Uno
«Relájate», se dijo Lara Chandler en silencio. «Carson jamás ha puesto un pie en la granja y jamás lo pondrá. Ni siquiera soporta pensar en ti. Aquí estás a salvo».
Lara sonrió con pesar al observar el curso de sus propios pensamientos. En realidad no tenía que preocuparse por tropezar con Carson Blackridge, ni siquiera en aquel pedazo de tierra rodeado por los ricos pastos de Rocking B. La última vez que había estado con Lara, Carson había dejado muy claro que estaba más que harto de ella. Cuatro años después de aquel suceso, el recuerdo del momento en el que se había entregado por completo a él y Carson la había rechazado todavía la hacía sonrojarse. Había intentado exorcizar aquel recuerdo, pero no lo había conseguido. Cada vez que algún hombre se aventuraba a hacer algo más que darle la mano o besarla con delicadeza, aquel recuerdo la dejaba paralizada.
Lara se obligó a sí misma a tomar aire un par de veces, intentando liberarse de la tensión que la acompañaba desde que había aceptado regresar a Rocking B para escribir la historia de un siglo de vida de un rancho ganadero de Montana. Con manos temblorosas, abrió la maleta y comenzó a deshacerla con la eficacia de una persona acostumbrada a viajar regularmente.
Aunque aquel día su eficiencia no era la de siempre. Y cuando se le cayó la máscara para las pestañas, que en realidad raramente utilizaba, por tercera vez, soltó un sonido de exasperación. Habían pasado cuatro años desde aquel humillante incidente con Carson. Debería haberlo superado. Pero no lo había hecho. Cuatro años no eran tiempo suficiente. Lara procedía de una familia en la que el pasado formaba parte indivisible del presente. Para ella, el futuro no era el lugar seguro en el que refugiarse del pasado. Le gustara o no, el pasado siempre estaría allí, a su alrededor y muy dentro de ella.
Había crecido escuchando las historias de su abuelo sobre cómo era el rancho Rocking B en el siglo pasado. Cuando era niña, los años que la separaban de aquella época remota le parecían una barrera tan alta como las cumbres heladas de las montañas que rodeaban el propio rancho. Pero a medida que había ido creciendo, aquellos años habían ido achicándose hasta convertirse en algo comprensible, casi tangible.
Al final, Lara había llegado a adorar lo que era el transcurrir del tiempo; los abuelos viendo los rostros del pasado en sus nietos recién nacidos, o las anécdotas familiares, repetidas una y otra vez hasta convertirse en una narración histórica con la que cada familia transmitía de generación en generación sus propios rituales, sus sueños y sus decepciones.
La historia era una parte fundamental en la vida de Lara, y el rancho Blackridge Rocking B era el centro de su propia historia.
Lara permanecía con las manos sumergidas en su colorida ropa interior, mirando la habitación que su bisabuelo había construido para el nacimiento de su primer hijo. Para Jedediah Chandler, un contrato de arrendamiento de cien años debía haber significado algo permanente, casi la propiedad de la tierra. Pero la tierra seguía perteneciendo a la familia Blackridge, no era propiedad de los Chandler, y el contrato había expirado dos años atrás. Larry Blackridge le había hecho un contrato vitalicio a Cheyenne Chandler, el abuelo de Lara.
Pero Cheyenne había muerto, y la tierra había vuelto a manos de los Blackridge. Ya no vivirían más Chandler en aquella adorada casa familiar, situada en el centro del rancho Rocking B. Sin embargo, el nombre de aquel pequeño valle continuaría pasando de generación en generación, al igual que las historias que se contaban del pasado. Aquel rincón había sido durante cien años la granja Chandler y conservaría aquél nombre al menos durante otros cien.
Los nombres de Blackridge y Chandler habían llegado a formar parte de las propias tierras de Montana.
Y eso significaba que Carson Blackridge era una parte importante de la propia Lara Chandler, por mucho que ella intentara ignorarlo, y sobre todo estando en medio de su rancho. Cada vez que levantara la mirada, pensaría en él, se acordaría de él y recordaría lo que le había hecho. Aquello formaba parte de su historia personal. Y, de alguna manera, era una de los acontecimientos más importantes.
