EPILOGO
El barón Deguerre estaba de pie en el puente levadizo de Blackthorne cuando vio cabalgar el triunfo del serbal hacia él, cargado sobre el lomo de unos caballos que seguían a Ariane sin cuerda que los guiara ni mozo que los apremiara a obedecer. Cada caballo transportaba una carga de sacos llenos de especias y sedas, oro, plata y piedras preciosas, con todo lo que le había sido robado a Ariane mediante traición.
Pero no fue la dote lo que convenció a Deguerre de su derrota. Fue la empuñadura de la espada de Simón, un cristal tan negro y duro como los ojos de su dueño. Cautiva de un modo imposible, había una única y luminosa flor dentro de la oscura empuñadura.
El barón Deguerre miró la flor del serbal en la espada, mandó buscar su caballo y partió de Blackthorne junto con sus caballeros sabiendo que no había debilidad alguna para explotar, y que tampoco la habría en el futuro. Ni siquiera él había descubierto jamás el modo de vencer al amor.
El señorío de Carlysle pasó a formar parte del castillo del Serbal, hogar de Ariane la Amada, una mujer cuyas manos arrancaban alegría de su arpa y cuyo don garantizaba que ningún niño vagara perdido y solo lejos de la seguridad del castillo.
La espada de Simón pasó a ser conocida como el Serbal después de que la mágica flor quedara atrapada en su negra empuñadura de cristal. Con el tiempo, el propio Simón pasó a llamarse el Señor del Serbal, ya que fue él quien descubrió lo que ni siquiera los Iniciados sabían…
El serbal sagrado era el espíritu de una dama nacida mucho tiempo atrás, una mujer cuyo rechazo a ver el amor le costó primero la vida de su amante, luego las vidas de su familia, su clan, su gente. Pero no su propia vida. No del todo. En misericordia y castigo, se convirtió en un árbol inmortal, un serbal que sólo llora ante un amor verdadero. Y sus lágrimas son flores que aseguran el amor y la pasión a quien puede verlas.
Cuando se hayan derramado lágrimas suficientes, el serbal será libre. El espíritu de la dama espera en el interior de un Círculo de Piedras sagrado que no se puede pesar, ni medir, ni tocar.
Espera un amor que merezca sus lágrimas. El serbal aún espera.