CAPITULO 22

El señor de Blackthome lanzó una mirada plateada a Meg que negó con la cabeza.

- El número de hijos que tendrás lo decidirá Dios -afirmó Dominic-. Y yo decido quién de entre mis caballeros defenderá feudos para mí… y quién poseerá la tierra, no debiéndome nada excepto la lealtad de un buen aliado.

La sonrisa que Dominic dedicó a Simón casi hizo llorar a Ariane. El amor entre ambos hermanos era más que evidente y la joven entendió de pronto por qué su esposo era tan leal a aquel hombre, señor, hermano y amigo en uno.

- El señorío de Carlysle -anunció Dominic- se convertirá en el castillo de Carlysle. Y tú, hermano, serás el señor y único propietario de todas sus tierras.

La respiración de Simón volvió con un sonido audible.

- Lo habría hecho antes -se disculpó Dominic-, pero no tenía suficiente riqueza para dividirla entre dos castillos. Como esposo de Ariane, ahora tienes el mismo poder que yo.

- Es demasiado -protestó Simón en voz baja-i No lo merezco.

- No hay otro hombre sobre la tierra que lo merezca más que tú, Simón el Leal -afirmó Dominic riendo y abrazando con fuerza a su hermano.

- Pero…

- Si no hubieras reagrupado a los caballeros -insistió el señor de Blackthome, haciendo caso omiso de la interrupción-, yo habría muerto en la prisión del sultán.

- ¡No hice nada! ¡Tú pagaste mi rescate con tu propio cuerpo!

- Si no fuera por ti -añadió Dominic volviendo a ignorar a su hermano-, estaría preparándome para una guerra derivada del rechazo de la hija de Deguerre.

- Sí, pero…

- Ven -le instó, cogiendo a Simón del brazo-. Vamos a comprobar la generosidad de Deguerre y luego hablaremos sobre lo que necesitarás para hacer de Carlysle un castillo seguro y rentable.

Un poco aturdido, Simón permitió que un satisfecho Dominic lo guiara hacia la armería de la fortaleza. Sonriendo, Meg esperó a que Ariane los acompañara.

La joven normanda dejó con cuidado el arpa sobre una mesa. Al volverse hacia Meg, la luz de un candelabro cercano bailó y titiló sobre el mango de la enjoyada daga que llevaba en el cinturón que rodeaba sus caderas. Un destello de amatistas respondió resplandeciendo en la muñeca y el cuello femeninos.

Ambas mujeres se apresuraron a salir del salón y sus largas faldas susurraron sobre el suelo del castillo. Las joyas de oro tañían con suavidad con cada paso que Meg daba.

A medida que la sanadora y Ariane descendían por las escaleras, la luz de los candelabros era sustituida por antorchas colocadas en sus correspondientes soportes a lo largo de los muros. Una pequeña brisa hacía oscilar y bailar las llamas de las antorchas, proyectando inquietantes sombras que se deslizaban sobre las piedras.

La armería estaba cerca de los barracones, ya que los soldados protegían tanto las costosas armas como el pozo que proporcionaba agua al castillo. En Blackthome, la armería, con su puerta de hierro y sus inexpugnables muros de piedra, también servía para guardar las riquezas de la fortaleza.

Como era frecuente, Marie, viuda de Robert el Cornudo, estaba cerca. Sir Thomas, el caballero a cargo de la armería, era su favorito entre los guerreros guarnicionados en el castillo. A excepción, por supuesto, de Dominic y Simón.

- Milord -saludó Marie inclinándose ante Dominic en una reverencia al estilo sarraceno-. Os vemos muy poco.

La luz sensual en los oscuros ojos y el enronquecimiento de la voz femenina tenían como misión hacer saber a Dominic que, sí se cansaba de su esposa glendruid, Marie estaba dispuesta a satisfacer cualquiera de sus deseos.

Meg sonrió con genuina diversión. Ella y Marie habían alcanzado un acuerdo: Marie dejaría de acechar a Dominic y reservaría sus artimañas de harén para hombres solteros, o Meg se aseguraría de que la joven acabara de ramera en Londres.

- A vos también, Simón -murmuró Marie sonriendo bajo sus largas y negras pestañas-. Es triste que un hombre tan generosamente dotado nos honre tan poco con su… presencia.

