CAPITULO 23
Ariane pasó el resto del día sentada en sus aposentos, esperando atemorizada a que Simón le exigiera una explicación. No lo hizo. Simón continuó con sus obligaciones como lugarteniente de Dominic sin siquiera mirar en su dirección. Las arcas fueron cerradas otra vez, las llaves quedaron al cuidado de Dominic, y nadie habló de la dote desaparecida delante de Ariane.
De hecho, era como si no existiera. Como si a Simón no le importara que ella llegara deshonrada al matrimonio. Como si no le importara su mujer en absoluto.
¿Y por qué debería importarle?, pensó Ariane, sombría. Soy su castigo. Su infierno.
Ariane se estremeció al tiempo que arrancaba una serie de notas discordantes del arpa que sostenía en su regazo. La miró absorta, pero eran sus oscuros pensamientos los que veía, no la intrincada madera de hermosas incrustaciones.
Sin rumbo, caminó por la habitación rasgando su arpa, sin ver el lujo que la rodeaba. De hecho, se sentía más como una prisionera que como una dama de la nobleza.
Pero la prisión era obra suya. Ni por un momento habían indicado el señor o la señora de Blackthorne que Ariane ya no fuera una invitada apreciada en su casa.
Pesarosa, la joven miró por la ventana situada en un lateral de su alcoba. Si se apoyaba en la helada piedra, podía ver el sinuoso río Blackthorne.
Durante el último tramo de la cabalgada hacia la fortaleza que ahora era su prisión, Ariane había disfrutado observando el paisaje. Le había recordado su propio hogar y el río que había sido su compañía durante muchos cálidos días de verano. Se había sentado en sus orillas y tocado su arpa, adaptando su música según sus propios pensamientos, los trinos de los pájaros, el viento o las distantes llamadas de los pastores.
Ahora parece un sueño. Era tan inocente, tan insensata. Confié… Demasiado.
Un grito llegó desde el patio de armas, seguido por el sonido del grueso portón de entrada de la muralla abriéndose. Los cascos de un caballo resonaron huecos en el puente levadizo para luego repicar sobre el empedrado del patio.
Ariane se dirigió a otra ventana justo a tiempo de ver a Simón salir del castillo y recorrer el patio a grandes pasos hacia el caballero que acababa de llegar. El pálido resplandor del pelo del recién llegado y su agilidad al desmontar le indicaron a Ariane que Sven, el espía del lobo de los glendruid, había vuelto a la fortaleza de Blackthome.
El saludo de Simón se perdió en el viento que azotaba el castillo. Juntos, los dos guerreros se encaminaron hacia los escalones que conducían al castillo.
De pronto, un gato color chocolate cruzó a saltos el patio y se lanzó hacia Simón. Sin perder el paso, el guerrero cogió al animal y, colocándoselo alrededor del cuello, comenzó a acariciarlo mientras escuchaba lo que Sven había descubierto.
A Ariane le pareció escuchar el satisfecho ronroneo del gato a pesar de hallarse a muchos metros de distancia.
Se dijo que no sentía envidia de las caricias que el gato estaba recibiendo, pero, un segundo después, admitió que mentía.
A pesar del brutal abuso al que había sido sometida, Ariane había aprendido a apreciar el contacto de un hombre, las caricias de un hombre, las manos de un hombre deslizándose con suavidad sobre su cuerpo. Sólo de uno. El hombre que la consideraba su castigo. Mi infierno me ha llegado en vida, y su nombre es Ariane.
Ariane anhelaba explicarle a Simón que había sido violada, pero temía que no la creyera. Nadie más lo había hecho. ¡Necesito que me crea! No soy una ramera. Me forjaron, me desgarraron por dentro, me traicionaron. Y no me creyeron.
¿Por qué debería creerme alguien ahora? Incluso tú, Simón, que me has tocado como nadie lo ha hecho. Especialmente tú.
El desgarrado lamento del arpa la sacó de sus pensamientos y de pronto escuchó unos pasos que se acercaban desde la escalera.
Ariane miró a su alrededor frenética, buscando una salida que en realidad no deseaba. Los pasos se detuvieron en su puerta.
