LIBRO CUARTO
28
—Pareces sorprendido —dijo Tanirt.
Bourne estaba sorprendido. Esperaba ver una mujer de la edad de don Femando, a lo sumo con diez años menos. Era difícil decirlo con precisión, pero Tanirt no parecía haber cumplido los cuarenta años. Claro que debía de ser una ilusión. Si Ottavio era su hijo, tenía que tener al menos cincuenta.
—He venido a Marruecos sin expectativas —confesó el hombre.
—Embustero. —Tanirt tenía la piel morena y el pelo también, además de una figura voluptuosa que no había perdido su lozana madurez. Se movía como si fuera una princesa o una reina, y sus grandes y transparentes ojos parecían captarlo todo a la primera.
Le observó unos momentos.
—Te veo. Tu nombre no es Adam Stone —afirmó con absoluto convencimiento.
—¿Eso importa?
—La verdad es lo único que importa.
—Me llamo Bourne.
—No el nombre con el que naciste, sino el que utilizas ahora. —Asintió con la cabeza, como satisfecha—. Por favor, dame la mano, Bourne.
La había llamado nada más aterrizar en Marraquech. Como don Femando había prometido, la mujer lo estaba esperando. Le había dado la dirección donde podía encontrarla: una tienda de caramelos situada en el centro de un mercado, al sur de la ciudad. Bourne encontró el mercado sin problemas, aparcó y siguió a pie por el laberinto de callejones flanqueados por puestos y tiendas que vendían de todo, desde objetos de cuero repujado hasta comida para camellos. La tienda de caramelos era propiedad de un marchito bereber que pareció reconocer a Bourne al verlo. Sonriendo, le indicó por señas que entrara en el establecimiento, que olía a caramelo y a semillas de sésamo tostadas. La tienda era oscura y estaba llena de sombras. A pesar de todo, Tanirt estaba iluminada, como si tuviera luz en su interior.
Bourne le alargó la mano, con la palma hacia arriba. La mujer la cogió y levantó los ojos para mirarlo. Llevaba ropas sencillas, ceñidas con un cinturón. No se le veía el menor atisbo de carne y sin embargo parecía proyectar con fuerza absoluta su sensualidad latente.
Le sujetaba la mano con ternura, recorriendo con el índice las líneas de su palma y sus dedos.
—Eres Capricornio, nacido el último día del año.
—Sí. —Era imposible que la mujer pudiera conocer ese dato, pero lo sabía. Bourne notó un cosquilleo en los pies, que fue filtrándose por todo su cuerpo, calentándolo, arrastrándolo hacia ella como si se hubiera establecido un nexo de energía entre ellos. Ligeramente turbado, pensó en salir de la tienda, pero no lo hizo.
—Has… —La mujer calló bruscamente y puso la mano sobre la de él, como si tratara de bloquear lo que acababa de ver.
—¿Qué sucede? —preguntó Bourne.
Ella levantó la cabeza y, en aquel preciso momento, él pensó que podía ahogarse en aquellos ojos. No le había soltado la mano. Antes bien, la apretaba con fuerza entre las suyas. Tanirt poseía un magnetismo que era a un tiempo excitante y muy inquietante. Bourne sintió dentro de sí fuerzas que tiraban hacia un lado y hacia otro, en feroz oposición.
—¿De veras quieres que te lo diga? —Tenía voz de contralto con experiencia, profunda, rica y sonora. Incluso hablando muy bajo parecía penetrar en todos los rincones de la tienda de caramelos.
—Usted empezó esto —le recordó Bourne.
La mujer sonrió, pero no había alegría en la sonrisa.
—Ven conmigo.
La siguió a la parte posterior de la tienda y cruzaron una puerta estrecha. De nuevo en el corazón del laberíntico mercado, se quedó mirando el asombroso despliegue de objetos y servicios: gallinas vivas y murciélagos de alas aterciopeladas en jaulas, cacatúas en diminutos columpios de bambú, grandes peces en recipientes de agua salada, un cordero muerto, todo piel y sangre, colgado de un gancho. Una gallina marrón pasó contoneándose, cacareando como si la estuvieran estrangulando.
