Seis
—NECESITO TU AYUDA.
—Bueno, ese es todo un cambio —comentó Daina.
Bonesteel miró al colibrí que revoloteaba sobre uno de los capullos azules en forma de trompeta de la jacaranda que crecía en la única área libre de la barda de ladrillo. Parecía que hoy había algo diferente en él. Daina lo notó en el momento en que apareció en el set cuando estaban terminando la jornada. Le sorprendió verlo, pero inmediatamente notó que él irradiaba una tensión, como un relámpago, y eso la había intrigado.
Él se sentó y quedó semiinmóvil, como casi siempre que hablaba, con esa extraña falta de movimiento que le daba a sus palabras un peso poco usual. Siguió diciendo:
—La situación ha cambiado en forma bastante significativa desde que hablamos la última vez.
Por la forma en que dijo la palabra "significativamente", ella pudo darse cuenta de que intentaba decir otra, pero que, de alguna forma, se sintió impedido para hacerlo. Observándolo cuidadosamente, notó las nuevas líneas que se le formaban en las comisuras de los labios apretados y entre los ojs gris pizarra. Pensó que él tenía muchos deseos de tamborilear los dedos sobre la mesa.
Su aguda cara angulosa y su brazo derecho estaban iluminados por los últimos salpicados rayos de sol que se filtraban a través de las ramas extendidas de la acacia que crecía en el centro del patio. El había sugerido que fueran a este restaurante de Lindbrook, en Westwood, cuando la recogió en su Ford LTD. Era agradable, espacioso y, a esta hora de la tarde, estaba lleno de una luz que danzaba cuando la brisa agitaba la acacia. Sobre ellos, el cielo había clareado y ahora era malva y dorado claro. Uno casi podía suponer que pertenecía a otra ciudad.
Imaginando que las palabras de Bonesteel estaban llenas de presagios, Daina terminó su vino. El ordenó inmediatamente que les sirvieran más, como si necesitara su mandato para darse rienda suelta.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó ella al fin.
Se veía tan tenso como un resorte y, viéndolo así, ella estuvo a punto de asustarse. Extendió la mano y tocó su muñeca justamente encima del sitio donde él usaba su reloj de oro Rolex. Su cabeza giró y la contempló como si fuera la primera vez. Ella le apuró:
—¿Qué pasa, Bobby? ¿Es tan terrible?
—Sí —respondió él casi como un sonámbulo, sin tono y triste—. Es bastante terrible. —Esperó a que colocaran los vasos llenos frente a ellos. Luego, se inclinó hacia adelante y repitió—: Todo ha cambiado. Ahora sabemos que Modred no fue el responsable del asesinato de Maggie.
—¿Eso significa que sabes quién la mató? —demandó Daina sintiendo que un pequeño estremecimiento la invadía como si él le hubiera arrojado agua helada en el rostro.
El no dijo nada durante lo que pareció un largo tiempo y se quedó mirando los puntos de luz solar que caían sobre su brazo. Se movían instantáneamente, apagándose mientras el sol se hundía en el occidente. Luego, desaparecieron. Daina podía imaginarse el hinchado disco hundiendo su masa sobre el tranquilo Pacífico.
Por fin, Bonesteel la miró de nuevo. Ella se preguntó en qué estaría pensando, ya que esos ojos gris pizarra no revelaban nada. El explicó:
—Anoche ocurrió un hecho que nos hizo revalorar nuestras ideas. Encontramos el cuerpo de una joven en Highland Park.
—¿Tenía la marca de Modred?
—Sí.
—Está muy cercano a la fecha en la que Maggie fue... murió.
—Demasiado cerca —corroboró probando su bebida—. Los psiquiatras nos dicen que Modred no puede ser responsable de ambos crímenes. Sería imposible dado su carácter. No ha pasado el tiempo suficiente.
—Pensé que no le dabas mucho crédito a lo que decían.
—No lo hago cuando no tienen mucho en qué basarse y sólo hablan para escuchar el sonido de sus propias voces —reconoció él encogiendo los hombros—. Ahora es diferente. Tienen un cúmulo de información.
—¿Me vas a decir el resto? —formuló Daina después de esperar a que él continuara y viendo que no lo hacía.
—¿Estás segura de que quieres oírlo? —Sus ojos la miraron directamente—. Quizá no te guste.
—No tiene que gustarme. Quiero saber —replicó ella.
—Sí, sé que tienes que saberlo —aceptó él. A Daina le pareció escuchar una huella de renuente respeto en su voz—. Lo que me dijeron me llevó a comparar los emblemas. El que apareció cerca de Maggie no coincide con el de la mujer que encontramos en Highland Pak. —Tocó la base de su vaso—. El único emblema distinto es el que estaba en el costado de la bocina.
"La explicación es simple. —Daina sintió que la observaba cuidadosamente, como si lo que él pudiese ver determinaría si tomaba la decisión de continuar o no—. Alguien bastante inteligente mató a Maggie por sus propios motivos y lo hizo aparecer como un trabajo de Modred. —Empujó el vaso lejos de sí—. Y lo realmente desagradable es que si el verdadero Modred no hubiera vuelto a trabajar justamente ahora, nunca lo habríamos sabido.
Daina sintió que su corazón latía con mucha rapidez. Instintivamente supo que él estaba a punto de decirle algo que ella tenía muchos deseos de saber. Se inclinó hacia adelante y en lugar de hacerle la pregunta obvia, le recordó:
—Dijiste que querías mi ayuda.
—Daina —opinó él mientras sus manos cubrían las de ella—, mi capitán me sacaría a patadas por la puerta si alguna vez me oyera hablar así con un civil, pero... creo que tu ayuda es esencial en este momento si alguna vez he de capturar al asesino de Maggie. —Algo de lo que él dijo la golpeó en una esquina de su mente. Ella lo dejó pasar y se concentró en lo que iba a decir él a continuación—: Hay muy pocas dudas acerca de que quien haya matado a tu amiga es parte del grupo —concluyó Bonesteel. Una extraña calma lo invadió y al fin pareció relajarse.
—¿El grupo? —vaciló ella, pues en un principio estaba segura de haber escuchado mal—. ¿Qué grupo?
—Los Heartbeats.
Lo salvaje de su pulso invadió su cabeza y se sintió mareada con la liberación de adrenalina. Sintió que ya no podía permanecer sentada por más tiempo y absorber esta información.
—Salgamos de aquí —pidió pesadamente retirando la silla.
Bonesteel se puso en pie sin decir una palabra y buscó en sus bolsillos, arrojando algunos billetes sobre la mesa. No esperó la nota de consumo.
El Pacífico se veía oscuro, las largas curvas de color metálico, jorobadas, tan deformes como torpes. ¿En dónde estaban las olas golpeando la playa rocosa y la alta y blanca espuma y los ecos del trueno y los estallidos? A casi cinco mil kilómetros de distancia, pensó ella, en el seno del Atlántico. Deseó ahora poder ir con Rubens a Nueva York. Pero era un viaje de negocios y ella comprendía por qué no podía llevarla. De todos modos, no iban a filmar el próximo fin de semana y había otros lugares a dónde ir.
Cuando Bonesteel habló de nuevo, no fue sobre el asesinato de Maggie. Daina trató de regresar al tema varias veces, pero no pudo forzarlo.
—Nací en San Francisco —explicó Bonesteel cuando tomaron el camino de Pacific Palisades—. Por eso nunca olvido el mar. —Fueron a la playa de Santa Mónica, hacia un sitio más allá de donde se encontraban los patinadores y los tipos que se deslizaban por la acera en sus iridiscentes patinetas—. Creo que me convertí instantáneamente en la oveja negra de la familia cuando me mudé para acá. Son de mente excepcionalmente estrecha en lo que se refiere a cosas como ésa. Creyeron que mi cambio era bastante traicionero.
—¿Por qué te mudaste?
—Vine siguiendo a una mujer. —Atravesaron la arena oscurecida yendo hacia la vacilante marca de la marea alta, que a esa hora del día estaba tan negra como un pozo de brea—. La conocí en una fiesta en Presidio y me enamoré en seguida. —Metió las manos en sus bolsillos y ella recordó la pose que tenía la primera vez que lo vio—. Por supuesto, no estaba interesada. Ella era de aquí y, cuando voló de regreso, la seguí.
—¿Qué pasó?
—La acosé hasta que finalmente se rindió y se casó conmigo —informó él. En lo más lejano del horizonte apareció una forma oscura. Daina, escudriñando en la penumbra, no podía decir si era un tanque de petróleo o una ballena que rompía la superficie del mar—. Ahora no puedo esperar a que estemos divorciados. Ella posee Numans, de Beverly Hills —añadió como si por ese hecho Daina pudiera entender su necesidad de deshacerse de su esposa—. Ahora sabes que no bromeaba acerca de estar atrapado —rió él ásperamente.
