LIBRO SEGUNDO
12
En la absoluta calma de la inacción, el único sonido era el murmullo de los jugadores que perdían dinero. Ottavio dio a Bourne unos auriculares amortiguadores.
—Ahora —susurró.
Bourne se puso los auriculares. Vio en el bolsillo de Ottavio algo que parecía un rodamiento de bolas, que el hombre sujetaba con el índice y el corazón de la mano izquierda. Sólo su superficie rugosa y los auriculares amortiguadores le indicaron lo que podía ser: un arma ultrasónica.
En aquel momento, Ottavio dejó caer el objeto al suelo de mármol resbaladizo. El arma ultrasónica se fue rodando hacia los agentes de Severus Domna que estaban entre ellos y la puerta de paño verde. El aparato se activó nada más caer al suelo, disparando un campo de ondas que percutieron en el oído interno de todos los que se encontraban en la sala, haciéndolos caer al suelo mareados.
Bourne siguió al asesino de Diego entre las mesas, pasando sobre los cuerpos caídos. Donald y los otros dos gorilas estaban en el suelo, junto con los jugadores, pero cuando Ottavio pasó por encima de uno, el gorila alargó la mano y, asiéndolo por la chaqueta, lo tiró de espaldas y luego lo golpeó con fuerza por encima de la oreja derecha. Bourne saltó sobre el caído Ottavio. Cuando el gorila se puso en pie, el estadounidense lo reconoció: era el hombre que vigilaba la sala de juegos electrónicos y llevaba auriculares para no oír la música rockera. No eran como los que llevaban Bourne y Ottavio, pero habían amortiguado las ondas lo suficiente para no perder el sentido de la orientación.
Le propinó un puñetazo en el costado. El gorila gruñó y, al volverse, Bourne vio que empuñaba una Walther P99. Golpeó con el canto de la mano la muñeca del gorila, le quitó la Walther y trató de darle con la culata en la cara, pero el tipo se agachó y esquivó el golpe. Bourne lo empujó contra la pared y el hombre lo golpeó con fuerza en el bíceps derecho, dejándole dormido el brazo. El gorila, tratando de aprovecharse de su ventaja, le lanzó un puñetazo al plexo solar, pero el estadounidense esquivó el golpe, ganando tiempo para recobrar el movimiento del brazo derecho.
Lucharon salvajemente y en silencio, en una sala llena de personas caídas sobre las mesas de juego o tendidas en el suelo como mermelada derramada. La furia muda que desplegaban ambos contrincantes era una mancha en intenso movimiento en una sala inmóvil, dando al despiadado toma y daca del combate una cualidad irreal, como si estuvieran librando una batalla bajo el agua.
La circulación se reactivó en el brazo derecho de Bourne cuando el gorila rompió su defensa y le lanzó un fuerte puñetazo al mismo sitio. Bourne dejó caer el brazo como si fuera de piedra y vio la sonrisa de triunfo en el rostro del gorila. Amagó a la derecha, maniobra que no confundió al gorila, cuya sonrisa se ensanchó. Bourne le endilgó un codazo en la garganta y le rompió el hueso hioides. El gorila emitió un sonido extraño, como un crujido, se desinfló y cayó al suelo.
Ottavio se había puesto ya en pie y se estaba sacudiendo los efectos del golpe recibido en la cabeza. Bourne abrió la puerta y salieron juntos a la sala principal del casino, caminando rápidamente, pero no tanto como para llamar la atención. El campo de ondas no había llegado hasta allí. Todo se desenvolvía a un ritmo normal, nadie sospechaba aún lo que había ocurrido en el Salón Imperio, pero Bourne sabía que era sólo cuestión de tiempo que el jefe de seguridad o uno de los encargados fuera a buscar a Donald o a cualquiera de los otros gorilas.
Caminaba deprisa, pero el hombre de la cicatriz se se estaba quedando atrás.
—Espera —dijo jadeando—. Espera.
Se habían quitado los auriculares amortiguadores y los chirridos, rascaduras y crujidos del enrarecido mundo que los rodeaba los envolvieron como el rugido de una ola gigante.
—No podemos permitirnos el lujo de esperar —urgió Bourne—. Tenemos que salir de aquí antes de que…
Pero ya era demasiado tarde. Un hombre con la espalda erguida y un inconfundible aire de autoridad se dirigía hacia ellos cruzando la sala. Aunque había demasiada gente alrededor para ponerse a repartir golpes, el estadounidense vio que Ottavio se dirigía hacia él.
Bourne se puso en su camino y, con una amplia sonrisa, preguntó:
—¿Es usted el gerente de planta?
—Sí, Andrew Steptoe. —Hizo ademán de mirar por encima del hombro de Bourne, hacia la puerta de paño verde ante la que tendría que haber estado Donald de guardia—. Me temo que ahora mismo estoy, ejem, ocupado. Yo…
—Donald me dijo que hablara con usted. —Asió a Steptoe por el codo e, inclinando la cabeza hacia él, le susurró confidencialmente—: He hecho una de esas superapuestas que sólo se dan de uvas a peras, no sé si me entiende.
—Me temo que no…
Bourne lo apartó de la puerta del Salón Imperio.
—Por supuesto que me entiende, un duelo mano a mano en la mesa de póquer, lo tiene que entender. Es una cuestión de dinero.