—Aquí verás muchas cosas, muchas criaturas, pero en lo que se refiere a gente, sólo verás imazighen, sólo bereberes. —Tanirt señaló hacia el sur, hacia el Alto Atlas—. Tineghir está en medio de un oasis de treinta kilómetros, a una altitud de mil quinientos metros, y es una vaguada en forma de cuña relativamente estrecha que discurre entre el Alto Atlas, al norte, y el Anti-Atlas, al sur.
»Es una tierra homogénea. Al igual que la zona que lo rodea, la ciudad está habitada por imazighen. Los romanos nos llamaban manees, los griegos, libios. Nos llamen como nos llamen, somos bereberes, naturales de muchas partes del norte de África y del valle del Nilo. Apuleyo, el antiguo autor romano, era bereber, igual que Agustín de Hipona. Y también lo era, por supuesto, Septimio Severo, emperador de Roma. Y también fue bereber Abderramán I, que conquistó el sur de España y fundó el Califato Omeya de Córdoba, en el corazón de lo que él llamaba al-Ándalus, la moderna Andalucía.
Se volvió hacia Bourne.
—Te explico todo esto —prosiguió— para que entiendas mejor lo que está por suceder. Éste es un lugar con historia, conquistas, grandes hazañas y grandes hombres. También es un lugar con grandes energías, un punto energético, si quieres. Es un foco.
Tanirt le cogió la mano de nuevo.
—Bourne, eres un enigma —dijo con suavidad—. Tu línea de la vida es muy larga…, inusualmente larga. Y sin embargo…
—¿Qué?
—Y sin embargo vas a morir aquí hoy, o quizá mañana, pero sin la menor duda esta misma semana.
Todo Marraquech parecía un zoco y todos los marroquíes vendedores de una cosa u otra. Todo parecía comprarse y venderse en los puestos y mercados que flanqueaban las bulliciosas calles y bulevares.
Arkadin y Soraya eran objeto de observación desde su llegada, cosa que el hombre esperaba ya, pero nadie se acercó a ellos ni fueron seguidos cuando se trasladaron del aeropuerto a la ciudad. Lo cual no le hizo sentirse seguro. Más bien al contrario, lo ponía nervioso. Si los agentes de Severus Domna del aeropuerto no los habían seguido, era porque no lo necesitaban. Así llegó a la conclusión de que la ciudad, probablemente toda la región de Uarzazate, estaba llena de agentes.
Soraya confirmó esta opinión cuando Arkadin se la expuso.
—No tiene sentido que estés aquí —le dijo en el taxi, que olía a lentejas estofadas, cebolla frita e incienso—. Es una trampa y se nota, ¿por qué quieres meterte en la boca del lobo?
—Porque puedo. —Iba sentado con el maletín en las rodillas. Dentro llevaba el ordenador portátil.
—No te creo.
—Me importa una mierda lo que tú creas.
—Otra mentira, porque si no te importara, yo no estaría aquí contigo.
Arkadin la miró cabeceando.
—En diez minutos podría hacerte gritar, podría hacer que olvidaras a todos tus amantes anteriores.
—No sabes la ilusión que me hace.
—Eres la Madre Teresa, no Mata Hari —dijo Arkadin con una buena dosis de asco, como si la castidad de Soraya le hubiera hecho perder el respeto por ella, o al menos le hubiera restado valor.
—Crees que me importa lo que un despreciable asesino como tú piense de mí.
No fue una pregunta.
Siguieron dando botes en el asiento trasero durante un tiempo. Luego, continuando la conversación anterior, Arkadin le aclaró:
—Estás aquí como póliza de seguros. Bourne y tú tenéis una conexión. Cuando llegue el momento, pienso aprovecharme de eso todo lo que pueda.
Soraya, furiosa, guardó silencio durante el resto del trayecto.
