando de Kim Novak y de Rita Hayworth, comparándolas con nuestras propias chicas. Así que sigo pensando que se trata sólo de una aberración temporal. —Se volvió, apartándose de ella—. Su prometida aún me llama de vez en cuando, preguntándome si hay alguna esperanza. Ella todavía lo ama.

—Rubens —replicó Daina, suavemente—, no puedes hacer que sea lo que no es.

—Tú comprendes —explicó Rubens—. No creo que él mismo sepa lo que es. A veces me enojo tanto que podría ahorcarlo. No quiero ocultarlo, de verdad. Pero cada vez que Regine llama, llorando —aquí su mano se convirtió en puño—, pienso, ¿por qué tiene que ser así? ¿Cómo puede preferir a ese dermatólogo maricón por encima de ella?

—Actúas como si fuera tu decisión. No lo es —insistió Daina poniendo sus dedos en el brazo de Rubens, apretando—. Pero hay que tomar en cuenta que yo no lo quiero como tú.

—Yo no quiero a Schuyler —gruñó, pero su voz carecía de convicción y no se alejó del contacto de Daina.

—¿Piensas que es poco varonil quererlo? —interrogó sin esperar respuesta. Sólo quería decir en voz alta la pregunta que él mismo debería estarse formulando—. ¿Qué es más importante que la amistad?

—En realidad le debo una disculpa a ese bastardo —concedió él, relajándose un poco—. A veces lo trato tan mal como me imagino que Bill lo hace.

—¿En verdad hacen lo que dijiste?

—No. Claro que no —corrigió sonriendo—. Lo digo porque eso saca a Schuyler de sus casillas. Creo que Bill lo ama de verdad. —Entrelazó sus dedos con los de ella—. Para ser un dermatólogo no es un mal tipo. —Rió y se volvió hacia ella—. ¿Sabes?, tienes una habilidad muy inquietante.

—¿Cuál?

—La capacidad de hacerme ver cosas acerca de mí mismo. —Ella estuvo consciente de la intensidad con la que la miraba a los ojos. Sus rodillas se debilitaron a causa de lo que vio allí. El parecía transfigurado, magnetizado, como si a través de un misterioso proceso ella se hubiera convertido en una fabulosa criatura mágica. El respiraba por la boca entreabierta y, cuando alzó su mano libre para tocar la mejilla de Daina, su piel se sentía caliente.

"No te vayas, Daina —pidió con voz ronca—. No ahora, no esta noche. —Su contacto era electrizante. Detrás de los ojos de Daina comenzó un cosquilleo que derritió todas las memorias en su interior, de modo que, en ese momento, ella llegó a él purificada del fuego y el hielo de su pasado—. Por favor.

*

Pero no pudo mantener la silenciosa promesa que le hiciera, sin importar la gran parte de sí misma que egoístamente deseaba quedarse con él toda la noche. De las profundidades de la oscuridad escuchaba, por sobre el tic—tac del reloj de buró y la pausada respiración de Rubens, la desgarrada voz de Maggie.

Pensó en todos los días grises que habían pasado juntas, compartiendo las comidas en el Taco Belle o en Hamburger Hamlet; en las noches en las que lloraron una en brazos de la otra en su frustración y furia por no llegar a ningún lado. Sin papeles ni películas ni vida. Ya no podía recordar cuántas invitaciones a la cama habían rechazado, de cuántos productores. En aquel entonces sólo se tenían una a la otra. Sintió que el corazón se le rompía al pensar en lo que Maggie debía estar sufriendo ahora al ver a su mejor amiga gozar del éxito mientras ella se hallaba tan enlodada.

Daina se enderezó y salió de la cama con una violenta sacudida de la cabeza. La separación de su tibia carne de la de Rubens fue un choque y trató de pensar en otra cosa.

Silenciosamente, sin despertarlo, se enfundó unos pantalones vaqueros y un suéter con cuello de tortuga. Encontró las llaves del auto y cruzaba el umbral hacia el vestíbulo cuando lo oyó agitarse.

—¿A dónde vas? —preguntó Rubens con la voz aún pastosa por el sueño.

—Tengo que ver a Maggie.

—¿Para qué demonios? En este momento ella te odia por completo.

Daina se volvió y vio su cara entre las sombras. Apenas una pequeña media luna de luz se proyectaba sobre una de sus mejillas, como una cicatriz.

—Ya me impediste ir una vez. No lo hagas de nuevo. Por favor.

—Sólo te hago notar algo que deberías ver fácilmente —persistió incorporándose sobre un codo—. Si quieres perder tu tiempo, es problema tuyo.

—Ella es mi amiga, Rubens —explicó dando un paso hacia donde él estaba—. Deberías entender eso. Los amigos son importantes en tu lugar de origen —hizo una pausa—, ¿o no?

—Ella sólo está esperando el momento de apuñalarte por la espalda —sentenció él tras un momento de silencio.

—Esto es sólo un juego para ti, ¿verdad? —estimó ella, inclinándose hacia adelante—. Maggie no te importa para nada. Simplemente no quieres que yo te deje.

—No —convino él, secamente—, no quiero. —Se sentó por completo y ella sintió que la miraba con determinación—. Ahora los dos estamos enojados sin ninguna razón.

Daina se acercó a la cama, se inclinó sobre él y lo besó en los labios. Subió las puntas de sus dedos hasta que lo tocaron en el filo de la mandíbula, retirando momentáneamente la cicatriz de luz.

—No te estoy dejando, sólo voy a ver a Maggie. Hay una diferencia. Estás equivocado respecto a ella. Cualquiera que sea la razón por la que Maggie y yo peleemos, no tendrá importancia mañana... pero sólo si una de nosotras hace algún movimiento para cerrar la herida. Ella no lo hará... no esta vez. Está demasiado agobiada por la frustración y la desesperación —retiró su vista, pero al mismo tiempo le oprimió la mano—. No te enojes conmigo. Mis amigos también son importantes para mí. Y ella me necesita.

—Yo también te necesito.

—Tú eres más fuerte que ella en este momento —respondió sonriendo—. No conviertas esto en un concurso.

—Nada de concurso —desairó él desde la oscuridad—. Haz lo que tengas que hacer.

*

Las luces brillaban cegadoramente. Daina condujo el plateado Mercedes a un costado de la casa de playa de Chris y Maggie. La resonancia de las olas era borrada por el pesado ritmo de la música de los Heartbeats que emanaba del interior.

Daina subió las escaleras cubiertas de arena y tocó en la puerta. La música era demasiado fuerte, así que se vio forzada a esperar la pausa entre canciones. Entonces golpeó fuertemente con el puño crispado.

—Adelante, está abierto... Oh, eres tú —ironizó Maggie al ver a Daina—. ¿Quién te está esperando?

—¿Por qué me colgaste? —recriminó Daina dirigiéndose hacia donde Maggie se hallaba acurrucada en un rincón del sofá. Había una botella de vino blanco alemán medio vacía en la mesa del café; el cenicero estaba rebosante de colillas aplastadas. Un cigarro de mariguana, a medio fumar, yacía en una horquilla de alambre.

—¿Dónde está Chris? —preguntó Maggie, agresiva—. ¿Tienes miedo de traerlo personalmente a casa?

—Maggie, no sé de dónde sacaste la idea...

—¡Quiero saberlo! —gritó, ahogando el sonido de la música, una hazaña considerable—. ¿Qué han estado haciendo ustedes dos a mis espaldas?

Daina cruzó la habitación y pulsó un botón en el amplificador estereofónico. El silencio cayó sobre ellas y, tras éste, el sordo golpear del suave oleaje en el exterior. Fue a sentarse en el sofá, junto a Maggie.

—Siento mucho no haber tenido la oportunidad de decirte que Chris y yo habíamos hablado.

—Podía haber venido a mí para que lo aconsejara —refutó mientras sus ojos se llenaban de lágrimas—. ¿Por qué fue a ti?

Daina estiró una mano hacia Maggie y ésta dijo convulsivamente, como si el contacto la obligara a hablar:

—Oh, Dios, Daina, ¡no puedo soportarlo! Tú tienes todo y yo no tengo nada... nada. Y ahora te has llevado a Chris también.

