CAPÍTULO TRECE
DEAN
Día 14
Soñé con Astrid toda la noche.
No hablamos mucho después de que Jake se fuera a dormir.
Cada vez que la miraba, notaba la cara dolorosamente caliente, así que intenté no mirar mucho en su dirección. Ella también parecía estar concediéndome espacio.
Pero después de que los niños se fueron a dormir, se me ocurrió algo.
—Hey, estoy preocupado por la pistola —dije.
—¿Qué pistola? —preguntó.
—Jake tenía la otra pistola. La que recibimos de Robbie y el señor Appleton. Me asusta pensar que podría deprimirse de verdad y… usarla.
—Oh, Dios —dijo Astrid, comprendiendo lo que quería decir—. ¿Te preocupa que tenga la pistola y se pueda suicidar?
—No lo conozco tanto como tú, obviamente. Pero esas drogas son poderosas.
—Bueno, no tiene la pistola —me dijo. Se estaba estudiando los pies.
—¿Cómo lo sabes?
—Me lo dijo.
—Bueno… —exhalé. Estaba repentinamente frustrado con él—. ¿Dónde está? ¿Qué hizo con ella?
Astrid dejó escapar una breve y dura carcajada.
—Se la dio a una chica.
Y se alejó de mí. Aún no me miraba a los ojos.
Comencé a sentirme mal, muy mal, sobre lo que había ocurrido entre nosotros.
Quiero decir, Dios mío, ¿la forcé? Parecía estar tan ansiosa como yo, pero en un estado O, quién sabe. Yo había asesinado en ese estado —estaba seguro de que podría haberle hecho algo terrible a una chica.
¿Lo había hecho?
Me sentí enfermo.
Y, tan cansado como estaba, el sueño no vino fácilmente.
Siempre había pensado que perder mi virginidad sería un cambio radical en mi vida. Creí que, como mínimo, me sentiría aliviado.
Pero en vez de aliviado, me sentía culpable y preocupado.
Y, por encima de todo, ¿era posible que le hubiera hecho daño al bebé de Astrid? Quiero decir, ugh... todo eso me superaba.
Vi a Astrid en mis sueños, sobre mí, desnuda, demasiado dorada y hermosa para ser real. Su panza tenía un brillo estelar —creciendo por momentos hasta ser gigantesca, y sus gritos de placer se convirtieron en gritos de dolor. ¿Dolores de parto?
Y en otro sueño vi al tipo de la elevadora. Vi todos los detalles que no había tenido en cuenta mientras estaba furioso. La mirada de temor en sus ojos grises. La forma en que había suplicado misericordia.
Las dos escenas se emborronaron, y era a Astrid a quien estaba cortando, y era el tipo de la elevadora quien estaba dentro de su panza.
Y de pronto, Astrid me susurraba al oído.
—Despierta —dijo.
Estaba en mi litera.
Sacudí la cabeza para despejarme.
No estaba soñando —estaba allí de verdad.
—¿Qué ocurre? —pregunté. El corazón me latía salvajemente. ¿Era la pared? ¡Jesús, deberíamos haber estado mirando la pared!
—Solamente quiero hablar contigo —me dijo.
Tenía un bolígrafo con linterna apuntando hacia el suelo.
Vi que llevaba un pijama rosa, e iba descalza. Tiritaba, y se veía tan hermosa que pensé que se me iba a parar el corazón.
Nos fuimos a hablar a la cocina.
Tomé un abrigo polar para mí y un jersey que me había puesto unas pocas veces para ella.
Nos sentamos en una doble encimera en el Pizza Shack.
Contemplé el fogón ardiente que Astrid había encendido. Era nuevo, brillante, y estaba a rebosar con un par de troncos Duraflame. De alguna forma, la imagen me hizo sentir triste. Era tan brillante y esperanzador.
—Astrid, me siento fatal por lo que pasó —solté, levantándome—. Estuvo mal, y si hubiera sido más fuerte, jamás habría pasado.
—No —dijo ella con una sonrisa torcida—. Sabía que te sentirías culpable. Mira, no queríamos hacer lo que hicimos, pero no es malo o erróneo. No es siquiera culpa nuestra. Jake y yo tenemos algo abierto, sin compromisos. Somos libres de hacer lo que queramos.
—Oh —dije. Me volví a sentar—. De acuerdo.
—De lo único de lo que me arrepiento en cuanto a lo que hicimos es que creo que Jake nos vio y estoy preocupada por él. Lo que dijiste, que podría suicidarse… No lo sé. Tenemos observarlo.
Astrid se mordió el labio unos segundos. Entonces me miró y sonrió, mirando al infinito. Creo que se sonrojó, incluso.
—¿Pero lo de esta tarde? Creo que fue… increíble.
Mi corazón sufrió una especie de ataque.
—Pero yo... Me siento como si te hubiera forzado. ¿Te forcé? —pregunté.
Ahora ella se sorprendió.
—¡No! —exclamó ella—. ¿Yo te forcé?
