31      

Martin Lindros se pasó veinte minutos al teléfono con Ethan Hearn. Éste tenía mucha información sobre el famoso Stepan Spalko, y toda ella tan asombrosa que a Lindros le llevó algún tiempo asimilarla y aceptarla. Al final, el punto que despertó más interés en Lindros era el que revelaba cierta transferencia electrónica, realizada desde una de las muchas empresas fantasma de Spalko en Budapest, para comprar una pistola a cierta empresa ilegal de unos rusos que operaba desde Virginia hasta que el detective Harris la clausuró.

Una hora más tarde Lindros tenía dos copias impresas de los archivos que Hearn le había enviado por correo electrónico. Se metió en su coche y se dirigió a la casa de la ciudad del DCI. De la noche a la mañana el Gran Jefazo había cogido una gripe. A Lindros se le ocurrió en ese momento que debía de ser de las fuertes para que su jefe hubiera abandonado la oficina durante la crisis de la cumbre.

Su chófer detuvo el coche oficial ante la alta cancela de hierro, se asomó por la ventanilla abierta y apretó el botón del portero automático. Durante el momento de silencio que siguió, Lindros se preguntó si el Gran Jefazo no se habría sentido mejor y se habría obligado a regresar urgentemente a la oficina sin informar a nadie.

Entonces, la quejumbrosa voz crepitó por el telefonillo, el chófer anunció a Lindros y, un instante después, la cancela se abrió silenciosamente. El chófer detuvo el coche, y Lindros se apeó. Llamó a la puerta con la aldaba de bronce, y cuando se abrió, vio al DCI con la cara arrugada y el pelo alborotado por la almohada. Llevaba un pijama a rayas sobre el que se había echado un batín que parecía pesarle mucho. Sus huesudos pies estaban embutidos en unas pantuflas de felpa.

—Entre, Martin. Entre.

Se volvió y dejó la puerta abierta sin esperar a que Lindros traspasara el umbral. Éste entró y cerró la puerta tras él. El DCI había entrado silenciosamente en su estudio, que se abría a la izquierda. No había ninguna luz encendida; parecía que no hubiera nadie en toda la casa.

Lindros entró en el estudio, un espacio varonil de paredes de color verde cazador, el techo pintado en crema y unos descomunales sillones de piel y un sofá desperdigados por el aposento. Un televisor, colocado en una pared cubierta con una estantería empotrada, estaba apagado. Siempre que Lindros había estado en aquel cuarto el televisor estaba encendido y sintonizado con la CNN, con voz o sin ella.

El Gran Jefazo se sentó pesadamente en su sillón favorito. La mesita auxiliar situada junto a su codo derecho aparecía cubierta con una gran caja de pañuelos de papel y frascos de aspirina, de analgésicos, de antihistamínicos, de antipiréticos, de Vicks VapoRub, de descongestionantes, de más descongestionantes y de más analgésicos, así como de un jarabe antitusivo.

—¿Qué es todo esto, señor? —dijo Lindros, señalando la pequeña farmacia.

—No sé lo que necesito —dijo el DCI—, así que he sacado todo lo que había en el botiquín.

Entonces Lindros vio la botella de bourbon y el anticuado vaso, y arrugó el entrecejo.

—Señor, ¿qué sucede? —Estiró el cuello para mirar por la puerta abierta del estudio—. ¿Dónde está Madeleine?

—Ah, Madeleine. —El Gran Jefazo cogió su vaso de güisqui y le dio un trago—. Se ha ido a Phoenix, a casa de su hermana.

—¿Y lo ha dejado solo? —Lindros alargó la mano y encendió una lámpara de pie; el DCI parpadeó, mientras lo miraba serio—. ¿Y cuándo va a volver, señor?

—Uf —dijo el DCI, como si reflexionara sobre las palabras de su adjunto—. Bueno, Martin, la cuestión es que no sé si va a volver.

