7
—Es hora de que me vaya —dijo Bourne—. Deberíamos dormir algo.
—No quiero irme a dormir —repuso Chrissie, que, con una débil sonrisa, canturreó—: «Pesadillas por la noche…» —Ladeó la cabeza con aire inquisitivo—. Kate Bush. ¿Conoces sus canciones?
—Eso es de «Wuthering heights», ¿no?
—Sí. A mi hija Scarlett le gusta mucho. En Oxford no se la escucha demasiado, te lo aseguro.
Era más de medianoche. Bourne había ido a un restaurante hindú, había comprado la cena y la había llevado al piso de Tracy, donde, después de tragar un par de bocados sin ganas, Chrissie lo había observado mientras comía. Teniendo en cuenta los violentos sucesos ocurridos delante del banco unas horas antes, no era aconsejable aventurarse muy lejos ni volver a su hotel.
Viéndola sentada delante de él, en el sofá, recordó otro fragmento de la conversación que había sostenido con Tracy en Jartum la noche anterior a su muerte.
«En tu imaginación puedes ser cualquiera, hacer cualquier cosa. Todo es maleable, mientras que en el mundo real resulta tan difícil hacer un cambio efectivo, cualquier cambio, pues el esfuerzo es agotador.»
«Puedes adoptar una identidad completamente nueva —había respondido él—, una identidad en la que el cambio efectivo sea menos difícil porque podrás rehacer tu propia historia con ella.»
Ella había asentido con la cabeza.
«Sí, pero eso conlleva otros escollos. Ni familia, ni amigos…, a menos, por supuesto, que no te importe estar completamente aislado.»
—La noche antes de su muerte —dijo a Chrissie— me contó algo que me indujo a creer que en otro momento, en otro lugar, le habría gustado tener su propia familia.
Durante unos segundos pareció que Chrissie se hubiera quedado sin aire.
—Pues vaya ironía para ti. —Tras recuperarse, prosiguió—: ¿Sabes? Lo gracioso es… la verdad es que es bastante trágico si lo pienso… que de alguna manera la envidio. No estaba atada, no se había casado, podía ir donde quisiera, cuando quisiera, y lo hacía. En ese sentido, era como un cohete, por lo mucho que le gustaba caminar por el lado oscuro. Como si el peligro fuera, no sé, un afrodisíaco, o quizás era más como la sensación que se tiene cuando se sube a la montaña rusa, la sensación de ir tan rápido que se pierde el control, aunque no del todo. —Rio con amargura—. La última vez que subí a una montaña rusa, se me revolvió el estómago.
Una parte de él la compadecía sinceramente, pero otra parte, la profesional, la identidad de Bourne, por decirlo de algún modo, estaba buscando la forma de llegar más lejos, una prueba de si había algo más que pudiera contarle Chrissie sobre Tracy y su misteriosa relación con Leonid Arkadin. Él la veía sólo como a una persona que podía ayudarlo, como una piedra en el camino y no como a un ser humano. Se detestaba por sentir aquello, aunque aquella frialdad formara parte de su eficacia. Así era él o al menos lo que Treadstone había hecho de él. En cualquier caso, para bien o para mal, había sido dañado, entrenado y adoctrinado a fondo. Igual que Arkadin. Y sin embargo había un abismo entre ellos, un abismo tan profundo que Bourne no podía ver el fondo, ni siquiera imaginar la profundidad. Arkadin y él se enfrentaban desde ambos lados de la sima, quizás invisible para los demás, y buscaban formas de destruir al otro sin resultar destruidos en el proceso. Había veces en que Bourne se preguntaba si eso sería posible, si para librar al mundo de uno de ellos no sería necesario que murieran los dos.
—¿Sabes qué me gustaría? —Chrissie se volvió hacia él—. ¿Recuerdas la película Superman? No era una gran película, ya lo sé, pero bueno, Lois Lane muere y Superman está tan apenado que se lanza al aire, vuela alrededor de la tierra, cada vez más deprisa, más deprisa que el sonido, que la luz, tan rápido que viaja en el tiempo hasta el momento anterior a la muerte de Lois, y la salva. —Estaba mirando al rostro de Bourne, pero era otra cosa lo que veía—. Ojalá yo fuera Superman.
