14
Frederick Willard pasó ocho horas seguidas conectado a Internet, tratando de encontrar sin éxito quién era el dueño del Club Monition, qué hacía la organización, de dónde sacaba el dinero y quiénes eran sus miembros. Durante ese tiempo se tomó tres descansos, dos para ir al lavabo y uno para engullir una comida china malísima que había pedido a través de un servicio online y que le habían traído a domicilio. A su alrededor había obreros renovando las oficinas de Treadstone, instalando equipo electrónico y puertas insonorizadas diseñadas especialmente, y pintando paredes que el día anterior habían estado cubiertas de papel decorativo.
Willard tenía la paciencia de una tortuga, pero al final incluso él se rindió. Pasó los cuarenta minutos siguientes en la calle, dando vueltas a la manzana, quitándose de la nariz el olor a pintura y el polvo de yeso, mientras meditaba la situación.
Finalmente volvió a la oficina, imprimió un currículo personal y se fue a casa a ducharse, afeitarse y ponerse traje y corbata. Comprobó si sus zapatos estaban limpios y relucientes. Luego, con el currículo doblado y guardado en el bolsillo superior, fue al Club Monition y dejó el vehículo en un aparcamiento municipal subterráneo cercano.
Subió con gallardía los peldaños de piedra y entró en el imponente vestíbulo. En el alto mostrador del centro estaba la misma mujer de la otra vez y se dirigió a ella para preguntar por el director de recursos humanos.
—No tenemos director de recursos humanos —replicó la mujer con rostro serio—. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Querría ver entonces al jefe de personal —solicitó Willard—, al encargado de contratar empleados.
La mujer lo miró con recelo.
—No contratamos a nadie —respondió.
Trató de imprimir dulzura en su voz y sonrió.
—A pesar de todo, apreciaría en gran medida que le dijera a quienquiera que dirija el local que me gustaría verlo… o verla.
—Tendría que traer un currículo.
Willard lo sacó del bolsillo.
La recepcionista le echó un vistazo y sonrió.
—¿Su nombre?
—Frederick Willard.
—Un momento, señor Willard. —Marcó en el teléfono una extensión interna y murmuró en el micrófono de los auriculares. Cuando cortó la comunicación, lo miró y dijo—: Siéntese, por favor, señor Willard. Enseguida vendrán a buscarlo.
Le dio las gracias y volvió al mismo banco en que Peter Marks y él habían estado esperando a Oliver Liss. La recepcionista siguió con lo suyo, respondiendo al teléfono y pasando llamadas. A Willard le pareció un sistema extrañamente anticuado. Era como si el personal que trabajaba en el Club Monition no tuviera líneas directas.
Tomó nota mental del detalle y se puso a observar a la mujer con más atención. Aunque era joven y al primer vistazo parecía la típica recepcionista, le daba la sensación de que era muy diferente. Primero porque parecía ser ella quien tomaba la decisión de dejarlo pasar o no. Y segundo porque era como si investigase cada llamada.
Al cabo de una media hora, apareció un joven delgado por una puerta disimulada entre los paneles de madera. Iba vestido con un traje de corte clásico, de color gris carbón. La corbata tenía bordado en el centro algo que parecía un lingote de oro. Se dirigió en línea recta a recepción y, tras inclinarse ligeramente, habló con la mujer en voz tan baja que ni siquiera en el silencio del vestíbulo pudo Willard oír lo que dijo, ni lo que le respondió la recepcionista.
Luego se volvió y, con una sonrisa cortés, se acercó a él.
—Señor Willard, sígame, por favor.
Sin esperar respuesta, giró sobre sus talones. Willard atravesó el vestíbulo. Al pasar ante el mostrador de recepción, vio que la mujer lo seguía con la mirada.
El joven lo guio a través de la puerta por un corredor recubierto de paneles de madera y débilmente iluminado. El suelo estaba enmoquetado y de las paredes colgaban pinturas de escenas de caza medievales. Vio puertas a ambos lados. Todas estaban cerradas y no oyó nada al otro lado. O bien las oficinas estaban vacías, cosa que dudaba, o las puertas estaban insonorizadas: otra anomalía en un lugar de trabajo, al menos en un lugar de trabajo que no formara parte de los servicios secretos.
El joven se detuvo finalmente delante de una puerta situada a la izquierda. Llamó una vez con los nudillos y abrió.
