Seis

Lara apagó la grabadora, se estiró y flexionó los dedos, que tenía entumecidos tras haber pasado horas tecleando en una anticuada máquina de escribir, que era lo único que podía permitirse con su presupuesto. A pesar del dolor de espalda, sonrió al ver las páginas mecanografiadas. Al final, Willie se había sincerado y le había contado su propia versión sobre el día que bailó descalzo sobre la hierba con una mujer que con el tiempo llegaría a ser conocida como Tickling Liz.

Lentamente, Lara fue hojeando las páginas, pero no necesitaba leer lo que en ellas había transcrito. Todavía podía oír la voz quebrada de Willie y ver cómo iba reviviendo sus recuerdos...

«... así que me quité las botas para no hacerle daño si la pisaba. Ella me sonrió y rió suavemente. Y durante unos minutos, la vida fue tan cálida y dulce como la miel caliente».

Lara sabía que no sería capaz de volver a mirar a Willie y ver simplemente a un anciano vaquero. Vería también al joven que había sido en otro tiempo, un joven fuerte, de pelo oscuro, abrazando a una mujer quería enseñarle a bailar.

Aquellos eran los acontecimientos que ella buscaba sobre la historia de Rocking B. Era un rancho en el que habitaban hombres y mujeres como Willie y Liz, ni santos ni demonios, simplemente, personas que habían nacido y crecido en un mundo que habían heredado de sus padres. Y al igual que sus padres, al igual que ellos mismos, su mundo era imperfecto. A menudo parecía que había más odio que amor, más dolor que alegrías, más muerte que vida. Pero incluso en los peores momentos, la gente había continuado amándose, disfrutando y creando vida en medio de la muerte. Y eran aquellas personas las que habían dejado un mundo mejor del que habían encontrado, no los conquistadores y los reyes que habían marchado implacables por la historia.

Sonriendo, Lara dejó las hojas que contenían los recuerdos de Willie sobre el viejo escritorio de madera de roble.

Sabía que el tipo de historia que ella estaba construyendo nunca sería tan popular como los violentos ciclos de fanatismo, traición y guerras en los que pensaba la mayoría de la gente cuando oía la palabra historia. Aquellas cosas existían, por supuesto, y habían determinado la configuración de los países y los movimientos de la población desde el principio de los tiempos. Pero bajo aquellos cambios, permanecía la inalterable realidad de los sentimientos y las necesidades humanas. Eso también era historia, y una historia mucho más duradera que la de las dinastías reales o las fronteras nacionales.

—¿Lara?

Al oír la voz de Carson, Lara abandonó el pasado para regresar al inmediato presente. Habían pasado dos semanas desde que Carson y ella habían firmado una tregua. Desde entonces, lo había visto cada día y la mayoría de las noches.

Después de la cena, hablaba con Carson sobre lo que él había hecho durante el día en el rancho, o sobre las entrevistas de Lara. Y después de haber descubierto su mutua pasión por los juegos de naipes, pasaban horas y horas jugando a las cartas.

—La puerta está abierta —contestó Lara, frunciendo el ceño y deseando no haber pasado tanto tiempo trabajando. Ya era demasiado tarde para ducharse y cambiarse de ropa antes de ir a montar.

Al ser consciente de que quería mostrarse atractiva ante Carson, se sintió incómoda. No debería importarle que Carson la encontrara atractiva. Pero le importaba.

Miró hacia la puerta, que llenaba prácticamente Carson con su presencia, y sintió que se le volvía a acelerar el corazón. Incluso sin sombrero, prácticamente rozaba el dintel.

Carson entró en la sala y la miró intensamente.

—¿Qué te pasa, cariño? ¿Te he asustado?

—No. Es sólo que... Eres mucho más alto que los hombres que construyeron esta casa.

Carson deslizó la mirada por el cuerpo de Lara con un sentimiento de posesión que no se molestó en disimular.

—No dejes que eso te importe. Tú también eres más alta que las mujeres que habitaban entonces la casa. Encajamos perfectamente, igual que nos ocurrió en el baile.

Lara se quedó sin habla, sorprendida por las implicaciones de las palabras de Carson. No la había tocado ni siquiera involuntariamente desde la noche que la había acompañado hasta la puerta de su casa. Aun así, en aquel momento su mirada emitía suficiente calor como para derretir un banco de nieve.

—Carson, me lo prometiste —le advirtió Lara, con voz ronca y casi sin respiración.