—Chris te ama sólo a ti, Maggie. El y yo no somos más que amigos y a veces los amigos pueden hablar de cosas que no están en posibilidad de comentar con sus amantes. —Envolvió a Maggie entre sus brazos, sintiendo las amargas lágrimas rodar tibiamente por su cuello. La sucesión de sollozos de Maggie semejaba una serie de pequeños temblores.

"Shh —silenció Daina—, shh —como lo haría con un niño lastimado, como deseaba que su madre hubiera hecho con ella, sólo una vez. Acarició el cabello de Maggie—. Aún nos tenemos una a la otra, siempre nos tendremos.

—Pero tú estás yéndote —susurró Maggie con una voz que se había vuelto pequeña y triste. Toda la ira quedó filtrada entre sus lágrimas—. Tú te estás yendo y yo me quedaré.

—¿A dónde estoy yéndome? —inquirió suavemente Daina—. Aún estoy aquí. —Ella también estaba llorando ahora porque al fin podía ver lo que estaba ocurriendo entre ellas y supo que debía detenerlo antes de que su amistad se destruyera. Tomó la cabeza de Maggie entre sus manos, de modo que quedaran frente a frente—. Ocurra lo que ocurra, siempre seremos amigas. Siempre será igual entre nosotras. Te lo prometo, Maggie.

Esta miró a los ojos de Daina y uno de sus dedos subió y recogió una lágrima que se deslizaba por la mejilla de Daina. Después, con un profundo suspiro, puso su cabeza contra el pecho de Daina y cerró los ojos. Juntas, se mecieron hasta quedar dormidas.

*

—Rita —llamó El-Kalaam—, desata a las mujeres.

Heather y Susan se hallaban frente al sofá cuando Rita, colgándose su MP40 en el hombro, extrajo una navaja aserrada de la funda de su cadera. Cortó las ataduras y se apartó.

El-Kalaam estaba ante ellas.

—Se quitarán los grilletes de los pies cuando yo acabe de hablar. ¿Está claro?

Heather lo miró sin pestañear; Susan tenía el rostro parcialmente desviado. Se limpió las lágrimas de los ojos con el dorso de su mano.

—¿Qué pasa, señora? —acució El-Kalaam. Dio un paso rápido hacia adelante hasta quedar muy cerca de Susan—. ¿Huelo mal? —Ella no podía voltear la cabeza—. Tal vez no tengo suficiente dinero como para que me mire a los ojos, ¿eh? —Tomó una de sus manos y miró los anillos de brillantes que llevaba—. Estos son los de un hombre pobre, señora. De un hombre dedicado. Un profesional. —Soltó su mano—. Eso es algo que no entendería, ¿eh? Porque los hombres dedicados, todos, olemos mal. —Se recuperó. Su cara estaba inflamada de sangre. Heather, mirándolo, hizo un movimiento hacia Susan, pero fue demasiado tarde.

—¡Me responderás cuando te hable! —bramó El-Kalaam y golpeó a Susan en la cara. Ella se tambaleó y con los tobillos aún atados cayó al suelo—. ¡Levántate! —ordenó El-Kalaam.

—¡Déjela en paz! —gritó Freddie Bock—. ¡No le pegue otra vez!

Fessi había estado mirando a las dos mujeres, lamiéndose los labios mientras sus ojos recorrían de arriba abajo los contornos de sus cuerpos. Ahora frunció el ceño y, con un movimiento torpe, enterró su puño en un lado del ancho cuello de Bock. El industrial gritó y se tambaleó hacia atrás.

—¡Cerdo! —silbó Fessi y escupió en el frente de la camisa de Bock. Lo miró, luego otra vez a Susan y una sonrisita jugueteó en sus labios.

—¡Levántate! —gritó El-Kalaam más ásperamente. No había puesto atención a esta escena que ocurría en segundo plano—. ¡Levántate, levántate! —Se agachó y jaló del cabello a la pequeña morena. Ella sollozaba—. Ustedes las mujeres son todas tan inútiles... Lo único que saben hacer bien es llorar. No pueden realizar ninguna otra cosa satisfactoriamente.

—¿Y qué me dice de esta mujer? —impugnó Heather señalando a Rita—. Acaba de matar...

—¿Quién te dio permiso de hablar? —interrumpió El-Kalaam. Sus ojos se torcieron y su cabeza se estiró sobre su cuello musculoso.

—Sólo pensé que... ¡aghhhh!

—No —impuso, y su enorme mano agarró los costados de su mandíbula. El temblaba por la presión que estaba ejerciendo sobre ella—. No puedes pensar. Recuerda eso. —Ahora temblaba más—. ¡Llora, maldita!

Pero Heather seguía mirándolo a los ojos, sin pestañear. El retiró su mano y dejó unas marcas blancas que empezaron a enrojecer. Le dio una fuerte bofetada, luego otra y otra, en rápida sucesión. De sus ojos empezaron a surgir lágrimas mientras su cabeza se balanceaba.

—¿Ves? —señaló él bajando la voz—. Eres igual a todos los demás. Tampoco olvides eso. Los sirvientes se han ido —espetó mirando a ambos cadáveres. Su tono de voz se había vuelto irónico—. Han cumplido su propósito. Perdieron la vida para que ustedes pudieran ser prevenidos, para que todos adquirieran una cierta cantidad de sabiduría. —Su cabeza giró para abarcarlos a todos—. Aquellos que lo hayan logrado, quizá sobrevivirán. —Se encogió de hombros y su voz se tornó ronca y dura—: Los que no hagan caso de nuestra advertencia irán con estos dos a la cantera de allá atrás.

Sonrió y todo su aspecto se alteró. Su boca estaba llena de tapaduras de oro.

—Pero basta de charla triste —continuó—. El tiempo pasa y siento un gruñido en el estómago. Ustedes dos —señaló a Susan y a Heather—cocinarán y lavarán para todos nosotros. —Lanzó un gruñido—. Al menos pueden hacerse cargo de eso. Pero —su mano se estiró como un látigo y agarró por la muñeca la anillada mano de Susan—, no podemos quedarnos con esto, ¿o sí? —Le arrancó los brazaletes de oro—. No puedes hacer el trabajo doméstico común con esta cantidad de dinero encima. —Le arrebató los anillos. Susan emitió un pequeño gemido mientras le era arrancada cada joya—. No estás acostumbrada a sentirte tan desnuda, ¿eh? —se burló poniendo su mano con la palma hacia arriba—. Bueno, tendrás mucha práctica ahora.

—¿Y qué hará con toda esa joyería? —preguntó Ken Rudel—. ¿Distribuirla entre su comando?

—Por el amor de Dios —imploró Thomas, con la cara roja—, no has aprendido tu lección todavía. Mantén cerrada tu enorme boca y nada...

—Si no dejas de lloriquear, te juro por Dios que te romperé la quijada —amenazó Rudel a su jefe, apretando las mandíbulas.

Thomas palideció y luego se puso rojo. Miró alrededor del cuarto. Todos los rehenes lo miraban fijamente. Alzó los hombros y previno:

—No te atrevas a hablarme de ese modo, Rudy. Yo fui el que te contrató. ¿No sientes ninguna gratitud? Veré que seas expulsado del servicio diplomático por tal insubordinación.

—Veremos quién le hace qué a quién —respondió Rudel con calma—, si es que salimos de aquí. Eres un maldito cobarde, Thomas. Eso es algo que el Presidente debe saber.

—¡Cómo ha sido rebajada la poderosa Águila Americana! —satirizó El-Kalaam sonriendo mientras se acercaba. Luego, soltó una carcajada—. Pero el joven merece una respuesta. —Levantó el botín que le había quitado a Susan—. Esto no es para un individuo. Ayudará al pueblo palestino en su lucha contra los terroristas sionistas.

—Ah, sí —desdeñó Michel Emouleur—. Las palabras de un auténtico revolucionario.

—Y eso es lo que soy —remachó El-Kalaam volviéndose. Se acercó y puso la mano sobre el hombro del joven ayudante—. Veo que hay algo que entiendes, francés, ¿eh? No me equivoco.

—Entiendo la necesidad del pueblo palestino de tener una patria —asintió Emouleur—. Los franceses no les profesamos amor a los israelíes.

—No —corroboró El-Kalaam—. ¿Y por qué deberían hacerlo? —Colocó la punta de su dedo contra sus labios, con apariencia pensativa. Su dedo tamborileaba y su cabeza se erguía de esa manera tan peculiar suya—. Creo que nos serás más útil así que atado —consideró al tiempo que tomaba su cuchillo y cortaba las ligaduras de los tobillos del muchacho. Mantuvo su mano sobre el hombro de Emouleur—. Sólo habla con esta gente, mi amigo. Habláles de la revolución y de la libertad. Los judíos... los judíos...