—Retrocederías en el tiempo y salvarías a Tracy.
—Si pudiera. Pero al contrario que los guionistas de Superman, si no pudiera salvarla, bueno, al menos… al menos entendería qué demonios hacer con este sufrimiento. —Trató de respirar hondo, pero sólo consiguió atragantarse con las lágrimas—. Me siento pesada, como si tuviera un ancla enganchada a la espalda, o el cadáver de Tracy, fría y rígida y… sin moverse nunca más.
—Ese sentimiento pasará —la animó Bourne.
—Sí, supongo que pasará, pero ¿y si no quiero que pase?
—¿Quieres seguirla a la oscuridad? ¿Y qué ocurre con Scarlett? ¿Qué será de ella?
Chrissie se ruborizó y se levantó de un salto. Bourne la siguió hasta el dormitorio, donde la encontró mirando el peral a través de las puertas de cristales, el peral iluminado por la luz plateada de la luna.
—Dios mío, Tracy, ¿por qué te has ido? Si estuviera aquí, juro que le retorcería el pescuezo.
—O al menos la obligarías a prometer que no volvería a relacionarse con Arkadin.
Bourne esperaba que introducir el nombre del ruso en la conversación le despertara algún recuerdo que se hubiera saltado. Creía que estaban en un momento crucial. No tenía intención de irse mientras ella no lo echara de la casa. No creía que fuera a hacerlo, porque él era el único eslabón con su hermana y había estado con ella en el momento de su muerte. Para ella significaba mucho. Él creía que eso los acercaba, que convertía la muerte de Tracy en algo más soportable.
—Chrissie —dijo con suavidad—, ¿te contó alguna vez cómo lo conoció?
La muchacha negó con la cabeza.
—Quizás en Rusia. ¿En San Petersburgo? Ella viajó allí a ver el Hermitage. Lo recuerdo porque yo iba a ir con ella cuando Scarlett pilló una infección de oído, con fiebre, desorientación y todo eso. —Sacudió la cabeza—. ¡Qué vidas tan diferentes hemos llevado! Y ahora… ahora esto. Scarlett lo va a pasar fatal. —Frunció el entrecejo—. ¿Por qué has venido, Adam?
—Porque quería algo que me la recordara, porque no tenía otro sitio donde ir. —Se dio cuenta, un poco tarde, de que lo último era la verdad o al menos lo máximo que estaba dispuesto a confesarle.
—Yo tampoco —repuso la joven con un suspiro—. Scarlett estaba con mi familia cuando recibí la llamada. Se lo estaba pasando muy bien, aún lo está pasando muy bien, a juzgar por nuestros últimos mensajes. —Lo miró de nuevo, aunque su atención estaba en otra parte—. Puedes mirar lo que quieras, por supuesto, y llevarte cualquier recuerdo suyo.
—Te lo agradezco.
Chrissie afirmó con la cabeza, con aire ausente y volvió a contemplar las reformadas caballerizas y el peral lleno de brotes. Al poco rato, lanzó una exclamación.
—¡Mira, ahí están!
Bourne se levantó y fue junto a ella.
—Han vuelto —añadió Chrissie—. Las golondrinas.
Arkadin despertó al amanecer, se puso un bañador y salió a correr por la playa. El cielo estaba poblado de cormoranes y pelícanos. Las codiciosas gaviotas caminaban por la arena, picoteando los restos de las fiestas de la noche anterior. Corrió hacia el sur hasta que llegó cerca de uno de los grandes complejos hoteleros y dio media vuelta. Luego se introdujo en el agua y nadó durante cuarenta minutos. Cuando volvió al convento tenía más de veinte mensajes en el teléfono móvil. Uno era de Boris Karpov. Se duchó y se vistió, y luego cortó fruta fresca. Piña, papaya, plátanos, naranjas. Se comió los pedazos con una buena dosis de yogur. Era irónico, pero estaba aprendiendo a comer saludablemente en México.
