CAPITULO 13
En cuanto Ariane oyó el grito de Simón, tiró de las riendas para que la yegua retrocediera. La joven osciló sin esfuerzo en la silla mientras miraba atentamente hacia abajo, hacia el nebuloso sendero que tenía delante.
Una mirada lo dijo todo. Robles dispersos y hierba, un lago atravesando los claros entre la niebla, y dos grupos de proscritos espoleando sus caballos hacia Simón. El más cercano de los rebeldes estaba a algo más de un kilómetro de Ariane, y tan sólo a unos doscientos metros de su esposo. Los dos proscritos más rápidos llevaban yelmos de guerra antiguos y montaban caballos como el de Simón, animales de largas patas adecuados para cazar, no para el campo de batalla.
Sin embargo, a unos cien metros, había tres proscritos más con cota de malla de la cabeza a los pies. Incluso sus caballos llevaban el pecho y la grupa protegidos para la batalla. Aunque se trataba de caballeros, sus escudos y lanzas carecían de los colores o símbolos de señor alguno.
Simón no hizo el menor intento de huir de los caballeros renegados. Mantuvo quieta a su montura con firmeza, protegiendo la colín. Protegiendo a su esposa.
Ante los horrorizados ojos de Ariane, el primero de los dos proscritos se abalanzó sobre Simón, espada en alto, listó para asestar un golpe mortal. La joven gritó el nombre de su esposo, pero el sonido se perdió en el batir de acero contra acero cuando Simón encontró la espada del proscrito, partiéndola en dos y alcanzando también carne y huesos, mucho más vulnerables.
El atacante cayó ensangrentado y maltrecho sobre la hierba. Asustada, su montura se alejó al galope entre los árboles. El segundo proscrito vociferó una maldición y se lanzó contra Simón, que hizo girar su montura para encontrar el golpe del asaltante. Luego, con una velocidad que el ojo apenas podía seguir, soltó las riendas e hizo oscilar su espada con ambas manos.
El segundo proscrito murió incluso más rápido que el primero. Tres renegados más espolearon a sus caballos de batalla, que, pasando de trote pesado a medio galope, devoraban la distancia que los separaba de Simón.
- jHuye, Simón! -grito Ariane-. ¡Tu caballo es más rápido! La breve batalla había separado aún más a Simón de Ariane, y el guerrero no pudo oír sus gritos. Sólo oía a los rebeldes acercándose, atronadores, con cada latido de su corazón. Simón los esperó inmóvil; una mano firme en la rienda, la otra aferrando su pesada espada.
Mientras lo hacía, deseó poder contar con la increíble fuerza de Dominic, o con la de Duncan de Maxwell. Pero Simón contaba con su rapidez, su inteligencia y la imperiosa necesidad de proteger a la joven de ojos violeta que el destino había puesto bajo su custodia.
La fusta de Ariane silbó en el aire y alcanzó los cuartos traseros de la yegua. Antes de que el sorprendido animal pudiera recobrarse, el brazo de la joven se elevó y volvió a caer de nuevo.
La yegua inició entonces un pesado medio galope, sorteando árboles y rodeando peñas. La joven galopaba colina abajo, hacia su esposo, no hacia la seguridad que encontraría en el castillo del Círculo de Piedra.
Concentrado en sus atacantes, Simón se mantuvo de espaldas a la pendiente. No había duda de que los renegados iban a atacar conjuntamente a pesar de que Simón no contaba con armadura ni con un caballo de batalla para defenderse.
Lo superaban en número ampliamente. Simón estaba perdido y lo sabía. Aún peor, no estaba seguro de poder vivir lo suficiente para dar a la pesada yegua de Ariane tiempo suficiente para alejarse y alcanzar la seguridad del castillo del Círculo de Piedra.
Tenso, Simón esperó buscando con la mirada cualquier debilidad en el trío que cargaba contra él. Uno de los caballeros se estaba quedando atrás. Otro de los hombres, el más grande de los tres encabezaba la carga, obviamente ansioso por matar. El más pequeño de los renegados montaba de modo extraño, protegiendo sus costillas como si hubiera sufrido un golpe reciente en su lado izquierdo. Quienquiera que luchara contigo la última vez vendió cara su piel, pensó Simón, sombrío. Debía llevar armadura.