Dinero era la palabra mágica. Ahora tenía toda la atención de Steptoe. A espaldas del gerente, vio que el hombre de la cicatriz esbozaba una sonrisa zorruna. Anduvo con Steptoe hacia el cajero, que estaba a la derecha de la sala de máquinas recreativas y estratégicamente cerca de la puerta para que la clientela pudiera comprar fichas al entrar y los ganadores pudieran canjearlas por dinero al irse… si conseguían evitar los demás brillantes señuelos que la profesión lúdica les echaba encima.
—¿Cuánto dinero? —Steptoe no pudo evitar una nota de avaricia en su voz.
—Medio millón —respondió Bourne sin vacilar.
Steptoe no supo si fruncir el hocico o relamérselo.
—Me temo que no lo conozco, señor…
—James, Robert James. —Estaban ya al lado del cajero y cerca de la puerta principal—. Soy socio de Diego Herrera.
—Ah, ya entiendo. —Steptoe frunció los labios—. Aun así, señor James, este establecimiento no lo conoce personalmente. Entenderá que no podamos darle una cantidad tan elevada…
—Oh, no, no quería decir eso. —Bourne fingió sorpresa—. Lo que necesito es su permiso para salir del recinto durante la partida y conseguir la cantidad en cuestión. No quiero perder la apuesta.
El gerente arrugó el entrecejo.
—¿A estas horas de la noche?
Bourne irradiaba confianza.
—Basta con una transferencia bancaria. Sólo tardaré veinte minutos…, treinta a lo sumo.
—Bueno, es sumamente irregular, no sé si lo sabe.
—Medio millón de libras, señor Steptoe, es una elevada cantidad de dinero, como usted mismo ha señalado.
El hombre asintió con la cabeza.
—Desde luego. —Suspiró—. Supongo que en estas circunstancias puedo permitirlo. —Agitó un dedo en la cara de Bourne—. Pero no tarde, señor. No puedo darle más de media hora.
—Entendido. —Estrechó la mano del gerente—. Gracias.
El hombre de la cicatriz y él dieron media vuelta, subieron los peldaños, cruzaron la entrada por las puertas de cristal y salieron a la ventosa noche londinense.
Varias manzanas más allá, al doblar una esquina, Bourne cogió a Ottavio y lo lanzó contra un coche aparcado.
—Ahora dime quién eres y por qué has matado a Diego —exigió.
El hombre de la cicatriz buscó su cuchillo, pero Bourne le sujetó la muñeca.
—Será mejor que te olvides de eso —sugirió—. Respóndeme.
—Yo nunca te haría daño, Jason, lo sabes.
—¿Por qué has matado a Diego?
—Le habían ordenado traerte al club a una hora determinada de esta noche.
Bourne recordó que Diego había mirado su reloj y le había dicho: «Ya es hora de que vayamos a Knightsbridge». Una extraña manera de decirlo, salvo que aquel hombre estuviera diciendo la verdad.
—¿Quién ordenó a Diego que me trajera aquí? —preguntó Bourne, aunque ya lo sabía.
—Los Severus Domna llegaron hasta él, no sé cómo, y le dieron instrucciones precisas sobre cómo traicionarte.
Bourne recordó que Diego picoteaba la comida como si pensara en algo importante. ¿Estaría pensando en su inminente traición? ¿Tenía razón Ottavio?
El hombre de la cicatriz lo miró a la cara.
—¿Es cierto que no me reconoces?
—Ya te dije que no.
—Me llamo Ottavio Moreno. —Esperó una reacción—. Soy el hermano de Gustavo Moreno.
Un ligero temblor identificativo recorrió a Bourne cuando los velos de su amnesia se agitaron y pugnaron por romperse.
—Nos conocimos en Marruecos. —La voz del estadounidense era apenas un susurro.
—Sí. —Una sonrisa iluminó el rostro de Ottavio Moreno—. En Marraquech, viajamos juntos a las montañas del Alto Atlas, ¿no?
—No lo sé.
—¡Santo Dios! —El tipo parecía sorprendido, quizás incluso atónito— ¿Y el portátil? ¿Qué hay del portátil?
—¿Qué portátil?
—¿No te acuerdas del portátil? —Asió a Bourne por los brazos—. Vamos, Jason. Nos conocimos en Marraquech buscando el portátil.
—¿Por qué?
Ottavio Moreno frunció el entrecejo.
—Me dijiste que era una clave.
—¿Una clave de qué?
—De Severus Domna.
En aquel momento oyeron el familiar aullido de las sirenas de policía.
—El lío que hemos dejado en el Salón Imperio —dijo Moreno—. Venga, vámonos.
—Yo no voy a ninguna parte contigo —se negó Bourne.
—Pero tienes que venir, me lo debes —insistió Ottavio Moreno—. Tú mataste a Noah Perlis.
—En otras palabras —resumió el secretario de Defensa Bud Halliday mientras leía el informe que tenía delante—, entre jubilaciones, bajas por enfermedad y peticiones de traslado, que por lo visto se han concedido y además expedido, la cuarta parte de la Agencia del Viejo ya no está aquí.
—Y ha entrado nuestro nuevo personal. —Danziger no se molestó en bajar la voz para que no se le notase la satisfacción que sentía. El ministro apreciaba la confianza tanto como despreciaba la indecisión. El director de la CI recogió el informe y lo dobló cuidadosamente—. Dentro de unos meses, se habrá reemplazado a la tercera parte de la vieja guardia.