—El señor Frederick Willard —anunció con una extraña formalidad mientras entraba en el despacho.
Willard lo siguió y se encontró, no en un despacho, sino en una biblioteca sorprendentemente grande. Había estanterías en tres de las cuatro paredes, desde el suelo hasta el techo. La cuarta pared era un inmenso ventanal que daba a un jardín interior, pequeño, pero maravillosamente arreglado, con una fuente central de estilo morisco. Parecía salido del siglo XVI.
Frente al ventanal había una larga mesa de gruesas patas, de madera maciza y oscura, pulimentada hasta alcanzar un brillo luminoso. Siete sillas de madera de alto respaldo rodeaban la mesa a intervalos regulares. En una se sentaba un hombre de hombros redondeados, cabello espeso con mechas plateadas peinado hacia atrás y cutis del color de la miel. Delante tenía un grueso volumen que leía con gran concentración. Levantó la vista y Willard se encontró con un par de ojos azules inquisitivos, una gran nariz de halcón y una sonrisa tensa.
—Pase, señor Willard —dijo—. Lo estábamos esperando.
—Tienen barcos de recreo…, yates muy caros —dijo Contreras.
—Para navegar a lo largo de la costa —apostilló Soraya.
—Es la forma más segura de transportar mercancías desde el centro de México, que es adonde las envían los cárteles colombianos.
El cielo del desierto era infinito, tan lleno de estrellas que en algunos lugares la noche se teñía de un tono azulado. La luna, en cuarto creciente, colgaba baja en el cielo, dando una ligera y valiosa luz. Contreras miró su reloj; al parecer se sabía de memoria el horario de las patrullas de la migra.
Estaban agachados bajo las densas sombras de las artemisas y de un gigantesco saguaro. Cuando hablaban, lo hacían entre susurros. Soraya imitaba al pollero para que, al hablar, su voz no se distinguiera en el viento seco del desierto.
—Su hombre es narcotraficante, no le quepa duda —razonó Contreras—. ¿Por qué, si no, alguien como él iba a entrar a escondidas en México?
Hacía más frío de lo que la mujer esperaba y sintió un escalofrío.
—A menos que alguien se reuniera con él, habría ido directamente a Nogales, donde habría robado un coche para marcharse al oeste por la costa.
Soraya estaba a punto de responder cuando el hombre se llevó el dedo a los labios. Prestó atención y al poco oyó lo que había alertado a Contreras: el suave crujido de unos pasos, unas botas que pisaban la tierra no muy lejos de ellos. Cuando se encendió una linterna, el pollero ni siquiera parpadeó, lo que significaba que lo estaba esperando. La luz trazó un arco, no hacia la zona en que estaban escondidos, sino en un área situada por delante de ellos, donde se encontraba la frontera invisible, desolada y azotada por el viento. Oyó un gruñido, la luz se apagó y el rumor de las botas se desvaneció a lo lejos.
Estaba a punto de cambiar de postura cuando Contreras le apretó el brazo y la obligó a estarse quieta. Incluso en la oscuridad estrellada pudo sentir que sus ojos la miraban fijamente. Contuvo el aliento. Poco después volvió a encenderse una luz, un foco cegador que barrió un buen trecho de desierto, delante de ellos. Tres disparos rasgaron la noche, levantando nubecillas de polvo donde las balas se hundieron en tierra.
Soraya oyó un breve gorgoteo que pudo haber sido una risa. La luz se apagó. Todo quedó de nuevo en silencio y el solitario gemido del viento volvió a hacerse dueño del paisaje.
«Ahora vamos nosotros», dijo Contreras sin emitir sonido, moviendo la boca.
Ella asintió. Fue tras él con las piernas agarrotadas, rodeando las artemisas. Avanzaron en semicírculo hacia la derecha y echaron a correr como flechas para cruzar la tierra llana que separaba Estados Unidos de México. No había nada que indicara que hubieran pasado de un país a otro.
Soraya oyó el aullido de un coyote a lo lejos, aunque no sabía de qué lado de la frontera procedía. Un conejo saltó delante de ellos y sufrió un sobresalto. Se dio cuenta de que el corazón le latía a toda velocidad y sentía una extraña música en los oídos, como si su sangre corriera demasiado aprisa por sus venas y arterias.