Con la lanza nivelada, el más ansioso de los atacantes gritó anticipando la victoria mientras espoleaba su caballo contra Simón. Con rienda dura y presión implacable de sus poderosas piernas, Simón mantuvo inmóvil a su montura. En el último instante, tiró de las bridas e hizo girar a un lado a su caballo sobre las patas traseras, de modo que el corcel enemigo pasó de largo como una avalancha sin poder atacar a Simón. El renegado tiró de las tiendas de inmediato tratando de dar la vuelta, pero eso le dejaba fuera de la batalla un minuto o dos.
Simón no tuvo la oportunidad de saborear su pequeña victoria estratégica. El más pequeño de los renegados ya estaba sobre él. Una vez más, Simón forzó a su montura a esperar y luego la espoleó hacia delante con tanta rapidez que grandes trozos de tierra saltaron bajo los cascos del caballo.
El renegado esperaba aquella maniobra, por lo que había frenado para contrarrestarla. Aun así, la velocidad de Simón y la agilidad de su montura los mantuvieron a salvo de la letal lanza del enemigo.
En lugar de retirarse, Simón urgió a su caballo hacia adelante. Como había previsto, ahora estaba a la izquierda del atacante, el lado que el proscrito había intentado proteger con tanto cuidado.
Un corto golpe de revés fue todo lo que Simón logró asestar desde la silla de su no entrenada montura, Pero fue suficiente. La gran espada de Simón cayó pesadamente sobre las costillas del renegado y aunque la cota de malla detuvo el filo de la espada, no detuvo la fuerza del golpe. El proscrito gritó de dolor y rabia, dejó caer su lanza y se dobló sobre la silla.
Antes de que Simón pudiera aprovechar la ventaja, el último de los tres caballeros llegó hasta él al galope. Simón vio que el primer caballero se las había arreglado para completar el amplio giro, que el segundo estaba fuera de combate, y que el tercero planeaba hacerle chocar contra el caballo del segundo caballero.
Simón instó a su montura a que avanzara para esquivar al tercer caballero sin acercarse más al primero, el caballero sediento de sangre que ahora cargaba de nuevo contra él. Esquivar el tercer corcel no fue difícil, ya que el animal tenía herida la pata izquierda trasera. Pero el caballo de Simón no pudo apartarse lo bastante rápido como para escapar completamente de la carga del primer caballero.
En un último y desesperado intento por evitar la letal lanza. Simón tiró con fuerza de las riendas hacia atrás y hacia arriba a la vez, clavó las espuelas en su montura. El caballo retrocedió, indómito, ¿guiándose sobre las patas traseras. Era una maniobra habitual para los caballos de guerra, pero totalmente inesperada para un animal no entrenado.
Uno de los cascos golpeó la lanza del primer atacante con una fuerza devastadora, y el enorme caballero gruñó cuando dejó caer la terrible arma.
Sin embargo, incluso antes de que la lanza golpeara el suelo, Simón supo que su suerte se había agotado. Para cuando el caballo tuviera las cuatro patas en el suelo de nuevo, tendría al tercer caballero encima. No habría espacio para maniobrar, ni tampoco salida.
El único consuelo de Simón era saber que había conseguido darle tiempo suficiente a Ariane para ponerse a salvo.
Sin compasión, Simón tiró del bocado y obligó a su caballo a girar para afrontar la muerte que sabía que llegaría en pocos segundos, cuando el arma del renegado descendiera sobre su desprotegida espalda.
Sin embargo, lo que Simón vio al girarse no fue la muerte, sino a Ariane dirigiéndose a pleno galope hacia el tercer caballero. Su pelo negro ondeaba como un estandarte del propio infierno y su boca abierta gritaba su nombre.
Justo antes de que la espada del líder de los renegados partiera en dos el cráneo de Simón, la pesada yegua de Ariane chocó de costado contra el corcel del tercer proscrito. La pata trasera dañada cedió, convirtiendo a monturas y jinetes en un amasijo de peligrosos cascos herrados y cuerpos frágiles.
A pesar de todo, mientras el caballero derribado caía, sacó su daga y se giró hacia el causante de su caída sin importarle que se tratara de una joven desarmada.
