19      

La entrada subterránea al monasterio se encontraba oculta por las sombras y el tiempo en la grieta de mayor profundidad de la pared más septentrional del desfiladero. El declinante sol había revelado que la hendidura era algo más que un paso, como debió de haberles sucedido siglos antes a los monjes que habían escogido aquel emplazamiento para erigir su inexpugnable hogar. Tal vez hubieran sido monjes guerreros, porque las extensas fortificaciones hablaban de batallas y derramamientos de sangre, y de la necesidad de conservar su sacrosanto hogar.

El equipo entró en la garganta en silencio, siguiendo al sol. Ya no había ninguna conversación íntima entre Spalko y Zina, ningún tipo de insinuación con respecto a lo que había ocurrido entre ellos, aunque había sido de trascendental importancia. Por decirlo de alguna manera, se podía denominar una especie de bendición; en cualquier caso, había sido una transferencia de lealtad y de poder cuyo silencio y confidencialidad sólo multiplicaban las ramificaciones de sus efectos. Fue Spalko quien, una vez más, había arrojado metafóricamente un guijarro a un tranquilo estanque y luego se había tumbado a observar el efecto, mientras las ondas resultantes se propagaban hacia el exterior alterando la naturaleza esencial del estanque y de todo lo que vivía en él.

Las rocas bañadas por el sol desaparecieron tras ellos cuando se adentraron en las sombras, y entonces encendieron sus linternas. Además de Spalko y Zina había dos de los hombres; habían devuelto al tercero al reactor situado en el aeropuerto Kazantzakis, donde esperaba el cirujano. Portaban unas ligeras mochilas de nailon llenas de toda clase de objetos, desde botes de gas lacrimógeno a rollos de cuerda, pasando por todo lo imaginable. Spalko no sabía a lo que se enfrentarían, y no iba a correr ningún riesgo.

Los hombres iban delante, con las metralletas colgando de los hombros por unas anchas correas, listas para ser utilizadas. La garganta se estrechó, y los obligó a continuar en fila india. Sin embargo, el cielo no tardó en desaparecer bajo un muro de roca, y se encontraron en el interior de una cueva. Era fría y húmeda, con olor a moho, y la inundaba un fétido olor a descomposición.

—Apesta como una tumba abierta —dijo uno de los hombres.

—¡Miren! —gritó el otro—. ¡Huesos!

Se detuvieron, y sus luces se concentraron en un montón de pequeños huesos de mamíferos, pero menos de cien metros más adelante se encontraron con el fémur de un mamífero mucho más grande.

Zina se acuclilló para coger el hueso.

—¡No lo haga! —le amonestó el primer hombre—. Trae mala suerte tocar huesos humanos.

—¿De qué está hablando? Los arqueólogos no hacen otra cosa. —Zina se rió—. Además, podría ser que éste no fuera de ningún humano.

No obstante, lo dejó caer de nuevo sobre el polvo del suelo de la caverna.

Cinco minutos más tarde se habían congregado alrededor de lo que sin lugar a dudas era un cráneo humano. Sus luces relucieron sobre el arco superciliar, sumiendo las cuencas de los ojos en la oscuridad más absoluta.

—¿Quién cree que lo mató? —preguntó Zina.

—El frío, probablemente —respondió Spalko—. O la sed.

—Pobre infeliz.

Siguieron adelante, adentrándose en el lecho de roca sobre el que se había erigido el monasterio. Cuanto más avanzaban, más numerosos eran los huesos que aparecían. A esas alturas eran todos de humanos, y cada vez con más frecuencia aparecían rotos o agrietados.

—No creo que a esa gente la matara el frío ni la sed —dijo Zina.

—¿Entonces qué? —preguntó uno de los hombres, aunque no obtuvo respuesta.

Spalko les ordenó de manera cortante que siguieran. Según sus cálculos, acababan de llegar debajo de las murallas almenadas exteriores del monasterio. Un poco más adelante, sus luces hicieron resaltar una extraña formación.

—La cueva se divide en dos —dijo uno de los hombres, alumbrando primero con su luz el pasadizo de la izquierda, y luego el de la derecha.

—Las cuevas no se bifurcan —dijo Spalko. Se adelantó a los demás y asomó la cabeza por la abertura de la izquierda—. Éste es un callejón sin salida. —Pasó la mano por los bordes de las aberturas—. Son obra del hombre —dijo—. De hace muchos años, posiblemente de la época en que se levantó el monasterio. —Se adentró por la abertura de la derecha, y su voz resonó de manera extraña—. Éste sigue adelante, aunque hay vueltas y giros.

Cuando volvió a salir, en su cara había una expresión extraña.

—No creo que esto sea un pasadizo —dijo—. No me extraña que Molnar escogiera este sitio para esconder al doctor Schiffer. Creo que nos vamos a meter en un laberinto.

Los dos hombres se miraron entre sí.

—En ese caso —dijo Zina—, ¿cómo vamos a encontrar el camino de vuelta?

—Es imposible saber qué nos vamos a encontrar ahí dentro. —Spalko sacó un pequeño objeto rectangular no más grande que una baraja de cartas. Sonrió mientras le enseñaba a Zina cómo funcionaba—. Un GPS. Acabo de señalar electrónicamente nuestro punto de partida. —Hizo un gesto con la cabeza—. Adelante.

Sin embargo, no tardaron mucho en descubrir que avanzaban por el camino equivocado, y al cabo de no más de cinco minutos se habían vuelto a reunir fuera del laberinto.

—¿Qué sucede? —preguntó Zina.

Spalko tenía el entrecejo arrugado.

—El GPS no funciona aquí dentro.

Ella meneó la cabeza.

—¿A qué cree que se debe?