—¿Cómo dice? —dijo Lindros con cierta alarma.

—Me ha dejado. Al menos eso es lo que creo que ha ocurrido. —El DCI dio la impresión de tener la mirada perdida mientras apuraba su vaso de bourbon. Entonces frunció sus labios brillantes, como si estuviera perplejo—. ¿Cómo puede uno saber realmente esas cosas?

—¿No han hablado entre ustedes?

—¿Hablar? —La mirada del DCI volvió a enfocar de golpe. Miró a Lindros durante un rato—. No. No hemos hablado de ello en absoluto.

—Entonces, ¿cómo lo sabe?

—Cree que me lo estoy imaginando, que no es más que una tormenta en un vaso de agua, ¿eh? —Los ojos del DCI revivieron durante un rato, y de repente su voz se quebró con una emoción apenas reprimida—. Pero hay cosas de ella que han desaparecido, ¿sabe? Cosas personales, objetos íntimos. Y la casa está jodidamente vacía sin ellos.

Lindros se sentó.

—Señor, cuenta con toda mi comprensión, aunque hay algo…

—Puede, Martin, que nunca me haya querido. —El Gran Jefazo alargó la mano para coger la botella—. Pero ¿cómo va a saber uno algo tan misterioso?

Lindros se inclinó hacia delante y le quitó el bourbon a su jefe con delicadeza. Éste no pareció sorprenderse.

—Pensaré en ello por usted, si lo desea.

El DCI asintió distraídamente con la cabeza.

—De acuerdo.

Lindros dejó la botella a un lado.

—Pero por el momento tenemos otro asunto acuciante del que hablar.

Puso el expediente que había recibido de Ethan Hearn sobre la mesa auxiliar del Gran Jefazo.

—¿Qué es esto? Ahora no estoy para leer nada, Martin.

—Entonces, se lo contaré —dijo Lindros.

Cuando terminó, se hizo un silencio que pareció resonar por toda la casa.

Al cabo de un rato, el Gran Jefazo miró a su adjunto con ojos llorosos.

—¿Por qué lo haría, Martin? ¿Por qué Alex violaría todas las normas y haría desaparecer a uno de nuestros hombres?

—Creo que había intuido lo que iba a pasar, señor. Y tenía miedo de Spalko. Y como se demostró al final, por muy buenas razones.

El Gran Jefazo suspiró y alzó la cabeza.

—Así que, después de todo, no fue una traición.

—No, señor.

—Gracias a Dios.

Lindros carraspeó.

—Señor, debe anular la orden de búsqueda contra Bourne de inmediato, y alguien va a tener que interrogarle.

—Sí, por supuesto. Creo que está usted mejor preparado para hacer eso, Martin.

—Sí, señor. —Lindros se levantó.

—¿Adónde va? —El tono quejoso había vuelto a la voz del Gran Jefazo.

—A ver al inspector jefe de la Policía Estatal de Virginia. Tengo otra copia de ese expediente para dejárselo en el regazo. Voy a insistir en que el detective Harris sea rehabilitado, y lo acompañaré de un informe favorable por nuestra parte. ¿Y por lo que respecta a la consejera de Seguridad Nacional…?

El DCI cogió el expediente y lo acarició ligeramente. Con aquel gesto de animación, su cara recuperó parte de su color.

—Deme esta noche, Martin. —Poco a poco sus ojos empezaron a recobrar su antiguo brillo—. Pensaré en algo deliciosamente conveniente. —Se rió, y a Lindros le pareció que era la primera vez que lo hacía en años—. Hagamos que el castigo se adecúe al delito, ¿eh?

Jan permaneció con Zina hasta el final. Había escondido el NX 20 y su carga aterradoramente letal. Por lo que concernía al personal de seguridad que revoloteaba por la estación de la calefacción termal, él era un héroe. No sabían nada del arma biológica. No sabían nada de él.

