Capítulo 19
M
ientras las ruedas de madera del carro avanzan con dificultad bajo el crepúsculo, Zofia yace aturdida en la esquina de la jaula, tan alejada como puede del charco de la otra esquina. Los traficantes solo dejan salir a los prisioneros al alba y al anochecer, e incluso a pesar de que únicamente les permiten beber una taza de agua al día, todos necesitan orinar más de dos veces. El primer día Zo intentó contenerse durante tanto tiempo que estuvo tiritando del dolor hasta que una de las chicas de la jaula adyacente le recomendó en susurros que lo expulsara, que se acostumbraría al olor.
Desde su captura —ya ha perdido la cuenta de los días— ha temblado de forma incontrolable por el miedo, ha llorado por Roxana y ha rezado a todos los dioses de los que alguna vez oyó hablar. Ahora nota cómo la invade el pánico, subiéndole desde la boca de su estómago, vacío y dolorido. Le gustaría gritar, arrancarse el pelo y darse de cabezazos contra los barrotes de la jaula hasta quedar inconsciente. Pero la aterra lo que podría pasarle en ese caso.
Inspira profundamente varias veces, tratando de no pensar en los traficantes ni en su sombrío futuro. En palacio, su escapatoria preferida era pensar en Cosmas. En su rostro. En sus besos. En su olor a cuero y caballos, y a su túnica frotada con los cantos del río.
Pero ahora todo es diferente. Ahora su pensamiento se desliza hacia la comida que solía tomar en palacio. Pan grueso y esponjoso con sirope de uva. Estofado de cordero y espinacas con semillas de granada flotando cual pequeñas barcas rojas. Pollo con naranjas, canela y nueces. Durante los últimos cuatro días apenas ha probado más que bocados de algo parecido a comida, suficiente para mantenerla con vida pero no para transmitirle la fuerza necesaria para escapar.
Y casi delira de la sed; tiene la garganta reseca y los labios abiertos y ensangrentados. Piensa en las fuentes salpicando y rociando cada patio y jardín del palacio de Sardes. Algunas de las habitaciones principales del rey cuentan incluso con cascadas que caen por las paredes y mojan el centro de los peldaños, así como canales de agua que corren por el medio del suelo.
Piensa en los olores de palacio. Perfume, incienso y flores por doquier en lugar de orina, sudor y cosas peores. Piensa en los lujos que nunca antes había apreciado, como ponerse una ropa limpia en vez de vestir esta sucia y rasgada túnica de chico y estos pantalones.
—¿Te encuentras bien, Zo? —pregunta una voz. Zo está demasiado cansada para incorporarse y mirar—. Gemías, estábamos preocupados por ti.
Es Arzu, esa chica que tiene un cabello tan negro como el ala de un cuervo y unos despiertos ojos pardos. Su voz es grave, casi como la de los adultos; Arzu podría aparentar unos veinte años, mientras que Minoo, otra prisionera, no pasaría por mayor de doce, dada su aguda vocecita, sus ensortijados rizos marrones y sus enormes ojos azules. En realidad, ambas tienen quince años y son íntimas amigas.
—Si —miente—. Estoy bien.
Cuando Zo se despertó esa horrible primera mañana, las chicas intentaron tranquilizarla. Le dijeron que ellas habían sido capturadas dos días antes cuando salieron a buscar al perro de Minoo después de que anocheciera. También le contaron que habían oído a los hombres decir adonde las llevaban: a un campamento en el bosque, un pueblo secreto de asesinos y ladrones, al que se acercarían los compradores para pujar por los esclavos.
Los tres chicos y la anciana llegaron en jaulas ese mismo día algo más tarde, cuando los captores de Zo se encontraron con otros cuatro traficantes. Le resultaron tan repulsivos como los tres que la habían secuestrado a ella. A uno le faltaba un ojo, a otro una mano. Tenían el cabello largo y grasiento y, por el modo en que se rascaban, probablemente infestado de piojos. Pinchaban y pellizcaban a Zo y a las otras dos chicas a través de los barrotes de la jaula, riéndose de ellas.
