Ocho
—¿Estás segura de que te encuentras bien? —le preguntó Lara preocupada.
—El médico me dijo que no tenía nada que no pudiera curarse teniendo el tobillo en reposo durante algunas semanas —dijo Yolanda, señalando su tobillo izquierdo. Suspiró, apoyó el pie en un cojín y se reclinó en la silla que dominaba el pequeño cuarto de estar de su cabaña—. Pero no te preocupes por mí. El cocinero del barracón ha dicho que me traería la comida hasta que mañana venga mi sobrina, la hija de mi hermana. Y los peones han pasado más tiempo viniendo a verme que vigilando el ganado.
Lara sonrió, sabiendo que era verdad. Desde que Yolanda se había hecho un esguince en el tobillo al tropezar con una alfombra, habían ocurrido dos cosas: la primera era que habían desaparecido todas las alfombras de la casa del rancho o habían sido cambiadas de lugar. Y la segunda que los hombres habían decidido cuidar por turnos a Yolanda hasta que llegara su sobrina de Bellings.
—Pero hay algo que podrías hacer por mí —dijo Yolanda lentamente—, si no te importa, claro.
—Claro que no me importa —dijo Lara, sin esperar a saber lo que Yolanda necesitaba—. ¿Qué es?
—Carson odia cómo cocina el viejo Mose. Si pudieras prepararle la cena, me sentiría mejor.
—Por supuesto.
Yolanda sonrió como un gato ante un plato de leche.
—Gracias, niña. Eso está muy bien. Y ahora date prisa. Carson es un hombre grande, como mucho. Y mira qué hora es, se está haciendo tarde.
Lara miró el reloj.
—¿No hace falta que vaya al pueblo a comprar nada?
—No, todo lo que una mujer puede necesitar está en la casa —Yolanda cerró los ojos y sonrió para sí, asintiendo lentamente—. Absolutamente todo.
Tras cerrar la puerta tras ella, Lara cruzó la carretera del rancho y corrió hacia la casa. No le importaba cocinar para Carson. De hecho, últimamente habían compartido muchas comidas en la granja. Lara esperaba que aquella noche le proporcionara la ocasión perfecta para pedirle que le permitiera ver los documentos, las fotos y el resto de los objetos de interés que componían los archivos de los Blackridge.
Lara había intentado sacar el tema en algunas ocasiones. Pero cada vez que lo mencionaba, la expresión de Carson cambiaba sutilmente, indicándole que todavía no estaba preparado para enfrentarse al pasado de Rocking B, de los Blackridge y los Chandler. A veces, Lara pensaba que era casi como si, al haber descubierto otra manera de acercarse a ella, sin necesidad de utilizar los archivos de los Blackridge como señuelo, Carson se arrepintiera de haberle prometido enseñárselos.
Después de inspeccionar rápidamente la despensa y el refrigerador, Lara decidió que Yolanda tenía comida suficiente para alimentar al rancho Rocking B y al resto del vecindario. Era demasiado tarde para preparar un asado, pero había unos filetes que serían más que suficiente para una cena. Salió unos minutos al huerto y regresó con patatas, zanahorias y guisantes. Lara recordaba que a Carson le encantaban las espinacas crudas, y que, sin embargo, no las soportaba cocidas, así que también había llevado dos manojos para preparar una ensalada. Canturreando quedamente, llevó las verduras a la cocina.
Para cuando oyó a Carson entrar en el cuarto de la lavadora, que estaba justo al lado de la cocina, toda la casa se había impregnado de los olores de la cena. Oyó correr el agua mientras Carson se desprendía del polvo y el sudor, pero no lo oyó entrar en la cocina hasta que estuvo detrás de ella. Como siempre, había dejado las botas en la habitación en la que se hacía la colada y.estaba descalzo.