Tras limpiarse la boca con el dorso de la mano, cogió el teléfono para hacer la primera llamada. Le informaron de que el último cargamento de Gustavo Moreno no había llegado a su cliente. Se había retrasado o posiblemente perdido. De momento, le dijeron, era imposible asegurarlo. Ordenó a sus hombres que lo mantuvieran informado y colgó.
Pensando que tendría que ocuparse él mismo del cargamento perdido y, si era necesario, castigar duramente a los culpables, marcó el número de Karpov.
—Estoy en LAX —dijo Boris Karpov desde el otro lado—. ¿Y ahora qué?
—Ahora nos veremos las caras —respondió Arkadin—. Hay un vuelo a Tucson a última hora de la mañana. Llame antes, pida un coche de alquiler, un descapotable de dos plazas, cuanto más viejo y gastado mejor. —Le dio instrucciones y direcciones—. Aproxímese con la capota bajada. Prepárese para esperar una hora en el lugar de la cita, quizá más tiempo, hasta que me haya asegurado de que ha cumplido todas las condiciones de nuestro acuerdo. ¿Está claro?
—Estaré allí —repuso Karpov— antes de la puesta de sol.
Bourne seguía despierto, escuchando los ruidos de la casa, del edificio, del barrio, escuchando la respiración de Londres, como si fuera un animal gigantesco. Volvió la cabeza cuando Chrissie apareció en la salita. Una hora antes, a las cuatro, la chica se había ido al dormitorio, pero por la lamparilla de la mesita y el seco rumor de las páginas comprendió que no había dormido. Posiblemente ni siquiera lo había intentado.
—¿Todavía no te has ido a dormir? —La voz de la muchacha era suave, casi pastosa, como si acabara de despertar.
—No. —Bourne estaba sentado en el sofá, con la mente tan quieta y oscura como si estuviera en el fondo del mar. Pero no había conciliado el sueño. Una vez le pareció oír que ella suspiraba, pero sólo era la respiración de la ciudad.
Chrissie se sentó en el otro extremo del sofá, encogiendo las piernas.
—Me gustaría quedarme aquí, si no te importa.
Él asintió con la cabeza.
—No me lo has contado todo de ti.
Bourne guardó silencio; no tenía ganas de mentirle.
Por la calle pasó un coche, luego otro. Un perro ladró en medio del silencio. La ciudad parecía paralizada, como congelada, ni siquiera su corazón latía.
Un asomo de sonrisa apareció en los labios de Chrissie.
—Igual que Tracy.
Al cabo del rato le empezaron a pesar los párpados. Se encogió como un gato y apoyó la cabeza en los brazos. Suspiró y enseguida se quedó profundamente dormida. Poco después, él también se durmió.
—Debes de estar loco —dijo Soraya Moore—. No voy a seducir a Arkadin ni por ti ni por Willard ni por nadie.
—Entiendo tu preocupación —adujo Marks—. Pero…
—No, Peter, no creo que lo entiendas. Yo, desde luego, no entiendo nada. Si no, no habría ningún pero.
Se levantó y se acercó a la barandilla. Habían estado sentados en un banco, al lado del canal de Georgetown. Las luces reverberaban y las barcas estaban quietas y dormidas en los atracaderos. Tras ellas había jóvenes yendo y viniendo, bebiendo y acariciándose. De vez en cuando surgía una carcajada en un corro de adolescentes que parecían estar poniéndose a prueba. La noche era cálida, con algunas nubes cruzando el cielo borroso.
Marks se levantó y se acercó a ella. Suspiró como si el ofendido fuera él, lo que aún irritó más a Soraya.
—Por qué será —se quejó con acaloramiento— que las mujeres están tan devaluadas que los hombres sólo las utilizan por su físico.