Para Jan fue un momento curioso. Estaba sujetándole la mano a una joven moribunda que no podía hablar, que casi no podía respirar, y que sin embargo era bastante evidente que no quería soltarlo. Tal vez fuera simplemente que, al final, no quería morir.

Después de que Hull y Karpov se dieran cuenta de que Zina estaba a punto de morir y de que no podía proporcionarles ninguna información, perdieron todo interés por ella, y, en consecuencia, la dejaron a solas con Jan. Y éste, tan habituado a la muerte, experimentó algo absolutamente inesperado: cada fatigoso y doloroso aliento de Zina era una vida. Jan lo vio en sus ojos, que, al igual que su mano, no le soltaban. Se estaba ahogando en el silencio, y se hundía en la oscuridad. Y él no podía dejar que eso ocurriera.

Libre de ataduras, el propio dolor de Jan afloró a la superficie a través del de Zina, y Jan le habló de su vida: de su abandono, de cómo le habían hecho prisionero los contrabandistas de armas vietnamitas, de su conversión forzada a manos del misionero, y del lavado de cerebro político llevado a cabo por su instructor de los jemeres rojos.

Lo más doloroso de todo, sus sentimientos sobre Lee-Lee, salió desgarradoramente de él.

—Tenía una hermana —dijo, con voz débil y atiplada—. Ahora tendría tu edad, si viviera. Era dos años más pequeña que yo, y me adoraba, y yo…, yo era su protector. Deseaba mantenerla a salvo por encima de todo, y no sólo porque mis padres me dijeran que debía hacerlo, sino porque tenía que hacerlo. Mi padre solía ausentarse mucho, y cuando jugábamos fuera de casa, ¿quién iba a cuidarla, sino yo? —Inexplicablemente, sintió que le ardían los ojos y se le nublaba la vista. Avergonzado, estuvo a punto de apartarse, pero vio algo en los ojos de Zina, una compasión intensa que le sirvió de cuerda de salvamento, y su vergüenza se esfumó. Entonces continuó, unido a ella en un nivel aún más íntimo—. Pero al final le fallé a Lee-Lee. A mi hermana la mataron junto con mi madre. Yo también debería haber muerto, pero sobreviví. —Su mano encontró el camino hacia el buda de piedra tallada, consiguiendo que, como tantas otras veces, la pequeña figura le infundiera fuerza—. Y durante todo este tiempo no he parado de preguntarme de qué me sirvió sobrevivir si le había fallado.

Cuando Zina separó ligeramente los labios, Jan vio que tenía los dientes ensangrentados. Su mano, que él sujetaba con tanta fuerza, apretó la suya, y Jan supo que ella quería que continuara. No sólo la estaba liberando de su agonía, sino que se estaba liberando a sí mismo de la suya. Y lo más curioso era que funcionaba. Aunque ella no podía hablar, aunque se estaba muriendo lentamente, su cerebro seguía funcionando. Zina oía lo que él decía, y por su expresión, Jan supo que tenía algún significado para ella, supo que estaba embelesada y que lo entendía.

—Zina —dijo Jan—, en cierto modo somos almas gemelas. Me veo reflejado en ti: marginado, abandonado y absolutamente solo. Sé que esto no tendrá mucho sentido para ti, pero el sentimiento de culpa por no haber podido proteger a mi hermana me hizo odiar a mi padre enloquecidamente. Tan sólo era capaz de ver que nos había abandonado, que me había abandonado.

Y entonces, en un instante de asombrosa revelación, se dio cuenta de que estaba mirando a través de un cristal misterioso, de que la única manera en que él se reconocía en ella era en que él había cambiado. En efecto, Zina era tal como él había sido. Era bastante más fácil planear vengarse de su padre que enfrentarse a la enormidad de su culpa. Cuando adquirió tal conciencia surgió su deseo de ayudarla. Y deseó fervientemente poder rescatarla de la muerte.