—No te estoy tocando —señaló él sonriendo lentamente, mientras miraba los mechones de pelo que enmarcaban el rostro de Lara y acariciaban sus labios.

Carson podía no estar tocándola físicamente, pero su sonrisa aceleró vertiginosamente el pulso de Lara. Era consciente de que, a cierto nivel, estaba deseando que la acariciara, de la misma manera que quería mostrarse atractiva ante él. Por un instante, el miedo y la excitación estuvieron batallando en su interior.

Carson vio el miedo. Aun así, se dijo a sí mismo que no tenía por qué preocuparse. Al fin y al cabo, sólo habían pasado dos semanas. Pero su sonrisa desapareció bruscamente. Dos semanas. Y no había cambiado nada. Continuaba teniendo miedo de él. ¿Seguiría igual al cabo de dos meses? ¿De seis? ¿De dieciséis? ¿Perdería el único futuro que realmente deseaba por culpa de los errores del pasado?

Cerró los ojos, luchando contra la oleada de miedo que lo atacó al pensar que Lara podría no cambiar con el tiempo. No, no podía dejar que eso ocurriera. No podía permitir que el pasado volviera a ganar la partida, que volviera a llevarse todo lo que quería, todo lo que necesitaba.

De pronto, Carson sintió los músculos doloridos por el cansancio provocado por la falta de sueño y el duro trabajo del rancho. Se frotó inconscientemente el cuello, intentando aliviar la tensión de sus músculos.

—¿Carson? —preguntó Lara suavemente. Odiaba ver que la luz y la risa habían desaparecido de sus ojos.

Carson la miró forzando una sonrisa.

—¿Estás preparada para ir a ver los antiguos límites del rancho?

—He preparado un almuerzo por si... Bueno, ya sé lo ocupado que estás y... —Lara se interrumpió e hizo un gesto de inseguridad con las manos.

—Eres muy inteligente, pequeña. ¿Cómo has averiguado que necesitaba alejarme un rato de los libros de contabilidad?

—Porque hace un día maravilloso —contestó, sonriendo al ver que había vuelto la luz a sus ojos—. Todo el mundo sabe que no soportas estar encerrado en un día como éste.

—¿Tienes traje de baño? —preguntó Carson.

Lara asintió.

—Llévatelo, iremos a nadar a la poza Larga.

—¿Estará el agua caliente? —preguntó Lara, pensando en las aguas cristalinas de la poza Larga.

—Me temo que tendremos que nadar muy rápido para entrar en calor. Pero si eres demasiado cobarde...

—¡Jamás! —lo interrumpió Lara rápidamente—. Me uní al Club de los Osos Polares en cuanto tuve edad suficiente para aprender a nadar. Era tan pequeña que tuvieron que atarme a un sedal y hundirme en el agua como si fuera una lombriz.

Carson soltó una carcajada y las arrugas de la tensión desaparecieron de su rostro, haciéndolo parecer mucho menos intimidatorio. Por un instante, acarició la negra melena de Lara con un gesto con el que parecía querer mostrarle lo mucho que apreciaba su compañía. Y aunque apartó la mano casi inmediatamente, Lara sintió aquel breve contacto en todo su cuerpo.

—Todavía tengo que terminar de preparar algunas cosas —dijo ella con voz ronca—. ¿Por qué no te sientas?

—Me temo que me quedaría dormido —admitió Carson, disimulando un bostezo.

—Hay café hecho en la cocina.

Carson abrió los ojos como platos.

—No tienes la menor idea de lo que sería capaz de hacer por una taza de café.

—Entonces será mejor que te sirva una antes de que lo averigüe —respondió ella rápidamente.

—Cobarde —la acusó Carson entre risas mientras Lara se retiraba. I

Lara sonrió contenta. Adoraba estar así con Carson, bromeando, riendo, disfrutando de su compañía. E incluso le gustaba que el deseo encendiera de vez en cuando su mirada.

Para cuando Lara acabó de cepillarse el pelo y guardar el traje de baño y la toalla en la bolsa, Carson ya estaba terminando su segunda taza de café. Parecía de pronto más alerta, pero Lara no podía decir si eso era resultado del café o de haber visto el bikini que había enrollado en la toalla. Porque, aunque no dijo nada, Lara lo vio arqueando una ceja en señal de anticipación.

