29
—Feliz cumpleaños —exclamó M. Errol Danziger cuando localizó a Bud Halliday por teléfono.
—Mi cumpleaños fue hace meses —replicó el secretario de Defensa—. ¿Qué quiere?
—Lo estoy esperando abajo, en mi coche.
—Estoy ocupado.
—No para esto.
Había algo en la voz de Danziger que impidió a Halliday mandarlo a hacer puñetas. Llamó a su ayudante y le dijo que cancelara sus actividades de la hora siguiente. Luego cogió su abrigo y bajó las escaleras. Mientras atravesaba los terrenos de la Casa Blanca, los guardias y agentes del Servicio Secreto lo saludaron deferentemente con un movimiento de la cabeza. Sonrió a los que conocía por el nombre.
—Más le vale que sea algo bueno —dijo al subir al coche de Danziger.
—Confíe en mí —repuso el director de la Agencia—. Es mejor que bueno.
Veinte minutos después, detuvo el coche en el 1910 de Massachusetts Avenue, SE. Danziger, sentado más cerca de la acera, bajó el primero y abrió la portezuela para que se apeara su jefe.
—¿Edificio Veintisiete? —preguntó Halliday mientras Danziger y él subían las escaleras de uno de los edificios modernos del complejo del General Health Campus—. ¿Quién ha muerto? —El Edificio Veintisiete alojaba la oficina del forense jefe del distrito.
Danziger se echó a reír.
—Un amigo suyo.
Cruzaron dos controles de seguridad y entraron en el inmenso ascensor de acero inoxidable para bajar al sótano. Estaba impregnado de un olor dulzón a lejía que Halliday se resistió a identificar.
Los esperaban. Un ayudante del forense, un hombre pequeño y con gafas, de nariz picuda y porte adusto, los saludó y los condujo por la fría sala. Se detuvo ante una pared con multitud de puertas de acero inoxidable, abrió una y sacó una camilla con un cadáver cubierto por una sábana. A una seña de Danziger, el ayudante del forense apartó la sábana.
—¡Por la Virgen! —exclamó Halliday—. ¿Es Frederick Willard?
—Ni más ni menos. —El director de la Agencia parecía a punto de dar saltos de alegría.
Halliday se acercó un paso. Sacó un pequeño espejo y lo puso bajo la nariz de Willard.
—No respira. —Se volvió hacia el ayudante del forense—. ¿Qué le sucedió?
—Es difícil saberlo todavía —respondió el hombre—. Demasiadas cosas en muy poco tiempo…
—En resumen —exigió Halliday con voz cortante.
—Tortura.
El político tuvo que reírse. Miró a Danziger.
—Irónico, ¿no cree?
—Eso me pareció a mí.
En aquel momento zumbó el teléfono del secretario. Lo sacó y miró la pequeña pantalla. Lo necesitaban en la Casa Blanca.
En lugar de estar en la Sala Oval, el presidente se encontraba en la Sala de Guerra, en la tercera planta subterránea del Ala Oeste. Había grandes pantallas de ordenador alineadas en las paredes de la habitación, en el centro de la cual destacaba una mesa oval equipada con todos los pertrechos de doce oficinas virtuales.
Cuando llegó Bud Halliday, el presidente estaba reunido con Hendricks, consejero de Seguridad Nacional, con Brey, director del FBI, y con Findlay, responsable de Seguridad Nacional. Por sus expresiones sombrías, estaba claro que había una emergencia de algún tipo.
—Me alegro de que haya podido venir, Bud —dijo el presidente, señalándole una silla al otro lado de la mesa.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Halliday.
—Ha surgido algo —respondió Findlay—. Y valoraríamos su consejo sobre cómo proceder.
—¿Un ataque terrorista en una de nuestras bases de ultramar?
—Más cerca de casa. —Hendricks parecía preocupado. Dio la vuelta a una carpeta que tenía ante sí, se la entregó al secretario de Defensa por encima de la mesa y abrió las manos—. Por favor.
Halliday abrió la carpeta y se encontró con una foto de Jalal Essai. Procuró mantener la calma y se congratuló al ver que su mano no temblaba mientras pasaba las páginas del informe.