Contreras la conducía a paso rápido, sin detenerse, sin perder el rumbo. Su seguridad era absoluta. Confiaba en él. Era una sensación extraña y algo inquietante, que le hacía pensar en Amun, en El Cairo, en el tiempo que pasó en el desierto egipcio. ¿Era posible que sólo hubieran transcurrido unas semanas desde entonces? Tenía la impresión de haber vivido una eternidad desde la última vez que lo había visto; los mensajes de texto que habían cruzado se habían vuelto más breves y escasos conforme pasaba el tiempo.
En el cielo ya no se veían estrellas, y estaba tan oscuro como el fondo del océano, como si no fuera a amanecer al cabo de unas horas, ni fuese a levantarse el sol en el lejano horizonte del este. Oyó un trueno repentino, aunque sonó lejano, como si el rayo hubiera caído en otro país.
Anduvieron durante mucho tiempo por un paisaje llano y monótono que apenas parecía vivo. Por fin, Soraya vio brillo de luces y poco después Contreras la introdujo en Nogales, estado de Sonora.
—Hasta aquí llego —avisó el pollero. No miraba hacia las luces, sino hacia la negrura del límite oriental de la ciudad.
Soraya le pagó lo convenido y él se guardó el dinero en el bolsillo sin contarlo.
—El hotel Ochoa tiene habitaciones limpias y en la recepción no hacen preguntas —comentó. Con total indiferencia, escupió entre sus polvorientas botas de vaquero—. Espero que encuentre lo que está buscando —añadió.
Soraya asintió con la cabeza y Contreras se fue en dirección este, hacia un destino desconocido. Cuando la noche se lo tragó, ella se volvió y echó a andar hasta que el polvo se convirtió en tierra batida y luego en calles asfaltadas y aceras. Encontró el hotel sin problemas. Se celebraba un festival nocturno y la calle central estaba iluminada; en un extremo había una banda de mariachis que tocaba un ritmo rápido y pachanguero; en el otro habían instalado puestos de tacos y quesadillas. En medio se movía la multitud, bailando, dando traspiés de borrachos, gritando maldiciones amistosas a los músicos o a cualquiera que quisiera escuchar. Aquí y allá estallaba una pelea y se oían insultos. Un caballo relinchó y, dando bufidos, se puso a piafar.
No había nadie en la recepción del Ochoa. El encargado nocturno, un hombrecillo enjuto con cara de conejo, estaba viendo un culebrón mexicano en un pequeño televisor portátil de recepción defectuosa. Estaba embelesado en su cubículo, sin darse cuenta de nada. Apenas miró a Soraya cuando ésta le pagó el importe de una noche, y él le dio la llave, que colgaba encima de su cabeza. No le pidió el pasaporte ni ninguna otra identificación. Le daba igual que aquella mujer fuera una asesina en serie.
La habitación estaba en el primer piso y, como había pedido tranquilidad, en la parte de atrás. No tenía aire acondicionado, así que abrió la ventana de par en par y miró fuera. La habitación daba a un callejón y a una pared de ladrillo, que era la parte posterior de otro edificio, posiblemente un restaurante, a juzgar por la larga fila de cubos de basura que se alineaban a un lado de la puerta, cerrada sólo por un cancel de tela metálica. Una bombilla fluorescente arrojaba una enfermiza luz azul sobre los cubos de basura. Las sombras eran tan moradas como una magulladura. Mientras miraba, un hombre con un delantal lleno de manchas abrió el cancel y se sentó en un cubo de basura. Lió un porro, se lo puso entre los labios y lo encendió. Al tragar el humo cerró los ojos. Soraya oyó un rumor y vio que en un extremo del callejón había una pareja copulando contra la pared. El cocinero, perdido en las ensoñaciones producidas por la marihuana, no les hizo caso. Quizá ni siquiera los oía.
Soraya se apartó de la ventana y echó un vistazo a la habitación. Como le había dicho Contreras, estaba limpia y ordenada, incluso el cuarto de baño, gracias a Dios. Se desnudó y abrió el grifo de la ducha, esperando a que el agua saliera caliente para disfrutar del calor y quitarse la mugre y el sudor del cuerpo. Lentamente, los músculos se le aflojaron y comenzó a relajarse. Se sintió invadida por una repentina oleada de cansancio y entonces se dio cuenta de que estaba agotada. Salió de la ducha y se secó vigorosamente con la toalla. El delgado y áspero tejido le dejó la piel roja bajo el matiz moreno que la caracterizaba.
