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Annaka, que había estado aguardando su momento, esperando a que McColl hiciera su primer movimiento, lanzó el codo contra el brazo del estadounidense, estropeándole la puntería. Como consecuencia, la bala penetró en la pared donde ésta se unía al techo, por encima de la cabeza de Bourne.

McColl aulló encolerizado y alargó la mano izquierda en el mismo momento en que giraba el brazo derecho hacia abajo para apuntar de nuevo a su objetivo yacente. Hundió los dedos en el pelo de Annaka y, agarrándoselo con fuerza, tiró hacia atrás, con lo que ella perdió el equilibrio. En ese momento Bourne sacó su pistola de cerámica de debajo del edredón. Quería disparar al intruso en el pecho, pero Annaka estaba en medio. Cambiando de blanco, atravesó el brazo con que el intruso sujetaba el arma. La pistola cayó a la alfombra, de la herida brotó sangre y Annaka soltó un grito cuando el intruso la atrajo de espaldas contra su pecho para utilizarla como escudo.

Bourne se había incorporado y estaba apoyado en una rodilla; la boca de su pistola vagó de un lado a otro mientras el intruso, con Annaka sujeta contra su pecho, retrocedía hacia la puerta abierta.

—Esto no se ha acabado, ni mucho menos —dijo McColl con la mirada clavada en Bourne—. Nunca he dejado de aplicar un castigo, y no tengo intención de empezar ahora.

Con aquella inquietante declaración, levantó a Annaka y la arrojó contra Bourne.

Éste, fuera ya del sofá, cogió a Annaka antes de que hubiera alguna posibilidad de que se estrellara contra el canto del mueble. Tras hacerla girar en redondo, salió corriendo por la puerta a tiempo de ver cerrarse la puerta del ascensor. Se dirigió a las escaleras cojeando ligeramente. Sentía que le ardía el costado izquierdo y que le flaqueaban las piernas. Le costaba respirar y quiso detenerse, aunque sólo fuera para introducir el oxígeno suficiente en los pulmones, pero siguió adelante, bajando las escaleras de dos en dos y hasta de tres en tres. Tras doblar el rellano del primer piso, su pie izquierdo resbaló en el borde de un escalón, perdió el equilibrio y descendió dando tumbos y resbalando a partes iguales lo que quedaba del tramo de escaleras. Se levantó con un gruñido, y entró en el vestíbulo del portal abriendo la puerta violentamente. Había sangre en el mármol, pero ni rastro del asesino. Dio un paso dentro del vestíbulo, y sus piernas cedieron bajo su peso. Se quedó allí sentado, medio aturdido, con la pistola en una mano y la palma extendida de la otra sobre el muslo. El dolor le nubló la vista, y tuvo la sensación de que se le había olvidado cómo se respiraba.

«Tengo que ir tras ese cabrón», pensó. Pero había un ruido tremendo en su cabeza que al final identificó como el ruido sordo de su corazón al trabajar a toda máquina. Al menos durante un momento fue incapaz de moverse. Tuvo tiempo de sobra, antes de que llegara Annaka, para caer en la cuenta de que su fingida muerte no había engañado a la Agencia durante mucho tiempo.

Cuando lo vio, Annaka palideció a causa de la preocupación.

—¡Jason! —Se arrodilló a su lado y le rodeó con un brazo.

—Ayúdeme a levantarme —dijo él.

Annaka inclinó la cabeza para apoyar en ella el peso de Bourne.

—¿Dónde está? ¿Adónde ha ido?

Debería haber podido responderle. «¡Joder! —pensó él—, puede que ella tenga razón y que realmente necesite que me vea un médico.»

Tal vez fuera el veneno de su corazón lo que hiciera que Jan recobrara el conocimiento con tanta rapidez. Sea como fuere, estaba de pie y fuera del Skoda a los pocos minutos de haberse producido el ataque. Le dolía la cabeza, por supuesto, pero era su ego el que había salido peor parado del ataque. Repasó toda la lamentable escena en la cabeza, y supo, con una certeza que le produjo una sensación de desaliento en el estómago, que habían sido los insensatos y peligrosos sentimientos hacia Annaka, y no otra cosa, los que le habían hecho vulnerable.

