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Jan llegó a Budapest a la caída de la noche. Cogió un taxi desde el aeropuerto y se registró en el Gran Hotel Danubius como Heng Raffarin, el nombre que había utilizado como periodista de Le Monde en París. Así era como había pasado los trámites de inmigración, pero llevaba también otros documentos, comprados como los otros que lo identificaban como subinspector de la Interpol.

—He venido en avión desde París para entrevistar al señor Conklin —dijo con voz nerviosa—. ¡Todos esos retrasos! He llegado tardísimo. ¿Cree que podría informar al señor Conklin de que por fin he llegado? Los dos vamos muy justos de tiempo.

Tal como había previsto Jan, el recepcionista examinó el casillero que tenía detrás, donde cada casilla tenía un número de habitación grabado en pan de oro.

—El señor Conklin no está en su habitación en este momento. ¿Desea dejarle una nota?

—Supongo que no me queda otro remedio. Empezaremos de nuevo por la mañana.

Jan simuló escribir una nota para el «señor Conklin», la selló y se la entregó al recepcionista. Cogió entonces la llave y se apartó, pero por el rabillo del ojo observó cómo el recepcionista metía el sobre en la casilla marcada como ÁTICO 3. Satisfecho, cogió el ascensor hasta su habitación, que estaba en la planta inmediatamente inferior al ático.

Se duchó, sacó algunos utensilios de una bolsa pequeña y salió de la habitación. Subió una planta por la escalera hasta el ático. Permaneció parado en el pasillo mucho tiempo, simplemente escuchando, acostumbrándose a los pequeños ruidos endémicos de cualquier edificio. Permaneció allí, quieto como un muerto, esperando algo —un sonido, una vibración o una «sensación»— que le dijera si debía avanzar o retirarse.

Como no surgiera nada adverso, avanzó con cautela, reconociendo todo el pasillo y asegurándose de que, por lo menos, era seguro.

Por último se encontró delante de la brillante doble puerta de teca del ático 3. Sacó una ganzúa y la introdujo en la cerradura. Al cabo de unos segundos la puerta se abrió.

Volvió a pararse durante algún tiempo en la entrada, aspirando el olor de la suite. El instinto le dijo que la habitación estaba vacía. Sin embargo, recelaba de alguna trampa. Tambaleándose un tanto a causa de la falta de sueño y de la creciente oleada de emociones, inspeccionó la habitación. Aparte de los restos de un paquete del tamaño aproximado de una caja de zapatos, había poco de valor en la suite que traicionara su ocupación. A juzgar por el aspecto de la cama, nadie había dormido en ella. Jan se preguntó dónde estaba Bourne en ese momento.

Consiguió que su errática mente retornara a su cuerpo, atravesó la estancia hacia el cuarto de baño y encendió la luz. Vio el peine de plástico, el cepillo y la pasta de dientes, así como una pequeña botella de enjuague bucal que proporcionaba el hotel junto con el jabón, el champú y la crema de manos. Desenroscó el tubo de dentífrico, lo apretó hasta dejar caer un poco del contenido en el lavabo y lo limpió con agua. Luego sacó un clip y una pequeña caja plateada. Dentro de la caja había dos cápsulas con cubiertas de gelatina de disolución rápida. Una era blanca, y la otra negra.

—Una de las pastillas hará que tu corazón se acelere, y la otra que se enlentezca, y las pastillas que papá te da no te hacen nada en absoluto.

Cantó afinadamente la melodía del White Rabbit con una limpia voz de tenor, mientras sacaba la cápsula blanca de su base. Estaba a punto de meterla por el orificio del tubo del dentífrico y apretarla hacia abajo con el extremo del clip cuando algo lo detuvo. Contó hasta diez y volvió a colocar la cápsula en su sitio, con cuidado de volver a dejar el tubo exactamente como lo había encontrado.

Se quedó parado un momento, desconcertado, mirando fijamente las dos cápsulas que él mismo había preparado mientras esperaba su vuelo en París. Había tenido claro entonces lo que había querido hacer: la cápsula negra estaba llena con el suficiente veneno de cobra Krait para paralizar el cuerpo de Bourne, pese a lo cual seguiría permitiendo que su mente siguiera consciente y alerta. Bourne sabía más sobre lo que estaba planeando Spalko que Jan; tenía que ser así, toda vez que había seguido su rastro desde el principio hasta la base de operaciones de Spalko. Jan quería saber qué sabía Bourne antes de matarlo. Eso, al menos, es lo que se decía a sí mismo.

