Cuatro

Sirviéndose de la luz de la luna como guía, Lara subió la cresta que separaba la casa del rancho de la granja, cruzándola campo a través. La carretera era el camino más corto, pero no tenía intención de volver todavía a su casa. Sabía que aquel sería el primer lugar en el que Carson la buscaría, porque estaba segura de que iría a buscarla. Al fin y al cabo, había salido huyendo a pesar de lo que habían pactado.

Mientras caminaba, volvió a recordar el sarcasmo de Carson al hablar de las mujeres fáciles. No podía culpar a Carson por pensar que era una mujer fácil. En una ocasión, se le había ofrecido sin que él tuviera siquiera que pedírselo. El impacto provocado por la negativa de aquella noche todavía la hacía temblar de vergüenza.

La cima de aquella cresta era un lugar delicadamente redondeado y cubierto de hierba. Soplaba una brisa ligera que llevaba hasta ella los sonidos del valle. En la distancia, la luz de la luna iluminaba el río que atravesaba el rancho y nutría el ganado y las cosechas con el agua procedente de las abruptas montañas que rodeaban el valle. Mucho más cerca, al borde de aquella cresta, brillaban las luces del rancho. La puerta de atrás se abrió de pronto y un haz de luz iluminó el patio.

Lara contuvo la respiración, pero inmediatamente se dijo que, quienquiera que fuera, no podía ser Carson. Había oído su camioneta saliendo del rancho y girando en el cruce que conducía a la granja. Cuando la luz desapareció, Lara soltó el aire, comprendiendo que era Yolanda, que se había retirado a sus habitaciones.

Por un momento, fue tal el silencio que Lara podía oír los latidos de su propio corazón. Entonces vio a dos hombres saliendo del barracón y dirigiéndose a los establos. Estaba demasiado lejos para distinguir sus palabras o para identificarlos, pero el sonido de sus masculinas voces llegaba hasta ella en un quedo contrapunto con el susurro de la hierba acariciada por la brisa.

Se quitó la mochila y sacó el forro polar, a pesar de que la noche no era fría. Con las rodillas encogidas, clavó la mirada en el rancho y escuchó las voces que se elevaban en el hermoso y casi fantasmal silencio de la noche de Montana.

En otro tiempo, había soñado en ser reconocida como parte de la familia que habitaba aquella casa, en que Larry Blackridge la reconociera como hija. Creía entonces que en cuanto eso sucediera, también ella sería una de aquellas personas que vivían en medio de esas luces doradas.

Sonrió con tristeza. Qué pequeña era entonces. Demasiado pequeña para protegerse de sus propios sueños. Demasiado joven para darse cuenta de que era la enemiga natural de la señora Blackridge, el símbolo viviente del adulterio de su esposo, no una niña huérfana a la que Sharon podría llegar a considerar una hija propia. Aun así, aquel sueño de pertenencia había ido muriendo lenta y obstinadamente y había terminado cuando Lara, convertida en una tímida adolescente, había descubierto que el mayor de los placeres era observar a Carson Blackridge en la distancia.

Carson siempre la había fascinado. Desde el día que lo había conocido, se había dado cuenta de que era diferente de otros hombres. Y en cuanto se había visto frente a él, había experimentado una sensación de reconocimiento que la había sacudido de la cabeza a los pies. Como si un sentimiento desconocido la hubiera unido al hijo adoptado de Larry Blackridge. Tenía sólo trece años cuando había recibido un regalo de Navidad de manos de Carson. Éste tenía ya veintidós y era la primera vez que estaba en el rancho durante la celebración de la Navidad.

Incluso a tan corta edad, Lara había percibido la tensión que había entre Carson y su padre. Sin necesidad de que se lo dijeran, había intuido que Carson estaba entregando los regalos a disgusto. Otros podían no haberlo notado, pero para Lara la hostilidad de Carson era tan tangible como la fragancia del abeto de Navidad. Siempre había sido así. Lara era extraordinariamente sensible a todo lo que a Carson le ocurría.

