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—¿No te dije —preguntó Peter Marks irritado— que no quería ver a nadie?

Era un reproche, no una pregunta. De todos modos, Elisa, la enfermera que lo cuidaba desde que había ingresado en el Centro Médico Walter Reed del Ejército, ni se inmutó. Marks yacía en la cama con la pierna herida vendada y que le dolía de un modo horroroso. Se había negado a tomar calmantes y estaba en su derecho, pero lo irritaba que su estoicismo no le hubiera granjeado el cariño de Elisa. Era una pena, pensó, porque era guapa e inteligente.

—Creo que debería hacer una excepción en este caso.

—Si no es Shakira ni Keira Knightley, no me interesa.

—Que tenga el privilegio de estar ingresado aquí, no lo autoriza a comportarse como un niño caprichoso.

Marks ladeó la cabeza.

—Sí, pero ¿por qué no se acerca y lo ve desde mi punto de vista?

—Sólo si promete no meterme mano —dijo la enfermera con una sonrisa pícara.

Él se echó a reír.

—De acuerdo, bueno, ¿quién es? —Elisa sabía sacarlo de su peor humor.

Se acercó y le ahuecó la almohada antes de elevar la parte superior de la cama.

—Quiero que se siente; hágalo por mí.

—¿También tendré que suplicar?

—Vaya, eso sería estupendo. —La enfermera dilató la sonrisa—. Pero asegúrese de no babearme encima.

—Aquí dentro tengo pocos placeres, no me los quite. —Hizo una mueca al incorporarse en la cama—. Joder, cómo me duele el culo.

Elisa se mordió el labio.

—Me lo pone todo tan fácil que no puedo humillarlo más. —Cogió un cepillo de una mesa lateral y empezó a peinarlo.

—Por el amor de Dios, ¿quién es? —preguntó él—. ¿El puto presidente?

—Casi. —Elisa fue hacia la puerta—. Es el secretario de Defensa.

«Santo Dios —pensó Marks—. ¿Qué querrá Bud Halliday de mí?»

Pero fue Chris Hendricks quien entró por la puerta.

—¿Dónde está Halliday? —preguntó, abriendo unos ojos como platos.

—Buenos días a usted también, señor Marks. —Hendricks le estrechó la mano, cogió una silla y, sin quitarse el abrigo, se sentó al lado de la cama.

—Disculpe, señor, buenos días —balbuceó Marks—. Yo no… Creo que debería decir enhorabuena.

—Es lo que toca. —Hendricks sonrió—. ¿Cómo se encuentra?

—Enseguida me pondré bien —repuso—. Tengo los mejores cuidados.

—No lo dudo. —Hendricks apoyó las manos en los muslos—. Señor Marks, el tiempo apremia, así que iré al grano. Mientras usted estaba de viaje, Bud Halliday presentó su dimisión. Oliver Liss está en la cárcel y, francamente, no creo que vaya a salir pronto. Su jefe inmediato, Frederick Willard, ha muerto.

—¿Muerto? Santo Dios, ¿cómo?

—Eso ya lo hablaremos otro día. Basta con que sepa que con tantos imprevistos, en la punta de la pirámide se ha formado un vacío de poder. —Hendricks se aclaró la garganta—. Al igual que la naturaleza, los servicios secretos odian el vacío. He estado pendiente de la sistemática desmantelación de la CI, su antiguo dominio, con cierta dosis de escepticismo. Me gusta lo que hizo su colega con Typhon. En estos días, una organización clandestina dirigida por musulmanes y centrada en el mundo radical musulmán parece una solución elegante para nuestros problemas más acuciantes.

»Por desgracia, Typhon pertenece a la CI. Sólo Dios sabe lo que se tardará en volver a poner a flote ese barco y no quiero perder el tiempo. —Se inclinó hacia Marks—. Por lo tanto, me gustaría que se pusiera al frente de un Treadstone renovado, que entre otras cosas englobaría la misión de Typhon. Usted nos informaría directamente a mí y al presidente.

Marks frunció el entrecejo.

—¿Algo va mal, señor Marks? —preguntó el nuevo secretario.

—Todo va mal. En primer lugar, ¿cómo es que ha oído usted hablar de Treadstone? Y, en segundo lugar, si está tan enamorado de Typhon como asegura, ¿por qué no se ha puesto en contacto con Soraya Moore, la antigua directora de Typhon?

—¿Quién le dice que no lo he hecho?

—¿Ha rechazado la oferta?

