Trece

—Lara, esa tormenta canadiense está haciendo volar a los somorgujos hacia aquí —le dijo Carson desde las escaleras. Cada una de sus palabras sonaba más cerca—. Si la tormenta continúa, podríamos salir a escuchar a los pájaros mientras le cantan a la luna. Es lo más hermoso... —se interrumpió bruscamente al verla—. ¿Lara? ¿Qué te ocurre, cariño? ¿Estás enferma otra vez? ¿Quieres que llame al doctor Scott?

Lara cerró los ojos e hizo gesto de cansancio con la mano.

—Tranquilo, Carson, ya no tienes que seguir fingiendo.

La confusión sustituyó a la preocupación en el rostro de Carson.

—¿Fingir? ¿Fingir qué?

—Que te importa.

—¿El qué? ¿Los somorgujos? Cariño, lo que dices no tiene sentido.

—Que te importa lo que pueda pasarme —contestó Lara, posando las manos en su vientre—. Lo que pueda pasarnos.

Carson se quedó completamente paralizado.

—¿De qué demonios estás hablando?

—Estoy hablando de los pecados de nuestros padres —contestó Lara con amargura, sintiendo una violenta oleada de enfado.

Se atrevió a mirar a Carson por primera vez; en sus ojos se reflejaba el dolor provocado por aquella verdad que habría preferido no saber. Sus palabras sonaban tensas, formales.

—Estoy hablando de la historia, de la tierra y del sus herederos. Estoy hablando de hombres que aman a la tierra más que a ninguna otra cosa, incluso más que a las mujeres que los aman. Estoy hablando de personas como Larry, Sharon y Becky, como tú y yo. O de cosas como el rancho Rocking B y su relación con nuestro matrimonio.

Lara observó que la expresión de Carson se tornaba tan sombría como su voz. Sin decir una sola palabra, comenzó a caminar hacia ella. Vio abierto el diario de Cheyenne y leyó la última página. Y comenzó a maldecir, a pronunciar las palabras más terribles con una voz carente de todo sentimiento. De pronto, se acercó hasta Lara y le tendió los brazos.

—Lara —dijo con voz ronca.

Lara sabía que, más allá de toda posible duda, lo que había leído era verdad: todas y cada una de las palabras probaban aquella cruel traición. Se apartó de las manos de Carson.

—¡No! La representación ha terminado. Ya has visto cumplido tu sueño y yo he visto cumplido el mío. La única pena es que uno de ellos ni siquiera era verdad.

Carson enmarcó el rostro de Lara con las manos y la taladró con la mirada.

—¡Las cosas no son como tú piensas! ¡Yo te quería antes de que Larry escribiera ese condenado testamento! —Carson se obligó a tranquilizarse, tomó aire e intentó enfrentarse a aquel desastre que ya había previsto—. Lo que tenemos es demasiado bueno para tirarlo por la borda. Cuando se te pase el enfado, te darás cuenta de ello —le dijo con ansiedad—. Tienes que darte cuenta, Lara. No voy a dejarte marchar, pequeña.

—¿Por qué? Ya tienes todo lo que querías. Has conseguido vengarte de tu padre y además te has quedado con Rocking B. ¿O había algo en el testamento de Larry que Cheyenne pasó por alto? ¿Como algún estrafalario límite de tiempo para las relaciones maritales? —la amargura de sus palabras tensó su boca en una mueca igualmente amarga.

Carson pestañeó. Aquel fue el único gesto de dolor que se permitió. Sabía que aquello podía suceder, pero había deseado tan desesperadamente que lo que habían construido juntos no se destruyera que le parecía imposible. Sin embargo, tenía frente a él la fría certeza de que se había equivocado. El golpe había llegado demasiado pronto. Lara parecía tan pálida, fría y distante como la luna durante una noche de invierno.

Carson sentía que el frío le helaba la piel.

