Capítulo 26
C
in se sienta en la silla favorita de Álex bajo la parpadeante luz de una docena de lámparas, hasta que, por fin, oye las pisadas de su hermanastro resonar en el pasillo al que da su dormitorio. Sabe que son sus pasos porque nota una mínima duda justo antes de que apoye el pie izquierdo: es todo lo que le queda de la cojera que tanto se esfuerza en ocultar. Nadie la aprecia.
Excepto ella.
Al abrirse la puerta, Álex entra sujetando un farol, con la pantalla de cuerno de buey levantada. Las llamas de su interior reflejan las escarapelas doradas de su funda de cuero, haciéndolas centellear en la luz tenue. Cin se tensa. El no solía llevar espada en palacio. Como tampoco solía hacer la ronda con los guardias hasta las primeras horas de la mañana.
Da la impresión de no haber dormido apenas en varios días, y, aunque Cin odia admitirlo, el efecto de ello es poderoso. Parece mayor. Más fuerte. Más serio.
—Creí que eras una visita divina de la diosa Atenea —dice Álex con calma. Cin está vestida de guerrera, con las habituales botas de combate de cuero atadas hasta las rodillas, una falda militar de tablillas de cuero, una coraza de bronce cuidadosamente moldeada en la zona de los pechos, y un casco negro con cresta. Lleva la espada abrochada alrededor de la cintura y una daga escondida en la bota. Y tiene el escudo de combate apoyado sobre la mesa de caparazón de tortuga junto a la que está sentada—. Si te presentaras así vestida en Atenas, los escultores te pagarían una fortuna para que posaras para ellos —Álex coloca la lámpara sobre la mesa, al lado de ella, y ladea la cabeza—. No es frecuente que me visites. ¿Cuándo fue la última vez que lo hiciste? ¿Hace cinco años, cuando te pillé metiéndome una rata muerta en la cama? Aunque creo que has estado aquí más recientemente. Robando mi daga del fénix.
Durante un doloroso momento, furia y vergüenza la invaden cual marea venenosa, quemándola y dejándola sin aliento. Álex lo sabe. Lo que significa que Hef también lo sabe.
—No sé de qué me estás hablando —replica ella, alzándose, satisfecha de ser tan alta como Álex y poder mirarlo directamente a los ojos, a esos ojos de extraños colores—. He venido a informarte de que cabalgaré contigo al campamento de los Señores Aesarios.
—Ah... —Álex cruza los brazos y la analiza durante un largo instante antes de continuar—: Hay dos razones por las que te rechazaré.
—¿Y cuáles son, mi príncipe regente? —pregunta Cin apretando los dientes, maldiciendo el poder que su hermanito ejerce sobre ella. Y su condescendencia.
—Primero: aunque estás bien entrenada, nunca has estado en una batalla.
—Tampoco tú —suelta ella, mientras la frustración y la impotencia la hacen sentirse como una niña a quien le hubieran chafado el plan. Pero contestarle es mejor que montar una pataleta.
Durante un segundo, Cin cree ver una pequeña duda, una vacilación en sus ojos, pero esta se desvanece enseguida.
—Yo he cabalgado junto a Padre —dice Álex—. He luchado contra los ladrones de ganado a su lado. Tal vez no haya sido la madre de todas las batallas, pero me sirvió de práctica. Estoy preparado —se frota la nuca y sacude la cabeza—. Los Señores Aesarios son algo muy distinto. Si tu primera batalla a muerte es contra ellos, lo normal es que se trate de la última.
—¿Y la segunda razón? —pregunta, tan furiosa que apenas es consciente de los ruidos del pasillo.
—Confianza —afirma Álex, y aunque su voz se mantiene serena, los ojos le brillan de ira—. Si tú cabalgaras junto a mí, tendría que preocuparme por defenderme tanto de lo que estuviera enfrente como de lo que tuviera detrás, y eso sería muy difícil hasta para el mejor de los guerreros.
—No sabía que tú...
La puerta se abre de un golpe y dos guardias reales entran corriendo, con sus espadas en alto.
—¿Qué es...? —comienza Álex, girándose hacia ellos, pero las palabras mueren en sus labios.
Y en un instante Cin se da cuenta de que no han venido a proteger a Álex, sino a matarlo.
