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La sede central de Humanistas Ltd., una organización internacional dedicada a la protección de los derechos humanos, conocida internacionalmente por su labor humanitaria y de ayuda a los damnificados de todo el mundo, se erigía entre el intenso verde de la ladera occidental de la colina Gellért, en Budapest. Desde aquel magnífico mirador, Stepan Spalko miraba con detenimiento por los enormes ventanales angulados, y se imaginaba el Danubio y toda la ciudad arrodillados a sus pies.

Había rodeado su descomunal mesa para ir a sentarse en un sillón tapizado frente al presidente de Kenia, un hombre de piel muy negra. Flanqueando la puerta se encontraban los guardaespaldas keniatas, con las manos recogidas en la región lumbar y el rostro típicamente inexpresivo de aquella clase de personal gubernamental. Encima de ellos, moldeada en un bajorrelieve en la pared, estaba la cruz verde sostenida en la palma de una mano que era el muy conocido logotipo de Humanistas. El presidente se llamaba Jomo y era un kikuyu, la etnia más numerosa de Kenia, además de descendiente directo de Jomo Kenyatta, el primer presidente de la república. Al igual que su famoso antepasado, era un mzee, el término swahili que define a un anciano venerable. Entre ellos había un recargado servicio de té de plata de principios del siglo XIX. Se había servido un té magnífico, galletas y unos pequeños y exquisitos bocadillos hábilmente dispuestos sobre una bandeja oval cincelada. Los dos hombres hablaban en un tono de voz bajo y tranquilo.

—Uno no sabe por dónde empezar a agradecerle la generosidad que usted y su organización nos han demostrado —dijo Jomo.

Estaba sentado muy erguido, con la espalda recta un poco separada del cómodo respaldo de felpa del sillón. El tiempo y las circunstancias se habían combinado para quitarle a la cara gran parte de la vitalidad que había tenido en su juventud. Bajo el intenso brillo de su piel había una palidez grisácea. Sus rasgos se habían comprimido, adquiriendo una consistencia pétrea a causa de las penalidades y de la perseverancia ante los abrumadores obstáculos. En pocas palabras, tenía el aspecto de un guerrero demasiado tiempo asediado. Tenía las piernas juntas, dobladas por la rodilla en un preciso ángulo de noventa grados. En su regazo sostenía una larga y pulida caja de bubinga de intenso veteado. Casi con timidez, le entregó la caja a Spalko.

—Con las sinceras bendiciones de los keniatas, señor.

—Gracias, señor presidente. Es usted muy amable —dijo Spalko con gentileza.

—Para amabilidad, sin duda la suya, señor.

Jomo observó con vivo interés cómo Spalko abría la caja. Dentro había un cuchillo de hoja plana y una piedra, más o menos ovalada, con la base y la parte superior achatadas.

—¡Dios mío! Esto no será una piedra githathi ¿verdad?

—Ya lo creo que lo es, señor —dijo Jomo con evidente placer—. Es de mi pueblo natal, de la kiama a la que sigo perteneciendo.

Spalko sabía que Jomo se estaba refiriendo al consejo de ancianos. La githathi era de gran valor para los miembros de las tribus. Cuando se suscitaba una controversia dentro del consejo que no se podía resolver de otra manera, se hacía un juramento sobre aquella piedra. Spalko cogió el cuchillo por el mango, que era de cornalina labrada. Éste también tenía un propósito ritual. En caso de conflicto de vida o muerte, primero se calentaba la hoja de aquel cuchillo, y luego se aplicaba a las lenguas de los contendientes. El alcance de las subsiguientes ampollas en las lenguas decidía la culpabilidad o la inocencia.

—Aunque me pregunto, señor presidente —dijo Spalko con cierto deje picaruelo en la voz—, si la githathi proviene de su kiama o de su njama.

Jomo soltó una risotada, un ruido sordo y profundo de su garganta que hizo que sus pequeñas orejas temblaran. Era tan raro que tuviera motivos de risa en esos días; no era capaz de recordar cuándo había sido la última vez.

—Así que tiene noticias de nuestros consejos secretos, ¿no es así, señor? Me atrevería a afirmar que sus conocimientos de nuestras costumbres y tradiciones son extraordinarios, de verdad.

—La historia de Kenia es larga y sangrienta, señor presidente. Y soy de los convencidos de que gracias a la historia aprendemos las lecciones más importantes.

Jomo asintió con la cabeza.

—Estoy de acuerdo, señor. Y me siento obligado a insistirle en que no me puedo imaginar cuál sería el estado de nuestra república sin sus médicos y sus vacunas.