Sus labios rojos hicieron un pequeño mohín sólo para transformarse después en una sensual sonrisa dedicada a Simón, y sólo a Simón. Sin vacilar, Marie se acercó a él, se alzó de puntillas y lo besó en los labios.

En un primer instante, Simón se tensó como si le hubieran dado una bofetada, luego relajó las manos y aceptó el beso de Marie con una naturalidad que implicaba gran familiaridad.

Ariane observó la escena mientras pensaba lo hermosa que quedaría su daga en el pecho de aquella ramera.

- Enhorabuena por vuestro excelente matrimonio, milord - dijo Marie con un matiz en la voz claramente sensual cuando Simón puso fin al beso.

Sonriendo, la astuta mujer dejó que sus pequeñas manos se deslizaran por el corpiño de su vestido para detenerse en sus rotundas caderas, haciendo que la seda roja, un regalo de despedida de Dominic, resplandeciera con fuerza a la luz de las antorchas.

- Gracias -contestó Simón alejándose de ella.

A Ariane no le pareció que hubiera demasiada distancia entre ellos. Cada vez que Marie respiraba hondo, y daba la impresión de que no respiraba de otro modo, sus pechos casi rozaban a Simón.

- Espero que no olvidéis a los viejos amigos que lo compartieron… todo… con vos en la Guerra Santa -le tentó Marie.

- No olvido nada -afirmó Simón con suavidad.

Marie bajó las pestañas un momento, ocultando sus ojos.

Cuando volvió a mirar a Simón, sus labios brillaban, húmedos, y tenía los ojos entrecerrados. Las endurecidas cimas de sus senos eran evidentes a través de la seda roja.

- Yo tampoco -murmuró Marie.

- Marie -intervino Meg tajante-. ¿Recuerdas nuestro acuerdo?

- Sí, lady Margaret.

- Simón también está casado.

- Sí, milady. -Marie sonrió y miró de soslayo a Ariane antes de hablar-. Pero todo el mundo sabe que a su esposa no le importa quién le caliente la cama, mientras no tenga que ser ella.

- Eso no es cierto -negó Ariane rotunda.

La sonrisa de Marie decía que no la creía.

- Me alegro -murmuró, dirigiéndose a Simón-. Es una pena desperdiciar un cuerpo tan fuerte y poderoso.

Sin previo aviso, los dedos de Marie fueron directamente de los lazos del cuello de la camisa de Simón a los de sus pantalones. Pero la mano de Simón emergió con una rapidez asombrosa, evitando que los inquietos dedos femeninos alcanzaran su objetivo.

- Ah, Simón -suspiró Marie con voz ronca, inclinándose hacia él-, me alegro de que estés satisfecho con tu matrimonio. Eres el mejor hombre que he tenido.

Antes de que Ariane pudiera hablar, lo hizo Simón.

- Thomas -dijo en tono neutro.

- ¿Sí? -respondió el aludido con una sonrisa.

Simón miró a la hábil ramera cuyos dedos se deslizaban ahora por su muñeca, acariciando la sensible piel como si fuera su amante, no un hombre cuya paciencia estaba a punto de agotarse.

Sus labios se distendieron en una lenta sonrisa, pero sólo Marie estaba lo bastante cerca para ver que sus negros ojos carecían por completo de calidez o humor.

- Llévate a tu amante de aquí -le ordenó Simón a Thomas con voz tranquila-, antes de que mi esposa decida dónde clavarle la daga que tiene en la mano.

Ariane miró su mano derecha. La empuñadura con amatistas de la daga brillaba entre sus dedos. La hoja estaba brillante, resplandeciente y visiblemente afilada.

No recordaba haber sacado la daga de su vaina.

- Quizá -propuso Meg, divertida-, Marie haría bien en aceptar un pacto con Ariane igual que el mío.

Marie miró la daga y luego a Ariane. Sorprendentemente, se echó a reír.

- Sí -convino Marie-. Quizá debería.

- ¿Qué acuerdo es ése? -preguntaron Dominic y Simón al unísono.

Marie guiñó un ojo a Dominic, miró de soslayo a Simón, sugerente, y luego se volvió hacia Ariane.

- Dejaré de provocar a vuestro esposo -prometió.

Rígida, Ariane asintió.

- Pero -aclaró Marie-, debo mi lealtad a lord Dominic y a su hermano. Si cualquiera de ellos me desea, en cualquier momento, seré suya todo el tiempo que pueda retener su atención.

Dominic y Simón intercambiaron una breve mirada.