Pero era imposible negar por más tiempo que su mente, llena desde hacía tanto tiempo de febriles imágenes de venganza, había hecho sitio en los últimos tiempos a otros escenarios. Por más energía que había empleado en rechazarlos, éstos persistían. Lo cierto era, se percató en ese momento, que cuanta más violencia empleaba en rechazarlos, con más tozudez se negaban ellos a desaparecer.

Se sintió como un idiota, de pie en la habitación del instrumento de su perdición, incapaz de llevar a cabo el plan que tan meticulosamente había diseñado. Antes al contrario, en el teatro de su imaginación estaba pasando una y otra vez la expresión de la cara de Bourne al ver el buda tallado en piedra que colgaba de su cuello en una cadena de oro. Jan aferró el buda, sintiendo, como ocurría siempre que lo hacía, cierta sensación de consuelo y de seguridad al contacto con la suavidad de su forma y lo extraño de su peso. ¿Qué le estaba pasando?

Se volvió con un pequeño gruñido de furia y salió de la suite furtivamente. De camino a su habitación, sacó el móvil y marcó un número local. Una voz respondió al cabo de dos timbrazos.

—¿Sí? —dijo Ethan Hearn.

—¿Cómo va el trabajo? —preguntó Jan.

—La verdad es que lo encuentro muy ameno.

—Como te predije.

—¿Dónde estás? —preguntó el director de Desarrollo de Humanistas Ltd.

—En Budapest.

—Menuda sorpresa —dijo Hearn—. Creía que tenías un encargo en África Oriental.

—Lo rechacé —dijo Jan. Había llegado al vestíbulo y lo estaba atravesando, dirigiéndose hacia la puerta principal—. La verdad es que de momento me he salido del mercado.

—Algo muy importante ha debido de traerte aquí.

—De hecho, se trata de tu jefe. ¿Qué has podido descubrir?

—Nada concreto, pero está tramando algo. Y lo que sí te digo es que es algo muy, muy grande.

—¿Qué te hace pensar eso? —preguntó Jan.

—En primer lugar, ha tenido a dos chechenos como invitados —dijo Hearn—. En apariencia, eso no es de extrañar; tenemos en marcha una importante iniciativa en Chechenia. Y sin embargo fue extraño, pero que muy extraño, porque aunque iban vestidos como occidentales (el hombre sin barba y la mujer sin pañuelo en la cabeza), los reconocí, bueno, al menos lo reconocí a él. Era Hasan Arsenov, el líder de los rebeldes chechenos.

—Continúa —le instó Jan, mientras pensaba que estaba obteniendo de aquel topo más de lo que había pagado.

—Luego, hace dos noches, me pidió que fuera a la ópera —prosiguió Hearn—. Me dijo que quería enganchar a un ricachón muy prometedor llamado László Molnar.

—¿Y eso qué tiene de raro? —preguntó Jan.

—Dos cosas —contestó Hearn—. En primer lugar, Spalko se hizo cargo del asunto a mitad de la noche. Y me ordenó de forma tajante que me tomara el día siguiente libre. Y segundo, Molnar ha desaparecido.

—¿Desaparecido?

—Se ha esfumado del todo, como si nunca hubiera existido —dijo Hearn—. Spalko cree que soy demasiado ingenuo y que no me molestaría en hacer ninguna averiguación. —Se rió por lo bajinis.

—No te confíes en exceso —le advirtió Jan—. Será entonces cuando cometas un error. Y recuerda lo que te dije: no subestimes a Spalko. Si lo haces eres hombre muerto.

—Ya lo sé, Jan. ¡Joder! No soy idiota.

—No estarías en mi nómina, si lo fueras —le recordó Jan—. ¿Conoces la dirección del domicilio de ese tal László Molnar?

Ethan Hearn se la dio.

—Ahora —dijo Jan—, todo lo que tienes que hacer es mantener los oídos bien abiertos y la cabeza gacha. Quiero que hurgues todo lo que puedas acerca de él.