¿Qué más pruebas necesitaba de que debía rehuir a toda costa las relaciones sentimentales? Le habían salido caras con sus padres, y de nuevo con Richard Wick, y en ese momento, hacía bien poco, con Annaka, que le había traicionado desde el principio con Stepan Spalko.

¿Y qué decir de Spalko? «Ni mucho menos somos unos extraños. Ambos compartimos secretos de una naturaleza de lo más íntima, —le había dicho aquella noche en Grozni—. Me gustaría pensar que somos algo más que un comerciante y su cliente.»

Al igual que Richard Wick, se había ofrecido a recoger a Jan, y había afirmado que quería ser su amigo y hacerle partícipe de su mundo oculto y, en cierta manera, íntimo. «En buena medida debes tu intachable reputación a los encargos que te he hecho.» Como si Spalko, al igual que Wick, se creyera el benefactor de Jan. Aquellas personas creían erróneamente que vivían en un plano superior, que pertenecían a la élite. Al igual que Wick, Spalko había mentido a Jan y de esa manera utilizarlo para sus propios fines.

¿Qué quería Spalko de él? Eso casi no tenía importancia; no valía la pena preocuparse. Su único deseo era cobrarse con creces lo que le debía Stepan Spalko, un ajuste de cuentas que equiparara las injusticias pasadas con los derechos. No se conformaría con nada que no fuese la muerte de Spalko. Spalko sería el primer y último encargo que recibiera de sí mismo.

Fue entonces, agazapado en las sombras de un portal mientras se masajeaba el chichón que le había salido en la nuca, cuando oyó la voz de ella. La voz ascendió del piélago, de las sombras en las que estaba sentado, y se hundió en las profundidades, arrastrada por debajo de las susurrantes olas.

—¡Lee-Lee! —susurró él—. ¡Lee-Lee!

Era la voz de ella la que oía. Lo llamaba. Sabía lo que ella quería: que ambos se uniesen en aquellas profundidades de muerte. Hundió la dolorida cabeza entre las manos, y un sollozo terrible se escapó de sus labios como si fuera la última burbuja de aire de sus pulmones. Lee-Lee. No había pensado en ella desde hacía tanto… ¿O sí? Había soñado con ella casi todas las noches; había tardado mucho en darse cuenta de eso. ¿Por qué? ¿Qué era diferente en ese momento para que ella tuviera que acudir a él con tanta insistencia, después de tanto tiempo ausente?

Fue entonces cuando oyó el portazo de la puerta delantera, y levantó la cabeza a tiempo de ver al hombretón que salió corriendo del portal del 106-108 de la calle Fo. Se agarraba una mano con la otra, y por el rastro de sangre que dejó tras él Jan supuso que se habría topado con Jason Bourne. En su cara se dibujó una pequeña sonrisa, porque supo que aquél debía de ser el hombre que lo había atacado.

Jan sintió el impulso inmediato de matarlo, pero con un pequeño esfuerzo recuperó el control y se le ocurrió una idea mejor. Salió entonces de las sombras y siguió a la figura que huía por la calle Fo.

La sinagoga de la calle Dohány era la mayor de Europa. En su cara occidental, la enorme construcción tenía una elaborada fachada bizantina de ladrillo de color azul, rojo y amarillo, los colores del escudo de Budapest. Coronando la entrada había una gran vidriera. Encima de esta impresionante vista se levantaban las dos torres moriscas poligonales coronadas por sendas cúpulas de color cobre y dorado.

—Entraré y lo traeré —dijo Annaka mientras salían del Skoda. El servicio de Istvan había intentado derivarla a un médico residente, pero ella había insistido en que tenía que ver al doctor Ambrus y que era una vieja amiga de la familia, y al final la habían mandado allí—. Cuanta menos gente lo vea así, mejor.

Bourne aceptó.

—Escuche, Annaka, estoy empezando a perder la cuenta de las veces que me ha salvado la vida.

Ella lo miró, y sonrió.

