11      

Oliver Liss bajaba a zancadas por North Union Street, en el casco antiguo de Alexandría, Virginia; miró el reloj y, un momento después, entraba en uno de esos drugstores en que hay de todo. Pasó ante las secciones de higiene dental y cuidado de los pies, cogió un teléfono móvil barato con treinta minutos de prepago y lo llevó a la caja con el Washington Post. Le cobró una mujer amerindia. Pagó en efectivo.

Ya en la calle, con el periódico doblado bajo el brazo, quitó el plástico del teléfono y anduvo bajo un cielo monótono y sin estrellas hasta donde había dejado el coche. Subió y conectó el teléfono al cargador portátil, que cargaría por completo la batería en menos de cinco minutos. Mientras esperaba, apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. No había dormido mucho la noche anterior ni, en general, todas las noches desde que había accedido a resucitar Treadstone.

Se preguntó, y no por primera vez, si había hecho lo correcto. Luego trató de recordar cuándo había sido la última vez que había tomado una decisión profesional por voluntad propia. Hacía más de diez años le había telefoneado un hombre que había dicho llamarse Jonathan, aunque Liss no tardó en recelar que no era su verdadero nombre. Jonathan le dijo que formaba parte de un amplio grupo multinacional. Si Liss jugaba bien sus cartas, si trabajaba a satisfacción de Jonathan y por lo tanto del grupo, Jonathan le aseguraba que el grupo en cuestión sería cliente suyo a perpetuidad. Luego le había sugerido que fundara una compañía privada de gestión de riesgos, en realidad una empresa fantasma a cuya sombra sería contratista privado de las fuerzas armadas de Estados Unidos en puntos conflictivos de ultramar. Así se fundó Black River. El grupo de Jonathan había puesto los fondos, tal y como había prometido, e introducido a dos socios. Fue aquel mismo grupo el que, a través de Jonathan, le había avisado de futuros acontecimientos que harían salir a Black River de su escondrijo antes o después, más bien antes. El grupo lo había sacado de allí sin que se viera comprometido en investigaciones ulteriores, ni en sesiones de control del Congreso, ni en imputaciones criminales, ni en juicios. Evitándole, por consiguiente, que fuera a dar con sus huesos a la cárcel.

Semanas después de aquel rescate, Jonathan se había presentado con otra sugerencia, que no era en absoluto una sugerencia, sino una orden: aportar dinero para financiar Treadstone. Él ni siquiera había oído hablar de Treadstone, pero acto seguido le habían dado un archivo codificado en el que se detallaban su fundación y sus operaciones. Fue entonces cuando se enteró de que sólo quedaba un miembro vivo de Treadstone: Frederick Willard. Se puso en contacto con él y el resto se desarrolló según lo previsto.

De vez en cuando se permitía el lujo de preguntarse cómo era posible que aquel grupo poseyera tantísima información clasificada. ¿Cuáles eran sus fuentes? Parecía irrelevante que la información fuera sobre el servicio secreto norteamericano, ruso, chino o egipcio, por mencionar sólo unos cuantos. La información siempre era del más alto nivel y siempre exacta.

El aspecto más misterioso de todo aquel capítulo de su vida era que nunca había conocido a nadie en persona. Jonathan le hacía sugerencias por teléfono a las que accedía sin el menor asomo de queja. No era hombre al que le gustara ser esclavo, pero saboreaba todos los momentos de la vida, y sin aquella gente llevaría mucho tiempo muerto. Todo se lo debía al grupo de Jonathan.

Éste y sus colegas eran muy estrictos, serios y celosos de sus objetivos, pero también generosos en sus recompensas. A lo largo de aquellos años, el grupo había recompensado a Liss mucho más de lo que éste había soñado en sus fantasías más desaforadas, lo cual era otro aspecto de la existencia del grupo que aumentaba el misterio: su ilimitada riqueza. Y más importante aún, el grupo lo protegía. Era una promesa que le había hecho Jonathan y una promesa que éste había cumplido cuando lo salvaron del desastre que había enviado a sus dos antiguos socios de Black River a la cárcel para el resto de su vida.

