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Moira y Jalal Essai estaban sentados en la suite del hotel de Washington D. C, su centro de operaciones provisional. Entre ambos se encontraban el portátil de Essai y el que Moira había llevado la víspera y que sabía que estaba totalmente limpio. Lo había revisado en profundidad por si las moscas.

Estaba a punto de preguntarle por dónde empezar, porque tenía que partir del hecho de que todos sus sistemas podían estar infectados, pero no necesitó molestarse. Resultó que el hombre tenía mucha información sobre el portátil y la compartió toda con ella. Últimamente había caído en manos de Gustavo Moreno, un capo de la droga colombiano que había vivido en las afueras de Ciudad de México. Moreno había sido asesinado unos meses antes, cuando su finca fue atacada por un grupo de agentes disfrazados de magnates del petróleo rusos.

—El grupo estaba a las órdenes del coronel Boris Karpov —informó Essai.

Curioso, pensó Moira. Pero entonces comprendió lo pequeño y aislado que era este mundo. Había oído a Bourne hablar del coronel; eran amigos, todo lo amigos que podían ser dos personas así.

—Entonces el portátil lo tiene Karpov.

—Por desgracia no —repuso el marroquí—. El portátil desapareció de la finca de Moreno; lo cogió uno de sus propios hombres antes del ataque.

—Uno de sus hombres que obviamente trabajaba para… para quién, ¿un rival?

—Es posible —dijo Essai—. No lo sé.

—¿Cómo se llama el ladrón?

—Nombre, foto, todo. —Giró la pantalla del portátil hacia ella y le mostró la imagen—. Pero es un callejón sin salida, sin vuelta de hoja. Su cadáver apareció una semana después del ataque.

—¿Dónde? —preguntó Moira.

—En las afueras de Amatitán. —Essai puso en marcha Google Earth y escribió una serie de coordenadas. El globo terráqueo dio vueltas hasta que apareció en pantalla la costa noroeste de México. Señaló Amatitán; estaba en Jalisco, en el corazón del país del tequila—. Exactamente ahí. Resultó que era la residencia de la hermana de Moreno, Berengaria, aunque ahora que está casada con el magnate del tequila Narciso Skydel, se llama Bárbara Skydel.

—Creo recordar un informe de Black River sobre Narciso. Es el primo de Roberto Corellos, el capo de la droga colombiano encarcelado, ¿no es así?

Essai asintió con la cabeza.

—Narciso lleva tiempo intentando distanciarse de su infame primo. Hace diez años que no pisa Colombia. Hace cinco, como al parecer le costaba olvidar la reputación de la familia, se cambió el apellido y compró acciones de la mayor destilería de tequila de México. Ahora le pertenece por completo y durante los dos últimos años ha estado ampliando su radio de acción.

—Casarse con Berengaria no lo ayudaría mucho —señaló Moira.

—No lo sé. Ha demostrado ser una empresaria muy astuta. La mayor parte de la gente opina que ella está detrás de la ampliación de la compañía. Yo creo que está más dispuesta a correr riesgos que él, y hasta ahora ella no ha dado ningún paso en falso.

—¿Cómo se llevaba con su hermano Gustavo?

—Según todos los informes, los dos hermanos estaban muy unidos. Los lazos se estrecharon después de la muerte de su madre.

—¿Cree que estaba metida en las operaciones de él?

Essai cruzó los brazos sobre el pecho.

—Es difícil saberlo. Si tenía algo que ver, desde luego no hay ninguna prueba, no hay nada que la vincule con el tráfico de drogas de Gustavo.

—Pero ha dicho que era una empresaria muy astuta.

Essai frunció el entrecejo.

—¿Cree que tenía un topo dentro del negocio de su propio hermano?

Moira se encogió de hombros.

—¿Quién sabe?

—Ninguno de los dos sería tan estúpido.

Ella asintió con la cabeza.

—Estoy de acuerdo, aunque si alguien quiere hacernos creer que uno de ellos hizo matar al topo, parece que sería de utilidad hablar con ambos. Pero primero quiero hacer una visita a Roberto Corellos.

Essai esbozó la siniestra sonrisa que producía escalofríos en el alma de Moira.

—Creo, señora Trevor, que ya ha comenzado a ganarse el sueldo.

Bourne y Chrissie volvían en coche a Londres bajo una aparatosa tormenta que había llegado sin avisar, cuando sonó el móvil de Bourne.

—Señor Stone.

—Hola, profesor.

—Tengo noticias —informó Giles—. He recibido un correo electrónico de mi compañero de ajedrez. Parece ser que ha resuelto el enigma de la tercera palabra.

—¿Cuál es?

Dominion.

Dominion —repitió Bourne—. Así que las tres palabras grabadas en la parte interior del anillo son: Severus Domna dominion. ¿Qué significa eso?