Ya en Marraquech, Arkadin la condujo por una maraña de calles tortuosas donde los marroquíes la miraban relamiéndose los labios, como si trataran de calcular la ternura de su carne. Los desquiciados alaridos de la selva los rodeaban por los cuatro costados. Al final, entraron en una tienda abarrotada que olía a aceite de motor. Un hombre bajo, calvo y con cara de topo saludó a Arkadin con los serviles modales de un empresario de pompas fúnebres, frotándose las manos y haciendo continuas reverencias. Al fondo de la tienda había una pequeña alfombra persa. El hombre la levantó y tiró de una gruesa argolla de metal, abriendo una trampilla. Encendió una pequeña linterna eléctrica y el hombre topo bajó por una escalera metálica de caracol. Una vez abajo, pulsó un interruptor y se encendieron varios tubos fluorescentes en un techo tan bajo que se vieron obligados a encorvarse para caminar como los cangrejos por el pulimentado suelo de madera. A diferencia de la tienda, que estaba llena de polvo y de cajas de cartón, barriles y cajones de madera amontonados de cualquier modo, el sótano estaba inmaculado. A lo largo de las paredes, unos deshumidificadores portátiles zumbaban quedamente junto a una fila de purificadores de aire. Estaba dividido en zonas separadas por cómodas que llegaban a la cintura, cada una con tres cajones, que contenían todas las armas conocidas por el hombre moderno. Todas estaban numeradas y etiquetadas con minuciosidad.
—Bien, como ya conoce mi mercancía —arguyó el hombre topo—, lo dejaré elegir. Lleve arriba lo que quiera comprar y le daré la munición que requiera, y luego haremos cuentas.
Arkadin asintió con la cabeza. Parecía abstraído. Estaba concentrado en los cajones del arsenal, calculando la potencia de tiro de las armas, la facilidad de uso, la rapidez de disparo, la manejabilidad del peso y tamaño de cada una.
Cuando se quedaron solos, sacó de un cajón algo que a Soraya le pareció una linterna con un depósito de pilas en la parte inferior. Arkadin se volvió hacia ella y sacudió la linterna. El depósito de pilas se abrió y se colocó en su sitio. El objeto era un subfusil plegable.
—Nunca había visto nada parecido —comentó Soraya, fascinada a pesar de sí misma.
—Es un prototipo que todavía no está en el mercado. Es un subfusil Magpul. Funciona con los mismos cartuchos de nueve milímetros de la Glock, pero escupe plomo mucho más rápido que una pistola. —Acarició el pequeño y grueso cañón—. Bonito, ¿verdad?
Soraya pensó que sí. Le habría gustado tener uno para ella.
Arkadin debió de adivinar la avidez en su expresión.
—Toma.
Ella lo empuñó y lo examinó con ojo experto, lo desmontó y volvió a montarlo.
—Es de un ingenio que da asco. —Arkadin no parecía tener prisa por recuperar el subfusil plegable. Aunque parecía mirarlo, en realidad veía otra cosa, una escena muy lejana.
En San Petersburgo había acompañado a Tracy a su habitación del hotel. Ella no le había pedido que subiera, pero tampoco protestó cuando él lo hizo. Una vez dentro, ella dejó el bolso y la llave encima de una mesa, cruzó la habitación y entró en el cuarto de baño. Cerró la puerta, pero Arkadin no oyó el clic de ningún pestillo.
El río brillaba a la luz de la luna, negro, espeso y lleno de secretos, como una vieja serpiente, siempre medio dormido. Hacía calor en la habitación, así que se dirigió a la ventana y la abrió. Una ráfaga de viento, espesa como el río y con el mismo olor, penetró en la habitación. Se volvió, miró la cama e imaginó a Tracy allí, con la luna iluminando su desnudez.
Un leve sonido, como un suspiro o un carraspeo, lo obligó a volverse. La puerta del cuarto de baño, sin pestillo que la retuviera, se había entreabierto y otra ráfaga había ampliado la ranura, dejando pasar una delgada franja de luz que se proyectaba en la alfombra. Arkadin se dirigió a la puerta y miró dentro. Vio la espalda de Tracy, o más bien una pequeña parte, pálida y perfecta. Más abajo percibió la curva de sus nalgas y la profunda depresión entre ambas. El latido de placer que sintió en la entrepierna fue tan fuerte que bordeó el dolor. Aquello que sentía por Tracy, aquella mezcla de odio y dependencia, lo debilitaba. Aunque con profundo desprecio de sí mismo, no pudo menos de asir la puerta y tirar de ella.