Un pitido le avisó que el teléfono estaba cargado. Lo desconectó del cargador y marcó un número local. Tras dos timbrazos, una voz respondió:

—Servicio de entrega. —Hubo una breve pausa y luego, otra voz, automatizada y femenina, dijo—: Eclesiastés tres seis dos.

Siempre era un libro de la Biblia, no sabía por qué. Cortó la comunicación y abrió el periódico. «Eclesiastés» era la sección de deportes. «Tres seis dos» quería decir tercera columna, párrafo sexto, segunda palabra.

Recorriendo con el dedo la columna especificada, descubrió la palabra clave de aquel día: robo.

Volvió a coger el teléfono y marcó un número de diez dígitos.

—Robo —murmuró cuando respondieron al primer timbrazo. En lugar de una voz, oyó una serie de pitidos electrónicos mientras la compleja red de servidores y routers redirigían una y otra vez su llamada hasta un lugar remoto que estaba Dios sabría dónde. Luego oyó el helado chasquido de los mecanismos codificadores y, por fin…

—Hola, Oliver —dijo una voz.

—Buenas tardes, Jonathan.

La codificación ralentizaba el diálogo, despojándolo de emoción y acento, volviéndolo irreconocible, asemejándolo a la voz de un autómata.

—¿Los has puesto en camino?

—Se fueron hace una hora. Estarán en Londres mañana por la mañana. —Era la voz que le había enviado el expediente sobre el anillo al principio de todo—. Tienen instrucciones, pero…

—¿Sí?

—Willard sólo habla de Arkadin y de Bourne, y el programa de Treadstone que los creó. Según él, ha descubierto un método que los haría aún más…, creo que el término que empleó fue útiles.

Jonathan rio por lo bajo. Al menos a Liss le pareció una risa, aunque él no percibió más que un susurro seco, como un enjambre de insectos que sobrevolara la hierba.

—Quiero que te apartes de él, Oliver, ¿está claro?

—Desde luego. —Liss se frotó la frente con los nudillos. ¿Qué se proponía Jonathan con aquella maldita historia?—. Pero le he dicho que mantenga sus planes en suspenso hasta que aparezca el anillo.

—Que es lo que tenías que hacer.

—Willard no estaba muy contento.

—No me digas.

—Tengo la sensación de que está planeando cerrar la granja.

—Y cuando lo haga —repuso Jonathan—, no harás nada para impedírselo.

—¿Qué? —Liss se quedó atónito—. No lo entiendo.

—Todo está saliendo según lo planeado —informó Jonathan inmediatamente antes de cortar la comunicación.

Soraya recorrió todas las agencias de alquiler de coches del aeropuerto Dallas/Fort Worth con una foto de Arkadin. Nadie lo reconoció. Comió, compró una novela de tapa blanda y una chocolatina. Mientras comía lentamente la chocolatina, se acercó al mostrador de la línea aérea en la que Arkadin había llegado y preguntó por el supervisor de tumo, que resultó ser un hombre corpulento llamado Ted, un tipo con aspecto de ex alero de fútbol americano que hubiera engordado demasiado, como les pasaba a todos antes o después. El hombre la calibró a través de los polvorientos cristales de sus gafas y, después de preguntarle su nombre, le sugirió que pasara a su despacho.

—Trabajo para Seguros Continental —dijo la mujer, dando otro bocado a la chocolatina—. Trato de localizar a un hombre llamado Stanley Kowalski.

Ted se retrepó en su asiento, cruzó las manos sobre su estómago y le soltó:

—¿Se burla de mí o qué?

—No —respondió Soraya—. No me burlo. —Le dio la información del vuelo de Kowalski.

Ted suspiró y se encogió de hombros. Se volvió y miró en la terminal de su ordenador.

—Vaya, qué te parece —murmuró—, si está aquí, tal como usted dijo. —Se volvió hacia ella—. Bien, ¿cómo puedo ayudarla?