—La pregunta pertinente —dijo Hendricks— es si está interesado usted.

—Por supuesto que sí, pero quiero saber qué opina ella.

—Señor Marks, confío en que esté tan impaciente por salir de aquí como por encontrar respuesta a sus preguntas. —Hendricks se levantó, fue hacia la puerta y la abrió. Hizo una seña y entró Soraya.

—Señor Marks —dijo el secretario Hendricks—, es un placer presentarle a su codirectora. —Cuando Soraya se acercó a la cama, añadió—: Estoy casi seguro de que ustedes dos tendrán muchos temas de qué hablar, de organización y otros, así que me retiro.

Ni Marks ni Soraya le prestaron la menor atención cuando salió de la habitación, cerrando suavemente la puerta.

—¡Vaya, mira a quién ha traído el viento! —Deron se apartó de la puerta para que entrara Bourne. En cuanto estuvo dentro, le dio un fuerte abrazo—. Maldita sea, hombre, eres peor que un dolor de muelas, hoy te veo, mañana desapareces.

—Ésa es la idea, ¿no?

Deron se fijó en sus manos vendadas.

—¿Qué te ha pasado?

—Tuve un encontronazo con algo que intentaba comerme.

Deron se echó a reír.

—Bueno, entonces debes de estar bien. Vamos —añadió, conduciendo a Bourne por su casa del noreste de Washington. Era un hombre alto y delgado, atractivo, con una tez del color del cacao aguado. Tenía un acento marcadamente británico—. ¿Quieres beber algo o prefieres comer?

—Lo siento, querido amigo. No tengo tiempo. He de coger esta noche un vuelo para Londres.

—Vale, tengo el pasaporte perfecto para ti.

Bourne rio.

—Esta vez no. He venido a recoger el paquete.

Deron dio media vuelta y lo miró.

—Vaya, después de tanto tiempo.

Bourne sonrió.

—Por fin encontré el sitio adecuado para dejarlo.

—Excelente. Los indigentes me ponen triste. —Le condujo hasta su amplio estudio, que olía a pintura al óleo y a aguarrás. Había un lienzo sobre un caballete—. Echa un vistazo a mi nueva criatura —invitó antes de desaparecer en otra habitación.

Bourne se acercó a mirar el cuadro. Estaba casi terminado, o al menos lo bastante para dejarlo sin respiración. Una mujer vestida de blanco, con una sombrilla para protegerse del sol cegador, paseaba entre la alta hierba mientras un niño, posiblemente su hijo, adoptaba una expresión soñadora. La luz era sencillamente extraordinaria. Se acercó a mirar más de cerca las pinceladas, que eran exactamente iguales a las de Claude Monet cuando había pintado la versión original de La Promenade en 1875.

—¿Qué te parece?

Bourne se volvió. Deron había reaparecido con un maletín.

—Magnífico. Mejor que el original.

Su amigo se echó a reír.

—Hombre, espero que no. —Le entregó el maletín—. Aquí lo tienes, sano y salvo.

—Gracias, Deron.

—Oye, fue un reto. Falsifico cuadros y, para ti, pasaportes, visados y lo que sea. Pero ¿un ordenador? Si quieres que te diga la verdad, fabricar el estuche de resina compuesta fue complicado. No estaba muy seguro de imitarlo bien.

—Hiciste un gran trabajo.

—Otro cliente satisfecho —replicó Deron, riéndose.

Fueron hacia la salida.

—¿Qué tal está Kiki?

—Como siempre. Ha vuelto a África. Estará trabajando seis semanas, para mejorar la vida de los que viven allí. Esto está muy solitario sin ella.

—Deberíais casaros de una vez.

—Serás el primero en enterarte, amigo. —Estaban en la puerta. Deron le estrechó la mano—. ¿De vuelta a Oxford?

—La verdad es que sí.

—Dale recuerdos de mi parte a la Matriarca.

—Lo haré. —Bourne abrió la puerta—. Gracias por todo.

Su amigo hizo un gesto de despedida con la mano.

—Buen viaje, Jason.

Bourne, en el vuelo nocturno de Londres, soñó que había vuelto a Bali, a la cima de Pura Lempuyang, y miraba a través de las puertas que enmarcaban Monte Agung. En el sueño veía a Holly Marie moviéndose lentamente de derecha a izquierda. Cuando pasaba por delante de la montaña sagrada, él echaba a correr hacia ella y, cuando la empujaban, la cogía antes de que cayera por la empinada escalera de piedra y se matara. Mientras la tenía en brazos, bajaba la cabeza para mirarle la cara. Pero era la cara de Tracy.

