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Bourne se encontraba en las sombras de cristal y cromo de la terminal de las salidas internacionales. El aeropuerto nacional de Washington era una casa de locos, abarrotado de ejecutivos con ordenadores portátiles y maletas rodantes y de familias cargadas de maletas; de niños con mochilas con forma de Mickey Mouse, Power Ranger y osito de peluche; de ancianos en sillas de ruedas; de grupos de predicadores mormones con rumbo al Tercer Mundo; de enamorados cogidos de la mano con billetes al paraíso. Pero a pesar de toda aquella multitud, en los aeropuertos había algo vacío. En consecuencia, Bourne no veía nada salvo miradas perdidas, la mirada hacia dentro que era la defensa instintiva del ser humano contra el aterrador aburrimiento.

A Bourne no se le escapó la ironía de que en los aeropuertos, donde el esperar era una institución, el tiempo pareciera detenerse. No para él. A esas alturas todos los minutos contaban, y lo acercaban a la eliminación a manos de la misma gente para quien solía trabajar.

En los quince minutos que llevaba allí había visto a una docena de hombres sospechosos vestidos con ropas de paisano. Algunos merodeaban por las salas de espera de las partidas, fumando, bebiendo de grandes vasos de papel, como si pudieran mezclarse con los civiles. Pero la mayoría estaba en, o cerca de, los mostradores de facturación de las compañías aéreas, mirando de arriba abajo a los pasajeros mientras avanzaban por las colas para facturar sus maletas y recibir sus tarjetas de embarque. Bourne se dio cuenta enseguida de que le iba a resultar imposible subir a un vuelo comercial. ¿Qué otras opciones le quedaban? Tenía que llegar a Budapest lo antes posible.

Llevaba unos pantalones deportivos de color tostado, un chubasquero barato encima de un jersey de cuello de cisne negro y unos náuticos en lugar de las zapatillas deportivas, que había tirado en una papelera junto con un fardo de las demás prendas con las que iba vestido cuando había salido del Wal-Mart. Puesto que allí lo habían descubierto, era de vital importancia cambiar de aspecto lo antes posible. Pero una vez valorada la situación en la terminal, no se sintió muy satisfecho con su elección.

Tras evitar la vigilancia de los agentes, salió a la refrescante noche ligeramente lluviosa y cogió un autobús lanzadera que lo llevara a la terminal de transportes de mercancías. Se sentó justo detrás del conductor y entabló conversación con él. Se llamaba Ralph. Bourne se presentó como Joe. Se estrecharon las manos rápidamente cuando la lanzadera se detuvo en un paso de peatones.

—Eh, se supone que tengo que reunirme con mi primo en OnTime Cargo —dijo Bourne—, pero estúpido de mí he perdido las indicaciones que me dio.

—¿A qué se dedica? —dijo Ralph, metiéndose en el carril rápido.

—Es piloto. —Bourne se acercó un poco más—. Estaba como loco por volar con American o Delta, pero ya sabes cómo va esto.

Ralph asintió con la cabeza con un gesto de comprensión.

—El rico se hace más rico, y al pobre lo joden. —Tenía un botón por nariz, una mata de pelo rebelde y unos círculos negros bajo los ojos—. Que me lo digan a mí.

—Bueno, ¿podrías indicarme el camino?

—Haré algo mejor que eso —dijo Ralph, mirando a Bourne por su largo retrovisor—. Acabo el turno cuando llegue a la terminal de carga. Te llevaré allí yo mismo.

Jan estaba parado bajo la lluvia rodeado por las lámparas de cristal del aeropuerto, y reflexionaba sobre ciertas cuestiones. Bourne habría olido a los trajeados chicos de la Agencia aun antes de verlos. Jan había contado más de cincuenta, lo que significaba que quizá hubiera el triple husmeando a fondo en otras secciones del aeropuerto. Bourne sabría que, con independencia de cuál fuese el aspecto que hubiera adoptado, jamás podría esquivarlos para subir a un vuelo internacional. Por lo que había oído en el paso subterráneo, lo habían identificado en el Wal-Mart y sabían qué aspecto tenía en ese momento.