Lara no había buscado ni descubierto una respuesta a su reacción. La había aceptado como un hecho. Como no recordaba el momento en el que había empezado a ser consciente de la presencia de Carson, nunca se la había cuestionado. Simplemente lo adoraba con todo su adolescente corazón, y siempre en la distancia. Su especial sensibilidad a los sentimientos de Carson pronto le había hecho comprender que él no quería saber nada de aquella hija ilegítima cuya madre había muerto durante una tormenta. Así que había continuado mirándolo desde lejos, con los ojos llenos de sueños que todavía era demasiado joven para nombrar. Carson también era consciente de su presencia, estaba segura. Porque no podía ser casualidad el que no estuviera nunca cuando ella iba a Rocking B.

Años después, cuando Lara había cumplido dieciocho años y estaba trabajando en un restaurante del pueblo, antes de empezar a estudiar en la universidad, Carson se había fijado en ella. Y no sólo eso, sino que había comenzado a perseguirla. Pasaba varias veces a la semana por el café en el que trabajaba Lara y coqueteaba descaradamente con ella. Y cuando por fin le había pedido una cita, Lara había creído que su sueño por fin se convertía en realidad.

—¡Eh! —exclamó Carson, agarrando la bandeja antes de que pudiera caerse algo.

—Lo siento —dijo Lara, sintiendo que las mejillas le ardían de vergüenza.

—La culpa ha sido mía —contestó Carson sonriendo—. Soy demasiado grande para estos reservados.

Lara no pudo evitar deslizar la mirada desde sus gastadas botas de vaquero hasta la fuerte musculatura de sus piernas. Como siempre que estaba cerca de él, su corazón comenzó a latir más deprisa al tiempo que una extraña debilidad fluía por su cuerpo, haciéndola sentirse extraordinariamente torpe. Había estado a punto de tirarle a Carson toda una cena en el regazo al llevarse la sorpresa de verlo sentado en su sección del café. Parecía tan relajado, tan masculino como un enorme gato salvaje descansando en un meandro. Los ojos de Carson también eran como los de un puma: ambarinos y con una franja verde en lo más profundo.

—No, tú eres perfecto. El problema es que el reservado es demasiado pequeño —dijo Lara sin pensar.

Al oírse a sí misma, volvió a sonrojarse, sintiéndose completamente estúpida. Había oído suficientes conversaciones de las chicas de la localidad como para saber que Carson era un hombre muy perseguido por las mujeres, y raras veces atrapado.

—¿Quieres ketchup?

—Gracias, pero creo que con la botella que me has traído antes tengo suficiente.

Lara desvió la mirada de las oscuras pestañas de Carson el tiempo suficiente como para darse cuenta de que ya había una botella de ketchup en la mesa, al igual que otra de mostaza. Se retiró sin volver la mirada hacia atrás.

Sucedió lo mismo las tres veces que Carson regresó al local: el calor, la repentina debilidad, la torpeza y su incapacidad para morderse la lengua. Lara había soñado durante tanto tiempo con él que su realidad le resultaba sobrecogedora. Se decía continuamente que estaba siendo una estúpida, que él no tenía ningún interés en ella. La opinión de Carson sobre la antigua relación de su padre con Becky Chandler no era ningún secreto. Además, si Carson rechazaba a aquellas sofisticadas y experimentadas mujeres que llegaban al rancho Rocking B con la esperanza de atrapar a uno de los más codiciados solteros de Montana, ¿por qué razón iba a intentar Carson perseguir a una adolescente vergonzosa y cohibida?

La quinta vez que Lara alzó la mirada y vio a Carson observándola desde el que ella ya había empezado a considerar como su reservado, sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho ante la intensidad de su mirada y el calor que irradiaba su sonrisa mientras caminaba hacia él.

—Hola —la saludó. Le quitó delicadamente la carta de las manos y le rozó la mano derecha—. ¿Cómo va la quemadura?

Lara bajó la mirada hacia sus dedos. Apenas se acordaba de que se había quemado unas semanas atrás.

—Muy bien, gracias —contestó con voz ronca. Sentía que la mano derecha le ardía, pero en aquella ocasión era por culpa del delicado roce de Carson—. ¿Quieres lo de siempre?

—Sí y no.

Lara sonrió y se preparó para hacer algunas modificaciones en el menú. Carson era uno de los pocos clientes que de vez en cuando pedía algo diferente. El propietario del café era el hermano de Yolanda y le daba a Carson cualquier cosa que éste pidiera sin cuestionarla. Los Blackridge se habían portado siempre muy bien con la familia de Yolanda. Habían enviado a sus hijos a la universidad y los habían ayudado a montar diferentes negocios.