* * *

Jason Bourne observó a Annaka cuando ésta salió del depósito de cadáveres, donde, sospechaba, había sido llevada por la policía para que identificara a su padre y a los tres hombres que habían sido tiroteados. En cuanto al francotirador, había aterrizado de cara, lo cual descartaba cualquier identificación por medio de las fichas dentales. La policía debía de estar comprobando sus huellas en la base de datos de la Unión Europea. Por los retazos de conversación que había cogido al vuelo en la iglesia de Matías, la policía sentía verdadera curiosidad por los motivos que había llevado a un asesino profesional a querer matar a János Vadas, pero Annaka no había dado ninguna explicación, la policía se había dado por vencida y la habían dejado marchar. Como era de esperar, no tenían ni la más remota idea de la participación de Bourne. Éste se había mantenido al margen de la investigación por necesidad —al fin y al cabo pesaba sobre él una orden de búsqueda internacional—, pero eso no impedía que sintiera cierta inquietud. No tenía ni idea de si podía confiar en Annaka. No había transcurrido tanto tiempo desde que ella hubiera intentado alojarle una bala en la sesera. Pero Bourne tenía la esperanza de que los actos que él había realizado después del asesinato del padre de la chica la convencieran de que sus intenciones eran buenas.

Aparentemente había sido así, porque Annaka no le había hablado a la policía de él. De hecho, Bourne había encontrado sus botas en la capilla que Annaka le había enseñado, metidas entre las criptas del rey Bela III y de Inés de Châtillon. Después de sobornar a un taxista, la había seguido de cerca hasta la comisaría de policía, y de allí al depósito de cadáveres.

En ese momento Bourne observó a los policías saludar llevándose la mano a la gorra y despedirse. Se habían ofrecido a llevarla a casa, pero Annaka había rechazado el ofrecimiento. En su lugar, supuso Bourne, sacó su móvil para llamar a un taxi.

Cuando estuvo seguro de que ella estaba sola, salió de las sombras en las que había estado escondido y cruzó rápidamente la calle hacia ella. Annaka lo vio y apartó el móvil. La expresión de alarma de la mujer hizo que Bourne se parara en seco.

—¡Usted! ¿Cómo me ha encontrado? —Annaka miró en derredor de forma bastante desaforada, según le pareció a Bourne—. ¿Me ha estado siguiendo todo este rato?

—Quería asegurarme de que estaba bien.

—Han matado a mi padre de un disparo delante de mí —dijo de manera cortante—. ¿Por qué habría de estar bien?

Bourne era consciente de que estaban parados debajo de una farola. De noche siempre pensaba en términos de objetivos y seguridad; era un acto reflejo… y no podía evitarlo.

—Aquí la policía puede causar problemas.

—¿En serio? ¿Y cómo sabe eso? —No aparentaba estar interesada en la respuesta de Bourne, porque empezó a alejarse de él taconeando sobre los adoquines.

—Annaka, nos necesitamos mutuamente.

Tenía la espalda muy erguida y mantenía la cabeza alta sobre su largo cuello.

—¿Qué le ha llevado a decir algo tan absurdo?

—Porque es la verdad.

Ella giró sobre sus talones, encarándose con él.

—No, no es verdad. —Sus ojos centelleaban—. Por su culpa mi padre está muerto.

—¿Quién dice ahora cosas absurdas? —Bourne negó—. A su padre lo asesinaron a causa de lo que fuera que se trajeran entre manos él y Alex Conklin. Por ese motivo asesinaron a Alex en su casa, y por eso estoy aquí.

Annaka resopló con desdén. Bourne comprendía el origen de su crispación. La habían introducido a la fuerza en un escenario dominado por los hombres, quizá por su padre, y en ese momento estaba más o menos en pie de guerra. O al menos estaba muy a la defensiva.

—¿No quiere saber quién mató a su padre?

—Francamente, no. —Apoyó el puño en la cadera—. Quiero enterrarlo y olvidar que alguna vez oí hablar de Alexei Conklin y del doctor Felix Schiffer.

—¡No puede estar hablando en serio!

—¿Acaso me conoce, señor Bourne? ¿Sabe algo de mí? —Sus ojos claros lo observaron desde su cabeza ligeramente ladeada—. Me parece que no. No sabe nada de nada. Por eso ha venido aquí haciéndose pasar por Alexei. Un estúpido ruso, transparente como el plástico. Y ahora que ha equivocado el camino de entrada, ahora que se ha metido en esto como un elefante en una cacharrería y que se ha derramado toda esa sangre, cree que es su deber averiguar qué estaban tramando mi padre y Alexei.