Decidieron ir a bañarse y almorzar antes de estudiar los antiguos límites del rancho. La poza estaba a sólo unos kilómetros, pero había que atravesar seis de las cercas que cruzaban los pastos para llegar hasta ella. Lara bajó y subió de la camioneta en cada ocasión para abrir la puerta correspondiente, como la buena chica criada en el rancho que era. Pero cuando tuvo que abrir el acceso de las tres últimas cercas, comenzó a refunfuñar y a decir que Carson sólo la había invitado a ir a nadar para no tener que abrir él mismo las cercas. Carson reconoció su culpa con voz solemne y le dirigió una sonrisa que activó todas las terminales nerviosas de la joven.

Una vez en la poza, Carson extendió una manta sobre la hierba, en un lugar resguardado del viento por una de las enormes lastras de granito del lugar. Además de ser una buena barrera contra el viento, el granito era un estupendo reflector, lo que hacía aumentar varios grados la temperatura de aquel rincón.

Con un suspiro de placer, Carson se sentó en la manta, se quitó las botas y los calcetines, se desabrochó la camisa y se la arremangó. Lara observaba los rápidos y eficientes movimientos de sus manos con algo cercano a la fascinación. Siempre había sido así. Contemplar la combinación de fuerza y agilidad de Carson siempre le había encantado.

Cuando Carson terminó de ponerse cómodo, cerró los ojos y volvió el rostro hacia el sol con tal expresión de agradecimiento que a Lara se le encogió el corazón. Carson era la persona más sensible a las sensaciones proporcionadas por la naturaleza que había conocido nunca.

—Puedes cambiarte aquí o detrás de algún matorral. Prometo no mirar.

Lara sintió arder sus mejillas con un calor que no tenía nada que ver con el sol. La idea de estar desnuda delante de Carson la aterraba. Se acercaba demasiado a sus recuerdos, a sus pesadillas. Incluso el verse delante de él en traje de baño la hacía sentirse incómoda.

—No sé... No sé si el agua estará caliente —dijo rápidamente, desviando la mirada.

Carson abrió los ojos. Miró a Lara durante largos segundos, consciente de su miedo y de cómo la oscuridad del pasado parecía ensombrecer aquel día de sol. Podría haber dicho que el agua estaba suficientemente caliente, pero sabía que no era el frío del agua lo que Lara pretendía evitar. El día que la había rechazado, ella estaba desnuda mientras él permanecía vestido. Lara debía de recordarlo tan bien como él. Y Carson no tenía intención de hacerle revivir la humillación de aquel momento.

Con un silencioso juramento, Carson se quitó la camisa. Él esperaba que bañarse juntos ayudara a disminuir la tensión de Lara. Esperaba incluso llegar a ver un fogonazo de sensualidad en sus ojos. Sin embargo, tenía la sensación de que lo único que había conseguido había sido incrementar su miedo.

Con los ojos abiertos como platos, Lara veía emerger la potente musculatura de Carson. Estaba tan absorta que ni siquiera era consciente de que lo estaba mirando fijamente.

Las piernas de Carson eran largas, musculosas bajo un velo de resplandeciente vello oscuro. Lara advirtió que llevaba el bañador debajo de los vaqueros y pensó que debía de ir a nadar con frecuencia, pues tenía las piernas tan bronceadas como el torso. Sus hombros eran casi el doble de los de Lara y su pecho, su cintura y sus caderas reflejaban la inefable combinación del trabajo físico y de una herencia genética que, aunque desconocida, era excelente.

—¿En qué estás pensando? —le preguntó Carson con voz queda.

Lara contestó automáticamente, mientras admiraba los rayos del sol deslizándose como miel caliente por su cuerpo, haciéndolo brillar como el oro.

—Tus padres debían de tener unos cuerpos perfectos.

Al principio, Carson no comprendió que Lara no se refería a Sharon y a Larry Blackridge, sino al hombre y a la mujer desconocidos que lo habían concebido. Cuando lo comprendió, bajó la mirada hacia su propio cuerpo como si hasta entonces no lo hubiera visto nunca. Era la primera vez que se miraba a sí mismo a través de los ojos de una mujer y comparaba la fuerza de sus músculos con las delicadas formas de Lara. Se le ocurrió entonces que era casi milagroso que Lara confiara en él lo suficiente como para quedarse a solas con él.

Y entonces se dio cuenta de que Lara no sólo confiaba en él, sino que también alababa las diferencias físicas que había entre sus cuerpos.

—Eres asombrosa —comentó Carson, sacudiendo la cabeza.

Lara alzó sorprendida la mirada hacia él.

—¿Qué?