Cuando estuvo seguro de que no iba a perder los nervios, levantó la cabeza.
—¿Por qué estamos mirando a este hombre?
—Tenemos información que lo relaciona con la tortura y muerte de Frederick Willard.
—¿Pruebas?
—Todavía nada —repuso Findlay.
—Pero hay indicios de que aparecerán próximamente —aseguró Hendricks.
—¿Y quieren que yo también juegue a la lotería? —protestó Halliday con mordacidad.
—Lo preocupante, señor secretario, es que ese hombre, Essai, ha sabido eludir nuestras medidas de vigilancia, aunque representa una clara amenaza para la seguridad nacional —intervino otra vez Findlay.
Halliday cerró la carpeta.
—Aquí hay informes sobre Essai que tienen años de antigüedad. ¿Cómo es que no…?
—Ésa es la pregunta que necesitamos responder, Bud —dijo el presidente.
Halliday ladeó la cabeza.
—Bueno, lo que quería decir es de dónde procede este informe.
—Está claro que de su departamento no —apuntó Brey.
—Ni del suyo —replicó Halliday. Los miró uno tras otro—. No estarán pensando en cargar este descuido a mi gente.
—No ha sido un descuido —aclaró Findlay—. Al menos no por nuestra parte.
Se hizo en la habitación un silencio tenso que fue roto finalmente por el presidente.
—Bud, creíamos que estaría usted más comunicativo.
—Yo no desde luego —apostilló Brey.
—Cuando viera las pruebas —añadió Hendricks.
—¿Pruebas de qué? —se quejó Halliday—. No hay nada que tenga que explicar ni por lo que tenga que disculparme.
—Cada uno me debe cien dólares —anunció Brey con una mueca.
El secretario de Defensa lo fulminó con la mirada.
Hendricks empuñó el teléfono, murmuró unas palabras y volvió a colgar.
—Por el amor de Dios, Bud —protestó el presidente—, lo está poniendo muy difícil.
—¿Qué es esto? —se defendió Halliday poniéndose en pie—. ¿Un interrogatorio?
—Bueno, no hace nada por mejorar su situación. —En la voz del presidente se notaba una profunda tristeza—. Última oportunidad.
Halliday, tan rígido como la estatua de un veterano de guerra, apretó los dientes con furia.
Entonces se abrió la puerta de la Sala de Guerra y entraron las gemelas Michelle y Mandy. Sus ojos reían. Se reían de él.
«Dios —pensó—. Por Dios.»
—Siéntese, señor secretario.
La voz del presidente había adquirido tal tono de cólera reprimida y de confianza traicionada que Halliday sintió un escalofrío. Con el corazón en los talones, hizo lo que se le ordenaba.
Delante de él se dibujaba un camino largo y humillante hacia la caída en desgracia y la ruina. Mientras oía las conversaciones que las gemelas habían grabado en el apartamento secreto la noche que habían estado los tres con Jalal Essai, se preguntó si tendría valor para retirarse a un lugar tranquilo y privado y volarse la tapa de los sesos.
Oserov llegó a Marruecos con el rostro envuelto en vendas. En Marraquech encontró una tienda donde le hicieron un molde de cera y, con la plantilla, una careta de látex, blanca como la luz de las estrellas, que encajaba en su destrozado rostro. Su terrible y frío estoicismo no dejaba traslucir la colérica tortura interior, pero se sentía agradecido por el anonimato que le proporcionaba. Compró una chilaba de rayas negras y pardas, para ocultar la cabeza y la parte superior del rostro con la capucha. Con ella puesta, tenía el resto de la cara en sombras.
Tras un breve refrigerio, que engulló sin apenas saborear, no perdió tiempo en alquilar un coche y planear la ruta. Luego se puso en marcha hacia Tineghir.