—Bueno, podría ser un conjuro —aventuró Giles— o un epíteto, o una advertencia. Incluso, echándole mucha imaginación, instrucciones para convertir el plomo en oro. Sin más información, me temo que no hay forma de saberlo.

La carretera estaba mojada por la lluvia y los limpiaparabrisas se movían de un lado a otro trazando el arco de rigor. Bourne miró por el espejo retrovisor, como hacía automáticamente cada treinta segundos más o menos.

—Mi amigo me ha contado una leyenda muy interesante sobre el ugarítico, aunque no sé qué importancia podrá tener. Para él y sus colegas, el meollo del interés radica en que hay documentos, bueno, más bien fragmentos, que aseguran que proceden de la corte del rey Salomón. Parece que los astrólogos de Salomón hablaban ugarítico entre sí, y que creían en su poder alquímico.

Bourne se echó a reír.

—Con tantas leyendas sobre el oro del rey Salomón, no me extraña que los científicos de aquella época tan antigua creyeran que la alquimia era la clave para transformar el plomo en oro.

—Francamente, señor Stone, yo le dije lo mismo.

—Gracias, profesor. Ha sido de gran ayuda.

—Ya sabe dónde encontrarme si necesita algo más. Un amigo de Christina es amigo mío.

Cuando Bourne se guardó el móvil, vio que un camión negro y oro que había entrado en su carril a tres vehículos de distancia se encontraba ahora detrás de ellos.

—Chrissie, me gustaría que salieras de la autopista —aconsejó con calma—. Cuando lo hagas, detente.

—¿Te encuentras bien?

Bourne no dijo nada, pero no dejó de mirar el retrovisor. Alargó la mano para impedir que ella accionara el intermitente.

—No lo hagas.

Chrissie dilató los ojos y ahogó una exclamación.

—¿Qué está pasando?

—Haz lo que te digo y todo irá bien.

—No es muy tranquilizador. —Pasó al carril de la izquierda cuando entre la lluvia se hizo visible la indicación de la siguiente salida—. Adam, me estás asustando.

—No era mi intención.

La muchacha enfiló la salida, que se curvó de inmediato a la izquierda, y miró por encima del hombro.

—Entonces, ¿cuál es tu intención?

—Conducir —dijo—. Apártate.

La joven salió del Range Rover, se cubrió la cabeza, que llevaba encogida entre los hombros, dio la vuelta al coche y subió al asiento del copiloto. Aún no había cerrado la portezuela cuando Bourne vio que el camión tomaba la curva de la misma salida. Inmediatamente cambió de velocidad y arrancó.

El camión se encontraba ya detrás de ellos como si estuviera enganchado al coche por una cadena de remolque. Bourne aumentó la velocidad, pasó un semáforo en rojo y volvió a entrar en la autopista. El tráfico era moderado y pudo cambiar de un carril a otro. Estaba pensando que un camión no era un vehículo práctico para seguirlos y de súbito apareció a su lado un BMW gris.

Cuando vio que bajaban la ventanilla, Bourne gritó a Chrissie que se agachara. La empujó y se inclinó sobre el volante en el momento en que los disparos destrozaron su ventanilla, arrojándole una lluvia de cristales y ráfagas de agua. En aquel momento vio que el camión negro y oro se situaba tras ellos a toda velocidad. Querían encajonarlos.

Ambos vehículos adelantaban y deceleraban, rozándose peligrosamente. Bourne se arriesgó a mirar por el retrovisor. El camión negro y oro estaba justo detrás.

—Sujétate —ordenó a Chrissie, que estaba tan inclinada como se lo permitía el asiento y con los brazos en la cabeza.

Bourne dio un volantazo y pisó a fondo el freno. Durante una fracción de segundo, el Range Rover derrapó sobre el asfalto mojado hasta que se estabilizó. Cuando la esquina exterior del parachoques trasero golpeó el camión, el Range Rover viró bruscamente, para que, como había calculado Bourne, la otra esquina del mismo parachoques diera contra el BMW con una fuerza tremenda, como si hubiera sido disparado por un cañón. Impulsado por el choque, el BMW viró hacia la derecha y, fuera de control, se estrelló contra el guardarraíl con tal fuerza que el lado del conductor se arrugó como un acordeón. Hubo una lluvia de chispas y chirridos de metal cuando el BMW rebotó en el guardarraíl y giró sobre su eje y salió proyectado hacia el Range Rover. El estadounidense dio un volantazo a la derecha, cortando el paso a un Mini amarillo. Hubo una reacción en cadena con más chirridos de neumáticos, estridencias de claxon y guardabarros abollados y aplastados. Bourne aceleró colándose por el hueco, cambió de carril y, como había despejado el tráfico, cruzó hasta el carril rápido.

—Dios mío —susurraba Chrissie—. Dios mío.