La ducha había dejado la habitación llena de vapor. Envuelta en la toalla, se acercó a la ventana para ver si podía disfrutar de la brisa nocturna, por leve que fuera. Fue entonces cuando vio a dos hombres apoyados en la pared del restaurante. A la luz de la bombilla vio que uno estaba comprobando algo en una agenda electrónica. Soraya se escondió tras la gastada cortina un segundo antes de que el otro hombre levantara los ojos hacia su ventana. Vio su rostro, oscuro y cerrado como un puño. El tipo dijo algo a su compañero y éste levantó la mirada hacia la ventana.
El hotel ya no era un lugar seguro. Retrocedió, se puso la ropa sucia y fue hacia la puerta. Al abrirla, irrumpieron dos hombres. Uno le sujetó las manos a la espalda y el otro le amordazó la boca y la nariz con un paño. Soraya trató de contener el aliento y de librarse de los brazos de hierro que la inmovilizaban. Fue inútil. Aquella lucha silenciosa duró poco más de un minuto y lo único que ella consiguió fue vaciar los pulmones de oxígeno. Luego, a pesar de su voluntad, el sistema nervioso parasimpático se hizo con el control y tuvo que respirar una vez, luego otra. Un horrible olor se adueñó de su ser y trató de gritar. Los ojos se le llenaron de lágrimas, que le corrieron por las mejillas. Aspiró con fuerza, en busca de aire fresco. Y entonces se sumió en la oscuridad y se desplomó en brazos de sus secuestradores.
Arkadin vio la aleta dorsal hendiendo el agua. A juzgar por el tamaño, el tiburón era de los grandes, de tres o cuatro metros de largo. Se dirigía en línea recta hacia la popa de la lancha motora. No era de extrañar, teniendo en cuenta la cantidad de sangre que había en el agua.
Se había ocupado de Stepan durante tres horas y el hombre era ahora un amasijo de carne ensangrentada, acurrucado en posición fetal, llorando sin poder contenerse y con un millar de cortes del que manaba la sangre, que formaba riachuelos rosados al mezclarse con el agua marina de la cubierta.
Pavel había sido testigo del interrogatorio, de la obscena carnicería y, de vez en cuando, de las protestas de inocencia de Stepan. Luego le tocó el turno a él. Había esperado que Arkadin utilizara también el cuchillo con él, como había hecho con Stepan, pero la parte clave del interrogatorio era la sorpresa, el terror de lo inesperado.
Arkadin había atado los pies de Pavel y con la ayuda del cabrestante lo había colgado boca abajo en la parte de proa. Cada vez que lo sumergía, aumentaba el tiempo que lo tenía bajo el agua, así que hacia la sexta o séptima vez, Pavel estaba convencido de que iba a morir ahogado. Luego Arkadin le había hecho cortes debajo de los ojos. Con la sangre manando de las heridas, lo había vuelto a sumergir en el agua. Había seguido así durante unos cuarenta minutos. Entonces apareció el tiburón. Pavel tuvo que verlo. Cuando Heraldo lo izó, estaba muerto de miedo.
Aprovechando la debilidad de la víctima, Arkadin le asestó tres puñetazos en rápida sucesión, rompiéndole dos o tres costillas. Pavel se puso a jadear; le costaba muchísimo respirar. Respondiendo a una seña de su jefe, Heraldo volvió a sumergir al tipo en el agua. El tiburón se acercó, curioso e interesado.
Pavel empezó a agitarse en el agua, dominado por el pánico. El movimiento sólo consiguió que el interés del tiburón aumentase. Los tiburones no tienen buena vista y se guían por el olor y el movimiento. Aquel olía a sangre fresca y el movimiento lo indujo a pensar que la presa estaba herida. Acelerando la marcha, se dirigió en línea recta hacia la criatura que sangraba.
Arkadin vio la repentina aceleración de la aleta dorsal y levantó el brazo para que Heraldo accionara el cabrestante e izase al hombre. Un momento antes de que su cabeza y sus hombros salieran del agua, Pavel se agitó y se sacudió salvajemente ante la acometida del tiburón. Cuando Heraldo tuvo al hombre colgando en el aire, lanzó un grito ahogado y, empuñando la pistola, se inclinó sobre la popa y vació el cargador, disparando un tiro tras otro sobre la imponente mole del escualo.
