Dos
Durante largos segundos, Lara se quedó mirando fijamente a Carson. Sus ojos parecían intensamente verdes mientras la observaba, pero Lara sabía que por la noche, bajo la luz eléctrica, esos mismos ojos adquirían un color cercano al oro. Y que la pasión era capaz de oscurecerlos hasta acercarse al color negro. ¿O habría sido el desprecio, y no la pasión, lo que había oscurecido su mirada cuando la miraba, cuando la tocaba o la desnudaba?
—Hola, Carson.
Lara no dijo nada más. Porque las únicas palabras que tenía para él procedían de un doloroso pasado, al igual que las imágenes que de pronto se arremolinaban en su mente. Imágenes que llevaba años intentando olvidar.
Carson no había cambiado. Continuaba siendo tan alto y fuerte como siempre... Y continuaba siendo capaz de hacer palpitar su corazón con sólo una mirada.
Le había causado una gran impresión verlo allí, esperándola. Y el impacto había conseguido eliminar de un solo golpe todas las capas de control que tan dolorosamente había ido construyendo con los años, dejándola absolutamente vulnerable.
Lara había estado enamorada de Carson. Pero Carson nunca la había amado. Lara se había repetido muchas veces que era algo que había superado. Pero se equivocaba. La cicatriz no estaba suficientemente cerrada sobre aquella vieja herida. Carson todavía podía hacerle daño.
Carson alzó la mano para sujetar la brida de Shadow un segundo antes de que Lara pudiera girar y salir volando de allí.
—Tranquila, tranquila —musitó.
Al principio, Lara creyó que Carson le estaba hablando a ella. Pero entonces vio su enorme mano acariciando el cuello de Shadow y comprendió que estaba intentando tranquilizar a la yegua, que parecía haber sentido el repentino miedo de su amazona. Mientras Lara observaba a Carson, los años parecieron desaparecer y la joven volvió a ver otra vez la misma mano que con tanta delicadeza había acariciado su cuerpo, alejando los miedos mientras le desabrochaba lentamente la blusa para deslizarse en su interior. Lara adoraba entonces las manos de Carson; unas manos tan grandes, tan cálidas, y tan inesperadamente tiernas.
Con un estremecimiento, desvió la mirada, luchando contra los recuerdos y contra aquellas batallas que creía ya ganadas.
—Vamos —dijo, su voz era poco más que un susurro.
—Mírame.
La negativa de Lara pareció reflejarse en cada línea de su cuerpo.
Carson esperó y dijo quedamente:
—Hace cuatro años cometí un error, Lara. No voy a permitir que tú corras otro ahora. Mírame.
Lara volvió la cabeza con dureza.
—¿Qué?
Carson cerró la mano sobre la muñeca derecha de Lara. Con mucha delicadeza, se llevó la mano a los labios y presionó con los dientes el mullido montículo de la base del pulgar. Aquella caricia provocó un estallido de sensaciones en Lara. Encendió fuegos que habían permanecido dormidos durante años. Con la lengua, Carson fue dibujando las marcas que sus dientes habían dejado en su piel y descendió lentamente hasta la parte interior de su muñeca, allí donde el pulso latía frenéticamente.
—Es a esto a lo que me refiero —dijo Carson con voz profunda.
Lara intentó apartar la mano.
—Quiero que empecemos otra vez —dijo Carson, sosteniéndole la mano con una fuerza tan implacable como su voz—. Yo quería hacer las cosas bien, lentamente, pero tú no me dejaste. Y desde entonces has hecho todo lo posible para evitarme —soltó sus dedos y frunció el ceño al verle apartar bruscamente la mano—. Vamos a llegar a un acuerdo, Lara. Si tú dejas de huir de mí, te permitiré trabajar libremente en el rancho. Y eso incluye poder consultar los documentos y las fotografías que tengo en casa.
Durante algunos segundos, Lara sólo fue capaz de mirarlo fijamente. Deseaba desesperadamente poder consultar los archivos familiares para su investigación, pero le había dado miedo pedírselos a Carson. Los primeros Blackridge habían sido aficionados a la fotografía en una época en la que ésta todavía era un arte prácticamente desconocido. Gracias a ello, había fotografías de la casa que se habían convertido en documentos de un valor incalculable de una época y una forma de vida que jamás regresaría.