—Estupendo —musitó Lara para sí—. Entonces asígnale un papel a Carson y archívalo en la E de error. ¿O qué tal en la M de misógino?
Lara suspiró, renunciando a caracterizar a Carson con una sola palabra. Le habría resultado más fácil ignorarlo si Carson la hubiera hecho infeliz cuando estaban juntos. Pero no había sido así. Tenerlo cerca, ver cómo sus raras sonrisas se hacían más frecuentes cuando estaba con ella, tocarlo, reír con él... ¿Infeliz? Difícilmente. Durante algunos meses, Lara se había sentido como si viviera en el centro del arco iris.
—Claro —se dijo Lara en tono cortante—, y las vacas vuelan.
Continuó deshaciendo rápidamente la maleta, preguntándose a cada paso si no habría cometido un error al volver. No había nada que la atara a aquel lugar, salvo los recuerdos y una historia en la que ya no había un lugar para ella. Su abuelo había muerto. Su madre había muerto. Y el hombre que nunca la había reconocido como hija suya también había muerto.
A Lara le temblaron las manos al recordar la llamada que había recibido en casa de su tía dos meses atrás. Había contestado ella misma al teléfono. Y con su característica voz profunda y ligeramente áspera, Carson le había notificado la muerte de Larry Blackridge. Oír la voz de Carson después de cuatro años había sido como caer de pronto en medio de una hoguera. Lara apenas podía oír lo que le estaba diciendo por culpa del rugir de la sangre en sus oídos. Pero poco a poco había ido asimilando el significado de sus palabras. El hombre que había adoptado a Carson y jamás lo había llamado hijo, el hombre que era el padre de Lara, aunque nunca la hubiera reconocido como hija suya, el hombre al que la madre de Lara había adorado, Lawrence Blackridge, estaba muerto.
Lara no recordaba lo que le había dicho entonces a Carson. O si le había dicho algo. Sólo recordaba que, tras algunos segundos, había oído un lamento procedente del teléfono. Por un instante, había tenido la sensación de que el propio aparato estaba llorando la muerte de su padre. Pero lo único que ocurría era que llevaba demasiado tiempo con el teléfono en la mano y hacía un buen rato que Carson había cortado la comunicación.
Lara no había ido al entierro. Se había dicho a sí misma que prefería no acudir porque había pasado muy poco tiempo desde la muerte de su abuelo como para enfrentarse a la tristeza de otra pérdida. Pero en el fondo sabía que no era verdad. Cheyenne Chandler había vivido y había muerto como quería, en el centro del rancho que adoraba. Después de algunos años en los que había ido declinando su salud, la muerte había llegado para él como una amiga a la que no le había entregado más de lo que quería darle. Lara echaría de menos a su abuelo durante el resto de su vida, pero no lloraría su muerte. Cheyenne continuaba siendo parte de ella, su risa y su amabilidad vivían en su recuerdo.
Era a Carson al que no quería enfrentarse, no a la tristeza. Y continuaba sin querer enfrentarse a él.
—No tienes por qué hacerlo —se recordó a sí misma mientras cerraba la maleta vacía y la guardaba debajo de la cama—. Tu tesis abarca desde mil ochocientos sesenta hasta mil novecientos sesenta. Los recuerdos personales de Carson sobre el rancho no te servirán de nada. Era demasiado pequeño.
La idea de que Carson pudiera ser pequeño para algo le provocó extrañeza. Jamás había pensado en Carson como en un niño. Para ella, siempre había sido un adulto; los nueve años de diferencia que había entre ellos se le habían antojado durante mucho tiempo como un abismo insalvable. Incluso cuando habían comenzado a salir, se sentía un poco intimidada a su lado. Pero aquel sentimiento había ido desvaneciéndose a medida que su encaprichamiento por él se había transformado en amor. Un amor que ella creía correspondido.
Pero aquél había sido su error.