—Tomaré un filete con patatas fritas y una ensalada con queso —dijo Carson.

Aquella era la parte que correspondía al «sí» de su respuesta. Lara alzó la mirada de la libreta, esperando la parte del «no».

—Y de postre, quiero llevarte al baile de los ganaderos del sábado —continuó con calma.

Lara había empezado a anotar las palabras de Carson en la libreta cuando de pronto se dio cuenta de su significado. Alzó la cabeza bruscamente y abrió los ojos como platos.

—¿Qué? —preguntó, temiendo no haber oído bien.

—Prometo levantarte en brazos para impedir que te pisoteen —contestó Carson, con los ojos brillando de diversión. Los bailes eran conocidos por las multitudes que los abarrotaban.

—Yo... Me encantaría —Lara cerró los ojos, odiando lo que iba a tener que decir a continuación.

—¿Pero? —preguntó Carson suavemente, observándola sin perderse un detalle y reconociendo al mismo tiempo su entusiasmo y su desilusión.

—Tengo que trabajar.

—¿A qué hora sales?

—A las diez en punto.

—Pasaré a buscarte a tu casa a las diez y media.

Lara miró a Carson durante largo rato antes de que una sonrisa transformara su rostro, haciéndole parecer una delicada escultura de porcelana iluminada por dentro.

—Gracias, Carson. Estoy deseando que llegue el sábado.

Carson vaciló un instante y volvió a sonreír.

—Yo también.

Sólo más tarde, Lara comprendería por qué le había sonado extraña la voz de Carson. Era casi como si a Carson le hubiera extrañado descubrirse deseando aquella cita. Pero era absurdo. Si no quería salir con ella, no tenía por qué haberla invitado al baile.

Lara salió del trabajo antes de lo habitual el sábado por la noche y se dirigió hacia su casa. Allí se duchó, se secó el pelo y se lo cepilló hasta hacerlo brillar como el azabache. Libre de la redecilla que usaba en el restaurante, su pelo, ligeramente cortado en capas, enmarcaba su rostro en suaves curvas negras que acariciaban la delicada textura de su piel como si fueran llamas negras. El azul de sus ojos resplandecía como una joya en contraste con su pelo. Lara sólo se maquilló lo suficiente para realzar sus facciones y se puso un perfume tan sutil como los rayos de luna.

Vaciló delante del armario, deseando tener un vestido especial para la ocasión. Al final optó por una blusa de seda blanca y una falda larga de color negro. Alrededor de la cintura se ató una faja de color rojo, añadiendo una vivida mancha de color que repitió con un brazalete y unos pendientes de esmalte.

Lara estudió con el ceño fruncido su reflejo en el espejo, deseando ser mayor, o tener una figura espectacular, o el pelo rubio... Así no tendría que preocuparse por la posibilidad de que Carson la comparara con aquellas mujeres tan provocativas que siempre aparecían por el baile, estropeándoles la fiesta a aquellas que, como Lara, estaban menos dotadas que ellas.

—Pero Carson no ha invitado a ninguna de ellas al baile. Me ha invitado a mí —se recordó en voz alta.

Aquello continuaba admirándola y haciéndola temblar de placer.

Y cuando tiempo después abrió la puerta y vio la sorpresa y la admiración que reflejaba el rostro de Carson, volvió a estremecerse.

—Hola —musitó Carson, recorriendo a Lara con la mirada—. Me haces desear no tener que pasearte esta noche entre los lobos. Me gustaría tenerte sólo para mí.

Lara sonrió y se relajó al reconocer la sincera admiración de Carson.

—Gracias —dijo suavemente. Y sin pararse a pensar añadió—: Pero los leones de las montañas no tienen que preocuparse por los lobos.

Carson volvió a mostrarse sorprendido. Curvó los labios en una extraña sonrisa.

—¿Así es como me ves? ¿Como un puma?

Una mirada de reojo le advirtió a Lara que Carson estaba más divertido que molesto por su franqueza.

