Once

Lara separó la silla del escritorio de Carson y se levantó con mucho cuidado. Acababa de descubrir hacía unos segundos que la habitación tenía una alarmante tendencia a dar vueltas si se levantaba demasiado rápido. Temía haber pillado al final la gripe que estaba rondando el rancho. A los peones más viejos los había golpeado con fuerza. Murchison y Willie habían tenido que pasar dos semanas en cama y otras dos recuperándose. Murchison había vuelto a trabajar demasiado pronto y la gripe había vuelto a atacarlo, obligándolo a guardar cama de nuevo. Spur había estado tres días de baja y se había incorporado de nuevo al trabajo. Carson apenas había tenido unas décimas de fiebre un solo día, aquella noche había dormido un poco más de lo habitual y al día siguiente estaba montando de nuevo.

Todos los hombres bromeaban diciendo que no había mal que por bien no fuera: la gripe les había hecho perder el apetito, algo que agradecían porque la comida de Mose estaba siendo peor de lo habitual. En cuanto a Yolanda, su sobrina se la había llevado a Billings a disfrutar de unas largas vacaciones. Estando Lara en el rancho para cuidar a Carson, no había ningún motivo para que Yolanda no pudiera pasar algún tiempo con sus sobrinas y sus nietos.

Lara había conseguido sortear la gripe durante aquellas semanas en las que había estado cocinando para los peones, proporcionándoles las aspirinas y los antibióticos que el médico les había prescrito y asegurándose de que siempre hubiera preparado algún zumo. Mientras los hombres del rancho iban cayendo uno a uno, e incluso alguno que otro recayendo, Lara les aseguraba ufana que ella gozaba de una mejor salud debido a la ordenada vida que llevaba. Y ellos estaban demasiado cansados para contestar con algo más que con un triste resoplido.

La verdad era que verlos tan pálidos y apáticos le había desgarrado el corazón. De modo que, en; vez de trabajar en su propio proyecto, había pasado la mayor parte del tiempo yendo de la casa al barracón, atenta a la salud de los hombres, llamando al médico cuando la fiebre subía más allá de los treinta y ocho grados y acercándose al pueblo cuando había que volver a comprar otra dosis de antibióticos para la siguiente víctima de la gripe. El doctor Scott había comenzado a llamarla Lara Nightingale.

Lara admitía, aunque sólo para sí, que últimamente estaba mucho más cansada y comenzaba a perder el apetito. Había deseado con todas sus fuerzas que aquellos síntomas fueran la señal de los primeros meses de embarazo. Porque habían pasado siete semanas desde su última regla. No le había dicho nada a Carson porque ya había tenido antes otro retraso y no quería hacerle albergar esperanzas para desilusionarlo luego otra vez.

Pero cuando la habitación comenzó a moverse a su alrededor y se sintió presa de pronto de un frío glacial, admitió con amargura que había sido derrotada. Era la gripe, y no un embarazo, la que estaba acabando con su habitual vitalidad. Y era la gripe la que le había quitado el apetito.

—Maldita sea, maldita sea —maldijo Lara, mientras cubría su rostro una inesperada oleada de lágrimas.

Se las secó con el dorso de la mano y sacudió la cabeza. Últimamente tenía unos cambios de humor impredecibles, que habían alimentado sus esperanzas de estar embarazada, pero aquella repentina tristeza era ridícula. Había ido al médico después del retraso del período anterior. El doctor Scott le había asegurado que estaba perfectamente y que todo cambio repentino en la vida de una mujer, como por ejemplo su matrimonio, podía trastornar el ciclo menstrual. No tenía nada de lo que preocuparse. Y si al cabo de seis o siete meses de intentarlo no se quedaba embarazada, Carson y ella deberían hacerse unas pruebas. Hasta entonces, le aconsejó, ambos deberían relajarse y disfrutar del proceso de concepción.

A Lara le temblaban los labios, como si estuvieran debatiéndose entre la sonrisa y el llanto al pensar que nunca el consejo de un médico había sido seguido con tanto entusiasmo. La pasión que fluía entre Carson y ella aumentaba en profundidad e intensidad cada vez que hacían el amor. Bastaba que Carson la mirara o que sonriera de cierta manera para que se encendiera un fuego dentro de ella. Y lo mismo le ocurría a él. Con sólo una mirada, una caricia, conseguía que a Carson se le acelerara el pulso.

Lara sintió un escalofrío y se frotó los brazos Debería comenzar a utilizar alguno de los calefactores de Carson. Hacía frío para el mes de septiembre. Pero cuando fue a consultar el termómetro de la biblioteca, vio que no bajaba de loa veintitrés grados. La temperatura era superior a la que debería hacer en esa época.

Y también, pensó tras llevarse la mano a la frente, su temperatura era más alta de lo normal.