—Sí, sí, sí, El-Kalaam —intervino Raquel—. Todos vemos cómo es eso. Esto es todo lo que usted puede hacer: alimentarse del odio que está en el interior de cada uno. Todos los judíos saben lo que es tener las manos vueltas contra ellos. Esto no es distinto. Nada cambia nunca.

—La paranoia siempre fue un fuerte rasgo judío —aseveró El-Kalaam—. Veo que tú no eres la excepción.

—Creo que confunde paranoia con persecución —reclamó Raquel.

—Rita, lleva a las mujeres a la cocina para que puedan prepararnos algo de comer —ordenó haciendo a un lado las palabras de Raquel—. Fessi, lleva al, uhmm, joven norteamericano y a los ingleses. Que arranquen la puerta del baño y ahí instalaremos la caja caliente, ¿eh?

—Valor —animó Raquel cuando Heather y Susan caminaban hacia la cocina. Malaguez la apartó de un tirón.

—Sólo palabras —rebatió El-Kalaam.

—Muévete —ordenó Rita picando a Heather en la espalda con su pistola automática—, o te pondré en la caja caliente. Y tú no quieres que eso pase, ¿verdad?

*

Daina iba a la deriva en la noche, como si flotara sobre las azoteas de la ciudad, un enorme, extendido y único suburbio. Si estuviera en Nueva York, pensó, escalaría las alturas, ascendería a la velocidad del sonido hacia la cima del World Trade Center y desde allí escudriñaría las luces centelleantes casi tan lejanas como las estrellas, al oeste del Hudson, hacia los campos de Nueva Jersey y al norte, pasando por los enormes edificios de apartamentos hasta las humeantes vecindades de Harlem.

No podía regresar a aquella casa vacía que ni siquiera conservaba ya su olor. Rubens se fue en viaje de negocios a Palm Springs y, aunque le había dicho a María que dejara entrar a Daina, ella no tenía ningún deseo de estar vagando sola por la casa.

Automáticamente se dirigió al norte en el Mercedes plateado, atravesando las iluminadas autopistas, Foothill y luego Ventura, hacia Los Feliz, Western, hasta que llegó a Sunset, cuatro cuadras al este de Huntington Hartford Theatre. Sin pensar, dio vuelta a la izquierda en la Ciénaga y se encontró afuera de Las Palmas Soundcorders, donde Chris y el grupo estaban grabando el nuevo álbum.

Parpadeó varias veces como si despertara de un sueño y, una vez que se hubo dado cuenta de dónde estaba, salió del auto.

No pudo entrar, por supuesto. El paradero de los Heartbeats se mantenía siempre en secreto, aunque no parecía importar. Siempre había modo de averiguarlo y la necesidad de seguridad era legítima. El musculoso hombre negro que impedía el paso por la puerta era solamente la primera de las varias barreras humanas que el grupo mantenía. No la dejaría entrar o mandar siquiera un mensaje a Chris. De hecho, negó que el grupo estuviera siquiera allí.

Su cráneo rasurado azulaba en las zumbantes luces fluorescentes de la entrada. Usaba una camisa rojo fuego y un traje café chocolate. De su cuello de toro colgaba una cuchara de plata para coca y una navaja de afeitar de doble filo, también de plata. Empujó hacia Daina sus anchas palmas, rosas como las garras de una bestia, olvidando aparentemente las protestas verbales de ella.

Estaba a punto de darse por vencida cuando alcanzó a ver a Nigel pasando por detrás del corpachón del guardaespaldas.

—¡Hey, Nigel! —gritó ella, saltando para que él pudiera verla—. ¡Nigel! ¡Soy yo, Daina!

—Hey, vamos —rechazó el negro con voz suave y amenazante, y la hizo a un lado—. ¿No escuchó lo que le dije, mami? Váyase...

—Espera, Gerry —advirtió Nigel abriéndose paso junto al negro—. ¡Hey, eres tú! —Se volvió—. Está bien. Está bien.

El negro se encogió de hombros y se hizo a un lado. No se disculpó. Nigel la tomó de la mano, guiándola por un corto tramo de escaleras alfombradas. Inmediatamente, la luz se suavizó, disminuyó, y las paredes de tonos pastel se curvaron en las sombras.

—Hace tiempo que no te veía, Daina —comentó deteniéndose junto a una máquina de refrescos. Sacó unos níqueles del bolsillo de sus pantalones e introdujo unas monedas de veinticinco centavos en una ranura—. ¿Quieres una Coca—Cola?

—No, gracias.

—¿Viniste a ver a Chris?

Se volvió a medias mirándola por encima del borde del vaso de papel encerado. Aspiró, arrugando la nariz, y bebió ávidamente el refresco. Ella vio por encima de su hombro izquierdo una figura medio oculta en las sombras. Tenía el cuerpo de un bulldog, con unos hombros increíblemente anchos. Se movió un poco y la cara apareció en una mancha de luz amarillenta. Era una cara desigual, pero, curiosamente, carecía de ferocidad. Los tranquilos ojos grises parecían observar todo con el mismo estudiado detenimiento. La primera vez que la miró, Daina estuvo segura de que aquellos discos grises y planos eran lentes, y que si hubiera tocado su estómago con la punta del dedo, una instantánea Polaroid a color habría salido de la seria ranura de su boca.

—Sólo es Silka —informó Nigel suavemente, volviéndose a medias en dirección a donde Daina miraba—. Nos protege de todo el mundo. —Danzó un poco, como si estuviera desembarazándose de un exceso de energía, y el fetiche tallado en marfil y ónix negro que llevaba al cuello golpeó contra su clavícula con una audible nota discordante.

—No había visto a nadie en mucho tiempo —explicó Daina volviendo su vista hacia Nigel—. Tú sabes, estamos todos tan ocupados...

—Definitivamente, tú te estás convirtiendo en una estrella, querida —aduló Nigel picándola con un huesudo dedo, como si ella fuera una muñeca.

—... supe que estaban haciendo el álbum aquí, así que yo...

—¡Olvida eso! —interrumpió Nigel masticando el hielo picado, rechinando los dientes a los lados, arriba y abajo—. Uhm —se relamió, tragando—. Salimos de gira la próxima semana. Ahí es donde deberías vernos, ¡yeah! —Separó las piernas como un legendario pistolero, poniendo las manos en las caderas como si estuviera a punto de desenfundar dos revólveres—. ¡En escena! ¡Zow! Una supergira. No hemos estado fuera en...uhmmmm... casi año y medio. . —Se balanceó de atrás hacia adelante como una cobra encantada por una melodía que sólo él podía oír—. Es como la guerra... sí, el combate, ¿ves? Uno se entrena para matar y para estar allí, en la primera línea, escuchando todo el pop, pop, pop de los tiros por todos lados, como si fueran el aire mismo, una nueva, tú sabes, atmósfera. Y luego, de pronto, hueles la peste de la carne quemada y la sangre y te acostumbras a sentir el arma siempre en tus manos, tibia y cercana. Se vuelve una forma de vida —arrugó el vaso vacío y lo arrojó descuidadamente. Silka no les había quitado los ojos de encima—. Y entonces, de pronto, te mandan a casa... cualquier mierda de ésas, ¿sabes?, ¿y qué pasa? Todo está demasiado malditamente callado para poder dormir, eso es lo que pasa. Te quedas ahí, en la cama desordenada, completamente despierto esperando sólo los sonidos de las balas silbando sobre tu cabeza, el sólido golpe del fuego de mortero y la casa que huele demasiado limpia, dulce... ¡gentil! Y empiezas a entender. Tus malditas manos están en eso. Están vacías, malditamente vacías, y sin ese peso en ellas empiezan a sudar y no puedes hacer que se detengan, las limpias en tus muslos, a lo largo de tus costillas, las calientas, las enfrías, pero nada ayuda...

Al principio, ella encontró extremadamente incómoda la preocupación de Nigel por la guerra, aunque Chris la previno ampliamente antes de presentarlos. Le había dicho que Nigel tenía una de las mayores colecciones de recuerdos de la Segunda Guerra Mundial, en el mundo. Su colección de armas era monstruosa. Y desde entonces había empezado a recoger, aquí y allá, los mortíferos materiales de la guerra de Vietnam, porque, según decía, eran mucho más sofisticados.