Con el agua salvajemente revuelta y ennegreciéndose con la sangre del tiburón, Arkadin se acercó al cabrestante, lo movió y bajó a cubierta a Pavel, que aullaba y gemía. Dejó que Heraldo se divirtiera. Desde que su hermano menor había perdido una pierna entre las fauces de un tiburón, tres años antes, al mexicano se le ponía cara de asesino cada vez que veía una aleta dorsal. Le había revelado aquella parte de su historia familiar una noche que estaba muy borracho y muy triste.
Arkadin volvió a prestar atención a Pavel. Lo que las repetidas inmersiones habían comenzado lo había terminado el tiburón. Su hombre estaba en muy malas condiciones. El escualo le había mordido y le había arrancado parte del hombro y de la mejilla izquierdos. Sangraba profusamente, aunque ése era el menor de sus problemas. Estaba traumatizado por el ataque del tiburón. Tenía los ojos abiertos como platos y miraba de un lado a otro sin fijarse en nada. Los dientes le castañeteaban sin control y todo él hedía a excremento.
Haciendo caso omiso de todo aquello, Arkadin se agachó al lado de su capitán y, poniéndole una mano en la cabeza, dijo:
—Pavel Mijáilovich, mi buen amigo, tenemos un grave problema que resolver. Y tú eres el único que puede solucionarlo. O Stepan o tú habéis estado pasando información a alguien ajeno a nuestra organización. Stepan jura que no ha sido él, lo cual me temo que te señala como parte culpable.
Pavel, gimiendo y gritando de dolor y miedo, no respondió hasta que Arkadin lo arrastró un poco y su cabeza quedó colgando fuera de la borda.
—¡Cálmate, Pavel Mijáilovich! ¡Mírame! Tu vida está en juego. —Cuando la mirada del hombre se detuvo en Arkadin, éste sonrió y le acarició el cabello—. ¡Sé que te duele, amigo mío, y por Dios que estás sangrando como un cerdo! Pero eso pasará pronto. Heraldo te remendará enseguida, créeme, es un maestro.
»Escucha, Pavel Mijáilovich, te propongo un trato. Cuéntame para quién trabajas y de qué le has informado, cuéntamelo todo y te curaremos. Quedarás como nuevo. Es más, haré saber que el topo era Stepan. Tu jefe se relajará, tú seguirás trabajando como antes, pasándole información, pero le pasarás sólo la información que yo te diga. ¿Qué te parece? ¿Aceptas?
Pavel gimió y asintió levemente con la cabeza, sin fuerzas para hablar.
—Bien. —Arkadin miró a Heraldo—. ¿Has terminado de divertirte?
—Ese hijoputa está muerto. —El mexicano escupió en el agua con satisfacción—. Y ahora vienen sus amigos a darse un festín con él.
Arkadin volvió a mirar a Pavel y pensó: «Y con este otro hijoputa».
El hombre de los penetrantes ojos azules hizo un gesto con la mano.
—Por favor, siéntese señor Willard. ¿Le apetece tomar algo?
—Un whisky me vendría bien.
El joven que lo había conducido hasta allí desapareció y volvió al poco rato con una bandeja cargada con un anticuado vaso de whisky, una jarra con agua y otra con cubitos de hielo.
Parecía otra persona la que andaba con las piernas de Willard, se apoderaba de una silla y se sentaba ante la larga mesa de patas macizas. El joven dejó la bandeja delante de él y salió por la puerta, cerrando a sus espaldas.
—No entiendo cómo podía estar esperándome —dijo Willard. Entonces recordó las ocho horas que había pasado navegando por Internet en busca de información sobre el Club Monition—. Mi dirección IP está protegida.
—Nada está protegido. —El hombre cogió el libro y, dándole la vuelta, se lo puso delante—. Dígame qué entiende de esto.
Willard vio una ilustración con una serie de letras y extraños símbolos. Reconoció las letras latinas, pero los otros signos le eran desconocidos. Sintió un escalofrío a lo largo de la columna vertebral. A menos que se equivocara, aquella serie era idéntica a la inscripción que había visto en las fotos que Oliver Liss les había enseñado a Peter Marks y a él.
Miró directamente a los ojos azul eléctrico de su interlocutor y dijo:
—No entiendo nada.
—Dígame, señor Willard, ¿es usted entendido en historia?
—Me gusta creer que sí.
—Entonces habrá oído hablar del rey Salomón.
Se encogió de hombros.
—Más que la mayoría, imagino —respondió.