—Bien, bien.
Halliday se frotó las grandes manos cuadradas encima de los restos de su espartano almuerzo. El Occidental estaba hasta los topes de políticos, reporteros, publicistas, agentes de bolsa y altos ejecutivos de diversas industrias. Todos le habían presentado sus respetos de un modo u otro, pero siempre con discreción: con una sonrisa ligeramente horrorizada, una breve inclinación de cabeza o, en el caso del anciano e influyente senador Daughtry, un apretón de manos y un rápido «Qué tal estamos». Los senadores de los estados oscilantes acumulaban poder incluso durante los años en que no había elecciones y ambos partidos buscaban ganar favor. Nada del otro jueves, el procedimiento habitual en Washington D. C.
Los dos hombres se quedaron en silencio durante un rato. El restaurante empezó a despejarse cuando los habitantes de los fosos políticos de la capital regresaron a sus puestos de trabajo. Pero su lugar no tardó en ser ocupado por turistas con camisa de rayas y gorras de béisbol que habían comprado en el centro comercial y que ostentaban las iniciales CIA o FBI impresas en la parte delantera. Danziger volvió a su almuerzo, que, como de costumbre, era más sustancioso que el filete sin guarnición de Halliday. En el plato del secretario sólo quedaban ya algunos charcos de sangre salpicados de cuajarones de grasa.
La mente de Halliday vagaba en busca del sueño que no podía recordar. Había leído en algunos artículos que los sueños eran una parte necesaria del descanso, los listos la llamaban fase REM, y sin ella un hombre podía volverse loco con el tiempo. De todos modos, era cierto que no podía recordar ni un solo sueño. Toda su existencia de durmiente era una pared en blanco en la que nunca había ni un maldito garabato.
Se sacudió como un perro mojado por la lluvia. ¿Por qué se preocupaba? Bueno, él lo sabía. El Viejo le había confiado una vez que también sufría de aquella extraña enfermedad. Así la había llamado el Viejo, enfermedad. Era extraño pensar que ambos habían sido amigos, más que amigos si se pensaba bien… ¿Cómo los habían llamado en aquel entonces? Hermanos de sangre. De jóvenes se habían confiado todas sus manías y pequeños hábitos, los secretos que habitaban en los rincones oscuros de sus almas. ¿Cuándo se había estropeado todo? ¿Cómo se habían convertido en enemigos encarnizados? Quizás hubiera sido por la creciente divergencia de sus opiniones políticas, pero los amigos a menudo tienen desacuerdos. No, su distanciamiento tenía que ver con una sensación de traición, y en hombres como ellos, la lealtad era la única y definitiva prueba de amistad.
La verdad era que ambos habían traicionado lo que habían construido de jóvenes, cuando su idealismo había desaparecido en el crisol de la capital de la nación, donde habían optado por permanecer condenados a cadena perpetua. El Viejo había sido un acólito de John Foster Dulles, mientras que él se había unido a Richard Helms, hombres con historial, metodologías y, lo más importante, ideologías totalmente diferentes. Y como estaban en la profesión de las ideologías y esa profesión era su vida, no les quedó más remedio que enfrentarse, tratar de demostrar por todos los medios posibles que el otro se equivocaba, tratar de derribarlo y destruirlo.
El Viejo lo había derrotado en cada encuentro desde hacía décadas, pero ahora habían cambiado las tornas, el Viejo estaba muerto y él tenía el trofeo en el que había puesto la vista durante tanto tiempo: el control de la Agencia.
Danziger se aclaró la garganta y despertó a Halliday de sus recuerdos.
—¿Hay algo que no hayamos previsto?
El secretario de Defensa lo miró como un niño que estudiara una hormiga o un escarabajo, con la curiosidad reservada para esas especies tan inferiores que parecen inconcebiblemente lejanas. Danziger estaba lejos de ser un estúpido, motivo por el que Halliday lo había escogido para que hiciera de caballo, para adelantarlo y hacerlo retroceder por el tablero de ajedrez que eran los servicios secretos norteamericanos. Pero aparte de su utilidad en el tablero, veía a Danziger como totalmente prescindible. Halliday se había replegado en el momento mismo en que había intuido la traición del Viejo. Tenía mujer y dos hijos, es verdad, pero apenas pensaba en ellos. Su hijo era poeta… ¡joder, tenía que ser poeta! Y su hija, bueno, cuanto menos hablara de ella y de su novia, mucho mejor. En cuanto a su mujer, también ella lo había traicionado con dos decepciones. En aquellos momentos, exceptuando las reuniones formales donde el estricto código de valores familiares de Washington exigía que ella fuera de su brazo, vivían cada uno a su aire. Hacía años que no dormían en la misma habitación y más tiempo aún que no compartían la cama. A veces se encontraban en el desayuno, una tortura menor de la que escapaba tan rápido como podía.
Danziger se inclinó con aire confidencial sobre la mesa.
—Si hay algo en lo que pueda ayudarlo, sólo tiene que…
—Creo que me confunde con un amigo suyo —replicó Halliday—. El día que le pida a usted ayuda será el día que me ponga una pistola en la boca y apriete el gatillo.
Se levantó de la mesa y salió sin mirar atrás, dejando que Danziger pagara la cuenta.