¿Simón? ¿Por fin has venido a mí? ¿Me harás tuya esta noche? Los pasos se dirigieron a otra habitación, dejando sola a Ariane excepto por sus sombríos pensamientos.
Desesperada, la joven supo que tenia que salir de la habitación o gritar su angustia de modo que todo el castillo pudiera oírlo. No quería volver a mirar a Simón y ver que se sentía traicionado.
Ariane la Traicionada se había convertido en Ariane la Traidora.
Con un pequeño lamento, comenzó a desatarse los lazos y a quitarse el vestido lavanda, uno de los pocos que había traído desde Normandía. No quería que nada de su tierra anterior la tocara. No quería que la tocara nada, excepto Simón.
Sin apenas ser consciente de ello, Ariane escogió el vestido que le habían regalado los Iniciados. No se lo había puesto desde que descubrió que tenía cualidades que escapaban a la razón. Pero en aquel momento, a la joven no le importaba si el vestido estaba hechizado o no. Sólo deseaba dejar de sentir frío, saberse apreciada, librarse de su pasado y de las consecuencias de la brutalidad de Geoffrey. Deseaba…
A Simón.
El vestido se deslizó por Ariane como una caricia aterciopelada, tranquilizando su cuerpo, su sangre, su misma alma. La tela se adhería a ella como un gato que hubiera echado en falta sus mimos y, como a un gato, Ariane lo acarició.
Los lazos plateados refulgían con fuerza uniendo el frente del vestido y las puntadas de plata recorrían el material amatista como relámpagos rúnicos en las mangas, haciendo que brillaran con cada movimiento de sus brazos.
Como el eco de un secreto relámpago de plata, dos figuras humanas del mismo negro profundo y transparente de los ojos de Simón, se contorsionaban y ondulaban sinuosas en la tela. No importaba desde dónde mirara Ariane el vestido, las figuras estaban allí, cautivándola con la única cosa que deseaba y nunca tendría. La tela se arremolinaba alrededor de los tobillos femeninos, persuadiendo a Ariane para que mirara las sombras plateadas y negras, exigiendo que viera al hombre y la mujer perdidos en el placer dentro de los propios hilos del tejido.
- Por favor, basta -musitó.
La tela de Serena sólo responde a los sueños, y sin esperanza no hay sueños.
El eco de las palabras de Cassandra en la mente de Ariane hizo añicos el poco autocontrol que le quedaba. Mascullando una maldición, cogió su manto y se lo pasó por los hombros, ocultando a la vista el vestido.
Moviéndose como si la persiguiera el diablo, guardó el arpa en su bolsa de viaje y se la colgó del hombro. De camino a la puerta de sus aposentes, cogió la cesta con su costura y, sin importarle las delicadas agujas y frágiles hilos de seda, vació su contenido sobre una mesa.
Con la cesta en una mano y sin preocuparse de que alguien la viera, Ariane se apresuró a bajar las escaleras en dirección a la puerta principal del castillo. Una vez allí, un guardián la miró sorprendido, pero permaneció en silencio y la dejó pasar.
El viento del patio de armas la reanimó. Tan salvaje como sus propios pensamientos, le resultó una compañía agradable y dejó que la empujara por el empedrado hasta la pequeña portezuela que se abría en la muralla.
Allí, un hombre conocido como Harry el Tullido miró con extrañeza a Ariane y sonrió. Sus ojos vieron tanto las blancas líneas de tensión alrededor de los labios femeninos, como la tirantez de los dedos que se aferraban al asa de la cesta.
- Es una tarde muy fría para recoger hierbas, lady Ariane.
- Me gusta el frío; y algunas hierbas se recolectan mejor a esta hora.
- Eso me ha dicho lady Margaret
- ¿Está en el jardín de hierbas ahora?
- Creo que sí.
- Gracias.
Harry se tocó la frente con los dedos a modo de breve saludo antes de abrir la portezuela para que Ariane saliera.