Cuando giró para ir a buscar el termómetro, la biblioteca pareció oscurecerse. Se abrazó a sí misma y se apoyó en la pared hasta que remitió el mareo. Admitió renuente que los peones más viejos no bromeaban cuando habían dicho que aquel virus de la gripe era el peor que habían conocido desde la Segunda Guerra Mundial. Lo único bueno que se podía decir de aquella gripe era que no obligaba a vomitar a sus víctimas hasta desear la muerte. Aquel virus lo único que hacía era forzarlas a guardar cama durante días o semanas con fiebres muy altas, seguidos por un agotamiento tal que bastaba dar un paso para ponerse a sudar.

Era un virus que golpeaba rápido y con fuerza. Spur apenas había sido capaz de montar después de haber caído enfermo. Lara había llegado a sospechar que estaba exagerando, pero estaba empezando a darse cuenta de que Spur no mentía. Cada vez se sentía más débil. Afortunadamente, lo único que tenía que hacer para acomodarse era llegar hasta el sofá. Porque ir hasta el dormitorio estaba mucho más allá de sus capacidades. Mientras buscaba a tientas el sofá, se dijo a sí misma que debería pedirle disculpas a Spur por haber bromeado con él sobre el alcance real de su gripe. Con un suspiro, caminó tambaleante hasta el sofá y allí se quedó sentada, intentando recuperar las fuerzas para alargar el brazo hasta la manta que había en el respaldo. Se dio cuenta entonces de que se había sentado encima de ella, de modo que tendría que volver a incorporarse para poder taparse. Pero para ello necesitaba demasiadas energías. Se quedó dormida antes de decidir si merecía la pena incorporarse para vencer el frío.

—Ocúpate de Socks por mí, ¿quieres, Willie? —le preguntó Carson, tendiéndole las riendas—. Quiero ir a ver cómo está Lara. Esta mañana la he visto muy pálida.

—No ha vuelto al barracón desde anoche —le comentó Willie, mientras tomaba las riendas del caballo—. Aunque claro, ya sólo está enfermo uno de los peones.

Carson subió los escalones de la entrada de dos en dos, sonriendo de anticipación e imaginando cómo se iluminaría el rostro de Lara al verlo llegar. Durante las primeras semanas que habían seguido a su conversación sobre Thackery Donovan, Carson había estado preocupado por la posibilidad de que Lara pudiera llegar a averiguar algo sobre el pasado en los documentos que a regañadientes le había entregado. Por lo que hasta el momento sabía, Lara sólo les había echado un rápido vistazo.

Carson la había ayudado todo lo posible, deseando que aquel maldito proyecto terminara de una vez por todas, para poder respirar tranquilamente, sin el temor a que cualquier inesperado descubrimiento pudiera hacerle estallar su flamante y hermosa vida en pleno rostro. El miedo a perderlo todo estaba siempre allí, como una fría sombra del pasado proyectando su sombra sobre el cálido y luminoso presente.

Carson se detuvo en el salón y escuchó con atención. No se oía ningún sonido en la cocina, en la que últimamente Lara ocupaba el lugar de Yolanda. Tampoco llegaba hasta él el teclear del ordenador que le había enseñado a utilizar a Lara ahorrándole así horas y horas de trabajo. De hecho, no se oía nada en absoluto. Frunciendo el ceño, Carson permaneció donde estaba, sin hacer un solo movimiento, preguntándose si Lara se habría acercado a la granja Chandler para revisar los diarios de Cheyenne.

Al pensar en la granja, sonrió para sí, recordando la alegre estupefacción de Lara cuando le había entregado las escrituras de la granja como regalo de bodas. Carson quería que la tuviera. Y quería que supiera, más allá de toda posible duda, que estaba tan profundamente arraigada en el rancho como cualquiera que hubiera vivido allí. Quería darle la seguridad de tener su propia casa, su propio pedazo de tierra, ocurriera lo que ocurriera. Y si sucedía lo peor, rezaba para que la granja le impidiera darle la espalda al pasado y alejarse para siempre de Rocking B y de él.

Con una silenciosa y salvaje maldición, Carson apartó aquel lúgubre pensamiento de su mente. No, aquel momento nunca llegaría. Haría todo lo que estuviera en su mano para impedirlo.

Oyó un sonido procedente de la biblioteca, como si se hubieran caído unos papeles al suelo. Con tres grandes zancadas, Carson cruzó el salón. La puerta de la biblioteca estaba entreabierta. La empujó un poco más y entró, esperando la exclamación de felicidad de Lara al verlo llegar.

Pero lo único que lo recibió fue aquel extraño sonido. Se adentró en la habitación y lo que vio hizo que el corazón le diera un vuelco. Lara estaba intentando sentarse en el sofá, pero en cuanto se incorporaba, volvía a derrumbarse. Era ése el ruido que había oído Carson.

—¡Lara!

Lara se volvió lentamente al oír su voz.