Pero nadie mejor que él comprendía la extraña intimidad de la llegada de la muerte. Era imposible detenerla, una vez se acercaba, y ni siquiera él podía frenarla. Cuando llegó el momento, cuando oyó los pasos y vio la proximidad de la muerte en los ojos de Zina, se inclinó sobre ella y, sin ser consciente de ello, le sonrió tranquilizadoramente.

Retomando el hilo donde Bourne, su padre, lo había dejado, dijo:

—Recuerda lo que tienes que decirle a los Inquisidores. Zina: «Mi Dios es Alá, Mahoma mi profeta, el Islam mi religión, y mi quibla, la sagrada Kaaba». —Era muy evidente que ella quería hablarle y no podía—. Eres una persona recta, Zina. Te acogerán en su gloria.

Los ojos de Zina parpadearon una vez, y entonces, al igual que una llama, la vida que los animaba se extinguió.

Jamie Hull estaba esperando a Bourne cuando éste regresó al hotel Oskjuhlid. Le había llevado algún tiempo volver allí. Por dos veces estuvo en un tris de perder el conocimiento y se había visto obligado a echarse a un lado en la carretera, sentado, con la frente contra el volante, sintiendo un dolor terrible y un cansancio indescriptible. Sin embargo, su deseo de volver a ver a Jan lo había espoleado. La seguridad le traía sin cuidado. A esas alturas le traía sin cuidado cualquier cosa, excepto estar con su hijo.

En el hotel, después de que Bourne hubiera informado sucintamente del papel jugado por Stepan Spalko en el asalto al hotel, Hull insistió en llevarlo a que un médico le viera sus recientes heridas.

—La reputación internacional de Spalko es tal que incluso después de que recobremos el cadáver y publiquemos las pruebas habrá quien se niegue a creerlo —respondió Hull.

Las instalaciones sanitarias de emergencia estaban llenas de heridos tumbados en catres montados a toda prisa. Los heridos más graves habían sido trasladados en ambulancia al hospital. Y además estaban los muertos, de quienes todavía nadie deseaba hablar.

—Sabemos cuál ha sido tu participación en todo esto, y debo decir que te estamos muy agradecidos —dijo Hull, mientras se sentaba al lado de Bourne—. El presidente quiere hablar contigo, aunque eso, por supuesto, será más tarde.

Llegó una doctora, y empezó a coser la maltrecha mejilla de Bourne.

—Esto le dejará una fea cicatriz —dijo la doctora—. Puede que quiera consultar a un cirujano plástico.

—No será mi primera cicatriz —dijo Bourne.

—Ya lo veo —dijo ella con sequedad.

—Lo que nos intrigó fue la presencia de unos trajes especiales para la manipulación de sustancias peligrosas —prosiguió Hull—. No encontramos ningún indicio de agentes químicos ni biológicos. ¿Y tú?

Bourne tuvo que pensar deprisa. Había dejado a Jan a solas con Zina y el arma biológica. Tuvo un repentino sobresalto.

—No. Nos quedamos tan sorprendidos como vosotros. Pero por otro lado no quedó nadie vivo a quien preguntar.

Hull asintió con la cabeza, y cuando la doctora hubo terminado, ayudó a Bourne a levantarse y a salir al pasillo.

—Sé que nada te gustaría más que una ducha caliente y una muda limpia, pero es importante que te interrogue de inmediato. —Sonrió para tranquilizarlo—. Es una cuestión de seguridad nacional. Tengo las manos atadas. Pero al menos podemos hacerlo de una manera civilizada ante una comida caliente, ¿de acuerdo?

Sin mediar otra palabra, le dio un puñetazo seco y fuerte en los riñones que le hizo caer de rodillas. Mientras Bourne jadeaba en un intento de recuperar el resuello, Hull echó hacia atrás su otra mano. En ella había una daga de puño, y la pequeña y gruesa hoja que sobresalía entre el índice y el dedo corazón estaba oscurecida por una sustancia que sin duda era venenosa.