La joven dejó atrás la muralla con pasos tan veloces como el viento. Cuando llegó a la bifurcación del camino, tomó la senda que llevaba al jardín de hierbas, y hasta que no estuvo fuera de la vista Harry no giró, tomando un estrecho camino que llevaba a las orillas del río Blackthome. No tenía el menor deseo de enfrentarse a los verdes ojos glendruid de la señora de la fortaleza de Blackthome.
Ariane no era la única que se sentía atraída por la ribera del río. Alguien se había preocupado de abrir un sendero a través de los helechos, dorados por la crueldad de un otoño convertido en invierno. El abrupto lugar en que terminaba la senda estaba poblado por elegantes abedules y serbales.
Los árboles todavía conservaban algunas de sus hojas, aunque la mayoría yacían en el suelo. Más hojas flotaban en el río y quedaban atrapadas entre los guijarros que bordeaban las orillas. Ariane paseó por el dorado paisaje hasta descubrir un banco natural de roca que no era visible desde la senda. El brillo de la superficie de la piedra sugería que la gente llevaba yendo a observar el flujo del agua desde que el río Blackthorne comenzara su andadura hacia el mar.
Con un suspiro cansado, Ariane se acomodó en la piedra pulida por el tiempo. La cesta vacía cayó de sus dedos. Por un instante sólo existieron el sonido del río arremolinándose graciosamente sobre las piedras y el viento jugando con las ramas desnudas.
Despacio, sacó el arpa y comenzó a tocar. Los sonidos que creaba armonizaban con el viento, el río y el otoño, hermosos pero desolados por la certeza de la cercanía del invierno.
Poco a poco, los pensamientos de Ariane volvieron a la pesadilla que no había terminado al llegar el día, la pesadilla a la que no veía fin, la pesadilla de no entender qué había ocurrido, y cuándo y cómo pudo desaparecer su dote.
Con los ojos cerrados, dejó que el arpa expresara por ella las dolorosas traiciones a las que había sido sometida y que quizá la seguirían hasta la tumba o incluso más allá.
- Estaba seguro de que tenías que ser tú la que tocaba el arpa, aunque tu música es mucho más triste que antes. ¿Me has echado de menos, Ariane?
La música cesó de pronto como cortada por una espada. Geoffrey. ¡Dios mío, no puede ser!
Los ojos de Ariane se abrieron de golpe. Su pesadilla estaba, efectivamente, ante ella: un enorme caballero con el manto echado hacia atrás para revelar la armadura que lo protegía.
Geoffrey el Justo.
Alto, fornido, con un rostro increíblemente bello, amado por sirvientas y damas de la nobleza por igual, y un luchador mortal capaz de enfrentarse a tres enemigos a la vez. A la joven le dio un vuelco el estómago al ver a su violador allí, de pie, orgulloso frente a ella. La bilis se atoró en su garganta y un sudor gélido le cubrió la piel.
- Pensaba que me había librado de ti -respondió con sinceridad.
Geoffrey sonrió como si Ariane le hubiera dicho que lo amaba y dejó que sus ojos azules admiraran el brillante negro de su pelo, la incomparable belleza de sus ojos violeta y la pronunciada curva de sus labios.
- Ni siquiera sabes cuánto te deseo, lo mucho que anhelo volver a morder esa boca -dijo Geoffrey-. He soñado con oírte gemir y verte sangrar mientras te lamo la sangre como un perro hambriento.
La joven luchó contra las náuseas. Sabía que debía utilizar la inteligencia para poder defenderse de él, ya que nadie más lo haría.
No importaba lo que ocurriera, esta vez gritaría y maldeciría, y sus uñas rasgarían la sonriente cara de Geoffrey.
- ¿Qué quieres? -le espetó Ariane.
- A ti.
- Yo a ti no.
Geoffrey rió.
- Ya veo que sigues siendo pudorosa.
- Estoy casada.
El caballero se encogió de hombros, haciendo que la cota de malla se moviera y brillara bajo la rica luz otoñal.
- ¿De veras? ¿Y de quién eres amante?
- Al contrario que tu -le atacó Ariane-, yo sí tengo honor.
- ¿De veras? Entonces, ¿por qué llegaste deshonrada a tu esposo?