—¿Carson? Yo... —le castañeteaban los dientes—. Tengo frío. Mucho frío.

—No pasa nada, pequeña —dijo Carson, acercándose al sofá y levantándola en brazos para darle calor—. Estoy aquí, yo te cuidaré.

En el instante en el que la tocó, comprendió que estaba mucho más enferma de lo que lo había estado ningún peón. La frente le ardía, literalmente. Se preguntó durante cuánto tiempo habría estado Lara tumbada en el sofá, tan débil que ni siquiera era capaz de taparse con la manta. Aquella imagen le dolió como no le había dolido nunca nada.

Lara estaba completamente indefensa y él ni siquiera se había dado cuenta.

Carson la llevó al dormitorio y la metió en la cama. Deteniéndose sólo lo suficiente para quitarse las botas, se tumbó a su lado, la estrechó contra él y continuó abrazándola mientras el frío la hacía estremecerse. La acariciaba lentamente, diciéndole una y otra vez que se pondría bien, que él la cuidaría y la ayudaría a entrar en calor; ella se dormiría y en cuanto se despertara, estaría perfectamente. Dudaba de que pudiera oírlo, pero de todas formas, continuaba hablando. Porque eso lo ayudaba a mantener a raya su propio miedo.

Había tenido mucho miedo a perderla, pero nunca como en aquel momento. Sentía que su vida se deslizaba entre sus dedos como la luz del día se perdía en el crepúsculo.

Pero incluso cuando pensaba en ello, Carson se dijo a sí mismo que estaba siendo un estúpido. Lara era una joven saludable, rebosante de risa y vitalidad. Simplemente tenía la gripe. En pocos días, semanas como mucho, se pondría bien. Alzaría la mirada hacia él y le sonreiría, y después le acariciaría el bigote con los labios y lo provocaría para que hiciera el amor con ella, y se desharía entre sus brazos, susurrando su nombre y declarándole su amor.

Sí, se pondría bien. Tenía que ponerse bien. Cualquier otra cosa era impensable.

Cuando por fin desapareció el frío, Lara suspiró y dejó de moverse en sus brazos. Carson esperó hasta que se quedó dormida para levantarse con mucho sigilo de la cama y la arropó para que no perdiera el calor. Lara susurró algo suavemente, inquieta, alargando los brazos hacia él incluso en medio de su enfebrecido sueño.

—Estoy aquí —dijo Carson con voz queda, acariciándole el pelo—. Descansa, pequeña. No me moveré de tu lado.

Con la mano libre, Carson descolgó el teléfono que tenía al lado de la cama, marcó el número del médico y esperó pacientemente a que el doctor Scott contestara.

—¿Otro de tus hombres ha agarrado la gripe? —le preguntó el médico.

—No, esta vez ha sido Lara. La he encontrado en el sofá, está tan débil que ni siquiera podía levantarse.

—¿Tiene fiebre?

—Muchísima.

—¿Cuánta?

—Eso tendrás que decírmelo tú. Los dientes le castañetean demasiado para ponerle el termómetro. Y está ardiendo.

—¿Náuseas?

—Lo único que me ha dicho es que tiene mucho frío. Y en cuanto ha entrado en calor, se ha quedado dormida.

El doctor gruñó:

—¿Cómo respira? Muchos de estos casos de gripe se convierten directamente en neumonía.

La expresión de Carson se hizo todavía más sombría. Se inclinó sobre la cama y escuchó a Lara durante un minuto antes de volverse hacia el teléfono.

—La respiración suena perfecta —contestó Carson—. Un poco rápida, quizá, pero no advierto nada que me parezca preocupante.

—Me acercaré al rancho dentro de un par de horas. Que permanezca quieta y arropada. Dale de beber algo si puedes. Y si percibes algún cambio en su respiración, siéntala en la cama y llámame inmediatamente.

Carson colgó el teléfono, miró el reloj y se volvió hacia Lara, que permanecía acurrucada como un pequeño bulto en medio de la cama, con la melena extendida sobre las sábanas. Parecía tan pequeña, estaba tan pálida, y sus dedos se veían tan frágiles contra la colcha color verde bosque... Carson le tomó delicadamente una mano, la besó y se la metió bajo las sábanas una vez más. Lara susurró algo y se volvió hacia él. Carson le acarició el pelo hasta que Lara suspiró y se acurrucó contra su muslo, más tranquila otra vez.

Carson levantó de nuevo el teléfono, marcó el número del establo y le pidió a Willie que se hiciera cargo del rancho hasta que Lara se recuperara.