El hombre que tenía delante se retrepó en la silla y cruzó las manos sobre su liso estómago.
—La vida y la época de Salomón están llenas de mitos y leyendas. Como suele suceder con la Biblia, a veces es difícil, por no decir imposible, discernir la verdad de la ficción. ¿Por qué? Porque sus discípulos tenían un interés especial en oscurecer la verdad. Ha habido multitud de historias, a cual más extravagante, alrededor del oro escondido de Salomón. Se ha hablado de cantidades inmensas que dejan pasmada la imaginación. Los historiadores y arqueólogos de la actualidad no creen en esas historias por estar distorsionadas o porque son patentemente falsas. Por ejemplo, ¿de dónde salió todo aquel oro? ¿De las legendarias minas? Aunque el rey hubiera utilizado diez mil esclavos, no podría haber amasado semejante fortuna en su breve vida. Así que ahora se da por seguro que no existió el cacareado oro del rey Salomón.
Se inclinó hacia delante y pasó el torcido dedo índice por la ilustración del libro.
—Esta serie de letras y símbolos cuenta una historia diferente. Es una pista… bueno, más que una pista, mucho más. Es una clave que explica, a los que quieren escuchar, que el oro del rey Salomón existió realmente, sin ninguna duda.
Willard rio por lo bajo sin poder contenerse.
—¿Hay algo que le parezca gracioso?
—Perdóneme, pero me cuesta tomarme en serio todas esas tonterías melodramáticas.
—Bueno, es usted libre de irse cuando quiera. Ahora mismo, si así lo desea.
Cuando el hombre fue a recoger el libro abierto, Willard alargó la mano y se lo impidió.
—Preferiría no hacerlo —repuso, aclarándose la garganta—. Usted ha hablado de la verdad frente a la ficción. —Se detuvo un momento—. Quizá sería conveniente que me dijera su nombre.
—Benjamin El-Arian. Soy uno de los pocos especialistas residentes que el Club Monition tiene a su servicio para tratar temas de historia antigua y su incidencia en el presente.
—Perdóneme de nuevo, pero en ningún momento he creído que, cuando menos lo esperaba, se me concediera una entrevista con un simple especialista después de navegar en Internet durante ocho horas, tratando de encontrar material sobre el Club Monition. No, señor El-Arian, aunque usted sea un especialista, no creo que ése sea su único trabajo.
El-Arian lo observó durante un rato.
—A mí me parece, señor Willard, que usted es demasiado serio y perspicaz para divertirse con lo que yo pueda decir. —Acercó el libro hacia sí y pasó una página—. Y, por favor, no olvidemos que es usted quien ha venido aquí, en busca de conocimientos, presumo. —Sus ojos se iluminaron en lo que tal vez fuera un instante de júbilo—. ¿O estaba pensando en buscar trabajo para infiltrarse entre nosotros como hizo en la NSA?
—Me sorprende que esté usted al tanto de eso, no es algo que sepa mucha gente.
—Señor Willard —replicó El-Arian—, no hay nada sobre usted que no sepamos. Incluyendo su papel en Treadstone.
«Vaya, por fin hemos llegado al meollo del asunto», pensó Willard. Esperó con expresión totalmente neutra, pero observando a Benjamin El-Arian como si fuera una araña aposentada en el centro de su tela.
—Sé que Treadstone es algo así como un tema crítico para usted —dijo El-Arian—, así que le diré lo que conozco. Por favor, no dude en corregirme si algo es erróneo. Treadstone fue fundado por Alexander Conklin, dentro de la Central de Inteligencia. De esta criatura salieron únicamente dos graduados: Leonid Danilovich Arkadin y Jason Bourne. Ahora han resucitado Treadstone bajo los auspicios de Oliver Liss, pero casi inmediatamente Liss se ha puesto a darle órdenes a usted, más aún de lo que la CI dio a su predecesor. —Se detuvo para dar tiempo a Willard, por si tenía que corregirle o poner alguna objeción. Como permanecía en silencio, prosiguió asintiendo con la cabeza—: Pero todo esto no es más que el prólogo. —Volvió a señalar el libro con el dedo—. Como Liss le ha ordenado que busque el anillo de oro con esta inscripción, puede que le interese saber que Liss no opera como entidad independiente.
Willard se puso tenso.
—Entonces, ¿para quién estoy trabajando realmente?
La sonrisa de El-Arian adoptó un aire sarcástico.