- ¡Porque tú me violaste!
La sonrisa que Geoffrey le dedicó era la misma que Ariane había encontrado encantadora tiempo atrás. Pero ya no. Ahora le revolvía el estómago que un hombre pudiera parecer tan agradable, y sin embargo tener el alma y la sensibilidad de un cerdo.
- ¿Violarte? No -la provocó Geoffrey frotándose las manos cubiertas por guanteletes-. Me sedujiste con tu belleza. Me acosté aturdido por el vino y me desperté con tus manos en mis pantalones.
- ¡Mientes!
- No es necesario que intentes parecer inocente. Estamos solos.
- ¿Por qué entonces te molestas en mentir? -preguntó Ariane, mordaz.
- ¿Mentir? Yo sólo digo la verdad. Soy yo el que se despertó bajo tu cuerpo hambriento de mi…
- Mientes de nuevo -gritó.
- Ah, hago que se sonrojen tus mejillas.
- No, haces que me entren ganas de vomitar.
Geoffrey lanzó una carcajada.
- Mantendré mi boca ocupada para que eso no suceda.
De pronto, Ariane se dio cuenta de que atormentarla divertía y excitaba a Geoffrey. Las náuseas volvieron a invadirla con más urgencia. Saber que aquel bastardo disfrutaba de sus inútiles esfuerzos de librarse de él había sido una de las peores partes de la pesadilla de Ariane.
- ¿Cómo? ¿No vas a protestar más? -se burló Geoffrey-. ¿Significa eso que quieres…?
- ¿Perderte de vista? Sí, fervientemente. ¿Vas a pie? Si es así, te proporcionaré un caballo si prometes alejarte de mi vista.
No había emoción en la voz de Ariane, como tampoco en su rostro, excepto la ahogada ira que teñía sus mejillas de rojo.
- Dejé mi caballo en el bosque para investigar el sonido de un arpa que creí no volver a oír nunca.
- Entonces vete. Prometo no seguirte.
- Me hieres con tus palabras -se mofó Geoffrey poniéndose la mano en el corazón-. Vengo a reclamarte en cuanto me curo de mi enfermedad, y ahora me rechazas.
- Simón ya me ha reclamado.
- Ese cobarde -bramó él, desdeñando a Simón con una mueca de sus labios.
Ariane inspiró incrédula ante el desdén impreso en la voz y la expresión de Geoffrey.
- Mi esposo es el caballero más valiente que he conocido jamás -lo defendió recordando cómo Simón se había enfrentado a cinco renegados para que ella pudiera escapar.
- ¿Lo es?, ¿y por qué no mata a su infiel esposa y la tira al mar?
- ¡Nunca le he sido infiel!
- ¿En serio? Llegaste a él deshonrada por otro hombre. Y los rumores dicen que te niegas a entregarte a tu esposo porque aún anhelas a tu primer amante.
- ¡Anhelo ver a los buitres devorarte hasta los huesos!
- Sabiendo que no eres virgen y que rechazas a tu esposo, ¿quién va a creer que no sigues siendo mi amante? -preguntó con una sonrisa angelical.
Si Ariane ya estaba pálida, las palabras de Geoffrey la dejaron lívida. Con una calma fingida, guardó el arpa, se echó la funda a la espalda y se levantó. Lamentaba con cada latido de su corazón no haber llevado consigo la daga.
Es una lástima que la tejedora de la tela Iniciada no previera la necesidad de llevar un arma con este vestido, se lamentó con pesar. Cambiaría gustosa el arpa por mi daga. Se dirigió hacia el sendero con pasos decididos, pero Geoffrey permaneció inmóvil bloqueándole la salida.
- Estás en medio del camino -señaló tranquila.
- Y no me moveré hasta haber conseguido lo que quiero. He recorrido un largo camino para volver a ver tus muslos abiertos.
- Antes tendrás que matarme.
Geoffrey rompió a reír, pero su risa se desvaneció al ver la seguridad en los salvajes ojos amatista de la joven.
- ¿Se lo has dicho a tu esposo? -le preguntó cruel.
- ¿Que me violaste?