Ella estaba viendo un nuevo aspecto de Bonesteel que hubiera desechado por imposible hacía algunos días. Ahora parecía vulnerable, como un niño pequeño, como si su feroz deseo de separarse de su esposa fuera sólo una cobertura de su permanente amor por ella. Daina no vio ninguna debilidad en esto, por el contrario, era una cualidad tierna que le servía para acercarlo más a ella. No quería presionarlo, sabiendo que todavía había mucho por aprender acerca de lo sucedido con Maggie. Pero, ¿uno de los Heartbeats? Seguramente estaba equivocado en eso.
—No importa —desairó Daina y de inmediato se dio cuenta de que había cometido un error.
—¿Importar? —interpeló él volviendo rápidamente la cabeza—. Claro que importa. Es por lo que nos estamos divorciando. —El mar, moviendo sus olas, somnoliento, se deslizaba por el borde de las ruedas y se desvanecía con apenas un sonido líquido para marcar su paso. El miró hacia arriba, donde un avión surcaba el horizonte. Llevaba una luz azul en la punta de un ala, que se prendía y se apagaba como si les hiciera señales—. Una vez pensé que tenía un buen motivo para casarme con ella. Quizá me recordaba a alguien o a algo que nunca pude tener del todo. Pero había otra razón —añadió haciendo una pausa y volviéndose hacia ella—. No sé por qué pero tengo la sensación de que si te la enseño, comprenderás.
Las faldas de lo que semejaba la ciudad pasaron junto a ellos como una trenza de listones color pastel. El susurrante llamado de las palmeras sólo era interrumpido intermitentemente por el histérico estallido de los radios de los autos que tocaban una música que explotaba como llamaradas, con un ritmo pesado y lleno de ira.
Las adornadas fachadas de los bancos y la procesión de lotes de autos usados y banderines de colores que se decoloraban en las duras y zumbantes luces de arco, eran solamente acompañantes.
Las calles estaban extrañamente desiertas y, cuando él dio vuelta hacia Sunset, la avenida parecía estar inmóvil y olvidada, yaciendo recta como una flecha entre las enormes carteleras que anunciaban la nueva película de Robert Redford y el último álbum de Donna Summer. Era el set de una película esperando a que llegaran los actores para las tomas del día siguiente. L. A. nunca pareció más bidimensional.
Velozmente subieron a las colinas, lanzándose hacia adelante hasta que la manchada luz de Hollywood era una marejada baja y fosforescente, silenciosa e inmóvil tras ellos, como una antigua fotografía instantánea de alguna realidad lejana.
Dio vuelta a la derecha en Benedict Canyon Drive y esas luces desaparecieron entre los árboles ocuros, dejándolos con el cielo levemente amortajado por la niebla. Estaban solos en la noche.
Ya dentro del cañón disminuyó la velocidad y giró deteniéndose junto a una gran casa de madera roja. Estaba construida sobre la pendiente que se elevaba en la pared oeste y se hallaba rodeada, con un estilo más bien espectacular, por un exuberante follaje tan denso y oscuro como una selva. Era un lugar que Rubens despreciaría, pensó Daina.
—Es la casa de Karin —informó Bonesteel—. Mi hogar. —Apagó el motor y súbitamente los envolvió el parloteo del campo—. ¡Cómo odio este lugar!
—Creo que es bastante bella —comentó ella mirando la profusión de camelias, lilas y laureles de la montaña qus bordeaban ambos lados del pasamanos.
—La casa no es nada —despreció él—. No significa nada y no representa nada.
—Obviamente, a alguien le costó mucho trabajo hermosear las tierras.
—Karin debe haber contratado un buen experto —concedió él como si verdaderamente no tuviera idea de lo que pasaba aquí—. Vamos. —Abrió la portezuela y salió.
Daina caminó hasta el frente del carro. El aire se sentía denso por los aromas de las flores. Oyó a un animal que se movía bajo los arbustos, al acercarse ella.
Bonesteel la llevó adentro. El corredor aparecía dominado por una mesa lateral de madera negra y dura, muy pulida, que, en forma bastante obvia, era una antigüedad inglesa. Sobre ella había una inmaculada carpeta de lino blanco en la que estaba colocado un florero de vidrio color ciruela, en forma de flauta, lleno de largas hebras de hibisco hawaiano rojo. Sobre este despliegue casi perfecto de un decorador, colgaba un ovalado espejo de pared. En el piso había una angosta alfombra hindú en tonos rojo oscuro y dorado.
El corredor daba paso a la sala que se elevaba dos pisos, en una forma que quitaba el aliento, hacia un techo de catedral hábilmente iluminado desde abajo para hacerlo parecer aún más alto. Había ventanas a ambos lados, que se alzaban hacia la cúpula del techo haciendo que pareciera que vivían en el corazón del denso follaje del cañón.
El último tercio de la habitación colgaba, por la parte de arriba, de un balcón en el que estaba situada la recámara principal, según le dijo Bonesteel. Hacia la izquierda se ubicaban la cocina y el comedor.
Daina caminó por la sala. Las paredes eran azul pálido y bajo los muebles había un tapete de pelo que agrupaba los lavandas más claros. El largo sofá modular y las sillas que le hacían juego tenían tonalidad de cascara de huevo. Había altas plantas esparcidas por la habitación y, más allá de un biombo de helechos y matas similares, un piano Steinway colocado en la esquina derecha debajo del balcón. El atril estaba levantado y Daina vio allí las partituras: una transcripción para piano de un concierto de Vivaldi para viola.
—¿Quién toca? —preguntó Daina.
—Ella —respondió Bonesteel, señalando.
A su derecha, sobre el piano, Daina vio una fotografía en color con un marco mexicano de plata, bastante adornado. Un rostro la miró: era una niña que ya estaba convirtiéndose en mujer. Ella vio que tenía la boca de Bonesteel. También su cabello era oscuro y se severamente alejado de su rostro por un par de broches de diamantes. Tenía unos pómulos altos que serian devastadores cuando perdieran la grasa infantil, y una nariz extraña y ligeramente curvada que le quitaba la fría perfección a su cara, dándole una apariencia sufrida que era más cariñosa.
—Yo solía tocar hace mucho tiempo —reveló Bonesteel acercándose a ella. Pero estaba mirando la fotografía en la mano de Daina—. Cuando era niño tocaba bien, pero muy pronto dejé de hacerlo. Era una edad de rebeldía. Ahora lo siento porque ya es demasiado tarde. Todavía puedo leer, pero mis dedos están demasiado metidos en sus costumbres. —Golpeó el pulido costado del piano—. Compramos esto para Sarán y la inicié muy temprano. —Encogió los hombros—. No lo sé. Creo que quise que ella tuviera la oportunidad que yo rechacé en forma tan ignorante.
—¿Aquí vive Sarán ahora?
—Oh, no —respondió sonriendo y colocó de nuevo la fotografía sobre el piano—. Está en París. Estudia en un conservatorio de música. Es extraordinaria. A los diecisiete, ella toca, bueno... —se apartó y atravesando la habitación colocó un cásete en un reproductor—. De vez en cuando nos envía estas grabaciones de sus actuaciones. —Apretó un botón y la música empezó casi de inmediato. Era Mozart, cayendo sobre ellos como una cascada de polvo de plata.
Ella lo miró mientras escuchaba la soberbia ejecución. Sarah no sólo tenía técnica, sino que tocaba con pasión. La suave sonrisa que iluminaba sus labios era un fantasma de la expresión que tenía su hija en la fotografía. A Daina le recordó a Henry y Jane Fonda, separados por su sexo y por una generación, y que, sin embargo, en ciertos momentos y ciertos ángulos sus caras eran una sola y la misma.
Y, no obstante, había dolor en aquella sonrisa, como una cierta admisión. Después de un tiempo, su dolorosa intensidad fue demasiado para ella y se volvió, alejándose de él antes de que la música hubiera terminado.
Sus palabras le vinieron a la mente: Cómo odio este lugar. Por supuesto que lo odiaba. Aquí no había nada suyo, con excepción de la fotografía de Sarah y quizá el piano sobre el que estaba. Era una casa fría, casi helada; como si un día un equipo de cirujanos hubiera entrado a decorarla. En su interior reflejaba exactamente la personalidad de su esposa y Daina se preguntó qué pudo haber visto él en ella. Algo inalcanzable, había dicho él. ¿No es eso de lo que todos los hombres se enamoran en sus mujeres, del misterio de la carne y de la mente?