El motor del Range Rover aún respondía bien. Bourne ya no volvió a ver por el retrovisor el BMW destrozado ni el camión negro y oro.

Después de un choque o un accidente, incluso tras un atisbo de colisión, todo queda en calma, o tal vez sea que el oído humano, traumatizado como el resto del organismo, queda temporalmente insensible. En cualquier caso, en el interior del coche se impuso un silencio sepulcral mientras Bourne abandonaba la autopista, salía del acceso y recorría las calles flanqueadas por mayoristas y almacenes, calles en las que nadie gritaba de miedo ni sonaban cláxones airados ni se oía el chirrido de los frenos, donde aún reinaba el orden, y el caos de la autopista parecía pertenecer a otro universo. No se detuvo hasta que encontró una manzana desierta. Se acercó a la acera.

Chrissie guardaba silencio, con la cara pálida como una muerta. Las manos le temblaban en el regazo. Estaba a punto de llorar de terror y de alivio a la vez.

—¿Quién eres? —preguntó al cabo de un rato— ¿Por qué intentan matarte?

—Quieren el anillo —respondió él con sencillez. Después de todo lo que había pasado, la joven se merecía como mínimo una parte de la verdad—. Todavía no sé por qué, estoy tratando de descubrirlo.

Chrissie se volvió hacia él. Hasta sus ojos habían palidecido, o quizá fuera un efecto de la luz, aunque él no creía que fuera esto último.

—¿Tenía Trace algo que ver con el anillo?

—Quizá, no lo sé. —Puso en marcha el coche y siguió conduciendo—. Pero sus amigos sí.

La joven sacudió la cabeza.

—Todo esto va demasiado rápido para mí. Está todo patas arriba, creo que me he desorientado.

Se pasó las manos por el cabello y entonces se dio cuenta de algo extraño.

—¿Por qué volvemos a Oxford?

Bourne la miró de reojo mientras enfilaba el acceso a la autopista.

—Como a ti, tampoco a mí me gusta que me disparen.

—Tengo que ver más de cerca el BMW y al amigo que iba dentro. —Al ver la expresión aterrorizada de la joven, añadió—: No te preocupes. Me apearé cuando lleguemos al lugar del accidente. ¿Puedes conducir?

—Desde luego.

Bourne dobló a la izquierda y entró en la autopista, en dirección a Oxford. El chaparrón había pasado y sólo seguía cayendo una ligera llovizna. Aminoró la velocidad de los limpiaparabrisas.

—Siento los daños.

Chrissie se estremeció y le sonrió con tristeza.

—No se pudo evitar, ¿verdad?

—¿Cuándo volverá Scarlett de casa de tus padres?

—La semana que viene, aunque puedo recogerla en cualquier momento —repuso la joven.

—Bien —dijo Bourne, asintiendo con la cabeza—. No quiero que vayas a tu casa de Oxford. ¿Puedes quedarte en algún otro sitio?

—Volveré al piso de Tracy.

—No es recomendable. Esa gente ha debido de localizarme allí.

—¿Y la casa de mis, padres?

—Tampoco es segura, pero quiero que recojas a Scarlett y vayas a alguna otra parte, a algún lugar donde no hayas estado antes.

—¿No creerás…?

Deliberadamente, Bourne sacó la Glock que había encontrado en el piso de Perlis y la puso en la guantera.

—¿Qué haces?

—Nos han estado siguiendo, posiblemente desde el piso de Tracy. No tiene sentido arriesgarse a que esos tipos sepan de la existencia de Scarlett… ni dónde viven tus padres.

—Pero ¿quiénes son? —Como Bourne negara con la cabeza, la joven añadió con voz afilada, como si las palabras estuvieran hechas de cristal—: Esto es una pesadilla, Adam. ¿En qué estaba metida Tracy?

—Ojalá pudiera responderte.

El tráfico del otro lado de la autopista estaba detenido, lo que indicaba que se encontraban cerca del lugar del accidente. Delante de ellos, en los carriles de su lado, los vehículos avanzaban a paso de tortuga, lo que facilitaría su salida del coche y que Chrissie se pusiera al volante.

—¿Y tú? —preguntó la muchacha cuando él puso el Range Rover en punto muerto.

—No te preocupes por mí —respondió—. Volveré a Londres. —La expresión preocupada de la mujer revelaba que no le creía. Bourne le dio su número de móvil, pero al verla sacar un bolígrafo del bolso, añadió—: Memorízalo, no quiero que lo escribas.

Bajaron del Range Rover y ella se puso al volante.

—Adam —dijo, cogiéndole el brazo—. Por el amor de Dios, cuídate mucho.

Él sonrió.

—Estaré bien.

Chrissie se resistía a soltarlo.

—¿Por qué haces esto?

Bourne recordó a Tracy muriendo en sus brazos. Llevaba sangre de la muchacha en las manos.