- Está en la naturaleza de los hombres cansarse de una sola mujer -explicó Marie como sí se tratara de un hecho-. Cuando Dominic y Simón me reclamen, ni las maldiciones glendruid ni las dagas enjoyadas me mantendrán alejada de sus lechos. Ellos son los señores, no yo, ni tampoco lady Margaret o lady Ariane.

- Marie -intervino Dominic son suavidad-. Cuando tu esposo murió en Tierra Santa juré protegerte hasta tu muerte; pero no te di permiso para que molestaras a las señoras del castillo.

Marie hizo una gran reverencia ante las dos mujeres.

- Si os he ofendido, me disculpo. Me crié en un harén y veo el mundo de un modo distinto.

- Thomas -llamó Dominic.

- ¡Sí, milord! -El caballero era recio como un roble, poco reflexivo, de temperamento afable, y célebre por su energía entre los muslos de una mujer.

- Usa tu fuerza para satisfacer a Marie -le ordenó Dominic.

- ¿Ahora, milord?

- Ahora.

- Será un placer, milord.

Una de las enormes manos de Thomas descendió sobre las nalgas de Marie dándole una sonora palmada de camaradería. Luego, de pie detrás de ella, presionó con delicadeza sus nalgas con los dedos.

Marie respiró hondo y se giró lentamente hacia su amante, aprovechando para frotar el trasero contra él. La sonrisa que el caballero le dirigió era la de un hombre que anticipaba lo que iba a ocurrir.

Sin una palabra, Thomas levantó a Marie con un grueso brazo y ella rodeó las musculosas caderas del guerrero con las piernas. La posición les resultaba obviamente familiar a ambos, porque Thomas se alejó de la armería sin vacilar.

Marie se recostó contra él, arañó su cuello, y puso sus manos a trabajar en todos los cierres a su alcance.

Muy pronto, la pareja desapareció de la vista de todos, dejando atrás sólo la aguda, extraña y dulce risa de Marie recorriendo el pasaje de piedra. Después desapareció incluso aquello, como si un beso le hubiera puesto fin.

- Que Dios guarde a Thomas -murmuró Dominic.

- Así sea -contestó Simón antes de volverse para mirar a su esposa de un modo intenso y enigmático.

Ser consciente de que Ariane sentía celos de Marie le satisfacía enormemente; más incluso que el hecho de que la joven embistiera con su pequeña y fuerte yegua contra un caballo de guerra por él.

Ariane casi había muerto por salvarle la vida a Simón y ahora se había mostrado dispuesta a usar la daga con una mujerzuela que lo deseaba.

Clamaba por sus caricias cuando él la visitaba en sus sueños.

Pero despierta, sin embargo, lo rechazaba.

Distante, Simon se preguntó si habría existido alguna vez algún hombre que comprendiera a las mujeres.

Incluso un hombre Iniciado.

- Puedes guardar la daga, ruiseñor.

Los ojos de Ariane se agrandaron al mirar a su esposo. Una corriente de calor la recorrió al oír el apodo cariñoso y al ver el brillo especulador en los ojos de Simón.

- ¿O piensas clavármela a mí? -preguntó, educado.

A la joven le ardieron las mejillas y envainó el arma con un rápido movimiento,

- Excelente -aprobó Simón-. Vamos progresando, creo.

Con una risa ahogada, Dominic se volvió para enfrentarse al enorme candado que cerraba la armería. Momentos después, la cerradura cedió con el rechinar estruendoso del hierro. Mientras la puerta se abría, un delicado aroma a especias se esparció por el aire.

- Antorchas -ordenó Dominic.

Simón tomó dos de sus soportes en los muros y le ofreció una a Dominic mientras entraba en la oscura armería. Después hizo un gesto para que las mujeres le precedieran. Primero entró Meg, y luego Ariane.

Cuando pasaba a su lado, Simón se movió con rapidez de modo que Ariane tuviera que rozar su cuerpo. Era un movimiento inesperado, desconcertante, y la joven se apartó antes de saber lo que había hecho. La sonrisa que Simón le dirigió entonces fue la de un hombre que había hecho una apuesta consigo mismo… y que había ganado. La mirada de sus ojos decía que no disfrutaba ganando ese juego en particular. Ariane extendió la mano de forma instintiva para tocar su brazo, pero Simón se apartó deliberadamente.

- Prefiero la honestidad de tu primera respuesta -susurró demasiado bajo para que los demás lo oyeran.

