CAPITULO 17
Cauteloso, Simón escudriñó el tarro de bálsamo fresco que Cassandra le ofrecía. Lo abrió y lo olió.
Un estremecimiento de pasión lo recorrió, una combinación de recuerdo y deseo.
- Ariane -murmuró con voz ronca.
- Por supuesto -afirmó la Iniciada.
Sin más palabras, Simón volvió a ponerle la tapa al tarro con rápidos movimientos y se volvió hacia la cama de Ariane.
- ¿Te desagrada ahora el bálsamo? -se interesó Cassandra.
Una oleada de recuerdos y sueños entrelazados inundó el cuerpo masculino. Simón había intentado no pensar en la noche anterior, cuando se despertó a medio vestir, con su esposa completamente desnuda dormida entre sus brazos… y la fragancia del bálsamo emanando de ambos cuerpos.
No quería reflexionar sobre lo que había ocurrido entre él y su esposa, porque no tenía sentido. No tenía razón ni lógica. No podía pesarse o medirse. No había podido ocurrir. No puedo haber compartido su curación. No puedo haberla sentido arder. Pero él sí había ardido. Al igual que ella.
- Tres veces -le recordó Cassandra.
Simón se sobresaltó, preguntándose si la anciana sabría lo ocurrido.
- ¿Qué?
- Hasta que Ariane despierte, tendréis que seguir aplicando el bálsamo tres veces al día -repitió la Iniciada, paciente.
A pesar de la expresión neutral de Cassandra, a Simón le pareció detectar un brillo divertido en sus ojos plateados.
- Sí, ya me lo habéis explicado varias veces -replicó.
Ahora estaba seguro de que la mujer sonreía.
- ¿Habéis comprobado su herida esta mañana? -inquirio Cassandra.
- Aún no.
El tono de Simón era cortante. No tenía ganas de explicar que no confiaba lo bastante en sí mismo como para desvestir de nuevo a su esposa, y mucho menos pata cubrir su piel con el fragante bálsamo hasta que no hubiera nada entre ellos excepto deseo, una tormenta distante, y un fuego que los consumiera lentamente. Respiró hondo, intentando controlar la salvaje respuesta de su cuerpo. Sólo es un sueño, nada más. Me dormí, y soñé. ¡Dios, ruego poder tener esos sueños despierto! Y que Ariane sueñe conmigo… Simón maldijo en silencio, fue hacia el lecho y comenzó a desvestir a su esposa. Cuando terminó con el vestido y el vendaje, contuvo la respiración. La cicatriz casi había desaparecido y ni siquiera había el más mínimo rastro de moretones sobre la cremosa piel.
- Pronto despertará -afirmó Cassandra con satisfacción-. La curación está llegando a su fin.
- ¿Qué falta? -preguntó Simón.
- Lo sabremos cuando despierte.
Tras ese críptico comentario, Cassandra se dio la vuelta y abandonó la habitación.
En el silencio que siguió, Simón percibió el grito de otra tormenta, silenciada por los gruesos muros. Tomó el tarro de ungüento medicinal y se sentó junto a su esposa como tantas otras veces desde que la hirieran.
- Es mejor que Meg y Dominic partieran hacia Blackthorne días atrás -le explicó a Ariane mientras aplicaba la acre pomada en la casi imperceptible cicatriz-. Pese a la determinación de Meg, habría sufrido durante la fría y tormentosa cabalgada a casa.
El guerrero hablaba con voz tranquila, tal y como había hecho durante los largos días en que permaneció sentado junto a Ariane sobre la cama, esperando que el color volviera a su rostro. Había descubierto que su voz tenía un efecto calmante sobre la joven.
- Dominic habría perdido el control para cuando llegáramos a la fortaleza de Blackthorne -añadió-. No soporta que la mujer que ama sufra el más mínimo daño.
Simón sonrió ligeramente, recordando las joyas que adornaban a su cuñada.