Lara recorrió la habitación, agradeciendo que Carson no hubiera tocado la casa tras la muerte de Cheyenne. Mientras caminaba, iba acariciando todos los retazos de su infancia. Las cintas que había ganado en los rodeos habían perdido el color. Los cristales de cuarzo que años atrás había encontrado estaban cubiertos de polvo. Y también aquella fotografía en la que aparecía montando a su primer caballo. Con aire ausente y utilizando el borde de su vieja camiseta roja, limpió el cristal de la fotografía. Mientras observaba la foto, se preguntaba si Carson tendría otra parecida en alguna parte del rancho en la que apareciera él.
Por mucho que lo intentara, era incapaz de imaginarse a Carson de niño. La única imagen que su mente podía recrear era la del Carson en el que se había convertido: un hombre alto, fuerte, duro. Era tan alto, de hecho, que a pesar de su musculatura, podía llegar a parecer excesivamente delgado. Hasta que no había estado cerca de él, Lara no había sido realmente consciente de lo fuerte que era. Sus muñecas eran casi dos veces las suyas, sus manos y sus hombros también doblaban los suyos, y todo su cuerpo estaba cubierto de una musculatura que movía con la gracia de un atleta. Los rasgos más suaves de su fisonomía eran unas pestañas largas y rizadas que enmarcaban unos ojos capaces de pasar del color verde al ámbar sin advertencia previa. Su pelo, de color castaño, era abundante, y tendía a rizarse cuando estaba húmedo. Lara adoraba hundir las manos en él.
Lara frenó el curso de sus pensamientos con la facilidad que le daba la práctica. Estaba tan acostumbrada a sofocar automáticamente la sensual respuesta de su cuerpo ante aquellos recuerdos que ni siquiera lo notó. Había intentado salir con otros hombres desde que Carson la había rechazado, pero no había sido capaz de responder a ellos. Se quedaba tan helada cuando intentaban intimar con ella con sus caricias, que había llegado a asumir que era de naturaleza fría. No lo había sido con Carson, pero Carson siempre era la excepción que confirmaba la regla. Además, se había enamorado de él antes de erigir sus defensas en contra del amor.
Afortunadamente, las cosas habían cambiado. Se sentía perfectamente pertrechada. Y había tenido al mejor de los maestros contra el amor: Carson Blackridge.
Lara decidió bruscamente que todavía no podía enfrentarse a los recuerdos que la esperaban en el dormitorio de su abuelo. Todo estaba tal y como él lo había dejado antes de que aquel ataque al corazón se lo llevara para siempre, rodeado por los recuerdos de toda una vida, recuerdos que él estaba empezando a empaquetar. Lara debería completar el trabajo que Cheyenne había iniciado, pero lo haría en calidad de investigadora, más que como nieta.
En cualquier caso, prefería dejarlo para más adelante. Todavía no estaba preparada para enfrentarse a su historia personal con el distanciamiento necesario en un investigador. No tenía prisa. Carson le había dicho al profesor que la asesoraba en la facultad que el investigador que enviaran podía vivir en la granja Chandler durante el tiempo que necesitara para completar el estudio: el Rocking B no utilizaba para nada aquella vieja casa. Lara desconocía si Carson se había arrepentido de su oferta cuando se había enterado de que era Lara Chandler la investigadora, o si incluso había llegado a saber que era ella la historiadora encargada de aquel trabajo.
En cualquier caso, los diarios de Cheyenne sobre la vida en el rancho todavía tendrían que esperar a que Lara se decidiera a leerlos. De momento, hacía una tarde maravillosa, soplaba el cálido viento de los primeros días del verano y hacía semanas que Lara no montaba. Todavía quedaban algunos de los caballos de los Chandler en los pastos. Podía ir a buscar a Shadow y montar por las colinas y los valles que rodeaban el rancho. Se reencontraría con aquella tierra a la que tanto amaba, una tierra que tendría que abandonar cuando hubiera recogido todos los testimonios orales del rancho y ya no tuviera excusa para permanecer en él.
Una vez en el exterior, Lara vio los signos de deterioro surgidos durante los seis meses transcurridos desde la muerte de Cheyenne. El alambre de espino se combaba en uno de los postes cercanos a la zona de pastos. Para cuando llegara la primavera, las vacas podrían traspasarlo sin problema. Y también el escalón más bajo del porche se convertiría en una amenaza para entonces.
Pero no supondría ningún problema. Porque nadie habitaría aquella casa en primavera.