- Que yací entre tus piernas hasta que estuve demasiado débil para volver a alzarme.
- Si mi memoria no me engaña, sudaste como un cerdo para alzarte siquiera una vez. No entiendo cómo puedes presumir tanto de esa penosa parte de tu cuerpo que apenas puedes utilizar.
La blanca piel de Geoffrey se tornó rojiza y sus sonrientes labios se transformaron en una mueca.
- Pero claro, ¿qué cabría esperar de un cobarde que primero droga y luego viola a una virgen? -continuó Ariane con suavidad-. Ni siquiera merece llamarse hombre.
Geoffrey levantó la mano y Ariane sonrió como la hechicera que fue una vez.
- Pones a prueba mi paciencia -masculló él entre dientes.
- Tú pones a prueba mi estómago.
- ¿Tanto deseas volver a sentir mis puños?
- Lo que de verdad deseo es verte en el infierno.
Erguida, con un brillo de desafío en la mirada, Ariane aguardó a que Geoffrey perdiera los nervios como hacía siempre que se sentía frustrado.
Pero, en algún lugar entre Normandía y las tierras de la frontera, aquel bastardo había aprendido a ser cauteloso. Miró con detenimiento a Ariane, como si hubiera esperado encontrar algo muy distinto.
Y, ciertamente, así era. La llorosa y desolada muchacha de sus recuerdos casi se había fundido con la silla de montar para evitar que Geoffrey se percatara de su presencia durante el viaje de Normandía a Inglaterra. Había hablado con tan poca frecuencia, que los caballeros habían comenzado a apostar sobre cuándo diría una palabra.
- Es una lástima que hayas recobrado tu ingenio -se lamentó Geoffrey-. Nunca me gustó esa parte de ti.
- Gracias.
- ¿Está tu padre aquí? -exigió saber-. ¿Por eso tienes tanto coraje?
Ariane parpadeó, perpleja con el cambio de dirección de la conversación. Geoffrey siempre había estado mejor informado que ella sobre los movimientos de su padre.
- ¿Por qué me lo preguntas a mí? -replicó.
- ¡Respóndeme, o me acercaré hasta el castillo y le contaré a tu esposo que hoy has venido a verme para suplicar que te convirtiera en mi amante! -la amenazó.
- Simón no…
- ¿Me creería? -interrumpió Geoffrey mofándose-. Ya lo intentaste con tu padre, el hombre que mejor te conocía. ¿Te creyó?
Ariane cerró los ojos y se balanceó como si la hubieran golpeado. La voz de Geoffrey estaba impregnada de sinceridad y preocupación, y sólo ella había descubierto a un alto precio que no era más que un hábil mentiroso.
- No -prosiguió Geoffrey con voz suave-. Tu padre me creyó a mí, la pobre víctima de su promiscua hija. El frasco con la poción amorosa, la misma que echaste en mi vino, aún estaba enredada entre tus sábanas manchadas de sangre, esperando a que tu padre y el sacerdote lo vieran. Y lo hicieron, ¿verdad?
Geoffrey rió entonces con la malicia que reservaba para las rameras y los siervos.
Ariane deseaba taparse los oídos, pero no le daría aquella satisfacción a aquel malnacido. Ambos sabían demasiado bien a quién habían creído, y quién había sido traicionada. ¿Creerías en mi inocencia, Simón? ¿Tú, que odias cualquier tipo de brujería? ¿Tú, que hablas con tanta crueldad sobre estar esclavizado por una mujer? Especialmente una hechicera. Y si me creyeras… ¿Entonces qué? ¿Retarías a duelo a Geoffrey para determinar quién dice la verdad y quién miente?
La idea la cubrió de nuevo de un sudor frío. En el pasado había pensado muchas veces en vengarse de su violador, pero ya no creía que la verdad fuera un escudo útil contra las mentiras, especialmente aquellas dichas por un caballero como Geoffrey, que había matado demasiados hombres. Disfrutaba viendo su espada cubierta de sangre y buscaba la muerte de sus enemigos con un ansia difícil de determinar.