Los profundos ojos de Nigel brillaban con un intenso fuego interno mientras hablaba. Continuó con su pesado acento descuidado y moderno:

—Bien, pues así es como se siente cuando no estamos viajando. Como un maldito R&R. Mimado en casa. No sé qué opinen esos otros bastardos, pero hacer discos me aburre como el demonio. Las malditas cuatro paredes se empiezan a cerrar sobre mí, ¿sabes? Cuanto más rápido terminemos, más me gusta. Quiero salir allá afuera, ¿sabes? Salir a la noche donde están las luces y los micros y el alto escenario elevándose solitario, y sólo nosotros sobre él y los chicos, campos enteros de chicos desgastándose por nosotros, esperando, corriendo en estampida, llorando, desatándose en el número final sólo para tocarnos...

"A mitad del acto me adelanto al proscenio y puedo ver las dos primeras filas. Están de pie, ¿sabes?, quiero decir, todos ellos, agitando los brazos, llevando rosas. Y me hinco y enloquecen y hasta cruzan el foso de los fotógrafos y puedo olerlo: la hierba y la cerveza y algo más que no logro describir, algo que, aún después de todos estos años, todavía me afecta. Es el olor de... la juventud, un anhelo de aquello en lo que nos hemos convertido allá arriba, en ese escenario, porque hemos trascendido nuestra humanidad, ¿sabes?, ya no somos, ¿sabes?, Nigel y Chris y lan y Rollie, somos los Heartbeats, y el vaho de sexo que viene a nosotros es tan fuerte que sé, sé que con sólo tocarme me vendré... todas esas exhalaciones masivas son como un viento que sopla hacia mí desde una puerta oscura.

"Puedo bajar la vista y mirar esas caras brillando en la luz que se refleja de nuestros seguidores. ¿Y sabes lo que se siente? —Sus brazos se extendieron al máximo—. Un gran espejo que refleja la música de vuelta hacia nosotros. Esas caras resplandecen como soles con una luz sobrenatural. Están transfigurados, sí, en un estado de gracia, y entonces siento que puedo alargar la mano y que cuando los toque podré cambiar su forma a voluntad, como si la carne y los huesos se hubieran convertido en plastilina.

"Y eso es lo que importa. No el maldito dinero, el dinero es sólo para gastarlo, ¿sabes? Pero esto, malditos demonios, esto es lo que hace girar al mundo. Y mi instrumento es como ese maldito M-16. Cuando tomo el teclado portátil en 'Rough Trade Nites' y empiezo a pasearme soy un gruñido en la maldita jungla, sólo buscando al enemigo para volarle la cabeza.

Daina lo miraba mientras hablaba. Tenía el tipo de cara, pensó ella, que se vería extraña en cualquiera que no fuese un ejecutante. Como los excesos de la actuación de las películas mudas, los rasgos de Nigel, vistos de cerca, eran exagerados. Había demasiado de todo, como si, por error, dos caras hubieran sido amontonadas hasta formar una sola. Su cara era totalmente angulosa, con altos pómulos, pintada con maquillaje más bien teatral que cosmético, de modo que el delineador no lo hacía parecer afeminado, sino siniestro. Y era esta imagen a la que se había encadenado y aumentado cuidadosamente desde el inicio de la carrera de los Heartbeats.

De todos modos, la demonología nunca estaba demasiado lejos de sus letras, agazapada ahí, como una permanente sombra mientras sus canciones rondaban por el lado oscuro de la vida. Mujeres de corazón negro, euforia producida por drogas, fantasmagóricas luchas callejeras donde la navaja abierta temblaba en el aire, la puntuación final y el violento desencadenamiento de la agresión adolescente; esos elementos conformaban la sustancia de las melodías que habían hecho famosos a los Hearbeats. Y era en lo fundamental este filo oscuro, perfectamente pulido, el que los mantenía vigentes en una industria famosa por la facilidad con que se apagaban sus estrellas. Nadie, ni siquiera los más radicales y crudos miembros del New Wave[5] que llegaban de Inglaterra, pensaban en menospreciar al grupo como lo hacían generalmente con "Los Aburridos Flatulentos", los otros súper-grupos que también habían permanecido a lo largo de los años.

Nigel siempre le recordaba a Daina a un animal enjaulado, esencialmente inquieto, impaciente y desalentado por las vueltas, subiendo y bajando como un yo-yo. Era desde luego un maniaco, pensó ella, de un modo perfectamente aceptable para un artista.

—Hey, atrapa esto —gritó extrayendo de la cintura de sus pantalones vaqueros una enrollada bolsa de polietileno—. Un amigo mío acaba de traerla en avión. El bastardo está ciego y loco como una chinche, pero debo admitir que tiene la mejor mierda que hay. —Metió el índice y el pulgar en la bolsa y extrajo una sustancia escamosa, de un café oscuro como el chocolate, y la frotó—. Apuesto a que no lo sabes, linda. Son capullos auténticos de Cam-mierda-boya. Le dije a este tipo que está loco. Pero, ¿para qué preocuparme? El entra y sale. Nadie sabe, ¿correcto? Toma, prueba un poco. Te volará el cerebro, seguro.

Pero en vez de meterlo en la pipa, trató de introducírselo en la boca. Ella apartó la cabeza y alzó las manos.

—Hey, no, Nigel. No esta vez —protestó ella.

El se encogió de hombros, sonrió, se lo arrojó en la boca y empezó a masticar.

—A veces me haces dudar —declaró, pero parecía que estaba pensando en otra cosa por completo.

—¿No lo fumas?

—Cristo, no, linda —desechó con una carcajada—. Esta mierda que tengo aquí es demasiado buena para eso. Se come, hombre. Es la única manera. Espera y lo verás. No es mentira. ¡Ah, ah! —Echó otras monedas en la ranura y obtuvo otra Coca-Cola. Le arrancó la tapa mientras masticaba otros capullos—. Ummmm, esto es un express. Me ayuda a soportar esta aburrida mierda. —Lo tragó, tomó algo de refresco y guardó la bolsa—. Chris está adentro trabajando con la computadora. Siempre me voy cuando empieza esa parte. ¡Cristo!, se toma demasiado en serio esa mierda de la grabación, ¿sabes? Lo hacíamos muy bien en el año sesenta y cuatro, cuando contábamos con dos sucios canales en lugar de los sesenta y cuatro que tenemos ahora. ¡Malditos demonios! ¿Qué vamos a hacer con sesenta y cuatro canales? ¿Usar a la maldita Filarmónica de Berlín? Somos un maldito grupo de rock and roll, no un montón de fuegos artificiales. Demonios, ya pasamos por toda esta mierda, vino y se fue en el sesenta y ocho; quiero decir, ¿a quién le importa, sabes? Seguimos el camino de Sergeant Pepper y todo eso, pues Chris y Lennon eran muy buenos amigos en esos días y todo lo demás. Pero a la mierda con eso, fue hace mucho tiempo, ¿sabes? No es nuestro estilo de música, no es rock and roll. Nuestro negocio es volarle la tapa de los sesos a la gente. En las calles, hombre. Con barricadas repletas de armas. Somos el maldito arroyo, compañera, te digo, no el campus universitario. Los ojos se hacen vidriosos después de una de las nuestras, ¿sabes? Los oídos zumban. Rock y bamboleo, eso es. Eso está bien. ¡Lo que es la vida allí, en el arroyo!

El ruido de la puerta del estudio abriéndose lo hizo detenerse. Un estallido de música grabada les golpeó los oídos, se silenció abruptamente y se escuchó el ininteligible susurro de la cinta regresando a toda velocidad. Pudo escuchar la voz de Chris: "Listo". Y la música empezó de nuevo en el mismo punto, mientras la puerta se cerraba con un sonido que sugería un sentimiento neumáticamente terminante.

—Hey, Tie —saludó Nigel, sonriendo.

Frente a ellos estaba una mujer, mirándolos, con la espalda contra la puerta. Era de estatura mediana, con la cintura casi tan estrecha como la de Nigel. Estaba de pie con una cadera sobresaliendo, una pose que, en cualquier otra persona, hubiera sido etiquetada de baladí. Pero en Tie sólo mostraba los sobretonos más oscuros, un escalofrío profundo y permanente.