—Entonces, deje de contar.

—El hombre que la asaltó…

—Kevin McColl.

—Es un especialista de la Agencia. —Bourne no tuvo necesidad de explicarle qué clase de especialista era McColl. Sin embargo, había otra cosa que le gustaba de ella—. Lo supo manejar bien.

—Hasta que me utilizó de escudo —dijo ella con amargura—. Jamás debería haber permitido…

—Salimos de ésa. Eso es lo que importa.

—Pero sigue suelto, y su amenaza…

—La próxima vez no me pillará desprevenido.

La pequeña sonrisa volvió al rostro de Annaka. Ella le indicó el camino al patio trasero de la sinagoga, donde le dijo que podría esperarlos sin temor a tropezarse con nadie.

Istvan Ambrus, el médico conocido de János Vadas, estaba en pleno servicio religioso, pero se mostró bastante bien dispuesto cuando Annaka entró y le informó de la emergencia.

—Por supuesto que estoy encantado de ayudarte en todo lo que pueda, Annaka —dijo, mientras se levantaba de su asiento y recorría con ella el magnífico interior lleno de lámparas de araña.

Detrás de ellos estaba el fantástico órgano de quinientos tubos, algo bastante insólito en un templo judío, en cuyo teclado habían tocado una vez Franz Listz y Camille Saint-Saëns.

—La muerte de tu padre nos ha causado una profunda impresión a todos. —Le cogió la mano y le dio un fugaz apretón. El doctor tenía los dedos fuertes y contundentes de un cirujano o de un albañil—. ¿Cómo lo llevas, cariño?

—Todo lo bien que se puede esperar —dijo ella en voz baja, mientras lo conducía afuera.

Bourne estaba sentado en el patio bajo cuya tierra yacían los cuerpos de quinientos judíos que habían perecido en el brutal invierno de 1944-1945, cuando Adolf Eichmann convirtió la sinagoga en un punto de concentración desde el que envió cinco veces aquella cantidad a los campos donde serían exterminados. El patio, contenido entre los arcos de la logia interior, estaba lleno de blancas lápidas conmemorativas entre las que crecía una hiedra de hojas verde oscuro. La enredadera se enroscaba igualmente en los troncos de los árboles con los que había sido plantada. Un viento frío agitaba las hojas, un sonido que en aquel lugar podría haberse confundido con unas voces lejanas.

Resultaba difícil sentarse allí y no pensar en la muerte y en el terrible sufrimiento que había tenido lugar allí durante aquellos tiempos oscuros. Bourne se preguntó si no se estaría preparando para arrollarlos otra época de oscuridad. Levantó la vista, dejando a un lado su reflexión, y vio a Annaka en compañía de un atildado individuo de cara redonda, bigote recto y delgado y mejillas sonrosadas. Iba vestido con un terno marrón. Unos zapatos muy brillantes le cubrían los pequeños pies.

—Así que usted es el damnificado en cuestión —dijo el doctor, después de que Annaka hubiera hecho las presentaciones, y le asegurara que Bourne hablaba su idioma—. No, no se levante —prosiguió, mientras se sentaba al lado de Bourne y empezaba a examinarlo—. Bueno, señor, no creo que la descripción de Annaka hiciera justicia a sus lesiones. Parece que le hubieran metido en una picadora de carne.

—Así es exactamente como me siento, doctor.

Muy a su pesar, Bourne hizo una mueca de dolor cuando los dedos del doctor Ambrus palparon un punto especialmente doloroso.

—Al salir al patio, lo vi sumido en sus pensamientos —dijo el doctor Ambrus en un tono coloquial—. En cierto sentido, este patio es un lugar horrible que hace que nos acordemos de aquellos que perdimos y, en un sentido más amplio, de lo que la humanidad en su conjunto perdió durante el Holocausto. —Tenía unos dedos sorprendentemente ligeros, además de ágiles, con los que recorrió la sensible carne del costado de Bourne—. Pero la historia de aquel tiempo no fue tan nefasta, ¿sabe? Justo antes de que Eichmann y su gente entraran aquí, varios sacerdotes ayudaron al rabino a sacar los veintisiete rollos de la Torá del arca que hay en el interior de la sinagoga. Aquellos sacerdotes se los llevaron y los enterraron en un cementerio cristiano, donde permanecieron a salvo de los nazis hasta después de terminada la guerra. —Sonrió fríamente—. ¿Y eso qué nos sugiere? Que incluso en los lugares más oscuros hay posibilidades de que surja la luz. La compasión puede provenir de los lugares más inesperados. Y tiene dos costillas rotas.