—Algún mineral de la misma roca debe de estar obstruyendo la señal del satélite —dijo Spalko. No podía permitirse decirles que no tenía ni idea de por qué el GPS no funcionaba dentro del laberinto. En su lugar, abrió su mochila y sacó un rollo de bramante.

—Seguiremos la lección de Teseo e iremos desenrollando el bramante a medida que avanzamos.

Zina miró fijamente el rollo de bramante con incredulidad.

—¿Y si acabamos con el bramante?

—Teseo no lo acabó —dijo Spalko—. Y casi estamos dentro de los muros del monasterio, así que confiemos en que tampoco se nos acabe a nosotros.

El doctor Felix Schiffer se aburría. Llevaba días sin hacer otra cosa que obedecer órdenes desde que el pequeño grupo que lo protegía lo llevara a Creta en secreto y de noche, tras lo cual habían procedido a trasladarlo periódicamente de un lugar a otro. Jamás permanecían más de tres días en un mismo sitio. A él le había gustado la casa de Heraklion, aunque al final también se había aburrido. No había podido entretenerse con nada. Se habían negado a llevarle el periódico o a permitirle que escuchara la radio. En cuanto a la televisión, no había ninguna, aunque tenía que suponer que también lo habrían mantenido alejado de ella. Sin embargo, pensó con tristeza, era una vista muchísimo mejor que aquel montón de piedras desmoronadas donde sólo había una yacija por cama y un fuego para calentarse. Algunos arcones pesados y unas cómodas constituían prácticamente todo el mobiliario, aunque los hombres habían llevado algunas sillas plegables, unos catres y sábanas. No había instalación de agua; habían construido un excusado en el patio, y el hedor que desprendía llegaba hasta el monasterio. Éste era una construcción fría, húmeda y lúgubre, incluso a mediodía, y no digamos cuando caía la noche. Ni siquiera había una luz para poder leer… de haber habido algo para leer, claro.

Echaba de menos la libertad. Si hubiera sido un hombre temeroso de Dios, habría rezado por su liberación. Habían pasado tantos días desde la última vez que había visto a László Molnar o hablado con Alex Conklin… Y cuando les preguntaba a sus protectores al respecto, invocaban la palabra más sagrada para ellos: seguridad. Las comunicaciones no eran seguras, así de simple. Aquellos hombres se esforzaban muchísimo en tranquilizarlo, diciéndole que no tardaría en reunirse con su amigo y su benefactor. Pero cuando les preguntaba cuándo, todos se encogían de hombros y volvían a su interminable partida de cartas. Schiffer se daba cuenta de que ellos también estaban aburridos, al menos los que no estaban de guardia.

Había siete. Al principio había más, pero los demás se habían quedado en Heraklion. Aunque por lo que había podido deducir, ya deberían haberse reunido con ellos. Por consiguiente, ese día no había partida de cartas; todos los miembros del grupo estaban de patrulla. Y en el ambiente flotaba una inconfundible tensión que le estaba dando dentera.

Schiffer era un hombre bastante alto de penetrantes ojos azules y prominente nariz aguileña bajo una mata de pelo entrecano. Había habido una época, antes de que lo reclutara la DARPA, en que era más resultón cuando la gente lo confundía con Burt Bacharach. Como las relaciones sociales no se le daban bien, jamás había sabido cómo reaccionar. Así que solía limitarse a mascullar algo ininteligible y a darse la vuelta, pero su evidente embarazo sólo había servido para reforzar el malentendido.

Se levantó y se dirigió ociosamente hacia la ventana a través de la habitación, pero uno de sus protectores lo interceptó y lo obligó a alejarse.

—Por seguridad —dijo el mercenario con la voz tensa, aunque no tanto como la mirada.

—¡Seguridad! ¡Seguridad! ¡Estoy hasta la coronilla de esa palabra! —exclamó Schiffer.

Pero de todas maneras lo empujaron de nuevo hacia la silla en la que se suponía que tenía que estar sentado, lejos de todas las puertas y ventanas. La humedad le provocó un escalofrío.

—¡Echo de menos mi laboratorio! ¡Añoro mi trabajo! —Schiffer clavó la mirada en los ojos negros del mercenario—. Me siento como un prisionero. ¿Lo pueden entender?

El jefe del grupo, Sean Keegan, sintiendo el malestar de quien era su responsabilidad, se acercó rápidamente a Schiffer con aire decidido.

—Por favor, doctor, siéntese.

—Pero yo…

—Es por su propio bien —dijo Keegan. Era uno de esos irlandeses morenos, de pelo y ojos negros, con una cara cuya tosquedad destilaba dureza y determinación, y el físico lleno de bultos de un camorrista callejero—. Nos han contratado para mantenerlo a salvo, y nos tomamos esa responsabilidad en serio.

Schiffer se sentó obedientemente.

—¿Sería alguien tan amable de decirme qué está sucediendo?

Keegan se lo quedó mirando durante un rato. Luego, decidiéndose, se acuclilló junto a la silla, y en voz baja, dijo:

—He evitado que estuviera informado, pero supongo que tal vez sea mejor que lo sepa ya.

—¿El qué? —La cara de Schiffer se contrajo en una mueca de dolor—. ¿Qué ha ocurrido?

—Alex Conklin ha muerto.

—¡Oh, Dios, no! —Schiffer se limpió la cara repentinamente sudorosa con la mano.

—Y en cuanto a László Molnar, no tenemos noticias de él desde hace dos días.

—¡Santo cielo!

—Tranquilícese, doctor. Es muy posible que Molnar no se haya puesto en contacto por razones de seguridad. —Miró a Schiffer a los ojos—. Por otro lado, el personal que dejamos en la casa de Heraklion no se ha presentado.