—¿De verdad quieres conocer también la letra pequeña del testamento? —le preguntó.

—Sería una estúpida si no quisiera. Estoy cansada de que me engañen.

Carson soltó a Lara lentamente.

—Quieres vengarte, ¿es eso? —le preguntó con curiosidad y con algo muy parecido a la angustia que clavaba sus garras en Lara—. Supongo que no puedo culparte por ello.

—Lo que quiero conocer son las dimensiones de este engaño paradisíaco en el que hemos estado viviendo —le corrigió.

—Un engaño paradisíaco. ¿Es eso lo que piensas del tiempo que hemos pasado juntos?

—Ahórrame ese falso sentimentalismo, por favor —dijo Lara, apretando los puños—. Puedo soportar todo lo demás, ¡pero eso no!

—Lara —dijo Carson, ofreciéndole de nuevo sus | brazos.

Al verla retroceder, los dejó caer lentamente y cerró los ojos. Había anticipado aquella pérdida, pero no había sido consciente de lo mucho que le dolería. No se lo había permitido. Carson se había dicho a sí mismo que Lara lo amaba. Por lo tanto, comprendería que la había querido tanto como a esa tierra. Pero no, Lara no lo comprendía. Y cuando pensaba en ello, no podía culparla por su falta de fe. Él había apostado porque el amor de Lara sería suficientemente fuerte como para mantenerlos unidos ocurriera lo que ocurriera. Y había perdido.

Carson abrió los ojos lentamente. No había en él nada que demostrara lo que estaba sintiendo, salvo las arrugas que se marcaban en las comisuras de sus labios.

—Cheyenne describió lo principal suficientemente bien. El resto es muy sencillo —dijo Carson con la voz tan controlada que resultaba casi inexpresiva—. En caso de divorcio, el rancho pasaría a manos de nuestro hijo y yo continuaría dirigiéndolo hasta el día de mi muerte, a menos que fuera yo el que pidiera el divorcio. Porque en ese caso, el rancho lo heredaría el nieto de Larry y yo tendría que quitarme de en medio como si nunca hubiera nacido, como si jamás hubiera vivido en Rocking B, como si nunca... —se interrumpió bruscamente.

—¿Y en el caso de que no hubiera nietos? —preguntó Lara con voz queda.

Carson se quedó absolutamente pálido. Intentó hablar, pero no fue capaz de pronunciar palabra.

Lara reconoció en su mirada el terror a que pusiera fin a su embarazo, y bajo su enfado volvió a resurgir el dolor.

¿Por qué no podría quererla Carson, aunque sólo fuera un poco? ¿Por qué tenía que sentir ella su dolor, incluso en un momento como aquél? ¿Acaso no iba a terminar nunca aquella tortura? ¿Tendría que crecer el niño que llevaba en su vientre con el corazón roto por la cruda realidad de su pasado?

—No te preocupes, Carson —le dijo con voz cansada—. A estas alturas de la película, no vas a perder el rancho. No abortaría, ni siquiera para vengarme de ti. Ya hay bastante crueldad y suficientes venganzas en la historia de Rocking B. Y yo ya no quiero seguir formando parte de ninguna de ellas.

Lara cerró lentamente el diario de Cheyenne y lo apartó a un lado. Mientras lo hacía, se le revelaron nuevas respuestas. Se abrían nuevas páginas de la historia que le permitían comprender su propia relación con Carson Blackridge.

—No me extraña que no quisieras dejarme ver los documentos de los Blackridge —dijo—. Temías que pudiera enterarme de lo que decía el testamento de tu padre. ¿Cuándo pensabas decírmelo? ¿Cuando hubiera nacido el niño? —miró fijamente a Carson, y de pronto lo comprendió—. No ibas a decírmelo nunca, ¿verdad?

—Eras muy feliz —se limitó a replicar Carson—. ¿De qué habría servido que arruinara tu felicidad?