- ¿Sabes?, echo de menos el sonido de esas diminutas joyas que la cubren, y la risa de Meg… eso también lo echo de menos.
Desde el piso de debajo llegó de pronto el sonido de una risa masculina, seguido de una femenina instantes después.
- Pero, en su lugar, están las risas de Duncan y Amber -reflexionó Simón-. Parecen felices con el solo hecho de estar juntos.
Mientras hablaba, se volvió para empapar el vendaje en el cuenco de agua con hierbas astringentes. Escurrió la tela amatista, la sacudió con fuerza, y comprobó que estaba seca con el mismo asombro que los días anteriores.
- Un buen trabajo, como diría Duncan.
Miró el vendaje y luego la línea rosa pálido entre las costillas de Ariane.
- Creo que no te vendaré -dijo dejando a un lado la tita de tela-. Las heridas demasiado tiernas necesitan airearse.
Sin importar el tema, Simón siempre hablaba en voz baja y tranquilizadora. Había aprendido mientras devolvía a la vida a Dominic que una voz calmada actuaba como un tónico para cualquier parte de la mente del enfermo que no durmiera. Además, también lo calmaba a él.
Lo primero que percibió Ariane al despertar fue que la sostenían a medio incorporar unas manos y unos brazos fuertes. El contacto era tan cálido y delicado como la tela que se deslizaba por sus brazos para cubrirlos. Al instante, Ariane supo que el vestido era su traje de boda. También supo que eran la respiración y la barba de Simón lo que rozaban sus pechos.
El placer recorrió a la joven como una cascada. Por un instante se preguntó si habría sido Simón quien le había regalado el curativo y estremecedor fuego de sus sueños.
No, no puede ser. ¡Es de locos hasta pensarlo! Estaba indefensa, esclava de un sueño. Sé muy bien lo que hace un hombre con una mujer indefensa. Mis pesadillas me lo recuerdan. El desolador pensamiento apagó las plateadas sensaciones que la habían hecho sentir viva de un modo hasta entonces desconocido excepto en una ocasión: en brazos de Simón, cuando la besó la noche de bodas. Lo saboreé. ¿O fue él quien me saboreó a mí? ¿Nos saboreamos el uno al otro?
El fuego se desplazó de su pecho a su vientre, sobrecogiéndola con su intensidad. Confusa, apretó los párpados preguntándose qué le ocurría.
Simón intentaba por todos los medios no mirar el atrayente cuerpo de Ariane mientras la vestía, los cremosos pechos cuyas cumbres se habían endurecido, formando aterciopelados capullos rosados con el accidental contacto de su mejilla.
Y, por supuesto, no estaba recordando el tacto, la esencia y el sabor de aquellos senos.
Con severa eficiencia, Simón volvió a poner las largas mangas en su sitio y comenzó a atar los lazos del vestido amatista. En el instante en que los tocaba, los lazos parecían cobrar vida y resultaba imposible hacerlos pasar por los muchos y diminutos ojales bordados que iban desde los muslos de Ariane hasta la suave cavidad de su garganta.
- Maldita sea -rugió Simón-. No importa lo tentadores que sean sus pechos, deben ser cubiertos.
Uno de los lazos escapó de su mano y fue a caer sobre la tersa piel del abdomen de la joven. Por un segundo, el lazo permaneció anidado en el triángulo de rizos negros que dejaba ver el vestido entreabierto. Antes de que Simón pudiera recuperarlo, se deslizó entre las piernas de su esposa. Sentir los dedos de Simón profundizando entre sus muslos hizo que Ariane se incorporara con brusquedad y que la pesadilla volviera a ella de nuevo.
- ¡No! -gritó ronca, clavando sus uñas en la muñeca de Simón-. jSólo una bestia abusaría así de una mujer indefensa!
El guerrero levantó la cabeza de golpe. Los salvajes ojos amatista de Ariane lo atravesaban con la mirada; pero no fueron sus ojos lo que vio Simón, sino el miedo y la repulsión en su rostro.