—Eso tengo entendido —dijo Schiffer—. ¿Cree que les ha podido… pasar algo?

—No me puedo permitir no pensarlo.

La cara de Schiffer se ensombreció; no podía evitar sudar a causa del miedo.

—Entonces es posible que Spalko haya averiguado dónde estoy; es posible que esté aquí, en Creta.

La cara de Keegan adoptó una expresión pétrea.

—Ésa es la premisa con la que estamos actuando.

El terror volvió agresivo a Schiffer.

—Bueno —preguntó—, ¿y qué están haciendo al respecto?

—Tenemos hombres con metralletas cubriendo las murallas, pero dudo mucho que Spalko sea tan idiota como para intentar un ataque por tierra en un terreno sin árboles. —Keegan meneó la cabeza—. No, si está aquí, si ha venido a buscarlo, doctor, no tiene elección. —Se levantó, con la metralleta colgándole del hombro—. Su única vía de acceso tendrá que ser a través del laberinto.

* * *

En el laberinto, la inquietud de Spalko iba en aumento a cada giro o vuelta que él y su pequeño grupo se veían obligados a dar. El laberinto era el único acceso lógico para asaltar el monasterio, lo cual significaba que muy bien podrían estar metiéndose en una trampa.

Miró hacia abajo, y vio que las dos terceras partes del carrete de bramante quedaban por detrás de ellos. Ya debían de estar cerca del centro del monasterio, o debajo del mismo; el reguero de cordel le garantizaba que el laberinto no les había hecho ir en círculos. Creía haber elegido bien en cada bifurcación.

Se volvió a Zina y le dijo entre dientes:

—Me huele a emboscada. Quiero que te quedes aquí de reserva. —Dio una palmadita en la mochila de Zina—. Si tenemos problemas, ya sabes lo que tienes que hacer.

Zina asintió con la cabeza, y los tres hombres se alejaron medio agachados. Apenas hubo desaparecido, ella oyó las rápidas ráfagas de una metralleta. Abrió la mochila a toda velocidad, sacó un bote de gas lacrimógeno y salió tras ellos, siguiendo la estela del bramante.

Zina olió el hedor de la cordita antes de doblar la segunda vuelta. Se asomó por la esquina y vio a uno de los hombres de su unidad tumbado en el suelo sobre un charco de sangre. Spalko y el otro hombre estaban inmovilizados por los disparos. Desde su puesto privilegiado, Zina pudo ver que el fuego procedía de dos direcciones distintas.

Entonces, tirando de la anilla del bote, lo lanzó por encima de la cabeza de Spalko. La lata golpeó en el suelo, salió rodando hacia la izquierda y explotó con un silbido sordo. Spalko le había dado una palmada en el hombro a su hombre, y los dos se alejaban del alcance del gas.

Pudieron oír las toses y las arcadas. Para entonces ya todos se habían puesto sus máscaras antigás y estaban listos para lanzar un segundo ataque. Spalko lanzó rodando otra lata, ésta hacia la derecha, cortando en seco los disparos dirigidos contra ellos, aunque, por desgracia, no antes de que su segundo hombre recibiera tres balazos en el pecho y el cuello. El hombre cayó al suelo, la sangre rezumando entre los labios flácidos.

Spalko y Zina se dividieron. Uno fue a la derecha y la otra a la izquierda, y cada uno de ellos mató a dos mercenarios con unas eficientes ráfagas de sus metralletas. Ambos vieron la escalera al mismo tiempo, y se abalanzaron hacia ella.

Sean Keegan agarró a Felix Schiffer mientras ordenaba a gritos a sus hombres de las murallas que abandonaran sus posiciones y volvieran al centro del monasterio, adonde arrastraba a su aterrorizada carga.

Había empezado a actuar en cuanto olió el tufillo a gas lacrimógeno que se filtraba del laberinto de abajo. Instantes después oyó cómo se reanudaban los disparos, a los que siguió un silencio sepulcral. Al ver entrar corriendo a sus dos hombres, les ordenó que se dirigieran hacia la escalera de piedra que descendía hasta donde había desplegado al resto de sus hombres para tender una emboscada a Spalko.

Keegan había trabajado durante años para el IRA antes de establecerse por su cuenta como mercenario a sueldo, así que estaba muy familiarizado con situaciones en las que lo superaban en número de fuerzas y potencia de fuego. Lo cierto es que disfrutaba de tales situaciones, y las veía como retos que debía superar.

Pero el humo ya había entrado en el mismo monasterio, adonde llegaba en grandes bocanadas, y en ese preciso instante se oyeron unas ráfagas de ametralladora procedentes del exterior. Sus hombres no habían tenido ninguna oportunidad; fueron acribillados antes siquiera de tener ocasión de identificar a sus verdugos.

Keegan tampoco esperó a identificarlos. Cogiendo al doctor Schiffer, lo arrastró a través de la maraña de pequeñas, oscuras y agobiantes habitaciones, buscando una salida.

Tal y como habían planeado, Spalko y Zina se separaron en el momento en que salieron de las densas nubes producidas por la bomba de humo que habían lanzado por la puerta hacia la parte superior de la escalera por la que habían trepado. Spalko recorrió metódicamente las habitaciones, mientras Zina se encargó de buscar una puerta que diera al exterior.

Fue Spalko el primero que vio a Schiffer y a Keegan; los llamó a gritos, y se encontró con una ráfaga de ametralladora de bienvenida que lo obligó a parapetarse detrás de un pesado cofre de madera.

—No tienes ninguna posibilidad de salir vivo de ésta —le gritó al mercenario—. No te quiero a ti; quiero al doctor Schiffer.