—Soy dos veces más fuerte que tú, mido casi el doble que tú y debo de parecerte tan peludo como un oso gris. Lógicamente, deberías salir huyendo a gritos de mí. Y sin embargo, estás ahí enfrente, diciéndome que mis padres debían de tener unos cuerpos perfectos. Eres sorprendente —soltó una carcajada y le tendió las manos—. Ven aquí, valiente locuela. Ven a bañarte al río con este oso domesticado.

Sonriendo con timidez, Lara tomó la mano que Carson le tendía y disfrutó del calor de su contacto. Carson entrelazó los dedos con los suyos hasta que sus palmas se encontraron y la acarició entonces con una dulce fricción. Lara rió cuando Carson hizo una mueca al posar los pies descalzos sobre las piedras que descansaban en la rivera del río.

—Vaya, aunque me encanta andar desnudo en casa, todavía tengo que endurecer los pies cada verano —se sentó al lado de Lara, sin rozarla—. Los hombres del rancho han aprendido a no molestarme cuando vengo a esta poza. Saben que vengo cuando necesito estar solo.

Lara miró a Carson de reojo y advirtió tanto las arrugas de tensión de su rostro como los signos sutiles de que estaba comenzando a relajarse gracias a la cercanía del agua y el calor del sol. Comprendía perfectamente la atracción que aquella poza ejercía sobre él. Los dibujos del agua eran casi hipnóticos, al igual que el sonido del río y la caricia constante del sol sobre sus cuerpos.

Lara sintió que muy dentro de ella comenzaban también a deshacerse algunos nudos, liberándola de la tensión que durante tantos años había formado parte de ella y que había llegado a aceptar como si fuera algo normal. Pero no lo era. E iba comprendiéndolo con cada una de sus respiraciones, a medida que la relajación iba extendiéndose por su cuerpo como un bálsamo.

Deseó poder estar también ella en traje de baño para que su cuerpo pudiera absorber libremente el calor y la paz que la rodeaban sin esconderse bajo la ropa. Y estar desnuda sería incluso mejor. Porque podría sentir el sol sobre cada centímetro de su piel, sentir cómo iban deshaciéndose uno a uno los nudos de la tensión, dejando su cuerpo tan suave y blando como la miel.

Se habría sobresaltado al descubrirse pensando algo así si no hubiera estado tan relajada por el constante murmullo del agua. No había disfrutado de su propia desnudez desde hacía años, desde el día en el que había terminado encogida sobre sí misma, sintiendo que se le helaba hasta el alma después de que la puerta de su apartamento se cerrara detrás de Carson.

Cerró los ojos, se inclinó hacia atrás apoyándose en las manos y elevó la cara hacia el sol. Carson la observaba con ansiedad, deseando que hubieran sido sus propias caricias las que suavizaran la tensión de sus labios. Deseaba poder sentar a Lara entre sus piernas, dejar que se apoyara en su pecho mientras él besaba su mano y la tentadora columna de su cuello. Ella podría utilizar los muslos para apoyar los brazos y le acariciaría lentamente las piernas mientras él le desabrochaba la blusa y el sujetador y sostenía sus senos entre las manos.

La dirección que estaban tomando los pensamientos de Carson tuvo un efecto inconfundible e inmediato en su cuerpo. Bruscamente, decidió que había llegado el momento de darse un baño. Si Lara lo veía antes de que hubiera conseguido controlar su excitación, dudaba de que continuara sintiéndose tan relajada a su lado. De hecho, seguramente saldría huyendo como un diablo.

El poco ruido que Carson hizo al levantarse se perdió en el susurro del agua. Se acercó a la poza y se zambulló con un rápido movimiento. Lara abrió los ojos, miró a su alrededor y vio a Carson nadando limpiamente río abajo. Cuando el agua dejó de cubrir lo suficiente para seguir nadando, cambió de rumbo. Su cuerpo se deslizaba en el agua a la velocidad y con la gracia de una nutria. Lara recordaba haber oído que Carson había formado parte del equipo de natación de la universidad durante una de las mejores temporadas que había tenido nunca aquel equipo. Mientras lo observaba, no tuvo duda alguna de que la presencia de Carson había contribuido al éxito del equipo.

También era evidente que estaba absolutamente familiarizado con aquel medio, algo que se podía decir de pocos rancheros de Montana. Su brazada era limpia, rápida y poderosa y hacía parecer aquel estanque mucho más pequeño de lo que realmente era. Lara se preguntó si el padre de Carson también sería un buen nadador, y si su belleza habría provocado también que alguna joven sucumbiera a una loca pasión.