Lara no tenía ninguna respuesta para ello, pero el dolor parecía extenderse por su cuerpo, amenazando con derrumbarla. No podía permitirlo. Tenía que pensar. Tenía que actuar. Tenía que decidir cómo quería pasar el resto de su vida.

Pero por mucho que lo intentara, no acudía a su mente nada que no fuera dolor. Cerró los ojos y deseó poder llorar. Sentía las manos fuertes y cálidas de Carson enmarcando su rostro y haciéndole inclinar la cabeza para mirarla a los ojos.

—¿Tan terrible es estar casada conmigo, pequeña?

Las lágrimas que Lara no era capaz de derramar le atenazaron la garganta, atragantándola.

—Cuando creía que me querías... que algún día podrías llegar a amarme —tragó salvia, pero no sirvió de nada. Tenía la boca tan seca como los ojos—, vivir contigo ha sido maravilloso. Pero ahora que sé que no me quieres —un escalofrío le recorrió la espalda—. Oh, Dios mío —dijo con voz ronca—, ¿por qué no me dijiste que querías volver conmigo para recuperar el rancho?

—Llevo años queriéndote, pero tú tenías miedo de mí. Si te lo hubiera dicho, habrías salido huyendo otra vez, como lo has estado haciendo durante los últimos cuatro años. Y cuando decidiste casarte conmigo, ya no me tenías miedo —Carson miró ansioso los ojos azules de Lara y la pálida curva de su boca—. Me gustaba verte feliz, pequeña. Me gustaba verte disfrutar conmigo en la cama. Me gustaba verte volverte sonriente hacia mí.

—Sí —susurró Lara—, te creo. Porque todo eso garantizaba que podrías conservar para siempre el rancho.

—Eso no... —comenzó a decir Carson.

—¡Ya basta! —gritó Lara de pronto—. ¡La verdad está escrita en cada centímetro de Rocking B y en toda la historia de los Blackridge! —haciendo un esfuerzo casi sobrehumano, consiguió controlarse—. Ahora comprendo por qué has hecho todo lo que has hecho. Con el tiempo, creo que incluso seré capaz de perdonarte. Pero lo que no puedo perdonarte es que me hayas hecho enamorarme de ti otra vez. ¿O eso también forma parte de la venganza final por ser yo la hija ilegítima de Larry?

Se produjo un largo silencio. Al final, Carson alzó la mirada. Parecía más viejo e infinitamente cansado.

—¿De verdad puedes pensar en lo que hemos compartido durante todos estos meses y creer algo así? —le preguntó.

—¿Acaso puedo leer ese maldito testamento y creer otra cosa?

Se hizo otro largo y tenso silencio. Cuando Carson habló por fin, lo hizo en un tono que Lara no había vuelto a oírle desde hacía meses. Su voz sonaba dura, distante y sus ojos habían adoptado el color ambarino de un frío amanecer invernal. Pero había una angustia en sus palabras que consiguió encoger el corazón de Lara.

—Por eso no quise decírtelo. Tú decías que me amabas, pero yo sabía que no había suficiente amor en el mundo que pudiera hacerte creer que te quería independientemente de lo que dijera el testamento de Larry. Así que decidí no decir nada. Quería que nos libráramos para siempre del pasado. Quería... —Carson curvó los labios en una dura y amarga mueca—. No has sido tú la que se ha dejado engañar, pequeña. He sido yo. Yo era más consciente del verdadero valor del amor, y aun así, conservaba esperanzas. Debería haberlo sabido. Sharon amaba a Larry, y aun así, convirtió su vida en un auténtico infierno. Larry amaba a Becky y, sin embargo, la hizo pasar por una clase de infierno diferente. Tú me quieres a mí y yo... —hizo un brusco movimiento con la mano—. Al infierno con el amor.

De pronto, giró sobre sus talones y se alejó hacia la puerta. Segundos después, Lara oyó cerrarse la puerta principal de la casa.