—Toca maravillosamente, Bobby —alabó ella cuando la bañó el silencio. Vio que él estaba llorando y su pena la arrastró. Se le acercó y le puso la mano en su brazo. Podía sentir allí la conmoción de su músculo—. Lo siento —susurró ella sabiendo que eran palabras sin sentido, o meros sonidos para calmar a un corazón que latía apresuradamente.
—¡Estúpido! —explotó él alejándose de ella—. Fue sólo estupidez. Nunca debí haberlo puesto. —Hablaba de la música.
—Me alegro de que lo hayas hecho. Alguien que toca así merece ser escuchado.
—Karin no lo entiende —se quejó tan quedamente que ella tuvo que inclinarse hacia él para oírlo—. Ella piensa que Sarah debe esquiar en el agua o en la nieve. Algo que la endurezca.
—Cualquier disciplina te endurece mentalmente —corroboró Daina.
—¿Sabes?, no eres como pensé que serías —reconoció. La miró con sus ojos gris pizarra parpadeando y ella tuvo otra vez la sensación de que la miraba por primera vez.
—No estoy podrida —eludió ella sonriendo, y él rió.
—Sí, es cierto. No estás podrida para nada. —Se volvió como si hubiera recordado algo importante—. Todavía tengo que mostrarte la razón, la otra razón por la que me casé con Karin.
Atravesó la sala hasta donde estaba un escritorio severo y lustroso, colocado en una esquina y alumbrado por una alta lámpara. De la gaveta inferior izquierda sacó un grueso fajo de papel blanco. Mucho antes de que se lo pusiera en las manos, ella supo lo que era.
Mientras Daina leía, él fue silenciosamente a la cocina e hizo una perfecta carbonada coa brezo y una ensalada con rebanadas de cebolla de Bermuda y tomates maduros. La llamó a la mesa mientras abría una botella de vino blanco. Bebieron juntos.
—El manuscrito es muy bueno, Bobby. Tiene coraje y energía. Es muy parecido al modo en que toca Sarán. Tiene pasión. —Y ella se sacudió bastante con esta idea.
—Y Karin fue mi boleto. La amaba y ella tenía dinero. Es perfecto, pensé. Tendré todo el tiempo que necesito para escribir. Pero escribir no va a ser un trabajo de nueve a cinco todos los días. —Sirvió más vino para ambos—. Cualquiera que no sea escritor no puede comprenderlo, y Karin, que no entiende nada que no sean sus propios asuntos, ciertamente no lo hizo. Quería saber por qué no podía yo sincronizar mi horario de trabajo con el suyo. Y los fines de semana ¡tenían que estar libres para sus compromisos sociales!
—En otras palabras, estabas en una jaula de oro. Pero el convertirte en policía, ¿cómo sucedió? —preguntó ella empujando su plato.
—Mi familia tiene una tradición militarista —explicó encogiendo los hombros—. Se consideró una elección muy natural. —Algo pareció irse de sus ojos—. Y encontré que disfrutaba el trabajo.
—¿Investigando asesinatos?
—Llevando a la gente hacia la justicia —concedió. La palma de su mano golpeó la mesa con un ruido que la sobresaltó—. La ley debe ser obedecida. Aquéllos que la transgreden deben ser castigados. La gente camina por esta ciudad, por cualquier ciudad, cometiendo crímenes como si tuviera impunidad ante la ley. No tienen ninguna consideración, ningún respeto hacia la vida humana. Son duros y la indiferencia hacia sus propios actos de violencia es la peor forma de maldad.
Tomó a Daina por sorpresa. Bonesteel cambió el timbre de su tono usualmente somnoliento y había subido el volumen como si estuviera predicando un fiero sermón desde el pulpito.
Durante un tiempo hubo silencio. Bonesteel miró hacia otro lado, como si repentinamente se hubiera avergonzado de su explosión. A la larga se aclaró la garganta y dijo:
—Encontramos mucha droga en la casa de Chris: coca, mariguana, heroína... —Vio la mirada de los ojos de ella—. A mí me importa un demonio. Se espera eso de estos músicos. Algunos de ellos viven en esa cosa —reconoció encogiendo los hombros. Terminó su vino—. Te sorprendería cuánto abuso soporta el cuerpo humano antes de rendirse.
—Maggie no era así —objetó Daina—. Aspiraba algo de coca de vez en cuando, seguro. —Una mentira blanca no podía lastimarla ahora—. Pero heroína... —Daina agitó la cabeza—. Yo hubiera sabido sobre eso.
—¿Estás diciendo que ella no estaba familiarizada con la heroína? —inquirió él. Se veía pensativo y golpeaba el tenedor contra el costado de su vaso vacío, produciendo una serie de sonidos de campana.
—Sí —respondió ella mirando la expresión peculiar de sus ojos—. ¿En qué estás pensando?
—En el informe del forense —manifestó fijando sus ojos en ella—. Maggie murió de mala forma. Por un lado, la habían llenado de heroína.
—¿La habían llenado? —preguntó ella haciendo eco a sus palabras—. ¿Quieres decir que no crees que ella misma se haya inyectado?
—No, no lo creo.
—Eso es un alivio. Pero dijiste que encontraste heroína en la casa.
—La hice analizar en el laboratorio. Era de alta calidad —asintió Bonesteel.
—¿Qué mostró el informe? —interrogó. Las palabras de él estaban insinuando algo en el interior de ella.
—La basura que le inyectaron a Maggie McDonell estaba contaminada con estricnina.
—Una inyección caliente —dejó escapar ella, sin pensar.
—Bien, bien, bien —recriminó él ladeando la cabeza—. ¿Qué clase de literatura desagradable has estado leyendo?
Ella se sintió aliviada de que él lo hubiera interpretado mal.
—Normalmente estarías en lo cierto —continuó—. Pero lo que le dieron fue algo más diabólico que una inyección caliente pura. Verás, no había suficiente estricnina para matarla de inmediato. Tomó algún tiempo... y no debió ser nada agradable. —Colocó su mano sobre la de ella—. Lo siento. —Esas palabras no significaron más para Daina que cuando se las dijo ella a él.
—¡Cristo Todopoderoso, no entiendo nada de esto! —exclamó ella respirando.
—Alguien la inyectó. Luego, fue atacada sexualmente y golpeada sin misericordia
—aclaró él.
—¿Atacada sexualmente? —se asombró ella sintiendo que la sangre se le convertía en hielo. Se estremeció—. ¿Qué pasó?
—Bueno, no creo que sea necesario...
—¡Pero yo sí! —explotó ella, fieramente. Sus ojos ardían posados en los de él—. Tengo que saberlo todo ahora.
El la miró durante un momento y suspiró resignado, diciendo:
—Para ponerlo lo más suscintamente posible, el forense encontró huellas de sangre y semen en su vagina y en su recto.
—¡Oh, Dios mío! —gimió ella y comenzó a temblar.
El la abrazó fuertemente, como si deseara transmitirle su propia fuerza. El repujado reloj francés antiguo que estaba en el estante de palo de rosa repiqueteó en su estuche de oro y vidrio. Cuando se detuvo, él dijo quedamente:
—Todavía hay más.
—¿Más? ¿Más? —replicó ella. Sus ojos estaban vidriosos y su voz era pesada—. ¿Qué más puede haber?
—Estadísticamente hablando, más del noventa por ciento de los casos resueltos de asesinatos resultaron haber sido cometidos por alguien que tenía lazos muy cercanos con el muerto: un miembro de la familia, un amigo cercano o un vecino. Alguien con un fuerte motivo personal.
—Pero es sólo que no puedo pensar en por qué alguien querría matarla —desechó Daina, visiblemente turbada.
Bonesteel cerró los ojos durante un momento. Su garra se apretó sobre ella, quien estaba segura de que todo el color debió haber huido de su rostro. El continuó en un susurro:
—Te dije que había más. ¿Sabías que tu amiga tenía dos meses y medio de embarazo?
Después de eso, ella se lo quedó mirando sin verlo realmente. Estaba viendo un destrozado bulto de carne y huesos y piel desgarrada, bajo el cual había yacido... Al fin, sus labios se movieron y él tuvo problemas para captar lo que decía:
—Dios mío, Maggie, ¿en qué te metiste?
*
—¿Estás segura de que quieres continuar con esto?
Sus ojos se hallaban sumergidos en las sombras y ella se encontró pensando que sin su guía era imposible saber lo que él estaba sintiendo. Entonces recordó lo bueno que era para mantener ocultas sus emociones. Sin embargo, había llorado al escuchar a Sarah tocando a Mozart en un cásete hecho a más de quince mil kilómetros de distancia.
Miró fijamente a Bonesteel en la penumbra. En un principio, cuando le dijo lo que quería que hiciera, estuvo insegura. Pero luego entró en shock cuando le contó sobre Maggie. Ahora estaba segura.