Solo en aquellos instantes, mientras Boris Karpov dormía en el convento, Arkadin se sirvió un mezcal y salió con la bebida a la tórrida noche de Sonora. El amanecer no tardaría en abrirse camino entre las estrellas, extinguiendo su luz en el proceso. Los pájaros ya habían despertado y abandonado los nidos para recorrer volando la orilla del mar.
Arkadin, aspirando profundamente la sal y el fósforo, marcó un número en su móvil. Oyó varios timbrazos. Sabía que no habría contestador automático y estaba a punto de colgar cuando una voz ronca sonó en su oído.
—Por el infame nombre de san Esteban, ¿quién es?
Arkadin se echó a reír.
—Soy yo, Ivan.
—Vaya, hola, Leonid Danilovich —dijo Ivan Volkin.
Volkin había sido en su día el hombre más poderoso de la grupperovka. Sin afiliarse a ninguna familia, había hecho de negociador durante muchos años tanto entre familias como entre los jefes de ciertas familias y los empresarios y políticos más corruptos. En suma, era un hombre al que prácticamente todos los poderosos debían algún favor. Y aunque hacía tiempo que se había retirado, había echado por tierra las convenciones haciéndose aún más poderoso con la edad. También sentía un gran cariño por Arkadin, cuyo extraño ascenso en el hampa había observado desde el día en que Maslov lo había sacado de su pueblo natal de Nizhni Tagil e instalado en Moscú.
—Creí que sería el presidente —rezongó Ivan Volkin—. Ya le dije que no podía ayudarlo esta vez.
La idea de que el presidente de la Federación Rusa pudiera llamar a Ivan Volkin para pedirle un favor hizo que Arkadin riera con más ganas.
—Lo siento por él —dijo.
—He hecho algunas averiguaciones sobre tu problema desde que me lo contaste. Está claro que tienes un topo, amigo mío. Conseguí reducir los candidatos a dos, pero eso es todo lo que fui capaz de hacer.
—Es más que suficiente, Ivan Ivanovich. Tienes mi gratitud eterna.
Volkin se rio.
—Ya sabes, amigo mío, que eres la única persona del mundo de la que no quiero nada a cambio.
—Podría darte prácticamente cualquier cosa que quisieras.
—Eso ya lo sé, pero, a decir verdad, es un alivio conocer a alguien que no me debe nada y al que yo tampoco debo nada. No ha cambiado nada entre nosotros, ¿verdad, Leonid Danilovich?
—No, Ivan Ivanovich, no ha cambiado nada.
Volkin dio a Arkadin los nombres de los dos sospechosos.
—Tengo otra información que podría interesarte —añadió—. Es curioso que no haya podido relacionar a ninguno de los dos sospechosos con el FSB o, para el caso, con ningún servicio secreto ruso.
—Entonces, ¿quién dirige al espía de mi organización?
—Tu topo se ha tomado muchas molestias para mantener su identidad en secreto…, lleva gafas oscuras y una sudadera con capucha con la que se cubre la cabeza, así que no se han podido obtener buenas fotos. No obstante, hemos identificado al hombre con el que se reúne, un tal Marlon Etana.
—Extraño nombre. —En la cabeza de Arkadin sonó un timbre, pero no consiguió identificarlo.
—Más extraño es que yo no haya encontrado la menor información sobre Marlon Etana.
—Bueno, seguro que es un alias.
—Eso sería lo lógico, sí —admitió Volkin—. Pero si lo fuera es obvio que habría una leyenda para darle credibilidad. Lo único que he encontrado del tal Marlon Etana es que es miembro fundador del Club Monition, una organización que tiene muchas filiales en todo el mundo, pero cuya sede central parece que está en Washington D. C.
—Un brazo muy secreto de la CI o de alguna de las muchas cabezas de esa hidra que es el Departamento de Defensa norteamericano.
Ivan Volkin lanzó un gemido animal desde lo más profundo de su garganta.
—Cuando lo descubras, Leonid Danilovich, no te olvides de comunicármelo.
—No te olvides de comunicármelo —le había dicho Arkadin a Tracy unos meses antes—. Todas y cada una de las cosas que descubras sobre don Fernando Herrera, hasta la más pequeña e irrelevante información.
—¿Incluye eso la regularidad de sus deposiciones?
Arkadin siguió observándola con un brillo salvaje en los ojos, sin moverse, sin parpadear. Estaban en un café de Campione d’Italia, el pintoresco paraíso fiscal italiano escondido en los Alpes suizos. El diminuto municipio se levantaba en pendiente junto a la cristalina superficie azul de un lago de montaña, salpicado de embarcaciones de todos los tamaños, desde botes de remos hasta yates multimillonarios, con helipuertos y helicópteros y, en los más grandes, las hembras incluidas en el lote.
Durante los cinco minutos anteriores a la llegada de Tracy, Arkadin había estado observando un yate obscenamente grande en el que dos modelos de largas piernas se pavoneaban como si posaran para los paparazis. Tenían la clase de bronceado perfecto que sólo las mujeres mantenidas saben adquirir. Mientras sorbía un café expreso en una tacita perdida en su manaza, pensaba: «Es bueno ser el rey». Entonces vio la espalda peluda de aquel rey en particular y se volvió asqueado. Puedes sacar a un hombre del infierno, pero no el infierno de un hombre. Era la frase clave de Arkadin.