—Me gustaría averiguar hacia dónde se dirigió cuando salió de aquí.

Ted se echó a reír.

—Ahora sí que creo que esto es una broma. Este aeropuerto es uno de los más grandes y con más movimiento del mundo. Su señor Kowalski podría haber ido a cualquier parte o a ninguna.

—No alquiló un coche —replicó Soraya—. Ni tampoco enlazó con ningún vuelo nacional, porque pasó por inmigración exactamente aquí, en Dallas. Lo sé porque comprobé las grabaciones de las cámaras de seguridad.

Ted frunció el entrecejo.

—Es usted concienzuda, eso debo reconocerlo. —Se quedó pensativo—. Pero voy a decirle algo que apuesto a que no sabía. Hay varios vuelos regionales que salen de aquí.

—También comprobé sus cámaras de seguridad.

Ted sonrió.

—Bueno, sé que no comprobó las cámaras de nuestros vuelos chárter, porque no tienen ninguna instalada. —Escribió algo en una hoja que arrancó de un cuaderno y se la entregó—. Éstos son los nombres. —Le guiñó el ojo—. Buena caza.

Dio en la diana con el quinto nombre que Ted le había dado. Un piloto recordaba la cara de Arkadin, aunque no había dado el nombre de Stanley Kowalski.

—Dijo que se llamaba Slim Pickens. —El piloto arrugó la cara—. ¿No había un actor con ese nombre?

—Casualidad —arguyó Soraya—. ¿Dónde recogió al señor Pickens?

—En el Aeropuerto Internacional de Tucson, señora.

—Tucson, ¿eh?

Soraya pensó: «¿Y para qué coño querría Arkadin ir a Tucson?». Y entonces, como si se le hubiera encendido una bombilla en la mente, lo comprendió.

México.

Tras reservar habitación en un pequeño hotel de Chelsea, Bourne se dio una ducha caliente para quitarse de encima todo el sudor y la mugre que le había reportado la reciente aventura. Los músculos del cuello, los hombros y la espalda le dolían a consecuencia de la colisión y de la larga carrera por la autopista.

Sólo de pensar en las palabras Severus Domna despertaba ecos en los rincones de su mente. Era muy irritante no poder recuperar los recuerdos de su neblinoso pasado. Estaba seguro de haberlas oído antes. ¿Por qué? ¿Había sido aquel grupo el objetivo de alguna misión de Treadstone a la que lo hubiera enviado Conklin? Él había conseguido el anillo de Dominion en alguna parte, alguien se lo había dado y se lo había dado por alguna razón muy concreta, pero más allá de estos tres vagos hechos sólo había una niebla impenetrable. ¿Por qué el padre de Holly le había robado el anillo a su hermano? ¿Por qué se lo había dado a Holly? ¿Quién era el tío de la joven y qué significaba el anillo para él? Bourne no podía preguntar a Holly. Eso ponía a su tío, quienquiera que fuese, en el punto de mira.

Cerró el grifo, salió de la ducha y se frotó vigorosamente con una toalla. Quizá debiera volver a Bali. ¿Estarían vivos los padres de Holly? ¿Y vivirían allí, en Bali? Puede que Suparwita lo supiera, pero no tenía teléfono. La única forma de hablar con él era desplazarse hasta Bali y preguntárselo en persona. Entonces se le ocurrió algo. Había una manera mejor de conseguir la información que necesitaba, y el plan que se estaba formando en su cabeza serviría para dos fines, porque de paso atraparía a Leonid Arkadin.

Con la mente funcionando a toda velocidad, se puso la ropa que había comprado en el Marks & Spencer de Oxford Street, camino del hotel. Era un traje oscuro y un jersey negro de cuello de cisne. Se limpió los zapatos con el cepillo de la habitación y tomó un taxi hasta la casa de Diego Herrera, en Sloane Square.