—Y yo que pensaba que ese buen olor significaba que iba a tener que pedirle perdón a Mose por haberlo difamado durante todos estos años —dijo Carson, colocándose detrás de Lara mientras ella lavaba las espinacas en el fregadero. Deslizó los brazos alrededor de su cintura y le mordisqueó suavemente el cuello—. Eres tan guapa que te comería —deslizó la lengua sobre su piel caliente—. Me encanta cómo sabes. Así que me temo que eres una mujer en apuros. Porque estoy hambriento.
De pronto apareció una hoja de espinaca bajo la nariz de Carson. Gruñendo con fiereza, Carson comenzó a morderla hasta llegar a los dedos de Lara, que también continuó mordisqueando. Lara se echó a reír y se volvió en sus brazos para darle un beso de bienvenida. Desde que habían estado buscando codo a codo los límites del rancho una semana atrás, Lara estaba mucho menos recelosa con él. Y a pesar del deseo que Carson no podía disimular, se había mantenido fiel a su palabra: besaba a Lara a menudo y apasionadamente, pero no la presionaba demandando mayor intimidad que la que ella le había ofrecido hasta entonces.
A veces, cuando se descubría deseando algo más que sus besos, Lara comprendía que debería ser ella la que marcara el camino. Sin necesidad de decir una sola palabra, Carson había dejado muy claro que jamás volvería a rechazarla. Aquello le daba seguridad, como también el hecho de que Carson fuera capaz de reprimir su pasión. Además, le gustaba darse cuenta de que Carson, además de apasionado, era un hombre sensible. Durante aquellos días, cuando Carson la tocaba, ella le respondía sin miedo.
Lentamente, Carson fue acercando a Lara contra él, encajándola a lo largo de su cuerpo con una sensual precisión que encendió en ambos el fuego del deseo. Ya no hacía falta preguntarse quién iba a tomar la iniciativa. El beso era demandado por ambas partes. Lara adoraba sentirse presionada contra el potente cuerpo de Carson, y temblaba de placer al notar cómo se alzaba la fuerza de su deseo, sabiendo además que era ella la causante.,
Sólo después de que el largo beso terminara, Lara miró a Carson a los ojos y vio las arrugas de cansancio y las ojeras que oscurecían su mirada.
—Carson —susurró, besándolo con mucha delicadeza—. Pareces cansado. ¿No estás durmiendo bien? ¿Hay algo que te preocupe?
Todo el cuerpo de Carson se tensó ante aquella pregunta.
—Estoy durmiendo bien —dijo, mordisqueándole los labios.
Lo que no le dijo fue que permanecía despierto durante mucho tiempo por las noches, intentando decidir si era preferible decirle a Lara la verdad y perder todo lo que hasta entonces había conseguido o esperar y rezar para que nunca tuviera que contarle nada. No había ninguna garantía de que Lara pudiera terminar averiguándolo. E incluso en el caso de que lo hiciera, podrían pasar años y años hasta entonces. Y para cuando llegara el momento quizá lo comprendiera. Porque le importaría lo suficiente la vida que habían sido capaces de construir juntos como para perdonarlo.
—¿Ha surgido algún problema en el rancho? —insistió, vacilante—. ¿Has tenido que pagar los impuestos de herencia...?
—No —la interrumpió Carson, casi con dureza—. Larry lo dejó todo perfectamente atado.
Carson tensó los brazos y se inclinó hacia ella, demandando su boca. Lara se preguntó qué habría querido decir Carson con aquel comentario, pero, como siempre ocurría, el calor de su beso hizo añicos cualquier posible pensamiento. Y aunque parte de ella sabía que siempre ocurría lo mismo cuando le hacía alguna pregunta relacionada con el rancho o con su padre, el resto de su cuerpo respondía al deseo que palpitaba bajo el beso de Carson, una necesidad que trascendía la insistente dureza de su sexo presionado contra su vientre. Lara no sabía de dónde procedía aquella urgencia, lo único que sabía era que se moría por sofocarla, por darle a la mente de Carson tanta paz como a su cuerpo.
Carson y Lara se separaron lentamente, compartiendo en el proceso decenas de besos diminutos que evidenciaban sus pocas ganas de distanciarse.