Entonces apareció Tracy y se olvidó del infierno de Nizhni Tagil que lo atormentaba como una pesadilla recurrente. Nizhni Tagil era el lugar donde había nacido y crecido, el lugar donde las ratas le habían devorado tres dedos de los pies, dentro del armario en el que lo había encerrado su madre; el lugar donde había matado y estado a punto de morir tantas veces que había perdido la cuenta. Nizhni Tagil era el lugar donde lo había perdido todo, donde podría decirse que había muerto.
Había pedido para Tracy un café con sambuca, anís de saúco, que era lo que le gustaba. Mientras observaba su hermoso rostro, seguía perdido en sus conflictivos sentimientos. Se sentía atraído por ella, intensamente, pero también la detestaba. Detestaba su erudición, sus vastos conocimientos. Cada vez que ella abría la boca, Arkadin se acordaba de lo poco que había estudiado. Y para colmo, cada vez que estaba con ella, aprendía algo valioso. Con cuánta frecuencia despreciamos a nuestros maestros, que nos tratan con prepotencia por sus conocimientos superiores, que nos arrojan esos conocimientos y su experiencia a la cara. Cada vez que aprendía algo, recordaba lo inexorablemente ligado que estaba a ella, lo mucho que la necesitaba. Por eso la trataba como si sufriera un trastorno bipolar. La amaba, la recompensaba con más y más dinero cada vez que terminaba una misión, y entre una y otra la colmaba de regalos.
Nunca se había acostado con él. Arkadin no había tratado de seducirla por miedo a que en el calor de la pasión su férreo control se debilitara; temía cogerla por el cuello y apretar hasta que le saliera la lengua por la boca y los ojos de las órbitas. Lamentaría su muerte. Durante aquellos años había resultado indispensable. Con todo lo que le había contado Tracy, habría podido chantajear a sus millonarios clientes artísticos, y a los que no extorsionara, los trataría como a hombres de paja para que distribuyeran drogas por todo el mundo, escondidas en las cajas en que transportaban sus preciosas obras de arte.
Ella pasó una rodaja de limón por el borde de su taza.
—¿Qué tiene de especial don Fernando?
—Tómate el café. —Tracy miró la taza, pero no la tocó—. ¿Qué te pasa? —preguntó Arkadin.
—Prescindamos de él, ¿quieres?
El ruso aguardó un momento, en silencio. Luego, inclinándose bruscamente, le atenazó la rodilla por debajo de la mesa y se la apretó con fuerza. Tracy levantó la cabeza y lo miró a los ojos.
—Ya conoces las reglas —dijo Arkadin con aire amenazador—. Tú no cuestionas las misiones, las cumples.
—Ésta no.
—Todas.
—Me gusta ese hombre.
—Todas. T-o-d-a-s.
Tracy lo miró sin pestañear.
Era lo que Arkadin más despreciaba cuando ella se ponía así, aquella máscara enigmática tras la que ocultaba el rostro, consiguiendo que se sintiera como un niño tonto, incapaz de aprender a leer con propiedad.
—¿Has olvidado las pruebas que tengo contra ti? ¿Quieres que vaya a ver a tu cliente y le explique cómo libraste a tu hermano cuando le robó el cuadro para pagar sus deudas? ¿De veras quieres pasar los próximos veinte años de tu vida en la cárcel? Es más horrible de lo que puedas imaginar, créeme.
—Quiero irme —manifestó Tracy con voz ahogada.
Arkadin se echó a reír.
—Joder, eres una hembra estúpida. —«Una vez, sólo por una vez me gustaría hacerte llorar», pensó—. No hay salida. Firmaste un pacto con sangre, metafóricamente hablando.
—Quiero irme.
Le soltó la rodilla y se retrepó en el asiento.
—Además, don Fernando Herrera sólo es un objetivo secundario… al menos de momento.
Tracy se había puesto a temblar, ligeramente, y en su ojo derecho se percibió un tic. Cogió la taza y se tomó el café de un trago. Cuando volvió a dejar la taza, la loza repiqueteó.
—¿A quién buscas?
«Esta vez ha estado cerca, muy cerca», pensó el hombre.
—A alguien especial —respondió él—. Un hombre que se hace llamar Adam Stone. Y esta misión es un poco distinta. —Le enseñó las palmas de las manos—. Adam Stone no es su auténtico nombre, claro.
—¿Cuál es?
La sonrisa del hombre rebosaba de maldad. Volvió la cabeza y pidió otros dos cafés.
El amanecer extendía sus alas sobre Puerto Peñasco cuando el breve recuerdo de Arkadin se perdió en la oscuridad. Una refrescante brisa del mar lo envolvió con el aroma del nuevo día. Había habido mujeres en su vida: Yelena, Marlene, Devra y otras cuyos nombres no recordaba ya, pero ninguna como Tracy. Aquellas tres, Yelena, Marlene y Devra, habían significado algo para él, aunque le resultaba difícil explicar qué era exactamente. Cada una a su manera había cambiado el curso de su vida. Aunque ninguna la había enriquecido. Sólo Tracy, su Tracy. Apretó el puño. Pero no había sido su Tracy, ¿verdad que no? No, no, no. Maldita sea, no.