La casa resultó ser un edificio Victoriano de ladrillo rojo con un tejado de pizarra muy empinado y un par de torrecillas cónicas que se elevaban hacia el cielo nocturno como dos cuernos. Una aldaba de bronce con forma de cabeza de ciervo miraba estoicamente a todas las visitas. Llamó y Diego en persona le abrió la puerta.

Sonrió ligeramente.

—Veo que no tienes mal aspecto después de la aventura de ayer. —Agitó una mano—. Pasa, pasa.

Diego vestía pantalón oscuro y una elegante chaqueta de etiqueta, más apropiada para el Club Vesper. Bourne, en cambio, conservaba el instinto del profesor académico a la hora de vestir y se habría sentido tan incómodo con traje y corbata como lo habría estado con una armadura medieval.

Diego lo condujo a través de un salón de aspecto anticuado, iluminado por viejas lámparas con tulipas de cristal esmerilado. Pasaron a un comedor en el que destacaba una gran mesa de caoba sobre la que colgaba una araña, encendida a medias, que iluminaba como lo haría un millar de estrellas las paredes empapeladas con lujosos tonos y recubiertas de paneles de roble. Había dos servicios preparados. Bourne se sentó y su anfitrión sirvió unas copas de un excelente jerez para acompañar las sardinas asadas, las patatas fritas, las finísimas lonchas de jamón serrano, las rodajas de chorizo y las tres clases de queso español que había en una bandeja.

—Por favor, sírvete tú mismo —invitó Diego mientras tomaba asiento enfrente de Bourne—. Es la costumbre en España.

Mientras comía, Bourne se percató de que no le quitaba los ojos de encima.

—Mi padre se alegró mucho de que vinieras a verme —dijo al fin.

«¿Se alegró o se interesó?», se preguntó Bourne.

—¿Cómo se encuentra don Femando?

—Como siempre. —Diego comía como un pajarito, picoteando de los platos. O no tenía apetito o pensaba en algo importante—. Te aprecia mucho, ya lo sabes.

—Le mentí sobre quién era yo.

El banquero se echó a reír.

—No conoces a mi padre. Estoy casi seguro de que a él sólo le interesaba si eras amigo o enemigo.

—Soy enemigo de Leonid Arkadin, como él sabe bien.

—Precisamente —repuso Diego, abriendo las manos—. Bueno, eso es algo que tenemos en común. Es el lazo que nos une.

Bourne apartó su plato.

—La verdad es que me estaba preguntando eso mismo.

—¿En qué sentido, si puedo preguntar?

—Estamos unidos por nuestra relación con Noah Perlis. Tu padre lo conocía, ¿no es cierto?

Diego no perdió un segundo.

—En realidad, no lo conocía. Noah era amigo mío. Íbamos al casino del Club Vesper y jugábamos toda la noche. Era lo que más le gustaba cuando venía a Londres. En el momento en que yo me enteraba de que venía, lo preparaba todo, su crédito, las fichas…

—Y por supuesto, las chicas.

Diego sonrió.

—Por supuesto, las chicas.

—¿No prefería ver a Tracy o a Holly?

—Si estaban aquí, sí, pero la mayor parte de las veces no estaban.

—Erais un cuarteto.

Su anfitrión frunció la frente.

—¿Por qué crees eso?

—Por las fotos del piso de Noah.

—¿Qué insinúas?

Algo casi imperceptible se había introducido en la conducta de Diego. Una tensión, como una onda sutil que emanara de sus entrañas. A Bourne le gustó que aquella sonda hubiera tocado un nervio.

Se encogió de hombros.

—Nada, de verdad, sólo que en esas fotos parecíais muy unidos.

—Como te he dicho, éramos amigos.

—Yo diría que más que amigos.

En aquel momento, Diego miró su reloj.

—Si quieres un poco de acción, ya es hora de que vayamos a Knightsbridge.

El Club Vesper era un casino muy elegante en el muy elegante West End de Londres. Uno de esos lugares discretos que apenas se ven desde la calle, todo lo contrario de los exclusivos clubes nocturnos con cordones de terciopelo de Nueva York y Miami que se complacen en su propia vulgaridad.