El propio caballo de Simón se tambaleó y cayó de rodillas, pero él ya se había liberado de los estribos y cayó al suelo tal y como había entrenado toda su vida, de pie, corriendo, blandiendo la pesada espada como si no pesara nada.
La ancha hoja descendió sobre el tercer caballero en el mismo instante en que su daga se hundía en Ariane. El yelmo del renegado le salvó la vida, conteniendo el golpe de Simón.
Ariane no contaba con esa protección y gritó al sentir el abrasador filo del acero enemigo abriéndose camino en su carne.
Una pesada nube roja de rabia nubló entonces la mente de Simón. Su espalda silbó en el aire mientras descendía por encima de su cabeza para partir al atacante en dos, sin importar la armadura que le cubría.
Antes de que la espada alcanzara su objetivo, un puño de malla cayó sobre Simón desde detrás, derribándolo a un lado. Si no hubiera sido un golpe con la mano izquierda, habría dejado a Simón inconsciente, pero sólo logró aturdirlo.
Instintivamente, se volvió para ver la cara de su enemigo al tiempo que caía. Fue recompensado con una breve visión de las fuertes patas de un corcel, una espada, y unos gélidos ojos azules brillando tras el golpeado yelmo de hierro del líder de los renegados.
Aunque aletargado por el golpe, Simón logró rodar de lado al golpear el suelo, quedando así fuera del alcance de la espada de su enemigo.
El corpulento renegado lanzó una maldición y volvió a atacar a Simón. El ataque carecía de precisión debido a que la mano del proscrito todavía estaba entumecida por el golpe que había roto su lanza, pero a pesar de ello, Simón casi no tuvo tiempo de levantar su propia espada para desviar el acero del atacante.
Antes de que Simón pudiera tomar aliento, los cuartos traseros del corcel enemigo lo golpearon lanzándolo por el aire y haciendo que su pesada espada cayera a unos metros. Sin resuello, pero completamente consciente, Simón se hundió en el suelo. Con un grito triunfal, el líder de los renegados levantó su espada para asestar el golpe final.
De pronto, un agudo graznido de un halcón rasgó el aire. El ave cayó en picado a una velocidad vertiginosa, con las garras hacia adelante como para capturar una presa en aire.
Su objetivo era un caballo de batalla.
Las garras laceraron las desprotegidas orejas del semental del primer atacante, haciendo que el caballo retrocediera e impidiendo que el renegado acabara con Simón. Tan pronto se recuperó el corcel, el halcón atacó de nuevo con un nuevo objetivo: los ojos.
Retirándose, el caballo relinchó de miedo y furia, sabiéndose impotente para luchar contra el halcón.
En la distancia se oían gritos de hombres y el profundo aullido de un perro lobo sobre un rastro fresco.
Maldiciendo, el renegado lanzó un último e inútil golpe antes de espolear a su caballo para salir huyendo. El corcel saltó hacia adelante, ansioso por dejar atrás al salvaje e impredecible halcón.
En cuanto el caballo de guerra inició la huida, Simon se puso en pie trastabillando. Su espada estaba a escasas dos zancadas. Al cerrarse su mano alrededor de la fría y familiar empuñadura, sintió que el mundo giraba frente a sus ojos.
Cayó sobre las manos y las rodillas y se apresuró a ir junto a Ariane, arrastrando la espada a un lado y sabiendo únicamente que tenía que proteger a la joven.
Apenas se percató de que la yegua de Ariane y el caballo contra el que había chocado habían logrado ponerse en pie de nuevo. El caballero renegado restante había conseguido volver a montar, pero ni él ni su montura tenían ánimo de pelear solos. Cojeando, el corcel se alejó a duras penas y pronto se perdió entre los árboles. Simón no dedicó ni una mirada al caballero que huía, ya que Ariane yacía inerte sobre el suelo. La sangre no paraba de brotar de su costado izquierdo.
- Ariane -rugió Simón con voz ronca.
- Estoy… aquí-respondió. Su voz era débil y sus ojos resaltaban enormemente en la pálida piel de su rostro.
El dulce y extraño saludo de un halcón rompió el silencio, siendo contestado por el grave ladrido de un perro lobo.