—Quiero averiguar quién asesinó a Maggie tanto como tú. —Su propia voz le sonaba dura. No dejaba de pensar en el bebé, tan frágil e... inocente. Conocía a Maggie también. Nunca hubiera abortado. En parte era el modo en que la habían criado, en parte la forma en la que Maggie se sentía con respecto a la vida. Nunca tomaría una vida a sabiendas. No, el bebé habría vivido si a Maggie no la hubieran... Sus ojos se inundaron de lágrimas calientes y se alejó de él, apretando los párpados con determinación inflexible. ¿Acaso no dijo que ya había llorado cuanto podía? Pero el bebé sin nacer colgaba en su mente como si hubiese caído en una brillante red. ¡Dios mío, cuánto deseaba que se hiciera justicia! Pensó que ya entendía un poco cómo se sentía Bonesteel. ¿Cómo había dicho? Una diferencia hacia sus propios actos de violencia. La absoluta falta de consideración a la vida humana la enfermaba y supo ahora que nunca estaría satisfecha hasta que este asunto quedara terminado. Entendió también por qué él había insistido en entregarle su propia historia individual. Ya no era sólo otro policía.
—Sabes lo que tienes que hacer —afirmó más que preguntar.
—Lo entiendo todo.
—Gracias a Cristo que eres una actriz.
Supo que él quería reír y le sonrió para que supiera que estaba bien.
—Quiero asegurarme que entiendas en lo que te estás involu... —empezó a decir después de un tiempo.
—Bobby —le interrumpió en voz baja—, ya hemos pasado por esto. No podría vivir conmigo misma sabiendo que había algo que yo podía hacer activamente y no lo hice. Quiero hacerlo.
—Chris es tu amigo —le recordó gentilmente.
—Chris estará bien.
—Me parece que de veras lo crees.
—Sí —afirmó sintiéndolo cerca de ella. La casa estaba tan silenciosa que pudo percibir su respiración—. Chris nunca pudo haber matado a Maggie. La amaba.
—El amor tiene diferentes definiciones... límites diversos... dependiendo de la persona —vaticinó él. Ella sintió de nuevo que había un significado en esas palabras que iba más allá de lo que ella podía entender.
—Creo que le hubiera dado la bienvenida al bebé.
—Pero no lo sabes.
—Nadie lo sabe sino Chris y Maggie —exclamó, y esperó antes de continuar—: ¿Piensas que Chris la asesinó?
—En realidad no puedo decir nada hasta tener pruebas.
*
Los Heartbeats estaban juntos de nuevo. Eso le dijo Bonesteel al principio. Claro que ella no le creyó. Estuvo en Las Palmas cuando Chris y Benno se pelearon. La ruptura pareció irreparable en ese momento. Ella había telefoneado a Vanetta a la oficina de los Heartbeats desde la casa de Bonesteel y la secretaria confirmó que habían estado noche y día en el estudio terminando un nuevo sencillo y el resto del álbum.
—Pero no están en Las Palmas ahora —indicó con su peculiar acento que en parte era de los barrios bajos de Londres—. Acabo de tratar de llamarlos allá. Creo que todos han ido de vuelta a casa de Nigel.
Daina salió de la autopista de San Diego por el Mulholland. Bonesteel la había llevado de vuelta al estacionamiento del estudio en Burbank. Quería que ella usara su propio auto.
Nigel y Tie vivían en el cañón de Mandeville, al otro lado de Bel Air, en el lado oeste, frente al cañón Benedict, y por tanto más recluido y, dirían algunos, más exclusivo.
El cañón de Mandeville estaba densamente arbolado, poblado por casas muy separadas, con un diseño más de la costa este que las áreas de L. A. que lo rodeaban. Allí vivían los jinetes con sus caballos, sus pequeñas espuelas y sus cortas chaquetas rojas, cabalgando junto a las omnipresentes bardas blancas. Daina pensaba que a Nigel le divertía tremendamente haberse mudado allí, entre gente cuya idea de la música de rock era algo fofo y poco amenazador, como Linda Ronstandt o James Taylor.
Se le consideraba una especie de paria fascinante entre ellos, lo cual le encantaba. El y Tie valoraban su privacía cuando estaban en casa.
Desde el frente, la mansión no se veía diferente de las de sus distantes vecinos. Daina dio vuelta sobre la ancha entrada de pedacería de mármol y tuvo tiempo de estudiar el lugar mientras entraba. Era una casa colonial blanca, de dos pisos, con columnas que, conociendo Hollywood, habían sido desvergonzadamente copiadas de Tara. Las molduras eran verde oscuro y los escalones, de ladrillo. Pero Daina sabía que la fachada no tenía nada que ver con su interior. Nigel lo había desnudado y reconstruido. Era un sitio chistoso. Literalmente. Por ejemplo, recordaba bien la biblioteca del sótano que fue diseñada precisamente como un viejo club de caballeros de Londres a fines del siglo pasado: todo eran sillones de piel, antiguas chimeneas de mármol y pies de ceniceros de bronce. El cuarto estaba rodeado de estantes de libros con balaustradas que contenían, en vez de lo que les daba nombre, ordenados montones de casetes de video y sonido. Y si uno se fijaba, podía ver que no había fuego en la chimenea, sino un enorme monitor de televisión conectado a una videograbadora.
Había otras maravillas en la casa, como un baño tan grande como una sala normal, que contenía, entre otras cosas, un refrigerador, un monitor de video y una cama doble. También contaba con un pequeño estudio, a prueba de ruido, en la parte trasera de la casa, y una enorme piscina que incluía una cascada que llevaba a un lago artificial completamente aislado.
Silka la recibió cuando llegó a la puerta principal. Podía oír los ladridos de los dobermans que fueron silenciados por una orden del guardaespaldas.
—Señorita Whitney —saludó con lo más parecido a una sonrisa que podía tener—, ¡qué maravillosa sorpresa! —Bajó los escalones de ladrillo—. Nadie me informó de su llegada.
—Me temo que nadie lo sabía —contestó Daina, disculpándose—. Espero no interrumpirlos. Supe que la gira empieza este sábado.
—Sí —asintió Silka moviendo su enorme cabeza—. Primero vamos a San Francisco; luego, a Phoenix el lunes, a Denver el martes, a Dallas del miércoles al domingo y así sigue durante seis semanas. Están muy deseosos de ponerse en camino. —Ella supo que se refería a Nigel en particular.
—¿Está todo bien entre ellos? —preguntó. El sabía lo que quería decir. —Todo ha sido resuelto. Benno es un genio para ese tipo de cosas. Ha estado cerca durante mucho tiempo. Desde su primera gira por los Estados Unidos, que fue en... déjeme ver, ¿en 1965? Sí, fue en el sesenta y cinco porque me trajo a bordo ese año.
—¿Cómo lo conociste?
—¿A Benno? Oh, bien, fue en la comida de beneficencia de 1964 de la Sociedad Americana de Fabricantes de Discos. Yo había oído sobre los Heartbeats y hasta los vi un par de veces cuando estuve en Bretaña. Pero después de aquella primera gira desastrosa a los Estados Unidos, ningún promotor quería tener nada que ver con ellos. Su gerente inglés simplemente no comprendía a Norteamérica o el concepto de vender un producto. En Bretaña eran grandes y, en consecuencia, se imaginaba que debían provocar una tormenta en América.
"De cualquier modo, en esa comida le conté a Benno acerca del grupo. Pensé que era, usted sabe, sólo una plática sin importancia. Quiero decir que nadie recuerda lo que se suele decir en esas charlas de las fiestas. Pero Benno sí recordó y voló allá para verlos. Los convenció de firmar con él y, bueno, ya conoce el resto. —Balanceó sus largos brazas para abarcar la casa y sus alrededores.
—Entonces conociste a Jon —apuntó Daina.
—Seguro —respondió. Pero algo se había cerrado atrás de sus ojos—. Todos conocíamos a Jon y todos lo amábamos. —La miró—. ¿No ha oído todavía el nuevo disco sencillo?
—No, me encantaría.
—Entonces la llevaré adentro. Lo están escuchando ahora.
—Silka —dijo ella, deteniéndolo justo antes de que entraran—, ¿cómo está Chris, realmente?
Se irguió sobre ella como si fuera una montaña, con la cabeza tan arriba de la suya que parecía estar en las nubes y aseguró desde el fondo de su pecho:
—Está bien, realmente. —Dio la vuelta y jaló la puerta para cerrarla tras ellos. El corredor estaba oscuro y bastante silencioso—. Esta gira le hará bien. Ya verá. —Parecía estar diciéndole algo más.
—No estoy aquí para evitar que vaya, si eso es lo que quieres decir.