Cuando estaba a punto de hundirla en el cuello de Bourne sonó un disparo en el pasillo. Bourne, libre de la mano de Hull, se desplomó contra la pared. Y, al volver la cabeza, lo entendió todo: Hull yacía muerto sobre la alfombra granate con la daga de puño envenenada en la mano. Boris Illych Karpov, director de la Unidad Alfa de la FSB, se acercaba a toda prisa sobre las piernas ligeramente arqueadas. Empuñaba una pistola con silenciador.

—Debo admitir —dijo Karpov en ruso, mientras ayudaba a Bourne a levantarse— que siempre he albergado el secreto deseo de matar a un agente de la CIA.

—¡Joder! Gracias —dijo jadeando Bourne en el mismo idioma.

—Ha sido un placer, créeme. —Karpov se quedó mirando fijamente a Hull—. La CIA te ha levantado la sanción, lo que le traía sin cuidado. Según parece, sigues teniendo enemigos dentro de tu propia agencia.

Bourne respiró hondo varias veces, lo que en sí resultó terriblemente doloroso. Esperó a que su mente se aclarara lo suficiente.

—Karpov, ¿de qué te conozco?

El ruso soltó una estruendosa carcajada.

Gospodin Bourne, veo que los rumores acerca de tu memoria son ciertos. —Rodeó a Bourne por la cintura, sujetándolo a medias—. ¿No te acuerdas…? No, por supuesto que no te acuerdas. Bueno, la verdad es que nos hemos encontrado varias veces. De hecho, la última vez me salvaste la vida. —Volvió a reírse al ver la expresión de perplejidad de Bourne—. Es una bonita historia, amigo mío. Una historia hecha para ser contada ante una botella de vodka. O quizá de dos, ¿eh? Después de una noche como ésta, ¿quién sabe?

—Sí que agradecería un poco de vodka —reconoció Bourne—, pero antes tengo que encontrar a alguien.

—Ven —dijo Karpov—. Llamaré a mis hombres para que retiren esta basura y entre los dos haremos lo que haya que hacer. —Mostró una sonrisa enorme que hizo desaparecer la brutalidad de sus rasgos—. Hueles a pescado podrido, ¿lo sabías? Pero ¡qué demonios! ¡Estoy acostumbrado a todo tipo de olores hediondos! —Volvió a soltar una carcajada—. ¡Cuánto me alegro de volverte a ver! Uno no hace amigos fácilmente, según he descubierto, sobre todo en nuestra profesión. Así que debemos celebrar este acontecimiento, este encuentro, ¿no te parece?

—Por supuesto.

—¿Y a quién tienes que encontrar, mi buen amigo Jason Bourne, para que no puedas darte una ducha caliente y tomarte un merecido descanso primero?

—A un joven llamado Jan. Supongo que ya lo conoces.

—En efecto —dijo Karpov, mientras conducía a Bourne por otro pasillo—. Un joven de lo más notable. ¿Sabes que no se separó ni un momento del lado de la chechena moribunda? Y por su parte, ella no le soltó la mano hasta el final. —Meneó la cabeza—. Algo de lo más extraordinario.

Frunció sus labios color rubí.

—Y no es que se mereciera sus cuidados. ¿Qué era ella, una asesina, una alimaña? Basta con ver lo que estaban intentando hacer aquí para comprender qué clase de monstruo era.

—Y sin embargo —dijo Bourne—, necesitó cogerle la mano.

—Nunca sabré cómo lo pudo soportar el muchacho.

—Quizá necesitara algo de ella. —Bourne le lanzó una mirada—. ¿Sigues pensado que ella era un monstruo?

—Oh, sí —dijo Karpov—; pero bueno, es que los chechenos me han acostumbrado a pensar así.

—Nada ha cambiado, ¿verdad? —dijo Bourne.