Podía sentir a Bourne cerca. Después de que se sentara a su lado en el banco del parque, de haber notado su peso, la envergadura de sus huesos, la elasticidad de sus músculos, el juego de la luz sobre los rasgos de su cara… Sabía que estaba allí. Era la cara de Bourne la que había estudiado subrepticiamente en los breves instantes en que habían estado juntos. Había sido plenamente consciente de la necesidad de memorizar cada contorno y la forma en que la expresión alteraba dichos contornos. ¿Qué había buscado Jan en la expresión de Bourne cuando se percató del intenso interés de éste? ¿Confirmación? ¿Corroboración? Ni siquiera lo sabía. Sólo sabía que la imagen de la cara de Bourne había pasado a formar parte de su conciencia. Para bien o para mal, Bourne lo tenía controlado. Estaban atados juntos a la rueda de sus propios deseos, hasta que la muerte los separase.

Jan miró su alrededor una vez más. Bourne necesitaba salir de la ciudad, y posiblemente del país. Pero la Agencia añadiría más personal, ampliando su búsqueda al mismo tiempo que trataba de apretar el nudo. Si estuviera en su lugar, Jan querría salir del país lo más deprisa posible, así que se dirigió a la terminal de las llegadas internacionales. Una vez dentro, se paró delante de un enorme mapa del aeropuerto codificado con colores, y trazó el camino más directo hasta la terminal de carga. Con los vuelos comerciales sometidos ya a una vigilancia tan férrea, si Bourne tenía intención de salir de aquel aeropuerto su mejor alternativa sería subir a un avión de mercancías. El tiempo era ya un factor crucial para Bourne. La Agencia no tardaría mucho en darse cuenta de que Bourne no iba a intentar subir a un vuelo regular y empezaría a controlar a los consignatarios de mercancías.

Jan volvió a salir a la lluvia. En cuanto averiguara qué vuelos iban a despegar durante la siguiente hora más o menos, le bastaría con vigilar a Bourne y, si sus suposiciones no eran erróneas, ocuparse de él. Ya no se engañaba acerca de la dificultad de su labor. Con no poca sorpresa y disgusto para Jan, Bourne había demostrado ser un contrincante inteligente, decidido y habilidoso. Había herido a Jan, lo había atrapado y se había escabullido de sus garras más de una vez. Jan sabía que si quería tener éxito en esa ocasión, necesitaría un medio de sorprender a Bourne, toda vez que éste estaría ojo avizor por si aparecía él. En su cabeza resonó la llamada de la selva, repitiendo su mensaje de muerte y destrucción. El final de su largo viaje estaba a la vista. Y en esa ocasión burlaría a Jason Bourne de una vez por todas.

* * *

Bourne era el único pasajero cuando llegaron a su destino. La lluvia había arreciado, y la penumbra se cernía de manera prematura. El cielo era una masa indefinida, una pizarra en blanco sobre la que en ese momento se podía escribir cualquier futuro.

—OnTime está en la terminal cinco, junto a FedEx, Lufthansa y la aduana. —Ralph acercó el autobús a la acera y apagó el motor. Salieron y se dirigieron medio corriendo sobre el asfalto hacia una hilera de feos edificios de techo plano—. Está aquí mismo.

Entraron, y Ralph se sacudió la lluvia. Era un hombre con forma de pera, con unas manos y unos pies extrañamente delicados. Señaló a la izquierda.

—¿Ves dónde está la aduana? Más allá del edifìcio, pasadas dos estaciones, encontrarás a tu primo.

—Muchas gracias —dijo Bourne.

Ralph sonrió y se encogió de hombros.

—No hay de qué, Joe. —Alargó la mano—. Encantado de poder ayudarte.

Cuando el conductor se alejó tranquilamente con las manos en los bolsillos, Bourne se dirigió hacia las oficinas de OnTime. Pero no tenía ninguna intención de ir allí, al menos no todavía. Se dio la vuelta y siguió a Ralph hasta una puerta que tenía puesto un cartel que rezaba: «PROHIBIDO EL PASO, SÓLO PERSONAL AUTORIZADO». Sacó una tarjeta de crédito cuando vio que Ralph introducía su tarjeta de identificación plastificada en una ranura metálica. La puerta se abrió y, cuando Ralph desapareció en el interior, Bourne se abalanzó como una flecha sin hacer ruido e introdujo la tarjeta de crédito. La puerta se cerró, como era de esperar, pero la maniobra de Bourne había evitado que el pestillo encajara en el cerradero. Contó en silencio hasta treinta para asegurarse de que Ralph se hubiera alejado ya de la puerta. Después la abrió y se guardó la tarjeta de crédito mientras entraba.