No importaba lo rápido ni lo diestro que fuera su esposo, Geoffrey le sobrepasaba en peso y altura; y lo que era más importante aún, Simón carecía de la sed de sangre del caballero normando.
- Los rumores dicen que el barón Deguerre está en Inglaterra -dijo Ariane sin emoción alguna en la voz.
- Entonces se dirige a la fortaleza de Blackthorne.
- Nadie me ha informado directamente.
- ¿Por qué iba a ser así? Tu padre no te quiere.
Ariane guardó silencio ante aquella verdad. Si su padre la quiso alguna vez, ya no era así. Las últimas palabras que le había dirigido lo dejaban bien claro. Ramera. Si me atreviera a matarte, ¡lo haria!
- Es evidente que no ha hecho un viaje tan largo para ver a la hija que lo deshonró -señaló Geoffrey como si leyera la mente de Ariane.
- Quizá busca una alianza con el rey inglés en lugar de con el rey de los escoceses.
- Es más probable que tu padre haya olido debilidad en algún sitio -aventuró Geoffrey mientras una lenta y cruel sonrisa curvaba sus labios.
Al notar que ya no era su centro de atención, Ariane comenzó a rodearlo procurando mantenerse fuera de su alcance.
- Por supuesto -concluyó Geoffrey-. Tú.
- ¿Crees que por fin me cree? -inquinó Ariane, sorprendida.
- Cree la verdad, es decir, que me drogaste y que yaciste bajo mi cuerpo.
Mordiéndose la lengua para controlar la rabia que amenazaba con desbordarla, Ariane se alejó un poco más del alcance de Geoffrey,
- Tú eres la debilidad que él olfatea.
- Estás loco.
- No, sencillamente soy más inteligente que otros hombres - afirmó tajante-. El barón sabe que te casaste deshonrada; sin embargo, no ha habido protesta pública alguna.
Geoffrey reflexionó durante unos instantes al tiempo que tiraba de su labio inferior con el pulgar y el índice, y luego rompió a reír con la misma crueldad con la que había sonreído.
- El lobo de los glendruid y su fiel cachorro deben ser más débiles de lo que aparentan -añadió en voz baja-. Puedes estar segura de que tu viejo y astuto padre lo sabe, y de que se aprovechará de ello.
Ariane miró al suelo, temerosa de que Geoffrey viera la verdad confirmada en sus ojos. De hecho, era evidente que a Dominic le preocupaba su control sobre las tierras de la frontera, o no hubiera sacrificado a su leal hermano mediante un matrimonio que tampoco buscaba.
Mereces una esposa mejor que esta fría heredera normanda. Pero la respuesta de Simón a Dominic había sido rápida y dolorosamente pragmática. Blacktborne se merece algo mejor que la guerra, hermano. Y tú también. Estoy seguro de que el matrimonio no puede ser peor que el infierno que tuviste que soportar a manos del sultán para rescatarme.
Ariane alcanzó a ver el movimiento de la mano de Geoffrey por la esquina de sus ojos entornados, pero ya era demasiado tarde.
Antes de que pudiera apartarse, el caballero normando tiró con fuerza de la joven y la acercó tanto que su armadura no la dejaba respirar. El hedor a vino rancio y a algo aún peor la obligó tragar con dificultad. De cerca, podía ver que la bebida y lo que quiera que corroyera su alma erosionaban lentamente la belleza angelical del rostro de Geoffrey. Su piel se estaba agrietando, los vasos sanguíneos habían reventado en su nariz, dejando trazos rojos, y su aliento olía peor que una cloaca.
- Inglaterra no te ha tratado bien -dijo Ariane entre dientes-. Vuelve a Normandía, donde la gente aún cree tus mentiras.
- Tengo los ojos puestos en una viuda noble.
- Entonces suéltame y ve a cortejarla.
Geoffrey sonrió.
- El cortejo ha terminado; lo que aún falta es la viudedad. Pero no tardará mucha Luego Carlysle será mío, y tú con él. Será como tu padre siempre quiso.
- Si retas a Simón y sobrevives, el lobo de los glendruid te matará.
- Yo sobreviviré, pero será Simón quien me rete a mí. ¡Lord Dominic no podrá reclamar venganza!