Idir Syphax recorrió lenta y metódicamente la casa del centro de Tineghir. Se movía de sombra en sombra como un fantasma o un sueño, sin ruido, ligero como el aire. Idir había nacido y crecido en el Alto Atlas, en la región de Uarzazate. Estaba acostumbrado al frío y a la nieve del invierno. Era conocido como el hombre que llevaba hielo al desierto, lo que significaba que era especial. Al igual que a Tanirt, los bereberes locales lo temían.
Idir era delgado y musculoso, de boca ancha, grandes dientes blancos y una nariz como la proa de un barco. Llevaba la cabeza y el cuello envueltos en el tradicional pañuelo azul de los bereberes. Su manto era de cuadros azules y blancos.
La casa por fuera era idéntica a las casas vecinas. Por dentro, sin embargo, estaba construida como una fortaleza; las habitaciones eran como ponederos que protegían la torre que se alzaba en el centro. Las paredes eran de hormigón armado; las puertas de madera tenían en su interior planchas de metal de cinco centímetros de grosor, lo que las volvía impenetrables incluso para el fuego de las semiautomáticas. Había que atravesar dos sistemas electrónicos de seguridad: detectores de movimiento en las habitaciones que daban al exterior y detectores infrarrojos en las interiores.
La familia de Idir tenía estrechos lazos de amistad con los Etana desde hacía siglos. Los Etana habían fundado el Club Monition para que Severus Domna pudiera reunirse en varias ciudades de todo el globo sin atraer la atención ni utilizar el nombre real del grupo. Para el mundo exterior, el Club Monition era una organización filantrópica que se interesaba por los progresos de la antropología y las filosofías antiguas. Era un mundo herméticamente cerrado en el que los miembros secretos del grupo podían moverse, reunirse, comparar trabajos y planear iniciativas.
Idir había tenido sus propias ideas sobre el poder y la sucesión, pero antes de tener la oportunidad de actuar, Benjamin El-Arian había ocupado el vacío de poder que se había creado con la huida del hermano de Jalal Essai. Ahora que éste había descubierto sus verdaderas intenciones, la familia Essai estaba muerta y enterrada en lo que concernía a Severus Domna. Su deserción había tenido lugar bajo la vigilancia de El-Arian. Idir había tenido varias conversaciones con Marlon Etana, el miembro de más alto rango de la organización en Europa. Juntos, le había dicho a Etana, eran muy superiores a Benjamin El-Arian. Etana no estaba tan seguro, claro que tantos años en Occidente le habían vuelto cauteloso, incluso tímido, en opinión de Idir. Rasgos no deseables en un líder. Él tenía planes para Severus Domna, grandes planes, lejos del alcance de cualquier cosa que El-Arian o Etana pudieran concebir. Había intentado negociar, razonar y, finalmente, apelar a la vanidad y al amor propio de los líderes. Sin resultado. Aquello sólo le dejaba abierto el camino de la violencia.
Satisfecho tras su inspección final, cerró la casa con llave y se fue. Pero no muy lejos. El espectáculo estaba a punto de comenzar y se había reservado una butaca en primera fila.
En el momento en que Arkadin había actuado de acuerdo con sus sospechas, en el momento en que le había cortado los tendones a Moira, el idilio de su estancia en Sonora se hizo añicos. Lo veía como la ilusión que había sido. El ritmo lento y el sol caliente, las bailarinas sensuales y las tristes rancheras no eran para él. Su vida estaba en otra parte. Desde aquel momento, se moría de impaciencia por salir de México. Había sido amargamente traicionado. Sonora le había puesto delante el espejo en que había visto su vida, la vida a la que estaba condenado, sin que importara cuánto suspirase por salir de allí.
En Marruecos había vuelto a su elemento, él, un tiburón que se movía en aguas profundas y peligrosas. Pero los tiburones llevaban miles de años acostumbrados a sobrevivir en aguas profundas y peligrosas. Y Leonid Arkadin también.