Las horas que pasaron hasta que llegó el médico se le hicieron eternas. Permanecía al lado de Lara, abrazándola, acariciándola y atento a cada una de sus respiraciones como si su vida dependiera de ello. Lara parecía entrar y salir constantemente del sueño, sin despertarse nunca lo suficiente como para concentrarse en lo que la rodeaba y sin llegar a estar nunca tan dormida como para que cualquier ruido o movimiento dejara de molestarla. Pero siempre parecía saber que Carson estaba allí. Por inquieta que estuviera, siempre se acercaba a él, nunca se alejaba. A Carson le temblaron las manos al ser consciente de ello. Besó a Lara tiernamente, repetidamente, sintiendo cómo bullían los sentimientos dentro de él, presionando contra las viejas heridas, los antiguos límites.

Carson permanecía al lado de Lara sin dejar de acariciarla en ningún momento hasta que oyó llegar al doctor Scott. Con infinito cuidado, se levantó para invitarlo a pasar.

—¿Cómo está Lara? —preguntó el médico.

—Durmiendo, pero está muy inquieta. Y muy caliente. De vez en cuando tiene algún escalofrío, pero ya no está tan mal.

—¿Ha bebido algo?

Carson sacudió la cabeza.

—No ha querido tomar nada.

El médico soltó algo parecido a un gruñido y siguió a Carson al dormitorio, fijándose al instante en la palidez de las mejillas de Lara y en las chapas que la fiebre formaba bajo sus ojos. Sacó un termómetro de su maletín.

—Despiértese, señora Blackridge —le dijo, sacudiéndole el hombro con firmeza.

Lara farfulló algo y se estiró. Cuando por fin levantó los párpados, su mirada tenía un barniz vidrioso.

—Póngase este termómetro debajo de la lengua y manténgalo allí.

Lara volvió a cerrar los ojos, pero mantuvo el termómetro en su lugar mientras el médico le tomaba el pulso y la tensión y escuchaba atentamente su respiración. El médico consiguió hacerlo todo sin destapar más de unos centímetros de su cuerpo en cada ocasión. Aun así, Lara tenía la piel de gallina por culpa de los escalofríos. Pero no se quejaba. Parecía estar más dormida que despierta. El médico sacó el termómetro, lo miró y después se volvió hacia Carson.

—¿Tu mujer está tomando anticonceptivos? —le preguntó.

Carson lo miró sobresaltado.

—No.

—Ya me lo imaginaba. Bueno, eso hace la situación un poco más delicada.

—¿A qué demonios te refieres exactamente? —le exigió Carson, sintiendo cómo corría el miedo por sus venas.

—Tranquilízate —dijo el doctor Scott, arqueando sus pobladas cejas grises ante la intensidad de la respuesta de Carson—. Lo único que significa es que tenemos que averiguar si Lara está embarazada antes de ponerle un tratamiento. Y si lo está, entonces tendremos que tener un especial cuidado con la medicación que le recetemos. Siempre hay alguna posibilidad, mínima, pero existe, de que el embarazo pueda verse seriamente afectado, e incluso interrumpido, por culpa de ciertos medicamentos.

—Escucha —repuso Carson bruscamente—, hay muchas más posibilidades de que seas tú el que se vea seriamente afectado en el caso de que no hagas todo lo posible para salvar a Lara. Eso es lo primordial: mi esposa. Quiero que se ponga bien otra vez. Quiero entrar en casa y poder encontrarme con su sonrisa. Quiero pasear con ella durante el crepúsculo, y quiero enseñarle cada una de las flores silvestres, y cada...

Carson se interrumpió bruscamente, incapaz de seguir hablando. La visión de Lara tumbada en el lecho, tan pálida y recibiendo los cuidados del médico había sido como un frío cuchillo clavado directamente en el corazón. Normalmente, Lara estaba alerta, era una joven vibrante y de respuesta rápida ante cualquier palabra, ante cualquier caricia. Pero tal como estaba en aquel momento, Carson dudaba de que pudiera oír o comprender nada de lo que estaba ocurriendo a su alrededor.

—Te comprendo, Carson —dijo el médico con amabilidad—. ¿Cuándo tuvo Lara la última regla?

Carson intentó pensar, pero la imagen del pálido rostro de Lara continuaba interponiéndose en sus pensamientos.

—Hace cinco semanas. No, siete...

—Probablemente sea demasiado pronto para poder decirlo sin haberle hecho antes una prueba... —el médico se encogió de hombros y le quitó el termómetro.

Intentando molestar a Lara lo menos posible, metió las manos debajo de las sábanas y comenzó a palparle el abdomen. Vaciló un instante, tanteó un poco más y apartó las sábanas para poder desabrocharle los vaqueros. Lara se estiró y musitó algo mientras comenzaba de nuevo a temblar Carson volvió a cubrirla con la colcha todo lo que era posible sin interferir en el examen del médico

—¿Carson? —lo llamó Lara.

Su voz era tan débil que Carson se asustó.

—Estoy aquí, pequeña —le dijo, tomándole la mano—. El doctor Scott quiere examinarte antes de recetarte nada.