—No hay vacunas contra el sida. —La voz de Spalko fue amable aunque firme—. La medicina moderna puede reducir el sufrimiento y las muertes causadas por la enfermedad con cócteles de medicinas, pero por lo que respecta a su propagación, sólo será efectiva la estricta aplicación de los métodos anticonceptivos o la abstinencia.

—Por supuesto, por supuesto. —Jomo se humedeció los labios con una exagerada meticulosidad. Detestaba tener que acudir con el sombrero en la mano a ese hombre que ya había ampliado tan generosamente su ayuda a todos los keniatas, pero ¿qué alternativa tenía? La epidemia de sida estaba diezmando la república. Su gente estaba sufriendo, y moría—. Lo que necesitamos, señor, son más medicinas. Usted ha hecho mucho para aliviar el sufrimiento de mi país. Pero todavía quedan miles de personas que necesitan su ayuda.

—Señor presidente. —Spalko se echó hacia delante, y, con él, también Jomo. La cabeza de aquél estaba en ese momento bañada por el sol que entraba por los altos ventanales, lo que le confería un brillo casi sobrenatural. La luz también hacía resaltar la brillante piel sin poros del lado izquierdo de su cara. Aquella acentuación de su deformidad sirvió para infundirle un ligero temor a Jomo, lo que le sacó de sopetón de su pauta de conducta predeterminada—. Humanistas Ltd., está preparada para volver a Kenia con el doble de médicos y el doble de medicinas. Pero ustedes, el gobierno, deben cumplir con su parte.

Fue en ese momento cuando Jomo se dio cuenta de que Spalko estaba pidiéndole algo completamente diferente de la promoción de lecturas sobre la práctica del sexo seguro y la distribución de condones. De repente se dio la vuelta y echó a sus dos guardaespaldas de la habitación. Cuando la puerta se hubo cerrado tras ellos, dijo:

—Una desgraciada necesidad en estos tiempos peligrosos, pero aun así uno se cansa a veces de no estar nunca solo.

Spalko sonrió. Sus conocimientos de la historia y las costumbres tribales de Kenia le hacían imposible tomarse al presidente a la ligera, como tal vez hicieran otros. La necesidad de Jomo podría ser grande, pero uno jamás querría aprovecharse de él. Los kikuyus eran gente orgullosa, un atributo de la mayor importancia, puesto que era lo único más o menos valioso que poseían.

Spalko se echó hacia delante, abrió el humidificador y ofreció un Cohíba cubano a Jomo y cogió otro para él. Ambos se levantaron, encendieron sus puros, cruzaron la alfombra para pararse junto a la ventana y observaron el tranquilo Danubio que centelleaba bajo la luz del sol.

—Un entorno de lo más hermoso —dijo Spalko tratando de entablar conversación.

—Ya lo creo —afirmó Jomo.

—Y tan tranquilo. —Spalko dejó escapar una nube azul del aromático humo—. Hace difícil aceptar el enorme sufrimiento que hay en otras partes del mundo. —Entonces se volvió hacia Jomo—. Señor presidente, consideraría un gran favor personal si me concediera acceso ilimitado durante siete días al espacio aéreo de Kenia.

—¿Ilimitado?

—Idas, venidas, aterrizajes y todo eso. Nada de aduanas, inmigración e inspecciones. Nada que nos demore.

Jomo dio muestras de tomarlo en consideración. Le dio algunas caladas a su Cohíba, pero Spalko se dio cuenta de que no lo estaba disfrutando.

—Sólo le puedo conceder tres —dijo Jomo finalmente—. Más de eso hará que las lenguas se desaten.

—Con eso bastará, señor presidente.

Tres días era todo lo que Spalko había querido. Podría haber insistido en los siete días, pero aquello habría despojado a Jomo de su orgullo. Un error tonto y posiblemente costoso, si se tenía en cuenta lo que iba a ocurrir. En cualquier caso, su negocio consistía en promocionar la buena voluntad, no el resentimiento. Alargó la mano, y Jomo le estrechó la suya, seca y llena de callos. A Spalko le gustó aquella mano; era la mano de un obrero manual, la de alguien que no temía ensuciarse.