¿Y qué esperaba? ¿Un milagro?, se preguntó mordaz. Es lo que era antes de ser herida. Fría.
- Buenos días, esposa -la saludó sarcástico-. Confío en que nueve días de sueño hayan conseguido que te recuperes.
La gelidez en la voz de Simón hizo que un escalofrío recorriera a Ariane por entero. Volvió a respirar entrecortadamente y se concentró en su esposo en lugar de en su sueño.
- Si apartas tus uñas de mi muñeca -masculló él-, seguiré vistiéndote. ¿O prefieres que siga tocándote?
Mientras hablaba, Simón flexionó deliberadamente su mano, apretando sus dedos contra Ariane y acariciando los suaves pliegues de su feminidad, que había saboreado con los labios, los dientes y la lengua. ¿Soñé aquello? ¿Puedo haberlo soñado? Ariane jadeó a causa de las conflictivas sensaciones que la estremecían. La primera era miedo; la segunda era un placer devastador. Y la segunda resultaba mucho más aterradora que la primera.
- Por favor -susurró con voz quebrada-. No. No puedo… No puedo soportarlo.
El enfado consigo mismo surgió como bilis en la garganta de Simón, haciendo que sacudiera la mano para liberarla del suave confinamiento.
- Entonces, ten la gentileza de recuperar tu propio lazo, milady -espetó entre dientes.
Ariane lo miró desconcertada.
- El lazo plateado -le explicó él, escueto-. Estaba atándote el vestido cuando el lazo se soltó.
Ariane miró hacia abajo. El frontal de su vestido estaba completamente abierto hasta los muslos. Excepto por los pliegues de tela amatista que mostraban más de lo que ocultaban, estaba casi desnuda.
- Mi camisola… -A Ariane se le cerró la garganta y no pudo seguir hablando.
Simón esperó a que terminara.
Mojándose los secos labios, la joven volvió a intentarlo.
- No llevo nada más que mi vestido -logró decir con voz ronca.
- Soy bien consciente de ello.
Y de mucho más. ¿Dios, cómo puede una mujer cuyo cuerpo está tan predispuesto a la pasión retroceder ante ella con repugnancia?
O, quizá, a pesar de sus negativas, soy yo quien la repele, no la pasión. Sí, tiene que ser eso. Ninguna mujer a quien repela la pasión habría respondido como lo hizo ella anoche.
Fue un sueño. Sólo un sueño.
Ariane se sonrojó desde los senos a las sienes al observar su propia desnudez.
- Generalmente llevo…
Le falló la voz y volvió a humedecerse los labios. Ver la elegante lengua rosa de Ariane le resultó tan excitante a Simón como si hubiera tomado su erección entre los labios.
- ¡Maldita sea! -juró con ferocidad.
Se puso en pie, llenó una copa de agua de la jarra que estaba sobre el arcón y volvió a grandes zancadas a la cama.
- Bebe esto -le ordenó-. Si vuelves a pasarte la lengua por los labios te los dejarás en carne viva.
Ariane levantó unos temblorosos dedos hacia la copa. Simón le dirigió una mirada impaciente y apartó las manos femeninas a un lado.
- Apenas tienes fuerzas -farfulló.
Sostuvo la copa contra los labios de Ariane y la inclinó. Ella se atragantó y el agua se desbordó por las comisuras hasta llegar a la barbilla.
- Maldita sea -gruñó Simón bajando la copa-. Era más fácil cuando estabas inconsciente.
- ¿Qué…? -Ariane tosió aclarándose la garganta-. ¿Qué quieres decir?
- Cuando estabas inconsciente, te alimentaba de mis propios labios. La joven abrió la boca sorprendida.
- ¿Perdón?
Simón bebió de la copa, se inclinó sobre Ariane e hizo que bebiera como tantas veces había hecho mientras ella permanecía sumida en la curación Iniciada.
El traspaso de agua se hizo con tanta velocidad que la joven no tuvo tiempo de protestar. E incluso aunque hubiera querido hacerlo, tendría que haber tragado antes de hablar.