—No, hasta que los exterminemos. —Karpov lo miró de reojo—. Escucha, mi idealista amigo, ellos han dicho de nosotros lo que otros terroristas han dicho de vosotros, los estadounidenses: «Dios te ha declarado la guerra». La amarga experiencia nos ha enseñado a tomarnos en serio declaraciones de ese tipo.

Dio la casualidad de que Karpov sabía el lugar exacto donde estaba Jan: en el restaurante principal, el cual estaba, por decirlo de alguna manera, abierto y de nuevo en funcionamiento, aunque con un menú notablemente limitado.

—Spalko ha muerto —dijo Bourne, para encubrir el remolino emocional que lo asaltó cuando vio a Jan.

Éste dejó su hamburguesa y observó los puntos en la hinchada mejilla de Bourne.

—¿Estás herido?

—¿Más de lo que ya lo estaba? —Bourne hizo un gesto de dolor al sentarse—. Esto tiene poca importancia.

Jan asintió, aunque no apartó los ojos de Bourne.

Karpov, sentándose al lado de Bourne, pidió a gritos una botella de vodka a un camarero que pasaba por allí.

—Ruso —dijo con dureza—. Nada de esa bazofia polaca. Y tráigalo en vasos grandes. Los de aquí somos hombres de verdad: un ruso… ¡y dos héroes que son casi tan buenos como los rusos! —Luego volvió su atención a sus compañeros—. Muy bien, ¿qué me estoy perdiendo? —dijo astutamente.

—Nada —dijeron Jan y Bourne al unísono.

—¿Así están las cosas? —El agente ruso arqueó las cejas—. Bueno, entonces sólo queda beber. In vino, veritas. En el vino radica la verdad, como afirmaban los antiguos romanos. ¿Y por qué no habría que creerlos? Eran unos fantásticos soldados, esos romanos, y tuvieron grandes generales…, ¡aunque habrían sido mejores si hubieran bebido vodka en lugar de vino! —Se rió a voz en cuello, hasta que a los otros dos no les quedó más remedio que unirse a él.

El vodka llegó entonces, junto con los vasos. Karpov despidió al camarero con un gesto.

—La primera botella ha de abrirla uno mismo —dijo—. Es la tradición.

—Gilipolleces —dijo Bourne, volviéndose hacia Jan—. Es una costumbre de los viejos tiempos, cuando el vodka ruso estaba tan mal destilado que a menudo llevaba carburante.

—No le hagas caso. —Karpov frunció los labios, pero sus ojos centellearon. Llenó los vasos, y con muchísima formalidad los colocó delante de cada uno—. Compartir una botella de excelente vodka ruso es la mismísima definición de la amistad, a pesar del combustible. Porque ante esa botella de excelente vodka ruso hablamos de los viejos tiempos, de los camaradas y de los enemigos que han quedado atrás.

Levantó su vaso, y los otros siguieron su ejemplo.

Na sdarovia! —gritó, bebiendo un enorme trago.

Na sdarovia! —repitieron ellos, haciendo lo mismo.

A Bourne empezaron a llorarle los ojos. Notó el descenso abrasador del vodka, aunque al instante su estómago se vio envuelto en una calidez que le alcanzó hasta la punta de los dedos, y le mitigó el dolor constante que lo había atormentado.

Karpov se agachó, la cara ligeramente enrojecida ya, tanto a causa del abrasador aguardiente como del simple placer de encontrarse entre amigos.

—Ahora beberemos y nos contaremos nuestros secretos. Aprenderemos lo que significa ser amigos.

Dio otro descomunal trago y dijo:

—Empezaré yo. He aquí mi primer secreto. Sé quién eres, Jan. Aunque nunca se te ha hecho una foto, te conozco. —Se puso el dedo al lado de la nariz—. No me habría tirado veinte años en la profesión si no tuviera un fino sexto sentido. Y, como lo sabía, te alejé de Hull, quien, si lo hubiera sospechado, ten por seguro que, héroe o no, te habría detenido.