Los tres chicos —cada uno de ellos encerrado en una jaula diferente para evitar que se abalanzaran sobre sus captores— van en el segundo carro. Zo no puede hablar con ellos porque tendría que gritar. Y cuando los traficantes oyen a los prisioneros hablar entre ellos, golpean los barrotes con sus espadas y los amenazan con infligirles un castigo brutal. Sin embargo, la anciana sí que fue trasladada al carro de Zo, aunque colocaron su jaula al lado contrario de la de ella. Al principio, la muchacha se alegró de tener a alguien con quien hablar a ambos lados. Pero hasta ahora la vieja no ha contestado a ninguna de sus preguntas, no ha llegado a dirigirle la palabra. O bien murmura para sí misma, o bien canta una evocadora melodía sin letra, balanceándose adelante y atrás.
El canto de la anciana se convierte en una voz áspera que parece meterse a través de la brisa nocturna en los oídos de Zo.
—Mientes, princesa —dice con voz entrecortada—. No te encuentras bien.
Zo se vuelve hacia la anciana, pero a la pálida luz de la luna apenas puede distinguir lo que ve. Una figura encorvada de cabello plateado brillante y rebelde. ¿Cómo sabe que es una princesa? El vello de la nuca se le pone de punta.
—No —susurra Zo—. No lo estoy.
—Me llamo Kohinoor y me cogieron mientras recogía hierbas bajo la luna llena.
—¿Qué? —a Zo todo le da vueltas por la falta de comida y agua.
—Me preguntaste mi nombre y cómo me habían capturado. Me llamo Kohinoor y me cogieron mientras recogía hierbas bajo la luna llena.
Zo se ríe de forma áspera.
—Te pregunté eso hace días. ¿Me respondes ahora?
La anciana suelta una carcajada.
—Las preguntas no se contestan cuando uno quiere sus respuestas, sino cuando ha llegado el momento de responderlas.
Zo se obliga a arrastrarse hasta el otro extremo de la jaula para poder observar a Kohinoor, quien se aparta hacia un lado el fibroso cabello y devuelve la mirada a Zo desde sus empañados ojos de color púrpura. Zo contiene el aliento. ¿Un oráculo, quizás? La vieja Mandana le habló a Zo de los oráculos —esos malditos humanos bendecidos por los dioses para que profetizaran con su voz inmortal—. Artajerjes, el rey de reyes, tiene un oráculo, e incluso los Señores Aesarios se inclinan ante sus revelaciones divinas.
O quizás esta mujer sea solo una adivina, una de esas personas que puede atisbar briznas del futuro. El rey Shershah contaba con una adivina en la corte antes de que naciera Zo. Se la entregó a los Señores Aesarios como compensación por erradicar a los saqueadores de caballos y ganado. Hasta donde sabe Zo, los Señores Aesarios barrieron la tierra de videntes, brujas, hechiceros y de todos aquellos de quienes se rumoreaba que tenían contacto con la magia, incluso aunque no tuvieran poder alguno.
Pero los ricos siguen queriendo conocer su futuro y estarán dispuestos a pagar un precio alto por Kohinoor si de verdad es una adivina. Esa debe de ser la razón por la que los traficantes no han matado a una mujer demasiado mayor para trabajar o ser compañera de cama, como hicieron con Jopata, de mediana edad y fea, y Roxana, que era tan joven.
Roxana. A Zo casi se le cierra la garganta del dolor. Es culpa suya que la niña haya muerto.
—Kohinoor, ¿puedes decirme si mi hermana ya ha llegado al Paraíso? —pregunta, planteándose si será una tontería confiar en que la mujer adivine de verdad el futuro—. ¿Me ha perdonado?
Pero la anciana gira la cabeza y se ríe.