Lara había querido ver aquellas fotografías durante toda su vida, pero Larry Blackridge había mantenido la colección bajo llave, ni siquiera se la había enseñado a su hija, la última Blackridge. La posibilidad de tener acceso a aquel tesoro era casi sobrecogedora para alguien que amaba la historia tanto como Lara.
Carson sonrió al ver la expresión de Lara.
—Sabía que aceptarías. Te atrae realmente la idea de poder ver esas fotos, ¿verdad?
Lara asintió lentamente.
—¿Lo suficiente como para dejar de huir?
Lara asintió de nuevo.
—¿Y no volverá a ocurrir lo que pasó hace cuatro años? —preguntó Carson, escrutándola con la mirada—. Por mi parte, no volveré a correr el mismo error.
Lara no sabía que la sorprendía más, si la promesa de Carson o la insinuación de que ella estaba dispuesta a retornar a la situación que la había hecho salir huyendo del rancho cuatro años atrás. Porque no estaba dispuesta en absoluto. Jamás volvería a ponerse en una situación de tanta vulnerabilidad. La mera idea la aterraba.
—Carson, yo no quiero... —hizo un gesto de impotencia al no encontrar la palabra adecuada.
—¿Acostarte conmigo? —completó Carson con una sonrisa—. Lo sé. Sólo quería que estuvieras segura de que no tienes ningún motivo para huir de mí. Todo eso pertenece al pasado, está muerto y enterrado. Y voy a asegurarme de que permanezca así.
—¿Por qué? —preguntó Lara sin comprenderlo.
Durante casi cuatro años, no había tenido ninguna clase de contacto con Carson. Y tampoco él había querido ponerse en contacto con ella. Sin embargo, en aquel momento le estaba ofreciendo... ¿Pero qué le estaba ofreciendo exactamente?
Por un instante, el semblante de Carson adquirió una dura expresión en la que se reflejaba su conocido genio y su igualmente famosa determinación.
—Como te he dicho, cometí un error. Y ya no hay nada más que hablar. Todo eso es historia, Lara. Y, a diferencia de ti, a mí no me gusta mirar al pasado.
Lara sabía que el tema estaba zanjado y que así quedaría fueran cuales fueran sus propias intenciones. Confundida y un tanto enfadada, miró a Carson mientras éste le abría la puerta.
—Estaré en casa a última hora de la tarde, por si te apetece echarle un vistazo a las fotos. Puedes acercarte en cualquier momento después de la cena.
El miedo a tener que compartir la velada con Carson puso en funcionamiento la lengua de Lara.
—Gracias, pero no es necesario. Bastará con que me digas dónde están las cajas.
Carson alzó la cabeza bruscamente. Bajo el ala del sombrero, sus ojos eran como dos cristales verdes observados a través de unas lentes ambarinas.
—¿Ya estás huyendo otra vez? —preguntó suavemente—. ¿Así es como piensas mantener tu parte del trato?
Lara abrió la boca, pero no fue capaz de articular palabra. Tragó saliva y dijo muy tensa:
—No me apetece estar a solas contigo, Carson. Y no creo que eso te sorprenda.
Por un instante, Carson cerró los ojos. Una expresión que lo mismo podía haber sido de dolor o de enfado tensó su rostro. Cuando abrió los ojos, su mirada era sombría.
—Por el amor de Dios, no voy a atacarte —dijo con rotundidad—. Lo que ha pasado hace un momento era más una advertencia que un intento de seducción. Soy un cazador. Si huyes, te persigo y atraparte se convierte en un desafío. Pero si dejas de correr, yo dejaré de acorralarte —Carson tensó los labios en una dura sonrisa—. Así que relájate. No estoy desesperado por disfrutar de compañía femenina. Hay muchas mujeres por los alrededores que no huyen al verme.
Era una locura, pero Lara no pudo evitar estremecerse al imaginarse a Carson con otras mujeres. Le bastaba pensar en Carson acariciando a otra mujer para que todo su cuerpo se agarrotara en un silencioso rechazo. Carson no la deseaba, pero deseaba a otras mujeres.