No era exactamente una pregunta y Marks se dio cuenta. Sospechaba que buena parte de su enfado era por el hecho de que fuera él, un buen amigo, un amigo querido, quien le pidiera algo así. Y por supuesto que hubiera sido idea de Willard. Sabía que aquella misión sería ofensiva para Soraya, más aún quizá que para otras mujeres que no tenían una imagen tan constructiva de sí mismas; pero también sabía que Marks era la única persona capaz de convencerla. Más aún, Marks estaba casi seguro de que si Willard le hubiera encomendado aquella misión directamente, ella lo habría mandado a tomar por culo y se habría ido sin volver la vista atrás. Y no obstante, como Willard había previsto, allí estaba ella. Aunque visiblemente enfadada, no se había marchado, dejándolo plantado.
—Durante siglos, mientras las mujeres eran sistemáticamente pisoteadas por los hombres, idearon la única forma de conseguir lo que querían: dinero, poder, una posición decisiva en una sociedad dominada por hombres.
—No necesito un discurso sobre el papel de las mujeres en la historia —replicó Soraya.
Marks decidió no hacer caso de aquel comentario.
—Creas lo que creas, el hecho indiscutible es que las mujeres poseen una habilidad única.
—¿Quieres dejar de decir «única», por favor?
—La habilidad de atraer a los hombres, de seducirlos, de encontrar los resquicios de su armadura y de utilizar esa debilidad contra ellos. Sabes mejor que yo qué arma tan poderosa puede ser el sexo aplicado con habilidad. Esto es especialmente cierto en los servicios secretos. —Se volvió hacia ella—. En nuestro mundo.
—Eres insufrible, ¿lo sabías? —Se apoyó en la barandilla con los dedos enlazados, como haría un hombre, con la confianza masculina que era típica de ella.
Marks sacó el móvil, buscó una fotografía de Arkadin y le pasó el teléfono.
—Es guapo, ¿eh? Y lleno de magnetismo, según me han dicho.
—Me das asco.
—Esa clase de indignación no es propia de ti.
—¿Y follar con Arkadin sí? —le espetó, tirándole el móvil; él no hizo nada por recogerlo.
—Lucha contra ello todo lo que quieras, pero el hecho es que te dedicas al espionaje y eres una espía. Más aún, esta es la vida que elegiste. Nadie te ha retorcido nunca el brazo para obligarte.
—¿No? ¿Y qué estás haciendo tú ahora?
Marks corrió un riesgo calculado.
—No te he dado un ultimátum. Puedes irte en el momento en que lo desees.
—¿Y luego qué? No tendré nada. No seré nada.
—Puedes volver a El Cairo, casarte con Amun Chalthoum, tener niños.
Lo dijo con amabilidad, aunque la idea en sí era más bien despreciable. En cualquier caso, le llegó al alma a Soraya. Y de repente, la plena conciencia de cómo M. Errol Danziger le había destrozado la vida, le asestó su último y peor golpe. Estaba acabada en la Agencia, lo cual ya era malo de por sí, pero es que encima se había asegurado de que no pudiera conseguir un puesto en ninguna agencia rival del Gobierno. Una compañía privada de gestión de riesgos también estaba descartada; no iba a acabar metiéndose en una organización de mercenarios como Black River. Dio media vuelta y se mordió el labio para contener las lágrimas de frustración. Se sentía como imaginaba que se habrían sentido las mujeres a lo largo de los años, al aventurarse en un mundo de hombres, obedecer órdenes, callar sus opiniones, guardar secretos revelados entre susurros después de tener relaciones sexuales, hasta que llegara el día…
—Ese tipo no es desconocido para ti —insistió Marks, guardándose de revelar su ansiedad con la entonación—. Es tan malo como dicen, Raya. Que juegues con él será una buena acción.
—Eso es lo que todos decís.
—No, todos hacemos lo que hay que hacer. Es el principio y el final de todo.
—Es muy fácil decirlo, no te lo han pedido a ti.
—Tú no sabes lo que me han pedido.
Soraya se volvió de nuevo. Marks la miró mientras observaba el canal, los reflejos de la luz en el agua. Los jóvenes que estaban a su izquierda rompieron a reír más ruidosamente.
—Daría cualquier cosa por ser uno de ellos —dijo la mujer suavemente—. Sin ninguna preocupación en este mundo.