La yegua que respondió al silbido de Lara era un ejemplar grácil y enérgico, de un color negro azulado muy parecido al del pelo de Lara. Cheyenne bromeaba a menudo diciendo que había comprado aquella yegua porque echaba de menos a Lara cuando ésta había empezado a estudiar. Y quizá tuviera razón. Porque su abuelo había mimado a ese animal como a ningún otro caballo.
—Así que te acuerdas de mí, Shadow —musitó Lara, frotándole las orejas.
La yegua hociqueó suavemente la camisa de Lara. Con labios ágiles, atrapó uno de sus mechones de pelo y comenzó a mordisquearlo.
—¡Eh! —rió Lara, apartando su pelo—. ¡Que eso es mío!
Shadow tomó tranquilamente otro mechón de pelo y comenzó a morderlo.
—Debe de ser por ese champú de limón —musitó Lara, apartando su pelo.
Buscó en sus bolsillos hasta encontrar las gomas que siempre llevaba encima cuando estaba en el rancho. Con dedos ágiles, se hizo una trenza y se la echó hacia atrás. Casi inmediatamente, comenzaron a escapar mechones de su pelo y a curvarse suavemente alrededor de su rostro, haciendo que aparentara muchos menos años de los veintidós que tenía. Sus ojos eran tan claros y azules como los lagos de las cumbres más altas de las montañas, y al igual que en los lagos ocurría, los oscurecían profundas corrientes. Los ojos de Lara escondían misterios y emociones que ella rara vez dejaba aflorar, al igual que las curvas de sus senos y caderas escondían una sensualidad femenina que sólo un hombre había sido capaz de despertar.
Lara embridó la yegua y volvió a llevarla al establo. Mientras caminaba, miró varias veces a su alrededor, con la sensación de que había alguien cerca. No era una sensación incómoda. Simplemente, estaba allí, como los rayos del sol. Pero cada vez que levantaba la mirada, veía los campos vacíos, con la única presencia de los caballos.
Una vez en el interior del establo, se desvaneció aquella sensación. Lara se encogió de hombros y comenzó a almohazar el caballo. Mientras trabajaba, comprendió que alguien debía de haber cuidado de Shadow desde la muerte de su abuelo. La crin del animal estaba reluciente, no había un solo enredo en su larga cola y las herraduras estaban en buen estado.
—¿Cuál de los buenos amigos de Cheyenne ha estado cuidándote? —le preguntó Lara—. ¿Ha sido Jim-Bob o Willie? ¿Dusty, quizá? ¿Murchison?
Shadow relinchó y sacudió la cola.
—No me lo vas a decir, ¿eh? No te culpo. Si yo tuviera a uno de esos tipos duros comiendo de mi mano, también mantendría el secreto.
Lara cinchó la silla con firmeza y comprobó automáticamente todas las correas, como hacía siempre al principio del verano cuando regresaba al rancho. Una de ellas era nueva, al igual que los estribos. De hecho, también habían cambiado la cincha. Con un amortiguado sonido de sorpresa, Lara fue revisando hasta la última tachuela. La casa podría estar cayéndose, pero Shadow había recibido todo tipo de cuidados.
—Vaya, Shadow, al parecer hay alguien a quien le debemos una bandeja doble de galletas de chocolate.
La yegua hociqueó a Lara, como si quisiera que terminara de una vez los preparativos. A Shadow le gustaba deambular por los campos tanto como a la propia Lara.
—Muy bien, muy bien —dijo Lara, apartando a la yegua—. Ya te he oído.
Sacó a la yegua del establo y la montó rápidamente. Esperaba algunos minutos de salvaje desconcierto, puesto que hacía meses que Shadow no había sido montada. Pero en vez de un amable corcoveo, Shadow enseguida se puso al trote. Al parecer, alguien había estado haciendo algo más que acicalar y herrar a la yegua. También la habían montado. Alguien que demandaba buenos modales a un caballo, pero que había conseguido mantener intactas las ganas de la yegua de cabalgar, se había encargado de sacarla a pasear.
—Así que Murchison queda descartado —comentó Lara, acariciando el cuello del animal—. Es un buen hombre, pero tiene una mano muy dura.