Carson no podía decir, por la expresión de aturdimiento de Lara, si lo había comprendido. De 1o único que podía estar seguro era de que le había tomado la mano para llevársela a la mejilla, como si encontrara un gran consuelo en su presencia.

—Caramba —dijo el médico por fin, y volvió a arroparla—. Creo que ya lleva por lo menos tres meses de embarazo. Tendré que hacerle algunas pruebas para estar seguro, pero si yo fuera un hombre de apuestas, apostaría una buena cantidad a que vas a ser papá para la primavera.

—Pero si Lara tuvo el período el mes pasado —protestó Carson—. No puede estar...

El médico lo interrumpió.

—A algunas mujeres les ocurre, Carson. ¿Señora Blackridge? ¿Lara? ¿Estás oyéndonos?

Carson se volvió y vio las lágrimas deslizándose en el rostro de Lara hasta llegar a los hoyuelos formados por su sonrisa. El médico también sonrió al verla.

—Vaya, parece que me has entendido perfectamente —dijo el médico—. ¿Cómo fue tu último período? ¿Abundante, ligero, normal?

—Ligero —contestó en un ronco susurro—, muy ligero.

—¿Y has vuelto a sangrar desde entonces?

Lara sacudió la cabeza lentamente.

—¿Has tenido calambres?

—No —susurró Lara.

—¿Náuseas?

Lara volvió a negar con la cabeza.

El doctor Scott gruñó:

—Entonces es posible que seas una de esas mujeres con suerte —miró a Carson sonriente. Carson los estaba mirando completamente atónito—. ¿Te ha comido la lengua el gato, Carson?

Carson se inclinó lentamente sobre la cama, besó los párpados de Lara y entrelazó los dedos de sus manos. Lara alzó la mano hacia la mejilla de Carson. La suya fue una caricia trémula por culpa de su debilidad, pero conmovió a Carson como no había conseguido hacerlo ninguna otra.

—Voy a ponerte una inyección —dijo el doctor Scott, mientras sacaba una jeringuilla de su maletín—. Y también te recetaré unos antibióticos en píldoras. Tómalos hasta que los termines. Y procura beber por lo menos un vaso de agua cada hora si no quieres que tenga que ponerte un suero intravenoso. ¿Me has oído?

Lara asintió.

El médico le sacó una muestra de sangre, le puso a Lara la inyección y guardó a continuación todo el instrumental en su bolsa. Carson lo siguió al pasillo.

—¿Se pondrá bien? —preguntó inmediatamente.

—Claro que se pondrá bien. Soportar una gripe durante el tercer mes de embarazo no es tarea fácil, pero Lara es una mujer fuerte. En cuanto al bebé, estoy seguro de que estará perfectamente también. La Madre Naturaleza tiene la costumbre de cuidar primero del bebé y después de la madre.

—Eso no es ningún consuelo —replicó Carson con voz seca.

El doctor Scott soltó una carcajada.

—En cualquier caso, tendrás que ir haciéndote la idea, porque así es como son las cosas. En lo que a la Madre Naturaleza concierne, las personas sólo somos huevos que sirven para hacer más huevos. La reproducción siempre es lo primero. Pero no tengas miedo. Las mujeres llevan suficientes años haciendo esto como para haber aprendido a hacer las cosas perfectamente.

—¿Ésa es la razón por la que tienen que ir a los hospitales para dar a luz? —replicó Carson—. No intentes engañarme. He visto a suficientes vacas de parto como para saber que pueden salir muchas cosas mal.

—Estadísticamente, es...

—¡Al infierno con las estadísticas! —exclamó Carson—. ¡Lara no es un número!

El médico suspiró.

—Estas últimas semanas han sido bastante duras para ti, ¿eh? —le preguntó en tono apacible—. Todos los trabajadores han caído enfermos, la mayor parte de ellos han vuelto a recaer, el trabajo se acumula y tienes que acostumbrarte a la vida matrimonial. Por mucho menos de eso muchos hombres terminan perdiendo los nervios.

Haciendo un visible esfuerzo, Carson consiguió dominar sus sentimientos. Se pasó la mano por el pelo, tomó aire e intentó explicarle:

—Quiero que se ponga bien —dijo con sencillez—. Yo... La necesito.

—¿Y también quieres tener al bebé?

—Diablos, sí, claro que quiero. Lo deseo con todas mis fuerzas —dijo Carson. La voz le vibraba por la intensidad de sus palabras—. Pero quiero más a Lara.

—No hay ninguna razón para que no puedas disfrutar de ambas cosas. Estoy siendo completamente sincero contigo, Carson. Tu mujer se pondrá bien. Y ahora, vuelve allí y hazle saber que eres una presencia sólida y cercana, aunque tenga la sensación de que el resto del mundo se ha vuelto borroso y distante.