Entonces se levantó.

—Venga. En casa tengo todo el equipo necesario para vendarlo. En cuestión de una semana o así el dolor remitirá y empezará a mejorar. —Movió un grueso índice en el aire—. Mientras tanto, debe prometerme que descansará. Nada de ejercicios extenuantes. De hecho, lo mejor sería que no hiciera ningún ejercicio en absoluto.

—Eso no se lo puedo prometer, doctor.

El doctor Ambrus suspiró mientras lanzaba una rápida mirada a Annaka.

—Vaya, ¿por qué será que eso no me sorprende?

Bourne se levantó.

—Lo cierto es que mucho me temo que tengo que hacer justo lo contrario de lo que me acaba de aconsejar. Por eso le pido que haga todo lo que pueda para proteger las costillas dañadas.

—¿Qué tal un traje blindado? —El doctor Ambrus se rió entre dientes de su chiste, pero su regocijo desapareció rápidamente cuando vio la expresión en el rostro de Bourne—. ¡Hombre de Dios! ¿A quién espera enfrentarse?

—Si pudiera decírselo —dijo Bourne sombríamente—, supongo que todos estaríamos mejor.

Aunque a todas luces desconcertado, el doctor Ambrus cumplió su palabra y los condujo a la pequeña consulta que tenía en su casa en las colinas de Buda, donde otros podrían haber tenido un estudio. En la parte exterior de la ventana había unas rosas trepadoras, aunque los tiestos de geranios estaban todavía pelados, mientras esperaban la llegada de un tiempo más cálido. En el interior las paredes estaban pintadas de color crema, con las molduras en blanco, y encima de los armarios había unas fotos enmarcadas de la esposa y los dos hijos del doctor.

El doctor Ambrus hizo sentar a Bourne en la mesa y, murmurando para sí, buscó metódicamente en los armarios, sacando un artículo de aquí y dos más de allá. Volvió con su paciente, a quien le había pedido que se desvistiera de cintura para arriba, hizo girar una lámpara articulada y la encendió sobre el campo de batalla. A continuación se puso manos a la obra, y vendó con fuerza las costillas de Bourne con tres capas de tejidos diferentes: algodón, Spandex y una tela que parecía de caucho y que dijo que estaba hecha con Kevlar.

—Nadie podría hacerlo mejor —declaró el doctor cuando terminó.

—No puedo respirar —dijo Bourne, jadeante.

—Bueno, eso significa que el dolor se mantendrá al mínimo. —Agitó un pequeño frasco de plástico marrón—. Le daría algún analgésico, pero para un hombre como usted… Esto, no, creo que no. El medicamento le afectará a los sentidos y perderá reflejos, y la próxima vez que lo vea, puede que se encuentre encima de una mesa de autopsias.

Bourne sonrió tratando de recuperar el humor.

—Haré todo lo que esté en mis manos para ahorrarle esa impresión. —Bourne se metió la mano en el bolsillo—. ¿Qué le debo?

El doctor Ambrus levantó las manos.

—Por favor.

—¿Cómo puedo agradecérselo entonces, Istvan? —preguntó Annaka.

—Con volver a verte, querida, es más que suficiente. —El doctor Ambrus le cogió la cara entre las manos, y la besó primero en una mejilla y luego en la otra—. Prométeme que vendrás pronto a cenar una noche. Bela te extraña tanto como yo. Ven, cariño. Ven. Ella te hará ese goulash que tanto te gustaba cuando eras niña.

—Se lo prometo, Istvan. Pronto.

Satisfecho al fin con aquella promesa de pago, el doctor Ambrus los dejó marchar.