Tenía un rostro acabado, con el aspecto de un ángel caído: impresionante y triangular, con una ancha boca europea, pómulos altos y la nariz tan delgada como un estilete.

La palabra que primero hubiera venido a la mente al verla, habría sido de magnífica, a no ser por sus ojos. Negros como el carbón, anulaban al conjunto, parecían estar mal colocados en esa cara o, quizá, eran demasiado pequeños.

Llevaba un ancho fajín sin tirantes, que lascivamente levantaba y echaba hacia adelante sus senos, y una falda negra, de seda cruda, abierta hasta el muslo por ambos lados, que revelaba deliberadamente una visión de su liguero de satén.

Todos la llamaban Tie, pero su verdadero nombre era Thais. Se acercó a ellos con sus extraños ojos de piedra fijos en Daina.

—Me preguntaba dónde estuviste tanto tiempo, querido —indagó sin mirar a Nigel, aunque obviamente sus palabras eran para él.

—Te acuerdas de Daina, ¿no es así? —preguntó Nigel—. La amiga de Chris y Maggie.

—¿Cómo podría olvidarla? —respondió con sus gruesos labios curvándose hacia arriba en una sonrisa que no le llegó a los ojos—. ¿Por qué vino? Sabes que nunca permitimos...

—Hey, vamos —recriminó enlazando su brazo con el de ella, cerca de su costado, de modo que el dorso de su mano presionaba la curva de su seno—. Daina es una amiga, Tie. Vino hasta acá, ¿eh? —Le hizo un guiño a Daina—. Se rompe el culo trabajando todo el día y viene aquí buscando un poco de diversión. —Bailó levemente, pegado a Tie.

—Voy al baño —avisó Tie. Ahora su siniestra mirada se apartó de Daina y se detuvo en él—. ¿Quieres venir? —le invitó. Su voz sonó profunda y ronca. Era obvio que había tenido entrenamiento teatral, aunque Daina no hubiera sabido de sus orígenes en las pantallas europeas.

—Seguro. Sí. Siempre estoy listo —respondió él, y haciendo un esfuerzo por romper la mirada fija de Tie, se volvió hacia Daina—. Entra si quieres. Chris y los muchachos estarán contentos de verte. ¡Ja! Rollie tiene una foto tuya en su estuche de maquillaje. ¿No es cierto, Tie? ¡Ja, ja! —Ella lo jaló y desaparecieron juntos en la lenta curva del corredor que semejaba un túnel.

Detrás de la puerta, el estudio estaba recubierto de tablones de madera clara colocados oblicuamente sobre las paredes y laqueados para que brillaran, intercalados con suaves tableros acústicos de color azul pálido y forma trapezoidal.

Ella se detuvo tres escalones abajo, a la entrada de la cabina de control, con su enorme banco de diales, interruptores y moduladores; sesenta y cuatro de ellos, uno para cada pista, y terminales de parcheo, todo controlado por computadora.

Más allá de los paneles de doble vidrio, pudo ver el estudio lleno de enormes amplificadores del grupo con sus brillantes luces rubí, instrumentos varios, metros de grueso cable serpenteante y micrófonos de boom. En una esquina estaba una pequeña cabina acústica cerrada, con una ventana para grabar las voces. Contra la pared negra había un gran piano de concierto, cubierto con una tela caqui acolchonada que protegía su parte superior y sus costados. Una pareja de desgarbados asistentes de grabación estaban arrodillados trabajando en una salida de cable, preparándose para grabar el último instrumental sobre la pista del álbum.

Todavía en las sombras, Daina se detuvo y pensó en Nigel.

—Me da escalofríos —le había dicho a Maggie después de su primer encuentro con él.

—No seas tonta le respondió Maggie sonriendo en forma tranquilizadora—. Es sólo una pose, cariño. Bastante exitosa, lo admito, pero sólo eso. Adora toda esa mierda de la demonología; creo que al principio se metió en eso por Tie. La fachada de sensacionalismo. Estoy perfectamente segura de que es por eso que ella ha tenido todos esos amoríos con otras mujeres. Es buena publicidad...

—Sus arrestos por droga serían más que suficientes —deslizó Daina, sutilmente.

—Oh, no para él. Nigel necesita este tipo de cosa veinticuatro horas al día. Y por supuesto que Tie se lo da tan rápido como lo puede tomar. —Encogió los hombros—. Pero quiero decir, ¿qué tan nocivo puede ser? El y Chris se han conocido durante toda su vida.

—Hey, Daina, ¿Cómo estás? —preguntó Rollie entrando por la puerta que conectaba con el estudio propiamente dicho. Le sonrió, subió los escalones y le dio un fuerte pero afectuoso abrazo de oso. Llevaba unos pantalones vaqueros rotos y una chamarra de calentamiento de los Dodgers, azul y blanca. Cuando estaba en la ciudad iba a todos sus juegos en casa, la mayoría de las veces presente en el dugout.

Rollie salió para hablar con Chris, que estaba reunido con Pat, el ingeniero del grupo, desarrollando el programa de computadora para una mezcla final. Luego, se dirigió al estudio, atravesando el terreno serpenteante hacia su batería y comenzó a revisarla con cuidado, golpeando experimentalmente cada tambor y platillo por turnos, con la punta de una baqueta, y haciendo ajustes donde lo creía necesario.

La cabina de control era de dos niveles. La sección baja colindaba con el frente del tablero de verificación a lo largo del cual había un confortable sofá y una mesita. Daina bajó y se sentó. Las luces tenues brillaban sobre su cabeza desde unos huecos en el techo acústico café oscuro. Ella escuchó el agudo silbido de la cinta que giraba con la breve explosión de notas en reversa, como la torpe plática de un niño consigo mismo. Se detuvo y un fragor de música salió del silencio absoluto producido por la sala, tan fuerte que la hizo saltar. Ella observó que las enormes bocinas, iguales a las que Chris tenía en casa, estaban colocadas a cada lado del cuarto, sobre su cabeza. Escuchó la voz de Chris diciendo quedamente:

—Muy bien.

—Tengo que ir a echar una meada y estirar las piernas —avisó Pat después de unos instantes de silencio—. Vuelvo en un momento. —La puerta hacia el vestíbulo se cerró con un silbido detrás de él.

Daina se volvió y se incorporó sobre las rodillas. La mitad superior de su cabeza sobresalía de la maquinaria. —Hey, ¿eres tú?

—¿No está aquí Maggie?

—Tuvo un llamado temprano. Tal vez para hacer un papel —respondió Chris, negando con la cabeza.

—Eso es grandioso —comentó Daina. Por un momento contempló decirle a Chris la acusación que Maggie hiciera sobre ellos, pero luego optó por callar. Maldita sea, pensó, por creer eso. Es tan insegura a veces...

—Tal vez ahora se bajará de mi espalda —opinó Chris—. Cristo, me está sacando de mis casillas, de verdad.

—Sólo está preocupada —afirmó Daina.

—Sí —aceptó él sacando un cigarrillo y prendiéndolo con un chasquido de su encendedor—. ¿Y no lo está siempre? —Su cara se tornó salvaje mientras se acercaba tambaleante sobre el tablero de control—. Tienes que creer en algo, Dain, para llegar a cualquier lado. —Cerró el puño—. Tienes que creer en ti mismo, porque a tu alrededor hay gente que se muere por clavarte un puñal, y a quienes les encantaría decirte la clase de mierda que eres. —Estaba muy cerca de ella y sus ojos iban velozmente de un lado a otro en su cara, como si buscaran algo. Rió, cambiando su humor súbitamente, y se recargó en la silla—. Por eso es que tú y yo nos llevamos tan bien, ¿eh?

—En parte —asintió Daina.

—Tú no me ves como a un fenómeno; no estás tratando de colgarte de la cola del cometa. —Rió de nuevo—. ¡Demonios, no! Tienes un cometa propio. —Apagó el cigarrillo a medias y extrajo una pequeña lata metálica—. ¿Quieres una aspirada?

—Encontré a Nigel afuera —eludió negando con la cabeza—. Trató de darme algo de hierba.

—¡Uh! Esta noche anda de un detestable maldito humor. Debe ser la malhadada luna llena —profetizó y aspiró una pequeña cucharilla con cocaína.

—¿Por qué no te dedicas a un hábito realmente sano, como beber? —le preguntó, mirándolo.