Carson observó al médico mientras éste se alejaba y se dijo a sí mismo que todo iba a salir bien. Lara se recuperaría. No había ningún motivo para sentirse como si el pasado estuviera cerniéndose sobre él como una avalancha de nieve, dispuesto a enterrarlo todo, arruinando el calor de la vida presente y dejándole solamente el recuerdo, la pérdida y toda una vida para arrepentirse.

Los primeros días de fiebre pasaron vertiginosamente para Lara y a una lentitud glacial para Carson. Para el cuarto día, la temperatura de Lara había vuelto a ser normal. El sexto, estaba suficientemente fuerte como para aburrirse de estar todo el día tumbada, pero el médico quería que guardara cama durante un par de días más. Lara le había pedido a Carson que le llevara al dormitorio material en el que pudiera trabajar y al final había conseguido engatusarlo y sobornarlo a base de besos. Aun así, Carson sólo le había llevado lo suficiente como para que pudiera trabajar durante una hora, dos como mucho. El resto de los libros que le había subido eran novelas de misterio.

Suspirando inquieta, Lara volvió la cabeza hacia la ventana. Desde allí se disfrutaba de una hermosa vista del jardín; estaba rodeado por unas verjas cubiertas de rosas trepadoras, lo que proporcionaba una total intimidad tanto al jardín como al dormitorio. Las rosas eran todo un surtido de colores y fragancias y la hierba una verde invitación a salir y tumbarse tranquilamente al sol. Lara deseaba salir al jardín, disfrutar de aquel rincón en el que miles de pétalos eran dulcemente sacudidos por la brisa. Quería sentir la luz del sol sobre su cuerpo, haciéndolo vibrar con su calor. Lo único que la mantenía en cama era la promesa que le había hecho a Carson.

—Parece que tienes un aspecto suficientemente bueno como para empezar a comer —dijo Carson, que permanecía en el marco de la puerta del dormitorio con un montón de revistas nuevas en la mano.

—¡Carson! —exclamó, volviéndose hacia él con una sonrisa de sorpresa y deleite—. Has vuelto antes de lo que pensaba.

Carson sonrió y miró a Lara con admiración. El encaje rosa del camisón que le había regalado el día anterior hacía resplandecer su piel.

—¿Alguna vez te han dicho que tienes una sonrisa preciosa? Es capaz de iluminar toda una habitación.

Lara observó a Carson caminando hacia ella a grandes zancadas, con aquel físico tan potente y fuerte, y se preguntó cómo era posible que hubiera tenido la suerte de conquistarlo cuando prácticamente todas las mujeres del estado de Montana habían intentado cazarlo desde que Carson tenía dieciséis años.

—Toma —dijo Carson, colocándole las revistas sobre la colcha—. Una de casa.

Lara tendió los brazos hacia Carson, ignorando aquella colorida cascada de revistas. Sintió el calor de sus brazos deslizándose a su alrededor, el roce tentador de su bigote sobre los labios, y el sabor tan íntimo de sus besos.

—Mmm. Fresas y nata —dijo Carson, mientras se separaba lentamente de ella—. Mi sabor favorito.

—Y tú hueles como el viento —respondió Lara, acariciándole la mejilla—. Un sabor dulce y salvaje.

Carson tensó las manos sobre Lara mientras intentaba controlar el deseo que se extendía rápidamente en su interior. Había pasado muchas temporadas a lo largo de su vida sin acostarse con una mujer, y nunca lo había afectado con tanta intensidad como durante la semana que llevaba sin poder abrazar más íntimamente a Lara.

—¿Carson?

Carson le acarició el pelo con los labios y emitió un sonido que consiguió parecer al mismo tiempo un profundo ronroneo y una pregunta.

—Quiero salir al jardín y tumbarme al sol. No creo que me haga ningún daño dar un par de pasos —y añadió rápidamente, anticipando las protestas de Carson—: En realidad, está mucho más cerca el jardín que el baño y he estado guardando cama durante los últimos tres...

El torrente de palabras cesó en cuanto Carson comenzó a levantarla en brazos. Con dedos firmes, atrapó el edredón que Lara tenía a los pies de la cama. Y, en cuestión de segundos, Lara estaba tumbada al sol, sintiendo cómo se filtraba su calor a través del edredón que Carson había extendido sobre la hierba.

—¿Quieres algo más? —le preguntó Carson sonriente.

—¿Podrías darme un abrazo?

Carson se estiró al lado de Lara y la estrechó entre sus brazos. Durante largos segundos, se limitaron a permanecer abrazados el uno al otro, absorbiendo la luz del sol, su calor y el zumbido de las abejas que se deslizaban entre los sedosos pétalos de las rosas, dispuestas a atrapar el néctar que escondían en su interior. Lentamente, Lara fue deslizando las manos en el interior de su camisa y no tardó en comenzar a desabrochar sus automáticos. Con un suspiro de placer, enredó los dedos en el vello oscuro y rizado que cubría el pecho de Carson. Cuando alcanzó el pezón y sintió que éste se endurecía inmediatamente ante aquel contacto, el deseo se derramó en su interior como una dulce ola.

