CAPITULO 04

Un alegre fuego proporcionaba calor y algo de fragante humo en la tercera planta del castillo del Círculo de Piedra. Los cortinajes del dosel del lecho estaban abiertos y un ceñudo Dominic le Sabré se sentaba junto a una mesa con carne fría, pan, fruta fresca y cerveza.

Su rostro tenía una expresión amarga que hubiera incomodado incluso a rudos guerreros. Tanto por su tamaño como por la joya glendruid que lucía en su manto, un antiguo broche de plata en forma de cabeza de lobo con claros y extraños ojos de cristal, su presencia era imponente.

Pensar en el matrimonio que tendría lugar en unas horas no había contribuido a tranquilizar a Dominic. El vinculo de afecto entre él y su hermano era mucho más profundo de lo que la sangre y las costumbres exigían.

- ¿Querías verme?-dijo Simón.

El ceño de Dorninic se desvaneció al mirar al alto y poderoso guerrero que se alzaba ante él. Simón tenía el pelo revuelto por el viento y su manto estaba echado hacia atrás, revelando la túnica escarlata con brocados púrpura y plata que Erik le había regalado.

Bajo las elegantes vestiduras había un cuerpo fuerte y preparado para la batalla. A pesar de ser el lugarteniente de Dominic, Simón nunca eludía los interminables entrenamientos de lucha que el lobo de los glendruid imponía a todos sus caballeros, incluido él mismo.

- Te ves especialmente en forma -aprobó Dominic.

- ¿Me has hecho venir corriendo desde el patio de armas hasta aquí arriba para saber si estoy en forma? -replicó Simón-. La próxima vez corre conmigo. Te harás una idea mejor de mi energía y mi aguante.

Dominic rompió a reír, pero su risa se desvaneció demasiado pronto y su boca volvió a formar líneas sombrías. Conocía a su hermano demasiado bien como para que su rápido ingenio desviara su atención por mucho tiempo.

- ¿Qué ocurre? -quiso saber Simón al observar la expresión de los ojos de Dominic-. ¿Tienes noticias de Blackthorne? ¿Algo va mal?

- Blackthorne está bien, y los cofres con la dote de Ariane aún permanecen guardados y sin abrir en la armería, protegidos por Thomas el Fuerte.

- Entonces, ¿por qué estás así? ¿Sven ha encontrado jinetes vikingos o sajones en las inmediaciones?

- No.

- ¿Dónde está Meg? ¿Erik, el atractivo hechicero, se las ha arreglado para embaucarla y apartarla de ti?

En aquella ocasión la risa de Dominic fue de pura diversión.

- Puede que Erik sea atractivo -reconoció-, pero mi esposa jamás podría separarse de mí, al igual que yo no podría separarme de ella.

Sonriendo, Simón admitió aquello que ya sabía con certeza: la lealtad de lady Margaret a Dominic era tan profunda como la suya propia.

- Me alegra que aceptaras a Meg como a una hermana -añadió Dominic-. Siéntate conmigo, hermano; come de mi plato y bebe de mi jarra.

Simón echó un vistazo a la delicada silla que estaba frente a Dominic y decidió traer un banco que reposaba contra la pared. Al sentarse, acomodó su espada sobre la cadera derecha. La gracia inconsciente de aquel gesto decía mucho de su habilidad con el arma.

- Claro que acepté a Meg como a una hermana -respondió Simón cogiendo la jarra de cerveza.

- Sin embargo, no sientes ningún aprecio por las hechiceras, independientemente de que hagan el bien o el mal.

Simón echó más cerveza en la casi vacía jarra, saludó a Dominic en silencio, y bebió. Tras unos cuantos tragos, dejó a un lado la jarra y miró a su señor con ojos negros como la noche.

- Meg arriesgó la vida para salvarte -le recordó a su hermano-. Eso hace que sea infinitamente valiosa para mi.

- Simón, el Leal -dijo Dominic con suavidad-. Hay pocas cosas que no hicieras por mí.

- No hay ninguna.

El matiz tajante en la voz de Simón no tranquilizó a Dominic, que volvió a fruncir el ceño. Cogió la jarra, se la bebió y volvió a llenarla.

- Me eras leal antes de luchar contra los sarracenos -reflexionó al cabo de unos segundos-, pero era un tipo de lealtad distinta.

- Somos hermanos.

- No -negó Dominic empujando la jarra de cerveza hacia Simón-, es más que eso.

El tono en la voz de su señor paralizó a Simón, que miró a su hermano con la jarra a medio camino hacia sus labios y se encontró con una mirada penetrante y tan fija como la de la cabeza de lobo de su broche.