Introdujo la cabeza por la ventanilla y dijo:

—Tengo una deuda con tu hermana que nunca podré saldar.

Bourne saltó la mediana y pasó al otro lado de la autopista, resbaladiza a causa de la lluvia. Mientras se aproximaba al lugar del accidente, su mente volaba, asimilando los aullidos de las ambulancias y los coches de policía. El personal de toda la zona circundante había hecho acto de presencia, lo que era una suerte para lo que tenía pensado hacer. El lugar del accidente aún no había sido acordonado. Vio un cuerpo caído en el suelo, cubierto con una lona. Una brigada de personal forense se arremolinaba alrededor del cadáver, tomando notas o fotografías digitales, señalando indicios forenses con conos de plástico numerados y conferenciando entre ellos. Cada prueba —gotas de sangre, trozos del cristal del intermitente, jirones de tela, una ventanilla del coche hecha añicos, una mancha de aceite— era fotografiada desde varios ángulos.

Bourne se acercó al lateral de uno de los coches de policía y se introdujo en la cabina, buscando en la guantera algún tipo de identificación. Al no encontrar nada, buscó en los parasoles. Uno tenía una goma alrededor. La quitó y encontró varias tarjetas, una de ellas una identificación caducada. Siempre le sorprendía que la gente se encariñara tanto con su propia historia que no quisiera separarse de ninguna evidencia tangible de la misma. Oyó que alguien se acercaba, cogió un par de guantes de látex y salió por el otro lado. Se puso la identificación en la solapa y anduvo con aire resuelto en dirección del personal que intentaba poner orden en el desastre producido sobre el asfalto húmedo de la autopista.

Miró el BMW con los ojos entornados para enfocarlo mejor; el guardarraíl lo había atravesado como un arpón, destrozándolo completamente. Bourne vio la parte del parachoques contra la que había estrellado el coche de Chrissie. Se agachó y frotó con fuerza los restos de pintura del vehículo de la joven, para borrarlos. Acababa de memorizar el número de la matrícula cuando un inspector de la policía local se puso a su lado.

—¿Qué le parece? —Era un hombre pálido con los dientes cariados y un aliento que no desentonaba. Por lo visto, lo habían alimentado de pequeño con cerveza tibia, salchichas, puré de patatas y melaza.

—Debía de ir a una velocidad extraordinaria para causar este estropicio —comentó Bourne con voz ronca y su mejor acento del sur de Londres.

—¿Resfriado o alergia? —preguntó el inspector local—. En cualquier caso, debería cuidarse con este maldito clima.

—Tengo que ver a las víctimas.

—Muy bien. —El inspector se enderezó con un crujido de huesos. Tenía el dorso de las manos agrietado y enrojecido, resultado de un largo y duro invierno encerrado en un despacho con mala calefacción—. Por aquí.

Lo condujo entre los grupos de gente hasta el lugar donde estaba el cadáver. Levantó la lona para que Bourne echara un vistazo. El cuerpo tenía varias fracturas. Le sorprendió ver que el hombre no fuera más joven. Tenía entre cuarenta y cincuenta años, calculó, muy inusual para ser un sicario.

El inspector apoyó las muñecas en sus huesudas rodillas.

—Sin identificación, va a ser complicado avisar a su viuda.

El cadáver llevaba una especie de anillo de boda en el dedo corazón de la mano izquierda. A Bourne le pareció interesante, pero obviamente no pensaba darle al inspector ni su opinión ni ninguna otra cosa. Tenía que mirar la parte interior del anillo.

—Vamos a ver —murmuró el estadounidense.

El inspector lanzó una carcajada.

Bourne le quitó el anillo al muerto. Era mucho más antiguo que el que tenía él. Lo levantó para mirarlo a la luz. Estaba rayado y desgastado, corroído por el tiempo. Cien años o más habían pasado para que el oro estuviera en ese estado. Lo palpó. Estaba grabado por la parte interior. Pudo distinguir el persa antiguo y el latín. Miró más de cerca, girando el anillo entre los dedos. Sólo había dos palabras legibles, Severus Domna. La tercera, Dominion, se había perdido.

—¿Ha encontrado algo?

Bourne negó con la cabeza.

—Pensé que quizá llevara algo grabado: «Para Bertie de Matilda» o algo por el estilo.

—Otro callejón sin salida —dijo el inspector con resignación—. Por los clavos de Cristo, las rodillas me están matando. —Se enderezó con un gruñido.

Bourne sabía ya lo que era Severus Domna: un grupo o una sociedad. Se llamara como se llamase, una cosa estaba clara: se habían esforzado mucho por mantenerse escondidos del resto del mundo. Y ahora, por alguna razón, habían salido a la superficie y puesto en peligro su secreto, todo por el anillo grabado con su nombre y la palabra Dominion.