Shadow inclinó una oreja al oír la voz de Lara. Casi inmediatamente, inclinó las dos orejas hacia delante. Lara alzó la mirada y vio la silueta de un jinete a su derecha, entre el pequeño valle que separaba su casa del rancho. En cuanto el olor del caballo y el jinete llegó hasta la yegua, ésta relinchó en señal de bienvenida.
Lara no participaba ni de lejos de aquel sentimiento. Ni siquiera necesitaba ver el distintivo perfil del Appaloosa, el caballo preferido de Carson, para saber que el jinete era el mismísimo Carson Blackridge. Ningún hombre montaba como él; permanecía sentado sobre el caballo como si hubiera nacido sobre él, y no en una ciudad lejana. Ningún otro hombre exhibía aquella combinación de fuerza, rapidez y masculina elegancia.
Sin vacilar, Lara guió a Shadow hacia la izquierda para alejarse de Carson. Simultáneamente, presionó las piernas alrededor del lomo del animal, urgiéndolo a acelerar el paso. Su reacción estaba siendo completamente inconsciente. Lara había llegado a aceptar que era hija ilegítima de Lawrence Blackridge. Había aceptado también la muerte de su madre, diez años atrás, durante una de aquellas tormentas de verano que a Becky Chandler tanto le gustaban. Lara había aceptado la muerte de su abuelo y la pérdida de la casa y de la tierra a la que amaba.
Pero no había sido capaz de aceptar que se había ofrecido a un hombre que no la deseaba en absoluto.
Por los movimientos de la yegua, Lara sabía que Carson estaba cabalgando en paralelo a ellas. El conocía aquellas tierras tan bien como la propia Lara. El valle pronto se estrecharía hasta convertirse en una quebrada que se abría después a los pastos del rancho. Había otro camino que cruzaba la quebrada. El camino por el que Carson cabalgaba. Pero antes de que alcanzaran la seguridad de los pastos, Lara se vería atrapada. Tendría que ver a Carson acercase, hablar con él, saludarlo. Y se había prometido no hacer ninguna de aquellas cosas hasta que no estuviera preparada.
Y todavía no lo estaba. No, cuando acababa de ver su casa por primera vez tras la muerte de Cheyenne. No, cuando estaba teniendo que reencontrarse y despedirse al mismo tiempo de tantas cosas. Quizá al día siguiente. O al siguiente. O la próxima semana. Pero no en aquel momento. Se sentía demasiado vulnerable. Aunque la verdad era que siempre se había sentido demasiado vulnerable con Carson.
Aunque Lara no había visto nada que indicara que Carson hubiera podido verla, hizo virar bruscamente a Shadow hacia la izquierda. La yegua descendió por la colina con aquella agilidad que la había convertido en un caballo ideal para terrenos abruptos. Con un salto, alcanzó el arroyo y continuó galopando. Mientras se inclinaba sobre el cuello de Shadow, Lara sentía cómo se iba deshaciendo su trenza y el viento convertía su melena en una bandera negra. Aunque no miró en ningún momento hacia atrás, supo exactamente el instante en el que dejó de estar bajo el punto de mira de Carson porque desapareció la sensación de estar siendo observada. Lentamente, le hizo recobrar el trote a Shadow, sintiéndose mucho más segura al haberse liberado de la presencia de Carson.
Tiempo después, Lara se preguntaría qué estaba haciendo Carson en las tierras que habían sido de los Chandler. Por lo que ella sabía, nunca montaba tan cerca de la granja. Quizá la explicación fuera que estaba intentando conocer aquellas tierras que habían vuelto a sus manos. Eso sería muy propio de Carson. Al margen de la opinión que pudiera tener sobre él, no había ninguna duda de que estaba perfectamente cualificado para dirigir el rancho. Durante años, Carson había demostrado su capacidad para hacerse cargo de aquellas tierras. Aunque no llevara en sus venas la sangre de la familia, era un auténtico Blackridge.