—Voy a darme una ducha —dijo Carson con voz ronca—. Debo de oler como una mofeta.
Lara sonrió.
—Hueles como un hombre que ha estado trabajando y montando a caballo. Y es un olor maravilloso.
Carson chasqueó con la lengua y retrocedió rápidamente.
—Sigue así y terminaré sugiriéndote que te duches conmigo —dijo, sonriendo, pero, al mismo tiempo, mirándola muy serio.
Carson se volvió antes de poder ver el cambio que se había producido en las pupilas de Lara al pensar en compartir una ducha con él. Esperaba que el miedo regresara al evocar la imagen de su cuerpo desnudo. Pero lo único que sintió fue un fogonazo de inquietud que fue rápidamente sofocado por una oleada de deseo.
—¿Cuánto tiempo tardará en estar preparada la cena? —preguntó, sin mirar atrás.
—¿Cuánto tiempo necesitas?
—Dame quince minutos.
—Quince minutos, entonces.
A Lara se le hizo largísimo el cuarto de hora que Carson tardó en volver a llenar la cocina con su masculina presencia y su profunda voz.
—Volvería a besarte —dijo Carson—, pero no confío en que pueda parar antes de que la cena se haya quedado tan fría como el agua de la poza.
Lara miró a Carson y al ver su pelo húmedo y peinado hacia atrás, su oscuro bigote y su sonrisa, decidió que tampoco ella podía confiar demasiado en sí misma. Sirvió la cena con movimientos rápidos, eficaces, se sentó a la derecha de Carson y comenzó a comer. Entre bocado y bocado, estuvo haciéndole preguntas sobre el agua, los pastos, los terneros, el precio de la carne... El flujo y reflujo de las diferentes estaciones del rancho siempre la había fascinado, porque le proporcionaba la sensación de estar envuelta en ciclos y procesos arraigados en el pasado que continuaban proyectándose hacia el futuro.
—El veterinario ha dicho que sólo es una coincidencia que hayan muerto tres vacas a la vez —comentó Carson.
Lara dejó escapar un suspiro de alivio.
—Me alegro. Me preocupaba que el ganado que compraste al principio del verano pudiera haber traído alguna enfermedad.
—Yo también lo pensé cuando murió la tercera | vaca —le confirmó Carson—. Pero han muerto de viejas. El invierno pasado fue muy duro y criar a los terneros ha dejado exhaustas a las vacas más viejas. Aun así, he de reconocer que han criado unos terneros muy fuertes.
—Desde luego —respondió Lara cortante—. El otro día estuvieron a punto de arrancarme el brazo cuando estuve dándoles el biberón.
Carson soltó una carcajada al recordar la imagen de Lara abrazada a un saludable ternero al que estaba dando un biberón. Al final, Carson se había acercado a ella por la espalda, había deslizado los brazos por su cintura y la había sujetado de manera que el ternero no pudiera tirarla. Mientras intentaban sacarle el biberón de la boca, habían empezado a reír de tal manera que habían terminado cayendo sobre el heno, mientras el ternero sacudía el biberón empapándolos a los dos de leche.
Pero para entonces, Lara y Carson ya se habían olvidado del ternero, del establo y de los hombres que estaban trabajando en los otros establos. Carson había abrazado a Lara para darle un beso que lo había dejado excitado, anhelante, y temblando de deseo al sentir el cuerpo de Lara, cálido y confiado, bajo el suyo.
—Puedes volver a alimentar a mis bebés cuando quieras —dijo Carson, reclinándose contra el respaldo de la silla.
Hubo algo en la clara intensidad de su mirada que dejó a Lara sin respiración; quizá fuera la posibilidad de poder alimentar algún día a sus bebés, y no precisamente a bebés de cuatro patas. De pronto se dio cuenta de lo mucho que le gustaría sentir crecer un bebé de Carson en su vientre, unir de esa forma para siempre sus destinos. La idea pareció explotar suavemente en su interior, haciéndola derretirse en oleadas de emoción que la dejaron temblando.
—Me encantaría —susurró Lara con una voz tan suave como las sensaciones que la estremecían.