Tracy se estremecía y él veía la astilla de cristal que la atravesaba. La sangre empapaba su cuerpo, le chorreaba por las manos y los brazos.

—¿Qué ocurre, Jason? No me toca morir.

No era la voz de Tracy la que resonaba en su sueño: era la de Scarlett.

Londres lo recibió con una mañana inusual, soleada y vigorizante. Chrissie había insistido en ir a recogerlo en Heathrow y lo estaba esperando al otro lado de la puerta de seguridad. Sonrió y le dio un beso en la mejilla.

—¿Equipaje?

—Sólo lo que llevo encima —respondió Bourne.

Chrissie lo cogió del brazo y le dijo:

—Qué alegría verte de nuevo tan pronto. Scarlett se emocionó mucho cuando se lo dije. Iremos a comer a Oxford y luego la recogeremos en la escuela.

Fueron al aparcamiento y subieron al destartalado Range Rover.

—Qué tiempos —comentó la joven riéndose.

—¿Cómo se ha tomado Scarlett la muerte de su tía?

Chrissie suspiró y puso el coche en marcha.

—Tan bien como se podía esperar. Estuvo totalmente hundida durante veinticuatro horas. No podía ni acercarme a ella.

—Los niños son fuertes.

—Eso es una bendición. —Tras salir del aeropuerto, se introdujo en la autopista.

—¿Dónde está Tracy?

—La enterramos en un cementerio muy antiguo, en las afueras de Oxford.

—Me gustaría ir allí ahora, si no te importa.

Chrissie se volvió a mirarlo durante un segundo.

—No, en absoluto.

El viaje a Oxford fue rápido y silencioso; ambos estaban sumidos en sus pensamientos. Una vez en Oxford, se detuvieron al lado de una florista. Al llegar al cementerio, aparcaron, bajaron del vehículo y Chrissie lo condujo entre las filas de tumbas, algunas viejísimas, hacia un roble de copa ancha. Una brisa fresca soplaba del este, revolviéndole el cabello. Chrissie se mantuvo ligeramente retirada mientras él se acercaba a la tumba de Tracy.

Bourne se quedó unos momentos inmóvil y luego dejó el ramo de rosas blancas al pie de la tumba. Quería recordarla como había sido la noche anterior a su muerte. Quería recordar sólo sus momentos más íntimos. Pero para bien o para mal, su muerte había sido el momento más íntimo que habían compartido. Seguramente no olvidara nunca el tacto de su sangre en sus manos y sus brazos, el pañuelo de seda roja interpuesto entre ellos. Tracy lo había mirado a los ojos. Había deseado con todas sus fuerzas impedir que la vida escapara de aquel cuerpo. Había oído su voz susurrarle al oído y su vista se nubló. Las lágrimas le quemaban en los ojos, lágrimas que se acumulaban pero no querían caer. Cuánto deseaba oírla respirar a su lado. Entonces sintió el brazo de Chrissie alrededor de su cintura.

Scarlett, alejándose de sus compañeras de clase, corrió hacia él. Bourne la levantó y dio varias vueltas con ella en brazos.

—Fui al funeral de tía Tracy —dijo la pequeña con gran seriedad infantil—. Me habría gustado conocerla mejor.

Él la abrazó con fuerza. Luego subieron todos al Range Rover y, a petición de Bourne, Chrissie se dirigió a su despacho de All Souls College, una habitación grande y cuadrada con ventanas que daban a los terrenos de la vieja universidad. Olía a libros antiguos y a incienso.

Mientras él y Scarlett se acomodaban en el sofá que Chrissie utilizaba para calificar exámenes, la muchacha preparó té.

—¿Qué llevas en el maletín? —preguntó la niña.

—Ya lo verás —respondió Bourne.

Chrissie llegó con el té en una antigua bandeja japonesa de color negro. Él esperó pacientemente mientras lo servía, pero Scarlett no dejó de dar la lata hasta que su madre le ofreció un bizcocho.

—Bien —repuso Chrissie, cogiendo una silla—. ¿De qué se trata?

Bourne se puso el maletín en las rodillas.

—Tengo un regalo de cumpleaños para vosotras.

Chrissie frunció el entrecejo.

—Mi cumpleaños es dentro de cinco meses.