—Da lo mismo —le respondió Keegan a gritos—. Me han hecho un encargo, y tengo intención de llevarlo a cabo.

—Y ¿para qué? —dijo Spalko—. Tu patrón. László Molnar, está muerto, igual que János Vadas.

—No te creo —respondió Keegan. Schiffer no paraba de gimotear, y le hizo callar.

—¿Cómo crees que os he encontrado? —continuó Spalko—. Se lo saqué a Molnar a la fuerza. Vamos. Sabes que él era el único que sabía que estabais aquí.

Se produjo un silencio.

—Están todos muertos —dijo Spalko, avanzando un poquito—. ¿Quién te pagará lo que queda de tu comisión? Entrégame a Schiffer, y te pagaré lo que te debían, además de una bonificación. ¿Qué te parece?

Keegan estaba a punto de responder cuando Zina, que se había acercado a él por detrás, le metió una bala en la nuca.

La efusión resultante de sangre y sesos hizo que el doctor Schiffer se pusiera a gañir como un perro apaleado. Entonces, con su último protector abatido, vio a Spalko avanzando hacia él. Se dio la vuelta, y se encontró en los brazos de Zina.

—No tienes adonde ir, Felix —dijo Spalko—. Te das cuenta, ¿verdad?

Schiffer se quedó mirando a Zina con los ojos como platos. Empezó entonces a farfullar, y ella le acarició la frente mojada con una mano, apartándole el pelo como si fuera un niño con fiebre.

—Ya fuiste mío una vez —dijo Spalko cuando pasó por encima del cadáver de Keegan—. Y lo vuelves a ser.

Sacó dos objetos de su mochila. Eran material quirúrgico hecho de acero, cristal y titanio.

—¡Oh, Dios mío! —El quejido de Schiffer fue tan sincero como involuntario.

Zina le sonrió, y lo besó en ambas mejillas como si fueran unos buenos amigos que se reunieran después de una larga ausencia. Schiffer empezó a llorar de golpe.

Spalko, disfrutando del efecto que el difusor NX 20 surtía sobre su inventor, dijo:

—Así es como se juntan las dos mitades, ¿verdad, Felix? —Entero, el NX 20 no era más grande que el arma automática que colgaba de la espalda de Spalko—. Ahora que tengo una carga útil, me enseñarás cómo se utiliza adecuadamente.

—¡No! —dijo Schiffer con voz trémula—. ¡No, no y no!

—No se preocupe por nada —le susurró Zina, mientras Spalko agarraba la nuca del doctor Schiffer, lo que hizo que otro ataque de terror recorriera el cuerpo del científico—. Ahora está en las mejores manos.

El tramo de escaleras era corto, pero, para Bourne, su descenso fue más doloroso de lo que había esperado. El traumatismo ocasionado por el golpe recibido encima de las costillas le hacía ver las estrellas cada vez que daba un paso. Lo que necesitaba era un baño caliente y dormir un poco, dos cosas que todavía no se podía permitir.

De vuelta al piso de Annaka, Bourne le enseñó la parte superior de la banqueta del piano, y ella juró entre dientes. Entre los dos lo movieron hasta dejarlo bajo el plafón de la luz, y él se subió encima.

—¿Ve?

Ella meneó la cabeza.

—No tengo ni idea de lo que está pasando.

Bourne fue hasta el escritorio y en una libreta escribió rápidamente: «¿Tiene una escalera?».

Ella lo miró con curiosidad, pero asintió.

«Vaya a por ella», escribió Bourne.

Cuando Annaka volvió al salón con la escalera, Bourne subió por ella lo suficiente para poder mirar dentro del globo hueco de cristal esmerilado. Y en efecto, allí estaba. Metió la mano con cuidado, y sacó el diminuto artefacto cogido entre las puntas de los dedos. Bajó la escalera, y se lo puso en la palma de la mano para enseñárselo a Annaka.

—¿Qué…? —Ella se interrumpió ante la enérgica sacudida de cabeza de Bourne.

—¿Tiene unos alicates? —le preguntó él.

De nuevo, la expresión de curiosidad se instaló en el rostro de Annaka mientras abría un armario empotrado poco profundo. Le entregó los alicates. Entonces, Bourne colocó el diminuto cuadrado entre las puntas estriadas de la herramienta y apretó. El cuadrado se hizo añicos.

—Es un transmisor electrónico en miniatura —dijo él.

—¿Qué? —La curiosidad se había convertido en perplejidad.

—Por este motivo el hombre del tejado entró aquí, para colocar esto en el plafón de la luz. Nos estaba escuchando, además de vigilarnos.

Annaka recorrió con la mirada la acogedora habitación y tuvo un escalofrío.

—¡Dios mío! Nunca más volveré a sentirme igual en este lugar. —Entonces se volvió hacia Bourne—. Pero ¿qué es lo que quiere ese sujeto? ¿Por qué intenta registrar todos nuestros movimientos? —De pronto soltó un resoplido—. Es por el doctor Schiffer, ¿verdad?

—Tal vez —dijo Bourne—. No lo sé.

De pronto se mareó y, a punto de perder el conocimiento, medio se cayó, medio se sentó en el sofá.

Annaka fue corriendo al cuarto de baño para coger algún desinfectante y vendas. Bourne recostó la cabeza en los cojines, mientras vaciaba la cabeza de todo lo que acababa de suceder. Tenía que centrarse y mantener la concentración, sin apartar la vista ni un instante de lo que tenía que hacer a continuación.

Annaka regresó del cuarto de baño llevando una bandeja en la que había colocado una palangana de porcelana poco profunda con agua caliente, una esponja, algunas toallas, una bolsa de hielo, un frasco de antiséptico y un vaso de agua.

—¿Jason?

Él abrió los ojos.