—Sí —contestó, acercándose a recoger su bolso—. Fuerte, delgado y elegante, en el sentido más masculino de la palabra. Por no hablar de tus ojos —sonrió y desvió la mirada diciendo—: Pero supongo que estarás harto de que las mujeres te hablen de tus ojos.

Lara volvió a sorprender a Carson, que creía haber pasado ya la edad en la que una mujer podía sorprenderlo. De pronto se echó a reír, tomó a Lara de la mano y tiró de ella después de que ésta cerrara el apartamento.

—A lo mejor te sorprende, pero hasta ahora, ninguna de mis citas ha hecho ninguna referencia a mis ojos.

Lara lo miró sobresaltada.

—Eh... a lo mejor es preferible que me haga un nudo en la lengua y no diga nada más.

—Sólo si mi lengua tiene algo que ver en ese nudo —replicó Carson, pasando por delante de Lara para abrir la puerta del coche.

Miró hacia un lado justo a tiempo de ver cómo se sonrojaba Lara al comprender el significado de sus palabras. Volvió a reír y acarició la mejilla de Lara con el dorso de la mano.

—Eres un auténtico placer, Lara. No sabía que las chicas todavía se sonrojaban.

Lara rió e intentó esconder el rostro entre las manos. Pero Carson le separó los dedos delicadamente.

—No te escondas —dijo, dándole un beso en la comisura de los labios.

—Supongo que piensas que soy tonta —susurró Lara, temblando al sentir el movimiento de su bigote sobre la sensible piel de su rostro.

—Creo que eres como un arroyo en medio de un día de verano: claro, brillante, dulce y tentador como el infierno.

Lara habría preferido que la describiera como una mujer misteriosa, sexy y compleja, pero fue capaz de controlarse y no decirlo en voz alta. Todavía estaba intentando esconder su rostro y sonrió a Carson sintiéndose insegura. Carson le devolvió la sonrisa, pero en aquella ocasión su sonrisa fue distinta a todas las que Lara le había visto hasta entonces: fue una delicada sonrisa de aprobación, como la de un hombre observando a un gatito intentando perseguir un ovillo. Cuando se inclinó para darle un beso en los labios, Lara no pudo controlar el sonido de su respiración al aspirar.

—Métete en el coche —le dijo Carson con voz grave—, antes de que decida pasar el resto de la noche besándote.

Lara entreabrió los labios y dejó escapar una bocanada de aire. La idea de ser besada, realmente besada, por Carson le resultaba tan excitante como inquietante. Carson entrecerró los ojos y leyó inmediatamente su respuesta, pero antes de que pudiera hacer nada, Lara se metió en el coche. Mientras cerraba la puerta tras ella, Carson soltó una maldición silenciosa, sorprendido por el calor que corría por su cuerpo.

El baile se celebraba en un antiguo establo. Lo que a la sala le faltaba en elegancia lo ganaba en risas y calor. Todo el mundo conocía a todo el mundo y la orquesta conocía sus canciones favoritas, tanto las más antiguas como las recientes. Para cuando Carson y Lara llegaron, la mayor parte de las parejas de más edad ya se habían ido a casa, dejando la pista para los menores de treinta años. La orquesta había respondido tocando piezas de rock intercaladas por eróticas y lentas baladas.

Carson buscó una mesa, le llevó a Lara un refresco y él se sirvió una cerveza.

—Por las sorpresas —brindó, haciendo chocar su vaso con el de Lara.

Lara sonrió tímidamente y dio un sorbo a su refresco. Cuando descubrió que la bebida no llevaba alcohol, suspiró aliviada. Odiaba el sabor del alcohol y desconfiaba de aquellas citas que le llevaban una copa sin preguntarle antes por sus preferencias.

—Gracias —le dijo.

Carson arqueó las cejas, como si le estuviera preguntando el por qué.

—Por no haberme traído una copa capaz de derrumbar a un toro —le explicó.

La risa grave y profunda de Carson la envolvió como una caricia. Al cabo de un instante, ella también se echó a reír.

—Abandoné ese tipo de maniobras antes de dejar el instituto —dijo Carson, sacudiendo la cabeza.

—Ojalá lo hubieran hecho más hombres —contestó Lara.

—¿Tienes algo en contra del alcohol?