Permaneció sin moverse durante un largo rato, intentando pensar, pero incapaz de hacer nada que no fuera sufrir. Al final, comprendió que no soportaba seguir ni un segundo más en aquel dormitorio. Se puso una chaqueta y se dirigió caminando al único refugio que le quedaba: la granja Chandler.

Pero su refugio también había cambiado. Lara miró alrededor del interior de la casa familiar y se preguntó por qué se sentiría extraña en su propia casa. Conocía cada juntura, cada baldosa, incluso hasta el más mínimo agujero de las paredes. Conocía los tonos descoloridos de las alfombras y los asientos raídos de las sillas. Hasta los desconchones de las fuentes de cerámica eran como un viejo amigo.

Cada habitación, cada ventana y cada rayo de luz, cada sombra de aquella vieja casa parecía reconocerla cuando le preguntaba si todavía la recordaba.

Y, sin embargo, se sentía perdida, como si estuviera completamente a la deriva.

Lara escrutaba las habitaciones mientras iba recorriendo una y otra vez aquella pequeña casa. Había ido a la granja porque pensaba que le resultaba imposible permanecer en el rancho. Los recuerdos que del rancho evocaba estaban demasiado cargados de dolor para que allí le fuera posible hacer otra cosa que permanecer encogida en la cama.

No quería recordar la mirada que le había dirigido Carson antes de dar media vuelta y salir. Tenía el rancho. ¿No era eso lo que quería? ¿No había decidido quedarse con la tierra y renunciar al amor? ¿Entonces por qué parecía tan enfadado? ¿Habría pasado por alto Lara alguna página vital para el pasado del rancho? ¿Habría interpretado los datos de su propia historia erróneamente, o bajo un prisma demasiado estrecho y, como resultado, había tergiversado la verdad en el momento en el que creía haberla descubierto?

Ya le había ocurrido en otra ocasión. Cuatro años atrás, estaba convencida de que Carson la había rechazado porque era la hija bastarda de Larry. Estaba completamente segura y, sin embargo, se había equivocado. Carson se había alejado de ella porque era demasiado decente como para seducir a una mujer en busca de venganza. Y ese hecho no había cambiado tras lo que había descubierto sobre el testamento de Larry. Ese hecho permanecía inalterable.

Carson era un hombre decente.

En la universidad, Lara había leído algunos ensayos cuyo único propósito era distorsionar algunos hechos históricos para ponerlos al servicio del autor y de sus propios prejuicios. Para ella, siempre habían representado una forma despreciable de engaño, ¿pero no estaba haciendo ella lo mismo en aquel momento? ¿No estaba recordando únicamente los peores incidentes de los últimos cuatro meses y los interpretaba de la peor de las maneras?

¿Por qué habría desaparecido la luz de la mirada de Carson cuando se había enterado de que había descubierto la verdad? Al fin y al cabo, ya había conseguido lo que quería.

¿O no?

La única respuesta que obtuvo fue la del aullido del viento flotando entre las montañas y arrastrando las nubes.

De pronto, Lara ya no era capaz de permanecer ni en el interior de su propia piel. Y le ocurría lo mismo con aquella habitación, con la casa entera. Tenía que salir fuera. No era capaz de soportar sobre su cabeza nada que no fuera aquel cielo indómito. No podía ver nada más pequeño que la inmensidad de las montañas. No podía oír nada, salvo el aullido salvaje del viento.

En ese instante, Lara comprendió por qué había salido su madre a caminar en medio de una violenta tormenta. Bajo el inmenso y ensordecedor sonido de los truenos, nadie podría oírla gritar.

Un golpe de viento arrancó la puerta principal de la casa de las manos de Lara. La puerta se batió contra el marco para quedar finalmente completamente abierta. Y volvió a batirse, como si quisiera recordarle a Lara que se había olvidado de cerrarla. Ella ni siquiera lo notó. Corrió hacia fuera al tiempo que se ponía la parca que había agarrado automáticamente del perchero de la puerta.