- ¡Eres tan malditamente rápido! Me has sobresaltado, eso es todo.

- No lo creo.

- Simón, ¿dónde estás? -inquirió impaciente Dominic sin mirar atrás.

- Aquí.

- No pareces ansioso por ver tus riquezas,

- No necesito verlas; puedo olerlas -respondió Simón.

Dominic se echó a reír.

- Es cierto, sobre todo la pimienta.

Meg olfateó el aire, respiró profundamente, y luego frunció el ceño.

- ¿Qué ocurre? -preguntó Dominic de inmediato.

La sanadora dudó, volvió a respirar hondo y movió la cabeza, confusa.

- El olor es demasiado tenue para la cantidad de especias que deberían contener estos cofres-contestó al fin-. Aunque quizá se deba a que están bien sellados.

- Quizá las especias lleven demasiados años guardadas -sugirió Dominic-. El aroma desaparece con el tiempo.

- Son frescas -indicó Ariane-. El administrador no dejaba de quejarse sobre el costo de enviar especias de la mejor calidad a estas tierras tan incivilizadas.

- Qué extraño -comentó Dominic.

- En absoluto -replicó Ariane en tono seco-. El barón Deguerre sólo se muestra generoso con sus caballeros, y aun así se queja de lo que le cuestan. Para mi padre no soy más que una hija obligada a casarse con un extranjero que él no escogió.

- Entonces debería complacerle el hecho de que te hayas casado con un normando -adujo Dominic.

- ¿Complacido? ¿Por su hija? -Ariane rió sin humor-. Sería la primera vez, milord.

Dominic barrió con la antorcha la armería. La llama se reflejó en las incontables armas colgadas de los muros, en las cotas de malla que colgaban de sus soportes de madera y en los yelmos y guanteletes apilados en orden en las estanterías.

En una esquina había diecisiete cofres ordenados por tamaño. El aire del mar y el abandono habían deslucido sus juntas de latón, pero las cerraduras estaban bien engrasadas y todavía brillaban.

Dominic dejó la antorcha en un soporte, buscó bajo su manto y sacó una gran bolsa que contenía distintas llaves y un pergamino enrollado. El manuscrito detallaba el contenido de las arcas de la dote, así como otros aspectos del contrato nupcial. El grueso sello de cera que figuraba al final del documento se repetía en las tapas de todas las arcas, de modo que fuera imposible abrir el arca sin romper d sello.

- Primero las sedas -dijo Dominic-. ¿Las has visto, Ariane?

- Sí, milord. Son de gran calidad y de colores que rivalizan con el arco iris. Algunas son casi transparentes y otras tienen bordados tan magníficos que podría decirse que se ha tejido seda sobre seda hasta conseguir que el material pudiera sostenerse en pie por sí mismo.

- Buenas sedas, ciertamente -murmuró Dominic.

- Si Simón está de acuerdo -continuó Ariane-, me gustaría regalar algunas a lady Amber por su amabilidad para conmigo, y hay una verde que combinaría a la perfección con los ojos de lady Margaret.

- Hecho -concedió Simón al instante.

- No es necesario -replicó Meg.

- Gracias -dijo Dominic sobre las palabras de su esposa-.Me gusta ver a Meg vestida de verde.

- Me temo que la tela es demasiado fina para un uso ordinario -advirtió Ariane-. Por lo que pude oír de una conversación de mi padre con sus caballeros, es más adecuada para un harén que para un frío castillo inglés.

Una sonrisa sensual distendió las severas líneas del semblante de Dominic.

- Espero con ansia esa tela en particular -comentó-. Las concubinas del sultán llevaban ropas muy… mmm… intrigantes.

Sacudió la bolsa de las llaves mientras hablaba, haciendo que éstas cayeran con estruendo y un repicar metálico sobre una repisa de piedra junto a los guanteletes de guerra. Seleccionó una y se dirigió hacia el arca más grande. A duras penas, la cerradura se abrió. El sello se rompió un momento después y, con un chirrido de bisagras de bronce, Dominic levantó la tapa y miró en el interior.

- ¡Dios santo! ¿Qué es esto? -masculló-. Simón.