Y, sin embargo, por su culpa ella no deseaba a ningún otro hombre.
Carson vio el casi imperceptible y traicionero cambio que se produjo en la mirada de Lara cuando mencionó la posibilidad de estar con otras mujeres. La sorpresa apareció brevemente en su rostro para ser sustituida por la especulación. La observó erguir la espalda mientras Shadow cruzaba la puerta. Y antes de que hubiera podido decir nada, Lara azuzó la yegua, dejando a Carson solo mientras el viento mecía suavemente la hierba que lo rodeaba.
Lara dejó los últimos cacharros de la cena en el escurreplatos del mostrador de la cocina. Aunque eran las siete de la tarde, había mucha luz y la temperatura era agradable. Montana estaba suficientemente al norte como para disfrutar de largos días en verano y de noches igualmente largas en invierno. Y a Lara le gustaba tanto la luz como la oscuridad. Para ella, cada estación tenía sus momentos especiales.
Mientras se secaba las manos, no pudo evitar pensar en que la casa estaba inusualmente silenciosa. Lara estaba acostumbrada a vivir sola, pero no en la casa familiar. Todavía seguía esperando ver a su abuelo por el rabillo del ojo, con las piernas estiradas sobre la alfombra y el humo de la pipa, que el médico le había prohibido y a la que Cheyenne nunca había renunciado, enroscándose alrededor de su rostro.
Lara no intentó contener las lágrimas que acudieron a sus ojos al ser consciente de que no volvería a ver nunca a su abuelo. Desde el primer momento, había sabido que la vuelta sería muy dura. Y también que las lágrimas la ayudarían a aceptar lo inevitable. Había tantas cosas buenas que recordar, tantas cosas del pasado que merecían ser recordadas. Ésa era una de las razones por las que había vuelto al rancho, para escuchar los susurros de los fantasmas de su infancia hablándole de los cambios que habían ido produciéndose de generación en generación con la misma naturalidad con la que el verano se fundía con el otoño y el invierno con la primavera.
Podía estar sola, pero no estaba al margen del resto de la humanidad. Ella también formaba parte de la historia. De la historia de su familia y de la del estado en el que vivía, al igual que de la nación y de la comunidad de humanos del planeta. A través de una historia compartida, estaba conectada con la vida de incontables formas, todas ellas sutiles y profundas.
Lara aceleró el paso al meterse en el dormitorio para cambiarse de ropa. La idea de poder ver los archivos de Blackridge había estado aguijoneándola durante toda la tarde. No sabía lo que iba a encontrar. Pero sabía que, durante algunas horas, podría vivir en otra época. Podría ver la tierra que habían visto los ojos de personas muertas muchos años atrás. Eso era lo más fascinante de la historia para Lara. La historia era como su máquina particular del tiempo, le permitía deslizarse a través de los años y compartir experiencias y sentimientos que de otro modo habrían permanecido enterrados durante generaciones.
No eran las conquistas de los reyes las que la conmovían, sino la historia de la gente corriente que trabajaba, soñaba, lloraba, reía y amaba, se reproducía y al final moría, dejando tras ella un legado de anécdotas y recuerdos que se transmitían en el seno de una familia de generación en generación. Eran aquellas personas las que Lara quería descubrir. Esas pequeñas historias las que quería escribir.
—Y si continúas pensando en ello —se dijo a sí misma—, vas a perder la oportunidad de hurgar en una de esas historias esta noche. Esto no es la ciudad. Aquí la gente se acuesta pronto y se levanta temprano.
Sus palabras se disiparon en el absoluto silencio de la casa.
—Vas a tener que hacerte con un perro o un gato para poder hablar con alguien —se dijo.
Sonrió con tristeza mientras se vestía. Le encantaban los animales, pero el apartamento en el que vivía en la ciudad no le permitía tener mascotas. Había intentado tener una pecera. Los peces eran seres vivos, sí, pero no se les podía comparar con el lengüetazo de un perro o el ronroneo de satisfacción de un gato acurrucado en el regazo.