—Ja —rió Chris. Se apretó la nariz y frotó por sus encías el residuo blanco de sus dedos—. Es un vicio netamente proletario. Una vez se llevaron a mi padre por eso. Todo el día bebiendo el maldito ron, antes de que huyera al mar. Eso fue lo que lo curó verdaderamente.

—¿El mar?

—No. Estar lejos de mi mamá —rectificó riendo sin ningún humor, como si sus palabras tuvieran un gusto amargo. La miró—. ¿Estás segura de que no quieres nada de esto? No. Eres una niña buena, sí que lo eres.

—Tengo que pensar en mi imagen —respondió riendo.

—Yo también —afirmó él tomando otra cucharada—. ¡Por la imagen! —Aspiró fuertemente y el polvo desapareció. Guardó la lata y se limpió la nariz—. Sí, bien, mejor que no tomaste la hierba de Nigel. Ya habrías salido para ahora.

—Todavía me pone nerviosa, después de todo este tiempo.

—¿Quién? ¿Nigel? Demonios, él es sólo un niño pequeño que trata de poner su marca en el mundo de los adultos.

—Eso es lo que quiero decir. ¡Cómo ama sus armas!

—Ah, eso. Tendrías que conocerlo por tanto tiempo como yo para entenderlo. Mira, para él todo es efímero, insustancial. Pero a un arma la puede sostener en la mano. Tiene peso, tiene poder, es potente. Tira del gatillo y mata un animal. Lo puede sentir, puede tocar su piel enfriándose. El sabe lo que ha hecho.

—Es censurable —manifestó ella, estremeciéndose.

—¿Por qué? —Apuntó con su índice, amartilló con el pulgar, apuntó y disparó aun blanco imaginario—. ¡Bang! ¡Bang! No mata gente.

—A veces suena como si deseara poder hacerlo.

—Oh, bueno, ese es Nigel completo, ¿no? De todos nosotros, el inculto fue siempre más consciente de su imagen. Seguro —asintió—. Y debo saberlo, crecimos juntos en las calles de Manchester. —Prendió otro cigarrillo, dio una fumada y lo ignoró—. Eso es lo que te pasa por no conocer a tu papá, por nunca haber tenido suficiente dinero para pagar la renta, por no saber nunca qué es lo que encontrarás al llegar a casa.

"Recuerdo los viejos tiempos, cuando compartíamos un piso y apenas podíamos reunir lo suficiente para comer. Era un sitio repulsivo, un piso abajo del sótano, que olía tanto a cartón y a orines que solía ponerme en la nariz unas pinzas para ropa antes de dormir.

"Una noche llamé a mi mamá. No teníamos teléfono y en invierno las pelotas se nos congelaban en la esquina, y me dice: 'Hijo, tu papá regresó. Sólo pasó un momento a saludarnos. Quiere verte. Te trajo un regalo de Navidad'.

"Mi cara palideció, volví al piso y ni siquiera oí a Nigel preguntar '¿Qué pasa, compañero?', y me fui a casa de mamá.

"Esperé en la calle hasta que el idiota ese bajó por la escalera. Entonces lo golpeé en la cara, le rompí la nariz de modo que su sangre cubrió todo el lugar. Sus dientes volaron. Lo pateé dos veces en los testículos, tan fuerte como pude. Nigel tuvo que separarme del maldito.

"Así que el viejo estaba hecho un asco sobre el pavimento, ¿ves?, sangre y dientes, quejándose. Nigel me sostiene y yo estoy temblando como una hoja y me arroja a un lado, el maldito demente, y saca un arma, una Luger alemana, y la apunta a la cabeza de mi viejo. Traté de alcanzar su brazo y lo logré en el momento en que apretaba el gatillo. ¡Boom!

"Como si hubiera estallado una bomba, los trozos de grava volaron contra nuestras caras y le dije a Nigel: '¿Estás loco, compañero?, ¡maldición! Pudiste haberlo matado'. Y él respondió: '¿Y qué? Mira lo que íes hizo a ti y a tu mamá'.

"Era lealtad, ¿sabes? ¡Cristo!, se comportó como un loco intentándolo, pero yo sabía de qué se trataba. —La miró—. ¿Sabes lo que quiero decir? —gruñó—. Supongo que tenía suficientes razones. Su viejo había dejado a su madre sola, para que se las arreglara por sí misma. La vieja trabajó toda su vida.

—¿Qué pasó con tu padre al final? —preguntó Daina.

—Fue chistoso. Por supuesto que empacó sus cosas, se fue y nunca lo volví a ver. Pero un par de semanas más tarde, mi mamá me dijo: "Oí que hace poco hubo algo de escándalo en la calle. ¿Te peleaste con tu papá?" "¿El te contó?", la interpelé. Pero ella sacudió la cabeza. "Nunca dijo una palabra, amor. Fue la señora Faithful, de allá abajo, quien lo vio". Y yo pensé: ¿Qué les parece? El maldito nunca dijo una palabra. Eso me provocó un sentimiento en cierto modo muy tibio.

"Y mi mamá me dijo: 'Hijo, ya es tiempo de que te diga algo sobre tu papá. Es un marinero. Tuvo que embarcarse'. ¿Qué podía hacer ella? ¿Interponerse en su forma de ganarse la vida? No era posible, te digo. Pero cada mes, dijo ella, como un reloj llega un envío de dinero de él. Por supuesto que ella excluyó la parte del ron, eso lo tuve que descubrir por mí mismo.

"El debió ahogarse en el Cabo de Buena Esperanza en setenta y siete. Mamá me enseñó la carta que mandó su capitán. Bajó en una lancha en medio de una maldita tormenta, para rescatar a dos miembros de la tripulación. Fue barrido en un instante. 'Como si el mar lo hubiera arrebatado', escribió el capitán —Chris resopló—: Un maldito héroe, y mira lo que se ganó —echó la cabeza para atrás y cerró los ojos. Respiraba apacible y profundamente, como si estuviera dormido, pero su dedo golpeó un interruptor de presión y la música salió disparada de las enormes bocinas que estaban sobre sus cabezas.

Daina se deslizó en el sofá, perdiéndolo de vista. Puso sus brazos sobre la cabeza, cerró los ojos y dejó que las notas golpearán contra sus párpados, como patrones de luz.

Como si el ruido viniera de muy lejos, escuchó que la puerta se abría y que alguien entraba mientras la música se apagaba convirtiéndose en el suave silbido de la cinta.

—Ah, Chris, ahí estás —apuntó una voz.

No era Pat, quien tenía un pronunciado acento sureño. Esta voz pronunciaba las consonantes cortadas y las vocales planas que ella asociaba con el área que rodeaba L. A.

—¿Puedo preguntar qué está pasando aquí? —continuó la voz—. Todas las malditas noches hay otra pelea entre ustedes, que tengo que arreglar, malditos bastardos. —Alguien prendió un cigarrillo—. Chris, a riesgo de sonar repetitivo, déjame decirte esto otra vez. Si este álbum no está terminado y hay una cinta maestra dentro de una semana, saldremos de gira sin ningún producto nuevo. ¿Sabes lo que eso significa? Ni siquiera un maldito disco sencillo para...

—Oh, métete un dedo, Benno. A la larga no va a ser diferente.

—Ahí es donde estás equivocado, amiguito. ¿Por qué no te dedicas sólo a la música y me dejas manejar la parte de negocios, eh?

—Ese es el problema, entrenador. Todo es ahora un maldito negocio.

—Oh, me rompes el corazón, ¿sabes? Sin el negocio, este grupo estaría en bancarrota. Ustedes gastan el dinero antes de haberlo ganado siquiera. Sólo Cristo sabe cuánto se les va por la nariz.

—¡Lárgate! Yo no gasto tanto.

—Te lo estoy diciendo ahora, Chris, termina este álbum.

—Pero todo depende de mí, ¿no lo ves? Nadie más estaba preparado para esto, ¿o no te has dado cuenta? Esperan que yo me encargue de conjuntar todo, pero quiero decir que Nigel llegó aquí sosteniéndose el aparato, en tanto que lan ni siquiera quiso oír las nuevas melodías que he escrito.

—Ahora escucha, Chris...