Al oír su nombre, Simón se acercó al lado de Dominic y echó un vistazo al arca. La luz de la antorcha mostraba sacos de un grueso material. Con una velocidad que hizo parpadear a Ariane, su esposo sacó su daga y abrió una de los sacos, derramando harina toscamente molida. Tomó un puñado, hizo que se deslizara entre sus dedos y la olfateó. Con un gruñido de desagrado, abrió la mano y dejó que su contenido se derramara sobre el suelo de piedra de la armería.

- Está podrida -se limitó a decir.

- ¿La seda? -preguntó Ariane. La amplia espalda de Simón le impedía ver el contenido del arca.

- Harina -corrigió Simón.

- ¿Y la seda? -inquirió Ariane, asombrada.

- No la hay en este cofre -respondió Dominic irguiéndose-. El resto de los sacos contiene tierra en lugar de harina.

Con un sonido roto, Ariane se abrió paso entre los dos hombres y miró el sello roto antes de observar con detenimiento el arca.

- ¿Estaba intacto el sello?

- Sí -confirmó Dominic.

- No lo entiendo. Vi cómo el administrador de mi padre llenaba las arcas.

- Las arcas se parecen mucho unas a otras -señaló Dominic.

- Quizá ha habido un error.

Simón no dijo nada, sólo tomó una llave del montón y buscó la cerradura correcta, que pertenecía a un arca más pequeña. Insertó la llave, rompió el sello y levantó la tapa. El aroma a canela y clavo flotó en el aire.

Al ver el contenido, Simón permaneció en silencio.

- ¿Y bien? -quiso saber Ariane.

- Arena -respondió Dominic, seco.

- ¿Cómo dices? -preguntó.

- Arena -repitió Dominic.

- Pero antes había canela -dijo Simón-. Y clavo. La madera está impregnada de esos aromas.

- No lo entiendo -musitó Ariane. Pero su tono indicaba que, en realidad, temía, y mucho, entenderlo.

En medio de un ominoso silencio, Dominic y Simón abrieron el resto de las arcas. El chirriar de una tapa venía seguido de una única y concisa palabra para describir el contenido sin valor que sustituían a gemas y oro, plata y sedas, pieles y especias.

- Piedras.

- Arena.

A cada juramento en sarraceno le seguía una descripción más inteligible del contenido del arca.

- Harina podrida.

- Rocas.

- Tierra.

Ariane se mecía y se tapaba los oídos para no tener que oír la terrible verdad. Traicionada.

Cuando la última arca fue abierta, Dominic examinó con mirada ceñuda el contenido: rocas de lastre que aún olían a mar. Sus ojos se asemejaban a plata líquida y la cabeza de lobo de su manto parecía gruñir cuando se volvió para enfrentarse a Ariane.

- Parece que hay discrepancias entre la dote prometida por el barón Deguerre y la recibida -señaló con suavidad.

- Así es -convino Ariane en tono herido.

Aunque Dominic esperaba, la joven no añadió nada más.

- ¿Qué tenéis que decir, lady Ariane? -insistió el señor de Blackthorne con brusquedad.

- He sido traicionada de nuevo.

La desolación de Ariane conmovió a Dominic a pesar de su enfado, como también ver los temblorosos dedos femeninos buscando el arpa que había dejado atrás.

- Da la impresión de que el barón intenta provocar una guerra -reflexionó.

Si Ariane lo oyó, no respondió.

- Sí -intervino Meg tensa, con sus pequeñas manos convertidas en puños-. ¿Pero qué gana con un acto tan deshonroso?

- Verse libre de una alianza que nunca buscó -respondió Dominic.

- Pero ha roto sus votos -insistió Meg-. Seguro que la deshonra a ojos de sus iguales le cuesta más que unas cuantas arcas de especias y oro.

- Al igual que yo, el administrador supervisó que esas arcas se llenaran, se sellaran y se pusieran bajo la protección de los mejores caballeros de mi padre -intervino Ariane sin emoción en la voz-. Los mismos caballeros que custodiaron la dote hasta la fortaleza de Blackthorne.

- En otras palabras, si reclamo que no hay dote, estaré declarando la guerra -resumió Simón.

- Una guerra que Deguerre estaría en posición de ganar porque creía que, sin la dote, Duncan de Maxwell no dispondría de recursos para pagar a sus caballeros -aventuró Meg.

- Y el rey Henry no se mostraría dispuesto a entrar en guerra por unas posesiones que, en cualquier caso, algunos creen que pertenecen al padre de Erik -concluyó Dominic, volviéndose hacia Ariane-. Tú padre apuesta por ganar una batalla en la que no intervendría el rey Henry.