—No. Pero estoy segura de que él tiene algo contra mí. Primero, hace que me duela la cabeza. Después, todo comienza a darme vueltas. Y termino vomitando como un perro que acabara de purgarse.

Lara se interrumpió bruscamente al darse cuenta de que debía de parecer tan sofisticada como una niña de seis años. Carson sacudió la cabeza e intentó no mostrar su diversión, pero al final, renunció a controlarse. Echó la cabeza hacia atrás y comenzó a reír de manera tan contagiosa que varias personas se volvieron en su dirección con una sonrisa. También a Lara se le contagió. Se olvidó de su vergüenza y se echó a reír. Se dio entonces cuenta de que le gustaba hacerlo sonreír, oír su risa y ver las arrugas que al reír se formaban en su rostro.

Carson le tomó las manos y se las estrechó con delicadeza.

—No eres en absoluto como esperaba —le dijo.

El calor de las fuertes manos de Carson desencadenó en el cuerpo de Lara una ola de intenso placer. Cuando consiguió recuperar la respiración, preguntó:

—¿Qué esperabas?

En cuanto las palabras salieron de sus labios, deseó haberse mordido la lengua. Sabía exactamente lo que podía esperar Carson de una hija ilegítima que vivía sola en un apartamento a una edad en la que la mayoría de las jóvenes vivían con sus familias. Desgraciadamente, su abuelo no podía permitirse el lujo de tener un coche para que ella pudiera ir diariamente de casa al trabajo. Y sin trabajo, ella no tendría dinero para pagar los libros y la matrícula de la universidad. Su apartamento era muy pequeño: eso, y el hecho de que estuviera en un edificio del que era parcialmente propietario uno de los mejores amigos de Cheyenne, hacía que el precio del alquiler fuera mínimo. A Lara no le gustaba la soledad, pero tenía que soportarla si quería estudiar.

—No importa —dijo Lara rápidamente, desviando la mirada—. Puedo imaginarme lo que esperabas. Y lo siento, pero no tengo nada que ver con lo que seguramente dicen los rumores. Así que no te sientas obligado a quedarte conmigo. Puedes llevarme a casa cuando quieras.

—¿Qué tal mañana por la mañana?

Lara se quedó impactada ante la naturalidad con la que lo propuso. Volvió la cabeza hacia Carson tan rápidamente que su melena resplandeció como la seda negra. Le había dicho que era un puma, un depredador, y eso era exactamente lo que parecía en aquel momento.

Una sensación de amarga desilusión la invadió, llevándose el color de su rostro. Carson no quería estar con ella. Lo único que quería era acostarse con ella. Abrió la boca para decirle que ella no se acostaba con ningún hombre, ni siquiera con uno al que había admirado desde siempre. Movió los labios, pero las palabras se negaban a salir de su boca.

—Eres virgen, ¿verdad? —preguntó Carson, observándola intensamente.

—Sí —susurró Lara por fin, cuando recuperó la voz. Apartó la mano y empujó ligeramente la mesa para levantarse—. Lo siento. Gracias por ser tan sincero sobre lo que querías de mí. Debería habérmelo imaginado, pero no tengo... mucha experiencia —los labios le temblaban y se le quebró la voz. Tragó saliva e intentó hablar otra vez, pero no pudo—. Adiós, Carson —consiguió decir.

Se volvió rápidamente y comenzó a caminar intentando abrirse paso entre la multitud que abarrotaba el local. La orquesta estaba tocando una balada y las parejas se mecían suavemente, absortas en su sensual intimidad. Lara intentaba deslizarse entre ellas sin molestar. Y acababa de alcanzar el final de la pista de baile cuando Carson cerró la mano alrededor de su muñeca y tiró de ella.

—Carson, yo...

—Chss, tranquila —dijo él suavemente, y acalló las protestas de Lara estrechándola entre sus brazos.

—Pero yo no...

—Lo sé —la cortó Carson, y la besó delicadamente en los labios. Deslizó las manos por su melena y comenzó a acariciarle la espalda lentamente—. Baila conmigo.

Lara vaciló. Se debatía entre las ganas de estar con Carson y el miedo a que él esperara algo más de lo que podía darle.

—Mírame —musitó Carson, tomándole ambas manos y haciéndole rodearle con ellas el cuello—. No voy a presionarte. No voy a hacer nada que tú no quieras que haga —le prometió—, ¿de acuerdo?