El tiempo se detiene. Durante un momento, Cin se pregunta si debería apartarse y dejar que los hombres mataran a Álex, pero solo durante un momento. Siente una rabia inesperada ante el descaro del enemigo, que se ha colado furtivamente en el palacio para matar al príncipe, su hermano, en lugar de intentarlo en una batalla honorable. Macedonia nunca olvidaría la deshonra de una cobardía semejante. Coge una silla y se la tira a los guardias recién llegados, ganando tiempo para que tanto ella como Álex desenvainen las espadas. Descuelga el escudo de su hermano de la pared y se lo lanza justo cuando los hombres se echan sobre él.
Con gran destreza, Álex se defiende de un ataque con el escudo y del otro con la espada. Los dos asesinos se concentran en él. Y ese es su error. Cin le tira un tajo a uno de los hombres, que lo rechaza con su espada provocando un fuerte ruido metálico. Ella y su oponente se apartan de Álex mientras sus espadas se baten. Es unos centímetros más alto que ella y pesa casi cuarenta kilos más, pero Cin es ágil y rápida, y es capaz de saltar hacia atrás sin dificultad, de girar y revolotear a su alrededor en un torbellino de movimiento, con los ojos fijos en su espada y escudo, sabiendo en todo momento dónde están y hacia dónde van a dirigirse.
Cin gira hacia la izquierda y le golpea con fuerza en el rostro con el borde de su escudo. La nariz y la boca comienzan a sangrarle a borbotones.
—¡Puta! —gruñe él, escupiendo un diente.
Se lanza a por ella con una ira inhumana, desencadenando la arremetida más furiosa que ella haya visto nunca. Por primera vez, Cin está luchando por salvar su vida. Y el mero pensamiento la excita. Se le aguzan los sentidos y nota cómo le corre la sangre por las venas del cuello, y huele el sudor agrio del hombre mientras alza el escudo y blande la espada. Una vez más, este se aprovecha de su mayor peso, echándose encima de ella junto a su enorme escudo, por lo que Cin se ve obligada a retroceder. Unos pasos más y se encontrará atrapada en la esquina.
Cin sopesa su situación de un vistazo. Hay una silla detrás de ella. Por encima, una cadena de hierro enrollada que suele utilizarse para subir y bajar el candelabro circular sujeto al centro del techo. El esclavo no ha encendido las mechas. Así que salta sobre la silla y desde allí se lanza hacia la cadena. Agarrando el hierro, se balancea y golpea al hombre con toda la fuerza de ambos pies en el rostro. Anonadado, este se tambalea hacia atrás. Cin suelta la cadena rápidamente, pero ya es demasiado tarde. El gancho del techo que sujetaba el candelabro ha cedido al peso de ella y se descuelga.
El pesado engranaje de hierro golpea al atacante en el hombro mientras las lámparas caen salpicándole aceite encima, lo que le hace perder el equilibrio momentáneamente. Con gran velocidad, Cin le enrolla la cadena, ya suelta, alrededor del cuello y aprieta fuerte.
Bramando, él introduce los dedos de una mano entre la cadena y su cuello mientras alarga la otra hacia atrás intentando agarrar a Cin. Se dobla sobre su cintura, tratando de lanzarla por encima de su hombro y logrando que ambos se acerquen a la otra batalla que se está librando en el dormitorio. Cin es vagamente consciente de la furiosa lucha de espadas que mantienen Álex y el otro soldado, pero no es capaz de pensar más que en apretar con fuerza la cadena alrededor del cuello del guardia para que este se desmaye antes de que logre liberarse o la lance a ella contra la pared. Al pasar junto a la mesa, agarra una lámpara encendida y pega fuego a la manga, empapada en aceite, de la túnica de su oponente. Se enciende como una antorcha.
Soltando la cadena, Cin se deja caer al suelo y rueda lejos del guardia. Gritando, el hombre se sacude la manga, pero las llamas ya le alcanzan la barba, también llena de aceite. Con un rugido, se quita el casco y se golpea el rostro, incluso a pesar de que las llamas empiezan a lamerle el pelo. En el otro lado de la habitación, su compañero se detiene horrorizado. Álex se aprovecha de su distracción para apuñalarlo en el corazón. Se desploma sobre el suelo mientras la sangre oscurece su pechera de cuero.
El rival de Cin aúlla agonizante. Rodeado de llamas y humo, ardiendo, el hombre se tambalea hacia ella. Cin saca su espada y el tipo acaba ensartado en ella. Cae al suelo, retorciéndose mientras las llamas convierten su rostro en una masa de ampollas y burbujas.
Apoyándose en el escudo, Cin lo mira y sonríe.
—Vuelve a llamarme puta —sentencia.