Al oírla, Carson supo que Lara no se estaba refiriendo a los terneros.
—Lara... —comenzó a decir, mirando a la mujer que tenía sentada junto a él.
Pero se interrumpió al ver que Lara sacaba la punta de la lengua para atrapar una miga que se le había quedado pegada en el labio. Con un gemido estrangulado, se inclinó hacia delante y atrapó su boca, girando lentamente la cabeza hasta hacer que Lara abriera los labios. La besó lentamente, acariciando su lengua. Cuando por fin levantó la cabeza, ambos estaban jadeantes.
Pero si en otro momento Lara se habría sonrojado o se habría sentido incómoda al ver aquel crudo deseo en el rostro de Carson, en aquel instante, lo único que se le ocurrió fue que se le hacía más difícil llenar de aire sus pulmones.
—Prepara el café —le pidió Carson bruscamente—, y yo iré fregando los platos.
—Yo te ayudaré.
—Cariño —dijo Carson, casi con aspereza—, si ahora mismo tengo que estar a tu lado en la cocina, me temo que terminaremos rodando por el suelo —vio que Lara entreabría sus adorables labios, la oyó tomar aire rápidamente y deseó, como nada en el mundo, sentirla desnuda, ardiente y anhelante bajo él—. No me mires así —le advirtió, pero su voz tenía el tono de una caricia.
—¿Así cómo?
—Como si quisieras convertirme en el postre.
Carson entrecerró los ojos hasta convertirlos en dos ranuras doradas al darse cuenta de que hasta entonces, Lara nunca parecía haber considerado la posibilidad de acariciarlo de ese modo. Y le bastó pensar en ello para que se le acelerara el pulso de manera incontrolable. Y cuando la vio responder a sus palabras con un estremecimiento, tuvo que poner en juego toda su fuerza de voluntad para no abrazarla.
Con un pequeño gemido, Lara desvió la mirada de Carson.
—Café —dijo con un hilo de voz.
Carson no confiaba en su capacidad de decir nada. Agarró los platos sucios y los llevó a la cocina. Al cabo de unos minutos, oyó que Lara entraba, encendía el fuego de la cocina y colocaba encima la vieja cafetera.
—¿Carson? —preguntó Lara vacilante, como si no quisiera romper el cada vez más frágil control con el que ambos intentaban dominar sus emociones.
—¿Humm?
Aquella vaga respuesta fue el aliento que Lara necesitaba.
—¿Sería posible que viera los documentos y las fotografías de los Blackridge esta noche?
Lo preguntó precipitadamente, como si temiera que Carson pudiera cambiar de opinión durante los segundos que tardaba en formular la pregunta, como tantas veces había ocurrido en el pasado.
Era una petición que Carson había estado eludiendo con éxito desde el día que había utilizado los archivos familiares como señuelo para que Lara se acercara a él. Y, una vez más, Carson deseó cambiar de tema, distraerla, hacer cualquier cosa para evitar que hurgara entre los papeles de los Blackridge, desenterrando un pasado que, de alguna forma, le pertenecería a ella como nunca podría llegar a pertenecerle a él. Un pasado cuya sombra se extendía en el presente y el futuro, haciendo añicos aquella relación de amistad entreverada con deseo que poco a poco iba uniéndolo | Lara.
Pero Carson sabía que si se negaba a permitir que Lara estudiara los documentos de los Blackridge, ella podría comenzar a sospechar que su renuncia se debía a algo mucho más profundo que su simple rechazo hacia el pasado. Y podría empezar a hacer preguntas. Y cuando eso ocurriera, no pararía hasta encontrar todas las respuestas. Y entonces no habría ninguna posibilidad de engañarla. Carson ya había sido testigo de su júbilo y de su insistencia cuando se trataba de desvelar hechos del pasado, aquella actitud era tan intrínseca a ella como el azul apabullante de sus ojos. En cuanto había entrevisto la posibilidad de encontrar los antiguos hitos que marcaban los límites del rancho, los había buscado como un buscador de oro en busca de un filón, aunque en realidad, aquellos límites no tuvieran excesiva relevancia a la hora de contar la historia de los habitantes de Rocking B. Sencillamente, formaban parte de la historia y ella quería encontrarlos.