Jan se movió ligeramente.

—¿Y por qué hiciste eso?

—¡Ajá! ¿Serías capaz de matarme ahora? ¿Aquí, en esta amigable mesa? ¿Crees que te mantuve aislado para mí? ¡Es que no he dicho que éramos amigos! —Meneó la cabeza—. Tienes mucho que aprender sobre la amistad, mi joven amigo. —Se inclinó hacia delante—. Si te mantuve a salvo fue por Jason Bourne, que siempre trabaja solo. Y tú estabas con él, así que deduje que eras importante para él.

Le dio otro trago al vodka y señaló a Bourne.

—Tu turno, amigo mío.

Bourne tenía la mirada clavada en el vodka. Era plenamente consciente de la mirada escrutadora de Jan. Sabía qué secreto quería divulgar, pero temía que, si lo hacía, Jan se levantara y se marchara. Pero lo que necesitaba decirle era verdad. Finalmente levantó la vista.

—Al final, cuando estaba con Spalko, casi me fallaron las fuerzas. Spalko estuvo en un tris de matarme, pero la verdad es…, la verdad es…

—Será mejor para ti que lo digas, sí —le animó Karpov.

Bourne se llevó el vodka a la boca, tragó el líquido esperando que éste le infundiera valor, y se volvió a su hijo.

—Pensé en ti. Pensé que si fallaba, si permitía que Spalko me matara, no volvería. Y no podía abandonarte; no podía permitir que eso ocurriera.

—¡Bien! —Karpov plantó el vaso en la mesa y señaló a Jan—. Ahora, tú, mi joven amigo.

Durante el silencio que siguió, Bourne tuvo la sensación de que se le iba a detener el corazón. La sangre le golpeaba en la cabeza, y todo el dolor de sus múltiples heridas, tan brevemente anestesiado, volvió en tromba.

—Bueno —dijo Karpov—, ¿es que se te ha comido la lengua el gato? Tus amigos se han sincerado contigo, y ahora te están esperando.

Jan miró fijamente al ruso, y dijo:

—Boris Illych Karpov, me gustaría presentarme formalmente. Me llamo Joshua. Y soy el hijo de Jason Bourne.

Muchas horas y litros de vodka después, Bourne y Jan se encontraban juntos en el subsótano del hotel Oskjuhlid. Allí abajo olía a humedad y hacía frío, pero lo único que fueron capaces de oler eran los vapores del vodka. Había manchas de sangre por todas partes.

—Supongo que te estarás preguntando qué ocurrió con el NX 20 —dijo Jan.

Bourne asintió.

—Hull sospechaba algo por los trajes especiales. Dijo que no habían encontrado ningún indicio de armas químicas o biológicas.

—Lo escondí —dijo Jan—. Estaba esperando a que volvieras para que pudiéramos destruirlo juntos.

Bourne tuvo un momento de duda.

—Tenías fe en que volvería.

Jan se volvió y miró a su padre.

—Parece que he adquirido mi fe recientemente.

—O la has recuperado.

—No me digas…

—Ya sé, ya sé. No es asunto mío decirte lo que debes pensar. —Bourne bajó la cabeza—. Algunas adquisiciones tardan más tiempo que otras.

Jan se dirigió al sitio donde había escondido el NX 20, en el interior de un frágil nicho situado detrás de un bloque roto de hormigón, que estaba oculto a la vista por una de las enormes cañerías de la estación de energía térmica.

—Tuve que abandonar a Zina durante un momento para esconderlo —dijo—, pero era inevitable. —Sujetó el arma con un respeto comprensible cuando se la entregó a Bourne. Luego sacó una pequeña caja metálica del nicho—. La ampolla con la carga está ahí dentro.

—Necesitamos un fuego —dijo Bourne, pensando en lo que había leído en el ordenador del doctor Sido—. El calor volverá inerte la carga.