El interior consistía en una colección de bancos de cuero, blandos como la mantequilla, en el restaurante, una larga y sinuosa barra de bronce y cristal iluminada con fluorescentes, y una serie de salas de juego decoradas con mármol, espejos y columnas de piedra con capiteles dóricos. Pasaron entre las máquinas tragaperras. A un lado estaba la sala de juegos electrónicos, cuya música rockera a todo volumen y cuyas luces de neón parecían gritar ¡Juega! Bourne miró dentro y vio un guardia de seguridad patrullando. Supuso que, en opinión del club, los clientes más jóvenes eran más capaces de portarse mal que los clientes de más edad que ya habían sentado cabeza.

Bajaron unos escalones y accedieron a la más tranquila pero no menos opulenta zona de apuestas, en la que se encontraban los juegos clásicos: bacará, ruleta, póquer, blackjack. En la sala, de forma oval, flotaba el murmullo de las apuestas, el rumor de las ruletas que giraban, los avisos de los crupieres y el omnipresente tintineo de los vasos. Se abrieron paso hasta una puerta revestida de paño verde y custodiada por un hombretón con esmoquin. En el momento en que vio a Diego, sonrió y le hizo una ligera reverencia.

—¿Qué tal se encuentra esta noche, señor Herrera?

—Bastante bien, Donald. —Señaló a Bourne con un movimiento informal—. Éste es mi amigo Adam Stone.

—Buenas noches, señor. —Donald abrió la puerta hacia dentro—. Bienvenidos al Salón Imperio del Club Vesper.

—Aquí era donde a Noah le gustaba jugar al póquer —dijo Diego por encima del hombro—. Sólo apuestas altas, sólo jugadores expertos.

Bourne miró a su alrededor: paredes oscuras, suelo de mármol, tres mesas en forma de riñón, hombros encorvados y expresiones concentradas de hombres y mujeres sentados alrededor del paño verde, analizando las cartas, midiendo a sus oponentes y apostando en consecuencia.

—No sabía que Noah tuviera dinero suficiente para apostar a lo grande.

—No lo tenía. Yo se lo daba.

—¿No era arriesgado?

—Con Noah, no. —Diego sonrió—. En lo referente al póquer, era un experto entre los expertos. En menos de una hora recuperaba mi dinero y algo más. Yo jugaba con los beneficios. Era una buena solución para los dos.

—¿Las chicas vinieron alguna vez?

—¿Qué chicas?

—Tracy y Holly —respondió Bourne con paciencia.

Diego se quedó pensando.

—Creo que un par de veces.

—No lo recuerdas.

—A Tracy le gustaba apostar, pero a Holly no. —El encogimiento de hombros del banquero fue un intento de ocultar su creciente incomodidad—. Pero seguro que eso ya lo sabías.

—A Tracy no le gustaban las apuestas. —Bourne despojó de su voz cualquier matiz acusador—. Detestaba su trabajo, que la obligaba a apostar casi cada día.

Diego se volvió hacia él con cara de consternación, ¿o era de miedo?

—Trabajaba para Leonid Arkadin —prosiguió Bourne—. Pero seguro que eso ya lo sabías.

El hombre se relamió.

—La verdad es que no tenía ni idea. —Parecía deseoso de sentarse—. Pero ¿cómo… cómo era posible una cosa así?

—Arkadin la estaba chantajeando —dijo Bourne—. Sabía algo de ella, ¿qué era?

—Yo… no lo sé —respondió Diego con voz trémula.

—Tienes que decírmelo. Es de vital importancia.

—¿Por qué? ¿Por qué es de vital importancia? Tracy está muerta… Holly y ella están muertas. Y ahora Noah también. ¿No deberían descansar en paz?

Bourne dio un paso hacia él. Aunque bajó la voz, estaba cargada de amenaza.

—Pero Arkadin sigue vivo. Es el responsable de la muerte de Holly. Y fue tu amigo Noah quien mató a Holly.