Tras ella, la puerta continuó batiendo hasta terminar cerrándose de un sonoro portazo.

Lara caminó hasta una de las crestas que rodeaban la parte trasera de la granja y permaneció allí un instante. El cielo estaba cubierto de enormes nubarrones que se retorcían en todas direcciones arrastrados por el viento. Algunas nubes tenían el color de las perlas. Otras eran tan oscuras como los picos de las montañas que ocultaban. Después de mirar a su alrededor, Lara comenzó a correr. Sabía exactamente adonde iba. Su madre la había llevado allí en días más agradables, cuando era el sol y no la lluvia el que bañaba aquellas tierras.

Pero su madre también iba allí para embeberse de las tormentas más salvajes, aunque lo hacía siempre sola.

Antes de que el primer trueno rasgara el aire, Lara ya había llegado a su destino. Una elevación de rocas se levantaba sobre la colina. En algunos lugares, la piedra estaba muy erosionada, pero otras más jóvenes se elevaban sobre aquellas piedras tan gastadas y, como resultado, conformaban una pequeña cueva desde la que se podía contemplar todo el valle.

Lara se metió bajo el peñasco, se sentó con las rodillas flexionadas contra el pecho y esperó a que estallara la tormenta. Mientras esperaba, sus pensamientos se retorcían como las nubes arrastradas por un viento furioso, escapaban a su control y le recordaban muchas de las cosas que pretendía olvidar al alejarse de la casa de los

Blackridge. Lara se resistía contra aquel diluvio de recuerdos que la obligaban a revivir el calor de aquellos tiempos en los que todavía creía en el amor.

A veces había visto cómo le temblaban las manos a Carson cuando la acariciaba.

Pero la responsable de ello era la lujuria. Sólo la lujuria. Un reflejo físico que no tenía nada que ver con la ternura, el cariño el amor. Carson no la amaba.

Carson había esperado a que desaparecieran todos sus miedos antes de tocarla. No la había presionado en ningún sentido en absoluto. Y había mantenido su promesa incluso cuando la pasión hacía que su cuerpo entero ardiera de deseo.

Pero si la hubiera presionado, ella habría salido huyendo y él habría perdido el Rocking B.

Además, había permitido que lo desnudara. Le había permitido tocarlo. Se había mostrado desnudo y absolutamente vulnerable ante ella. Se había entregado a ella. Había estado dispuesto a correr riesgos. Carson había conseguido disolver sus miedos con cada una de sus sonrisas, con sus risas, con la mirada aprobadora de sus ojos ambarinos. Carson habría podido seducirla más rápidamente si no se hubiera atado las manos. Después de las primeras semanas, Lara ya no tenía miedo de hacer el amor con él. Y Carson debía de saberlo. Pero aun así, se había contenido. Se había mantenido fiel a su palabra. Había dejado que fuera ella la que se acercara a él.

Lara permanecía muy quieta, expectante, pero no llegaba la fría refutación que destrozara el calor de aquel recuerdo. Si el único objetivo de Carson había sido seducirla, había actuado muy estúpidamente al contenerse de aquella manera. Y Carson no era ningún estúpido. Por lo tanto, su objetivo no era seducirla.

Tras cobrar conciencia de ello, acudió a su mente otro recuerdo. Sacudió a Lara con la misma fuerza del viento, con la misma fuerza que una noche lejana la había sacudido la mirada angustiada y arrepentida de Carson tras haber sabido el daño que le había hecho cuatro años atrás.

Lara se estremeció violentamente y emitió un sonido roto que se ahogó en el largo aullido del viento. Recordó entonces algo que Carson le había dicho: «El amor es una mentira, una forma de engañar a los incautos». Lara había sido una presa fácil. Se había arrojado a los brazos de Carson tan | confiada como si éste no la hubiera traicionado nunca en el pasado. Pero Carson no la había traicionado años atrás. Realmente no. Lo que había hecho Carson había sido detenerse antes de entregarse a un cruel e imperdonable acto de venganza.