- ¿Más?-preguntó Simón, sosteniendo la copa contra sus labios.
Ariane abrió la boca asombrada al comprender cómo la había cuidado su esposo. El volvió a beber y a inclinarse sobre su boca.
La joven lo observaba con sobrecogidos ojos amatista. Verlo inclinarse sobre ella le producía sensaciones extrañas que se irradiaban por todo su cuerpo. Tragó convulsivamente.
- Lo haces con tanta… naturalidad -logró decir.
- He tenido casi diez días para practicar -masculló Simón.
Ariane volvió a quedarse boquiabierta, pero se apresuró a cerrar los labios cuando Simón alzó la copa una vez más.
- ¿Tú? -susurró-. ¿Tú me has atendido?
El guerrero asintió.
- ¿Por qué?
- Cassandra lo exigió.
Ariane parpadeó.
- Cassandra -repitió despacio, como si nunca hubiera oído aquel nombre-. ¿Y por qué, en nombre de todo lo sagrado, exigió semejante cosa?
- ¿Por qué hace un Iniciado las cosas? -replicó Simón-. Y ya que estamos preguntando, ¿por qué no galopaste hacia el castillo cuando tuviste la ocasión?
- ¿El castillo?
- Cuando nos atacaron los renegados.
De pronto Ariane lo recordó todo; el grito de Simón, los caballeros atacando, y la comprensión de que él se quedaría a defenderla cuando podría haber huido sin dificultad.
- Tú te quedaste -se limitó a decir.
- ¿Qué?
- Me defendiste a pesar de que hubiera sido mejor para ti dejar que los renegados me atraparan.
- ¿Qué clase de animal crees que soy? -escupió Simón en tono gélido.
Entonces recordó su respuesta ante la sensualidad del bálsamo y palideció.
- Puedo ser un animal cuando se trata del dormitorio -dijo en tono neutro-, pero no soy un cobarde que permita que una joven sea mancillada por unos bastardos vestidos como caballeros.
- Simón -susurró Ariane, sabiendo que lo había herido sin pretenderlo.
El miró los frágiles dedos femeninos que, a modo de silencioso ruego, reposaban en su poderoso antebrazo.
- Simón, el Leal -continuó Ariane con voz trémula-. Te quedaste incluso sabiendo que te costaría la vida. Te quedaste cuando muchos otros hombres me hubieran traicionado.
Al guerrero se le cortó la respiración al mirar en lo más profundo de los ensombrecidos ojos amatista de la joven.
Muy pocos hombres te habrían dado la espalda -le aseguró-. Y ningún caballero hubiera hecho algo tan cobarde.
La sonrisa de Ariane resultaba tan desoladora como su experiencia con los hombres.
- Estás equivocado, Simón. He sido traicionada muchas veces, y nunca he conocido un hombre, caballero o siervo, que pusiera mi bienestar por encima del suyo.
- Ariane, la Traicionada -murmuró Simón-. ¿Quién fue, ruiseñor? ¿Quién te traicionó, y cómo?
Ariane hizo caso omiso de la pregunta de su esposo. En su lugar, intentó explicarle algo que ella misma empezaba a entender.
- Cuando te vi allí, en mitad del camino, supe de inmediato que tu caballo era lo bastante veloz para ponerte a salvo.
- Tu yegua no.
- Por eso permaneciste inmóvil, dispuesto a dar tu vida para que yo pudiera vivir -susurró Ariane.
- Estaba dispuesto a matar renegados.
- Armados y con caballos de guerra que, además, te superaban en núme…
- Deberías haber huido cuando te lo dije -la interrumpió Simón.
- ¡No!-gritó incorporándose-. ¡Prefiero morir a vivir un solo día sabiendo que he traicionado al único hombre que me ha sido leal!
Simón miró el ruborizado rostro y los ardientes ojos de Ariane y deseó más que nunca poder saborear la pasión que tan visiblemente corría por las venas de la joven.