* * *

Una vez que Jomo y su séquito se hubieron marchado llegó el momento de proporcionarle una visita informativa a Ethan Hearn, el nuevo empleado. Spalko podría haber delegado la orientación en cualquiera de los numerosos ayudantes, pero se enorgullecía de asegurarse personalmente de que todos sus nuevos empleados se sintieran como en casa. Hearn era un joven y brillante petimetre que había trabajado en la Clínica Eurocenter Bio-I, en el otro lado de la ciudad. Era un fantástico recaudador de fondos y estaba bien relacionado con los ricos y las élites de Europa. A Spalko le había gustado su forma de expresarse, y el que fuera afable y compasivo; en pocas palabras, un sujeto nacido para el humanitarismo, justo la clase de persona que necesitaba para mantener la reputación estelar de Humanistas Ltd. Quitando eso, Hearn le gustaba de verdad. Le recordaba a sí mismo de joven, antes del incidente que le había quemado la mitad de la piel de la cara.

Condujo a Hearn a través de las siete plantas de oficinas, que albergaban los laboratorios y los departamentos dedicados a reunir las estadísticas que los especialistas en desarrollo utilizaban para recaudar fondos —la parte vital de las organizaciones como Humanistas Ltd.—, además de los de contabilidad, obtención de recursos, personal, viajes y mantenimiento de las flotas de aviones privados, aviones de transporte, barcos y helicópteros de la empresa. La última parada fue en el departamento de Desarrollo, donde a Hearn le esperaba su nuevo despacho. A la sazón, el despacho permanecía vacío salvo por una mesa, una silla giratoria, un ordenador y una consola telefónica.

—El resto de tus muebles llegarán dentro de unos pocos días —le dijo Spalko.

—No hay ningún problema, señor. Lo único que realmente necesito es un ordenador y unos teléfonos.

—Una advertencia —añadió Spalko—. Pasamos muchas horas aquí, y se supone que habrá ocasiones en las que tendrás que trabajar toda la noche. Pero no somos inhumanos. El sofá que proporcionamos a nuestros empleados se convierte en cama.

Hearn sonrió.

—No hay por qué preocuparse, señor Spalko. Estoy bastante acostumbrado a esos horarios.

—Llámame Stepan. —Spalko le estrechó la mano al joven—. Todo el mundo lo hace.

El DCI estaba pegándole el brazo a un soldado de estaño pintado —un casaca roja británico de la guerra de la Independencia— cuando se produjo la llamada. Al principio pensó en hacerle caso omiso, y dejó sonar el teléfono perversamente aunque sabía quién estaría al otro lado de la línea. Quizá, pensó, se debía a que no quería oír lo que el director adjunto tenía que decirle. Lindros creía que el director lo había enviado a la escena del crimen debido a la importancia que tenían los difuntos para la Agencia. Eso era verdad hasta cierto punto. Sin embargo, la verdadera razón era que el director no podía soportar la idea de ir él mismo. La idea de ver la cara difunta de Alex Conklin era demasiado para él.

Estaba sentado en un taburete de su taller del sótano, un entorno diminuto, cerrado y perfectamente ordenado de cajones apilados y pequeños armarios alineados, un mundo en sí mismo, un lugar al que su esposa —y sus hijos cuando vivían en casa— tenían vetada la entrada.

Su esposa, Madeleine, asomó la cabeza por la puerta abierta del sótano.

—Kurt, el teléfono —dijo innecesariamente.

El DCI sacó un brazo del bote de madera que contenía las partes de los soldados y lo examinó. Era un hombre con una cabeza grande, aunque una mata de pelo blanco peinado hacia atrás desde la ancha y abombada frente le confería el aspecto de un sabio, cuando no de un profeta. Sus fríos ojos azules seguían siendo tan calculadores como siempre, aunque las arrugas de las comisuras de la boca se habían acentuado, tirando de éstas hacia abajo y formando un mohín permanente.

—Kurt, ¿me has oído?

—No estoy sordo.

Los dedos al final del brazo estaban ligeramente ahuecados, como si la mano estuviera preparándose para coger algo desconocido e innombrable.

—Bueno, ¿lo vas a coger? —gritó Madeleine.

—¡Si lo cojo o no lo cojo no es de tu maldita incumbencia! —gritó él con vehemencia—. ¿Quieres irte a la cama de una vez?

Al cabo de un instante oyó con satisfacción el susurro de la puerta del sótano al cerrarse. ¿Por qué no podía dejarlo tranquilo ni siquiera a aquellas horas? Estaba que echaba chispas. Después de treinta años de matrimonio, era como para pensar que ella debería tener más sentido común.

Volvió a la faena. Ajustó el brazo de la mano ahuecada al hombro, el rojo con el rojo, y decidió la posición definitiva. Así era como el DCI se enfrentaba a las situaciones sobre las que no tenía ningún control. Jugaba a ser dios con sus soldados en miniatura, comprándolos, despedazándolos, y luego, reconstruyéndolos y moldeándolos en las posiciones que a él le convenían. Allí, en el mundo que él había creado, lo controlaba todo y a todos.