No es un oráculo, entonces. Ni siquiera una adivina. Tan solo una mujer débil, sin poderes, que probablemente llame «princesa» a todas las chicas. Zo se hace un ovillo, notando cómo se le revuelve en la tripa el mendrugo de pan mohoso. Mientras la noche tiñe de oscuridad su alrededor, un viento fresco la hace tiritar dentro de su túnica empapada de sudor, y los gritos de Roxie en el trigal le resuenan en los oídos.
En medio de la noche, acampada cerca de una pequeña aldea, la despiertan de nuevo unos gritos. Pero esta vez no desaparecen cuando ella se incorpora y se despeja la cabeza.
—¡Arzu! ¡Minoo! —susurra con voz ronca—, ¿Qué sucede? ¿Lo veis?
—Hay un revuelo a la salida del pueblo —dice Minoo—. Kansbar y los otros dos han ido corriendo a ver qué ocurría.
Girando la cabeza, Zo ve a tres hombres que se alejan de la hoguera del campamento corriendo hacia las antorchas situadas a distancia mientras los otros cuatro se quedan para vigilar a los prisioneros. Se le acelera el pulso en la garganta. ¿Podría querer decir que alguien viene a rescatarlos? Zo sabe que por la campiña hacen la ronda los soldados imperiales dedicados a atrapar a los delincuentes.
Pero los tres traficantes regresan: no se trata de ningún rescate, era solo una discusión.
—Tenemos que abandonar este lugar ahora mismo —dice Kansbar, echando polvo de una patada sobre el fuego para apagar los últimos rescoldos.
—No veo el motivo —dice el delgado—. Tan solo porque los ciudadanos hayan arrestado a una mujer...
—... para entregársela a los Señores Aesarios por tener Sangre de Tierra —replica Kansbar.
¿Sangre de Tierra? Zo ha oído hablar de ello, recuerda vagamente. Según el rumor, es uno de los dos tipos de sangre mágica, aunque obviamente ella nunca se ha creído esas historias.
—Eso significa que los Señores Aesarios vendrán por aquí —continúa Kansbar—. Nos arrestarán tan pronto como nos vean. Se llevan a los ladrones y a los bandidos del mismo modo que si fuéramos brujas desenterrando huesos en un cementerio. El Gran Rey les ha otorgado permiso para arrestar a cualquier delincuente que encuentren.
—Tal vez podríamos venderles a la adivina —sugiere el flaco—. Quizás pagarían más que nuestro cliente rico.
—Eres idiota, se la llevarían por la fuerza y a nosotros también. Solo los dioses saben qué hacen con la gente a la que arrestan. Además, si al final no es una adivina, nos castigarían por mentirles.
—De todas formas, no van a llegar aquí esta noche —replica el delgado—. Desde el pueblo tendrán que enviarles un mensaje adondequiera que estén. Durmamos ahora y salgamos con la primera luz del alba.
—Estoy de acuerdo —dice el manco, mientras sus compañeros gruñen en signo de aceptación—. Los Señores Aesarios no llegarán aquí hasta dentro de unos días. Estoy reventado de viajar por esa calzada horrible y llena de baches. Tiene más agujeros que polvo.
Kansbar se saca el cuchillo del cinturón y lo lleva a la garganta del hombre.
—Escucha, saco de estiércol —amenaza, en un tono de voz áspero por la ira—, nos vamos. ¡Ya! Y te cortaré la otra mano si no empiezas a recoger en este mismo instante —y girándose hacia el delgado, le dice—: Y tú también. Y el resto de vosotros, ¡empezad a recoger!
En unos minutos, ya están en marcha, con los exhaustos caballos avanzando penosamente por el sendero bacheado hacia el bosque.
—Kohinoor —susurra Zo.
La anciana gruñe.
—Esperemos que los Señores Aesarios no te pongan las manos encima —dice Zo, en tono de urgencia—. Está claro que no tratarían con amabilidad a una mujer que recoge hierbas bajo la luna llena, un momento en el que todas las plantas tienen mayores poderes mágicos, por muy débil y anciana que sea.