—Carson —susurró Lara, buscando su boca.

Durante unos segundos, Carson se permitió a sí mismo disfrutar de aquel profundo y sensual beso. Pero al final, lo interrumpió, atrapó las acariciantes manos de Lara, se las besó y le hizo rodearle con ellas el cuello.

—¿Carson?

—No, cariño, todavía no —le dijo con voz ronca—. Todavía estás muy débil.

—Sólo comparada contigo —replicó Lara, acariciándole los músculos de los hombros—. El doctor Scott me ha dicho que puedo hacer lo que quiera.

Lara sintió que Carson se quedaba paralizado.

—¿Cuándo te ha dicho eso?

—Lo he llamado esta mañana —dijo Lara—. Y me ha dicho que puedo volver a tener relaciones sexuales cuando quiera. Y quiero, Carson.

Carson se estremeció de deseo. El corazón se le aceleró, haciendo aumentar la temperatura de su cuerpo. Luchó para controlar la respuesta de su cuerpo a la invitación de Lara. Pero no sirvió de nada. Bastaba una palabra, un beso de Lara, para que su cuerpo se tensara, dispuesto y anhelante para fundirse con el adorable calor de su esposa.

—¿Estás segura? —susurró Carson—. Estabas tan enferma cuando te encontré en la biblioteca. Yo... me asusté un poco —dijo—. Oh, diablos, Lara, estaba aterrorizado —gimió, enterrando la cabeza en su negra melena—. No quiero hacer nada que pueda perjudicarte.

—Entonces será mejor que hagas el amor conmigo —dijo Lara, enredando los dedos en su pelo—. Porque te deseo tanto que es como si me doliera.

—Lara —dijo Carson con voz ronca, cerrando los brazos alrededor de Lara con una intensidad que a duras penas podía contener—. Mi dulce, cálida y hermosa mujer —con reluctancia, la soltó y se levantó para desprenderse de su ropa—. Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa que pueda ser buena para ti.

—Tú siempre haces cosas buenas por mí, Carson.

Lara se estremecía de anticipación mientras observaba emerger el poderoso cuerpo de Carson de entre su ropa. Al ver lo excitado que estaba, comenzó a tener serios problemas para respirar. En cuanto Carson se arrodilló a su lado, deslizó el dedo por su pecho y descendió hacia aquel rayo erecto que palpitaba de forma casi visible. Cuando Lara lo acarició, todo Carson se tensó como si acabara de recibir una descarga eléctrica. Durante algunos segundos, se permitió disfrutar del suave tormento de las caricias de Lara, para después tomar sus temblorosos dedos y apartarlos de su cuerpo hambriento.

—Es demasiado pronto, pequeña —le dijo con la voz ronca por la pasión y el arrepentimiento, mientras intentaba poner sus sentimientos bajo control—. Estás demasiado débil. Estás temblando, Lara.

Lara hizo un sonido que no terminaba de ser ni una risa ni un sollozo y alzó la mirada hacia Carson con los ojos oscurecidos por la pasión.

—Estoy temblando porque sé el placer que me espera —dijo con voz ronca—. Haz el amor conmigo, Carson.

En aquella ocasión, fueron los dedos de Carson los que temblaron. Susurró el nombre de Lara mientras dibujaba la curva de su labio inferior. Después, se inclinó sobre ella y saboreó el calor de sus labios tan delicadamente que su beso fue como un suspiro. Lara esperaba una demanda tan apasionada, repentina y dura como lo era su obvio deseo. Pero aquel delicado y exquisitamente erótico acercamiento a su boca la hizo estremecerse de manera salvaje, especialmente por el violento contraste entre aquel beso y el palpitante calor que sentía contra el muslo.

—Carson —susurró Lara, sintiendo la contención de Carson en cada uno de los músculos de su espalda—, no tienes por qué reprimirte, yo estoy...

Las palabras de Lara se transformaron en un grito de apasionada sorpresa y placer cuando Carson deslizó la mano bajo la seda de su camisón y acarició la suave piel de detrás de sus rodillas.

Lara flexionó las piernas en respuesta, abriendo su cuerpo a su contacto. Carson la acariciaba con la ligereza de una pluma, dibujando sus muslos y rozando apenas aquel vello oscuro como la medianoche que escondía tantos gozosos secretos.

La caricia de la seda del camisón sobre su cuerpo, el susurrante contacto de los labios de Carson y el calor que el sol derramaba por sus piernas desnudas arrancaron un gemido de la garganta de Lara. Cuando sintió la mano de Carson en la otra rodilla, flexionó también aquella pierna, entregándose a Carson y al sol. Y aunque Carson se arrodilló casi inmediatamente entre sus piernas, de tal manera que Lara podía sentir la dureza de su sexo contra la suavidad del suyo, todavía no parecía dispuesto a tomar lo que ella tanto deseaba entregarle.