Una mirada al espejo le indicó que tenía los botones abrochados, las cremalleras cerradas y estaba limpia. Aquella noche, había estado tentada de ponerse algo que no fueran los vaqueros, las botas y la consabida camisa de algodón. Pero no quería que Carson pudiera pensar que se había vestido para él. Entre otras cosas, porque habría tenido razón. Lara era prácticamente una niña cuando había salido con él, y en aquel momento no le habría importado ponerse algo que mostrara cómo había cambiado su cuerpo durante aquellos cuatro años.
Se le ocurrió de pronto que quizá Carson ya no la rechazaría. A lo mejor ya era suficientemente mujer como para llamarle la atención cuando la desnudara.
Pero en cuanto se descubrió pensando en ello, la envolvió una oleada de miedo. Jamás volvería a desnudarse delante de un hombre. Jamás volvería a gemir de placer cuando un hombre acariciara sus senos. No encontraba ningún placer en aquella clase de vulnerabilidad. Lo único que encontraba era dolor.
Lara se apartó del espejo, asustada por aquella inesperada y peligrosa vanidad femenina que le hacía desear que Carson admirara lo que en otro momento había rechazado con tanta crueldad.
Lo que Lara no era capaz de comprender era lo femenina que podía llegar a parecer a pesar de su atuendo informal. Había llevado vaqueros durante tantos años que no era consciente de cómo realzaban la longitud de sus piernas, la tentadora curva de sus caderas y el contraste que marcaban con su esbelta cintura. La camisa de algodón era de un tejido muy suave y se pegaba a sus senos como una sombra azulada. El forro polar que llevaba al hombro era de un color rojo vivo que realzaba el natural color de sus mejillas y hacía brillar su pelo como la obsidiana. A pesar de la sencillez de su ropa, Lara estaba más que suficientemente atractiva como para que un hombre deseara acariciarla.
Antes de salir, tomó la mochila azul marino que había dejado colgada en la puerta con todo lo que necesitaba para la investigación de aquella noche. Se la colocó a la espalda, salió y cerró la puerta tras ella. Como no se había mirado al espejo antes de salir, no sabía que las correas de la mochila tensaban la blusa sobre sus firmes senos, revelando sutilmente la tela del sujetador e insinuando apenas sus pezones.
Los últimos rayos del sol transformaban los campos de oro y verde en un bronce rojizo mientras Lara recorría el camino que conducía hacia el valle. Podría haber ido en coche o a caballo, pero aquella apacible tarde parecía estar suplicándole un paseo a pie. Uno de los mejores recuerdos que tenía de cuando todavía vivía su madre eran los paseos que daba con ella a última hora de la tarde, cuando la tierra misma parecía susurrar bajo el creciente peso de la noche.
Lara había aprendido a través de su madre la belleza salvaje de las tormentas en las montañas. Incluso después de que su madre muriera durante una solitaria excursión por culpa de una granizada, Lara había continuado paseando por aquellas tierras y sintiendo, durante las tormentas, hasta el último trueno en sus huesos.
A medida que Lara fue acercándose a la casa del rancho, fue disminuyendo el ritmo de sus pasos. Había estado en aquella casa dieciocho veces a lo largo de su vida, una por cada Navidad, antes de marcharse para estudiar en la universidad. Aquél no era un tributo que debía a su condición de hija ilegítima de Larry Blackridge. Todos los otros niños cuyos padres vivían en el rancho también eran invitados a la casa durante los días festivos. Santa Claus, normalmente Cheyenne con algunos cuantos cojines en la barriga y una barba increíblemente blanca, repartía los regalos a los niños a la sombra de un enorme abeto procedente de las montañas.
Lara no sabía cuándo había mirado por primera vez a Lawrence Blackridge y había sido consciente de que era su padre. Lo único que sabía era que siempre había evitado instintivamente a Sharon Blackridge, cuyos fríos ojos grises conjugaban perfectamente con la tensa frialdad de su sonrisa.
Pero todo eso había terminado. La señora Blackridge estaba muerta. Cuando llamara a esa puerta, no tendría que rezar para no encontrársela. Así que podía relajarse. Ya era una adulta, una investigadora que había sido invitada a reproducir la historia de Rocking B, y no una hija ilegítima.