Ella le entregó el vaso de agua, y mientras él se la bebía, le pasó la bolsa de hielo.

—Se le está empezando a hinchar la mejilla.

Bourne se puso la bolsa de hielo contra la cara y sintió remitir lentamente el dolor hasta la insensibilización. Pero al tomar aire rápidamente, el costado se le agarrotó cuando se giró para poner el vaso vacío en una mesita auxiliar. Se volvió lentamente, con rigidez. Estaba pensando en Joshua, que había resucitado en sus pensamientos, aunque no en la realidad. Quizá por eso estaba tan lleno de furia ciega hacia Jan, porque éste había invocado al espectro del horroroso pasado, y arrojado a la luz un fantasma a quien David Webb quería tanto que lo había perseguido en sus dos personalidades.

Mientras observaba a Annaka limpiarle la cara de sangre seca, recordó la conversación del café, cuando él había sacado a colación el tema del padre de Annaka y ésta había perdido el control; sin embargo, él sabía que tenía que continuar con ello. Él era un padre que había perdido violentamente a su familia. Y ella una hija que había perdido violentamente a su padre.

—Annaka —empezó a decir con tacto—, sé que es un tema doloroso para usted, pero me gustaría saber algo acerca de su padre. —Bourne percibió que se ponía tensa, pese a lo cual continuó—. ¿Puede hablar de él?

—¿Qué quiere saber? Cómo se conocieron él y Alexei, supongo.

Estaba concentrada en la tarea, pero Bourne se preguntó si no estaba esquivando deliberadamente su mirada.

—Estaba pensando más en algo del tipo de su relación con él.

Una sombra bailó en el rostro de Annaka.

—Ésa es una pregunta extraña e íntima.

—Se trata de mi pasado, ¿sabe?

La voz de Bourne se fue apagando poco a poco. Era tan incapaz de mentir como de contarle toda la verdad.

—De ese del que sólo recuerda atisbos. —Ella asintió con la cabeza—. Entiendo. —Cuando retorció la esponja, el agua de la palangana se volvió rosa—. Bueno, János Vadas fue el padre perfecto. Me cambiaba los pañales cuando era un bebé, me leía cuentos por la noche y me cantaba cuando estaba enferma. Nunca me falló en ningún cumpleaños u ocasión especial. La verdad, no sé cómo lo conseguía. —Retorció la esponja por segunda vez; Bourne había empezado a sangrar de nuevo—. Yo era lo primero. Siempre. Y nunca se cansó de decirme lo mucho que me quería.

—Qué niña más afortunada fue.

—Más afortunada que cualquiera de mis amigos, y más que cualquiera que conozca. —Estaba más concentrada que nunca, intentando detener la hemorragia.

Bourne se había sumido en un estado de medio trance, pensando en Joshua —y en el resto de su primera familia— y en todas las cosas que nunca conseguiría hacer con ellos, en la multitud de pequeños momentos en los que uno se fija y recuerda mientras su hijo crece.

Annaka contuvo por fin el flujo de sangre y echó un vistazo debajo de la bolsa de hielo. Su expresión no traicionó lo que vio. Se apartó y se puso en cuclillas, con las manos en el regazo.

—Creo que debería quitarse la chaqueta y la camisa.

Bourne la miró fijamente.

—Para que podamos echarle un vistazo a sus costillas. Me fijé en que hizo un gesto de dolor cuando se giró para dejar el vaso.

Alargó la mano, y Bourne dejó caer la bolsa de hielo en ella. Annaka la manipuló.

—Hay que rellenarla.

Cuando volvió, Bourne estaba desnudo de cintura para arriba. Un verdugón rojo terriblemente grande en el costado izquierdo estaba hinchado y muy sensible cuando los dedos de Annaka lo palparon.

—¡Dios mío! Lo que necesita es un baño de hielo —exclamó.

—Al menos no hay nada roto.

Ella le lanzó la bolsa de hielo. Bourne dio un grito ahogado involuntario cuando se la aplicó a la hinchazón. Ella volvió a sentarse sobre sus nalgas, y una vez más recorrió con la mirada a Bourne, quien lamentó no saber en que estaba pensando Annaka.

—Supongo que no puede evitar acordarse del hijo a quien mataron siendo tan pequeño.

Bourne hizo rechinar los dientes.

—Es sólo que… El hombre del tejado, el que nos estaba espiando, me ha estado siguiendo desde Estados Unidos. Dice que quiere matarme, pero sé que está mintiendo. Quiere que yo lo conduzca hasta alguien, y por eso nos ha estado espiando.

El rostro de Annaka se ensombreció.

—¿Hasta quién quiere llegar?

—A un hombre llamado Spalko.

Ella mostró sorpresa.

—¿Stepan Spalko?

—Así es. ¿Lo conoce?

—Por supuesto que lo conozco —dijo ella—. Toda Hungría lo conoce. Es el presidente de Humanistas Ltd., la organización de ayuda internacional. —Arrugó el entrecejo—. Jason, estoy verdaderamente preocupada. Ese hombre es peligroso. Si está intentando llegar hasta el señor Spalko, deberíamos ponemos en contacto con las autoridades.

Él negó con la cabeza.

—¿Y qué les diríamos? ¿Que creemos que un hombre al que sólo conocemos como Jan quiere ponerse en contacto con Stepan Spalko? Ni siquiera sabemos para qué. ¿Y qué cree que dirán? ¿Por qué ese tal Jan no se limita a descolgar el teléfono y llamarlo?

—Entonces, al menos deberíamos llamar a Humanistas.

—Annaka, hasta que sepa qué está ocurriendo, no quiero contactar con nadie. Eso no haría más que enturbiar unas aguas que ya lo están con preguntas para las que no tengo respuesta.