Pero el tipo ya no la oye. Álex le ha cortado el cuello con la espada, poniendo fin así a su sufrimiento. Toma un cubo de arena cercano a la pared y vierte su contenido sobre las llamas que aún le devoran la cabeza y los brazos; tras ello, el fuego vacila y termina por extinguirse. Entonces, Álex vuelve junto al hombre al que ha matado, evitando con cuidado los resbaladizos charcos de aceite y sangre.
—Ayúdame a quitarle la coraza —pide Álex, volteando el cuerpo para desatar los cordones de la espalda.
Rápidamente, Cin se une a su hermanastro y desgarra la túnica ensangrentada por su parte delantera. Aunque la herida letal ha oscurecido parte de ella, Cin puede distinguir con claridad la marca aesaria. Cinco lenguas de fuego y una luna creciente.
—Señores Aesarios —concluye Alejandro, limpiándose la sangre de las manos en la parte baja de la túnica del hombre.
Cin y él llegan a la misma conclusión a la vez: deben de haber vuelto sobre sus pasos, al haber encontrado una forma de infiltrarse en la ciudad, disfrazándose de guardias.
—He de encontrar a la reina —dice Álex.
Y sale como un huracán de la habitación sin mirar a Cin.
Esta vuelve hacia el hombre al que mató, fijando la vista en el deshecho montón de carne que yace delante de ella. Es curioso que la muerte aesaria la haya hecho sentir tan viva. Ahora desearía matar a otro. Y si estos hombres han conseguido entrar, lo harán otros.
A lo lejos, Cin oye la campana que anuncia un ataque. Sale rápidamente de la habitación, manteniéndose en las sombras, y apresurándose para alcanzar a Álex. Al otro lado del pasillo oye sonido de pisadas y ruido metálico de armaduras a medida que los guardias del rey acuden a la llamada de alarma. Ella se une a una multitud que cruza el patio con faroles, antorchas y armas, mientras los soldados gritan órdenes y los civiles gimen de miedo.
Está a punto de unirse a los guardias cuando un movimiento en su visión periférica la detiene en seco.
Al otro lado del patio, la puerta de la biblioteca está abierta, si bien mínimamente. ¿Quién puede encontrarse en la biblioteca a estas horas de la noche?
Cin desenvaina la espada, recoge el escudo, y cruza a grandes zancadas el patio, sube los peldaños y entra en el oscuro atrio de la biblioteca. Allí se detiene y escucha. Solo oye el suave chapaleteo del agua de la piscina al chocar contra los bordes.
Y entonces, ese gemido ansioso y agudo que reconocería en cualquier lugar.
Arrideo.
Puede que no sienta mucho cariño por su hermano deficiente, pero pertenece a la familia real de Macedonia. A su familia real. ¿Cómo se atreven los aesarios a infiltrarse en palacio y poner las manos sobre ningún miembro de su familia?
Cin avanza sigilosamente, agachándose, y se desliza a través de las puertas medio abiertas a la sala de lectura principal. Tras unos momentos de silencio intenso, distingue un murmullo de voces y un crujido de papeles. La luz de una lámpara baila en los archivos que se encuentran a su izquierda.
En medio del parpadeo de sombras, Cin descubre la cadena y el candado tirados de cualquier modo sobre el suelo. Los intrusos debieron esperar a que sonara la alarma y los guardias abandonaran sus puestos. A medida que se acerca, con la espalda pegada a las estanterías, ve cómo unos hombres desenvuelven rápidamente algunos rollos. Arfideo está atado a una silla, amordazado y con los ojos muy abiertos. Los hombres lanzan algunos de los rollos a un gran saco de lienzo y descartan otros arrojándolos al suelo. Todos llevan espadas. Pero están envainadas. No tienen ni idea de que se les avecina un ataque.
Realizando el ululante grito de guerra de las antiguas amazonas, entra de un salto en la sala, clavando su espada en el pecho del intruso más cercano. Sin embargo, el filo de esta queda bloqueado por algo rígido que lleva debajo de la túnica, una coraza de bronce, probablemente. Cin intenta entonces apuntarle a la cara, pero el hombre se vuelve rápidamente y la golpea con el saco mientras desenfunda la espada. Sus dos compañeros desenvainan también las suyas, si bien se ven entorpecidos por las pequeñas dimensiones de la estancia.
Uno de ellos se lanza contra Cin y las espadas de ambos se encuentran. El que está junto al primero intenta acuchillarla, pero ella alza el escudo a tiempo para esquivar el ataque. El tercero se queda atascado detrás de los otros dos, incapaz de luchar. La silla de Arri se vuelca en medio del revuelo y sus gemidos alcanzan cotas insospechadas.