—Pero tú estás acostumbrado a... —Lara se interrumpió mientras intentaba encontrar la forma más educada de decir que Carson estaba acostumbrado a desahogarse con mujeres cada vez que le apetecía.

Carson esbozó una sonrisa que hizo subir la temperatura corporal de Lara.

—Ése es problema mío, no tuyo. Tú no te pareces a las mujeres con las que normalmente salgo. Déjame disfrutar de esa diferencia y no te preocupes por ello, ¿de acuerdo?

Lara entreabrió los labios y dejó escapar un suspiro de alivio.

—De acuerdo —contestó suavemente.

Carson tensó los brazos sutilmente, estrechando a Lara contra él sin hacerla sentirse atrapada. Continuaba acariciando su pelo, urgiéndola silenciosamente a apoyar la cabeza en su pecho. Lara obedeció a su súplica y cada vez que respiraba, disfrutaba de su masculina esencia: una mezcla de olor a jabón, a calor y a limpio combinada con el aroma cítrico de su loción. Sin saberlo, encajaba tan perfectamente en los brazos de Carson que era como si hubiera nacido para ser abrazada sólo por él.

Más tarde, cuando Carson llevó a Lara a casa, no hizo nada más que rozar sus labios y acariciar su mejilla con la yema de los dedos. Y lo mismo ocurrió durante la cita siguiente, y la siguiente. Hablaban, reían, bailaban, y las semanas parecían volar. Carson no entró nunca en su apartamento al final de una cita. Ni tampoco la llevó a la casa del rancho.

Al principio, Lara agradecía que no intentara presionarla. Era muy diferente de los chicos con los que hasta entonces había salido, que parecían estar a merced de sus hormonas. Ella no tenía ninguna duda de que Carson la deseaba. Podía ser una mujer sin experiencia, pero no era una ignorante. Sabía exactamente los cambios que provocaba en el cuerpo de Carson cuando la abrazaba, cuando la besaba al final de una cita.

Y al final de cada cita, Lara deseaba algo más.

Pasaron casi tres meses hasta que Carson comenzó a perder ligeramente el control sobre la situación. Uno de aquellos días, se vieron obligados a quedarse en casa por culpa de una tormenta de verano que les impidió salir a merendar al campo. Lara extendió el picnic que había preparado en el suelo del cuarto de estar y se comprometió a no utilizar nada que no hubieran llevado al campo. De modo que merendarían en el suelo y cuando se pusiera el sol, encenderían la linterna y fingirían estar al lado de uno de los meandros del río Avalanche.

Como era habitual, Carson y Lara estuvieron hablando, riendo, y con cada palabra, Lara iba sintiéndose cada vez más presa del hechizo de Carson. Lo observaba con una intensidad que ni siquiera ella comprendía. Cada una de sus respiraciones, cada movimiento de su cuerpo, hasta el más ligero roce de sus dedos la hacía estremecerse y ser plenamente consciente de su presencia. Y cada segundo la acercaba más al momento en el que Carson tendría que marcharse. Entonces le daría un delicado beso en los labios, la abrazaría y volvería al rancho. Pero Lara no quería que aquel día terminara así. Quería más. Necesitaba algo que para ella era tan desconocido que ni siquiera sabía cómo defenderse de ello. De hecho, ni siquiera sabía que necesitaba defensas.

Carson también quería algo más que aquellos castos besos. Lara podía verlo en el fuego dorado de sus ojos, en cómo detenía la mirada en su boca, en sus manos, en sus senos. Cuando llegó el momento de marcharse, Carson se levantó, tirando suavemente de Lara para que lo imitara. Como siempre, la besó, la abrazó y la volvió a besar. Después bajó la mirada hacia sus labios entreabiertos, que parecían estar suplicándole. Emitió un sonido ronco y tensó los brazos a su alrededor. Bajo la oscilante luz de la linterna, sus ojos parecían de oro y, como la propia luz, ardían.

—¿Carson?

—Lara —susurró él—, ¿te molestaría que acariciara tu lengua con la mía?