Pero después había llegado la fría e innegable refutación de su aparente compañerismo. Al final Carson la había engañado. No le había hablado del testamento de Larry.

El viento aullaba y gemía por todo el valle, llevando hasta él un anticipo del frío que seguiría a la tormenta. Los truenos retumbaban en la distancia. Y ante ella, salpicando el final del valle, estaban el rancho de los Blackridge y la granja de los Chandler. Su casa.

Al pensar en la tranquilidad que le proporcionaba la visión de su propia casa, comprendió que Carson nunca había disfrutado de aquella clase de sosiego. Pero aun así, era algo que anhelaba. Algo que necesitaba. Un hogar. Un lugar que fuera suyo después de haber pasado toda una vida oyendo que no pertenecía a Rocking B porque no era un hijo engendrado por Larry. Qué habría sentido Lara si no hubiera tenido la certeza de que siempre podía contar con la granja Chandler cuando las tormentas de la vida amenazaran con desgarrarla. ¿Cómo había podido sobrevivir Carson sin la silenciosa e imperecedera presencia de un hogar y el amor de una familia que le diera fuerzas?

No le extrañaba que ansiara tan profundamente el rancho Rocking B. Aquel rancho representaba la seguridad que había querido y hasta entonces nunca le había proporcionado la vida. Con la muerte de Larry, el rancho debería haber pasado a sus manos. Se lo había ganado. Por fin habría podido llegar a crear un hogar. Y, de alguna manera, el rancho le había pertenecido, hasta que los abogados habían abierto el testamento de Larry y le habían dicho a Carson que si quería quedarse con Rocking B, tendría que convencer a Lara para que se casara con él y fuera la madre de sus hijos.

En silencio, Lara se preguntó a sí misma si realmente esperaba que en aquel momento Carson arriesgara todo lo que siempre había deseado a la buena voluntad y la compresión de una mujer a la que había herido.

Y entonces recordó que Carson había intentado verla y atraerla al rancho durante más de un año. Carson había llamado al director de su tesina y leí había sugerido que eligiera como tema la historia del rancho cuando Sharon y Larry Blackridge todavía estaban vivos. Carson no podía conocer en aquel momento el testamento de Larry, porque éste no había cambiado su testamento hasta des pues de la muerte de Sharon.

«Te he deseado durante años, he soñado contigo hasta despertarme empapado en sudor».

Sí, ése era el motivo por el que había intentado que volviera al rancho. Deseo. Simple deseo.

Pero a pesar de la dura frialdad de aquel pensamiento, Lara se descubrió incapaz de creerlo. El deseo era demasiado simple para explicar las complejidad de los sentimientos que Carson había mostrado hacia ella. ¿Un hombre que realmente actuaba movido sólo por la lujuria habría permanecido al lado de una mujer durante tanto tiempo sin hacer nada que tuviera que ver con el sexo? ¿Bastaba el deseo para que un hombre interrumpiera su trabajo en medio del día y llevara a una mujer hasta un rincón remoto, no para darse un rápido revolcón en la hierba, sino para contar los patitos que acompañaban a una pata? ¿O justificaba la lujuria el que un hombre llorara al enterarse de que su mujer estaba esperando un hijo?

No.

Pero de pronto, acudió a su mente una idea que amenazaba la calidez de aquellos recuerdos. Un hombre que necesitaba mantener a su mujer contenta y que quería por encima de todo que se quedara embarazada haría todas esas cosas. El matrimonio era el primer paso para asegurarse la propiedad de Rocking B. El rancho no pasaría a las manos de Carson hasta que el bebé naciera.