Cin no está segura de cuánto tiempo está pasando —¿dos minutos?, ¿diez?— mientras pelea con sus dos oponentes. Ve al tercer hombre, el que se encontraba detrás, subirse de un salto a la mesa y se pregunta si tratará de saltar sobre ella. Si lo hace, su espada estará preparada para ensartarle, como a un trozo de carne que fuera a asar a la brasa, según caiga. Pero en lugar de ello, le arroja algo, algo duro y grande que vuela por encima de las cabezas de sus camaradas, le golpea en un lateral de la cara y choca contra el suelo. Es un rollo enorme con un pesado rodillo de madera en el centro, tan grande como los utensilios parecidos que utilizan los panaderos para amasar.
No consigue lesionarla —el casco ha absorbido la mayor parte del golpe— pero sí que le hace perder el equilibrio. Mientras intenta recuperarlo, uno de los hombres salta sobre ella, derribándola contra el sueño. Con un movimiento ágil, estira las piernas hacia arriba y hacia atrás, y logra agarrar la daga de la bota. Se la hunde hasta dentro en el cuello.
Dando un alarido, los otros dos aesarios le quitan el cuerpo inerte de encima, con lo que puede volver a ponerse de pie, a agarrar la espada y el escudo. No dispone de mucho espacio para maniobrar en una cámara tan pequeña, que además está medio ocupada por la vieja mesa y el cadáver, pero Cin se las arregla para clavar su arma con fuerza en la pechera —atravesándola, según cree ella— de uno de los hombres, que se desploma hacia atrás sobre la mesa, volcando una lámpara de aceite; sin embargo, debe de haberle provocado solo un rasguño porque casi inmediatamente el hombre se incorpora de un salto e intensifica el ataque.
—¡Fausto! —grita entre arremetidas y defensas—. ¡Llévate los rollos!
Cin inspira profundamente, tratando de mantener la respiración regular a pesar de que sus pulmones chillen exhaustos. Huele un perfume mezclado con sudor y sangre. Y humo.
Las llamas se alzan imponentes por detrás de los dos hombres mientras Cin se precipita sobre Arri y lo desata. Las lágrimas le surcan el rostro, y de inmediato empieza a toser y escupir.
—Corre, chico. En cuanto puedas, corre —le susurra.
Se vuelve sobre sus talones, viendo cómo la lámpara de aceite ha prendido el montón de rollos descartados, que en cuestión de segundos está convirtiéndose en una hoguera capaz de rivalizar con las del solsticio de verano. Cin intenta obligar a los hombres a acercarse a las llamas, pero ambos empujan hacia adelante, golpeándole la espada y el escudo de forma que no puede defenderse. Vagamente, en algún punto de su visión periférica, ve a Arri salir disparado entre las piernas de uno de sus dos oponentes, gateando en dirección a la puerta, a la seguridad.
Con un movimiento circular, el hombre que está a su derecha consigue hacerle girar la mano, con lo que su espada sale despedida hacia el suelo. El otro la empuja hacia el montón de rollos en llamas, y apresuradamente voltea la pesada mesa de la biblioteca, inmovilizando a Cin contra el ardor y las cenizas.
—Agarra el saco y llevémoslo a Bastian —dice, mientras Cin siente la insoportable agonía de notar cómo se le va quemando la carne. Aparta la pesada mesa de un empujón y profiere un grito tan espeluznante que, por un instante, los hombres se detienen y se quedan mirándola. Ella los ve a través de una nube de humo y llamas danzantes.
Curiosamente, sobre ella ha descendido una especie de entumecimiento: no siente nada. Y a pesar del espeso humo que llena el aire, provocando que los otros guardias tosan y se asfixien, ella es capaz de respirar sin problema. De hecho, se da cuenta de que es capaz de levantarse y caminar a través de las llamas, como si estas no la tocaran.
—Tal vez sea una diosa —dice Fausto, temblándole la voz.
—Una bruja, más bien. Y eso sí que le interesaría al Consejo de Ancianos.
Cin se encuentra maravillada. ¿Será posible? ¿Habrá funcionado el hechizo con la sangre del mendigo después de todo? ¿Se habrá vuelto invencible al dolor..., o incluso a la muerte? Después de tantos años, ¿habrá logrado encontrar por fin la sangre de la verdadera traición?
Profundamente confundida, apenas reacciona cuando Fausto le agarra las manos y rápidamente se las ata a la espalda. No puede ser que haya adquirido la Sangre de Humo.