Desgraciadamente, la sangre era lo único que le importaba al hombre que lo había adoptado. Aunque no lo suficiente como para divorciarse de su esposa y casarse con la mujer que le había dado una hija. Lara a menudo se preguntaba por qué. Como hija ilegítima de aquel hombre, conocía de primera mano la obsesión de Larry por tener un heredero de su propia sangre. Lara nunca le había pedido a su abuelo que le explicara el comportamiento del amante de su madre, o por qué su madre continuaba enamorada de un hombre del que había tenido una hija a la que él nunca había querido reconocer. Aquel tema era el único capaz de entristecer el rostro de Cheyenne.
Al final, Lara había dejado de preguntárselo y se había limitado a aceptar la misteriosa relación de sus padres de la misma manera que aceptaba la luz del verano o los cristales que dibujaba el hielo al final del otoño en los arroyos.
Para cuando Lara llegó al corazón de Rocking B, se sentía más tranquila y casi se avergonzaba de haber huido de Carson. Probablemente, éste se había sorprendido tanto de verla como ella de verlo a él. Y probablemente se había sentido aliviado al ver que elegía otro trayecto, evitando que tuvieran que encontrarse. Seguramente no tenía más ganas de enfrentarse a ella que ella de enfrentarse a él. De hecho, estaba convencida de que debía a la capacidad de persuasión del profesor que dirigía su investigación el que pudiera quedarse en el rancho. Podía imaginarse perfectamente lo que había dicho Carson al enterarse de que quería escribir la historia del rancho.
El sonido de un largo «soooo» sacó a Lara de sus pensamientos. Se volvió y vio a un hombre levantado sobre los estribos y sacudiendo el sombrero para llamar su atención. Al reconocer a Willie, giró y cabalgó a toda velocidad hacia aquel peón. Cuando los caballos se alinearon, le dio un rápido abrazo.
—Cada vez que te veo estás más guapa, Lara. Tienes los ojos de tu madre. Y Dios sabe que no ha habido unos ojos más azules que los suyos sobre la tierra. ¿Cómo te está tratando la ciudad?
—He venido a descansar un poco del cemento —dijo Lara, levantándose sobre los estribos para poder darle un beso—. Voy a quedarme hasta que a Carson se le acabe la paciencia o yo no sea capaz de sacar ninguna historia más de Rocking B.
—Diablos, no creo que vayamos a cansarnos de contarte historias. Así que tendrás que quedarte aquí para siempre. Estamos deseando que empieces a grabar y nos hagas famosos.
—No quiero interferir en vuestro trabajo —dijo Lara rápidamente. No quería hacer nada que pudiera llamar la atención de Carson, y mucho menos despertar su furia.
—No tienes que preocuparte por Carson —repuso Willie, palmeándole la mano con sus dedos nudosos—. Ya nos ha dicho que colaboremos contigo. Aunque por supuesto, no hacía falta que lo hiciera. En este lugar, a la nieta de Cheyenne se la valora más que al oro y Carson lo sabe.
Lara miró a Willie dubitativa.
—¿Carson te ha dicho que me ayudaras? ¿Estamos hablando del mismo Carson Harrington Blackridge?
—El mismo —dijo Willie, asintiendo con firmeza.
Lara hizo un sonido que podría haber significado cualquier cosa.
—No quiero decir que no tenga sus puntos débiles, como todo el mundo —continuó Willie, palmeando comprensivamente el hombro de Lara—. Es un hombre duro, pero bueno, y es el mejor ranchero que ha habido en este lugar desde que se registró su marca, incluyendo a tu abuelo.
Lara miró a Willie sorprendida, pero éste asintió con firmeza.
—Y lo que es más, Cheyenne era el primero en decirlo. Cheyenne no tenía paciencia para esperar a que un ordenador le dijera a un hombre lo que tiene que hacer cuando llueve... A Carson tampoco es que le vuelvan loco los ordenadores, pero sabe lo que el rancho necesita y siempre lo consigue.
Por un instante, Lara no supo qué decir. Al final, comentó con voz ronca:
—Me alegro de que Carson sea bueno para el rancho. Esta tierra se merece a alguien que la conozca y la quiera. El Rocking B está tan vivo como todos nosotros y necesita cuidados. Si cuidas el rancho, él te cuidará a ti. Es lo que siempre me enseñó mi abuelo.