—Considéralo un regalo por adelantado. —Abrió el maletín, sacó un ordenador personal y lo puso sobre la mesa de centro, al lado de la bandeja—. Ven a sentarte a mi lado —añadió.

Chrissie se levantó y se sentó en el sofá mientras Bourne abría el ordenador y lo encendía. Se había asegurado de cargar la batería durante el vuelo. Scarlett estaba sentada en el borde del sofá, para estar más cerca de la pantalla, donde aparecieron imágenes mientras se cargaban los programas.

—Scarlett —dijo Bourne—. ¿Tienes el anillo que te di?

—Lo llevo encima. —La niña lo sacó—. ¿Quieres que te lo devuelva?

Bourne se echó a reír.

—Te lo di para que te lo quedaras. —Alargó la mano—. Sólo será un momento.

Cogió el anillo y lo insertó en el puerto especialmente preparado para él. Era el ordenador que le había robado a Jalal Essai, el tío de Holly, por orden de Alex Conklin. No se lo había entregado porque había descubierto lo que contenía y decidido que era demasiado importante para dárselo a Treadstone o a cualquier otro servicio secreto. Así que le había pedido a Deron que hiciera una imitación, un ordenador falso. Cuando había acompañado a Holly en uno de sus viajes a Sonora para transportar mercancía a un narcorrancho, le habían presentado a Gustavo Moreno. Bourne había dejado que el ordenador de imitación cayera en manos del capo de la droga, con objeto de que, cuando saliera a la luz que estaba en posesión de Moreno, Conklin no sospechara de él.

Y algo parecido había hecho con el anillo de Salomón, cambiándolo por el que Marks le había quitado a su agresor de Londres. El hecho de que Scarlett encontrara el anillo de Marks cuando le dispararon a éste, le ofreció la ocasión perfecta para dar el cambiazo. Había estado en lo cierto al suponer que el anillo de Salomón estaría más seguro en manos de la niña que en las suyas propias.

Las dos piezas encajaron a la perfección. La misteriosa inscripción grabada en el interior abrió el archivo fantasma del disco duro y también un archivo PDF, duplicado perfecto de un antiguo texto hebreo.

Chrissie se inclinó hacia delante.

—¿Qué es? Parecen… ¿son instrucciones?

—Recuerda la conversación que tuvimos con el profesor Giles.

Ella lo miró.

—Es raro que lo menciones. Ayer vino una unidad del MI6 y se lo llevó detenido.

—Me temo que yo tuve algo que ver en eso —aclaró Bourne—. El buen profesor formaba parte de un grupo que nos creaba muchos problemas.

—¿Te refieres…? —Volvió a mirar el texto antiguo—. ¡Santo Dios, Jason, no irás a decirme…!

—Según este archivo —anunció Bourne—, el oro del rey Salomón está enterrado en Siria.

Chrissie se emocionó aún más.

—En la antigua Ugarit, que estaba en el monte Agraa o en los alrededores, y era donde se dice que vivía el dios Baal. —Chrissie arrugó la frente al llegar al final del texto—. Pero ¿dónde, exactamente? El texto está incompleto.

—Cierto —dijo Bourne, pensando en la tarjeta de memoria SD que Arkadin había encontrado entre los restos de la estatua de Baal—. La última parte se ha perdido. Lo siento.

—No, no lo sientas. —Chrissie se volvió y lo abrazó con fuerza—. Dios mío, qué regalo tan maravilloso.

—Si esto es cierto, antes de darme las gracias tendrás que encontrar el oro del rey Salomón.

—No, porque este texto en sí tiene un valor incalculable. Es por sí mismo un tesoro, un material de investigación que ayudará a diferenciar los hechos de la ficción en lo relativo a la corte del rey Salomón. Yo… yo no sé cómo agradecértelo.

Bourne sonrió.

—Dónalo a la universidad en nombre de tu hermana.

—Vaya, yo… por supuesto que sí. ¡Maravillosa idea! Ahora estará más cerca de mí, y además será parte de Oxford.

Bourne sintió el recuerdo de Tracy a su alrededor con un suspiro de alegría. Ahora podía pensar en ella, en todas sus encarnaciones, sin hundirse en el dolor.

Rodeó a Scarlett con un brazo.

—¿Sabes? Tu tía contribuyó un poco a este regalo.

La niña lo miró con la boca abierta.

—¿De verdad?

Bourne asintió con la cabeza.

—Deja que te lo explique y también…, también te contaré lo valiente que era.

FIN