¿O sí?
El otro tipo se ata un pañuelo alrededor de la boca. Cin no tiene ni idea de adonde la llevan. Mientras la empujan hacia la sala principal, una risa tonta le sube por la garganta pero se le ahoga en la mordaza.
—Este sitio va a arder como una antorcha —advierte uno de los soldados, echando la vista hacia la hoguera que se ha declarado en los archivos—. Salgamos de aquí.
Mientras los hombres sacan a Cin de la biblioteca, ella ve a docenas de personas en el patio principal de palacio gesticulando y gritando que la biblioteca está en llamas.
—¡El enemigo ha prendido fuego a la biblioteca! ¡Traed arena y agua! —grita uno de los hombres.
Después, empuja a Cin escaleras abajo y por una puerta hacia el pequeño y desusado patio que se encuentra detrás de la biblioteca, y desde este y a través de otra puerta hacia un callejón. Sus captores la empujan y sacuden de forma zafia hasta que finalmente la suben al pequeño porche que antecede a la mazmorra. Llaman cinco veces a la puerta. Oye cómo dentro se levanta un cerrojo, y un segundo más tarde, la puerta se abre y la empujan dentro. Sobre el suelo que tiene delante, dos guardias macedonios, a quienes han despojado de sus uniformes, yacen en sendos charcos de sangre.
Mira a su alrededor en la sala, iluminada por las antorchas, y ve a seis Señores Aesarios. Uno de ellos da un paso adelante, pero a ella le lleva un instante reconocerlo: el habitualmente confiado Señor Bastian. A Cin le sorprende descubrir una marca en su frente y las perlas de sudor que se le forman sobre el labio superior. Estaba mucho más atractivo en el banquete, recuerda. Y pensar que entonces intentó flirtear con ella...
—¿Qué es esto? —pregunta Bastian a sus secuestradores.
—Nos atacó, mi señor.—dice uno, apoyando el saco con los rollos robados—. Y mató al Señor Ajax. Y ella... ella...
—Ella... ¿qué? —pregunta Bastian, acercándose a Cin, repasándola de arriba abajo.
—Parecía poder resistir el fuego. Caminaba sobre las llamas.
—¿Esta cría mató a Ajax y caminó sobre las llamas?
—Sí, señor. La biblioteca está en llamas, pero logramos sacar muchos rollos que podrían resultarle de interés al Consejo.
Cinco golpes cortantes suenan en la puerta, y un hombre la abre. Cin gira el cuello para alzar la vista y ve cómo dos mujeres desgarbadas que portan cestas entran en el despacho de la mazmorra. De pronto, se arrancan sus largos velos vaporosos y sus melenas rizadas oscuras, dejando a la luz unos rostros llenos de cicatrices y de cabello corto.
—Mi señor —dice el del pelo entrecano—, nuestros hombres no pueden abrir las puertas de palacio. Y aunque pudieran, no conseguiríamos abrir las puertas de la ciudad para dejar entrar al ejército. El príncipe Alejandro ha ordenado que se mate a cualquier civil que se acerque a las puertas desde el palacio o la ciudad.
Bastian frunce el ceño y asiente.
—¿El príncipe Alejandro? ¿Y qué ha sido del Señor Melampos y el Señor Kebes? ¿Acaso no lograron asesinar al príncipe?
—Están muertos, mi señor —contesta el otro, el ataviado con un peplo que le queda fatal—. Asesinados por el príncipe y su hermana.
—¿Su hermana? —pregunta Bastian volviéndose hacia Cin—. Menos, quítale la mordaza.
Cin apenas puede contenerse de morder los zafios dedos que le retiran la mordaza de la boca. Cuando por fin se la quitan del todo, inspira profundamente antes de dedicarle a Bastian una sonrisa brillante.
—Qué decepción —afirma—. Pensaba que tus guerreros eran los mejores del... —la mejilla le arde y prueba lo salada que está su sangre al recibir en el rostro una bofetada de Bastian.
—Una noche decepcionante —conviene Bastian, frunciendo el ceño hacia ella, y después hacia sus hombres—. Unos cuantos rollos y una chica.
—Pero no una chica cualquiera, mi señor —replica el hombre que sujeta a Cin—. Se trata de la hija del rey Filipo. Una princesa real por la que se puede pedir un rescate. Una mujer cuya carne no queman las llamas. Mirad cómo su piel apenas muestra mínimas marcas, como si el fuego casi no la hubiera tocado.
Bastian vuelve a mirar a Cin, y por primera vez en toda la noche, sonríe.