La lluvia tamborilea sobre el techo de la casa, grandes gotas se deslizan por las ventanas. Se oye el retumbo de un trueno cercano. Las cortinas de encaje se agitan. En plena noche, Chrissie yace totalmente vestida en una de las camas gemelas, frente a la ventana moteada como el huevo de un petirrojo. Scarlett está encogida en la otra cama, dormida, respirando acompasadamente. Chrissie sabía que tenía que estar durmiendo, que necesitaba descansar, pero después del incidente de la autopista los nervios no la dejaban tranquila. Varias horas antes había pensado en tomarse medio lorazepam para calmarse y poder conciliar el sueño, pero la idea de dormirse la ponía aún más nerviosa.
Su ansiedad había aumentado al recoger a Scarlett de casa de sus padres. Su padre, siempre pendiente de su estado de ánimo, había recelado que le sucedía algo en cuanto abrió la puerta, y no parecía muy convencido cuando ella le aseguró que todo iba bien. Aún veía su cara estrecha y alargada, mirándola mientras ella llevaba a Scarlett al Range Rover. Era la misma expresión compungida que había tenido junto al ataúd de Tracy, mientras lo bajaban a la fosa. Cuando se sentó al volante, lanzó un suspiro de alivio por haber tenido la precaución de aparcar el coche de forma que su padre no viera los arañazos de uno de los costados. Se despidió con la mano al alejarse, con actitud alegre. Él aún seguía en el umbral cuando Chrissie tomó la curva y desapareció de su vista.
Ahora, horas más tarde y varios kilómetros más allá, yacía en la cama de la casa de una amiga que siempre estaba en Bruselas por asuntos profesionales. Chrissie le había pedido las llaves al hermano de su amiga. En la oscuridad, escuchaba todos los ligeros crujidos y gemidos, susurros y rumores de una casa que desconocía. El viento daba zarpazos en las ventanas, buscando una grieta para entrar. Se estremeció y se remetió la manta, pero la manta no la abrigaba. Tampoco la calefacción central. Tenía el frío metido en los huesos, causado por los nervios alterados y por el terror que acechaba sus pensamientos.
«Nos han estado siguiendo, posiblemente desde el piso de Tracy —había dicho Adam—. No tiene sentido arriesgarse a que esos tipos sepan de la existencia de Scarlett… ni dónde viven tus padres.»
La idea de que aquella gente que había querido matar a Adam se enterase de la existencia de su hija le producía una sensación nauseabunda en la boca del estómago. Quería sentirse a gusto allí, quería creer que no corría ningún peligro ahora que se había separado de él, pero las dudas seguían haciendo mella en su ánimo. Otro trueno, esta vez más cerca, y luego otra ráfaga de lluvia que azotaba el cristal de la ventana. Se incorporó jadeando. El corazón le latía a toda velocidad y buscó la Glock que Adam le había dado para protegerse. Tenía alguna experiencia en armas, sobre todo en fusiles y escopetas. A pesar de las objeciones de su madre, su padre la había llevado a cazar los domingos de invierno, cuando la escarcha brillaba y el sol era débil e incoloro. Recordaba el vibrante costado de un ciervo y cómo se estremeció cuando su padre disparó y alcanzó el corazón del animal. Recordaba la expresión de los ojos del ciervo cuando su padre le hundió el cuchillo en el estómago. El animal tenía la boca medio abierta, como si hubiera estado a punto de pedir piedad antes de que le disparasen.
Scarlett gimió en sueños y Chrissie se levantó. Inclinándose sobre ella, le acarició el cabello como siempre hacía cuando su hija tenía una pesadilla. ¿Por qué los niños han de tener pesadillas cuando les esperan tantas en la vida adulta? ¿Dónde estaba la infancia despreocupada que ella había tenido? ¿Era un espejismo? ¿Habría tenido también pesadillas, terrores nocturnos y ansiedades? Ahora no podía recordarlo, lo cual era una bendición.
De una cosa sí estaba segura. Tracy se habría reído de ella por tener esos pensamientos.
«La vida no está exenta de preocupaciones —oía decir a su hermana todavía—. ¿Qué te crees? La vida, en el mejor de los casos, es difícil. En el peor, es una pesadilla.»
«¿Qué la habría impulsado a decir aquello? —se preguntó Chrissie— ¿Qué desgracias habían caído sobre ella mientras yo tenía la cabeza sumergida en mis libros de Oxford?». De repente tuvo la sensación de que había fallado a su hermana, de que tendría que haber advertido los signos de su estrés, de su difícil existencia. Pero ¿cómo habría podido ayudarla? Tracy se había perdido en un mundo tan lejano, tan diferente, que Chrissie estaba segura de que no lo habría llegado a comprender. Como tampoco entendía lo que le había ocurrido horas antes. ¿Quién era Adam Stone? No le cabía ninguna duda de que había sido amigo de Tracy, pero ahora sospechaba que había sido algo más, un compatriota, un compañero de trabajo, quizá su jefe. Era algo que él no le había contado, que no le había querido contar. Lo único que sabía con seguridad era que la vida de su hermana había sido un secreto, y lo mismo era la de Adam. Habían formado parte del mismo mundo, un mundo desconocido, y ahora, sin saberlo, ella se había visto arrastrada hacia ese mundo. Volvió a estremecerse y, viendo que Scarlett se había calmado, se echó junto a ella, espalda contra espalda. El calor de su hija caló poco a poco en su interior, las pestañas empezaron a pesarle y se adormiló, hundiéndose lenta e inexorablemente en el delicioso almohadón del sueño.