La puerta, vieja y descascarillada, emitió un crujido y Tracy lo miró por encima del hombro. Su cuerpo apareció ante él en todo su esplendor. Ella lo miró con tal piedad y aborrecimiento que le arrancó de la garganta un gemido animal. Cerró la puerta inmediatamente. Cuando Tracy salió, fue incapaz de mirarla. La oyó cruzar la habitación y cerrar la ventana.
—¿Dónde te educaron? —preguntó.
No fue una pregunta, sino un bofetón en la cara. Arkadin no pudo responder y por eso, y por muchas cosas más, ardía en deseos de matarla, de sentir los cartílagos de su cuello quebrarse bajo la presión de sus dedos, de sentir su sangre caliente en las manos. Y sin embargo estaba atado a ella como ella lo estaba a él. Estaban atrapados en una órbita de odio, sin posibilidad de escapar.
«Pero Tracy escapó —pensaba ahora— hacia la muerte.» La echaba de menos y se odiaba por ello. Era la única mujer que lo había rechazado. Es decir, hasta el momento presente. Cuando volvió a fijarse en Soraya, que estaba plegando el subfusil, sintió un escalofrío premonitorio. Durante un momento imaginó su calavera: Soraya parecía la muerte. Luego todo volvió a la normalidad y pudo respirar de nuevo.
A diferencia de Tracy, la piel de Soraya era de un color dorado. A semejanza de Tracy, se había aparecido ante él cuando se quitó la camiseta que le había prestado para utilizarla como torniquete en el muslo de Moira. Tenía los pechos grandes y los pezones oscuros y erectos. Podía verlos en aquel instante, bajo la camiseta, con tanta claridad cómo si estuviera medio desnuda.
—Es porque no puedes tenerme —adujo Soraya como si le leyera el pensamiento.
—Al contrario, podría poseerte ahora mismo.
—Violarme, querrás decir.
—Sí.
—Si quisieras hacerlo —replicó la mujer, dándole la espalda—, ya lo habrías hecho.
Arkadin se puso tras ella y amenazó:
—No me tientes.
Soraya giró en redondo.
—Tu ira es contra los hombres, no contra las mujeres. —Arkadin la miró sin conmoverse—. Te dedicas a matar hombres y a seducir mujeres —añadió ella—. Pero ¿violarlas? Piensas en violar a una mujer tanto como yo.
La memoria de Arkadin voló a su pueblo natal, Nizhni Tagil, donde durante un tiempo había sido miembro de la banda de Stas Kuzin y se dedicaba a secuestrar chicas en las calles para abastecer el salvaje burdel de Kuzin. Noche tras noche oía los gritos y sollozos de las chicas cuando eran violadas y apaleadas. Al final había matado a Kuzin y a la mitad de su banda.
—La violación es para los animales —repuso con voz pastosa—. Yo no soy un animal.
—Ésa es tu vida: la lucha por ser un hombre y no un animal.
Arkadin desvió la mirada.
—¿Fue Treadstone la que te hizo así?
Él rio brevemente.
—Treadstone fue lo que menos influyó —respondió—. Fue todo lo que ocurrió antes, todo lo que intento olvidar.
—Resulta curioso. Para Bourne es todo lo contrario. Él se esfuerza por recordar.
—Entonces es afortunado —gruñó.
—Es una lástima que seáis enemigos.
—Dios nos hizo enemigos. —Arkadin le quitó el arma—. Un dios llamado Alexander Conklin.
—¿Sabes morir, Bourne? —susurró Tanirt.
«Naciste el día de Siva, el último día del mes, que es tanto el final como el principio. ¿Lo entiendes? Estás destinado a morir y a renacer.» Esto le había dicho Suparwita hacía apenas unos días, en Bali.
—Ya morí una vez —repuso— y volví a nacer.
—Carne, carne, sólo carne —murmuró ella—. Esto es diferente.