Lara susurró el nombre de Carson mientras las llamas del deseo iban lamiendo su cuerpo. Fue como una súplica gutural que cedió el paso a un jadeo en cuanto Carson apartó el camisón para descubrir la pálida y satinada piel de sus senos y la aterciopelada dureza de sus pezones.

—Fresas con nata —dijo Carson con voz ronca—. Creo que podría comerte, pequeña. Te entregas a mí con tanta ternura que yo... —el deseo espesaba su voz—. No hay palabras para describirlo. Sólo puedo darte esto.

Carson acarició cada uno de los pezones con los labios, dibujando delicadamente sus aureolas, y saboreó los visibles temblores de Lara ante aquel contacto. Tomó el primoroso encaje del camisón y lo apartó, porque no quería que nada se interpusiera entre su cuerpo y aquella mujer que tan perfectamente se acoplaba a él. Lentamente, y con la misma finura con la que se derramaba sobre ella la luz del sol, besó sus labios, el hueco de su cuello, la cremosidad henchida de sus senos, las sonrosadas puntas que los coronaban, el círculo perfecto de su ombligo y las suaves curvas de sus muslos.

Mientras la besaba, iba deslizando los dedos por sus piernas con caricias provocadoras, haciéndola moverse sutilmente con cada uno de sus toques, hasta que al final Lara flexionó las piernas en un gesto de confiado y sensual abandono.

En cuanto Carson rozó los suaves pliegues de su sexo, Lara sintió las oleadas de placer irradiando a través de su cuerpo. Abrió los ojos e intentó pronunciar el nombre de Carson, pero lo único que salió de su garganta fue un sonido atragantado de placer mientras Carson la miraba a los ojos y volvía a acariciarla otra vez. Lara gimió ante la dulce fricción de su mano. Intentó decirle a Carson que lo deseaba, que lo necesitaba, pero sólo fue capaz de emitir un ronco gemido. Las caricias de Carson encendían en su piel un fuego lánguido. Intentó hablar de nuevo, pero se olvidó de lo que significaban las palabras cuando sintió que Carson comenzaba a deslizarse dentro de ella La sensación era tan exquisita que cerró los ojos y su cuerpo se arqueó casi involuntariamente, suplicando que le diera mucho más. Carson contesté con un suave movimiento que envió una lluvia de placer al interior de Lara. Cuando por fin se hundió completamente en ella, de los labios de Lara escapó el nombre de Carson, pronunciado en un desgarrado suspiro que se convirtió en una súplica cuando él se apartó lentamente, dejándola vacía una vez más.

Carson volvió a llenarla, meciéndose delicadamente contra ella, demostrándole con cada uno de sus cuidadosos movimientos que la pasión podía ser expresada de muchas maneras. Que podía alcanzarse el mayor de los placeres tan sutilmente que nada advertiría de la inminente llegada del éxtasis. Ver el rostro de Carson tan tenso y su musculoso cuerpo empapado en sudor, sentirlo moverse tan comedidamente en su interior, bastó para que de pronto su cuerpo pareciera deshacerse en un constante e interminable palpitar tan exquisito que Lara se echó a llorar sin ser siquiera consciente de ello.

Carson abrazó a Lara con fuerza, compartiendo e incrementando su éxtasis con los controlados, pero intensos, movimientos de su cuerpo. Y de pronto, presa de un placer tan intenso como el que la propia Lara había sentido, se derramó en su interior hasta gritar su nombre, consumido por un éxtasis tan fiero como inmensamente dulce.

Cuando los últimas sacudidas del placer por fin remitieron, Carson besó las lágrimas que habían quedado atrapadas en las espesas pestañas de Lara. Rodó sobre el edredón, arrastrando a Lara con ella y estrechándola con fuerza contra él. La brisa levantó una esquina del edredón. Carson la atrapó y cubrió a Lara con ella mientras la besaba con tierno cuidado. Lara sonrió y se acurrucó contra él, adorándolo de tal manera que temía expresarlo con palabras; no quería que Carson pensara que le estaba pidiendo que le declarara a cambio su amor.

Al final, con una ternura que le resultaba casi dolorosa, Lara rozó con los labios la piel salada y cálida de Carson y se relajó completamente entre sus brazos. Carson le devolvió un beso tan delicado como el que él había recibido y sostuvo a Lara entre sus brazos mientras ella se dejaba arrastrar por el sueño, deseando, con tanta fuerza que temblaba al pensar en ello, poder absorberla hasta el mismísimo fondo de su alma.

—Pequeña —susurró—, ¿qué voy a hacer si me dejas?

No recibió más respuesta que el susurro del viento alzando la melena de Lara contra su mejilla con la más sedosa de las caricias.