Un ruido seco la despertó de súbito. Durante un momento se quedó completamente quieta, escuchando la lluvia y el viento. Scarlett respiraba al ritmo de la casa. Siguió escuchando en espera de otro ruido. ¿Lo había soñado o no estaba durmiendo en aquel instante? Después de un rato que se le antojó una eternidad, se levantó de la cama de su hija e introdujo la mano debajo de la almohada para empuñar la Glock. Acercándose silenciosamente a la puerta medio abierta del dormitorio, miró bajo la pálida luz de la lámpara que había dejado encendida en la habitación de enfrente para que Scarlett y ella pudieran encontrar el cuarto de baño sin golpearse las espinillas.
Salió al pasillo con el oído alerta. Se dio cuenta de que el sudor le corría por la parte interior de los brazos. El aliento le quemaba la garganta. Cada segundo que pasaba aumentaba su ansiedad, pero también la esperanza de que hubiera soñado el ruido. Deslizándose por el pasillo con los pies descalzos, escrutó el salón a oscuras desde lo alto de la escalera. Se quedó allí hasta convencerse de que había estado soñando. Entonces volvió a oírlo.
Empezó a bajar la escalera, adelantando con mucha lentitud un pie y luego el otro, pasando poco a poco de la semioscuridad a la oscuridad total. Tenía que bajar toda la escalera para poder accionar el interruptor que encendía las luces del salón. La escalera parecía infinitamente larga, y más empinada y peligrosa en la oscuridad. Pensó en retroceder para buscar una linterna, pero tenía la sensación de que perdería el valor si se daba la vuelta. Siguió descendiendo, peldaño tras peldaño. Eran de madera, relucientes a fuerza de pulimento, sin alfombra que los cubriera. En cierto momento resbaló y casi perdió el equilibrio. Buscó la barandilla y se sujetó mientras el pulso se le aceleraba más.
«Cálmate —se dijo—. Calma esos nervios de una vez, Chrissie. No hay nadie ahí.»
Volvió a oír el ruido, esta vez más fuerte porque estaba más cerca. Entonces estuvo segura. Había alguien dentro de la casa.
Inmediatamente después de la puesta de sol, el mismo día que Karpov emprendía su largo viaje de regreso a Moscú, Arkadin y Heraldo estaban en la lancha motora. Arkadin condujo la estrecha embarcación más allá de los atracaderos sin encender las luces, lo cual era ilegal, pero inevitable para ellos. Además, como había aprendido enseguida, la frontera entre lo legal y lo ilegal se movía en México más que un frente en la guerra. Por no mencionar el hecho de que lo ilegal y lo obligatorio a menudo estaban en desacuerdo.
El potente sistema GPS de la motora estaba bien protegido, para que no se filtrara ninguna luz en el terciopelo azul del anochecer. Las estrellas habían aparecido en el cielo oriental, deseosas de lucir su esplendor.
—¿Tiempo? —preguntó Arkadin.
—Ocho minutos —respondió Heraldo consultando su reloj.
Varió el rumbo un par de grados. Aunque ya habían pasado el radio de las patrullas policiales, no encendió ninguna luz. La pantalla del GPS le decía todo lo que necesitaba saber. Los silenciadores que el mexicano había instalado en el escape funcionaban a la perfección; la lancha apenas hacía ruido mientras se deslizaba por el agua a gran velocidad.
—Cinco minutos —anunció Heraldo.
—Estaremos dentro del radio visual en un momento.
Fue el turno del mexicano de empuñar el timón mientras Arkadin miraba hacia el sur con unos prismáticos militares de visión nocturna y gran potencia.
—Los tengo —dijo al cabo de un momento.
Heraldo redujo la velocidad a la mitad.
Arkadin, mirando por los prismáticos la embarcación que se acercaba, un yate que debía de haber costado más de cincuenta millones de dólares, vio los destellos de las luces infrarrojas: dos largos, dos cortos, visibles sólo para él.
—Todo bien —indicó—. Detente del todo.
Heraldo apagó el motor y la lancha siguió avanzando por su propia inercia. El yate surgió de la oscuridad delante de ellos, también con todas las luces apagadas. Mientras Arkadin se preparaba, su acompañante se puso las gafas de visión nocturna y movió el foco de infrarrojos. El yate estaba equipado con un foco igual, para que las dos embarcaciones se acercaran la una a la otra sin causar un accidente.
Una escala de cuerda se deslizó por un costado del yate y Heraldo la afianzó rápidamente a la lancha. Un hombre vestido de negro le dio una pequeña caja de cartón. El mexicano se la apoyó en el hombro y luego la dejó en la cubierta de la motora.
Utilizando una navaja de bolsillo, Arkadin abrió la caja. Dentro había latas de tortillas de maíz biológico previamente envasadas.
Abrió una lata y sacó las tortillas. Entre ellas había cuatro paquetes envueltos en plástico con un polvo blanco. Clavó la punta de la navaja en uno y probó el contenido. Satisfecho, hizo una seña convenida al miembro de la tripulación del yate. Volvió a dejar la bolsa de cocaína en la lata, guardó ésta en la caja de cartón y Heraldo se la devolvió al tripulante.
En el yate sonó un silbido mientras desaparecía el tripulante que había al lado de la escala. Arkadin se quedó a la espera. Al poco rato arriaron dos bultos relativamente grandes con un cabrestante portátil. Los bultos, en posición horizontal, medían algo menos de dos metros de longitud. Venían en una red, como si fueran atunes.