- Es como si te sintieras responsable por el hecho de que el sultán me torturara -continuó Dominic.

- Lo soy -afirmó Simón con aspereza.

- ¡No! -negó Dominic-. Los hombres cayeron en aquella emboscada a causa de mi error.

- Fue la traición de una mujer la que nos metió en esa emboscada -le rebatió Simón sin emoción, dejando la jarra con brusquedad-. Marie embaucó a Robert, y luego le fue infiel con cualquiera que se le cruzara en el camino.

- No es la primera que lo hace y no será la última -sentenció Dominic-. Pero no podía dejar a una mujer cristiana a merced de los sarracenos, aunque hubiera vivido entre ellos desde que la secuestraran de niña.

- Ni tus caballeros lo hubieran permitido -señaló Simón sarcástico-. Todos han caído bajo su seducción.

Los labios de Dominic dibujaron una pequeña sonrisa.

- Sí. Sabe utilizar sabiamente su cuerpo en la cama, y la necesito para mantener a mis caballeros normandos lejos de las hijas de los sajones.

Reclinándose sobre la pesada silla de roble traída desde las estancias señoriales de Blackthorne, el lobo de los glendruid clavó unos penetrantes ojos grises en Simón.

- Llegó a preocuparme que hubieras caído en las redes de Marie -admitió tras unos segundos.

- Así fue durante un tiempo.

Dominic ocultó su sorpresa. Siempre se había preguntado hasta qué punto había sucumbido su hermano a la seducción de Marie.

- También intentó embaucarte a ti -apuntó Simón. Dominic asintió.

- Pero descubriste su frío juego antes que yo -añadió Simón.

- Soy cuatro años mayor que tú. Marie no era mi primera mujer.

- Tampoco la mía -resopló Simón.

- Las otras eran jovencitas con menos experiencia que tú. Marie era… -Se encogió de hombros-. Fue adiestrada en un harén para dar placer a su amo.

- Eso ya no importa. Marie ya no puede provocarme.

- Cierto -convino Dominic-. La vi intentarlo todo el camino desde Jerusalén a la fortaleza de Blackthorne. La rechazaste educadamente, pero hubieras aceptado antes a una serpiente que a ella. ¿Por qué?

La expresión de Simón cambió.

- ¿Me has mandado llamar para hablar de rameras, milord?

Transcurrido el tiempo de una respiración, Dominic aceptó que no conseguiría que Simón siguiera hablando de Marie.

_No -reconoció-. Quería preguntarte en privado sobre tu próximo matrimonio.

- ¿Se ha opuesto Ariane? -exigió saber Simón con brusquedad.

Dominic alzó las cejas de golpe.

- No -se limitó a decir.

Simón exhaló una respiración contenida.

- Excelente.

- ¿De veras? Lady Ariane no es muy proclive al matrimonio.

- Blackthorne no sobreviviría a la guerra provocada por el hecho de que Duncan, un guerrero escocés sin nombre, dejara plantada a una heredera normanda -afirmó Simón tajante-. Ariane será mi esposa a medianoche.

- Soy reacio a que te unas a una mujer tan fría -declaró Dominic.

El gesto en la cara de Simón era de ligera diversión. Con una velocidad y destreza que habrían puesto nervioso a más de un enemigo, extrajo su daga del cinturón y atravesó despreocupadamente un trozo de carne. Sus fuertes y blancos dientes se hundieron en el venado y masticaron.

Un instante después, la punta de la daga volvía a clavarse en otro trozo de carne y un breve movimiento de la muñeca de Simón lanzó la rebanada hacia Dominic, que la capturó con habilidad.

- Tu matrimonio no era mucho más cálido al principio-dijo Simón mientras su hermano comía.

Dominic sonrió levemente.

- Mi pequeño halcón era un digno adversario-concedió.

Simón se echó a reír.

- Casi te gana, hermano. Aún es así. Yo me conformo con menos pasión y más tranquilidad en mi matrimonio.

Los ojos grises del lobo de los glendruid sopesaron a Simón un tiempo. Más allá de los muros de piedra, un precoz viento invernal aullaba con tanta furia que agitaba los pesados cortinajes.

La estancia estaba lujosamente amueblada, ya que había sido diseñada para la señora del castillo del Círculo de Piedra. Ahora servía como residencia temporal de Dominic y Meg, señores de la fortaleza de Blackthorne. No obstante, ni siquiera los gruesos muros de piedra, los espesos cortinajes y los estrechos ventanales podían mantener a raya las heladas garras de una intempestiva tormenta.

- Eres un hombre apasionado -afirmó Dominic.

Los ojos de Simón adquirieron un tono aún más negro.

- Los muchachos se dejan controlar por la pasión -señaló-; los hombres no.