Bourne se levantó, caminó hasta el escritorio y se sentó delante del ordenador portátil de Annaka.

—Le dije que había tenido una idea. ¿Le importa si utilizo su ordenador?

—En absoluto —dijo ella, levantándose.

Mientras Bourne encendía el aparato, ella recogió la palangana, la esponja y el resto de la parafernalia y entró en la cocina sin hacer ruido. Él oyó el ruido del agua corriendo mientras se conectaba a internet. Accedió a la red del gobierno de Estados Unidos, navegó de sitio en sitio y, cuando Annaka volvió, ya había encontrado lo que necesitaba.

La Agencia tenía un montón de sitios públicos, accesibles a cualquiera que tuviera una conexión a Internet, pero había una docena de sitios más, encriptados y protegidos con contraseñas, que constituían la fabulosa intranet de la CIA.

Annaka se dio cuenta de la extrema concentración de Bourne.

—¿Qué pasa? —Rodeó la mesa y se paró detrás de él. En un momento, puso los ojos como platos—. ¿Qué demonios está haciendo?

—Exactamente lo que parece —dijo Bourne—. Estoy pirateando la principal base de datos de la CIA.

—Pero ¿cómo…?

—No haga preguntas —dijo Bourne mientras sus dedos volaban sobre el teclado—. Confíe en mí, usted no quiere saber.

Alex Conklin conocía la manera de entrar por la puerta delantera, pero eso se debía a que todos los lunes, a las seis de la mañana, le entregaban los códigos actualizados. Fue Deron, el artista y maestro de falsificadores, quien le enseñó a Bourne el bello arte del pirateo de las bases de datos del gobierno. En su negocio, era una habilidad necesaria.

El problema estribaba en que el cortafuegos —el software diseñado para mantener la seguridad de las bases de datos— era especialmente coñazo. Aparte de que todas las semanas se cambiaba la palabra clave, ésta llevaba unido un algoritmo flotante. Pero Deron le había enseñado a Bourne la manera de engañar al sistema haciéndole creer que tenías la palabra clave cuando no la tenías, de manera que el mismo programa te la proporcionara.

La manera de atacar el cortafuegos era a través del algoritmo, que era una derivación del algoritmo básico que encriptaba los archivos centrales de la CIA. Bourne conocía esa fórmula porque Deron lo había obligado a memorizarla.

Bourne navegó hasta el sitio de la CIA, donde apareció una ventana en la que se le pedía que tecleara la palabra clave actual. Entonces tecleó el algoritmo, que estaba compuesto por una sucesión de números y letras mucho mayor de la que el cajetín estaba diseñado para admitir. Por otro lado, después de los tres primeros grupos de componentes, el programa esencial lo reconoció como lo que era, y se quedó estancado. El truco, había dicho Deron, consistía en completar el algoritmo antes de que el programa entendiera lo que estabas haciendo y se cerrara, denegándote el acceso. La serie de la fórmula era muy larga; no había lugar para el error o ni siquiera un instante de duda, y Bourne empezó a sudar porque no podía creerse que el software pudiera permanecer tanto tiempo bloqueado.

Sin embargo, al final acabó de introducir el algoritmo sin que el programa se cerrara. La ventana desapareció, y la pantalla cambió.

—Estoy dentro —dijo Bourne.

—Pura alquimia —susurró Annaka, fascinada.

Bourne navegó por el sitio de la Junta de Armamento Táctico No Letal. Introdujo el nombre de Schiffer, pero quedó decepcionado por el escaso material que apareció. Nada que tuviera relación con el objeto de su trabajo, ni nada sobre su historial. Lo cierto era que, si Bourne no hubiera sabido lo que sabía, podría haber creído que el doctor Felix Schiffer era un científico menor sin ninguna importancia para la Junta.

Había otra posibilidad. Utilizó el pirateo del canal posterior que Deron le había hecho memorizar, el mismo que Conklin había utilizado para vigilar los acontecimientos que ocurrían entre bastidores en el Departamento de Defensa.

Una vez dentro, fue al sitio de la DARPA y navegó hasta llegar a «Archivos». Por suerte para él, los encargados de controlar los ordenadores del gobierno eran manifiestamente lentos a la hora de limpiar los archivos viejos. Estaba el de Schiffer, que contenía algo de su currículum. Era diplomado del MIT, y una de las grandes firmas farmacéuticas le había proporcionado su propio laboratorio cuando todavía estaba haciendo el posgrado. Duró allí menos de un año, pero cuando se fue se llevó consigo a otro de sus científicos, el doctor Peter Sido, con quien trabajó durante cinco años antes de ser reclutado por el gobierno y entrar en la DARPA. No había nada que explicara su renuncia a la actividad privada para meterse en el sector público, pero algunos científicos eran así. Estaban tan incapacitados para vivir en sociedad como muchos presidiarios que, después de haber cumplido su condena, cometían otro delito en cuanto pisaban la calle, simplemente para que los enviaran de nuevo a un mundo que estaba perfectamente definido y donde todo estaba pensando para ellos.

Bourne siguió leyendo y descubrió que Schiffer había sido adscrito a la Oficina de Ciencias de la Defensa, la cual (y esto lo alarmó) se encargaba de los sistemas de armas biológicas. En su etapa en la DARPA, el doctor Schiffer había estado trabajando en la manera de «limpiar» una habitación infectada con ántrax.

Bourne siguió pasando páginas, pero no pudo encontrar más detalles. Lo que le preocupaba era que aquella información no explicara el gran interés de Conklin.

Annaka miró por encima del hombro de Bourne.

—¿Hay alguna pista que pudiéramos utilizar para averiguar dónde podría estar escondido el doctor Schiffer?