Kohinoor se ríe en la oscuridad, un sonido que a Zo le recuerda al de las contraventanas de madera chocando a causa del fuerte viento.
—No lo harán —afirma. Su hilo de voz casi canta al continuar—: Puedo ver mi futuro y no hay en él señores oscuros. Tan solo un amo piadoso que no me entregará a mis enemigos, sino que me devolverá a casa con mis murciélagos.
Zo se estremece.
—No debes decir que ves el futuro —le implora a la mujer—. Solo te pondrá las cosas más difíciles.
La mujer suelta una nueva carcajada, un susurro seco en la oscura noche.
—Pero es que yo sí que veo el futuro, princesa. Y es imposible negarse a uno mismo. Tú deberías saberlo, Zofia de Sardes.
Zo pestañea de asombro. Kohinoor ha de ser una verdadera adivina si sabe quién es ella.
Y si la predicción de Kohinoor para sí misma es cierta, entonces es posible que igualmente Zo encuentre su camino fuera de estas calamidades. Quizás el mismo amo piadoso la liberará a ella también. Por un instante, Zo se permite imaginar el tipo de hogar que le gustaría compartir con Cosmas. Una casita con techo de paja rodeada por un jardín de flores y hierbas y un establo con un adorable caballo mascando heno. Un pozo de agua fresca —se lame los labios solo de pensar en ello— y un estofado espeso hirviendo en una marmita negra arrimada al fuego.
—¿Puedes ver mi futuro? —pregunta Zo, odiando que se le note la esperanza en la voz.
—Dame tu mano.
Zo le acerca la mano a través de los barrotes de su jaula y la de Kohinoor.
Las manos de la anciana están tan frías y secas como la piel de un lagarto, y Zo reprime el impulso de retirar la suya. Unas uñas semejantes a garras quebradas le recorren la palma hasta detenerse. Zo espera tanto tiempo en silencio que se pregunta si Kohinoor se habrá quedado dormida.
—¿Qué ves? —pregunta, por fin, con el pulso acelerado.
—Llevas un niño —responde la mujer. Y comienza a cantar una nana sobrecogedora que hace que Zo note un escalofrío por toda la columna vertebral.
De forma instintiva, Zo se posa las manos sobre el vientre. ¿Un niño? Pero si solo ha estado con Cosmas una vez. Aquella gloriosa noche. ¿Cómo iba a ser tan fértil? Pero, mientras trata de asimilar la idea, puede notar su certeza, el ligero dolor en la parte baja de la tripa que ella había atribuido al hambre y a la angustia de encontrarse atrapada.
Y asume la realidad de un golpe horrible. Enjaulada. Embarazada.
¿Qué le harán los traficantes cuando se enteren? Probablemente, obligarla a beber algo que le haga abortar. Uno de esos venenos que, si no acaba inmediatamente con su vida, le quemará el vientre impidiendo que dé a luz nunca más. La vieja Mandana le contó historias así hace muchos años, en su otra vida.
La mujer entona un extraño arrullo.
—Y hay más, Zofia de Sardes —grazna—. Tu sangre se mezclará con la del príncipe Alejandro de Macedonia. Es tu destino.
Zo exhala de forma brusca.
—No, estás equivocada.
—Es tu destino.
Zo apoya la cabeza contra los barrotes. Una parte de ella desea creer que la mujer es realmente una adivina. Lo que significaría que pronto va a salir de esta suciedad, y del hambre y de la sed, y de los calambres en unas piernas que ya no puede estirar y sobre las que ya no puede levantarse, y del apestoso charco del suelo. Pero la otra parte de Zo se niega a creer..., no puede hacerlo. Porque... ¿qué haría Alejandro o su bárbaro padre— con el niño si se enterara de que ya lo llevaba en su vientre antes de casarse con él? Lo expondrían. Dejarían al recién nacido en las colinas situadas fuera de las murallas de la ciudad donde se abandona a todos los niños no deseados al anochecer. A veces algunas parejas sin hijos se acercan y escogen a uno para criarlo como si fuera suyo. Aquellos que quedan allí son devorados por los lobos. Y después el rey Filipo la mataría a ella o la devolvería para vergüenza de su tío.