- Vuelve a Normandía -repitió Ariane-. Simón nunca te retará; el lobo de los glendruid no lo permitiría.
- No tendrá ninguna otra opción. Tú te asegurarás de ello.
- ¿Yo? Nunca!
- ¿De veras? ¿Por fin vas a admitir que no te violé?
Sonriendo, Geoffrey se despojó de un guantelete y metió la mano por debajo del manto de Ariane, hundiendo sus dedos entre los muslos femeninos. La sonrisa de sus labios se convirtió al instante en una mueca de sorpresa y dolor. Retiró su mano a toda prisa y soltó a la joven tan rápido que ésta se tambaleó.
- ¡Dios! -Geoffrey se frotó las manos con aspereza sobre la cota de malla-. ¿Desde cuándo usas cilicio y ortigas? Maldita ramera, ¡me has provocado ampollas en los dedos!
Al verse libre, Ariane recuperó el equilibrio y echó a correr hacia el castillo antes de que Geoffrey pudiera reaccionar.
- ¡Vuelve aquí! -gritó él furioso.
La joven se recogió las faldas y corrió aún más rápido, sintiendo que el arpa golpeaba su espalda con cada paso.
Maldiciendo y lamiéndose la mano, Geoffrey se dirigió a toda prisa hacia el caballo que había atado y escondido en una arboleda cercana. Sabía que alcanzaría a su presa antes de que llegara al castillo. Ariane también.
En cuanto la joven llegó a una maraña de helechos, zarzas y serbales, miró por encima del hombro para ver si Geoffrey la seguía.
No era así. El caballero normando le daba la espalda y corría hacia la arboleda de la que los guardabosques del castillo sacaban la mayor parte de la madera.
Tal y como Ariane esperaba, Geoffrey había preferido perseguirla a caballo, ya que a pie se vería ralentizado por la armadura, el yelmo y la espada.
Con cuidado de no ser vista, se desvió del camino y se adentró en el bosque. Los arbustos atravesaban el manto y arañaban el vestido, pero no se enganchaban. La resistente tela aguantó incluso las espinas más afiladas.
Cuando estuvo segura de que nadie podía verla desde el camino que llevaba al castillo, se dejó caer de rodillas y luchó por respirar.
Gruesos mechones negros le caían sobre los ojos debido a que la espesa maleza había conseguido deshacer su cuidadoso peinado.
Impaciente, se retiró el pelo de la cara y se apretó con fuerza el costado, que le dolía terriblemente.
Asustada de que se le pudiera haber abierto la herida, se desabrochó el vestido hasta que pudo ver la cicatriz justo bajo su pecho.
No había sangre. De hecho, la cicatriz apenas era una pálida línea contra la suavidad de su piel. Suspirando, Ariane se recostó un instante sin darse cuenta de que el lecho de hojas y tierra húmeda manchaba su manto.
Pronto la joven pudo oír algo más que los latidos de su corazón y su respiración entrecortada, y se puso un poco más cómoda, a la espera de escuchar los gritos de las almenas de Blackthome cuando los centinelas divisaran a Geoffrey.
El murmullo del río quedaba ahogado por las llamadas de los pájaros que se agrupaban para pasar la noche. Una carreta cuyo eje necesitaba engrasarse chirriaba desde la senda, pero aun así, los gritos de los centinelas de Blackthome se escucharon por encima del maltrecho vehículo.
Ariane inclinó la cabeza para oír mejor. Un viento caprichoso se llevó el significado de las palabras del centinela, trayéndolas luego de nuevo. Geoffrey había sido avistado, lo que significaba que no tenía otra opción que dirigirse abiertamente hacia la muralla.
Estaba a salvo. Geoffrey era demasiado inteligente para maltratarla en público, y ella se ocuparía de que nunca pudiera encontrarla a solas.
Con un suspiro de alivio, Ariane se levantó y se envolvió en la capa, de la que colgaban helechos, hojas caídas y ramitas. Sacudió los bordes con impaciencia y, acurrucándose aún más en el manto, partió hacia el castillo.