—¡No, por Cristo, maldición, tú escucha, incompetente! Estoy carajamente harto de llevar al grupo sobre mis espaldas. Estoy malditamente enfermo de tomar las responsabilidades de todos los demás. Quiero decir ¿por qué deberían preocuparse? Saben perfectamente que las cosas saldrán sin ellos.

—¿Qué estás diciendo?

—Esto está hecho un lío y quiero salirme.

—Ya veo.

—¿Ya veo? ¿Qué demonios significa eso?

—Esta es la primera vez que lo oigo. ¿Qué quieres que diga?

—Oh, vamos. Conozco tus...

—No puedes irte, Chris. Tienes responsabilidades...

—¡No me hables tú de mis responsabilidades, socio!

—Hablaba de todos los muchachos...

—Eres un caso realmente duro, ¿no es así, Benno? Oh, sí, lo eres. Un verdadero hombre de primera. Ni por un minuto te han importado los muchachos, ¿o sí? No. No. Son los malditos ingresos.

—Chris, los Heartbeats no hubieran tenido éxito durante, uhm, diecisiete años, sin una razón. Hasta tú puedes ver eso.

—Sí, seguro.

—Es por la música. Los jóvenes adoran su música. Si ustedes empiezan a desviarse de, bueno, de lo que todos estaban acostumbrados, es tiempo de desastre. Para todos nosotros. Por el amor de Dios, no estoy pensando en mí. Ahora somos una maldita industria. Mucha gente depende de lo que pase de un álbum a otro. Ahora he escuchado algunas de tus propias pistas, este nuevo material que tú...

—Ahora hemos llegado al corazón de la maldita oscuridad, ¿no es así, compañero?

—Pat me pasó las primeras mezclas...

—Mi música...

—Tengo derecho a oírla, ¿sabes? ¿Ya olvidaste quién demonios soy?

—Nunca podría hacer eso, Benno.

—Muy bien.

—La música no es nada de tu incumbencia...

—Pero me incumbe cuando creo que puede afectar...

—¿Quién murió y te convirtió en Dios?

—Podridos bastardos, ¿creen que tienen el monopolio de la divinidad, o qué? Hay que tomar ciertas decisiones. Para eso estoy aquí.

—Sí, y la música no es asunto...

—Decisiones sobre su carrera, Chris...

—Escúchame, bastardo...

—La decisión ya está tomada.

El silencio cubrió el cuarto de control en forma pesada y asfixiante. Los ojos de Daina se abrieron súbitamente mientras el fuego ardía cada vez más brillante en su pecho. La ansiedad se elevó en su interior como un ave asustada.

—¿De qué demonios estás hablando?

—Lo que dije. El grupo no te dejará romper tu contrato.

—¿El grupo?

—Hubo una votación, ¿ves?

—¿Sin mí? ¿Quién la pidió?

—Nigel... y yo. Tenía que hacerse. Había que dejar claro...

—Sal de aquí, viejo, me das náuseas.

—Eso no resolverá nada.

—Fuera, Benno. Ahora. En un minuto más te estarás arrastrando...

—Cuando te calmes podrás ver...

—No me sacarás más música.

—Chris...

—¡Ni una maldita nota! No hasta que esté libre.

—Hay medidas legales, pero no quiero hablar de eso ahora. Cuando tú...

—¿Sabes qué, Benno? De pronto no me siento muy bien, ¿sabes? Quizá sea serio. Algo así como hepatitis infecciosa. Eso significa que estoy incapacitado al menos seis meses.

—Puedo conseguir un médico que...

—Este álbum. El nuevo sencillo. La maldita gira, compañero. ¡Bum—bum!

—No creo ni por un minuto que estés hablando en serio, Chris. Una vez que empiece el viaje en San Francisco, la próxima semana, te sentirás completamente diferente —aseguró Benno con una voz que surgía del silencio, con una extraña calma.

—Simplemente no estás escuchando. He terminado con todos ustedes.

—Estás cometiendo un serio error de juicio, Chris.

—¡Jesús!, estás empezando a hablar como ese maldito montón de abogados que tienes. ¡Lárgate! Sólo lárgate.

—Te llamaré en un par de días.

Daina escuchó la puerta abrirse y cerrarse con un suspiro.

—¡Jesucristo maldito! —escuchó a Chris decir con una exhalación.

Ella se incorporó como un muñeco de resorte, mientras su cabeza se elevaba en espirales.

—¿Todavía estás aquí? —preguntó acercándose a ella desde la consola—. Sí —le sonrió—. La única. Vaya si me vacié allá de repente. —Se frotó la punta de la nariz—. ¡Ese bastardo agente! —De pronto soltó una carcajada, que sonó como un ladrido, y se encogió de hombros—. ¡Oh, qué demonios! No puedo hacer nada al respecto esta noche. ¿Qué opinas si salimos de aquí?

La llevó a The Dancers, un club exclusivo para socios, que estaba cerca de Rodeo Orive, a la vuelta del Georgios. Su interior era un palacio de cuartos cubiertos de espejos. El recinto principal era circular y estaba rodeado por un bar de lucita. Tenía un piso transparente bajo el cual crecía un torrente de follaje tropical. El solo hecho de bajar la mirada causaba una desorientación instantánea. Las paredes eran de esmalte negro, cubiertas de un moho electrónico, una madeja de patrones de luces coloreadas que se movían en las olas interminables. Cada hora, como marcando el tiempo, los bailarines en el centro de la pista eran bañados por una especie de polvo de estrellas plateado y brillante, que caía de una fuente oculta.

Avanzaron a empellones a través de la multitud y, entre el sudor, el frenesí y la constante cacofonía de la música, se perdieron en una orgía de movimiento.

En su intensidad parecían estar más allá de las miradas de las caras bronceadas y pintadas que se bamboleaban con los ojos desorbitados junto a ellos, como sampanes llevados al costado del junco imperial, mendigando, con labios negros que se pegaban a orejas rosadas para que los gritos pudiesen oírse por encima del ritmo.

Muy pronto llegaron las cámaras y, después de ciertas llamadas clandestinas de la gerencia, arribó una muy peculiar mancha de peces piloto. Parecían sobrevivir sólo para ese propósito: estar cerca, frotarse contra, estar en la misma función que, hacer una nueva muesca en el cansado overol Fiorucci, pero siempre para mirar amantemente, beber las auras, las emanaciones, la electricidad, como tardíos vampiros que se fortalecen sólo con alimentos sin sustancia.

Chris hizo girar a Daina, con las manos en sus caderas, mientras daban vueltas. El sudor saltaba de sus caras como el agua de una cascada, mientras, bajo ellos, las onduladas hojas de las palmeras enanas se balanceaban y saltaban como si ellas también hallaran irresistibles los rítmicos pulsos.

Y seguían bailando. La camiseta de Chris estaba oscurecida por el sudor y la blusa de Daina se pegaba húmedamente a su piel, desentendida de los flashes que estallaban a su alrededor como estrellas fugaces y del ruido del lugar que sonaba como un constante trueno lejano de modo que, en cierto momento que ninguno de los dos pudo percibir, la música dejó de serlo para convertirse en un gruñido pulsónico, en una persecución que recogían con las suelas de los zapatos y que fue su única guía mucho tiempo después de que sus oídos se habían rendido ante un grito silencioso y se cerraron exhaustos por la sobrecarga.

Por momentos se hallaban en una sección del bar. Chris compraba enormes gin-and-tonics que procedían a derramarse en las cabezas en vez de beberlos. Reían y resoplaban, ávidamente bebiendo copas cuyo sabor no alcanzaban a apreciar, pues el áspero humo había insensibilizado sus papilas. Chris echó la cabeza hacia atrás y ella vio con curiosidad cómo subía y bajaba su manzana de Adán antes de que tomara el hielo molido del fondo de su vaso y se lo arrojara a ella por el frente de la blusa.

Saltó, dando un grito que nadie pudo escuchar por el estrépito y, girando, Chris la volvió a llevar a la pista donde ya no había lugar, pues la multitud, fascinada, se apiñaba para verlos mejor, moviéndose un poco al ritmo de la inevitable música, las caderas retorciéndose, los senos temblando, los costados tensos y prominentes.

Y Daina se perdió, cautivada por todo lo que le estaba ocurriendo, como si cada visión, cada sonido, cada aroma fuesen una descarga de energía viviente atravesándola. Un caparazón se había abierto de un estallido sin que ella lo supiese y su frágil piel era desgarrada ahora por fuerzas demasiado poderosas para ser contenidas, Estaba conectada, unida, como parte del delicado y poderoso circuito, y la energía que sintió la hizo temblar.