Armado y más peligroso que nunca, salió en coche de Marraquech con Soraya, la mujer que tanto lo desconcertaba. Hasta que Tracy lo había embaucado, su norma había sido dominar a las mujeres en todos los sentidos imaginables. Había olvidado ya, muy oportunamente, a su propia madre, que lo había controlado manteniéndole encerrado en un armario donde las ratas le habían devorado tres dedos; hasta que se enfrentó a ellas lleno de furia, arrancándoles la cabeza con los dientes. Luego había matado a su madre. La despreciaba tanto que la había expulsado de su conciencia y de su memoria. Los recuerdos que le quedaban eran como escenas de una película barata y defectuosa que hubiera visto de joven.
Y pese a todo, había sido su madre quien le había hecho ver a las mujeres a través de una lente particular. Flirteaba sin descanso. Y desdeñaba a las que sucumbían a sus encantos masculinos. A éstas se las comía y las escupía en cuanto se aburría de ellas. En las raras ocasiones en que encontraba resistencia —Tracy, Devra, la pinchadiscos que había conocido en Sebastopol, y ahora Soraya— había reaccionado de forma diferente, con menos seguridad, y las dudas sobre sí mismo se habían extendido en su interior como el humo, resultando todo en un fracaso. No había atinado a ver tras la fachada de Tracy; no había conseguido proteger a Devra. ¿Y Soraya? Todavía no lo sabía, pero no podía dejar de pensar en lo que ella había dicho sobre que su vida era una lucha por ser un hombre, no un animal. Hubo un tiempo en que se habría reído de cualquiera que hubiera hecho semejante acusación, pero algo había cambiado en su interior. Para bien o para mal, se había vuelto consciente de sí mismo, y este conocimiento conllevaba la certeza de que lo que ella había dicho no era una acusación en absoluto, sino la afirmación de un hecho.
Todo esto cruzó su mente mientras Soraya y él se dirigían a Tineghir. En Marraquech hacía frío, pero allí, en los montes del Alto Atlas, cubiertos de nieve, un viento helado acuchillaba las cañadas, llenando la vaguada de aire frío.
—Estamos llegando al final del camino —anunció.
Soraya no respondió; no había dicho una palabra en todo el trayecto.
—¿No tienes nada que decir? —añadió.
Su tono era deliberadamente burlón, pero la mujer se limitó a sonreír y volvió a mirar por la ventanilla. Aquel brusco cambio en su conducta lo inquietaba, pero no estaba seguro de qué hacer al respecto. No podía seducirla ni podía intimidarla. ¿Qué le quedaba?
Entonces, con el rabillo del ojo, vio una figura alta, demasiado alta para ser bereber, con una chilaba de rayas negras y pardas. La capucha le ocultaba el rostro, pero cuando el coche pasó por su lado, vio que no lo tenía desfigurado. La figura se movía como Oserov, pero ¿cómo iba a ser él?
—Soraya, ¿ves al hombre de la chilaba de rayas negras y pardas?
La mujer asintió con la cabeza.
Arkadin detuvo el coche.
—Baja y acércate a él. Haz lo que tengas que hacer. Quiero que averigües si es ruso y, si lo es, si se llama Oserov. Vylacheslav Germanovich Oserov.
—¿Y?
—Yo me quedaré aquí, vigilando. Si es Oserov, hazme una seña —indicó— y lo mataré.
Soraya esbozó una enigmática sonrisa.
—Me preguntaba cuándo volvería a verla.
—¿El qué?
—Tu ira.
—Tú no sabes lo que ha hecho Oserov, ni sabes de lo que es capaz.
—No importa. —La mujer abrió la portezuela del coche y bajó—. He visto de lo que eres capaz tú.
Soraya se abrió paso en la calle atestada de gente hacia el hombre alto de la chilaba de rayas negras y pardas. Sabía que lo mejor para ella era permanecer en calma y andarse con ojo. Arkadin ya la había utilizado una vez; no iba a dejarse pillar de nuevo. Durante el viaje había habido ocasiones en las que había podido escapar, pero no lo había hecho por dos razones. La primera era que no confiaba por completo en su capacidad para despistar a Arkadin. La segunda y más importante era que se había jurado a sí misma que no abandonaría a Jason. Éste le había salvado la vida más de una vez. No importaba qué calumnias se contaran en la CI sobre él, ella sabía que podía contar con su ayuda para cualquier cosa. Ahora que su vida corría un peligro inminente, no iba a echar a correr para esconderse. Más aún, tenía que hacer algo para frustrar las intenciones de Arkadin.