Y lo mismo ocurriría con los archivos de Carson.
Aunque Carson había sacado de las cajas cualquier documento fechado después de mil novecientos sesenta, todavía odiaba tener que dejarle aquellos recuerdos a Lara. Porque contenían demasiadas pistas de lo que finalmente había llevado a Larry Blackridge a redactar su inmoral pero implacablemente legal testamento.
Carson no quería que la curiosa e inteligente cabeza de Lara pudiera acercarse a la historia reciente de Rocking B. Pero sabía que ya no podía seguir dándole largas sin despertar su curiosidad. En cuanto a aquella noche, entregarle aquellos recuerdos era el menor de dos posibles males.
Y eso también era algo que Carson odiaba: verse forzado a elegir entre dos males del pasado. Pero no era la primera vez. Y tampoco sería la última.
—Tomaremos el café en la biblioteca —dijo con voz queda—. Pero no toques nada hasta que no esté yo allí. Y llévate una botella de coñac. Es posible que tome una copa.
Lara no dijo nada. La había sorprendido el tono de Carson, y también la insinuación de que no confiaba en dejarla a solas con lo que quiera que tuviera en la biblioteca. Sirvió café en una jarra, buscó dos tazones que colocó junto a la jarra en una bandeja y se acercó al mueble bar. Al abrir las pulidas puertas de madera de nogal, descubrió en su interior toda una serie de vasos y licores. Sacó una copa para Carson y, tras un momento de vacilación, añadió una más, decidiendo que no le sentaría mal una copa de coñac. Como siempre, el tema del pasado de los Blackridge había creado cierta tensión entre Carson y ella. A Lara le habría encantado poder hablar abiertamente de aquel problema, en vez de ignorarlo, pero hasta el momento, Carson se había resistido a cualquier intento de abordar aquel tema de conversación.
—Es la licorera de la izquierda —dijo Carson, sin levantar la mirada de los platos que iba dejando en el escurreplatos—. La cuadrada.
Lara miró toda la serie de licoreras de cristal tallado que habían sido el orgullo de Sharon Blackridge. Todas estaban llenas de licores de diferentes colores. Sólo una de las licoreras era completamente cuadrada. Y estaba llena de un líquido de color idéntico a los ojos de Carson cuando contemplaba la puesta de sol sobre aquellas tierras que adoraba.
La puerta de la biblioteca estaba entornada. Lara la empujó con el hombro hasta que estuvo suficientemente abierta como para permitirle entrar con la bandeja. En el interior, había cajas por doquier. Era como si alguien hubiera vaciado todos los armarios del rancho y hubiera repartido su contenido a su antojo. El único lugar libre de cajas era el escritorio de Carson, que estaba cubierto de papeles y libros de contabilidad. Afortunadamente, también había espacio suficiente para la bandeja. Porque Lara no se habría atrevido a mover una sola caja después de lo que Carson le había dicho en la cocina.
Dejó la bandeja sobre el escritorio y se sirvió café y coñac. Evitando mirar las cajas abiertas, se sentó en el sofá, aprovechando el diminuto espacio que quedaba entre dos cajas. Con mucho cuidado, iba bebiendo el café y, de vez en cuando, daba un sorbo a la copa de coñac, inhalando sus fragantes y potentes vapores. Se movía lo menos posible, para no perturbar el precario equilibrio de las cajas.
Por lo que Lara podía ver, casi todas las cajas eran nuevas y cada una de ellas había sido etiquetada. Las palabras escritas en ellas, «daguerrotipos», «rancho», «cuentas», «recuerdos personales», «fotografías antiguas», habían sido escritas con la misma letra de trazo fuerte y picudo. Seguramente era la letra de Carson, decidió Lara. Por lo que había oído, Larry Blackridge estaba demasiado débil antes de morir como para haber hecho un trabajo tan agotador con los recuerdos de la familia.