—¿Acaso me conoce, Annaka?

Una sonrisa sarcástica dividió el rostro de la chica cuando dio un paso hacia él.

—Oh, sí, señor Bourne, le conozco muy bien. He visto ir y venir a los de su clase, y todos ellos pensaban en el instante antes de ser tiroteados que eran más listos que el anterior.

—Bien, entonces dígame quién soy.

—¿Cree que no se lo diré? Señor Bourne, sé muy bien quién es usted. Es un gato con un ovillo de cuerda. Y sólo piensa en desenredar el ovillo de cuerda sin importarle el precio. Para usted todo esto no es más que un juego, un misterio que debe ser resuelto. No importa nada más. El mismo misterio que busca resolver lo define; sin él, ni siquiera existiría.

—Está equivocada.

—Oh, no, no lo estoy. —La sonrisa sarcástica se ensanchó—. Es por eso que no es capaz de comprender que pueda alejarme de esto ni que no quiera trabajar con usted ni ayudarlo a averiguar quién mató a mi padre. ¿Por qué habría de hacerlo? ¿Conocer la respuesta lo hará volver? Está muerto, señor Bourne. Él ya no piensa ni respira. Ahora es sólo un montón de residuos, esperando a que el tiempo termine lo que empezó.

Se dio la vuelta y empezó a alejarse de nuevo.

—Annaka…

—Aléjese, señor Bourne. Lo que tenga que decir no me interesa.

Bourne echó a correr para alcanzarla.

—¿Cómo puede decir eso? Seis hombres han perdido la vida por culpa de…

Ella lo miró atribulada, y Bourne se dio cuenta de que estaba a punto de echarse a llorar.

—Supliqué a mi padre que no se implicara, pero ya sabe, los viejos amigos…, el aliciente de la clandestinidad…, vaya usted a saber. Le advertí de que todo acabaría mal, pero se echó a reír (sí, a reír), y dijo que yo era su hija y que era imposible que lo entendiera. Bien, eso me puso en mi sitio, ¿no cree?

—Annaka, me buscan por un doble asesinato que no cometí. A mis dos mejores amigos los han asesinado a tiros, y me han tendido una trampa para convertirme en el principal sospechoso. ¿No es capaz de comprender…?

—¡Dios mío! ¿Es que no ha oído una palabra de lo que he dicho? ¿Es que le ha entrado todo por un oído y le ha salido por el otro?

Vivía en el número 106-108 de la calle Fo, en Víziváros, un estrecho barrio de colinas y empinadas escaleras, más que calles, encajado entre el distrito del Castillo y el Danubio. Desde las ventanas en saliente se podía ver la plaza Bem. Había sido allí donde, horas antes del levantamiento de 1956, se congregaron miles de personas, agitando banderas húngaras a las que les habían cortado concienzuda y gozosamente la hoz y el martillo, antes de marchar sobre el parlamento.

Era un piso pequeño y abarrotado, más que nada a causa del enorme piano de concierto que ocupaba por completo la mitad del salón. La estantería que discurría desde el suelo al techo estaba atiborrada de libros, publicaciones periódicas y revistas sobre historia y teoría musical, biografías de compositores, directores y músicos.

—¿Toca el piano? —preguntó Bourne.

—Sí —respondió sencillamente Annaka.

Él se sentó en el sillín del piano y miró la partitura extendida sobre el atril: el Nocturno número uno, en si bemol menor, Opus 9, de Chopin. «Tendría que ser bastante buena para tocar esto», pensó.

Desde la ventana en saliente del salón había una vista del bulevar, además de los edificios de la otra acera. Había unas pocas luces encendidas; el sonido de una melodía de jazz de la década de los cincuenta —Thelonious Monk— flotaba en la noche. Un perro ladró y se apaciguó. De vez en cuando penetraba el ruido del tráfico.

Después de encender las lámparas, ella entró inmediatamente en la cocina y puso a hervir agua para el té. De un armario amarillo sacó dos juegos de tazas y platos, y mientras se hacía el té descorchó una botella de schnapps y sirvió una generosa ración en cada una de las tazas.

Abrió el frigorífico.

—¿Le apetece comer algo? ¿Queso, un trozo de salchicha? —Hablaba como si fueran viejos amigos.