Se encontró en un vestuario del servicio de mantenimiento. Las paredes eran de azulejos blancos; sobre el suelo de cemento se había extendido un entramado de caucho para mantener secos los pies descalzos de los hombres al entrar y salir de las duchas. Ante él había ocho hileras de taquillas normales, la mayoría cerradas con unos sencillos candados de combinación. A poca distancia a su derecha había una entrada a las duchas y a los lavabos. Un poco más allá, en un espacio más pequeño, estaban los urinarios y los inodoros.

Bourne atisbó por la esquina con cuidado, y vio a Ralph cuando se dirigía hacia una de las duchas. Más cerca, otro empleado de mantenimiento se estaba enjabonando, y daba la espalda tanto a Bourne como a Ralph. Bourne miró por todas partes, y enseguida vio la taquilla de Ralph. La puerta estaba ligeramente abierta, y el candado de combinación colgaba sin cerrar sobre el picaporte de la puerta. Pues claro. En un lugar seguro como aquél, ¿qué había que temer por dejar la taquilla abierta durante los pocos minutos que duraba una ducha? Bourne abrió más puerta y vio la tarjeta de identificación de Ralph encima de una camiseta depositada en un estante de metal. La cogió. Cerca estaba la taquilla del otro empleado de mantenimiento, igualmente abierta. Bourne intercambió los candados y cerró la taquilla de Ralph. Aquello impediría que el conductor descubriera el robo de su tarjeta de identificación durante el tiempo que Bourne esperaba necesitar.

Cogió un par de monos de mantenimiento del carro sin tapa destinado a la lavandería, y se aseguró de que la talla fuera más o menos la correcta, y se cambió rápidamente. Luego, con la tarjeta de identificación de Ralph alrededor del cuello, salió y se dirigió rápidamente hacia la aduana de Estados Unidos, donde conseguiría un horario de vuelos actualizado. No había nada con destino a Budapest, pero el vuelo 113 de servicio urgente para París iba a salir de la terminal en dieciocho minutos. No había ningún otro vuelo programado para los siguientes noventa minutos, aunque París estaba bien; era un importante centro de enlace para los vuelos dentro del continente europeo. Una vez allí, no le costaría llegar a Budapest.

Bourne volvió a salir a toda prisa a la resbaladiza pista. Estaba lloviendo a cántaros, aunque no había relámpagos, y de los truenos que había oído antes no había rastro por ninguna parte. Eso estaba bien, porque no tenía el menor deseo de que el vuelo 113 se retrasara por ningún motivo. Avivó el paso, y se dirigió a toda prisa al edificio contiguo, que alojaba las terminales de carga tres y cuatro.

Cuando entró en la terminal estaba empapado. Miró a izquierda y derecha, y echó a correr hacia la zona del servicio urgente. Allí había unas pocas personas, lo cual no era bueno. Siempre era más fácil mezclarse con una multitud que con unas pocas personas. Encontró la puerta para el personal autorizado e introdujo la tarjeta de identificación en la ranura. Oyó el gratificante chasquido de la apertura del pestillo; empujó la puerta y entró. Mientras avanzaba por los pasillos de hormigón y las salas llenas hasta el techo de cajas de embalaje apiladas, el olor a madera resinosa, serrín y cartón se hizo insoportable. El lugar tenía un aire a algo efímero, una sensación de movimiento constante, de vidas regidas por los horarios y el clima, por la angustia del error humano y el mecánico. No había nada para sentarse, ningún lugar donde descansar.

Sin apartar la mirada del frente, caminó con un aire de autoridad que nadie pondría en duda. No tardó en llegar a otra puerta, ésta revestida de acero. A través de su pequeña ventana. Bourne pudo ver los aviones desplegados sobre la pista, cargándose y descargándose. No tardó mucho en localizar el reactor del servicio urgente, que tenía la puerta de la plataforma de carga abierta. Una manguera de combustible discurría desde el avión a un camión cisterna. Un hombre enfundado en un chubasquero con la capucha sobre la cabeza estaba controlando el flujo de la gasolina. El piloto y el copiloto estaban en la cabina realizando la comprobación de los instrumentos previa al vuelo.

En el preciso instante en que estaba a punto de introducir la tarjeta identificativa de Ralph en la ranura, sonó el móvil de Alex. Era Robbinet.

—Jacques, según parece estoy a punto de ir a tu encuentro. ¿Te puedes reunir conmigo en el aeropuerto dentro de, digamos, unas siete horas más o menos?