—¡No! —Diego estaba tenso—. Te equivocas, él no pudo…

—Yo estaba allí cuando ocurrió. Noah la empujó por unas escaleras, en un templo de Bali. Eso, amigo mío, es un hecho, no la ficción que estás intentando hacerme tragar.

—Bebamos —sugirió el banquero en voz baja y ronca a causa de la consternación.

Bourne lo cogió por el codo y lo acompañó hasta la pequeña barra que había al fondo del Salón Imperio. A Diego se le doblaban las rodillas como si estuviera ya borracho. En cuanto se dejó caer en un taburete, pidió un whisky doble. Se zampó el whisky de tres largos tragos y pidió otro. Se lo habría bebido de golpe también si el estadounidense no le hubiera quitado el vaso de la temblorosa mano y lo hubiera puesto sobre la barra de granito negro.

—Noah mató a Holly. —Diego estaba anonadado, indagando en el fondo del vaso de whisky un pasado que había creído conocer—. Qué puta pesadilla.

No parecía hombre dado al lenguaje soez. Se notaba que estaba fuera de su elemento, lo que indicaba que no sabía que su padre era un traficante de armas. Y al parecer tampoco sabía a qué se dedicaba Noah para ganarse la vida.

De repente volvió la cabeza y miró a Bourne.

—¿Por qué? ¿Por qué haría algo así?

—Porque quería algo que ella tenía. Y, por lo visto, ella no quiso dárselo voluntariamente.

—¿Y por eso la mató? —Diego no parecía acabar de creérselo— ¿Qué clase de hombre sería capaz de hacer una cosa así? —Negó con la cabeza lenta y tristemente—. Soy incapaz de imaginar que alguien quisiera hacerle daño a Holly.

Bourne advirtió que no había dicho «Soy incapaz de imaginar que Noah quisiera hacerle daño a Holly».

—Salta a la vista —dijo— que Noah no era quien tú creías. —Se mordió la lengua para no decir que tampoco lo era Tracy.

Diego cogió el vaso y apuró el segundo whisky.

—Santo Dios —susurró.

—Háblame del cuarteto que formabais —le sugirió Bourne con dulzura.

—Necesito otro trago.

Bourne le pidió otro whisky, esta vez sencillo. Diego se apoderó del vaso como quien se está ahogando y ve que le lanzan un salvavidas. Una mujer con un vestido tachonado de destellos canjeó las fichas en una de las mesas, se levantó y se fue. Su sitio fue ocupado por un hombre que tenía hombros de jugador de fútbol americano. Una mujer que acababa de entrar, gorda, vieja y con el pelo cubierto de polvo brillante, se sentó a la mesa del centro. Las tres mesas quedaron completamente llenas.

Diego tomó dos tragos compulsivos de whisky y dijo con voz apagada:

—Tracy y yo tuvimos un pequeño lío, nada serio, salíamos con otras personas…, al menos ella lo hacía. Era algo muy informal, muy de vez en cuando. Pasamos algunos ratos buenos, nada más. No queríamos estropear nuestra amistad.

Algo que vibraba en la voz de Diego alertó a Bourne.

—Eso no es todo, ¿verdad?

La expresión fúnebre del banquero se entristeció aún más y miró a otro lado.

—No —murmuró—. Yo me enamoré de ella. No era mi intención, no quería —añadió como si hubiera estado en su mano elegir—. Ella fue muy buena, muy amable. Pero aun así… —Su voz se perdió en una marea de recuerdos tristes.

Bourne pensó que era el momento de dar otro paso.

—¿Y Holly?

Diego pareció despertar de su ensoñación.

—Noah la sedujo. Yo vi cómo ocurría, me pareció divertido, en cierto modo, no creí que fuera a causar ningún daño. Por favor, no me preguntes por qué.

—¿Qué ocurrió?

El hombre suspiró.