—No creo, no.

—Muy bien, pues. —Le dio un apretón en los hombros—. La despensa está vacía, y los dos tenemos que comer algo.

—Creo que preferiría quejarme aquí, si no le importa, y descansar un poco.

—Tiene razón. No está en condiciones de andar por ahí. —Sonrió mientras se ponía el abrigo—. Voy sólo un minuto a la vuelta de la esquina y traigo algo de comer. ¿Quiere algo en especial?

Él negó con la cabeza y la observó mientras se dirigía a la puerta.

—Annaka, tenga cuidado.

Ella se volvió, y sacó a medias su pistola del bolso.

—No se preocupe, no me pasará nada. —Abrió la puerta—. Nos vemos en unos minutos.

Bourne la oyó salir, pero su atención ya estaba puesta de nuevo en la pantalla del ordenador. Sintió que se le aceleraba el corazón, e intentó tranquilizarse sin éxito. Aun completamente decidido, titubeó. Sabía que tenía que seguir, aunque también reconoció que estaba aterrorizado.

Contemplándose las manos como si pertenecieran a otro, pasó los siguientes cinco minutos abriéndose camino a través del cortafuegos del Ejército de Estados Unidos. En un momento dado, se encontró con un problema. El equipo informático militar había mejorado el bloqueo recientemente, añadiendo un tercer estrato del que Deron no le había hablado o, lo que era más probable, del que no sabía nada. Sus dedos se levantaron como los de Annaka por encima del teclado del piano, y durante un instante dudó. No era demasiado tarde para retroceder, se dijo, no había nada de lo que avergonzarse. Durante años había tenido la sensación de que algo que tenía que ver con su primera familia, incluida la documentación sobre ella que se conservaba en las bases de datos del ejército, le estaba rigurosamente vedado. Ya había sufrido una considerable tortura a causa de sus muertes, acosado por la culpa incontrolable por no haber podido salvarlos y por haber estado el a salvo en una reunión, mientras aquel caza que caía en picado los acribillaba con sus balas asesinas. No pudo evitar torturarse de nuevo, evocando los últimos y terroríficos minutos de su familia. Como hija de la guerra, Dao habría oído, como era natural, los motores del reactor zumbando perezosamente en el ardiente cielo estival. Al principio no lo habría visto acercándose desde el blanco sol, pero al hacerse más próximo su rugido, al hacerse más grande que el sol su mole metálica, habría caído en la cuenta. Y aunque el terror se hubiera adueñado de su corazón, habría intentado reunir a sus hijos con ella en un vano intento de protegerlos de las balas que ya habrían empezado a picar la turbia superficie del río. «¡Joshua! ¡Alyssa! ¡Venid conmigo!», habría gritado, como si pudiera salvarlos de lo que se avecinaba.

Sentado delante del ordenador de Annaka, Bourne se dio cuenta de que estaba llorando. Durante un momento permitió que las lágrimas fluyeran libremente, como no lo habían hecho durante tantos años. Luego se sacudió, se limpió las mejillas con la manga y, antes de que tuviera ocasión de cambiar de idea, siguió con el asunto que se traía entre manos.

Encontró un sistema chapucero de acceder al último nivel del bloqueo, y cinco minutos después de haber empezado aquel insoportable trabajo consiguió acceder. De inmediato, antes de que sus nervios pudieran volver a traicionarle, navegó hasta llegar a los archivos de las actas de defunción y tecleó los nombres y la fecha de fallecimiento de Dao Webb, Alyssa Webb y Joshua Webb en los campos que le pedían esos datos. Se quedó mirando fijamente los nombres, mientras pensaba: «Ésta era mi familia, seres humanos de carne y hueso que reían y lloraban, y que una vez me abrazaron y me llamaron “cariño” y “papá”». ¿Y qué eran en ese momento? Unos nombres en la pantalla de un ordenador. Estadísticas en un banco de datos. Se le estaba partiendo el alma, y volvió a sentir el roce de aquella locura que lo había afligido en el período inmediatamente posterior a sus muertes. «No puedo volver a sentir eso otra vez —pensó—. Me destrozaría.» Rebosante de un dolor que encontró insoportable, pulsó la tecla «Entrar». No tenía otra elección; no podía volverse atrás. Nunca hacia atrás, como había sido su lema desde que Alex Conklin lo había reclutado y convertido en otro David Webb, y luego en Jason Bourne. Entonces, ¿por qué seguía oyendo sus voces? «Cariño, te he echado de menos.» «¡Papi, estás en casa!»

Esos recuerdos atravesaron la permeable barrera del tiempo y atraparon a su familia en su red, por lo que Bourne no reaccionó al principio cuando vio aquello en la pantalla. Se quedó mirando fijamente durante varios minutos sin advertir la terrible anomalía.

Con un nivel de detalle horripilante vio entonces lo que había esperado no ver jamás: las fotos de su amada esposa Dao, con los hombros y el pecho acribillados a balazos y la cara grotescamente desfigurada por los traumatismos. En la segunda página vio las fotos de Alyssa, con el pequeño cuerpo y la pequeña cabeza aún más desfigurados, dada su vulnerabilidad y su menor tamaño. Se quedó allí sentado, paralizado por la pena y el horror ante lo que aparecía ante su vista. Tenía que continuar. Quedaba una página, una última serie de fotos, para completar la tragedia.

Pasó a la tercera página, armándose de valor para ver las fotos de Joshua.

Pero no había ninguna.