Lara no advirtió que Carson llevaba un buen rato observándola desde el marco de la puerta, mientras ella iba recorriendo las cajas con la mirada. Éste podía leer la intensa curiosidad y el entusiasmo que se reflejaban en su rostro con la misma facilidad con la que leía su propia caligrafía sobre las cajas. Por un instante, deseó inútilmente que Lara estuviera interesada en caballeros andantes y dragones, en cualquier cosa que no fuera la historia de los ranchos en general y de Rocking B en particular.
Pero aquella siempre había sido su pasión. De la misma manera que su pasión había sido la de llegar a convertirse en un verdadero Blackridge.
Sin decir una sola palabra, Carson entró en la biblioteca, apartó varias cajas del sofá y se sentó con el café y el coñac al lado de Lara. Advirtió que ella lo miraba con una curiosidad que iba aumentando a medida que pasaban los segundos y él continuaba sin decir nada. Por la reacción de Lara, Carson sabía que su expresión debía de reflejar con mucha exactitud lo que sentía en su interior: se sentía frío, cerrado, atrapado. Apoyó el pie contra una de las cajas y la empujó bruscamente hacia el suelo, intentando hacer sitio en la mesita del café para algo que no fuera otro polvoriento residuo de la historia de los Blackridge.
Lara dejó la taza vacía de café y la copa que apenas había tocado sobre la mesa. Mordiéndose el labio, se volvió hacia Carson.
—Acabo de darme cuenta de lo injusto que es todo esto para ti —dijo con voz queda—. Hay seis cajas con los diarios y los recuerdos de Cheyenne en la granja y no he tenido valor para abrir ni siquiera una de ellas. Hasta la idea de pensar en ver todas esas fotografías y recuerdos personales me resulta demasiado dolorosa —Lara cerró los ojos, intentando luchar contra el escozor de las lágrimas—. Así que en vez de enfrentarme a mis sentimientos y leer los diarios de Cheyenne, he venido aquí a remover los recuerdos de tu familia, a remover tu propio dolor. Lo siento, Carson. Creo que he sido terriblemente egoísta:
Carson rodeó con sus fuertes brazos a Lara y la sentó en su regazo. Apoyó la cabeza en su hombro y la besó delicadamente.
—Mi dulce pequeña —dijo con voz ronca, besándole los párpados—, tú no sabrías ser egoísta aunque alguien te dictara paso a paso las instrucciones.
A Lara le temblaron los labios cuando intentó sonreír.
—Oh, Carson —susurró de pronto, y enterró el rostro en su cuello—, a veces echo tanto de menos a Cheyenne que... —se le quebró la voz.
Carson tensó el brazo a su alrededor mientras mecía a Lara contra su pecho.
—Adelante, llora —musitó, acariciando su resplandeciente melena y besándola en la frente.
—No es la clase de dolor que se alivia llorando. Supongo que incluso es un dolor mejor —dijo, cerrando los ojos y dejando que la presencia de Carson la llenara de su calor—. Tus abrazos me alivian.
—Sí —susurró Carson—, a mí también.
Durante largo rato, no se oyó nada, salvo el apenas audible roce de la mano de Carson sobre la melena azabache de Lara. AL final, Carson comenzó a hablar quedamente, con una voz tan profunda que Lara podía sentir sus palabras retumbando en su interior.
—Larry era como tú —dijo Carson—. Estaba obsesionado con la historia de la familia Blackridge, con la línea sanguínea de la familia. Tenía un árbol genealógico que comenzaba en la batalla de Hastings y acababa en él —hizo un sonido de diversión y disgusto al mismo tiempo—. Dudo de que hubiera un átomo de verdad en ese condenado árbol, más allá del bisabuelo Blackridge... ¿O era el tatarabuelo? —se encogió de hombros, como si no le importara—. Da lo mismo. Me refiero al Blackridge que apiló todas esas piedras que todavía no has podido localizar. Creo que antes que él, todos lo que aparecen son un auténtico fraude.