Lara se estremeció, aunque el viento no llegaba a su refugio. No podía creer que Carson fuera tan frío, tan calculador como para planificar un intrincada campaña de caballerosidad y afecto con el fin de asegurarse de que Lara se quedara en el rancho. Sencillamente, no era capaz de creérselo. No sabía por qué, pero...

Frunció el ceño de pronto, intentando recuperar un recuerdo del día que había caído enferma de gripe, un recuerdo que parecía eludirla. Fijó la mirada en el valle, como si pudiera encontrar en él la respuesta en vez de en su memoria. De pronto, se hizo en su mente una luz tan repentina como los rayos que cruzaban el cielo y recordó las palabras intercambiadas por el doctor Scott y Carson en una conversación que hasta ese momento había considerado un delirio febril, pero que, comprendió entonces, no lo era.

«Quiero a Lara. Yo... La necesito».

«¿Y el bebé?».

«Diablos, sí. Claro que lo quiero. Pero quiero más a Lara».

Carson no sabía en aquel momento que Lara podía oír y recordar sus palabras. Por lo tanto, no podían haber sido fruto de un frío cálculo. Carson la quería más que a ese hijo que podría darle el control sobre el rancho.

Y aun así, ella estaba convencida de que quería a su tierra más que a ninguna otra cosa.

¿Y si en realidad Carson quería lo que el rancho representaba más que a la tierra en sí misma? Un hogar. Un lugar en el que vivir y al que poder sentir como propio. Un lugar en el que siempre sería bienvenido cuando llegara cansado, hambriento y frío. Un lugar en el que podría dormir cada noche sabiendo que se encontraría con la sonrisa de su esposa a la mañana siguiente. Un lugar en el que sería aceptado independientemente de quienes fueran sus padres, un lugar en el que sería amado aunque no fuera perfecto.

«No soy perfecto. Recuérdalo, e intenta perdonarme cuando te falle».

¿Le había fallado?

—¡Pero él no me quiere!

Lara no fue consciente de que había gritado hasta que oyó el propio eco de sus palabras.

—Me ama. Me ama... Ama...

Enterró la cabeza entre las manos y tembló, pero sus pensamientos continuaban buscando otra página de realidad, una forma diferente de comprender lo ocurrido.

¿El hecho de que Carson no la amara demostraba acaso que le había fallado? ¿Habría sido su vida diferente o mucho más completa si Carson la hubiera amado? ¿Habría sido Carson un amante más apasionado o más considerado? ¿La habría tratado mejor cuando había estado enferma? ¿La habría sorprendido con flores silvestres, cantos rodados y una mama pata rodeada de esponjosos hijitos? ¿Habría tenido que contener las lágrimas al darse cuenta del daño que le había hecho cuatro años atrás? ¿Habría desaparecido la luz de sus ojos cuando ella había derramado toda su amargura sobre él, acabando con sus esperanzas de tener un hogar, de poder ser feliz hasta...?

—¡Ya basta! —gritó Lara, como si estuviera discutiendo realmente con alguien—. Oh, ya basta.

Pero no era posible parar. Los recuerdos de Lara y su inteligencia parecían haberse confabulado para continuar pasando página tras página, mostrándole nuevos ángulos de aquella verdad compleja. La obligaban a mirar a Carson, a verse a sí misma. La obligaban a darse cuenta de que la verdad sobre una persona era lo que ésta hacía, más que lo que decía o no decía. Carson nunca le había dicho que la amaba, pero la trataba como si para él fuera el objeto más preciado de la tierra.

Si eso no era el amor, ¿qué podría serlo?

Y ella, que había declarado infinitas veces su amor por Carson, había echado por tierra todos sus sueños con un único y amargo torrente de palabras.

¿Acaso era aquello un acto de amor?

¿Y dónde estaría en aquel momento el hombre al que amaba? ¿Caminando en medio de la tormenta, incapaz de soportar el dolor de regresar a una casa vacía que ya no podía considerar un hogar?