Stagkiller bajó la pendiente a gran velocidad y buscó ansioso enemigos, pero no encontró ninguno. La presencia del perro le indicó a Simón lo que ya había supuesto al ver el ataque del halcón.
Erik estaba cerca.
Cuando se oyeron los cascos de tres caballos de guerra bajando la colina, Simón se mantuvo erguido junto a Ariane apoyándose en su espada.
- Ruiseñor -la llamó con voz ronca.
Fue todo lo que pudo decir.
Unos majestuosos ojos amatista se centraron en Simón. Ariane abrió los labios, pero nada salió de ellos excepto un lamento de sorpresa y dolor al sentir que una negra oscuridad la reclamaba, robándole el aire de los pulmones.
Cuando Erik, Dominic y Sven llegaron al galope, vieron los cuerpos sin vida de dos proscritos. Unos metros más allá, Simón estaba tendido en el suelo sosteniendo a su esposa en sus brazos.
- Eran cinco -afirmó Erik sin ninguna duda.
Dominic no preguntó cómo lo sabía.
- Seguid el rastro -ordenó, seco.
Con una señal invisible de Erik, Stagkiller se alejó corriendo, persiguiendo el rastro de los renegados. Sven lo siguió sin vacilar un instante.
Los dos corceles restantes se detuvieron resbalando y levantando tierra a pocos metros de Ariane y Simón. Sus jinetes desmontaron como lo había hecho Simón anteriormente, un poderoso salto que acabó de pie, sobre el suelo, y corriendo. Mientras se acercaba a la pareja que yacía en el suelo, Erik se quitó los guanteletes de malla y los metió en su cinturón.
- ¿Simón? -llamó Dominic apremiante.
Su hermano se limitó a apretar aún más a Ariane entre sus brazos, estrechándola con fuerza contra sí.
- Hay sangre -señaló Dominic inclinándose hacia delante.
- No es mía -respondió Simón ronco-. Es de Ariane.
- Déjame echar un vistazo -dijo Erik arrodillándose.
Su voz, como su expresión, era sorprendentemente cortés. Aun así, Simón no hizo movimiento alguno para soltar a Ariane.
- Tengo algunos conocimientos sobre cómo sanar heridas - añadió Erik-. Permíteme ayudar a tu esposa.
Atormentado, Simón se movió, pero no lo suficiente para permitir a Erik ver la herida de Ariane. La tela violeta del vestido se movió con Simón, cubriéndolos tanto a él como a Ariane de cintura para abajo.
- Suéltala -le pidió Erik en voz baja.
- No. Morirá si no la mantengo cerca de mí.
Su mirada era negra, salvaje.
Erik alzó las cejas sorprendido y se volvió hacia Dominic en busca de ayuda. Tras una mirada a los ojos de su hermano, el lobo de los glendruid negó con la cabeza, advirtiendo a Erik en silencio para que no insistiera. Había visto batallas suficientes como para saber que la razón era, con frecuencia, la primera baja.
Despacio, Dominic se arrodilló al lado de la pareja y posó con suavidad una mano sobre la pierna de Simón. Bajo el guantelete de malla, el vestido encantado se ondulaba con cada soplo de aire, como si estuviera vivo.
- Hermano -le urgió Dominic-, déjanos ayudarte.
Un estremecimiento recorrió a Simón. Poco a poco, la furia abandonó sus ojos y se movió a un lado para que Erik llegara al lado herido de Ariane. La tela amatista se movió de nuevo con Simón, adherida a su muslo. De manera ausente, el guerrero acarició la tela como si estuviera acariciando a uno de los gatos del castillo.
Con extremo cuidado, los dedos de Erik buscaron a lo largo del costado de Ariane.
- No he podido encontrar la herida -dijo Simón entrecortadamente.
- El vestido la contiene -explicó Erik.
- Entonces haz que apriete más. Sangra demasiado.
- El vestido es sólo tela, una tela especial, pero aun así… tela.
Dicho aquello, Erik comenzó a deslizar delicadamente las yemas de los dedos por el costado de Ariane una vez más.
- ¿Qué ha pasado? -le preguntó Dominic a Simón con serenidad.
- Yo iba por delante de Ariane, dos proscritos y tres caballeros renegados nos atacaron. Los caballeros llevaban armadura y montaban caballos de guerra.