Estupefacto, no hizo nada durante un rato. Al principio pensó que el ordenador había tenido un problema técnico que lo había dirigido sin querer a otra página de los archivos. Pero no, allí estaba el nombre: Joshua Webb. Y debajo aparecían unas palabras que cauterizaron la conciencia de Bourne como una aguja al rojo vivo. «Tres prendas de vestir, relacionadas abajo, parte de un zapato (la suela y el talón desaparecidas) encontrado a diez metros de los cadáveres de Dao y Alyssa Webb. Tras una hora de búsqueda, Joshua Webb fue declarado muerto. CNE.»

CNE. El acrónimo del ejército llamó inmediatamente su atención. Cuerpo No Encontrado. Un frío glacial lo atenazó. Buscaron a Joshua durante una hora. ¿Sólo una hora? ¿Y por qué no se lo habían dicho? Había dado sepultura a tres ataúdes, mientras la pena más profunda, el remordimiento y la culpa se ensañaban en él. Y durante todo aquel tiempo ellos lo habían sabido. ¡Los muy cabrones lo sabían! Se recostó en la silla. Estaba pálido, y las manos le temblaban. Y sintió una furia incontenible en su corazón.

Pensó en Joshua, y pensó en Jan.

La cabeza le ardía, dominada por el espanto de la terrible posibilidad que había enterrado desde el momento en que había visto el buda tallado en piedra alrededor del cuello de Jan. ¿Y si Jan fuera realmente Joshua? De ser así, éste se había convertido en una máquina de matar, en un monstruo. Bien sabía Bourne lo fácil que era encontrar el camino a la locura y el asesinato en las junglas del Sureste Asiático. Pero, por supuesto, había otra posibilidad, una hacia la que su cabeza gravitó con bastante naturalidad y conservó: que el complot para suplantar a Joshua tenía mayor alcance y más complejidad que la que él había considerado en principio. De ser así, si aquellos documentos estaban falsificados, la conspiración alcanzaba entonces a las más altas instancias del gobierno estadounidense. Pero, por extraño que pareciera, el llenar su mente con las habituales sospechas conspirativas no hizo sino aumentar su sensación de no saber dónde se encontraba.

Vio a Jan en su imaginación sujetando el buda de piedra tallada, y lo oyó decir: «Tú me diste éste; sí, tú me lo diste. Y entonces me abandonaste para que muriera.»

De repente le vino una arcada y, con el estómago completamente revuelto, vomitó cerca del sofá y por toda la habitación, y, haciendo caso omiso del dolor, corrió al cuarto de baño, donde vomitó todo lo que le quedaba dentro.

En la sala de Situación Operacional ubicada en las entrañas del cuartel general de la CIA, el agente de guardia cogió el teléfono y marcó un número concreto sin dejar de mirar la pantalla del ordenador. Esperó un momento, mientras una voz automatizada decía: «Hable». El oficial de guardia preguntó por el DCI. Su voz fue analizada, cotejada con la lista de agentes de guardia. La llamada fue derivada, y una voz masculina dijo:

—No cuelgue, por favor.

Un rato más tarde, la clara voz de barítono del DCI se oyó en la línea.

—Señor, pensé que debía saber que se ha disparado una alarma interna. Alguien ha sorteado el cortafuegos militar y ha accedido a las actas de defunción del siguiente personal: Dao Webb, Alyssa Webb y Joshua Webb.

Se produjo una pausa breve y desagradable.

—Webb, hijo. ¿Está seguro de que es Webb?

La repentina urgencia que mostró la voz del DCI hizo que el sudor apareciera en la cara del joven agente de guardia.

—Sí, señor.

—¿Dónde se ha localizado al pirata?

—En Budapest, señor.

—¿La alarma cumplió su misión? ¿Capturó la IP completa?

—Sí, señor. Calle Fo, 106-108.

En su despacho, el DCI sonrió forzadamente. Por pura casualidad había estado hojeando el último informe de Martin Lindros. Parecía como si los gabachos hubieran pasado ya por el tamiz todos los restos del accidente en el que se suponía que había muerto Jason Bourne sin que encontraran ningún rastro de restos humanos. Ni siquiera una muela. Así que no había habido ninguna confirmación definitiva de que, a pesar de la declaración del agente del Quai d’Orsay que había presenciado el accidente, Bourne estuviera realmente muerto. Furioso, el DCI cerró el puño y dio un puñetazo en la mesa. Bourne los había vuelto a esquivar. Pero a pesar de su ira y frustración, una parte de él no estaba tan sorprendida, ni mucho menos. Al fin y al cabo, Bourne había sido entrenado por el mejor agente que jamás hubiera producido la Agencia. La de veces que Alex Conklin había fingido su muerte sobre el terreno, aunque tal vez nunca de una manera tan espectacular…

Como era natural, pensó el DCI, siempre existía la posibilidad de que alguna otra persona distinta de Jason Bourne hubiera sorteado el cortafuegos del Ejército de Estados Unidos para acceder a las mohosas actas de defunción de una mujer y sus dos hijos, que ni siquiera eran personal militar y que tan sólo eran conocidos por un pequeño puñado de personas todavía vivas. Pero ¿cuántas posibilidades había de que fuera así?

No, pensó entonces con una excitación creciente, Bourne no había perecido en aquella explosión en las afueras de París; estaba vivito y coleando en Budapest —¿por qué allí?—, y por una vez había cometido un error del que ellos podrían aprovecharse. ¿Por qué motivo estaba interesado en las actas de defunción de su primera familia? El DCI no tenía ni idea, ni le preocupaba más allá del hecho de que la curiosidad de Bourne había abierto la puerta al cumplimiento definitivo de sus órdenes.

Alargó la mano hacia el teléfono. Podría haber encomendado la tarea a un subordinado, pero quería sentir la alegría de ordenar aquel castigo concreto él mismo. Marcó un número del extranjero mientras pensaba: «Ya te tengo, hijo de la gran puta».