Durante algún tiempo perdió a Chris en las habitaciones posteriores que, suponía, estaban repletas de caras pellizcadas, cabello escarchado, cocaína y Quaaludes. Pero eso no la detuvo. Estaba rodeada de una música tan fuerte, percusiva y prismática, que era como una inyección directa al corazón.

Su mente era un baile, sin ataduras de tiempo o espacio, por lo que continuamente se deslizaba de aquí a una habitación oscura tres pisos más abajo y se hundía en la tierra como una letrina, vigilada por perros de concreto, o llegaba a los desechos de una calle urbana llena de malla de alambre, con vallas de cadenas vigilando montones de ladrillos, fogatas en basureros y sombras quebradizas sobre paredes con ventanas cubiertas de hollín.

Y pensó: yo soy, yo soy, ¡yo soy!

Chris volvió, la besó, la abrazó y la llevó girando de nuevo hacia la pista de baile que desaparecía, y una vez aÚí, bajo sus borrosos pies, el bosque se inclinaba con deferencia a su paso. Y la música zumbaba por su mente y los mantenía vivos y moviéndose en una jornada en tren sin escalas, como si ambos estuvieran tratando de huir de Los Ángeles sin irse nunca en realidad.

Pero esto era sólo otra ilusión que, a la suave luz del alba, parecía no haber existido nunca.

*

Old Malibu Road se hallaba en silencio. Era tan temprano que lo único que podían oír era el mar silbando a su izquierda. Daina frenó antes de dar vuelta y estacionar el auto.

Chris estaba recostado contra la puerta derecha, durmiendo. Lo movió con suavidad y sus ojos se abrieron a medias.

—¡Uh! —exclamó medio dormido.

—Estamos en casa.

—¿Casa?

—Sí, en casa, con Maggie —explicó saliendo del auto y abriéndole la puerta.

—Maggie. Oh, sí —emitió frotándose los ojos—. Debo haber estado soñando. —Ella tuvo que inclinarse para ayudarlo a salir—. Estaba en Sussex. —Hablaba consigo mismo—. No he estado ahí en mucho tiempo. —Se apoyó pesadamente en ella.

—Chris, tengo que ir a trabajar.

—Vi a Jon haciéndome señas. Desde la cocina. Sólo levantando el brazo. Agitándolo, agitándolo como si me estuviera llamando. Es extraño.

—¿Qué es lo que te parece extraño de eso? —preguntó Daina ayudándolo a caminar hacia la puerta principal.

—Jon está muerto —farfulló pesadamente mientras su cabeza se columpiaba.

Estuvieron a punto de caer al llegar a la arena. El camino requería mucha paciencia.

—Jon murió hace mucho tiempo —le recordó Daina como lo haría una madre para tranquilizar a un pequeño triste.

Chris asintió y se separó de Daina en el pórtico durante un momento, aferrándose al barandal de madera. Se tambaleó, casi tropezándose con una de las macetas. Su cara perdió todo color y su boca se abrió. Daina sintió miedo de lo que podría hacer. Entonces pareció recuperar el control sobre sí mismo. Se volvió hacia ella recargando la espalda contra la barandilla.

—Hace mucho tiempo —explicó. Su voz era sólo un graznido, un tenebroso eco de lo que ella había dicho—. Yo estaba allí.

Era suficiente, pensó ella. Se dirigió hacia él y lo levantó, llevándolo a la puerta.

—Lo sé —le aseguró compasivamente.

—No sabes nada.

Ella logró alcanzar la perilla de la puerta y la giró. No cedía y pensó que debería estar con llave, hasta que se dio cuenta de que estaba usando su mano izquierda. Giró en dirección contraria y la puerta se abrió.

Prácticamente lo arrastró hasta el recibidor.

—¿Maggie? —llamó.

Todas las luces estaban encendidas y Daina entrecerró los ojos ante el resplandor. Afuera, en el amanecer, estuvo tan ocupada en meter a Chris a la casa que no lo había notado.

Se tambalearon hacia la sala y se detuvieron en seco. Chris, cuya cabeza había estado recargada en su hombro, se incorporó y sus ojos se movieron en latigazos de un lado a otro.

—¡Jesús! —murmuró Daina.

—¿Qué demonios ocurrió aquí?

La habitación era un desastre. El largo sofá de cuero estaba volcado, los almohadones y la parte posterior, cortados en tajos tan largos que podían haber sido hechos con machete. El tapete oriental se hallaba desgarrado como si lo hubiera mordido un animal rabioso. Los estantes estaban vacíos y había páginas desenfrenadamente arrancadas de los volúmenes. Una nevada de literatura cubría todo. Daina vio un ejemplar desencuadernado del Lord Jim, de Joseph Conrad, un libro sobre tarot.

El enorme equipo estereofónico había sido golpeado. Los conductores de los componentes de vidrio y metal se encontraban rotos y abollados, y las enormes bocinas eran cascarones esqueléticos de los cuales sólo colgaban alambres arrancados. Esto le ocurría al menos a la que estaba más cerca de ellos. La otra había sido volteada y ahora miraba hacia el comedor.

—¡Maggie! —gritó Daina y se dirigió al comedor mirando la cubierta de vidrio ahumado de la mesa, estrellada y llena de grietas en forma de telarañas. Pasó por encima de una pila de hojas arrancadas de una biografía de Cervantes, que cubrían trozos de madera y metal torcido, y fue en ese momento cuando vio lo que estaba en el interior de la otra bocina.

Antes había sido un ser humano que sentía y pensaba. Tuvo que repetírselo una y otra vez para creerlo, pues lo que la confrontaba ahora era una burla de cualquier cosa remotamente humana.

La cara fue estrellada tan eficientemente como la cubierta de la mesa contigua. El cabello que caía sobre ella, apenas la cubría a medias. Algunos trozos de cuero cabelludo, desnudo y enrojecido, mostraban que grandes manojos de cabello habían sido arrancados con saña. Un hombro debió romperse cuando el cuerpo fue forzado hacia el vacío interior de la caja de la bocina y, casi seguramente, ambas piernas estarían fracturadas. Algunos huesos blancos y rosados asomaban toscamente por la desollada y arruinada carne. Había sangre en todas partes, secándose en los lugares donde no llegó a formar charcos.

Daina gritó y de inmediato apretó sus convulsas manos sobre la boca. Se mordió sin sentir nada. Las uñas se enterraron en su palma.

—Dain, ¿qué es? —preguntó Chris aproximándose, y ella notó la tibieza de su cuerpo con toda potencia, como si el vacío ante ella fuese tan frío como las profundidades del espacio exterior. Sintió su estómago sacudirse amenazadoramente, tosió y, al sentir la acre acidez, empezó a arquear."Oh, Dios mío; oh, Dios mío". La frase rebotaba una y otra vez en su cerebro, que de pronto se sintió monstruosamente hueco de todo, excepto de la odiosa visión. El terror se acercaba arrastrándose en silenciosas patas de gato y ella sintió como si le hubiesen arrancado una parte de su vital fuerza fundamental.

El ¡oh, Dios mío; oh, Dios mío! rebotaba como una pelota de frontón, de pared a pared. No podía detenerse, no podía entenderlo. Era como si de pronto estuviera pensando en una lengua desconocida.

Las manos de Chris se aferraron dolorosamente a sus hombros.

—¡Agghh! —gritó—. ¡Maggie!

Por supuesto, Daina lo sabía. Por eso su mente había estado parloteando como loca. Pero hasta que él lo dijo no permitió que la idea llegara a su mente consciente. Ahora se negaba a salir. Como un terrorífico visitante al que no había invitado, un monstruoso agente de plaga que entraba tambaleándose a infectar a todos los que lo rodeaban, esta cosa, esta porción de conocimiento, que desesperadamente luchaba por no asimilar, la desgarraba sin piedad con espolones de acero y pico de hierro, lacerando su carne, descubriendo su corazón al ácido del aire.

Cayó de rodillas ante la grotesca cosa de la caja y sollozó. Trató de apartar la cabeza, de cerrar los ojos, y no tuvo éxito. Estaba clavada allí, mirando, llorando mientras Chris permanecía impotente sobre ella, bramando contra el amanecer que les había traído horror, furia y dolor a ambos.