NOTA DE LA AUTORA

Las hazañas de Alejandro Magno deslumbraron al mundo antiguo. Fue el líder militar más triunfante de todos los tiempos, logrando su primera victoria a la edad de dieciséis años. Su imperio se extendía desde los Balcanes hasta la India, incluyendo los actuales Turquía, Egipto, el Levante mediterráneo, Irán, Irak, Afganistán y Pakistán: unos cinco millones de kilómetros cuadrados de territorio, donde fundó veinte ciudades a las que bautizó con su nombre, entre las que destaca Alejandría, en el actual Egipto.

Las conquistas de Alejandro expandieron de forma espectacular el comercio y la difusión cultural entre Oriente y Occidente. Los griegos, que habían estado de alguna forma aislados en sus rocosas islas y sus ciudades amuralladas, de repente empezaron a formar parte de un mundo mucho más grande y apasionante. Objetos de lujo, como las especias o la seda —que eran tan infrecuentes y costosos como las joyas— inundaron los mercados griegos a precios mucho más razonables. Nuevos alimentos, como los melocotones, llegados de la China, fueron introduciéndose en el mundo griego al tiempo que las estatuas indias de Buda comenzaban a parecerse de un modo inexplicable al dios griego Apolo.

Alejandro se hizo famoso por sus audaces tácticas de batalla —que aún se enseñan hoy en las academias militares—, su profundo valor en el combate y, algo muy infrecuente en su época, su generosidad con los enemigos vencidos, tan diferente de las masacres indiscriminadas y de la esclavitud que la mayoría de los generales victoriosos imponían entonces a los enemigos derrotados. Hoy podríamos preguntarnos qué derecho tenía Alejandro a marchar sobre otros pueblos, declarar la guerra y causar sufrimiento antes de normalizar las cosas bajo su gobierno humanista y próspero, pero es que nadie en el mundo antiguo hacía otra cosa. Conquistar era lo que hacían todos los reyes.

Aunque esta es una obra de fantasía con algunos personajes ficticios —Katerina, Jacob y Zofia—, he querido recrear su mundo del 340 a. C. con tanto rigor histórico como me ha sido posible. He investigado cuidadosamente la ropa, las armas, los alimentos, la calefacción (por braseros, no chimeneas), la equipación de los caballos (los estribos y las herraduras no se inventaron hasta mil años después), los baños (aceites aromatizados, no jabones ni champús) y la iluminación (lámparas de aceite, no velas). La iluminación es una de las cosas que más me irrita en la ficción histórica que se desarrolla en épocas previas a la invención de la electricidad. Un personaje no puede simplemente despertarse en una habitación oscura de noche y comenzar a hacer algo sin que el autor mencione cómo se ha alumbrado para poder ver. Como tampoco nadie se dejaría la luz desatendida: podrían incendiar la casa, lo que podría a su vez prender fuego a toda la ciudad en una época en la que el cuerpo de bomberos consistía en gente tirando cubos de agua sobre un violento incendio. En aquella época, iluminarse en un lugar oscuro siempre era hasta cierto punto un problema, y es importante que ello se refleje en la ficción para transmitir una sensación correcta de la época.

Si bien la hermanastra de Alejandro, Cinane, puede darnos la impresión de ser demasiado moderna, es cierto que tuvo como modelo a las amazonas y que fue conocida por sus habilidades militares. Aunque es verdad que la mayoría de las mujeres griegas de clase alta permanecían en casa, tejiendo, Iliria —la tierra de Audata, la madre de Cinane— se hizo famosa por el hecho de que sus mujeres, bien preparadas físicamente, corrieran, lucharan y lanzaran con arco a caballo. Tracia, que limitaba con Macedonia por el norte de esta, era conocida por sus mujeres guerreras, como también lo fueron las tierras escitias al norte del Mar Negro, donde los griegos habían fundado numerosas colonias mercantiles y de donde trajeron sus relatos de las atractivas y salvajes amazonas. De hecho, hoy en día los arqueólogos saben que aproximadamente una cuarta parte de los «reyes guerreros» hallados hace décadas en los túmulos ucranianos —con el cráneo partido de un hachazo, flechas clavadas en las costillas y rodeados de armas y caballos de batalla sacrificados— eran, en realidad, mujeres.

La gente que vivía en el mundo antiguo pensaba que todo lo que les rodeaba tema potencialmente vida inteligente y la capacidad de otorgar bendiciones o rezumar maldad. Un árbol, una fuente, una espada o un lugar sagrado podían infundir a su propietario o a quien pasara a su lado bien un poder especial y buena suerte, bien la locura y la muerte. Las aves y otros animales podían ser dioses o personajes mágicos disfrazados. La gente utilizaba maldiciones, amuletos y embrujos para protegerse del mal y para tratar de aprovechar el bien. Han llegado hasta nuestros días algunos libros de conjuros mágicos, y yo he utilizado algunos de sus hechizos en esta novela.

Los griegos de la época de Alejandro creían que cientos de años atrás —antes y durante la guerra de Troya— Zeus y Hera, Apolo y Afrodita bajaban con frecuencia del monte Olimpo para mezclarse en los asuntos de los humanos, marchando por los campos de batalla para ayudar a sus guerreros preferidos y buscándose amantes humanos. Pero en el cuarto siglo antes de Cristo, aunque los griegos seguían adorando a sus dioses en magníficos templos, ya hacía mucho tiempo que nadie los veía. ¿Adónde se habían ido? ¿Se habían dormido? ¿Podía ser que incluso los inmortales murieran? ¿O simplemente habían perdido interés en la exasperante raza humana? En el transcurso de las tres novelas de esta serie, ofreceré una explicación plausible de lo que les ocurrió a los vencidos dioses griegos.