- Y sin embargo retrocedes ante mi contacto -le recordó él.
Ariane cerró los ojos.
- No eres tú, Simón, es algo que ocurrió en el pasado.
- ¿Fue culpa mía?
Ella negó con la cabeza. Mechones sueltos de cabello negro resbalaron hacía delante, ocultando parcialmente la pálida piel que asomaba a través de su vestido entreabierto.
- Yo… -Su voz se quebró.
Simón posó con suavidad su mano sobre la de Ariane. En lugar de retirar su mano, la joven entrelazó sus dedos con los de su esposo y los aferró con una fuerza sorprendente para una joven de aspecto tan delicado.
- Una vez -susurró Ariane-, conocí a la hija de un barón.
Era joven, ingenua…
Tragó convulsivamente y cerró los ojos.
Simón besó los pálidos dedos, aferrados a los suyos.
- Iba a casarse con un caballero al que conocía -continuó Ariane con voz ronca-, pero su padre encontró un partido mejor para ella, y el caballero…
La joven respiró con dificultad, los pulmones del dolían. Los temblores sacudían su cuerpo violentamente.
- Pequeña -la interrumpió Simón-. Puedes contármelo cuando estés más fuerte.
- No -negó, feroz-. Si no te lo cuento ahora, luego no tendré valor para hacerlo.
- Ninguna mujer dispuesta a entrar desarmada en un combate carece de coraje. De sentido común, quizá, pero no de coraje.
- Aquello fue más fácil que esto.
La tensión del cuerpo femenino se irradió hasta Simón.
- El caballero rechazado -dijo Ariane entrecortadamente- decidió que si yacía con la joven, el otro caballero la repudiaría. La forzó y después fue hasta el padre de la joven y le dijo que ella lo había seducido, pero que sería un caballero y la desposaría.
Simón maldijo enfurecido entre dientes.
- El padre se dirigió a la habitación de la joven y la encontró desnuda sobre la cama, con la sangre de su virginidad perdida aún secándose sobre sus piernas, y no creyó sus gritos de inocencia. La llamó ramera y le volvió la espalda.
- ¿Ella te lo contó? -preguntó Simón con suavidad.
- ¿Ella?
- La muchacha.
Ariane tomó aire entrecortadamente.
- Sí -respondió-. Me lo contó todo, cada cruel y abominable cosa que el caballero le hizo.
- Y desde entonces te aterroriza el hecho de unirte a un hombre.
Ariane se estremeció convulsivamente.
- Más tarde, la bañé cuando nadie más se hubiera ensuciado las manos tocándola.
Simón emitió un jadeo audible. Había visto suficientes guerras y saqueos como para saber lo que los inocentes ojos de Ariane habían visto al lavar a su amiga.
- La bañé, y supe lo que era rogar clemencia mientras te abren las piernas a la fuerza y un hombre golpea dentro de ti, desgarrándote al tiempo que babea y…
Simón tapó la boca de Ariane con la mano, cortando las palabras que se clavaban en ambos como puñales.
- Tranquila, ruiseñor -susurró-. No sería así entre nosotros. Jamás. Preferiría morir que tomarte por la fuerza mientras ruegas clemencia.
Ariane observó esperanzada los oscuros ojos de Simón, deseando que sus palabras fueran ciertas. Pero sabía que era absurdo tener esperanza.
Y, sin embargo…
- Luchaste por mí -susurró.
- Tú también luchaste por mí -rebatió él.
- Me fuiste leal. -Ariane suspiró estremecida-. En cuanto me recupere de nuevo…
Simón esperó paciente a que ella terminara de hablar.
- Haré todo lo que desees… Todo -musitó finalmente la joven-. Por ti, mi leal caballero. Sólo por ti.
- No quiero que te entregues a mí por obligación.
- Te daré todo lo que tengo.
Simón cerró los ojos. No podía pedir más, y lo sabía. Pero necesitaba mucho más, y también lo sabía.