—No lo era —disimuló. Pero pareció aliviado. Se volvió y empezaron a caminar por el vestíbulo—. Nunca la había visto así. Realmente está bastante aterrorizada con usted.
—No veo por qué —opuso ella comprendiendo que se refería a Tie.
Pero, por supuesto, sabía por qué. Simplemente quería ver si él se lo decía.
—Ella sabe lo que Chris siente por usted. No puede penetrar en la relación. Creo que eso la preocupa, porque generalmente es muy adepta a eso. —La miró de reojo—. No ha sido capaz de detenerlo en ninguna forma y la asusta lo que no puede controlar.
—Bueno, eso nos pone a la par —decretó Daina—. Yo tampoco la entiendo. —Pensó, somos como dos gatos con el lomo levantado. Quizá es solamente el imperativo territorial.
—No —denegó Silka deteniéndose frente a una puerta pesadamente recubierta de cedro—. Creo que eso es lo que más la aterroriza. La tiene preocupada.
Su mano salió disparada y la puerta rodó hacia atrás. El sonido la golpeó con una fuerza que era casi física y la música la inundaba con su energía. Los oídos empezaron a dolerle y sus dientes se destemplaron.
Sintió las puntas de los dedos de Silka en la parte estrecha de su espalda, urgiéndola a que avanzara. La puerta se cerró atrás de ella.
Estaban rodeando el cuarto, formando un semicírculo irregular alrededor de las dos bocinas gigantes idénticas a las que habían en la casa de Chris y Maggie. El grupo estaba extasiado, como si fueran adoradores ante las figuras esculpidas de su dios.
Recuerdas los días/en el asiento trasero de un Ford, la voz de Chris salía como un cohete, con los faros brillando/¿Sabíamos lo que pasaba?
Tie vio primero a Daina y se levantó. Nadie4uás se movió o miró hacia ella.
Que un día creceríamos/llegando a las finales...
—¿Quién te dejó entrar? —preguntó Tie arrastrando las palabras. Las pupilas de sus ojos estaban enormemente düatadas, de modo que combinaban con los iris de ébano formando un todo sin costuras, brillante, sin fondo y completamente ajeno.
—¿Quieres decir que no soy bienvenida ya más?
En la noche está tan bien, cantaba Chris. Nos reuniremos de nuevo... —Si fuera por mí haría que Silka te arrojara de aquí —respondió Tie. Daina pudo oler h yerba en su aliento, como una esencia dulce de almizcle que encontró repugnante.
—Pero las dos sabemos que no depende de ti —observó Daina y estiró la mano para pasar más allá de Tie.
Ángel y demomo, seguía cantando Chris, a la mitad del camino/En una tierra que nadie llama suya...
En el momento en el que sus carnes se tocaron, ella vio algo en la cara de Tie. Quizá un músculo se tensó o sus pupilas se contrajeron durante un instante. Después ya había pasado y Chris b vio. Abrió la boca y sintió los delgados y fríos dedos rodeando su muñeca y haciéndola girar de regreso.
—¿A dónde crees que vas? —le preguntó Tie echando fuego por los ojos. Parecía tener problemas para respirar—. Todo se reduce a Chris y a Nigel. —Su voz se había vuelto amenazadora—. Eso es y es todo. Siempre lo ha sido.
—¿Aun cuando Job estaba vivo? —consideró Daina.
—¿Qué sabes sobre Job? ¿Te dijo algo Maggie? —consultó Tie frunciendo el ceño como si estuviera verdaderamente preocupada.
—Cualquier cosa que me haya dicho fue confidencial.
—Debes tener cuidado en no creer todas las historias que oigas —advirtió Tie moviendo sus dedos doblados hacia arriba y hacia abajo de la muñeca capturada de Daina.
—¡Hey, Dain! —gritó Chris y se acercó sonriendo. Dio un paso entre ellas y Daina arrancó su muñeca de la garra de Tie—. Hey ¿cómo estás?
Abandonando las rimas que nos han dado de vivir, cantaba fuertemente su voz grabada. Las limusinas, las fiesias,/las muchacha grandes que don todo lo que pueden/no es nada.
—Chris, ¿qué demonios pasó? —te preguntó tratando de arrastrarlo lejos de Tie.
—Hey, ¿qué quieres decir? —sonrió él. Ella lo miró a los ojos, deseando que le respondiera—. Es sólo que el tiempo no es el adecuado, Dain. No puedo irme ahora. Demasiada gente depende de lo que hacemos, hay demasiada plata involucrada y son demasiados los años que Nigel y yo hemos sido compañeros —se detuvo por un instante y ella vio que su cara perdía toda la energía—. No estás enojada conmigo o algo, Dain. ¡Hey, vamos!
—No, Chris —denegó poniendo la palma de la mano en su tibia mejilla—. Sólo que quería comprender, eso es todo.
—Me da gusto —aceptó él poniendo su mano sobre la de ella y viéndose tan aliviado como Silka lo había estado antes—. Tie, bueno, tú conoces a Tie, ella pensó que tratarías de detenerme para que no siguiera el camino con el grupo.
—¿Por qué haría eso? —opuso ella buscando en su rostro.
—No lo sé —confesó él. Ella sintió que el tema lo ponía nervioso—. Me imagino que yo también lo pensé cuando te vi aquí.
—Vine por un motivo completamente diferente —explicó sonriendo. Le dio un timbre tímido a su voz—. Cuando Vanetta me dijo que la gira empezaba este sábado en San Francisco, tuve la idea de que como no estaremos filmando entonces y tengo algún tiempo libre...
—¡No! —exclamó encantado Chris—. ¿De verdad quieres venir? Estaba pensando que hace ya mucho tiempo que no nos ves en el escenario. —La hizo girar—. Y sera bueno para ti salir de este hoyo por un par de días y no hacer otra cosa que relajarte.
Bonesteel no podría creerlo. Chris le estaba vendiéndole la idea a ella. "Yendo con ellos podrás averiguar mucho más de lo que yo pueda ahora", le había dicho Bonesteel. Ella quería echar la cabeza para atrás y reír, y pensó: ¡Qué demonios! Y lo hizo.
*
Baba y ella estaban solos en el apartamento de él, fuera de las grasientas calles llenas de alcahuetes de hombros caídos y fugitivas de trece años que, para alimentar su hábito daban diez minutos por diez dólares a anhelantes hombres de negocios y a adolescentes aterrados, en los corredores oscuros. Afuera era sórdido y frío.
Fuera de la ventana, un conglomerado de neones brillantes y rojos, iridiscentes, que eran las marcas del centro de Manhattan. Especialmente en el invierno no se veía tan chillón. En este lugar de la ciudad había una inmutabilidad reconfortante en la comunidad.
La vista era una de las cosas maravillosas de este sitio. Brotaban destellos que podían haber sido carámbanos y rayas de pintura blanca que ella pretendía que eran escarcha. Si hubiera venido aquí la madre de Daina, se habría sentido consternada, negándose, sin duda, incluso a subir los destartalados escalones de madera y láminas de acero, en los cuales se sentaban unos gatos espectrales, flacos e inmóviles, con ojos como esmeraldas que lucían grandes y luminosos en la inconstante luz. Esperaban allí, en el calor, que la noche llegara y trajera la actividad de los roedores.
Eran los guardianes del edificio de Baba, y Daina tenía cuidado, por lo menos, de alimentarlos en cada oportunidad que se le presentaba. Naturalmente que Baba le advertía contra tanto mimo, diciéndole:
—Tienen que estar hambrientos, mami, para que persigan a los monstruos. Se van a malcriar contigo alimentándolos y la gente de aquí nunca te lo perdonará.
Afuera, los arroyos de la calle se veían mohosos con lo que alguna vez fue nieve y ahora había sido sometida a pisotones, transformándose en protuberancias grises y arenosas en forma tubular, que estaban congeladas y duras como el granito.
Se hallaban sentados juntos sobre el desgastado tapete, con el viejo y arruinado sofá que asomaba sobre ellos oscuro y acogedor. Había un par de lámparas prendidas y sus pantallas coloreadas suavizaban la luz. Comían pizza que trajeron de un lugar maravilloso que Daina descubrió en la Décima Avenida. Entre ellos había una canastilla de Budweiser.
—Baba, ¿cómo es que nunca me has llevado a la cama? —preguntó ella después de un tiempo—. ¿No me encuentras sexy?
—Seguro que sí, mami —respondió mirándola con sus enormes ojos oscuros—. Pero tú me conoces. No soy feliz con una sola. Tengo que tenerlas a todas. —Extendió los labios—. Seguro pensé que entre tú y yo sería como con todas. —Miró hacia otro lado—. Existe algo más entre nosotros, totalmente.