- Maldita sea -siseó Dominic.
- Maté a los dos que no llevaban armadura.
- Deberías haber huido -le amonestó Dominic-. Tu caballo no es rival para caballeros con armadura montados sobre corceles.
- La yegua de Ariane sí.
Dominic resopló con los dientes apretados, produciendo un siseo.
- Eres el caballero más valiente que he conocido jamás -afirmó tras un momento-, pero ni siquiera tú podrías derrotar a tres caballeros con cota de malla sobre corceles. ¿Cómo has logrado sobrevivir?
- Tuve ayuda.
- ¿De quién? -se extrañó Dominic, mirando en derredor.
- De una valiente e insensata mujer.
Dominic volvió la cabeza hacia su hermano.
- ¿Ariane? -inquirió, asombrado.
- Sí -contestó Simón-. Me libré de uno de los caballeros, pero el otro iba a partirme en dos. Era hombre muerto. Entonces Ariane salió de entre la niebla a todo galope y embistió contra el corcel del caballero que iba acabar con mi vida.
Dominic y Erik estaban demasiado sorprendidos para hablar.
- Antes de que pudiera ayudarla -continuó Simón-, un halcón descendió del cielo e hizo huir a otro caballo. Supongo que el caballero que quedaba decidió que ya había luchado suficiente por hoy, y decidió abandonar el campo de batalla.
- ¿Ha recibido Ariane algún golpe en la cabeza? -preguntó Erik.
- No lo sé. Sólo vi cómo entraba la daga en su carne. Habría matado al que la hirió si no hubiera intervenido ese hijo de perra de ojos azules.
Nadie interrumpió el silencio que sobrevino tras aquellas palabras de Simón.
- ¿Qué hay de tus heridas? -preguntó al fin Dominic.
- Las he tenido peores en tus interminables entrenamientos.
- Gracias a esos entrenamientos has vivido lo suficiente para que llegara la ayuda -murmuró Dominic.
- Gracias a eso y a la sed de sangre del líder de los renegados -convino Simón-. Estaba demasiado ansioso.
Erik y Dominic intercambiaron una mirada.
- ¿Reconocerías a ese malnacido si volvieras a verlo? -preguntó el hechicero.
- Creo que no. Los bastardos corpulentos y de ojos azules son demasiado comunes en las tierras de la frontera.
- ¿Qué insignia había en su escudo? -inquirió Dominic.
- Ninguna -respondió Simón sucinto.
- ¿Tenía…?
- Ya es suficiente -le interrumpió Simón impaciente-. Es Ariane la que importa ahora, no los bastardos que nos han atacado.
Mientras hablaba, la mano de Simón acariciaba la mejilla de Ariane con la delicadeza de una sombra. La ternura del gesto contrastaba notablemente con las duras facciones de su rostro y las marcas de la reciente batalla en su cuerpo.
- Intenta rasgar una tira de tela del dobladillo del vestido - sugirió Erik.
Dominic estiró la mano hacia el vestido, pero la mano del hechicero lo detuvo.
- Deja que lo haga tu hermano. -Se volvió hacia Simón y dijo-: Cuando sujetes la tela, piensa en que Ariane necesita detener la hemorragia.
Simón se quitó el guantelete de cuero, tomó la tela entre sus fuertes manos y tiró. La prenda se dividió entonces como por una costura invisible, sin que siquiera los bordes se deshilacharan.
- Lo has hecho igual que un sanador Iniciado -aprobó Erik con satisfacción.
- ¿Hecho qué? -replicó Simón-. El material se ha deshecho en mis manos. Es un milagro que el vestido no se haya roto dejando a Ariane en camisola.
Erik sonrió levemente.
- Ahora, ata la tira alrededor de la herida de Ariane. Apriétala hasta que sea difícil meter una daga entre la tela y la piel.
Cuando Simón movió a la joven para vendar la herida, Ariane gimió. Aquel gemido hirió más a Simón que cualquiera de los golpes recibidos durante la pelea con los renegados.
- ¿Por qué no huiste para ponerte a salvo, ruiseñor? -le preguntó con voz suave y áspera a la vez.
No hubo respuesta salvo por la prenda Iniciada, que se adhería al muslo de Simón mientras éste se afanaba en vendar la herida de su esposa.