Pero aquello era algo que Lara sospechaba no averiguaría nunca. Si Carson tenía alguna curiosidad sobre sus padres biológicos, jamás la había expresado en voz alta. Como le había dicho a ella dos semanas atrás, nunca miraba hacia al pasado. Y en las conversaciones que compartían, si alguna vez se hablaba del pasado, era porque Lara lo sacaba a relucir. Y eso incluía cualquier cosa relacionada con el pasado, no sólo lo que había ocurrido entre ellos cuatro años atrás. Carson podía hablar con toda libertad de las historias del rancho y de las anécdotas que los propios peones le habían contado en el barracón, pero cuando llegaba el momento de hablar de los Blackridge o los Chandler, siempre encontraba alguna manera de cambiar de tema. Y cuanto más se acercaba la conversación a los últimos cuatro años, más rápidamente lo hacía.

Los relajantes sonidos del agua se abrieron paso a través de los complejos pensamientos de Lara. Hacía mucho calor en la roca en la que estaba sentada, un calor excesivo, casi, y la brisa había desaparecido. Una película de sudor cubría su piel, haciéndole desear un baño. Carson estaba terminando de rodear por quincuagésima vez el estanque; Lara había perdido ya la cuenta, y él comenzaba a mostrar signos de estar ralentizando sus brazadas.

Lara se levantó de la lastra, volvió a donde habían dejado la manta y la bolsa y sacó su bañador. Se desnudó casi lentamente, saboreando la sensación de libertad a medida que iba liberándose de los confines que establecía su ropa. Se apresuró únicamente cuando tuvo que quitarse el sujetador y las braguitas para ponerse el bikini. Era el más discreto que había encontrado en el departamento de señoras de unos grandes almacenes.

A Lara no le gustaban los bañadores de una pieza con un escote que llegaba al ombligo y un corte de piernas que subía hasta las caderas. Y tampoco le gustaban aquellos diminutos parches con tirantes a los que llamaban tangas. El bañador de dos piezas que al final había elegido tenía más tela que los que normalmente llevaban las mujeres y menos de la que Lara esperaba encontrar. Pero tenía que admitir que sentía el sol como una caricia sobre su piel desnuda. Le hacía desear cerrar los ojos y estirarse completamente, extendiendo los brazos hacia aquel reconfortante calor.

Sin embargo, el río no parecía estar en absoluto tan caliente. Lara permanecía indecisa en el borde de una de las rocas que rodeaban la poza, dejando que el agua acariciara el pie que acababa de hundir en ella. De pronto, una oscura ola se deslizó hacia ella. La forma se transformó rápidamente en Carson, que salía de las profundidades del agua, sacudiendo la cabeza para apartarse el pelo y el agua de los ojos. A continuación se quedó flotando en el agua, moviendo las manos lentamente para impedir que lo arrastrara la corriente.

—Vamos, métete —la animó, mirándola con los ojos medio cerrados.

Agradecía el agua fría y el cansancio provocado por el ejercicio, porque Lara estaba maravillosa en aquella postura, debatiéndose entre las ganas de bañarse y el miedo al frío. Carson deseaba que se metiera en el agua y devorar hasta el último de sus adorables centímetros.

—¿No vas a decirme que el agua está muy buena? —preguntó Lara, esperanzada.

—La verdad es que está bastante caliente para esta época.

—Parquedad en los elogios, como diría Shakespeare —musitó ella.

Carson soltó una carcajada.

—No está nada mal, cariño.

Lara le dirigió una mirada con la que estaba diciéndole que no lo creía. Aun así, se zambulló en el agua y salió a los pocos segundos jadeante.

—¡Eres un animal! —gritó, mientras intentaba recuperar la respiración—. ¿Por qué tú no te has puesto azul?

—Llevas un buen rato tomando el sol en esa roca —dijo Carson con una sonrisa—. Vamos a nadar un poco. Eso te ayudará a entrar en calor.

Después de dar un par de vueltas al estanque, Lara comenzó a entrar en calor. Pero cuando había dado cerca de otras seis, comenzó a quedarse sin respiración. Y cuando Carson decidió empezar una vez más el circuito, ella gimió, se tumbó en el agua y dejó que la corriente la llevara. Al advertirlo, Carson dio media vuelta y comenzó a nadar a su lado.