Él exhaló un silencioso suspiro de alivio; sabía que ella se iba a tragar la amarga píldora que le había ofrecido. Soraya aceptaría la misión.
—Curioso, muy curioso. —A la cálida luz del sol matutino, Chrissie miraba lo que había grabado en el interior del anillo que Bourne le había quitado a Noah Perlis.
—Sé bastante de lenguas —dijo Bourne—, pero éste no es un idioma conocido, ¿verdad?
—Bueno, es difícil saberlo. Presenta características del sumerio, posiblemente también del latín, aunque no es ninguno de los dos. —Levantó la vista hacia él—. ¿De dónde lo has sacado?
—No tiene sentido, ¿verdad?
La muchacha negó con la cabeza.
—No, no lo tiene.
Había preparado café mientras Bourne hurgaba en el frigorífico. Había encontrado un par de tostadas, aunque a juzgar por los cristales de hielo que las cubrían, debían de llevar bastante tiempo allí. También encontraron mermelada y desayunaron de pie, ambos llenos de una energía nerviosa. Ninguno mencionó la noche anterior. A continuación, él le había enseñado el anillo.
—Pero sólo es mi opinión, y estoy lejos de ser una experta —arguyó Chrissie, devolviéndole el anillo—. La única forma de averiguarlo es llevarlo a Oxford. Tengo un amigo que es profesor en el Centro de Estudios de Documentos Antiguos. Si alguien puede descifrarlo, seguro que él lo conoce.
Era más de medianoche cuando el teniente R. Simmons Reade fue a buscar a su jefe a una cancha de squash de Virginia que permanecía abierta toda la noche y en la que el director de la Agencia jugaba durante dos horas agotadoras con uno de los entrenadores del gimnasio, tres veces por semana. Reade era el único miembro de la CI capaz de darle malas noticias a Danziger sin el menor reparo. Había sido el alumno predilecto del director cuando éste había sido, brevemente, profesor en la secreta Academia de Operaciones Especiales de la NSA, que el Viejo, que despreciaba todo lo que la NSA significaba, solía llamar Academia Nacional de Operaciones, para poder hacer un chiste refiriéndose a ella como ANO.
Reade se sentó a esperar el final del partido y luego puso de manifiesto su presencia entrando en la cancha, que estaba caliente y olía a sudor, a pesar del fuerte aire acondicionado.
Danziger lanzó su raqueta al instructor, se enroscó una toalla en el cuello y se acercó a su ayudante.
—¿Son muy malas? —No hacían falta preliminares; que Reade hubiera aparecido a aquella hora y que hubiera optado por ir en persona en lugar de llamar por teléfono eran pistas suficientes.
—Bourne ha neutralizado el equipo de extracción. O están muertos o detenidos por la policía.
—¡Maldita sea! —exclamó Danziger—. ¿Cómo lo hace? No me extraña que Bud me necesitara para este cargo.
Se acercaron a un banco y se sentaron. No había nadie más en las canchas y lo único que se oía era el zumbido del aparato de aire acondicionado.
—¿Está Bourne todavía en Londres?
Reade asintió con la cabeza.
—En estos momentos sí, está allí, señor.
—¿Y Coven está allí, teniente?
Danziger sólo lo llamaba por su grado cuando estaba realmente furioso.
—Sí, señor.
—¿Por qué no ha intervenido?
—El lugar era demasiado público, había demasiados testigos para secuestrar a Bourne en plena calle.
—¿Otras opciones?
—Lamentablemente no —repuso Reade—. ¿Puedo decir algo al respecto? Podría recurrir a nuestra gente de la NSA para…
—A su tiempo, Randy, pero de momento no puedo sacudir el árbol para movilizar a todos mis hombres. No sería prudente, como Bud se apresura a recordarme. No, tenemos que aprovechar al máximo las cartas que nos han tocado.
—A juzgar por su historial de capturas, señor, Coven es muy bueno.
—Estupendo. —El director de la CI se golpeó los muslos y se puso en pie—. Que siga ocupándose de Bourne. Dígale que tiene libertad de acción y que haga lo necesario para traérnoslo.