Mais oui, mon ami. Llámame cuando aterrices. —Le dio a Bourne el número de su móvil—. Me alegra que vaya a verte pronto.

Bourne sabía a qué se refería Robbinet. Le alegraba que Bourne pudiera escabullirse del lazo de la Agencia. «Todavía no —pensó Bourne—. No del todo». Pero de su fuga sólo lo separaban unos instantes. Mientras tanto…

—Jacques, ¿qué has descubierto? ¿Has averiguado qué es el NX 20?

—Me temo que no. No hay ninguna constancia de que exista tal proyecto.

A Bourne se le cayó el alma a los pies.

—¿Y qué hay del doctor Schiffer?

—¡Ah! Ahí tuve un poco más de suerte —dijo Robbinet—. Un tal doctor Felix Schiffer trabaja para la DARPA… o al menos trabajaba.

Bourne sintió como si una mano fría le apretara la boca del estómago.

—¿Qué quieres decir?

Hasta Bourne llegó un ruido de papeles, y se imaginó a su amigo leyendo la información que había podido conseguir de sus fuentes de Washington.

—El doctor Schiffer ya no figura en la lista de «activos» de la DARPA. Se fue de allí hace trece meses.

—¿Qué le ocurrió?

—No tengo ni idea.

—¿Desapareció sin más? —preguntó Bourne con incredulidad.

—Al día de hoy, por inverosímil que parezca, eso fue exactamente lo que ocurrió.

Bourne cerró los ojos durante un instante.

—No, no. Está por ahí, en alguna parte… Tiene que estar.

—Entonces ¿qué…?

—Lo han hecho «desaparecer»… profesionales.

Con Felix Schiffer desaparecido, era más imperioso que nunca que llegara a Budapest con la debida diligencia. Su única pista era la llave del Gran Hotel Danubius. Miró el reloj. Se le acababa el tiempo. Tenía que irse. Ya.

—Jacques, gracias por arriesgarte.

—Siento no haber podido ser de más ayuda. —Robbinet titubeó—. Jason…

—¿Sí?

Bonne chance.

Bourne se guardó el móvil en el bolsillo, abrió la puerta revestida de acero inoxidable y salió al mal tiempo. El ciclo estaba pesado y oscuro, la lluvia caía formando inclinadas cortinas de agua, un reluciente manto plateado bajo las brillantes luces del aeropuerto, y formaba relumbrantes regueros sobre las depresiones de la pista. Bourne avanzó ligeramente inclinado hacia delante contra el viento, resueltamente, como había hecho antes, como un hombre que conociera su trabajo y quisiera terminarlo con rapidez y eficacia. Después de rodear el morro del reactor, vio la puerta de la plataforma de carga delante de él. El hombre que abastecía de combustible el reactor había terminado, y había retirado la boca de la manguera del camión cisterna.

Por el rabillo del ojo Bourne detectó movimiento a cierta distancia a su izquierda. Una de las puertas de la terminal cuatro de carga se había abierto de golpe, y varios guardias de seguridad del aeropuerto se desperdigaron por la pista pistola en mano. Ralph debía de haber conseguido abrir su taquilla; a Bourne se le acababa el tiempo. Siguió moviéndose con la misma lentitud. Estaba casi en la puerta de la plataforma de carga, cuando el encargado del combustible dijo:

—Eh, tío, ¿tienes hora? Se me ha parado el reloj.

Bourne se volvió. En ese mismo instante reconoció los rasgos asiáticos de la cara debajo de la capucha. Jan le arrojó un chorro de combustible a la cara. Bourne levantó las manos y se atragantó, completamente cegado.

Jan se abalanzó contra él, y lo empujó de espaldas contra el resbaladizo revestimiento metálico del fuselaje. Le propinó entonces dos puñetazos salvajes, uno al plexo solar, y otro a la sien. Las rodillas de Bourne se doblaron, y Jan lo metió de un empujón en la bodega de carga.

Al volverse. Jan vio que el encargado de la carga se dirigía hacia él. Levantó el brazo.

—Ya está todo, cerraré yo —dijo. La suerte lo acompañaba, porque la lluvia dificultaba que alguien pudiera verle la cara o el uniforme. El encargado, agradecido por escapar de la lluvia y el viento, le devolvió un saludo de agradecimiento. Jan cerró la puerta de carga de un portazo, y le echó el cerrojo. Entonces se dirigió corriendo hasta el camión cisterna y lo alejó lo suficiente del avión para que no levantara sospechas.