—No, quiero decir, quería hacer lo que hicimos. Mucho, muchísimo. Es sólo que…
No supe qué decir.
—Dean, ¿puedo preguntarte algo?
Dejé escapar una enorme bocanada de aire. Sabía lo que me iba a preguntar.
—¿Fue tu primera vez?
El rubor que me cubrió la cara podría haber estado mezclado con pintura. Creo que comencé a tartamudear.
Astrid se acercó y me agarró el brazo.
—¡Está bien! —rió—. Todo el mundo tiene una primera vez.
Intenté reír, pero todavía me sentía demasiado avergonzado.
—No es que todos tengan su primera vez bajo la influencia de un compuesto químico mortal —añadió con sequedad.
—Sí —dije—. Va a ser difícil superarlo, francamente.
Ambos reímos.
Me rasqué la cabeza. Creo que hasta mi cuero cabelludo estaba de color rojo.
Entonces Astrid se inclinó y me besó.
Fue un beso suave. Sus labios se entreabrieron un poco mientras los apretaba contra los míos.
Le devolví el beso, mi boca sintiéndose fuerte presionando contra la suya. Me estaba respondiendo con su boca, y era un tranquilo y dulce “sí.”
Y luego se echó hacia atrás suavemente.
—Éste debería haber sido nuestro primer beso —dijo en voz baja.
Me senté un momento, reteniéndolo todo.
—No hay ningún motivo por el cual no pueda ser nuestro primer beso —contesté—. Puede ser, no sé, el comienzo oficial del Nosotros.
—Dean… —comenzó a protestar.
—Astrid, sabes lo que siento por ti. Estoy loco por ti...
—Dean, no. Ahora no.
—¿Por qué? Soy bueno para ti. Lo dijiste tú misma, soy un buen chico. Nunca te dejaría como lo hizo Jake…
—¡Dean! Escúchame. Si Jake se nos enfrenta, diré que fue un grandísimo error. Diré que fueron los compuestos.
—Pero, ¿por qué?
—Mira, quizá esté parcialmente enamorada de ti en este momento. Pero Jake es el padre de mi hijo. Y está realmente mal. Me necesita. Lo dijiste tú mismo, está deprimido. ¡Puede que esté deprimido hasta el punto del suicidio! Probablemente necesita la certeza de… de que va a estar conmigo, si va a salir adelante de este desastre.
—Eso no tiene sentido.
—Lo tiene para mí —dijo ella.
—¡No es justo! —protesté, sonando como un niño pequeño con toda probabilidad.
Ella se echó a reír amargamente. —¿Hay algo en todo esto que sea justo, Dean?
Entonces me apretó la mano.
—Lo siento.
Y se levantó para marcharse. Yo me senté en la silla.
—¿Eso es todo? ¿Fin de la discusión?
—Por ahora —contestó.
Parecía indignantemente injusto. Cuando él era el rey de la colina —el más popular, el más apuesto —Jake consiguió estar con Astrid. Y ahora, ella iba a seguir con él porque era un desastre patético.
Cuando yo le gustaba.
Yo.
Me levanté y me dirigí hacia las literas.
De ninguna manera iba a dejarme ganar este partido. No sabía cómo iba a jugar, pero no iba a dejar que Jake se llevase a Astrid sin luchar. Y, sabes, me sentó bien el tener algo por qué luchar, además de la vieja supervivencia.
No pude volver a dormirme, así que preparé un gran desayuno para todos.
Parcialmente enamorada de mí.
Astrid estaba parcialmente enamorada de mí.
¿Estaba mal sentir una punzada de felicidad en mi corazón en medio del Apocalipsis?
Llevé la comida a la cocina, y alimenté el fuego del fogón de Astrid.
Los niños se entusiasmaron cuando vieron el fogón. Era algo nuevo.
Habían dejado de preguntarnos si seríamos rescatados, noté. Incluso yo había dejado de pensar si seríamos rescatados. Simplemente vivíamos el presente.
Jake se acercó, caminando como si tuviera una fuerte resaca. Tomó un bol grande de avena y una gran taza de café con crema.
Astrid llegó, vestida con mi jersey azul y unos vaqueros. ¿Era algún tipo de mensaje para mí, aquel jersey?
¿Se suponía que tenía que aplacarme?
Los niños agarraron su avena.
—¿Canela? —se quejó Chloe—. ¿Acaso nos hemos quedado sin melocotones y crema?
—Si lo encuentras, puedes hacerlo tú misma —le dije.
—Nah, sólo comeré esto —suspiró, benevolente.
—Bien, de nada —dije.
—Jake, tengo que decirte algo —anunció Astrid. Se sentó a la mesa frente a él.
Jake tomó el atizador y pinchó el Duraflame que ardía en el centro del fogón.
—Guárdatelo. Lo sé —dijo, frunciendo el ceño—. Lo vi.
—¿Qué viste? —preguntó Caroline.
—No es sobre eso —dijo ella—. Eso fue simplemente un accidente. Nos afectaron los componentes. Simplemente, sucedió.