- Sería muy propio de mi padre -admitió Ariane, su voz llana, sin emoción-. Es muy hábil encontrando debilidades donde otros sólo ven fuerza. Por eso lo llaman Charles el Astuto.

- Entonces no diremos nada -decidió Simón.

- ¿Qué? -rugió Dominic-. No podemos…

- No tengo queja con la dote de mi esposa -aseguró Simón tajante.

El silencio se adueñó de la armería.

La amarga sonrisa de Ariane brilló un instante a la luz de la antorcha. Las lágrimas que no había derramado cuando despertó avergonzada y deshonrada a manos Geoffrey amenazaban ahora con sofocarla.

- Simón -susurró-, habría sido mejor que me mataras cuando te brindé la posibilidad.

Los ojos del guerrero se entrecerraron, pero no dijo nada.

- Habéis sido traicionados a través de mí -afirmó Ariane-. No importa lo que luchemos; el barón Deguerre ganará.

- Explícate -la urgió Dominic-. Y hazlo con mucho cuidado.

- Mi padre anticipó debilidad y división, pero no lealtad.

Dominic miró de soslayo a su hermano, que observaba a Ariane con oscuros ojos carentes de emoción.

- Él creía que yo moriría en mi noche de bodas -susurró la joven normanda.

- Maldita sea. ¿Qué quieres decir? -exigió saber Dominic.

Ariane se volvió hacia Meg.

- Ésta es la verdad que tanto buscabas, lady Margaret, espero que te complazca.

- No -suplicó Meg, intentado detener a Ariane.

Llena de angustia, la joven normanda siguió hablando, sorprendida de poder sentir aún dolor.

- Mi padre viene a la fortaleza de Blackthome esperando comenzar una guerra con el pretexto de vengar mi muerte a manos de mi esposo.

- Entonces se llevará una decepción -señaló Simón en tono neutro-. Estás viva.

- Sí, ¿pero seguiré viva cuando descubras que llegué deshonrada a tu lecho?

Simón se quedó paralizado.

- ¿Lo sabías, hermano? -inquirió Dominic, tenso.

- Nuestro matrimonio no se ha consumado -dijo Ariane-, y yo juraré ante un sacerdote. Una anulación…

- No -la interrumpió Simón-. No tengo queja con mi matrimonio, así que no hay razón para una anulación ni para una guerra.

- Maldición -bramó Dominic-, ¿y qué hay de tu honor?

- Perdí mi honor en el momento en que yací con la mujer de otro hombre en Tierra Santa.

- ¿Marie? -preguntó Dominic.

- Sí. Es a mí a quien el esposo de Marie vio salir a hurtadillas de su tienda. Por eso Robert llegó a aquel pacto con el sultán. Yo soy la razón de que fuéramos traicionados y de que te encerraran en una mazmorra.

- Simón, no fuiste tú -masculló Dominic-. ¡Fue Robert!

- Yo me hago responsable, y Dios también.

- Eso no lo sabes.

- Sí lo sé. ¿No ves el castigo que Dios me ha preparado?

- No veo nada excepto…

Simón siguió hablando, deseando que su hermano entendiera que lo ocurrido en Tierra Santa por fin estaba siendo saldado. No tenía nada que objetar a aquel pago.

- Me casé buscando fortuna, una mujer bella y herederos -le explicó con calma-. La fortuna no existía, los herederos jamás serán concebidos, y, por su expreso deseo, Ariane duerme sola cada noche. Sí, sin duda mi esposa es un castigo adecuado a mis pecados de lujuria y adulterio.

- Pero…

- Si hubiera sido al contrario, si hubieras cedido a la seducción de Marie y como consecuencia yo hubiera sido torturado a manos del sultán… -susurró Simón para que sólo su hermano pudiera oírlo-, ¿no te sentirías como yo?

Dominic abrió la boca para hablar, pero la cerró y asintió pesaroso, consciente de que sus sentimientos serían los mismos.

- Eres mi hermano -dijo con suavidad-, y te quiero.

- Como yo a ti, Dominic.

Los labios de Simón dibujaron una amarga mueca, reflejo de todo el dolor acumulado desde que su deseo por una mujer casada casi le costara la vida a su hermano.

- AI menos, cuando muera no tendré que pasar mucho tiempo en el infierno -añadió-. Mi infierno ha llegado en vida y su nombre es Ariane.