Con un grito atragantado, Lara salió de su refugio. Inmediatamente, el viento se arremolinó a su alrededor y las frías gotas de la lluvia comenzaron a clavarse en sus mejillas. Pero no sentía nada, de la misma forma que tampoco oía el retumbar de los truenos sobre las montañas. Lo único que oía era el eco de sus propias preguntas y las contundentes reverberaciones de sus respuestas.

Al principio, Lara pensó que el grito que estaba oyendo era un grito nacido de su propia necesidad, de sus propios sueños. Pero volvió a oírlo otra vez, retumbando en el viento. Era la voz de Carson, llamándola. Lara dio media vuelta y vio una enorme pared de nubes negras acercándose a toda velocidad por el noroeste. Un rayo cayó a la tierra, seguido por la avalancha de un trueno que sacudió los campos. Carson corría hacia ella, espoleando a su caballo para hacerlo galopar a tal velocidad que a Lara se le detuvo el corazón al verlo. Lo llamó, sabiendo que no podía oírla, pero siendo incapaz de contener su grito.

En cuestión de minutos, Carson estaba deteniendo a su caballo frente a Lara. Se detuvo sólo lo suficiente como para hacerle montar ante él, antes de volver a clavar los estribos sobre el enorme animal. El caballo respondió con el entusiasmo de un caballo que sabía que por fin iba a poder encontrar refugio en el establo.

En cuanto el caballo llegó a Rocking B, Willie salió a toda velocidad del establo y agarró las bridas. La lluvia caía con fuerza y los truenos apagaban cualquier otro sonido. Willie dijo algo, pero sus palabras se perdieron en el viento. En cualquier caso, Carson lo comprendió. Desmontó del caballo, ayudó a desmontar a Lara y corrió con ella hacia la casa mientras Willie metía al animal en el establo.

Lara se aferraba a Carson, temblando, mientras la tormenta azotaba la casa con una violencia espeluznante. En lo único que podía pensar era en que Carson podía haberse visto atrapado en medio de la tormenta, buscándola, mientras ella continuaba a salvo en su refugio sin que él lo supiera. Los enormes granizos que en aquel momento arremetían contra los campos habrían azotado su cuerpo indefenso. Carson podría haberse caído del caballo, podría haber terminado herido, tumbado en medio de los pastos, rodeado de viento y de hielo hasta encontrar la muerte.

Eso era lo que le había ocurrido a su madre: un resbalón en el hielo, una caída y un frío demasiado intenso para que pudiera soportarlo un ser humano.

Lara alzó la mirada hacia los ojos de Carson.

Quería pedirle que la perdonara por no haberlo comprendido mejor, quería decirle que lo amaba, quería decirle todo a la vez. Pero el sonido de los truenos enterraba sus palabras. Y también las de Carson. Lara veía moverse sus labios, veía la ardiente intensidad de sus ojos, pero no oía nada.

Se puso de puntillas para acercarse a él y hundió los dedos en su pelo. Los labios de Carson estaban fríos, y también los de Lara. Pero ella conocía el calor que latía por debajo de aquel frío.

De pronto, Carson la levantó en brazos con una fuerza casi dolorosa. Lara se aferró a él del mismo modo, como si abrazándolo con tanta intensidad pudiera llegar a formar parte de él. El beso de Carson fue como una promesa dulce y salvaje, una promesa para lo que no se necesitaban las palabras.

Afuera, la tormenta comenzaba a alejarse y con ella el retumbar del granizo y los truenos, dejando tras de sí un sosegado silencio.

—Lo siento.

—Perdóname...

—Debería haber confiado...

—Mi amor. Te quiero, te quiero.

Las palabras parecían resplandecer en medio del silencio; eran pequeños fragmentos de sus pensamientos y deseos y ni Carson ni Lara sabían quién las pronunciaba, quién pedía perdón, quién se disculpaba. Las palabras, al igual que el amor, les pertenecían a ambos por igual.