—¿Qué es lo que pasó? —preguntó Caroline de nuevo.
—Tengo noticias para ti —volvió a la carga Astrid—. Buenas noticias.
Jake dejó su cuchara de plástico y la miró. —¿Nos van a rescatar? —dijo con amargura.
—Estoy embarazada —contestó Astrid.
Jake se la quedó mirando.
—¿Qué? —preguntó.
—Voy a tener un hijo tuyo, Jake.
Se levantó el jersey —mi jersey— y le enseñó el vientre.
Jake pudo ver la diferencia de tamaño. Una vez que la veías, era imposible olvidarse de su existencia.
—¿De cuánto estás? —dijo con voz ronca.
—De cuatro meses —contestó ella.
—¿Vas a tener un bebé? —exclamó Caroline.
Astrid asintió. Una sonrisa se perfiló en sus labios.
Los niños chillaron. Estaban saltando, tan encantados. Tan felices. La abrazaban y bailaban a su alrededor. Astrid rió y les dejó tener un momento de descontrol, pero seguía con los ojos fijos en Jake.
Jake gritó de alegría y se levantó de un salto. Envolvió a Astrid en un gran abrazo y la besó.
Yo había tenido suficiente. Me fui.
—¿Qué pasa con Dean? —oí preguntar a Henry.
—Estará bien —respondió Astrid, lo suficientemente alto para que la pudiera oír.
Claro, claro que iba a estar bien.
La chica a la que amaba, que me amaba también o por lo menos le gustaba, iba a volver con su novio manipulador, deprimido y drogadicto.
Además, el mundo como lo conocíamos había terminado y había que añadir el hecho de que había matado a un hombre. Ese hecho seguía asustándome.
Me fui a mirar el agujero. Quería derribar algún anaquel de embarque del Departamento de Accesorios y colocarlo sobre el agujero como escudo para una protección extra.
Entonces fue cuando oí el ruido.
Algo traqueteaba en el almacén.
—¿Hola? —pregunté al lugar oscuro.
Alumbré con una linterna alrededor.
Allí estaba el Centro de Operaciones destrozado, con el panel que una vez controló nuestra energía, agua y aire.
Allí estaban los dos cuerpos sin vida, junto a la pared, envueltos en sus cubiertas florales a juego.
Cajas de mercancía con el contenido desparramado por aquí y por allá.
Palés vacías en una pila desordenada contra la puerta, próximas al comunicador.
Todo estaba en su sitio.
El traqueteo sonó de nuevo, y no venía del muelle de carga.
Venía de la escotilla.
Irrumpí en la cocina. Estaban todos allí reunidos, saboreando el desayuno que había preparado para ellos.
—¡Jake! —grité—. ¿Dejaste la escalera colgando del techo?
—¿Qué? —preguntó Jake, aturdido.
—¿Dejaste la escalera colgando del techo cuando nos dejaste, hace tres días?
—No —protestó—. Alex la recogió después de mí. No soy estúpido y tampoco tu hermano.
—Bueno, hay alguien en el techo ahora. Y quiere entrar.
—¿Quién eres? —gritó Jake a través de la escotilla. Le había insistido a Astrid para que llevase a los niños al Tren. Ella había accedido, para mi gran sorpresa.
La escotilla estaba cerrada con candado, gracias a Dios. La revisé ayer.
—Sólo somos unos niños —dijo la voz.
Sí sonaba como un niño.
—Por favor, déjennos entrar. Esto es aterrador.
Ahora, eso sonó un poco a sarcasmo. Jake y yo intercambiamos una mirada. Nos quedamos en la escalera metálica, hacinados, bajo la escotilla.
—¿Cómo han subido ahí? —gritó Jake.
—¿Qué? —dijo la voz—. No puedo oírte.
Quienquiera que fuese, sonaba casi como si se estuviera riendo. Jake y yo compartimos una mirada inquieta.
—¿Cómo rayos han llegado ahí arriba? —murmuró Jake.
—Necesitamos hablar contigo. Tenemos un mensaje de sus otros amigos.
—¿Qué otros amigos? —grité.
Me puse una máscara, por supuesto, por si decidíamos abrir la trampilla.
—¿Qué otros amigos? —repitió Jake.
—Los del autobús.
Miré a Jake.
—¡Nos tienes que dejar entrar! —demandó la voz—. ¡Tenemos a Brayden con nosotros!
Jake y yo nos apresuramos a abrir el candado. No pensamos ni por un segundo que podía ser un truco.
—¡Brayden! —chilló Jake—. ¿Cómo encontraron a Brayden?
Abrimos la escotilla, y vimos a tres chicos en medio del haz de luz que proyectó nuestra linterna. Tenían armas.
Vestían uniformes oscuros. Sucios y harapientos. Tenían las caras sucias. Uno de ellos llevaba una boina y tenía unas cuerdas doradas bajo el brazo. Era el líder, no cabía duda.
—¡Hola! —dijo, con alegría—. ¡Muchas gracias por dejarnos entrar!
Entonces le pegó una patada a Jake en el pecho.