- Si lo hubieras hecho no te habrían herido -le dijo a Ariane en un susurro.
- Y tú estarías muerto -apuntó Erik.
Simón siseó algo en sarraceno después de unos largos y tensos segundos.
- Yo soy un caballero -adujo finalmente-. Morir luchando es mi destino. Pero Ariane… ¡Ella no debería luchar para salvar la vida de su esposo!
- Cassandra no estaría de acuerdo contigo -refutó Erik-. Los Iniciados creen que todos deben luchar: hombres mujeres y niños, cada uno según la necesidad y su capacidad.
Simón gruñó. Sin embargo, a pesar de la ferocidad de su expresión, sus manos eran delicadas con el cuerpo de Ariane. Pero aun así la joven gemía cada vez que la tocaba.
- Pequeña, lo siento -se disculpó con suavidad-. Debo hacerte daño para ayudarte.
- Lo sabe -afirmó Erik.
- ¿Cómo puede saberlo? -le espetó Simón con frialdad-. Está inconsciente.
Erik miró la tela amatista descansando plácidamente en la mano de Simón y no respondió.
Por encima de sus cabezas, un halcón descendía del cielo como una flecha, emitiendo un dulce y extraño saludo. Lo seguía un segundo halcón, sus claras plumas brillantes contra el cielo.
Dominic se puso el guantelete de cuero de Simón y silbó la llamada especial de Skylance. El halcón quedó suspendido en el aire un momento y luego descendió hasta el brazo de Dominic, aceptando la cautividad una vez más.
Cuando Erik se puso en pie y extendió el brazo, su halcón bajó en picado a una velocidad de infarto. En el último instante, las alas del ave de presa se abrieron y se replegaron, y el majestuoso halcón se poso sobre el guantelete de Erik con elegancia.
- Bien, Winter, ¿qué tienes que mostrarme? -le preguntó Erik al halcón con suavidad antes de emitir un silbido ascendente.
El enorme pájaro inclinó la cabeza, observando a su amo con ojos claros y sabios. Su curvo pico se abrió para emitir unas notas asombrosamente dulces y, durante unos segundos, el ave de presa y el Iniciado se silbaron el uno al otro.
Luego, el brazo de Erik se movió con asombrosa rapidez y facilidad, lanzando al halcón de nuevo al cielo; Winter ascendió con rapidez, desvaneciéndose en la distancia.
- Los proscritos siguen huyendo -dijo el hechicero volviendose hacia sus amigos humanos-. Stagkiller y Sven aún los persiguen por una senda antigua.
- ¿Sabes a dónde conduce? -preguntó Dominic.
- A Silverfells. Stagkiller guiará a Sven de vuelta al castillo.
- ¿Por qué? -quiso saber Dominic-. ¿No deberíamos saber dónde acampan los renegados?
Erik no contestó.
Simón desvió la vista del halcón que reposaba en el brazo de Dominic al también fiero perfil de Erik, hijo de un gran señor del norte.
- ¿Lord Erik? -insistió Dominic.
La voz del lobo de los glendruid era educada, pero esperaba una respuesta. El bienestar de demasiados castillos dependía de la paz en las tierras de la frontera.
- Las tierras del clan Silverfells están prohibidas para los Iniciados -aclaró el hechicero cortante.
- ¿Por qué? -inquirió Dominic.
Una vez más, Erik no respondió.
Simón se puso en pie, alzando a Ariane entre sus brazos.
- Esas preguntas pueden esperar -masculló impaciente dirigiéndose a su hermano-. Tenemos que llevar a Ariane a un lugar seguro.
Los ojos de Dominic brillaron durante unos instantes con la misma fuerza que el mágico cristal del broche en forma de cabeza de lobo que sujetaba su manto.
Después, el lobo de los glendruid se apartó de Erik y miró a su hermano. El color amatista del vestido de Ariane resaltaba como el crepúsculo contra el índigo del manto de Simón.
- Llevas razón -convino Dominic escueto.
- Rápido -es urgió Simón mientras se dirigía a grandes zancadas a su caballo-, vayamos al castillo antes de que los renegados se den cuenta de que han sido derrotados por un halcón Iniciado y un insensato ruiseñor.