En las artes militares de la antigüedad abundaban subterfugios y traiciones. Los soldados entraban por las puertas abiertas de una ciudad enemiga disfrazados de mercaderes o mujeres. Los ejércitos situaban sus campamentos de forma que sus tropas parecieran más reducidas —o más amplias— de lo que eran en realidad. Las tropas abandonaban sus campamentos para tender una emboscada, pero dejaban las hogueras ardiendo con fuerza y a bueyes vagando con paja encendida en los cuernos. Colocaban falsos soldados sobre varas, escondían a las tropas frescas detrás de las colinas, y liberaban fieros animales salvajes en los momentos cruciales de los enfrentamientos.

Las estratagemas de la batalla que libran los hombres de Alejandro y los Señores Aesarios están sacadas de relatos de batallas reales de la época.

Incluso las bombas de serpientes y escorpiones de Katerina se utilizaron en la antigüedad como una especie de primitiva guerra biológica que le otorgó un nuevo significado al término «munición activa». El gran general cartaginés Aníbal, alrededor del año 190 a. C. mandaba lanzar ánforas llenas de serpientes venenosas sobre los barcos del rey Eumenes de Pérgamo, obligando así a los soldados que tripulaban la flota del rey a arrojarse al agua. Y a finales del segundo siglo de nuestra era, cuando el emperador romano Septimio Severo asedió una fortaleza en el desierto, su ejército fue recibido con una lluvia de recipientes de arcilla llenos de criaturas fatalmente venenosas, probablemente escorpiones. El emperador tuvo que abandonar el asedio.

Macedonia era un país rocoso, accidentado, que tomaba prestada una sana capa de sofisticación de sus vecinos griegos del sur, mucho más civilizados. Sin embargo, el país más elegante y refinado de todos era el crisol multicultural de naciones conocido como Imperio persa. Justificadamente orgullosos de su boyante economía, sus avanzados conocimientos científicos, sus elevadas creaciones artísticas, sus victoriosos ejércitos, su complejo sistema político y su Camino Real —de más de dos mil quinientos kilómetros de longitud y modelo del actual sistema postal estadounidense—, los súbditos persas despreciaban a los bruscos y malolientes griegos que les llegaban desde innumerables, diminutas y belicosas naciones. A los persas les impresionaba particularmente el hecho de que los griegos se negaran a llevar pantalones cuando cabalgaban o hacía frío, arriesgándose a sufrir ampollas y congelaciones, lo que entendían como una prueba evidente de su estupidez.

Por su parte, los griegos miraban con resentimiento al sedoso y aromatizado Imperio persa, donde, en su opinión, hombres afeminados y enjoyados se repantingaban en un ambiente de perfumada decadencia, con las piernas revestidas de unas extrañas perneras de tela. Al seguir los pasos del viaje de la princesa Zofia desde palacio, pasando por el carromato de los esclavos, hasta su trayecto por el Camino Real, espero haber logrado evocar el abismo de diferencias culturales que existía entre la Grecia continental y el Imperio persa, un abismo que se convertiría en un áspero choque de civilizaciones cuando Alejandro conquistó Persia.

Las hazañas de conquista de Alejandro, que comenzaron cuando fue coronado rey de Macedonia a la edad de veinte años, fueron profusamente documentadas tanto durante su vida como después de su muerte, pero este no es el caso de lo ocurrido durante su juventud, con la excepción de cómo domó a su caballo, Bucéfalo. Los años de adolescencia son aquellos en que nos damos cuenta de quiénes somos e imaginamos cómo vamos a ser, o al menos cómo nos gustaría ser. Algo que une a todos los adolescentes, y a quienes lo han sido, son los problemas con otros miembros de la familia, con excepción de unos pocos afortunados... que probablemente estén mintiendo. En cualquier caso, casi con toda seguridad, Alejandro se enfrentó a más retos que la mayoría de nosotros. Su padre, el rey, era distante y severo; su ambiciosa y manipuladora madre consagraba su vida a sus serpientes y era ampliamente considerada una bruja; su hermanastra, Cinane, era una amazona competitiva y envidiosa; su hermanastro, Arrideo, sufría una discapacidad mental, y su tutor, Leónidas, empleaba métodos educativos que hoy le llevarían a prisión por maltrato infantil.

Solo podemos imaginarnos los dieciséis años de Alejandro, rodeado por familiares irritantes, más inteligente que cuantos le circundaban pero aún lo suficientemente joven como para que le ignoraran. Debió de haber sido como un magnífico potro purasangre que caminaba inquieto de un lado a otro de su redil lleno de frustración, anhelando galopar contra el viento en cuanto alguien le desenganchara la verja.

Sabiendo lo que después lograría en su vida, podemos extrapolarlo hacia el pasado, a un tiempo de fuerzas oscuras, magia, criaturas míticas y batallas sangrientas trufadas de trampas. Podemos imaginar a Alejandro y Hefestión, Jacob y Katerina, Cinane y Zofia luchando por forjarse un camino en la vida, por enmendar viejos errores y encontrar el amor en un mundo que temblaba al borde de un gran cambio.

Porque cuando Alejandro lograra salir del redil, ya nada volvería a ser lo mismo.

 

 

Fin