—Bueno, como todo lo referente a este tema, es complicado. El hombre que le ha dado fondos e información es Jalal Essai.
—Nunca he oído hablar de él.
—Ni debería. Jalal Essai no se mueve en sus mismos círculos. La verdad es que uno de los objetivos vitales de Essai, y mío también, es que no lo conozcan personas como usted. Es miembro del Club Monition, bueno, lo era. Verá usted, durante muchos años se creyó que ese anillo se había perdido. Es el único de su especie, por razones que enseguida le quedarán claras.
El-Arian se levantó y, acercándose a una sección de las estanterías, apretó un botón oculto. La sección se abrió hacia fuera, dejando al descubierto un servicio de té, consistente en una tetera de bronce, un plato de pastelillos espolvoreados y seis vasos, estrechos como los de chupito, pero unas tres veces más altos. Los puso sobre una bandeja y los llevó a la mesa.
Con aire ceremonial, sirvió té para los dos y señaló el plato de los pastelillos para que Willard los probara. Volvió a instalarse en la silla y se puso a sorber y saborear la infusión que, según descubrió Willard, era té con hierbabuena, una especialidad marroquí.
—Volvamos al asunto que tenemos entre manos —dijo, cogiendo un pastelillo y llevándoselo a la boca—. Lo que nos viene a decir la inscripción del anillo es lo siguiente: que el oro del rey Salomón no es una ficción. La inscripción contiene símbolos ugaríticos específicos. Salomón tenía a su servicio un batallón de profetas. Estos profetas, o algunos en cualquier caso, estaban versados en alquimia. Habían descubierto que recitando ciertas palabras y expresiones ugaríticas y poniendo en práctica procedimientos científicos que habían desarrollado podían convertir el plomo en oro.
Willard se quedó atónito. No sabía si reír o llorar.
—¿El plomo en oro? —murmuró finalmente— ¿Tal como suena?
—Tal como suena. —El-Arian se introdujo otro pastelillo en la boca—. Ésta es la respuesta al misterio insoluble que le he planteado antes, es decir, cómo Salomón amasó tal cantidad de oro en su corta vida.
Willard se removió en la silla.
—¿Es eso lo que ustedes hacen aquí? ¿Buscar quimeras?
El-Arian esbozó una de sus enigmáticas sonrisas.
—Como ya le he dicho, es usted libre de irse cuando quiera. Pero no se irá.
Por pura maldad, Willard se puso en pie.
—¿Cómo lo sabe?
—Sencillamente, porque, aunque no estuviera convencido ya, la idea es muy atractiva.
Willard esbozó su propia sonrisa enigmática.
—Aunque sea una quimera.
El-Arian echó la silla atrás y se dirigió a la sección de las estanterías de la que había sacado el té y los pasteles. Rebuscó en el interior, sacó algo, lo llevó a la mesa y lo puso delante de Willard.
Éste le sostuvo la mirada un momento y luego la bajó a la mesa. Cogió una moneda de oro. Parecía antigua. Tenía troquelada una estrella de cinco puntas, junto con la inscripción «GRAM, MA, TUM, TL, TRA» en los ángulos que quedaban entre los vértices. En el centro de la estrella había un símbolo tan borrado que resultaba incomprensible.
—Esa estrella de cinco puntas es el sello del rey Salomón, aunque varias fuentes dicen que el sello era una estrella de seis puntas, una cruz troquelada con letras hebreas e incluso un nudo celta. Pero era la estrella de cinco puntas la que estaba grabada en el anillo que siempre llevaba, el que se decía que tenía propiedades mágicas. Por ejemplo, le permitía atrapar demonios y hablar con animales.
Willard se echó a reír.
—No creerá en esas paparruchas.
—Desde luego que no —replicó El-Arian—. No obstante, esa moneda de oro es, sin ninguna duda, parte del tesoro de Salomón.
—No me explico cómo puede estar tan seguro —adujo Willard—. No existe ningún experto que pueda verificar algo así.
La curiosa sonrisa de El-Arian retornó a su rostro.
—Para empezar, hemos verificado su antigüedad. Pero lo más importante es que hemos descubierto algo más —informó—. Dele la vuelta a la moneda, por favor.
Para sorpresa y desconcierto de Willard, el reverso de la moneda era totalmente diferente.
—Ya lo ve, esta cara no es de oro —expuso El-Arian—. Es de plomo, el metal original antes de que fuera transformada en oro.