—He... descubierto... el secreto... de tu magnífico cuerpo —jadeó Lara, intentando recuperar la respiración.

—¿La natación? —preguntó Carson con una perezosa sonrisa, complacido por sus palabras.

—Algo así. Tu padre era un submarinista y tu madre una sirena.

—Eso lo explica todo, salvo lo de las aletas —repuso Carson muy serio.

—¿Lo de las aletas? —preguntó Lara mirando las poderosas líneas de su cuerpo mientras se acercaba a ella—. Pero si no tienes aletas.

—Exacto. No tengo aletas. Sólo una importante capa de vello.

—Eso lo explica todo —dijo Lara sonriente.

—¿El qué?

—El por qué yo tengo frío. No tengo vello —dijo sucinta.

Carson recordó la imagen de Lara bajo el sol, con su satinada piel resplandeciendo bajo las tiras azules de su bañador. Sí, tenía razón. No había una sola sombra de vello sobre su cuerpo. Haciendo un gran esfuerzo, Carson cambió el rumbo de sus pensamientos, que estaban empezando a recordar un rincón del cuerpo de Lara que estaba deliciosamente cubierto de vello.

—¿Lista para salir? —le preguntó Carson.

—¿Cómo lo has sabido?

—Tienes los labios azules.

Lara salpicó a Carson antes de volverse y nadar a toda velocidad hacia la orilla. Creía que la había alcanzado cuando sintió las manos de Carson sobre su muslo. Carson deslizó lentamente la mano sobre su pierna y la agarró del pie. Lara se sintió repentinamente débil, pero fue capaz de salir a tiempo de ver a Carson emergiendo del agua con un rápido movimiento. Una vez fuera, Carson comenzó a sacudir la cabeza, llenándolo todo de gotas de agua. Lara habría hecho lo mismo si no hubiera temido golpearse a sí misma con su trenza empapada.

En cuanto comenzó a correr hacia la manta, Lara tropezó con una piedra. Contuvo la respiración ante aquel inesperado dolor y se tambaleó ligeramente. Sin advertencia previa, Carson la levantó en brazos y continuó caminando tranquilamente hacia la manta.

—Y tú dices que yo soy un novato —bromeó Carson.

Bajó la mirada hacia Lara durante un breve instante, antes de concentrarse en el camino. En realidad, no necesitaba prestar demasiada atención a sus pasos, pero temía que Lara pudiera leer el deseo en su mirada. Los senos de Lara sobresalían tentadoramente por encima de la parte superior del bikini. Las gotas de agua resplandecían como diamantes en su escote y los pezones erguidos se distinguían claramente bajo la tela azul del bañador. Carson recordaba con todo lujo de detalles el momento en el que había sido su boca, húmeda y ardiente, y no un río helado, el que los había endurecido. Y fue tal la intensidad con la que deseó que aquel momento se repitiera que a sí mismo lo impactó.

—Ya está —dijo con naturalidad, dejando a Lara de pie sobre la manta. Con un rápido movimiento, sacó la toalla de Lara de la bolsa y la envolvió con ella—. ¿Ya has entrado en calor?

Lara asintió.

—Gracias —dijo, sabiendo que su voz sonaba temblorosa, pero incapaz de controlarse—. Eres muy fuerte.

Inmediatamente deseó no haber dicho nada parecido. O, por lo menos, no haberse mostrado tan intimidada.

—No estoy acostumbrada a que me lleven en brazos —añadió rápidamente, como si eso pudiera explicar sus palabras—. Y nadie había vuelto a llamarme «pequeña» desde que tenía doce años.

—La fuerza es algo normal en un novillo joven —respondió él mientras se secaba la cara con la toalla.

Se concentró en frotarse enérgicamente el pelo y en morderse la lengua para no confesar lo mucho que le gustaría sentir la suavidad de Lara entre sus brazos, o lo mucho que le gustaba que confiara en él. Lara había permitido que la llevara en brazos. Ese simple hecho lo atravesaba como un rayo de luz que lo calentaba más que el mismísimo sol.

Lara se sentó y enterró la cara en la toalla, agradeciendo que Carson hubiera aceptado sus palabras como si estuviera acostumbrado a que la gente le dijera diariamente lo sorprendentemente fuerte que era. Y quizá fuera así. Sobre todo por parte de las mujeres. Al fin y al cabo, era cierto. Con más fuerza de la realmente necesaria, Lara tiró de la goma que sujetaba su trenza y fue hundiendo los dedos en su húmedo pelo, mientras deseaba no haber pensado nunca en los fuertes brazos de Carson abrazando a otra mujer.