Los policías de seguridad que Bourne había divisado antes se estaban dirigiendo hacia la fila de reactores. Le hicieron una señal al piloto. Jan se colocó detrás del reactor, de manera que éste se interpusiera entre él y los agentes que se acercaban. Levantó la mano, quitó el cerrojo a la puerta de la plataforma de carga, y se metió dentro de un salto. Bourne estaba a cuatro patas, con la cabeza colgando hacia abajo. Jan, sorprendido por su capacidad de recuperación, le dio una fuerte patada en las costillas. Bourne cayó de costado con un gruñido, con los brazos alrededor de la cintura.

Jan cogió un trozo de cable. Primero apretó la cara de Bourne contra el piso de la plataforma de carga, le puso los brazos a la espalda y le ató el cable alrededor de las muñecas entrecruzadas. Por encima del ruido de la lluvia oyó a los policías de seguridad pedir a gritos sus identificaciones al piloto y al copiloto. Después de dejar a Bourne incapacitado, se dirigió a la puerta de la plataforma y la cerró silenciosamente.

Durante unos minutos permaneció sentado con las piernas cruzadas en la oscuridad de la plataforma de carga. El tintineo de la lluvia sobre el revestimiento del fuselaje creaba una percusión sincopada que le recordó los tambores de la selva. Había estado bastante enfermo cuando había oído aquellos tambores. A su mente enfebrecida se le habían antojado entonces algo parecido al rugido de los motores de un avión, al frenético batir del aire sobre los conductos de fuga justo antes de empezar una bajada en picado. Aquel sonido lo había asustado a causa de los recuerdos que despertaba, recuerdos que durante mucho tiempo se había esforzado en mantener en lo más profundo de su conciencia. A la sazón, sus sentidos se habían aguzado hasta un extremo doloroso a causa de la fiebre. Consciente de que la selva había revivido, de que las formas se acercaban con cautela hasta él en una amenazante formación de cuña, su único acto consciente había sido esconder el pequeño buda tallado en piedra que llevaba al cuello bajo las hojas, en un agujero poco profundo excavado a toda prisa debajo de donde yacía. Había oído voces, y al cabo de un rato se había dado cuenta de que las formas le hacían preguntas. Bañado en el sudor de la fiebre, había entrecerrado los ojos para identificar las formas en la penumbra esmeralda, pero una de ellas le cubrió los ojos con una venda. No es que hubiera sido necesario; en cuanto lo levantaron del lecho de hojas y detritus que se había construido, perdió el conocimiento. Al despertarse dos días después, se encontró en el interior de uno de los campamentos de los jemeres rojos. El interrogatorio comenzó en cuanto un hombre de aspecto cadavérico con las mejillas hundidas y un ojo lloroso consideró que estaba sano.

Lo habían arrojado a un pozo con unas criaturas serpenteantes que hasta ese día no había podido identificar. Lo arrojaron a una oscuridad más completa y más profunda que cualquiera que hubiera conocido antes. Y fue aquella oscuridad, envolvente y constrictora, que le presionaba las sienes como un peso que aumentaba en una siniestra proporción a las horas que transcurrían, lo que más le había aterrorizado.

Una oscuridad que en nada se diferenciaba de aquella otra, en el interior del vientre del vuelo 113 del servicio de urgencia.

Entonces Jonás rezó al Señor su Dios desde el vientre de la ballena. Y dijo: «Imploré a causa de mi aflicción al Señor, y él me oyó; desde el vientre del infierno grité, y Tú endureciste mi voz. Porque Tú me habías arrojado a las profundidades, en medio de los mares; y las mareas me envolvieron; todas tus marejadas y todas tus olas me pasaron por encima…».

Todavía recordaba aquel pasaje de su desgastado y manchado ejemplar de la Biblia que el misionero le había obligado a memorizar. ¡Horrible! ¡Horrible! Porque a Jan, entre los hostiles y criminales jemeres rojos, lo habían arrojado casi literalmente al vientre del infierno, y él había rezado —o lo que su mente todavía sin formar aceptaba por rezar— por la liberación. Aquello había ocurrido antes de que le inculcaran la Biblia, antes de que entendiera las enseñanzas de Buda, por lo que había descendido a un caos informe a una edad muy temprana. El Señor había oído las súplicas de Jonás desde el vientre de la ballena, pero nadie había oído a Jan. Había estado absolutamente solo en la oscuridad, y entonces, cuando ellos creyeron que lo habían ablandado lo suficiente, lo sacaron; y lentamente, con pericia, con una fría pasión que se tardaría años en adquirir, empezaron a purgarlo.