Willie entrecerró sus ojos oscuros y escrutó el rostro de Lara, reconociendo en él su honestidad y su tristeza.
—Si se lo pidieras, estoy seguro de que Carson te dejaría quedarte en la granja durante todo el tiempo que quisieras. Diablos, no ha hablado mucho conmigo desde que la Reina Bru... eh, desde que su madre murió.
Lara estuvo a punto de sonreír ante el desliz de Willie. Sharon Harrington Blackridge, conocida entre los peones como la Reina Bruja, había sido una mujer de difícil trato. Pero había razones para justificar su mal carácter. No debía de haber sido nada fácil para ella saber que la amante de su marido y su hija ilegítima vivían a menos de dos kilómetros de su casa. Lara no sabía por qué la señora Blackridge no se había divorciado de su marido. Desde luego, no parecía haber habido mucho amor entre ellos, ni siquiera después de que Becky Chandler hubiera muerto. El matrimonio de los Blackridge había sido otro de los misterios de la infancia de Lara, otra parcela de su propia historia que había estado definida por el silencio más que por la comprensión.
—Si no me crees —continuó Willie—, pregúntale a Carson.
—No —respondió Lara rápidamente, y sonrió para suavizar la dureza de su respuesta—. Hace más de cien años Jedediah Chandler salvó a Edward Blackridge de ser herido por un oso gris. Los Chandler vivieron durante mucho tiempo en estas tierras después de aquello. La vieja deuda ha sido más que saldada.
Willie gruñó y se bajó el sombrero, un gesto que Lara conocía perfectamente desde la infancia. No estaba de acuerdo con ella, pero no iba a decirlo abiertamente.
—Quizá —musitó para sí—. Pero eso no significa que no haya nuevas deudas, ¿verdad?
Lara fingió no haber oído, porque sabía que Willie no pretendía que lo oyera. Ninguno de los trabajadores del rancho hablaba nunca de las circunstancias de su nacimiento, ni de quién era su padre. Willie podría halagar los ojos azules de Lara y reconocer en ellos a los de su madre, pero jamás mencionaría a qué debía su pelo negro o sus labios llenos.
—Lo que yo he pensado —dijo Lara, con voz alegre y decidida— es hablar con los peones después de las cenas. Durante el día, puedo leer los diarios de Cheyenne, fotografiar el rancho y leer algunos documentos sobre su historia. Y transcribir las cintas, claro —añadió con un suspiro. Era lo único que no le apetecía hacer. Pasar horas y horas mecanografiando cuando lo que más le apetecería era montar a caballo.
—Me alegro de no ser yo el que tenga que marcar ese novillo —dijo Willie, sacudiendo la cabeza—. En toda mi vida jamás he sostenido un lápiz entre las manos. Aunque sí una cuerda —asintió sonriente—. En mis tiempos, fui campeón de lazo de ocho condados. Era capaz de enlazar cualquier cosa que se moviera —se sentó cómodamente en la silla y escupió un pedazo de tabaco mascado—. ¿Alguna vez te he contado que los chicos apostaron a que no sería capaz de enlazar un toro moteado de Larry? Ese toro era el más rápido... —Willie alzó la mirada al distinguir un movimiento por el rabillo del ojo—. Me pregunto qué querrá Carson.
Lara también había visto que algo se movía y reconoció inmediatamente al Appaloosa que caminaba hacia ellos.
—Probablemente va a regañarme por haberte distraído del trabajo. Te veré más tarde, Willie. Será mejor que yo también me ponga a trabajar.
Con un suave movimiento de talones, azuzó de nuevo a Shadow, que comenzó a cabalgar por los campos. Tres entradas la separaban de su casa en la ruta que había elegido para evitar a Carson. Cuando vio que Carson estaba desmontando su caballo en la tercera, su primer impulso fue salir galopando en cualquier otra dirección. Y lo habría hecho, pero su cuerpo se negaba a responder a los frenéticos mensajes de su mente.
Carson Blackridge estaba a menos de veinte metros de distancia. No había estado tan cerca de él desde hacía años. Casi cuatro años, para ser exactos. Y entonces estaba desnuda. Tan desnuda como se sentía en aquel momento.
—Hola, Lara. Bienvenida a casa.