La enorme cocina del hotel estaba impoluta. Sus relucientes encimeras de acero inoxidable parecían aún más frías por la ausencia del personal. Bourne había hecho salir al reducido personal durante un momento mientras Jan y él estudiaban los enormes hornos que discurrían desde el suelo hasta el techo. Funcionaban con gas, y Bourne los puso a la máxima potencia. Las fortísimas llamas aparecieron por todo el interior recubierto de ladrillos refractarios. En menos de un minuto, el calor se hizo demasiado intenso incluso para acercarse.

Después de ponerse los trajes especiales, desmontaron el arma, y cada uno arrojó una de las mitades a las llamas. A continuación le siguió la ampolla.

—Es como una pira funeraria vikinga —dijo Bourne, mientras observaba a la NX20 desmoronarse sobre sí misma. Cerró la puerta, y se quitaron los trajes.

Volviéndose hacia su hijo, dijo:

—He telefoneado a Marie, pero no le he dicho nada sobre ti. Estaba esperando…

—No voy a volver contigo —dijo Jan.

Bourne escogió sus siguientes palabras con gran cuidado.

—Preferiría que no fuera así.

—Lo sé —dijo Jan—. Pero creo que había muy buenas razones para que no le hablaras a tu esposa de mí.

En el silencio que de pronto los envolvió, Bourne se sintió atenazado por una pena terrible. Quiso apartar la mirada, esconder lo que había aflorado de pronto a su cara, pero no pudo. Ya no iba a esconder más sus emociones a su hijo ni a sí mismo.

—Tienes a Marie y a dos niños pequeños —dijo Jan—. Ésa es la nueva vida que David Webb se forjó, y yo no formo parte de ella.

Bourne había aprendido muchas cosas en los pocos días transcurridos desde que la primera bala le silbara a modo de aviso junto a la oreja en el campus, y la menor de todas no era la de saber cuándo debía mantener la boca cerrada delante de su hijo. Jan había tomado una decisión, y ya estaba. Discutir abiertamente acerca de su decisión sería inútil. Peor aún; no haría más que reavivar la cólera todavía latente que arrastraría consigo durante algún tiempo. Una emoción tan tóxica, tan profundamente arraigada, que no podría ser extirpada en cuestión de días, semanas ni meses.

Bourne comprendió que Jan había tomado una sabia decisión. Todavía había mucho dolor. La herida seguía en carne viva, aunque al menos la hemorragia se había detenido. Y, como sagazmente había señalado Jan, Bourne sabía muy bien que su entrada en la vida que David Webb se había creado no tenía ningún sentido. Jan no pertenecía a aquel mundo.

—Tal vez no ahora, puede que nunca. Pero con independencia de lo que sientas hacia mí, quiero que sepas que tienes un hermano y una hermana que se merecen conocerte y tener un hermano mayor en sus vidas. Espero que llegue un momento en el que eso ocurra… para el bien de todos nosotros.

Se dirigieron juntos a la puerta, y Bourne tuvo el pleno convencimiento de que sería la última vez que eso ocurriría durante muchos meses. Pero no para siempre, no. Al menos eso tenía que hacérselo saber a su hijo.

Se adelantó y estrechó a Jan entre sus brazos. Permanecieron así, en silencio, durante algún tiempo. Bourne podía oír el silbido de los mecheros de gas. Dentro de los hornos, el fuego seguía ardiendo ferozmente, aniquilando la terrible amenaza para todos ellos.

Soltó a Jan a regañadientes, y durante el más fugaz de los instantes miró fijamente a su hijo a los ojos, y en ellos lo vio como había sido, como el pequeño de Phnom Penh, con el ardiente sol de Asia en la cara y, en las sombras veteadas de las palmeras del fondo, a Dao, observando, sonriéndoles a los dos.

—También soy Jason Bourne —dijo—. Eso es algo que no deberías olvidar jamás.