Sentado e inmóvil, Jan encendió bruscamente la linterna que llevaba y miró fijamente a Bourne. Entonces encogió las piernas y soltó una violenta patada, y la suela de su zapato alcanzó a Bourne en el hombro, de manera que éste rodó sobre su costado y quedó frente a Jan. Bourne soltó un gruñido y abrió los ojos parpadeando. Jadeó y volvió a respirar entrecortadamente, inhalando los gases del combustible del avión. Entre convulsiones, vomitó en el espacio en donde yacía con un dolor y un sufrimiento abrasadores y donde Jan permanecía sentado, sereno como un buda.

—He sido arrojado a los pies de las montañas; la tierra y sus vigas cayeron sobre mí para siempre; sin embargo, volví a la vida desde la oscuridad —dijo Jan, parafraseando a Jonás. Siguió mirando fijamente la cara roja e hinchada de Bourne—. Pareces una mierda.

Bourne intentó levantarse sobre un codo. Sin perder la calma, Jan le dio una patada por debajo. Bourne volvió a intentar sentarse, y de nuevo Jan lo frustró. Sin embargo, a la tercera intentona, Jan no se movió, y Bourne se sentó, mirándolo a la cara.

La vaga, enigmática y exasperante sonrisa de Jan jugueteó en sus labios, pero de repente una chispa prendió fuego en sus ojos.

—Hola, padre —dijo—. Ha pasado tantísimo tiempo que empezaba a pensar que nunca llegaría este momento.

Bourne sacudió ligeramente la cabeza.

—¿De qué demonios estás hablando?

—Soy tu hijo.

—Mi hijo tiene diez años.

Los ojos de Jan resplandecieron.

—Ése no. El que dejaste abandonado en Phnom Penh.

De repente Bourne se sintió ultrajado, y una ira roja ascendió desde su interior.

—¿Cómo te atreves? No sé quién eres, pero mi hijo Joshua está muerto.

El esfuerzo que le costó decir aquello, porque había inhalado más gases, hizo que se doblara de pronto por la cintura y le volvieran las arcadas, pero no le quedaba nada dentro que pudiera vomitar.

—No estoy muerto. —La voz de Jan fue casi tierna cuando se inclinó hacia delante y reincorporó a Bourne para que lo mirara. Al hacerlo, el pequeño buda tallado en piedra se separó de su pecho lampiño, balanceándose ligeramente a causa del esfuerzo de Jan por mantener erguido a Bourne—. Como puedes ver.

—¡No, Joshua está muerto! ¡Yo mismo metí el ataúd en la fosa, junto con Dao y Alyssa! ¡Y los envolví en la bandera estadounidense!

—¡Mentiras, mentiras y más mentiras! —Jan sostuvo el buda de piedra tallada en la palma de la mano y se lo acercó a Bourne—. Mira esto y recuerda, Bourne.

Bourne sintió que perdía contacto con la realidad. Oyó su pulso acelerado martilleándole en los oídos, una marea que amenazaba con atraparlo y engullirlo. ¡No podía ser! ¡No era posible!

—¿Dónde… dónde conseguiste eso?

—Sabes lo que es, ¿verdad? —El buda desapareció detrás de los dedos cuando los encogió—. ¿Has reconocido por fin a tu hijo Joshua, muerto hace tanto tiempo?

—¡Tú no eres Joshua! —Enfurecido, a Bourne se le ensombreció el rostro, y enseñó los dientes con un gruñido salvaje—. ¿A qué diplomático del Sureste Asiático asesinaste para conseguirlo? —Esbozó una sonrisa forzada—. Sí, se más sobre ti de lo que crees.

—Entonces has cometido un lamentable error. Es mío, Bourne. ¿Lo entiendes? —Abrió la mano y volvió a dejar al buda a la vista, ennegrecida la piedra por la huella del sudor—. ¡El buda es mío!

—¡Mentiroso!

Bourne se abalanzó contra él de un salto, sacando los brazos desde detrás de su espalda. Había hinchado los músculos (expandiendo los tendones cuando Jan le había atado con el cable), y luego aprovechó la holgura para sacar las manos mientras Jan se regodeaba.