—Eh, tranquila —dijo Carson, arrodillándose a su lado y apartando delicadamente las manos de Lara de su pelo—. Déjame hacerlo a mí.

Sin esperar a que la joven mostrara su acuerdo, comenzó a deshacerle la trenza hasta dejarla convertida en una melena sedosa y resplandeciente. Tomó la toalla, le cubrió con ella la cabeza y fue presionando delicadamente para absorber el exceso de agua. Después, tomó la parte más seca de la toalla y le frotó la cabeza lentamente.

Mientras Carson la masajeaba, de la garganta de Lara escapó un gemido. El nerviosismo que había sentido cuando él la había levantado en brazos, desapareció por completo. Carson no había hecho ningún intento por aumentar la intimidad del momento, aunque Lara sabía que la deseaba. Era evidente por el bulto que se elevaba bajo la tela de su bañador.

Y el hecho de que Carson estuviera excitado no la asustó. Sabía que él no podía evitar mostrar su deseo, pero que era perfectamente capaz de no presionarla demandando algo que no estaba preparada para dar.

—¿Dónde tienes el peine? —le preguntó Carson, frotando la cabeza de Lara lentamente—. A menos que te importe...

Lara abrió los ojos lentamente, hechizada por la delicadeza del masaje.

—¿Importarme? —pestañeó, intentando protegerse de la luz del sol y volvió a cerrar los ojos otra vez. Sus espesas pestañas proyectaban su sombra sobre sus mejillas—. ¿Importarme qué? —musitó, suspirando de placer.

Carson sonrió, se inclinó hacia delante y besó el pelo de Lara con tanta delicadeza que ésta no sintió nada. Carson miró a su alrededor hasta encontrar el peine de color rojo intenso que asomaba por debajo de los vaqueros de Lara. Con un cuidado infinito, continuó desenredando su pelo hasta convertir la melena en un abanico de ébano sobre su espalda. Después, tomó un cepillo que también estaba debajo de la ropa de Lara. Con movimientos firmes y lentos, continuó cepillando su melena hasta que el pelo estuvo tan seco y sedoso que la electricidad lo hacía elevarse contra sus dedos como un amante cada vez que lo acariciaba con la mano.

Después de los primeros minutos, Lara dejó de intentar sofocar sus murmullos de placer. Que alguien le cepillara el pelo era un lujo tan inesperado y relajante como lo había sido el contacto con la luz del sol. Carson asimilaba aquellos sonidos que escapaban de sus labios con un placer hambriento. Porque cada uno de ellos era una caricia en sí mismo y un signo de esperanza. Sin que

Lara lo advirtiera, el cepillo cayó sobre la manta para ser sustituido por la caricia de la mano de Carson; éste la deslizaba por la melena lentamente, encontrando un intenso deleite en sentir la suavidad de su pelo contra su piel.

Poco a poco, fue hundiendo los dedos, aquellos dedos largos y fuertes, bajo el pelo de Lara, buscando bajo la cortina de seda el calor de su piel. Con movimientos lentos y seguros, fue haciéndole un masaje hasta que Lara se inclinó y se permitió apoyarse relajadamente contra él.

—Eres muy bueno con los masajes —le dijo.

Sus palabras eran tan lánguidas como los movimientos de su cabeza mientras la frotaba contra las manos de Carson en respuesta a la creciente presión de sus dedos. Estaba demasiado relajada para reprimirse. Así que suspiró y preguntó sin pensar:

—¿Quién te enseñó a dar unos masajes tan buenos?

Inmediatamente, se arrepintió de haber hecho aquella pregunta. No era asunto suyo con quién hubiera estado o dejado de estar Carson. A quién había acariciado o a quién había podido seducir.

—No importa, yo...

—Me enseñaste tú —la interrumpió Carson, inclinándose para inhalar la dulce fragancia de su pelo—. Nunca olvidaré lo bien que me sentía cuando, al final de un largo día, me dabas un masaje, deshaciendo los nudos que la tensión y las decepciones habían dejado en mis músculos.

Las palabras de Carson fueron otra especie de caricia para Lara. Atravesaron sus defensas y le llenaron los ojos de inesperadas lágrimas.

—¿Lo dices de verdad? —susurró, volviéndose para mirarlo por encima del hombro.