Había toda clase de vehículos aparcados alrededor del rancho, incluyendo un ostentoso descapotable que Lara no reconoció. No creía que aquél fuera un coche de Carson, así que, probablemente, pertenecía a alguno de los trabajadores que el rancho contrataba cada verano para ayudar a marcar el ganado y reconstruir las cercas que el invierno había tumbado.
La casa del rancho sólo tenía veinte años. Se rumoreaba que había sido construida para entretener a la Reina Bruja después de que ésta hubiera descubierto que no podía tener hijos. La casa era enorme, sus paredes estaban perfectamente aisladas y terminadas con una combinación de piedra del lugar y madera que le permitía fundirse con el paisaje. El llamador era una bruñida herradura de bronce.
La primera vez que Lara llamó, estaba tan insegura que el sonido apenas llegó hasta ella. La segunda vez, el sonido metálico pudo oírse en toda la casa. Y cuando la puerta comenzó a abrirse, la joven sintió el corazón en la garganta. Ella quería conocer la historia del rancho, no volver a ver a Carson Blackridge. De modo que cuando se encontró con el rostro arrugado y la enorme sonrisa de Yolanda, fue tal su alivio que estuvo a punto de marearse. Y le dirigió una sonrisa tan radiante a la cocinera que ésta pestañeó.
—Hola, Lara. Eres incluso más guapa que tu madre. Pasa, déjame mirarte.
Lara entró y abrazó a aquella anciana que había sido la pareja de cartas favorita de Cheyenne, además de cocinera y ama de llaves de la casa principal del rancho. Yolanda llevaba tanto tiempo en el rancho como Lara podía recordar.
—Hola, Yolanda. No has envejecido ni un poco, ¿cuál es tú secreto?
—Eres demasiado joven para saberlo —dijo Yolanda, sonriendo y mostrando sus tres dientes de oro.
—Bueno, entonces supongo que tendré que ponerme a envejecer —dijo Lara, riendo.
Yolanda sonrió.
—¿Ya has cenado?
—Sí.
—¿Sola? ¿En la granja?
Lara volvió a asentir y Yolanda sacudió la cabeza con desaprobación.
—A partir de ahora, deberías cenar aquí. No es bueno comer sola.
Por un momento, Lara no pudo creer lo que estaba oyendo. Más que ninguna de las otras cosas que habían sucedido desde que había llegado al rancho, aquella invitación la hizo consciente de que la señora Blackridge estaba realmente muerta. Porque si continuara viva, Lara podría haberse muerto de hambre en el porche antes de haber recibido una invitación a comer en el interior de aquella casa.
Yolanda asintió, como si supiera lo que Lara estaba pensando.
—Sí —dijo—. Las cosas han cambiado desde que la Reina... er, la señora Blackridge murió. Ésta es una casa demasiado grande para un solo hombre. Creo que Carson está muy solo.
Lara hizo un sonido que podría haber significado cualquier cosa.
—¿Está ahora en casa?
—Sí. Me ha dicho que cuando vinieras te llevara directamente a la biblioteca —Yolanda cambió de expresión—. Creo que se alegrará de que alguien lo ayude con esa huera. Dios mío, esa mujer es tan cabezota como una mula.
Desde la cocina llegó el sonido de un estridente zumbido. Yolanda musitó algunas palabras en español.
—El bizcocho ya está listo —le explicó.
—Adelante, puedo esperar.
Pero Yolanda sacudió la cabeza con vigor.
—La biblioteca —dijo, señalando el pasillo— es la habitación que está a la derecha. Ve. Carson te está esperando. Y a mí me espera mi bizcocho.
Lara tomó aire, cuadró los hombros bajo la mochila y cruzó rápidamente el salón. Todo le resultaba extraño, sutilmente fuera de lugar. Comprendió que aquélla era la primera vez que podía contemplar aquella habitación sin el enorme abeto situado en una esquina y las coronas de acebo decorando las paredes de piedra.