Cuando los bultos llegaron a la cubierta de la lancha, Heraldo los sacó de la red, que inmediatamente fue izada por el yate. Luego, desenganchó la escala del cabo, que también fue recogida.
En el yate sonó otro silbido, esta vez más largo. Heraldo puso en marcha el motor, dio marcha atrás y comenzó a alejarse del yate. Cuando alcanzaron una distancia prudencial, la lujosa embarcación se puso en movimiento, prosiguiendo su viaje hacia al norte, paralelo a la costa de Sonora.
Cuando Heraldo hizo girar la lancha y puso rumbo al este, hacia la orilla, Arkadin cogió una linterna, se agachó y rasgó el envoltorio de los dos bultos por un extremo. Alumbró el interior.
Los dos hombres estaban pálidos con aquella luz, exceptuando la parte inferior del rostro, en la que ya había crecido algo de barba. Aún estaban aturdidos por el anestésico que les habían inyectado cuando los habían secuestrado en Moscú. A pesar de todo, sus ojos, que no habían visto la luz durante unos días, estaban fuertemente cerrados y lagrimeaban sin parar.
—Buenas noches, caballeros —saludó Arkadin, invisible detrás de la linterna—. Habéis llegado al final de trayecto. Al menos uno de vosotros. Stepan, Pavel, sois mis capitanes, dos de mis hombres de más confianza. Y uno de vosotros me ha traicionado.
Les enseñó la hoja de la navaja, convertida en un rayo blanco a la luz de la linterna.
—En menos de una hora uno de los dos confesará y me contará todo lo que sabe de su traición. Su premio será una muerte rápida y sin dolor. Si no…, ¿alguno de vosotros conoce a alguien que haya muerto de sed? ¿No? Que Dios os ayude, ningún ser humano debería morir de esa forma.
Chrissie se quedó paralizada, sin saber qué hacer, debatiéndose entre salir corriendo y luchar. Respiró hondo y trató de enfocar racionalmente la situación. Retroceder no serviría de nada; estaría atrapada en el primer piso y quienquiera que hubiera entrado en la casa estaría mucho más cerca de Scarlett. Todos sus pensamientos giraban ahora alrededor de su hija. Pasara lo que pasase, tenía que velar por su seguridad.
Dio lentamente un paso, luego otro. Cinco escalones para llegar al interruptor. Con la espalda apoyada en la pared, descendió poco a poco. Oyó el ruido de nuevo y se detuvo. Era como si alguien hubiera entrado por la puerta de la cocina y ahora estuviese en el salón. Levantó la Glock, trazando un arco mientras se esforzaba por escrutar la oscuridad. Pero aparte de la silueta del sofá y el brazo de un sillón que había delante de la chimenea, no podía distinguir nada, desde luego ningún movimiento, por furtivo que fuera.
Otro paso, otro escalón más cerca del interruptor. Ya sólo le faltaba uno, y tenía el torso adelantado y la mano libre estirada cuando, ahogando una exclamación, retrocedió. Había alguien cerca, al pie de la escalera. Volviéndose con torpeza, notó movimiento al otro lado de la barandilla y levantó la Glock, apuntando con ella.
—¿Quién está ahí? —Se asustó de su propia voz, como si perteneciera a un sueño o a otra persona—. Quédese donde está. Tengo una pistola.
—Cariño, ¿de dónde has sacado una pistola? —dijo su padre en la oscuridad—. Sabía que algo iba mal. ¿Qué está pasando?
Chrissie encendió la luz y lo vio allí de pie, con la cara blanca como la cal y una mueca de preocupación.
—¿Papá? —Chrissie parpadeó, como si no pudiera creer que fuera realmente él— ¿Qué haces aquí?
—Cariño, ¿dónde está Scarlett?
—En la planta de arriba. Durmiendo.
—Bien, la dejaremos que siga así —sugirió su padre. Luego cogió el arma por el cañón y bajó el brazo de la muchacha.
—Vamos, ven aquí, encenderé la chimenea y me contarás en qué lío te has metido.
—No estoy metida en ningún lío, papá. ¿Sabe mamá que estás aquí?
—Tu madre está tan preocupada por ti como yo. Su forma de afrontarlo es cocinar, y eso es lo que está haciendo en este preciso momento. Yo he venido para llevaros a Scarlett y a ti a casa.
Como si fuera una sonámbula, bajó las escaleras y entró en el salón. Su padre estaba encendiendo las lámparas.
—No puedo hacer eso, papá.
—¿Por qué? —preguntó el hombre. Sacudió el aire con la mano—. No importa, ya sabía que no ibas a aceptar. —Se agachó para poner unos troncos en la chimenea. Luego miró a su alrededor—. ¿Dónde están las cerillas?
Entró en la cocina y Chrissie lo oyó abrir cajones y rebuscar en ellos.
—No es que no te lo agradezca, papá. Pero la verdad es que eres un idiota por venir aquí a las tantas de la noche. ¿Qué hiciste, seguirme? ¿Y cómo has entrado en la casa? —preguntó, dirigiéndose a la cocina.
Una mano callosa le tapó la boca al mismo tiempo que le arrancaban la Glock de la mano. Una vaharada de perfume masculino. Entonces vio a su padre, caído e inconsciente en el suelo, y se puso a forcejear.
—Quieta —susurró una voz en su oído—. Si no, te llevaré escaleras arriba y le machacaré la cara a tu hija mientras miras.