Y si Kohinoor tiene razón, entonces nunca estará con Cosmas. Tal vez incluso él nunca llegue a saber de la existencia de su hijo.
Y eso es inaceptable.
Es mejor creer que Kohinoor obtiene sus «predicciones» de la observación. Zo no se ha encontrado bien varias mañanas y, si es sincera consigo misma, ella también se ha planteado por qué todavía no le ha venido el periodo. Y en cuanto a que conozca su nombre, Zo está convencida de que la desaparición de la sobrina del rey probablemente sea ya algo sabido por toda la gente de la zona.
Kohinoor no es más que una tramposa con buen ojo para los detalles.
—Que elijas no creerlo, princesa, no importa —la voz de la mujer interrumpe los pensamientos de Zo—. Tu sangre se mezclará con la de los macedonios. Y a ese traficante... dice señalando a uno de los hombres que vigilan junto al carromato que está frente a ellas, ese cuya delgada silueta le asemeja a una lanza en la oscuridad— le llegará la muerte en un grano de trigo. Y yo me iré a casa.
Kohinoor se queda callada el resto de la noche, pero Zo no puede huir de los chillidos que escucha dentro de su cabeza.
A la mañana siguiente, Zo se despierta con los gritos de los hombres. Cuando mira lo que ocurre fuera de la jaula, ve al traficante flaco al que mencionó Kohinoor anoche tumbado en el suelo. Muerto. El resto de captores rodean de pie su cadáver.
—¿Qué ha pasado? —pregunta Zo a Minoo, quien observa el revuelo con interés.
—Le dio a Kansbar un desayuno que no fue de su agrado —responde la chica—. Este dijo que la comida estaba pasada, y lanzó un grano de trigo de su puré a los ojos de Haresh. Él atacó a Kansbar, pero, obviamente, nadie tiene muchas opciones frente a este... —Zo no escucha el resto. Un grano de trigo. Kohinoor lo sabía.
Zo se apoya contra los barrotes y, aprovechándose de la distracción de los traficantes, llama con cautela a la anciana adivina.
—Sabia mujer, te creo —dice Zo, en un tono de voz sereno—. ¿Existe alguna manera de que escape a mi destino? ¿Alguna forma de que me reúna con mi verdadero amor?
La anciana suelta una carcajada.
—Verás al padre de tu hijo de nuevo, pero solo una vez antes de su muerte. Serás la causa de su muerte.
—Pero ¡tiene que haber un modo! —exclama Zo—. Debe haber algo que pueda hacer. Un sacrificio a los dioses, un trato...
—Los dioses duermen, princesa, pero... —Kohinoor parece reflexionar sobre qué decirle—. La única forma de deshacer la manta que el destino ha tejido para ti es encontrar a los Devoradores de Espíritus, que son quienes pueden negociar con las diosas que estiran, tejen y cortan los hilos de nuestro destino.
—¿Dónde encontraré a esos Devoradores de Espíritus? —pregunta Zo.
Un resuello le llega de la jaula contigua.
—Si aún existen, los encontrarás en las Montañas Orientales. Allí es donde los Devoradores de Espíritus nacieron, de una grieta entre las rocas, y allí es donde aún viven. Allí es donde debes ir.
Es una locura. Es una locura creer a la anciana, pero si tiene razón en sus predicciones, no lo es menos creer que hay un modo de cambiarlas.
Sin embargo, ¿se va a arriesgar Zo a no creerla?