Carson se inclinó hacia delante, sosteniendo a Lara con un brazo mientras alargaba el otro hacia la copa de coñac. Le ofreció a Lara y la observó con ojos hambrientos mientras ella bebía y se humedecía a continuación los labios. A Carson le habría encantado lamer sus labios, inclinar la cabeza y saborear el dulce calor de su boca. Pero sabía que antes tenía que hablar, tenía que hacerle comprender su hostilidad hacia el pasado. Tenía que contarle lo suficiente para adormecer sus expectativas e impedir que su curiosidad encontrara otra dirección más peligrosa.
Frunciendo el ceño, Carson bebió un sorbo de coñac, suspiró y se preguntó cómo podría empezar a hablar de algo que tanto aborrecía. Se reclinó contra el respaldo del sofá, estrechando a Lara entre sus brazos. El sutil movimiento de Lara mientras intentaba acomodar su postura fue una auténtica tortura. Carson no sabía que un hombre podía llegar a desear tanto a una mujer, y de tantas maneras. No por primera vez, maldijo a sus padres por la influencia que todavía podían ejercer en su vida, amenazando constantemente con destrozarla. Debería haberse casado con Lara cuatro años atrás, se dijo, cuando ella todavía lo amaba.
Pero entonces habría sido imposible.
—Durante algún tiempo —le explicó Carson, casi con brusquedad—, yo estuve tan obsesionado con el árbol genealógico de la familia Blackridge como tú o como Larry. Entonces era muy joven. Todavía creía que algún día mi padre adoptivo me miraría y sería capaz de ver a su hijo, en vez de al sustituto de un verdadero hijo que le habían endilgado.
Lara abrió los ojos como platos. Le habría gustado preguntarle a Carson qué quería decir. ¿Acaso Larry no había querido adoptar a ese hijo? Y si así era, ¿por qué habría seguido adelante con el proceso de adopción? Pero al ver el dolor antiguo y el enfado que oscurecían el rostro de Carson, llenándolo de arrugas de tensión, se reprimió. No quería causarle más dolor haciendo preguntas innecesarias, preguntas que quizá el propio Carson contestara si tenía la suficiente paciencia como para escucharlo.
Carson giró la copa de coñac sobre sus dedos durante varios segundos antes de volver a hablar:
—Pero por mucho que lo intentara, por mucho que trabajara, por mucho que lo deseara, Larry no era capaz de verme nunca como a un hijo —dijo por fin—. Al parecer, nunca se le ocurrió pensar que un niño podía crecer sintiendo que el hombre y la mujer que lo cuidaban eran sus padres en el único sentido de la palabra que realmente importaba. Y que ese niño querría amar y ser amado por esos padres.
Carson se encogió de hombros con impaciencia, como si quisiera desprenderse de las garras del pasado.
—La única parte de la paternidad que parecía importarle a Larry tenía que ver con la herencia de su sangre. El resto eran sentimientos, y Dios sabe que Larry nunca les ha dado mucha importancia —volvió a girar el coñac en la copa y añadió suavemente—: Excepto con tu madre. Tengo la sensación de que lo que sintió por ella fue lo más cercano al amor que experimentó Larry. Y por ti. Por tu sangre.
Y posiblemente pasaría una eternidad arrepintiéndose de su obsesión por la sangre, añadió Carson en silencio. De la misma forma que consiguió que todos los demás la aborrecieran cuando vivía.
Lara acercó la mano hacia los fuertes dedos que Carson había tensado sobre sus caderas. No sabía qué decir. Lo único que sabía era que los pensamientos de Carson debían de ser incluso más dolorosos que sus palabras.
—Nada de eso fue culpa tuya —susurró Lara, alzando la mano de Carson y llevándosela a la mejilla—. Tú has sido todo lo que un hombre razonable podría esperar de un hijo.
Carson soltó una carcajada tan amarga que Lara hizo un gesto de dolor.