—La verdad es que Noah estaba colado por Tracy, algo muy fuerte. Pero ella no quería tener nada con él, se lo dijo claramente. —Tomó otro trago de whisky. Se lo estaba bebiendo como si fuera agua—. Lo que ella no quiso decir, ni siquiera a mí, es que no le gustaba Noah, no se fiaba de él.

—¿Y eso qué significaba?

—Tracy era muy protectora con Holly, vio que Noah trataba de seducirla porque no podía tenerla a ella. Opinaba que se comportaba como un cínico y que sólo quería hacerse daño a sí mismo, mientras que Holly se tomaba aquella relación mucho más en serio. Tracy creía que aquello acabaría mal, y que Holly sería quién saldría perjudicada.

—¿Y por qué no le dijo a Noah que desistiera?

—Lo hizo. Y él le respondió, con gran rudeza, según mi opinión, que no se entrometiera.

—¿Hablaste tú con él?

Diego parecía aún más desgraciado que antes.

—Debería haberlo hecho, lo sé, pero no creí a Tracy, o quizá preferí no creerla porque, si lo hacía, la situación aún se habría complicado más y yo no quería…

—¿Qué no querías? ¿Ensuciarte las manos?

Asintió con la cabeza, pero sin mirarlo a los ojos.

—Pero debías de tener tus propias sospechas sobre Noah —añadió Bourne.

—No lo sé, quizá sí. Pero el hecho es que quería creer en nosotros, quería creer que todo saldría bien, que lo haríamos bien porque nos preocupábamos unos de otros.

—Os preocupabais unos de otros, sí, pero no de la forma adecuada.

—Al recordarlo ahora, todo me parece retorcido, nadie era quien decía ser, ni le gustaba lo que decía que le gustaba. Ni siquiera entiendo qué nos unía.

—Ésa es la cuestión, ¿no crees? —apuntó Bourne con amabilidad—. Cada uno de vosotros quería algo de algún miembro del grupo; de una manera u otra, todos utilizabais la amistad para sacar algo.

—Todo lo que hicimos juntos, todo lo que nos dijimos o nos confiamos era mentira.

—No necesariamente —replicó Bourne—. Tú sabías que Tracy estaba trabajando para Arkadin, ¿verdad?

—Ya te dije que no lo sabía.

—Cuando te pregunté qué sabía Arkadin de ella, ¿recuerdas lo que dijiste?

Diego se mordió el labio, pero no respondió.

—Dijiste que Tracy estaba muerta —prosiguió Bourne—, que Holly y ella estaban muertas y habría que dejarlas descansar en paz. —Escrutó el rostro del banquero—. Es la respuesta de un hombre que sabe exactamente de qué le están hablando.

Diego golpeó la barra con la palma de la mano.

—Le prometí que no se lo contaría a nadie.

—Lo entiendo —admitió Bourne amablemente—. Pero guardar el secreto ahora no la ayudará.

El banquero se pasó la mano por el rostro, como si tratara de borrar un recuerdo. Dos mesas más allá, un hombre exclamó:

—Se acabó. —Echó la silla atrás, se puso en pie y se estiró.

—Muy bien. —Diego miró a su compañero a los ojos—. Me contó que Arkadin había ayudado a su hermano a salir de un terrible apuro y que ahora estaba utilizando la ayuda prestada contra ella.

Bourne estuvo a punto de decir que Tracy no tenía ningún hermano. Pero se contuvo y dijo:

—¿Qué más?

—Nada. Fue después… antes de que nos fuéramos a dormir. Era muy tarde, ella había bebido demasiado, había estado deprimida toda la noche y cuando terminamos no paraba de llorar. Le pregunté si yo había hecho algo malo, y lloró con más fuerza. Le hice compañía durante un largo rato. Cuando se calmó, me lo contó.

Algo no encajaba en aquella historia. Ni por asomo. Chrissie le había dicho que no tenían hermanos y Tracy le había contado a Diego que sí. Una de las dos hermanas mentía, pero ¿cuál? ¿Qué motivo podía tener Tracy para mentir a Diego, y qué motivo podía tener Chrissie para mentirle a él?