El teléfono siguió sonando de manera mecánica y monótona, y el DCI hizo rechinar los dientes, como si el sonido fuera corrosivo. ¡Qué cosas más grandes se habían logrado cuando él y Alex eran jóvenes! La misión en Rusia, cuando habían estado a punto de aterrizar en Lubianka; el paso clandestino del muro de Berlín y la obtención de los secretos de la Stasi; el interrogatorio al desertor de la KGB en el piso franco de Viena y el descubrimiento de que era un doble. Y el asesinato de Bernd, su veterano contacto, la compasión con que le habían dicho a su esposa que se ocuparían del hijo de Bernd, Dieter, que se lo llevarían con ellos a Estados Unidos y lo mandarían a la universidad. Eso era lo que habían hecho exactamente, y habían recibido la justa recompensa a su generosidad. Dieter jamás había regresado junto a su madre. En su lugar, se había metido en la Agencia, y durante muchos años, hasta aquel fatal accidente de moto, había sido el director del Consejo de Ciencia y Tecnología.

¿Adónde se había ido aquella vida? Estaba enterrada en la tumba de Bernd, y en la de Dieter… y, en ese momento, también en la de Alex. ¿Cómo era posible que se hubiera visto reducida con tanta rapidez en sus recuerdos a aquellos puntos álgidos? El tiempo y la responsabilidad lo habían inutilizado, sin duda. Ya era un anciano, en algunos aspectos con más poder, sí, pero las osadas hazañas de antaño, el ímpetu con que él y Alex se habían montado a horcajadas sobre el mundo del espionaje, cambiando el destino de los países, se había reducido a cenizas para no volver nunca más.

El puño del DCI aplastó al soldado de hojalata hasta inutilizarlo. Entonces, y sólo entonces, cogió el teléfono.

—Sí, Martin.

Había cierto cansancio en su voz que Lindros captó de inmediato.

—¿Se encuentra bien, señor?

—¡No, estoy bien jodido y no me encuentro nada bien! —Eso era lo que el DCI había querido. Otra oportunidad para dar rienda suelta a su ira y su frustración—. ¿Cómo podría estar bien, dadas las circunstancias?

—Lo siento, señor.

—No, no lo siente —dijo el director de manera mordaz—. No podría. No tiene ni idea. —Se quedó mirando fijamente al soldado que acababa de aplastar, acosado por las glorias pasadas—. ¿Qué es lo que quiere?

—Me pidió que le mantuviera al corriente, señor.

—¿Eso hice? —El director apoyó la cabeza en la mano—. Sí, supongo que lo hice. ¿Qué ha encontrado?

—El tercer coche aparcado en el camino de Conklin pertenece a David Webb.

El agudo oído del director reaccionó ante el tono de la voz de Lindros.

—¿Pero…?

—Pero no hay ni rastro de Webb.

—Pues claro que no lo hay.

—Aunque no hay ninguna duda de que estuvo aquí. Hicimos que los perros olieran el interior de su coche. Encontraron su olor en la propiedad y lo siguieron al interior del bosque, pero lo perdieron en un arroyo.

El DCI cerró los ojos. Alexander Conklin y Morris Panov, muertos a tiros; Jason Bourne, «desaparecido en combate» y suelto cinco días antes de la cumbre antiterrorista, la conferencia internacional más importante del siglo. Tuvo un escalofrío. Aborrecía los cabos sueltos, aunque no tanto como Roberta Alonzo-Ortiz, la consejera de Seguridad Nacional, y en esos días era ella quien tenía la sartén por el mango.

—¿Informes de balística? ¿Del forense?

—Mañana por la mañana —dijo Lindros—. No les pude apretar más.

—Con tal de que el FBI y las demás agencias policiales…

—Ya las he neutralizado. Tenemos el campo libre.

El director suspiró. Apreciaba la iniciativa de su director adjunto, pero detestaba que lo interrumpieran.

—Vuelva al trabajo —dijo con brusquedad, y dejó el receptor en su soporte.

Durante un buen rato después permaneció con la vista fija en el tarro de madera, escuchando la respiración de la casa. Se asemejaba a la de un anciano. Los crujidos de los tablones, familiares como la voz de un viejo amigo. Madeleine debía de estar haciéndose una taza de chocolate caliente, su tradicional somnífero. Oyó ladrar al pequeño corgi del vecino, y por alguna razón que no pudo entender se le antojó un sonido lastimero, lleno de pena y de esperanzas frustradas. Al final, metió la mano en el tarro y cogió un torso gris de la guerra de Secesión. Un nuevo soldadito de plomo que crear.