—No tengo hambre.

—Yo tampoco.

Ella suspiró y cerró la puerta. Era como si, después de tomar la decisión de llevarlo a su casa, también hubiera decidido cambiar de actitud.

No volvieron a mencionar a János Vadas ni a la infructuosa persecución del asesino por parte de Bourne. Aquello le venía bien a él.

Annaka le entregó el té enriquecido y pasaron al salón, donde se sentaron en un sofá tan viejo como la viuda de un noble.

—Mi padre estaba trabajando con un intermediario profesional llamado László Molnar —dijo ella sin más preámbulos—. Fue él quien ocultó a su doctor Schiffer.

—¿Ocultar? —Bourne meneó la cabeza—. No lo entiendo.

—El doctor Schiffer había sido secuestrado.

El nivel de tensión de Bourne aumentó.

—¿Por quién?

Ella negó con la cabeza.

—Mi padre lo sabía, pero yo no. —Arrugó el entrecejo, concentrada—. Por ese motivo Alexei contactó con él primero. Necesitaba la ayuda de mi padre para rescatar al doctor Schiffer y hacerlo desaparecer llevándolo a un lugar secreto.

De repente Bourne oyó la voz de Mylene Dutronc en su cabeza: «Aquel día Alex hizo y recibió muchas llamadas en un período muy corto de tiempo. Estaba sumamente tenso, y supe que estaba en el punto crítico de una peliaguda operación de campo. Oí mencionar el nombre del doctor Schiffer varias veces. Sospecho que era el objeto de la operación».

Ésa era la peliaguda operación de campo.

—Así que su padre consiguió apoderarse del doctor Schiffer.

Ella asintió. La luz de la lámpara confería a su pelo un intenso tono cobrizo. Sus ojos y la mitad de la frente estaban sumidos en la sombra que proyectaba. Estaba sentada con las piernas juntas, ligeramente encorvada hacia adelante, con las manos alrededor de la taza de té, como si necesitara absorber su calor.

—En cuanto mi padre tuvo al doctor Schiffer, se lo entregó a László Molnar. Esto obedeció a estrictos motivos de seguridad. Tanto él como Alexei tenían un miedo terrible a quienquiera que hubiera secuestrado al doctor Schiffer.

Aquello también cuadraba con lo que Mylene le había dicho, pensó Bourne.

«Aquel día estaba asustado.»

Los pensamientos se agolpaban frenéticamente en la cabeza de Bourne.

—Annaka, para que todo esto empiece a tener lógica, tiene que comprender que el asesinato de su padre fue una trampa. Aquel francotirador ya estaba en la iglesia cuando entramos; sabía lo que su padre se traía entre manos.

—¿A qué se refiere?

—A su padre le dispararon antes de que pudiera contarme lo que necesitaba saber. Alguien no quiere que encuentre al doctor Schiffer, y cada vez es más evidente que ese alguien es la misma persona que secuestró a Schiffer, a quien su padre y Alex tanto temían.

Annaka puso los ojos como platos.

—Entonces, es posible que ahora László Molnar esté en peligro.

—¿Podría conocer ese hombre misterioso la relación de su padre con Molnar?

—Mi padre era extremadamente prudente y muy celoso en las cuestiones de seguridad, así que parece improbable. —Ella lo miró, y el miedo ensombreció su mirada—. Por otra parte, sus defensas no le sirvieron de nada en la iglesia de Matías.

Bourne asintió con la cabeza.

—¿Sabe dónde vive Molnar?

Fueron en el coche de Annaka hasta el piso de Molnar, situado en el elegante barrio de las embajadas de Rózsadomb, o Colina de las Rosas. Budapest se exhibía en una mezcla de edificios de piedra clara, ampulosamente recargados como tartas de cumpleaños, con ornamentales dinteles y cornisas talladas; en las pintorescas calles de adoquines y en los balcones de hierro forjado repletos de tiestos con flores; en los cafés iluminados por recargados candelabros cuya luz amarillo limón dejaba ver las paredes recubiertas con paneles de madera rojiza, y en las vidrieras finiseculares que salpicaban aquí y allá sus brillantes colores. Al igual que París, era una ciudad definida ante todo por el sinuoso río que la partía en dos, y después por los puentes que lo cruzaban. Aparte de eso, era la ciudad de la piedra labrada, de los capiteles góticos, de las amplias escaleras públicas, de las murallas iluminadas, de las cúpulas recubiertas de cobre, de los muros cubiertos de hiedra, de las estatuas monumentales y de los mosaicos fastuosos.