A Lara no le había gustado cuando otros hombres habían buscado con ella aquella clase de intimidad. Pero pensar que Carson podía estar tan cerca de ella la hizo estremecerse de placer. Se puso de puntillas, rodeó el cuello de Carson con los brazos y sintió que la elevaba hasta hacerle alcanzar la altura de su rostro. Carson posó la boca sobre sus labios con un suave movimiento. En el momento en el que Lara sintió el ardiente roce de su lengua, tembló y dejó escapar un débil sonido. Lara entreabrió los labios mientras intentaba fundir su boca completamente con la de Carson. Y cuando deslizó la lengua entre sus labios, Carson se apartó y deslizó a Lara de nuevo hasta el suelo.

—¿He hecho algo mal? —preguntó Lara—. ¿Yo no debía mover la lengua?

Medio riendo y medio gimiendo, Carson la abrazó con fuerza.

—Lo has hecho todo perfectamente —contestó, intentando recuperar el control—. Dios mío, cariño, has hecho arder hasta las plantas de mis pies.

Lara alzó la mirada hacia él, con los ojos oscurecidos por la excitación.

—¿Y eso está bien? —susurró Lara—. ¿Te gusta ser...?

Las palabras murieron en sus labios en el momento en el que Carson se inclinó y tomó plenamente su boca. Hundió los dedos en su pelo y le hizo inclinar la cabeza hacia atrás y arquearse de manera que sus senos presionaran la dureza de su pecho. Al mismo tiempo, deslizó la otra mano hasta sus caderas para hacerlas encajar entre sus muslos y comenzó a mecerla lentamente contra su sexo ardiente y erecto. Imitaba con la lengua el ritmo sensual de su poderoso cuerpo, el mismo ritmo al que instintivamente movía Lara la lengua y su propio cuerpo.

Para cuando Carson la soltó, Lara estaba aturdida, temblando y enfrentándose a sentimientos que hasta entonces no había conocido. Cuando Carson deslizó las manos por su cuerpo y las alzó de nuevo hasta sus senos hasta encontrar sus sensibles pezones, su respiración se transformó casi en un gemido y arqueó la espalda en un gesto reflejo tan antiguo como la propia pasión. Carson no tuvo que preguntarle si le gustaba; Lara tenía los ojos semicerrados, los labios entreabiertos y sus pezones se erguían endurecidos contra el algodón de su camisa.

Carson acarició delicadamente aquellos botones que se habían elevado ante su contacto. Y todo el cuerpo de Lara tembló en respuesta. Estaba tan excitada que no fue consciente de que Carson le había desabrochado la blusa y el sujetador hasta que no sintió el aire acariciando su piel. El primer contacto de Carson con sus senos desnudos fue tan exquisito que la hizo gemir. Y cuando le pellizcó delicadamente los anhelantes pezones, sintió el efecto de su caricia hasta en las rodillas.

—¿Carson?

La ligera ronquera de su voz era como una caricia íntima. Alimentaba los fuegos que estaban devorando a Carson. Éste comenzó a desabrocharse los botones de la camisa y Lara abrió los ojos como platos mientras veía la mata de pelo rizado que cubría sus músculos y descendía en forma de flecha hacia su vientre.

—Quiero sentir tus senos contra mí —dijo Carson con voz queda—. Quiero ver tus delicados pezones contra mi piel. ¿Te molesta que lo haga?

Lara negó con la cabeza lentamente. Carson tensó las manos en su espalda y la atrajo delicadamente contra su pecho. Él se meció suavemente, acariciando la sensible piel de sus senos con cada uno de sus movimientos. Lara, gimiendo, hundió las manos en aquel vello hirsuto y acarició los músculos de su pecho. Cerró los ojos lentamente e inclinó la cabeza hacia atrás mientras se rendía a la sutil y deslumbrante sensación de sus senos acariciando su pecho. El placer se expandía por su cuerpo, cortándole la respiración hasta el vértigo. Lara llamó a Carson con voz rota, apenas era capaz de mantenerse en pie.

—¿Sí? —le preguntó Carson con voz profunda.

—Me siento tan extraña —se le quebró la voz cuando Carson volvió a pellizcar suavemente sus senos, irradiando hacia el resto de su cuerpo una sensación de ardiente debilidad—. Carson...

—No pasa nada, Lara —musitó él, mordisqueando el lóbulo de la oreja—. Todo va bien —la tranquilizó mientras le quitaba la blusa y el sujetador, mostrando la plena desnudez de sus senos.