A Jan le pilló por sorpresa, desprevenido ante la embestida propia de un toro de la cabeza de Bourne. Cayó de espaldas, con Bourne encima de él. La linterna golpeó el suelo y empezó a rodar de aquí para allá, y su potente haz ora los alumbraba ora no, iluminando una expresión aquí y un músculo en tensión allá. En aquel inquietante claroscuro de rayas y puntos, tan parecido a la densa selva que ambos habían abandonado, lucharon como animales, respirando la mutua enemistad, forcejeando para conseguir la supremacía.

Bourne, haciendo rechinar los dientes, golpeó a Jan una y otra vez en un ataque enloquecido. Jan consiguió agarrarle el muslo y le presionó el nódulo nervioso allí localizado. Con la pierna temporalmente paralizada y doblada por debajo de él, Bourne se tambaleó. Jan le propinó un fuerte golpe en la punta de la barbilla, y Bourne se tambaleó más, sacudiendo la cabeza. Agarró su navaja automática en el preciso instante en que Jan le lanzaba otro golpe descomunal. Entonces se le cayó la navaja, y Jan la recogió y abrió la hoja.

En ese momento estaba encima de Bourne, y lo levantó tirándole de la pechera de la camisa. Un breve temblor le recorrió el cuerpo, igual que una corriente que chisporroteara por un cable al dar al interruptor.

—Soy tu hijo. Jan es el nombre que adopté, igual que David Webb adoptó el nombre de Jason Bourne.

—¡No! —Bourne gritó la negación bastante por encima del ruido y vibración crecientes de los motores—. ¡Mi hijo murió con el resto de mi familia en Phnom Penh!

—¡Yo soy Joshua Webb! —dijo Jan—. Tú me abandonaste. Me abandonaste en la selva a mi suerte.

La punta de la navaja revoloteó por encima del cuello de Bourne.

—La de veces que estuve a punto de morir. Y habría muerto, de eso estoy seguro, de no haber tenido tu recuerdo para aferrarme a él.

—¿Cómo te atreves a utilizar su nombre? ¡Joshua está muerto!

Bourne estaba pálido, y enseñó los dientes con una furia animal. El ansia de sangre le nubló la visión.

—Tal vez lo esté. —La hoja de la navaja se apoyó en la piel de Bourne. Un milímetro más, y haría brotar la sangre—. Ahora soy Jan. Joshua, el Joshua a quien conociste, está muerto. He vuelto para vengarme, para darte tu merecido por abandonarme. Podría haberte matado muchas veces en los últimos días, pero contuve mi mano porque antes de matarte quería que supieras lo que me habías hecho. —Los labios de Jan se abrieron, y una burbuja de baba asomó en la comisura de su boca—. ¿Por qué me abandonaste? ¿Cómo fuiste capaz de huir?

El avión dio un tremendo bandazo cuando empezó a rodar por la pista de despegue. La hoja hizo salpicar la sangre cuando cortó la piel de Bourne, y finalmente se apartó cuando Jan perdió el equilibrio. Bourne no desperdició la ocasión y lanzó el puño contra el costado de Jan. Éste arrastró los pies hacia atrás y los enganchó por detrás al tobillo de Bourne, que cayó. El avión aminoró la marcha al girar hacia la cabecera de la pista.

—¡No hui! —gritó Bourne—. ¡A Joshua se lo llevó el Señor delante de mí!

Jan saltó sobre él, y la navaja descendió como una flecha. Bourne se giró, y la hoja le pasó junto a la oreja derecha. Era consciente de la pistola de cerámica que guardaba secretamente en la cadera derecha, pero por más que se esforzara no podría sacarla sin exponerse a un ataque fatal. Siguieron luchando, los dos con los músculos en tensión, las caras dominadas por el esfuerzo y la rabia. La respiración entrecortada salía de sus bocas medio abiertas, y sus ojos y mentes buscaban la más mínima oportunidad mientras atacaban, se defendían, contraatacaban y volvían a ser repelidos. Estaban bastante igualados, si no en edad, sí en velocidad, fuerza, destreza y astucia. Era como si el uno conociera los pensamientos del otro, como si pudieran prever los movimientos respectivos una fracción de segundo antes de que se produjeran, neutralizando así cualquier ventaja que hubieran buscado. No luchaban con frialdad, y por consiguiente no alcanzaban su máximo nivel de combate. Sus emociones más profundas habían salido de las profundidades, y se extendían en ramales, y se filtraban en la conciencia como un agua aceitosa, turbia y resbaladiza.