En aquel punto, Bourne vio con el rabillo del ojo que el hombre que había canjeado las fichas se acercaba a la barra, y en cuanto dio un par de pasos, se dio cuenta de que se dirigía directamente hacia ellos.

Aunque no era corpulento, tenía un aspecto que imponía. Se habría dicho que sus ojos negros despedían llamas en un rostro que parecía de cuero curtido. El color de su cabello abundante y la barba recortada compaginaban con aquellos ojos. Tenía nariz de halcón, una boca de labios gruesos y mejillas como bloques de cemento. Una pequeña cicatriz cortaba en diagonal una de sus pobladas cejas. Se movía con el centro de gravedad bajo, los brazos sueltos y relajados, aunque no oscilaban y ni siquiera se movían.

Y era aquel modo de andar, aquella manera de comportarse lo que lo delataba como profesional, como hombre al que acompañaba la muerte desde el anochecer hasta el amanecer. También fue aquello lo que disparó un recuerdo que atravesó los enloquecedores velos de la amnesia de Bourne.

Un escalofrío recorrió su espina dorsal cuando lo reconoció; era el tipo que lo había ayudado a conseguir el anillo de Dominion.

Bourne se apartó de Diego. Aquel hombre, quienquiera que fuese, no lo conocía por el nombre de Adam Stone. Cuando se le acercó, el otro le tendió la mano y una sonrisa cruzó su rostro.

—Jason, por fin nos encontramos.

—¿Quién es usted? ¿De qué me conoce?

La sonrisa del hombre perdió quilates.

—Soy Ottavio. ¿No me recuerdas?

—En absoluto.

Ottavio sacudió la cabeza.

—No lo entiendo. Trabajamos juntos en Marruecos, en una misión de Alex Conklin…

—Ahora no —murmuró Bourne—. El hombre que está conmigo…

—Diego Herrera, lo he reconocido.

—Herrera cree que me llamo Adam Stone.

Ottavio asintió con la cabeza y su expresión se modificó.

—Lo entiendo. —Miró por encima del hombro de Bourne—. ¿Por qué no nos presentas?

—No creo que sea prudente.

—A juzgar por la cara que pone Herrera, parecería raro que no lo hicieses.

Bourne vio que no tenía elección. Giró sobre sus talones y acompañó a Ottavio hasta la barra.

Los presentó.

—Diego Herrera, éste es Ottavio…

—Moreno —dijo aquel tipo, alargando la mano para estrechar la del banquero.

Al estrechársela, Diego abrió los ojos de par en par y cayó del taburete. Bourne vio entonces que el hombre de la cicatriz arrancaba la delgada hoja de un cuchillo cerámico, que con un movimiento de la mano había clavado en el pecho del banquero. La punta de la hoja estaba ligeramente curvada hacia arriba, al igual que la sonrisa del asesino, que ahora parecía espeluznante.

Bourne lo asió por el cuello de la camisa y lo levantó del suelo, pero el hombre de la cicatriz no soltó la mano de Diego. Era increíblemente fuerte y lo sujetaba como unas tenazas. El estadounidense se volvió hacia Diego, pero vio que la vida estaba abandonando su cuerpo. La punta del cuchillo debía de haberle atravesado el corazón.

—Te mataré por esto —susurró Bourne.

—No lo harás, Jason. Soy uno de los buenos, ¿recuerdas?

—No recuerdo nada, ni siquiera tu nombre.

—Entonces tendrás que confiar en mí. Tenemos que salir de este sitio…

—No dejaré que vayas a ninguna parte —replicó.

—No te queda más remedio que confiar en mí. —El hombre de la cicatriz miró hacia la puerta, que se acababa de abrir—. Mira la alternativa.

Bourne vio a Donald el gorila entrando en el Salón Imperio. Iba acompañado por dos matones con esmoquin. Los tres, según vio con un escalofrío que lo atravesó de parte a parte, llevaban un anillo de oro en el índice de la mano derecha.

—Son Severus Domna —informó el hombre de la cicatriz.