—Pero tú sabes que no soy como el resto, que no soy como ninguna de las que vienen en tropel a cualquier hora... —su voz decayó, viendo cómo la miraba con fijeza. La luz caía suavemente sobre la cara de él, fundiéndose en las arrugas, en las duras líneas de desgaste, en los golpes de un mundo que ella todavía no podía entender por completo—. ¿Alguna vez pensaste en lo que yo podía querer?
—Como dijo Marty, mami, eres demasiado joven para saber de eso —gruñó él.
—Sabes que eso no es cierto.
—Cuando se trata de ti confieso que no sé qué pensar. ¿Por qué estás aquí todavía, mami, en la tierra proscrita?
—Porque soy proscrita, como el resto de ustedes —confirmó ella.
—Seguro que tienes algunas ideas locas —objetó Baba moviendo la cabeza—, ¿Qué no ves que todo esto está en tu cabeza? Aquí no hay nada que te pueda interesar.
—Tú estás aquí. Tú me interesas.
—¡Uh! Sólo te gusta venir al barrio —rió él y sus ojos se escabulleron de los de ella—. Tal vez es mejor que te vayas, mami.
—No te vas a escapar tan fácilmente —afirmó ella moviendo lentamente la cabeza. Se levantó y se sentó junto a él—. ¿Qué se te ha metido en la cabeza, eh? Pensé que teníamos todo esto aclarado desde hace siglos.
—La verdad es que me haces sentir culpable, mami, y eso es algo que no había sentido hacía mucho tiempo —aseguró él cruzando los brazos sobre su enorme pecho—. Has estado aquí, viendo las cosas... —Agitó la cabeza—. No está bien. No perteneces aquí. Perteneces a Kingsbridge, allí es donde perteneces. Aquí hay demasiada mierda para tus gustos. Me hace sentir malvado.
—Pero no lo eres. Lo sabes —reciminó ella enterrándole los dedos bajo el brazo y enganchándolo con el suyo.
—No, soy un maldito príncipe —renegó él fríamente.
Ella se volvió a medias tomando su rostro barbado entre las manos y, antes de que él tuviera tiempo de protestar, lo besó en la boca fuertemente. Pareció durar un tiempo muy, muy largo y cuando ella separó los labios y deslizó su húmeda lengua entre ellos para explorar su boca, lo permitió.
Ella sintió sus brazos deslizándose sobre su espalda, abrazándola en forma tan tierna que empezó a sollozar.
—Ahí está, de eso se trata todo el escándalo, ¿no? —susurró alejando un poco su cara de la de él.
—Estás llorando —susurró él con una extraña especie de asombro en su voz.
—Oh, Baba, te amo —confesó y le dio un golpe en un lado de la cara—. No te preocupes por nada. Por favor. Gocémonos uno al otro y no nos preocupemos...
La besó con una dulzura que ella supo todo el tiempo que existía en su interior y Daina empezó a maniobrar en sus ropas, sin querer nada más que apretarse contra su desnudez.
Su cuerpo era extrañamente lampiño y ella se dio cuenta de que no podía detener sus manos que acariciaban sin parar los planos y los valles de la pieí oscura de él... Tampoco podía detener el temblor de su carne. Sentía ahora las urgencias físicas de su cuerpo como relámpagos, atravesando su torso y sus miembros como si fuera un vagabundo abrazándose a los rieles. Sin embargo, su mente gritaba frenéticamente todo el tiempo, pues era el organismo tratando de defenderse. El placer la atravesó como un trueno intermitente, ensordeciéndola, pero, aun así, sus dedos temblaban como si fuera una vieja.
Tal vez Baba vio esto o quizá sintió en ella las fuerzas en contienda que la estaban desgarrando. De todos modos, la cargó con sumo cuidado hasta la cama, la desnudó lentamente, sin apartar los labios de su carne, trabajando en las partes recién descubiertas. Sintió el temblor de ella cuando sus labios se cerraron sobre sus pezones y, lamiéndolos, los encontró erguidos y palpitantes, y más adelante se dio cuenta de que cuando movía su boca hacia los lados de sus senos y suavemente pellizcaba sus pezones con sus dedos, ella arqueaba las nalgas levantándolas de las sábanas y gritaba.
Cuando quedó desnuda, él se deslizó hasta que estuvo arrodillado en el suelo frente a la cama. Le levantó las piernas hasta que estuvieron montadas sobre sus hombros y hundió la cabeza entre los muslos de ella.
Daina estaba ya tan húmeda que él se asombró y gruñó mientras separaba los pétalos de sus labios, exponiendo su sensible centro.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó ella. Tuvo tiempo de respirar antes de que su boca descendiera de nuevo y su lengua cortara hacia arriba de un lado a otro. Su placer era tan intenso y tan absolutamente inesperado que sus piernas se levantaron y, gimiendo, comenzó a girar las caderas contra la enloquecedora incursión a su corazón secreto.
El placer era constante ahora y todo volaba en su mente como si fueran pichones dispersados ante un fuerte viento. Su centro se había disuelto, se había vuelto líquido y nada parecía funcionar. No quería nada, sólo que la sensación siguiera sin detenerse. Los tendones en la parte interior de sus muslos sobresalían por la sensación ascendente y sus músculos comenzaron a contraerse en un concierto involuntario con los latidos de su corazón. Pensó en estar alto, en ser parte de la música y ahora ella sabía cuál era el final de esa música, porque ella era la música, su propia música que sólo ella podía oír, sentir, gustar y oler.
Supo que iba a venirse por el sabor en la boca y el sentimiento de la piel que envolvía sus caderas que se sacudían, irradiándose como shocks de un epicentro, y cuando sintió sus dedos en sus firmes pezones en cuanto ella, ella...
Ella gritó y casi se dobló, sin percatarse del movimiento de sus caderas batientes, dándose cuenta solamente del fiero camino que la lengua y los labios de él tomaban una y otra vez abriendo un sendero ardiente en su carne abrasada.
Estaba empapada en sudor. Sus piernas se doblaron por las rodillas y se enroscaron. Murmuró:
—Baba, ven aquí. —Sintió su musculoso cuerpo sobrecalentado encima de ella, y experimentó, aun en el resplandor posterior, una punzada de miedo ante su enorme tamaño.
Entonces fue elevada en el aire de modo que quedó a horcajadas sobre él, como si fuera un semental a quien ella estuviera a punto de montar.
Se inclinó sobre él, besando su pecho y sus tetillas. Sus manos acariciaban su torso mientras él la levantaba sin esfuerzo y por fin lo sintió endurecido en su goteante entrada. Ella jadeó pues estaba segura de que él era demasiado grande para que lo pudiera acomodar, pero se hundió en ella con tal facilidad que simplemente cerró los ojos y suspiró desde muy adentro.
Se pasaron más de una hora acariciándose lánguidamente uno y otro, gimiendo y gruñendo, deteniéndose justo antes de que el frenesí los envolviera como si, habiendo tardado tanto en llegar hasta aquí, no pudieran satisfacerse y la agonía de la prolongación fuera preferible a la consumación.
Pero llegó un momento en el que la excitación era demasiado grande para poderla controlar y, por mutuo consentimiento, permitieron que ardiera incontrolable.
Daina deslizó las manos por la sudorosa espalda de Baba hasta sus nalgas apretadas, sintiéndolas duras como rocas, y lo sintió hincharse dentro de ella, y esto, junto con la fricción, fue suficiente para hacerla caer.
Aun así no estaba completamente satisfecha. Quería explorar cada parte del cuerpo de él con sus labios, y lo hizo. No tenía suficiente y se negó a alejar su boca de él mientras se venía en una serie de estallidos calientes y ácidos que hicieron que las caderas de Daina se empujaran contra la cama hasta que ella alcanzó también el orgasmo.
Más tarde, no podía dejarlo ir, lamiéndolo hasta que Baba dulcemente la apartó y le susurró:
—Es suficiente. Es suficiente por ahora. —Entonces ella reposó entre sus brazos, sintiendo su corazón, inhalando su almizcle y el de ella y los agradables olores resultantes del sexo—. De todos modos, tienes que irte pronto. Tengo que recoger una compra —le indicó suavemente.
Ella abrió la boca y la cerró de inmediato. Quería pasar la noche con él así como estaban, pero sabía por experiencias anteriores que él nunca le permitía quedarse en las noches en las que tenía una compra. "Es demasiado peligroso", le decía, y cuando ella le preguntó una vez el porqué, él simplemente la miró.
—El bastardo de Smiler vino ayer aquí cuando tú estaba en Kingsbridge —anunció Baba acariciándole el hombro—. Le dije que nunca hiciera eso. El trabajo es el trabajo y mi vida privada no tiene que ver con eso. Pero dijo que nunca había visto el lugar y que sólo era por esta vez, así que cuál era el problema.