Tanirt lo dijo con fuerza, una fuerza que Bourne sintió en cada fibra de su ser. Se inclinó hacia ella. La promesa de sus muslos y sus pechos lo atraía a su órbita.
—No lo entiendo —repuso, sacudiendo la cabeza.
La mujer lo cogió por los brazos, acercándolo a ella.
—Sólo hay una forma de explicarlo. —Se dio la vuelta y lo condujo de nuevo a la tienda de caramelos. Apartó unos bultos aromáticos que había al fondo del establecimiento y dejó al descubierto una escalera de madera con los peldaños cubiertos de polvo y cristales de azúcar de palma. Subieron a la planta superior, que era o había sido hasta hacía poco la vivienda de alguien. La hija de la propietaria, a juzgar por los carteles de películas y estrellas de rock que llenaban las paredes. Había más claridad allí, dado que las ventanas dejaban pasar una luz cegadora. Pero también hacía mucho más calor, como una fiebre. A Tanirt no pareció afectarle.
Se volvió hacia él desde el centro de la estancia.
—Dime, Bourne, ¿en qué crees?
Él no respondió.
—¿En la mano de Dios, la providencia, el destino? ¿En alguna de esas cosas?
—Creo en el libre albedrío —respondió al fin—, en la capacidad de tomar las propias decisiones sin interferencias, ni de organizaciones ni del destino, como quieras llamarlo.
—En otras palabras, crees en el caos, porque el hombre no controla nada en este universo.
—Eso significaría que estoy indefenso. Y no lo estoy.
—Así que ni ley ni caos. —La mujer sonrió—. Tu camino es muy especial, el camino intermedio, que nadie ha recorrido antes.
—Yo no estoy seguro de expresarlo de ese modo.
—Claro que no. No eres filósofo. ¿Cómo lo explicarías tú?
—¿Adónde nos lleva esto? —preguntó Bourne.
—Siempre el soldado, el soldado impaciente —replicó Tanirt—. A la muerte. Nos lleva a la naturaleza de tu muerte.
—La muerte es el final de la vida —razonó Bourne—. ¿Qué más hay que saber sobre su naturaleza?
Tanirt se acercó a una ventana y la abrió.
—Dime, por favor, ¿cuántos enemigos ves?
Bourne se puso a su lado, sintiendo su intenso calor, como si fuera un motor que hubiera estado funcionando a toda potencia durante mucho tiempo. Desde aquel elevado punto de observación alcanzó a ver muchas calles y a muchos viandantes.
—Entre tres y nueve. Es difícil precisarlo —respondió al cabo de unos minutos—. ¿Cuál me matará?
—Ninguno de ellos.
—Entonces será Arkadin.
Tanirt ladeó la cabeza.
—Ese tal Arkadin será el heraldo, pero no será el que te mate.
Él se volvió hacia ella.
—Entonces, ¿quién?
—Bourne, ¿tú sabes quién eres? —Llevaba con ella el tiempo suficiente para saber que no esperaba una respuesta—. Algo te ocurrió —prosiguió Tanirt—. Eras una persona y ahora eres dos.
Le puso la mano sobre el pecho y el corazón del hombre pareció dar un salto o, más exactamente, acelerarse. Ahogó una exclamación.
—Esas dos personas son incompatibles —añadió—, incompatibles en todos los aspectos. Dentro de ti hay una guerra, una guerra que te llevará a la muerte.
—Tanirt…
La mujer apartó la mano de su pecho y Bourne se sintió como si se hubiera hundido en una ciénaga.
—El heraldo, ese tal Arkadin, llegará a Tineghir con la persona que te matará. Es alguien que conoces, quizá muy bien. Es una mujer.
—¿Moira? ¿Se llama Moira?
Tanirt negó con la cabeza.
—Es egipcia.
¡Soraya!
—Eso… eso no es posible.
Ella esbozó su enigmática sonrisa.
—Ésa es la incógnita, Bourne. Una de tus personalidades no puede creerlo. Pero la otra sabe que es posible.
Por primera vez en la vida que recordaba, se sintió indefenso.
—¿Qué puedo hacer?
Tanirt le cogió la mano.
—Lo que hagas a partir de ahora determinará si vives o mueres.