La puerta de la biblioteca estaba entreabierta. Lara llamó suavemente y al oír el «adelante» de Carson, la abrió de par y dio un paso al interior de la habitación. No pudo dar un paso más porque se quedó completamente helada.
Carson llevaba la camisa abierta hasta la cintura, revelando una mata de pelo oscuro y rizado. La luz de la habitación se derramaba sobre él como una caricia que encendía hogueras diminutas en sus ojos dorados y hacía brillar los poderosos músculos de su pecho. Se estaba frotando el cuello como si quisiera aliviar la tensión que la fatiga... o el deseo, había dejado en sus músculos.
—¿Qué pasa, Yolanda? —preguntó—. ¿Alguno de los peones me necesita?
Cuando ya era demasiado tarde, Lara comprendió que la huera significaba «la rubia». Y eso era exactamente aquella mujer: una rubia alta y voluptuosa que alargaba hacia Carson sus manos perfectamente manicuradas al tiempo que hacía un puchero con los labios. Llevaba una blusa de seda rosa desabrochada, mostrando unos senos henchidos balanceándose por encima de los límites del sujetador. Carson miraba las manos que le tendía con una sonrisa irónica en los labios.
La visión de Carson con la camisa desabrochada provocó en Lara una explosión de sensuales recuerdos que había mantenido enterrados durante años. Recuerdos que sólo escapaban en algunos sueños tórridos e incontrolables en los que Carson la desnudaba con sus cálidas manos y se inclinaba sobre ella para acariciar sus senos con los labios hasta que Lara se creía morir en aquel dulce fuego.
Pero no había muerto. Y menos abrasada por el fuego. De hecho, se había quedado completamente helada cuando Carson se había apartado de ella como si le repugnara.
¿Se apartaría también de la rubia en el último momento, como había hecho con ella?
Lara miró a aquella mujer que exponía abiertamente sus senos. La rubia no tenía el aspecto de esperar un rechazo. De hecho, parecía una mujer que sabía cómo complacer a un hombre que le estaba sonriendo. Lara comenzó a temblar y a sudar frío. De su garganta escapó un sonido atragantado.
Carson abrió los ojos, se volvió rápidamente y vio a Lara en el marco de la puerta, con los ojos abiertos como platos y alzando la mano como si pretendiera empujar algo.
—Yo... Lo siento —farfulló—. Yolanda me ha dicho que tú...
—Tranquila —dijo Carson secamente—. Susanna sólo ha parado en el rancho para ver si necesitaba compañía. Pero como no la necesito, se va a ir a su casa —se frotó el cuello y movió la cabeza para destensar los músculos—. ¿Quieres un café? —le preguntó a Lara, señalando la bandeja que tenía sobre la mesa.
—Déjame, cariño —dijo Susanna, colocándose tras los hombros de Carson—. Yo sé cómo deshacer esos nuditos que te provocan tanto dolor de cabeza.
Lara se volvió antes de poder ver a Carson apartando las manos de Susanna con un gesto de impaciencia.
—Yo... Mañana...
Lara renunció a intentar hablar coherentemente mientras su mente corría a toda velocidad y ella avanzaba a grandes zancadas hacia el salón. Estaba a medio camino cuando oyó que Carson la llamaba. Pero ella ni siquiera vaciló.
Yolanda salió corriendo de la cocina en el momento en el que Lara llegó al salón.
—¿Ya te vas?
—Carson... está ocupado.
El rostro pálido de Lara le indicó a Yolanda que debería haber sido ella la primera en abrir la puerta de la biblioteca.
—¡Esa maldita huera! Anda otra vez detrás de él, ¿verdad?
—Sí, está detrás de él. Y parece que lo ha atrapado.
Yolanda comprendió, por la forma en la que Lara se aferraba al picaporte, que no podía evitar que se fuera.
—Vete al barracón —le dijo rápidamente—. Todos los hombres están deseando hablar contigo.
Lara cruzó la puerta mientras oía que Carson la llamaba. Pero continuó sin mirar atrás.
—¡Maldita sea! —gruñó Carson en el vestíbulo, donde permanecía frunciendo el ceño con fiereza.