Lara advirtió que la respiración de Carson se hacía cada vez más rápida y abrió entonces los ojos. Lo descubrió mirando sus senos con tan sensual aprobación que le temblaron las rodillas.

—En cuanto algo te moleste —le dijo Carson con voz ronca—, me detendré, te lo prometo.

Antes de que Lara pudiera preguntarle a Carson por lo que había querido decir, éste tomó sus senos con su boca con un beso tan dulce y apasionado que Lara gritó y se arqueó impotente contra él mientras su pezón se erguía todavía más bajo la húmeda y anhelante caricia de su lengua. La respiración de Lara se hizo agitada, entrecortada, convertida en un reflejo del salvaje placer que Carson le proporcionaba. Sin ser consciente de ello, Lara hundía los dedos en el pelo de Carson, sosteniendo su cabeza contra sus senos.

Aquella hoguera salvaje dejó el cuerpo de Lara sin defensas, intensamente sensible y con un hambre que hasta entonces no había conocido. Cuando Carson alzó la cabeza para mirar sus pezones húmedos y erectos, Lara lo abrazó con un gemido, ansiosa por volver a sentir sus labios moviéndose sobre ella.

—Carson —dijo con voz ronca.

—¿Quieres más? —musitó él.

Pero mientras lo preguntaba, ya estaba bajando la boca hasta sus senos y succionando sus pezones hasta arrancar gemidos de sus labios y hacerle mecer las caderas al mismo ritmo que su lengua. Con la mano izquierda, atrapó el otro seno y acarició su punta entre los dedos, desencadenando una ola tras otra de placer en el interior de Lara. Ésta cerraba los ojos y arqueaba la espalda entregándole sus senos con tal sensual abandono que Carson gimió desesperado.

Aquel ronco gemido fue como otra caricia para Lara, como otra llama que lamía su piel. El placer sofocaba todos sus pensamientos, ahogaba todas sus inhibiciones. No supo el momento exacto en el que se desprendió del resto de su ropa: lo único que sabía era que estaba tumbada en el suelo, que la mano de Carson recorría su vientre, sus muslos y el montículo sedoso que descansaba entre sus piernas. Cuando Carson presionó ligeramente sus muslos, los abrió automáticamente, facilitándole el camino. Estaba demasiado excitada para vacilar.

Y entonces Carson encontró el diminuto botón que allí escondía. Lara gimió mientras alzaba las caderas contra su mano acariciante. Y cuando sintió que deslizaba un dedo en su interior, abrió los ojos bruscamente ante aquel sorprendente e inesperado placer. Vio entonces el rostro de Carson, tenso, con los ojos resplandecientes de deseo.

Pero de pronto, el rostro de Carson cambió, como si el dolor hubiera reemplazado a la pasión. Lentamente, comenzó a apartarse de ella.

—Carson —dijo Lara suavemente, alzando la mano hacia su boca—. No pasa nada, no estoy asustada. No tienes que detenerte. Te quiero. Siempre te he querido.

Carson cerró los ojos y se estremeció violentamente. Con un único y brusco movimiento se levantó. Se la quedó mirando durante unos segundos y dijo en tono sombrío:

—Tú eres una digna hija de tu madre, pero yo no soy como mi padre. Utilizar a jovencitas no es mi estilo. Encontraré otra manera para vengarme de él.

Lara sintió una náusea ante aquel despertar de los recuerdos. Nunca había recordado aquella noche tan vividamente; su vulnerabilidad y el desprecio de Carson como una armadura impenetrable, sus ganas incontenibles de hacer el amor con él y la capacidad de autocontrol de Carson, sus temblorosas palabras de amor y la cruel mención de Carson de las circunstancias de su nacimiento.

Lara había sabido desde siempre los rumores que despertaba por ser hija ilegítima de uno de los principales rancheros del estado, pero el rechazo de Carson había estado a punto de destruirla. Había sobrevivido, pero el precio que había pagado por ello había sido su incapacidad para responder a los hombres. Incluso la idea de ser acariciada por un hombre la hacía quedarse, literalmente, fría.

Sólo en sueños volvía a ser mujer otra vez, en los brazos del hombre al que amaba.