Ella pensó muchas veces en pedirle que dejara esto, pero sabía lo suficiente como para no decírselo. Así era como él se ganaba la vida. Él lo había elegido y era suyo. Quizá era la única cosa en el mundo que era suya. Ella no podía pensar en privarlo de eso más de lo que podía pensar en abandonarlo.
—Dime algo, mami...
—¿Qué? —murmuró ella somnolienta y acercándose más a su calor.
—Realmente no es importante para ti, ¿o sí?
—¿Qué cosa?
—Que yo sea negro.
Puso una mano en su pecho y extendió sus dedos haciendo la forma de una estrella de mar. Podía sentir el pulso de él bajo su mano y la marcha regular de su respiración. Se veía inmenso e invulnerable y ella susurró:
—Aquí, eres lo que quiero: un hombre —y besó la piel sin vello sobre su corazón.
El no dijo nada y se quedó mirando los patrones distorsionados de la pálida luz que entraba por las tablillas de las persianas. Vibraba sobre el techo con el paso de cada coche o camión.
Escuchaban pequeños sonidos que llegaban de la calle que estaba abajo: la bocina estridente de un coche, el suave silbido del tránsito que pasaba por la avenida, el ladrido de un perro, una risa y luego palabras en español. Un gato maulló.
*
Despertó a mitad de la noche, en medio de una especie de vértigo. Buscó inmediatamente a Rubens en la cama, pero se encontraba sola. ¿Por qué no estaba en casa? ¿Le había dicho María que llegaría tarde esa noche? No podía recordarlo.
Tenía un sabor de hule en la boca. Trató de tragarlo y pensó: voy a volverlo. Todo.
Empezó a sudar y súbitamente se sintió como si estuviera cayendo por la cama, por el suelo, por la tierra misma. Hacia el centro.
Miró al techo fijamente. Parecía estar a millones de kilómetros de distancia. Y giraba, giraba tan rápido que hacía que la cabeza le doliera. Cerró los ojos fuertemente, pero eso sólo empeoró el vértigo. Abrió los ojos. ¿Qué la había despertado? Podía sentir el latido de su corazón como un violento martillo en la prensa de acero que era su pecho y escuchar el murmullo de su respiración agitada. El sonido, que era atemorizante y estaba extrañamente ampliado por la quietud, la hizo respirar aún más rápido hasta que estuvo jadeando.
Se preguntó si el ruido de su propia respiración pudo haberla despertado. Pero en el fondo sabía que fue algo exterior a ella lo que la despertó,
El miedo ascendió desde su estómago hasta su garganta y se alojó allí como si fuera una piedra. Ella lo combatió y en ese momento oyó de nuevo el sonido. Se enderezó, forzando los oídos para poder identificarlo. Lo oyó nuevamente y trató de calmar su respiración. Una delgada y picante raya de sudor se deslizaba por su sien. El sonido provenía del interior de la casa.
Los ruidos se acercaron más y parecían leves y clandestinos hasta que al fin ella comprendió que había alguien más en la casa.
Se agarró de las sábanas, pero no podía moverse. El sabor de hule pesaba en su boca. Quería vomitar. Y ahora pensó que había escuchado un gruñido suave en un lenguaje extranjero. Español. Era español. Su mente giraba, todavía medio confusa por su sueño de Baba y de Nueva York. Una parte de ella estaba aún a más de cinco mil kilómetros de distancia.
Era una niña otra vez, desvalida y asustada, suspendida y paralizada en un mundo lleno de sombras oscuras e intenciones malévolas. Con cada respiración que hacía, comprobaba que alguien se acercaba rnás a ella. Se sintió extendida contra la cama, con las piernas abiertas como una estrella de mar. Trató de mover la cabeza o los ojos para poder ver quién o qué había entrado por la puerta abierta de la recámara.
Un sonido agudo casi provocó que dejara de respirar. Temblando y bañada en sudor pensó en una navaja de resorte abriéndose, mientras la luz bajaba por su larga y letal hoja. El miedo sonó ahora cual un gong de latón en su interior, que retumbaba como una alarma histérica en vibraciones sonoras, como si fueran ondas que se expandían en un charco de agua.
La muerte colgaba en el aire, tan palpable como una cortina de chaquira revoloteando justamente sobre su cabeza y descendiendo con una sádica lentitud en un intento por sofocarla. El pecho le pesaba y luchaba por respirar. Una sombra cayó sobre la cama y sobre su cuerpo, era negra, enorme y siniestra, y ella gritó aunque ningún sonido brotó de sus labios. Su mente era un remolino de imágenes: muerte y destrucción; mensajes grabados en su carne, ruines violaciones sexuales; grandes estacas punzantes que la atravesaban hasta que los huesos traspasaban su carne desgarrada. La sangre brotaba obscenamente y sus nervios gritaban de dolor y ella estaba completamente indefensa. Gimió.
Y, arqueándose, explotó:
—¡Qué demonios...!
Gritando y sin ser capaz de controlar su respiración, empezó a quedar rígida.
Sintió que unos brazos poderosos la atrapaban y advirtió el calor de otro cuerpo que se apretaba contra el suyo. Percibió un olor masculino y de algún modo familiar. Abrió los ojos rápidametne y se alejó de su contacto. El seguía sosteniéndola todavía. Pero esto sólo aumentó su terror. Ella encontró que su cara estaba enterrada en el hueco del hombro de él. Echó para atrás la cabeza y separó los labios, mostrando los dientes mientras retrocedía, girando y hundiéndose los siglos pasados. Sus quijadas se cerraron de golpe, volviendo a abrirse luego, y no estuvo completamente consciente de que gruñó desde el fondo de su garganta. Estaba enloquecida por soltarse del abrazo mortal, pero la fuerza de él era tremenda.
Echó la cabeza hacia adelante, abriendo la boca con los dientes listos para cerrarse y morder, cuando lo oyó decir:
—Daina, Daina, todo está bien.
Ella lo mordió de todos modos, pues su mente estaba agitada todavía, creyendo hasta ahora que había estado despierta todo el tiempo. Oyó cómo se rasgaba la tela y probó el sabor húmedo y salado y escuchó su grito sorprendido y lleno de dolor. Pero no era nada comparado con el dolor que la llenaba ahora.
—Daina... Daina... Daina...
Ella reconoció la ternura en su tacto y supo que no era la muerte que venía por ella. Sólo su mente trabajaba como una trampa de acero que soltaba esta desagradable y espantosa sorpresa que era una aparición en la medianoche.
—Rubens —susurró roncamente—. Rubens, ayúdame —y se arrojó en su regazo, temblando y sollozando por la angustia y por la descarga del terror.
El resplandor nocturno de L. A. se aclaró. Ella escuchó la voz de Baba que provenía de algún sitio, diciendo: Mami, o estás adentro o estás afuera y ése es el fin de eso. Ahora, al involucrarse en la investigación de Bonesteel sobre el asesinato, sabía que por fin estaba adentro. Sintió un enorme deseo de contarle todo a Rubens, pero sabía que podría arruinarlo todo de alguna forma que no comprendía. No podía decirle a él ni a nadie sobre Baba y esto era lo mismo, era una extensión de ese sentimiento.
—Hay alguien a quien quiero que conozcas —le informó él.
—¿A quién?
—A Dory Spengler. Es un buen amigo de Beryl. —Se volvió sobre su espalda—. Es un agente.
—Rubens, por última vez, no voy a despedir a Monty.
—¿Acaso dije algo sobre eso? Quiero que conozcas a Dory. Hay una buena razón.
—Apuesto a que sí.
—¿Lo harás?
—Muy bien.
—Tal vez deba posponer mi viaje a Nueva York —esbozó él. —Ese asunto con Ashley es demasiado importante.
—Puede esperar una semana.
—Quiero que vayas, Rubens —instó ella y colocó una mano sobre su flanco desnudo—. Estoy bien. —Sonrió en la oscuridad—. De todas maneras, Chris me invitó a San Francisco este fin de semana para ver la presentación del grupo.
—Qué bien. Saldrás de aquí durante unos días.
—Eso es justamente lo que dijo Chris. No te creo —replicó ella inclinándose sobre su cara.
—Beryl está feliz por la conexión que hay entre ustedes dos. Ya te lo había dicho. Cuando se lo diga, estará extasiada. El viaje valdrá su peso en publicidad para ti y puedes conocer a Dory cuando regreses.
—Siempre estás pensando, ¿no es cierto?
—Duérmete —susurró él. Su respiración se hizo más lenta mientras se alejó.