Todas aquellas cosas, y más, impresionaron vivamente a Bourne. Para él fue como llegar a un lugar y recordarlo como soñado, con una onírica claridad surrealista fruto de su conexión directa con el inconsciente. Y, sin embargo, era incapaz de separar un recuerdo concreto de la corriente emocional que surgía de su destrozada memoria.

—¿Qué sucede? —preguntó Annaka, como si percibiera su inquietud.

—Ya he estado aquí antes —dijo él—. ¿Recuerda que le dije que aquí la policía podía causar problemas?

Ella asintió con la cabeza.

—Tiene toda la razón al respecto. ¿Me está diciendo que no sabe cómo lo sabe?

Bourne apoyó la cabeza en el respaldo del asiento.

—Hace algunos años tuve un terrible accidente. Bueno, en realidad no fue un accidente. Me dispararon en un barco y caí por la borda. Estuve a punto de morir por el impacto, la pérdida de sangre y el frío. Un médico de Île-de-Port-Noir, en Francia, me extrajo la bala y me cuidó. Recuperé la salud física por completo, pero mi memoria quedó dañada. Tuve amnesia durante algún tiempo, y luego, poco a poco y con mucho esfuerzo, empecé a recordar retazos de mi vida pasada. La verdad con la que tengo que vivir es que nunca he recobrado totalmente mi memoria, y tal vez nunca la recobre.

Annaka siguió conduciendo, aunque por la expresión de su rostro Bourne se dio cuenta de que la historia la había conmovido.

—Ni se imagina lo que es no saber quién eres —dijo—. A menos que le ocurra a uno, es imposible saber o tan siquiera explicar lo que se siente.

—Como un barco sin amarras.

Él la miró.

—Sí.

—En el mar que te rodea no se ve rastro de tierra ni de sol ni de luna ni de estrella que te indiquen qué camino has de seguir para volver a casa.

—Se parece bastante a eso.

Estaba sorprendido. Quiso preguntarle cómo sabía ella algo así, pero se habían arrimado a la acera frente a un gran y ampuloso edificio de piedra.

Salieron del coche y entraron en el vestíbulo. Annaka apretó un botón, y una bombilla de poca potencia se encendió; la enfermiza iluminación dejó a la vista un suelo de mosaicos y la pared de los tiradores de los timbres. Al de László Molnar no respondió nadie.

—Podría no querer decir nada —dijo Annaka—. Es más que probable que Molnar esté con el doctor Schiffer.

Bourne se dirigió a la puerta delantera, una de esas anchas y gruesas con un cristal esmerilado grabado hasta arriba desde la altura de la cintura.

—Lo averiguaremos enseguida.

Se inclinó sobre la cerradura y un instante después tenía la puerta abierta. Annaka pulsó otro botón, y una luz se encendió durante treinta segundos, mientras ella abría camino por la ancha y sinuosa escalera hasta el piso de Molnar, situado en la segunda planta.

A Bourne se le resistió un poco más aquella cerradura, pero al final cedió. Annaka estaba a punto de entrar como una bala, cuando él la sujetó. Sacó su pistola de cerámica y abrió la puerta lentamente. Las lámparas estaban encendidas, pero reinaba un gran silencio. Después de pasar del salón al dormitorio, y de ahí al baño y a la cocina, encontraron el apartamento limpio como una patena, sin el menor indicio de pelea ni rastro de Molnar.

—Lo que me preocupa —dijo Bourne guardando el arma— es que las luces estén encendidas. No puede estar fuera con el doctor Schiffer.

—Entonces volverá en cualquier momento —dijo Annaka—. Deberíamos esperarlo.

Bourne asintió con la cabeza. En el salón cogió varias fotos enmarcadas de las estanterías y la mesa.

—¿Es éste Molnar? —preguntó a Annaka, señalando a un hombre corpulento de abundante cabellera negra peinada hacia atrás.

—Es él. —Annaka miró alrededor—. Mis abuelos vivían es este edificio, y de niña solía jugar en los pasillos. Los niños que vivían aquí conocían todo tipo de escondites.