Al acercarse al hombre, se puso a hablarle en árabe con acento egipcio. Él, al principio, no le hizo caso. Era posible que en medio del barullo de la calle no la oyera, o creyera que estaba hablando con otra persona. Se puso delante de él y volvió a hablar. El tipo mantuvo la cabeza ligeramente inclinada y no le respondió.
—Necesito ayuda. ¿Entiende el inglés? —preguntó.
Él negó con la cabeza. Soraya se encogió de hombros y dio media vuelta para irse. Luego se volvió de nuevo y dijo en ruso:
—Lo reconozco, Vylacheslav Germanovich. —El hombre levantó la cabeza—. ¿No es usted colega de Leonid?
—¿Es usted amiga de Arkadin? —Su voz era espesa y pastosa, como si tuviera algo en la garganta que no pudiese tragar—. ¿Dónde se encuentra?
—Ahí mismo —dijo, señalando el coche—. Sentado al volante.
Todo ocurrió en un momento. Soraya retrocedió andando de espaldas, Oserov se volvió al mismo tiempo que se agachaba. Debajo de la chilaba llevaba un fusil de asalto AK-47. Con un ágil movimiento, levantó el AK-47, apuntó y disparó al coche. La gente se dispersó gritando en todas direcciones. Oserov siguió disparando mientras avanzaba por la calle, acercándose al coche, cuya carrocería se bamboleaba movida por los balazos.
Cuando llegó al vehículo, se detuvo. Intentó abrir la puerta del conductor, pero estaba tan destrozada que ni se movió. Maldiciendo, volteó el AK-47 y descargó un culatazo en lo que quedaba de ventanilla. Miró dentro. Estaba vacío.
Dio media vuelta y apuntó a Soraya con el fusil.
—¿Dónde está? ¿Dónde está Arkadin?
Ella vio que Arkadin asomaba por debajo del coche, se levantaba y rodeaba el cuello de Oserov con el brazo. Tiró hacia atrás con tanta fuerza que lo levantó del suelo. El asesino con la careta de látex quiso hundirle la culata del fusil en las costillas, pero él esquivó el golpe. Oserov sacudió la cabeza para impedir que le hiciera una llave. Al hacerlo, la careta empezó a resbalarle. Arkadin se dio cuenta y se la arrancó, dejando al descubierto el rostro hinchado y horriblemente desfigurado que había debajo.
Soraya cruzó la calle, ahora vacía, y se aproximó a los dos antagonistas con paso deliberadamente lento. Oserov soltó el AK-47 y sacó una daga de aspecto mortal. Ella advirtió que Arkadin no podía verla, que no se daba cuenta de que su sempiterno enemigo estaba a punto de clavársela en el costado.
Arkadin, absorto en aquella lucha a vida o muerte con su odiado enemigo, aspiró profundamente el aire fétido que salía de un albañal abierto y comprendió que en realidad procedía de Oserov, como si la gente que había matado se hubiera abierto camino con las uñas para salir del fondo de la tierra, arrastrando tras de sí hilachas de suciedad y podredumbre. Oserov parecía estar pudriéndose de dentro hacia fuera. Apretó con más fuerza y el otro siguió forcejeando, tratando de soltarse de la tenaza que lo inmovilizaba. Pero una vez enzarzados, ninguno de los dos tenía intención de soltar al otro, como si aquel combate épico fuera de una sola persona con dos cuerpos. Dos hombres forcejeando por vencer al otro, enfrentados en el abismo de su cólera irracional e ingobernable. El conflicto no sólo era contra los crímenes de Oserov, sino también contra el inhumano pasado de Arkadin, un pasado que él mismo intentaba borrar diariamente de su cerebro, enterrarlo lo más profundamente que pudiera. Y que, a pesar de todo, zombificado, seguía levantándose de la tumba.
«Ésa es tu vida —había dicho Soraya—, la lucha por ser un hombre, no un animal.»