Pero el sueño no llegaba. La aurora estaba a la vuelta de la esquina y el ayer era sólo un gusto amargo en su boca. Se volvió, alejándose de la ventana y del suave movimiento de la cortina. Se arrodilló sobre la cama y jaló las cotinas hasta exponer el cuerpo desnudo de Rubens. Lo miró fijamente durante un largo tiempo. Sintió una necesidad imperiosa de tocarlo, de sentirlo cerca de ella, de incrustar su cuerpo en el de él y notar su peso haciendo fuerza contra su caja torácica y sus brazos musculosos rodeándola—Se estiró para tocarlo.
*
Por fin se sentó y, lanzando un largo suspiro, columpió sus piernas fuera de la cama, dejando a Baba. Recogió su ropa y su bolsa de larga correa y atravesó el apartamento en silencio hacia el baño oscuro. La plomería rechinaba constantemente y la puerta, que era de madera combada cubierta de quién sabe cuántas manos de pintura blanca barata, no cerraba completamente.
Ya adentro, con la mano a mitad del camino hacia el interruptor de la taz, se detuvo y cambió de idea. Puso su ropa en la orilla de la tina y se arrodilló sobre la tapa cerrada del inodoro, abriendo la ventana de vidrio translúcido y dejando entrar la luz combinada de Manhattan. El cielo era blanco, con una iluminación difusa como si estuvieran viviendo en el interior de un huevo de Pascua con apariencia de cascarón.
Daina miró la ciudad que temblaba y centelleaba en el frío. Tras ella podía escuchar, de vez en cuando, que Baba se movía silenciosamente por el apartamento, preparándose para salir.
Su cabeza giró rápidamente al oír el punzante sonido. Alguien estaba en la puerta. Oyó la voz de Baba y luego el agudo arañazo metálico del cerrojo de seguridad que había sido levantado. Frecuentemente llegaban amigos, sin avisar. Baba no tenia teléfono aquí, pues prefería hacer todas sus llamadas desde varias casetas telefónicas situadas en el área.
—Los negocios pertenecen a la calle —decía siempre. De todos modos, esta era una noche en la que ella hubiera deseado que no los interrumpieran, aun estando tan cerca de su fin. Todavía sentía un hormigueo en su interior, como si estuviera en la hierba, y su carne estaba sensible en muchos sitios, tenía los labios maltratados y ligeramente hinchados: era delicioso.
Se alejó de la escena de la ventana y caminó silenciosamente hacia la puerta ligeramente abierta, para echar un vistazo.
Escuchó los dos fuertes estampidos cuando estaba llegando y saltó, con el corazón martilleándole tan fuerte que creyó que estallaría. Escuchó las pisadas de unas botas como un ritmo de staccato sobre el piso desnudo y luego notó que una figura se movía sobre el delgado tapete colocado entre el sofá y las sillas. Escuchó una voz baja y amenazadora que decía:
—Quédate donde estás. Ya hiciste tu trabajo de esta noche. —Luego, hubo silencio durante lo que pareció una eternidad.
Ella permaneció muy quieta, con los dedos aferrados a la orilla de la puerta, tan fuertemente que estaban blancos. El terror apretó su corazón y sintió como si su sangre se hubiera convertido en escarcha que le causaba dolor a cada inspiracion. Su mente se hallaba adormecida. Trató de pensar coherentemente pero no pudo y sólo sintió que sus labios se movían. Esto no podía estar sucediendo.
Súbitamente escuchó una inspiración, tan aguda y clara que bien podía haber sido el estampido de otra pistola. Trató de escudriñar la oscuridad para ver quién era el intruso. Se estiró hacia adelante y pensó que había escuchado que murmuraban una palabra: ¡Cállate![17] Y luego, nada.
Se apresuró a salir del baño atravesando la sala. Una pálida luz se extendía formando un cuadrado oblicuo sobre el piso y se colaba por la puerta del frente que estaba parcialmente abierta. Corrió hacia ella, cerrándola con todas sus fuerzas, y colocó el cerrojo de seguridad en su lugar.
Se volvió y casi tropezó con él. Estaba tendido en el suelo, con los brazos extendidos y su cabeza y hombros medio apoyados contra los restos de la mesa de centro que yacía volteada. La sangre, oscura y brillante, parecía una lluvia de diamantes que cubría su pecho y brotaba de su boca abierta. Todas las lámparas habían sido apagadas.
Se arrodilló a su lado y miró la sangre que fluía de él, que era exquisita y mortal, que era la vida, la vida real y tangible para ella, por vez primera.
—¡Baba! ¡Oh, Dios, Baba! —gritó. Tocó su pecho que se alzaba con las manos, como si con sus dedos nada más pudiera curarlo con la fe.
Pasó un tiempo antes de que se diera cuenta de que él trataba de hablarle, pues salía tanta sangre de su boca que se estaba ahogando con ella.
Le levantó la cabeza de las agudas y duras orillas de la mesa y acunó el gran peso contra sus senos desnudos. La sangre se esparció sobre el estómago de ella como si fuera un río oscuro y caliente que se acumulaba en la V entre sus muslos. Se apreciaba el fuerte hedor de la cordita mezclado con otro olor dulce, denso y persistente, que ella no pudo identificar. Baba se sentía frío contra ella y lo envolvió en sus brazos. Algunos trocitos de piel se pegaron entre sus dedos como un dulce triturado.
Baba tosió y dijo algo. Ella bajó la cabeza y preguntó aturdida:
—¿Qué? —Pero estaba pensando: "Debo quedarme o dejarlo para llamar una ambulancia". No oyó lo que él dijo—. Baba, no puedo oírte.
—Ally. Fue Ally, ese mamador de relaciones públicas —susurró Baba. Su voz era pesada, líquida y apagada. Ella limpió el hilo de sangre que fluía de sus labios—. Trabajé estableciendo esto durante cinco años y ahora él lo quiere todo. —Cerró los ojos por un momento y ella se aterró de que se hubiera ido.
—¿Baba? —murmuró asustada.
—Mierda, mami —espetó abriendo los ojos y ella vio una luz dentro de ellos—. ¿Sabes lo que me dijo ese hijo de puta cuando disparó? Dijo: "¿Sabes lo que tiene de malo esta ciudad? Hay demasiados malditos negros".
—Cállate. Cállate. ¿A quién le importa eso ahora?
El empezó a temblar. El sudor le escurría como si fuera lluvia. Ella volvió a sollozar con ternura en su cara y vio que la miraba fijamente.
—Oh, Baba —musitó con los ojos llenos de lágrimas—, no te mueras. No te mueras. —Presionó más firmemente sus manos contra su pecho. A través de la capa de sangre podía sentir sus costillas destrozadas y el cansado aleteo de su corazón que seguía funcionando. Los ojos de él nunca abandonaron los suyos. Abrió los labios haciendo un esfuerzo y sus dientes se veían rosados por el interminable flujo de sangre.
—Mami...
—Baba, no te dejaré morir. ¡No lo haré! —gritó ella apretándolo. Pero podía sentir el calor que escapaba de él y la vida que era como un arroyo que desembocaba en el mar y disipaba todo su poder en esa vasta profundidad. Quería abrir sus venas por él y hacer cualquier cosa para darle vida nuevamente, pero no era una diosa ni él un héroe mitológico
—Baba, te amo —le confirmó. Pero nada podía hacer ahora o antes, cuando había estado inmóvil y silenciosa en las seguras sombras al fondo del cuarto, mientras miraba las pildoras blindadas que lo destruían. Ella repasaba ese instante en su mente una y otra vez. ¿Por qué no me moví? ¿Por qué me quedé allí parada? Ahora soy inútil. Completamente inútil.
En algún punto sus ojos comenzaron a enfocarse nuevamente en el mundo exterior. Se dio cuenta de que lo que sostenía era simplemente una forma que se enfriaba y soltaba líquido. No había vida en ningún lado que pudiera verse u oírse.
Afuera, más allá de la desnuda protección de las sombras, el sonido ululante de una sirena le gritó camino hacia alguna emergencia. Aquí no había ninguna... ahora. Escuchó las conversaciones en la calle como si fueran los parloteos de los monos en las copas de los árboles: indefinibles e indescifrables. Español callejero. Luego, los sonidos se alejaron calle abajo.
Sus ojos estaban empañados, pero no podía dejarlo. Sus músculos los sentía encogidos y tenía la carne de gallina, pero el dolor solamente la hacía menos consciente de lo que alguna vez, con toda certeza, tendría que encarar.
Debía haber, debía haber... oh, debía haber...
Huyó con sus ropas apretadamente abrazadas, con el odio como una cuenta impenetrable escondida en un guardapelo atado al cuello. Durante largo tiempo pensó que nunca volvería a sonreír de nuevo; pero, por supuesto, ésa era solamente la tonta idea de una jovencita.