Bourne pasó los dedos por los lomos de las carátulas de unos viejos discos de 33 revoluciones amontonados junto a un caro equipo estereofónico con un plato complicado.

—Veo que además de aficionado a la ópera es muy exigente a la hora de escucharla.

Annaka escudriñó el interior.

—¿No hay reproductor de discos compactos?

—La gente como Molnar le diría que el traslado al soporte digital le quita a la música toda la calidez y sutileza de las grabaciones.

Bourne se volvió hacia la mesa, sobre la que estaba apoyado un ordenador portátil. Vio que estaba conectado a una toma de corriente eléctrica y a un módem. La pantalla estaba apagada, pero el bastidor estaba caliente cuando lo tocó. Apretó la tecla de «Salir», y la pantalla revivió de inmediato; el ordenador había permanecido en el modo de ahorro de consumo; nunca lo habían apagado.

Annaka se puso detrás de él y miró la pantalla, donde leyó:

—Ántrax, fiebre hemorrágica argentina, criptococosis, peste neumónica… ¡Dios santo!, ¿por qué estaba Molnar en una página web que describe los efectos de…? ¿Cómo se llaman? ¿Agentes patógenos letales?

—Lo único que sé es que el doctor Schiffer es el principio y el fin de este enigma —dijo Bourne—. Alex Conklin se puso en contacto con el doctor Schiffer cuando éste estaba en la DARPA, que es el programa de armas avanzadas dirigido por el Departamento de Defensa de Estados Unidos. Un año más tarde, el doctor Schiffer se cambió a la Junta de Armamento Táctico No Letal de la CIA. Al poco tiempo, desapareció por completo. No tengo ni idea de en qué podría estar trabajando que interesara tanto a Conklin como para que éste se complicara la vida encabronando al Departamento de Defensa y haciendo desaparecer del programa de la Agencia a un destacado científico del Gobierno.

—Puede que el doctor Schiffer sea bacteriólogo o epidemiólogo. —Annaka se estremeció—. La información de esta página web es terrorífica.

Entró en la cocina para coger un vaso de agua, mientras Bourne navegaba por la página para ver si podía obtener alguna pista más sobre los motivos de Molnar para visitarla. Al no encontrar nada, se dirigió a la parte superior del explorador, donde accedió a un menú desplegable contiguo a la barra de «Direcciones», donde se mostraba los sitios más recientes visitados por Molnar. Pinchó en el último al que había accedido. Resultó ser un foro científico en tiempo real. Tras recorrer la sección de «Archivos», volvió a tiempo para ver si podía averiguar cuándo había utilizado Molnar el foro y sobre qué había hablado. Aproximadamente cuarenta y ocho horas antes, László1647M había entrado en el foro. Con el corazón latiéndole a toda prisa, pasó varios minutos leyendo el diálogo que había mantenido con otro miembro del foro.

—Annaka, mire esto —gritó—. Parece que el doctor Schiffer no es bacteriólogo ni epidemiólogo. Es un experto en el comportamiento de las partículas bacterianas.

—Señor Bourne, debería venir aquí —contestó Annaka—. Inmediatamente.

La tensión en la voz de la mujer hizo que Bourne fuera corriendo a la cocina. Estaba parada delante del fregadero como si la tuviera embelesada. Annaka sostenía un vaso de agua en el aire, a medio camino de sus labios. Parecía estar pálida, y cuando vio a Bourne, se humedeció los labios con nerviosismo.

—¿Qué sucede?

Ella señaló una oquedad entre la encimera y el frigorífico, donde Bourne vio cuidadosamente apiladas siete u ocho rejillas metálicas pintadas de blanco.

—¿Qué demonios son? —preguntó él.

—Son las baldas del frigorífico —dijo Annaka—. Alguien las ha sacado. —Se volvió hacia Bourne—. ¿Por qué harían eso?

—Puede que Molnar vaya a comprarse un frigorífico nuevo.

—Éste es nuevo.

Bourne examinó la parte posterior del frigorífico.

—Está encendido, y el compresor parece funcionar con normalidad. ¿Ha mirado dentro?

—No.

Bourne agarró el tirador y abrió la puerta. Annaka soltó un grito ahogado.

—¡Joder! —dijo Bourne.

Un par de ojos nublados por la muerte los miraban sin ver. Allí, en la parte más baja del frigorífico sin rejillas, yacía el cuerpo encogido y azulado de László Molnar.