En su pasado había figuras que habían conspirado para hundirlo, para reducirlo al estado animal. Su única oportunidad de ser algo más había llegado bajo la forma de Tracy Atherton. Tracy le había enseñado muchas cosas, pero al final lo había traicionado. Le había deseado la muerte y ahora estaba muerta. Oserov, su enemigo, representaba a todos los que alguna vez habían conspirado contra él y ahora que lo tenía sujeto, pensaba quitarle la vida, lenta e inexorablemente.
Con el rabillo del ojo vio un movimiento que atrajo su atención. Soraya corría hacia ellos. Cuando llegó, propinó a Oserov un golpe en la muñeca izquierda que le paralizó la mano. Arkadin vio la daga cuando cayó a los pies de su enemigo.
Durante un breve instante miró fijamente a Soraya, a los ojos. Entre ellos se estableció una comunicación secreta, silenciosa, que se desvaneció de repente, una comunicación de la que nunca se hablaría, que nunca se mencionaría en voz alta. Arkadin, con el corazón acelerado por la ira almacenada durante tanto tiempo, golpeó la sien de Oserov con el canto de la mano. La cabeza chocó con fuerza contra la pared que formaba el brazo doblado de Arkadin. Las vértebras crujieron y se sacudió como una marioneta demente. Clavó las uñas en el brazo de Arkadin, dibujando unos riachuelos de sangre. Bramaba como un toro y durante un momento su fuerza adquirió tales proporciones que casi consiguió soltarse.
Arkadin volvió a torcerle el cuello, esta vez con más fuerza, y la energía que le quedaba a Oserov se fue al arroyo al tiempo que lanzaba un grito terrible, un grito ahogado. Intentó decir algo que parecía de vital importancia para él, pero lo único que salió de su boca fue la lengua y un poco de sangre.
El otro no lo soltó inmediatamente. Siguió golpeándole la cabeza como si el cuello de su presa no hubiera sufrido ya múltiples fracturas.
—Arkadin —avisó Soraya con suavidad—. Está muerto.
El hombre la miró con una chispa de locura en los ojos. Ella le había puesto las manos en los brazos, tratando de que dejara en paz a Oserov, pero él no sentía nada. Era como si sus terminaciones nerviosas se hubieran anestesiado en el último momento de la pelea, como si su voluntad de destruir a Oserov no tuviera fin, no le permitiera soltarlo. Pensaba: «Si lo sigo sujetando, podré matarlo una y otra vez».
Por fin, gradualmente, el huracán de emoción comenzó a remitir. Sintió las manos de Soraya sobre él. Luego oyó su voz, que repetía:
—Está muerto.
Retiró el brazo. El cadáver cayó al suelo formando un bulto grotesco.
Miró el rostro destrozado de Oserov y no sintió ni triunfo ni satisfacción. No sintió nada en absoluto. Vacío. No había nada dentro de él, sólo un pozo de oscuridad y profundidad crecientes.
Mientras tecleaba una clave en su teléfono móvil, anduvo hacia la parte trasera del coche. Abrió el maletero y sacó del estuche el ordenador portátil.
Soraya miró a su alrededor y vio a un nutrido grupo de bereberes con su vestimenta habitual. Habían estado observándolos en las sombras. En cuanto Oserov se desplomó en el suelo, empezaron a acercarse al coche.
—Son de Severus Domna —anunció—. Vienen por nosotros.
En aquel momento, un coche frenó junto a ellos con un chirrido de neumáticos. Arkadin abrió la portezuela trasera.
—Sube —ordenó, y Soraya obedeció sin rechistar.
Arkadin se sentó a su lado y el coche partió. Había tres hombres dentro, todos armados hasta los dientes. Él les habló en ruso y Soraya recordó la conversación que habían sostenido en Puerto Peñasco.
«¿Qué quieres de mí ahora?», le había preguntado a Arkadin.
Y él había respondido:
«Lo mismo que tú de mí. Destrucción.»
Entonces oyó la expresión «tierra quemada» y supo que Arkadin había llegado a Tineghir preparado para la guerra.