—Es una pena que Larry no fuera un hombre razonable —dijo brutalmente—. Pero eso ya está superado. Larry ya destrozó suficientemente nuestras vidas. Y no pienso dejar que haga lo mismo con nuestro futuro.
Al tiempo que sus propias palabras resonaban en la silenciosa habitación, Carson sabía que él era el único que tenía la respuesta a la pregunta que lo mantenía despierto por las noches. Y la respuesta era que no. No podía decirle a Lara la verdad. La amargura nacida de las constantes luchas entre Sharon y Larry Blackridge sería enterrada con ellos, jamás volvería a ver la luz del día.
—Por el futuro —dijo Carson, elevando su copa—. Y al infierno con el pasado.
Bebió rápidamente, apurando la copa. Se inclinó después hacia delante, dejó la copa vacía sobre la mesa y volvió a reclinarse en el sofá, sin aflojar en ningún momento su abrazo.
—¿Por dónde íbamos? Ah, sí. Por los preciados archivos de la familia Blackridge.
Lara volvió a esbozar una mueca, pero continuaba sin decir nada. Comprendía mejor la amargura de Carson después de aquella confesión. Todo lo que había en aquella habitación le recordaba a una familia a la que había tratado de pertenecer desesperadamente. Pero Larry Blackridge nunca le había permitido ser nada más que un extraño con el que compartía vivienda.
Al imaginarse a Carson creciendo en un lugar como aquél, Lara lo compadeció en silencio. Ser hija ilegítima había sido difícil en ocasiones, pero ella siempre se había sentido querida. Esperaba que por lo menos Sharon Blackridge hubiera compensado la incapacidad de Larry para amar a su hijo adoptivo. Aunque en realidad lo dudaba.
Más que cariñosa, Sharon Blackridge había sido una mujer notablemente orgullosa.
—Ahí están —continuó Carson, moviendo la mano en un arco que abarcaba aquel caos de carpetas y cajas—. En otra época, invertí mucho tiempo con todos esos trastos, intentando encontrar la llave que me hiciera ganarme el respeto de Larry. Supongo que imaginaba que si llegaba a saber tanto como él sobre los Blackridge, por arte de magia me convertiría en uno de ellos.
Carson rió con dureza. Con un suspiro, se inclinó hacia delante y rozó con los labios la negra melena de Lara.
—Pasé tanto tiempo intentando aprender la historia de la familia como el que tardé en sacar la licenciatura —dijo—. Pero eso tampoco me convirtió en un Blackridge. Nada lo hizo. Nada podía hacerlo. Larry me lo dijo tantas veces que terminé creyéndomelo. No soy un Blackridge y nunca lo seré. Así que, después de su muerte, estuve a punto de quemar todas estos trastos y arrojar sus cenizas al viento.
Lara casi jadeó ante la idea de destrozar tanta historia. Abrió los ojos como platos y volvió a escrutar el rostro de Carson. En otra ocasión, habría pensado que la sonrisa que curvaba sus labios era una sonrisa fría, sin sentimientos, casi cruel. Pero después de aquella confesión, podía ver el dolor que escondía aquella dura fachada, los vestigios que quedaban en Carson de aquel niño que nunca había sido aceptado.
Comprendió con tristeza que, de alguna manera, para Carson debía de haber representado un alivio la muerte de su padre. Tras su muerte, por fin podía sentir que pertenecía a algún lugar. A una tierra en la que ya no tenía que sentirse como un extraño cada vez que el hombre que lo había adoptado lo miraba negándose a verlo como a un hijo.
Con extrema delicadeza, Lara posó sus labios sobre la mandíbula de Carson. Éste se volvió para mirarla y, por un instante, sus ojos resplandecieron como los de un puma.
Se inclinó sobre ella y le dio un beso que sabía a coñac y a fuego. Cuando el beso terminó, volvió a mirarla.
—Pero al final decidí que quizá lo mejor fuera poner toda esas cosas en buenas manos. De modo que es todo tuyo, Lara. Quizá tú consigas disfrutarlo más de lo que lo hemos disfrutado nosotros.