—No me extraña que esa pobre mujer se haya ido —dijo Yolanda, cerrando la puerta—. ¡Ésa no es forma de conseguir una esposa, señor!
Carson se volvió hacia Yolanda.
—¿Qué demonios...?
—Soy vieja señor, pero ni estoy sorda ni soy estúpida. Oía al señor y a su esposa discutir por las noches. Sé que su última voluntad fue que el rancho fuera heredado por un nieto de su propia sangre. Y la única manera de que eso ocurra es que Lara Chandler se convierta en su esposa, ¿verdad?
—¿Y eso se lo has dicho a Lara? —preguntó Carson en voz peligrosamente baja.
Yolanda elevó las manos al cielo y comenzó a invocar a Dios.
—¡Contéstame! —gruñó Carson.
La anciana musitó algo y bajó las manos.
—No soy tan estúpida como para hacer una cosa así. A la pequeña no le he dicho nada de lo que sé. Además, el corazón de una mujer sólo se mueve por amor —Yolanda se encogió de hombros—. O por la apariencia de amor, ¿verdad? No importa. En cuanto llegan los niños, la mujer se olvida de todas esas tonterías y se da cuenta de lo que realmente es un hombre: un animal que Dios creó en un momento de debilidad —Yolanda fulminó a Carson con la mirada—. Pero ella todavía no ha tenido un hijo suyo. Así que vaya despacio y susúrrele palabras dulces al oído. ¡Y deshágase inmediatamente de esa vaca huera!
Carson tensó los labios y de pronto echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Yolanda pretendía seguir fulminándolo con la mirada, pero fue incapaz. Ella también reía, sacudiendo la cabeza. Yolanda había criado a Carson tanto como su propia madre.
—De acuerdo, le susurraré palabras dulces al oído —dijo Carson, sonriendo. Pero de pronto, su sonrisa desapareció y su rostro se tornó tan duro como la piedra de las montañas—. Pero tú no le dirás ni una condenada palabra a Lara sobre la última voluntad de Larry, ¿de acuerdo? Y hablo en serio, Yolanda.
La anciana miró a Carson y asintió lentamente. Lo comprendía. Si ella interfería, nada podría salvarla de la cólera de Carson. En eso Carson se parecía al hombre que lo había adoptado.
—¿Carson? —lo llamó Susanna desde la puerta de la biblioteca.
—Adiós —dijo Carson despiadadamente, dirigiéndose hacia la escalera que conducía a los dormitorios.
—Creía que íbamos...
—No —contestó Carson con firmeza—. Ya te dije hace siete meses que todo había terminado. Vuelve a la ciudad, con tu novio banquero. Yolanda —continuó, levantando la voz—, ¿qué clase de bizcocho crees que le gustará a Lara?
—De chocolate —respondió la anciana.
—Haz uno.
—¿Es que el perfume de la huera le ha hecho perder el olfato? Ahora mismo hay un bizcocho de chocolate enfriándose en el mostrador de la cocina.
—Eres un ángel —replicó Carson, deteniéndose para guiñarle un ojo a Yolanda.
Susanna observó sus largas y poderosas piernas desaparecer escaleras arriba y le oyó cerrar la puerta de su dormitorio. Musitando palabras muy poco elegantes, se dirigió furiosa hacia la puerta. Bajo la siniestra mirada de Yolanda, la huera se sentó tras el volante de su descapotable y se alejó conduciendo con más velocidad que destreza.
Carson ni siquiera se fijó en la furiosa marcha de Susanna. Estaba asomado a la ventana, observando a Lara mientras ésta corría hacia los barracones. Sonrió al recordar su estupefacción cuando lo había visto con la camisa abierta. Silbando suavemente, se llevó la mano a la mejilla y decidió que aquella barba era demasiado dura para la luminosa piel de Lara. Tendría que afeitarse.
Después le daría una hora. Dos quizá. Y saldría tras ella. La idea de atraparla llevó a sus labios una sonrisa que fluyó hasta su corazón. No debería haber dejado que Lara se marchara cuatro años atrás. Había estado deseándola desde entonces.
Pero por fin había llegado el momento de poseerla. Y de quedarse definitivamente con el rancho.