- Cierto, pero los hombres siguen siendo apasionados.

- ¿Por qué no me dices claramente la razón de que me hayas mandado llamar?

Dominic hizo una mueca. A pesar de que era el hermano mayor y señor de Simón, éste tenia poca paciencia para los consejos. Sin embargo, jamás había existido un caballero más leal. Dominic estaba tan seguro de aquello como del amor de su mujer.

- He descubierto que un matrimonio apasionado es algo por lo que merece la pena vivir -afirmó.

Simón gruñó y no dijo nada.

- ¿Disientes? -preguntó Dominic.

La impaciencia en el encogimiento de hombros de su hermano tenía su reflejo en la delgada línea de su boca.

- Si estoy de acuerdo o no es irrelevante -adujo Simón.

- Cuando me rescataste del infierno de ese sultán…

- Después de que te ofrecieras como rescate por mí y otros once caballeros -le recordó Simón.

- Era menos hombre -continuó Dominic ignorando la interrupción de su hermano.

- ¿En serio? -dijo Simón en tono mordaz-. Los pocos sarracenos que sobrevivieron a tu espada después de aquello deben sentirse aliviados.

La boca del lobo de los glendruid se tornó en una sonrisa tan dura como la de su hermano.

- No hablaba de mi habilidad en la lucha -aclaró Dominic.

- Excelente. Por un momento pensé que tu dulce esposa-bruja había conseguido nublarte la mente.

- Hablaba de mi falta de pasión.

Simón volvió a encogerse de hombros.

- Marie nunca se quejó de que te faltara algo antes de que se casara con Robert. Después de eso, se lamentaba amargamente de que no yacieras con ella.

El lobo de los glendruid profirió un sonido impaciente.

- Basta, hermano. Sé muy bien lo rápida que es tu mente.

Simón esperó.

- La lujuria es una cosa -dijo Dominic sin rodeos-. El amor, otra.

- Quizá para ti. Para mí, ambas significan una vulnerabilidad que un hombre no se puede permitir.

Dominic le dedicó una amplia sonrisa lobuna. Sabía bien lo que pensaba Simón respecto a los hombres que se dejaban atrapar por el amor. «Estúpidos» era la palabra menos insultante que le había oído usar.

- Pero no siempre ha sido así. Sólo desde que me torturaron en aquella maldita mazmorra sarracena.

- Nada de lo que aprendí en las Cruzadas me llevó a pensar que un hombre vulnerable fuera sabio -zanjó Simón.

- El amor no es una guerra entre enemigos; no hay que ganar o perder.

- En tu caso, es cierto -concedió Simón-. En el de otros hombres, no.

- ¿Qué hay de Duncan?

- Nada de lo que he visto de Duncan me recomienda el amor -respondió Simón sereno. Dominic pareció sorprenderse.

- Por Dios -masculló Simón-. ¡Duncan estuvo a punto de perder la vida en ese maldito lugar sagrado en el que encontró a Amber!

- Pero no murió. El amor era más fuerte.

- ¿Amor? -se mofó-. Duncan casi prefirió morir antes de permitir que le venciera el amor.

El lobo de los glendruid miró con afecto a su atractivo hermano rubio, al que amaba por encima de cualquier cosa salvo su esposa, Meg.

- Estás equivocado -afirmó finalmente-. Al igual que lo estaba yo al salir del infierno de aquel sultán.

Simón empezó a protestar, sin embargo, se lo pensó mejor, y sólo se encogió de hombros.

- Sí -dijo Dominic-, sabes de qué hablo. Tú fuiste el primero en ver la diferencia en mí. Perdí gran parte de mi humanidad en aquellas mazmorras.

De nuevo, Simón no discrepó.

- Meg trajo calidez a mi alma -continuó Dominic-. Y entonces, me di cuenta de algo que me ha preocupado desde entonces.

- ¿La debilidad? -preguntó Simón irónico.

Una sonrisa de lobo brilló y se desvaneció.

- No. Tú, Simón.

- ¿Yo?

- Sí. Como yo, perdiste gran parte de tu humanidad en tierras sarracenas.

Simón se encogió de hombros.

- Entonces, la heredera normanda y yo nos parecemos.

- Eso es lo que me preocupa -adujo Dominic-. Os parecéis demasiado. ¿Quién traerá calidez a tu alma si te casas con Ariane?

Simón pinchó otro trozo de carne.

- No te preocupes, hermano. La calidez no supondrá un problema para mí.

- ¿No? Pareces estar bastante seguro.

- Lo estoy.

- ¿Y cómo piensas lograr ese milagro? -preguntó Dominic con escepticismo.

- Forraré mi manto con pieles.