—Qué ojos tan maravillosos —dijo Carson—. Desde entonces, no han dejado de perseguirme —se inclinó y rozó sus labios con un beso—. Sí —susurró—. Realmente era eso lo que sentía. Y eso es algo que tampoco ha dejado de perseguirme nunca.

Carson clavó la mirada en los recuerdos y las sombras que oscurecían los ojos de Lara. Él sabía que la joven estaba recordando el final de su relación, el dolor de la separación y no la paz de su encuentro. En silencio, se maldijo a sí mismo por haber sacado a relucir el pasado en un momento en el que el presente estaba siendo tan inesperadamente dulce.

—Si no puedes dejar de recordar el dolor —preguntó Carson en voz muy baja—, ¿por qué no intentas recordar también el placer? Yo lo recuerdo muchas veces y me despierto excitado, temblando. El placer, Lara, no el dolor. Quiero que me des la oportunidad de crear nuevos recuerdos, para que cuando miremos hacia el pasado desde el presente, no sea una fría cadena que aprisione para siempre nuestras vidas y estrangule nuestro futuro.

Lara cerró los ojos y se estremeció, aunque no sabía si era por el miedo o por el repentino recuerdo del rostro de Carson tenso por el deseo y el placer mientras con la lengua acariciaba los rosados botones de sus senos. Como si Carson estuviera volviendo a acariciarla, sus pezones se tensaron, irradiando corrientes de placer desde su pecho hasta su vientre con tanta intensidad que estuvo a punto de gemir. Deseaba volver a ver la boca de Carson sobre ella, sentir su calor, su deseo... Pero la aterraba volver a ofrecerse a él.

—¿Qué es lo que tanto te asusta? —preguntó Carson. La voz le dolía por el esfuerzo que estaba haciendo para ser delicado cuando lo que en realidad deseaba era arrancar la respuesta de Lara, terminar con su dolor y con el de ella, olvidar de una vez por todas el pasado—. ¿Alguna vez te hice daño físicamente?

Lara sacudió la cabeza lentamente.

—¿Y tienes miedo de que pueda hacértelo?

Lara volvió a negar con la cabeza. A pesar de la fuerza física de Carson, no tenía ningún miedo en ese sentido. Aunque hubiera querido utilizarla para vengarse de su padre, siempre había sido exquisito con ella.

—¿Y te gustaba que te acariciara? —preguntó Carson, con voz suave, pero al mismo tiempo insistente.

En aquella ocasión, Lara asintió, pero aun así, no se atrevió a mirarlo. No quería que la mirara a los ojos porque sabía las muchas esperanzas y temores que podría leer en su rostro.

—¿Entonces qué te pasa, pequeña? —preguntó Carson, haciéndole alzar la cabeza.

Lara no rechazó su contacto, pero se negaba a abrir los ojos. Intentó hablar. Tragó saliva y se obligó a decir:

—Lo único que me da miedo es entregarme otra vez a ti.

Se produjo entonces una larga y tensa pausa, mientras Carson miraba el inquieto y bello rostro de Lara. Sonrió de pronto.

—Entonces, me entregaré yo a ti.

Lara abrió los ojos al instante.

—¿Qué?

—Sí, lo sé. Es un sacrificio terrible —dijo Carson muy serio, pero con la risa brillando en sus ojos junto a otros sentimientos mucho más intensos y complejos. Tomó las manos de Lara—. Tómame, cariño. Soy todo tuyo. Puedes peinarme, cepillarme el pelo y darme un masaje en la cabeza hasta conseguir que me derrita como mantequilla entre tus manos. Puedes hablar conmigo, montar conmigo a caballo y acompañarme a contemplar el atardecer. Vestirme, desnudarme, acariciarme, explorarme, hacer todo lo que quieras. Cualquier cosa. Todo, Lara.

La risa había desaparecido del rostro de Carson, pero no los sentimientos que habían transformado sus ojos en dos esferas doradas.

—Excepto huir de mí —dijo—. No habrá más huidas, Lara. Las fugas pertenecen al pasado y el pasado está muerto.

Los ojos de Carson habían adquirido un intenso tono dorado y sostenía con firmeza las manos de Lara. Lentamente, posó su mano sobre la suya.

Lara esperaba que envolviera su mano con sus dedos, que la envolviera con su calor y su fuerza, pero Carson no hizo ningún movimiento. La joven comprendió entonces que estaba confirmando con un gesto sus palabras. Se estaba entregando a ella.

Y era ella la que tenía que decidir lo que iba a hacer con aquel regalo.