El avión dio un bandazo, y el fuselaje tembló cuando el avión empezó a correr por la pista. Bourne se resbaló, y Jan utilizó su mano libre como un garrote para desviar la atención de Bourne de la navaja. Bourne contraatacó, golpeándole en la parte interior de la muñeca izquierda. Pero en ese momento la punta de la hoja se dirigió como una flecha contra él. Bourne dio un paso atrás y a un lado, y sin querer descorrió el cerrojo de la puerta de la plataforma. El movimiento ascendente del avión hizo que la puerta sin cerrojo se abriera.

Cuando la mancha borrosa de la pista se hizo visible por debajo, Bourne separó sus extremidades como una estrella de mar para mantenerse dentro del avión, agarrándose con fuerza al marco con las dos manos. Jan se inclinó hacia él mostrando una sonrisa maníaca, y con la hoja de la navaja trazó un malévolo arco que amenazaba con cortar el abdomen de Bourne de parte a parte.

Jan entró a fondo en el preciso instante en que el avión estaba a punto de despegar de la pista. En el último momento posible Bourne soltó la mano derecha. Su cuerpo, impulsado hacia fuera y hacia atrás por la gravedad, se balanceó con tanta violencia que a punto estuvo de dislocarse el hombro. El lugar que había ocupado su cuerpo era en ese momento un espacio abierto por el que se precipitó Jan, que cayó rodando hacia la pista. Bourne alcanzó a ver una última imagen de Jan, para entonces nada más que una bola gris recortada contra el negro de la pista.

Entonces el avión despegó, haciendo que Bourne se balanceara hacia arriba, lo que lo alejó algo de la abertura. Forcejeó; la lluvia lo azotaba como una cota de malla, y el viento amenazaba con dejarle sin respiración, aunque al mismo tiempo le lavó el resto de combustible de la cara, y la lluvia le enjuagó los ojos rojos y escocidos, eliminando el veneno de su piel y tejidos. El avión se inclinó hacia la derecha, y la linterna de Jan rodó por el suelo de la plataforma de cargamento, cayendo detrás de él. Bourne sabía que si no conseguía entrar en pocos segundos, estaría perdido. La espantosa tensión que soportaba su brazo era demasiado intensa para que pudiera mantenerla mucho más tiempo.

Así las cosas, balanceó las piernas y consiguió enganchar la parte posterior del tobillo izquierdo en la entrada. Luego, con un esfuerzo tremendo, se impulsó hacia delante hasta que consiguió agarrarse al saliente del marco con la parte posterior de la rodilla, lo que le proporcionó tanto sujeción como el suficiente apalancamiento para darse la vuelta y ponerse de cara al fuselaje. Colocó entonces la mano derecha sobre el borde del cierre hermético, y de esta manera pudo meterse dentro del avión. Su último acto fue cerrar la puerta de un portazo.

Magullado, sangrando y abrumado por el dolor, Bourne se derrumbó completamente agotado. En la aterradora y turbulenta oscuridad del interior, zarandeado por el constante movimiento del avión, vio de nuevo la pequeña figura del buda tallada en piedra que él y su primera esposa le habían regalado a Joshua por su cuarto cumpleaños. Dao había querido que el espíritu de Buda acompañara a su hijo desde una edad temprana. Joshua, que había muerto junto con Dao y su hermana pequeña cuando el avión enemigo había bombardeado el río en el que estaban jugando.

Joshua estaba muerto. Dao, Alyssa, Joshua… Todos estaban muertos, sus cuerpos partidos por la mitad por la lluvia de proyectiles lanzados en el ataque en picado del bombardeo. Su hijo no podía estar vivo, ¡era imposible! Pensar otra cosa sería una invitación a la locura. Entonces ¿quién era Jan en realidad, y por qué estaba jugando a aquel juego espantoso y cruel?

Bourne carecía de respuestas. El avión bajó en picado y volvió a elevarse, y el grado de inclinación de los motores se modificó cuando alcanzó la altitud de crucero. El frío se hizo glacial; el aliento de Bourne se enturbiaba al abandonar su nariz y su boca. Se rodeó con los brazos, sacudido por las convulsiones. No era posible. ¡No lo era!

Soltó un grito animal e inarticulado, y sin previo aviso se vio sumido en el dolor y en la desesperación más absolutos. Hundió la cabeza y derramó amargas lágrimas de rabia, incredulidad y pena.