Para tranquilizarse, estruja los adornos de oro que lleva cosidos en el dobladillo de la túnica —pendientes, colgantes y sortijas—, objetos duros dentro de los blandos pliegues de su ropa. Es el secreto que les ha ocultado a los avariciosos traficantes, su poder.
Su esperanza.
Al día siguiente, los traficantes acampan en un pequeño claro del bosque cercano a un arroyo. Zo oye correr el agua, un sonido tan espontáneamente alegre que le recuerda a la risa de un niño. Lamiéndose los resecos labios, echa un vistazo fuera de la jaula y ve una pequeña cascada salpicando animadamente sobre las rocas grises cubiertas de musgo y llenando un estanque redondo y turquesa, de unos dos metros de ancho, que a su vez fluye en cascada hacia un arroyo cantarín.
Qué cruel es que sus secuestradores permitan a los prisioneros oír y ver el agua, tan pura y fresca —sentirla, incluso, al recibir en sus polvorientos rostros un leve rocío que les lleva la brisa—, y no darles nada.
—¡Agua! —grita Zo, sacando los brazos y la nariz a través de los barrotes—. ¡Un poco de clemencia! ¡Dadnos agua!
—¡Callaos! —ordena el tuerto, levantando un palo para golpearles los brazos. Zo se acurruca contra el lado contrario de la jaula, abrazándose las rodillas. Desvía la mirada de la preciosa agua hacia el sendero forestal, deseando no oír cómo sus captores se salpican el rostro y permiten beber a sus sedientos caballos. Aproximándose hacia ellos por el camino, Zo atisba una mancha oscura. Para sus cansados ojos esta recuerda a la polvareda que anuncia el regreso de los soldados a Sardes.
A Zo le duele la cabeza del mareo mientras imagina que la nube que se les acerca es un grupo de guardias imperiales que vienen a rescatarla. Lo desea tanto, que casi es capaz de oír el rítmico golpeteo de los cascos de sus caballos. Sabe que es un espejismo causado por el hambre y la sed. Zo ve cómo en su sueño Kansbar se aleja corriendo de la orilla y ladra órdenes a sus hombres, que luchan por armarse apresuradamente.
Dos de ellos le ignoran, se suben a sus caballos, y entran al galope en el bosque, pero las flechas alcanzan a ambos jinetes, que caen de sus monturas al suelo muertos.
Kansbar se acerca a su jaula cuando le atraviesa la espalda una flecha, cuya afilada punta le sobresale por el pecho. Se tambalea hacia adelante, golpeando con su cuerpo la jaula de Zo al desplomarse sobre la tierra.
Zo acerca un dedo vacilante para tocar la gotita de sangre que ha manchado el barrote metálico, y lo retira asustada. Está húmeda. Esto no es un sueño, está ocurriendo de verdad.
En ese momento, algunos jinetes —ocho— entran al galope en el claro. ¿Quiénes serán? ¿Traficantes rivales? ¿Señores Aesarios?
No. Zo ve que son soldados imperiales persas. Lágrimas de alivio le recorren el rostro. Están salvados.
Sobre sus imponentes corceles, los soldados cuentan con la ventaja de la velocidad y la altura sobre los cuatro aterrados traficantes que tratan de huir blandiendo sus espadas. Un soldado clava una lanza en la tripa del gordo y calvo; otro dispara una flecha a los ojos del flaco.
Zo se agarra ahora a los barrotes con tanta fuerza que los nudillos se le vuelven blancos. Los hombres que mataron a Roxana están muertos.
Apenas minutos después de la llegada de los soldados, tras el remolino de gritos, maldiciones, ruido de pezuñas y polvareda, todos los traficantes yacen muertos sobre el suelo, donde se mezcla la sangre con el polvo. Zo no siente ninguna alegría, tan solo una sensación fría de justicia, al mirar a los cadáveres. Nada puede traerle de vuelta a su hermana.
El hombre que parece encontrarse al mando se acerca a las jaulas y les grita a sus hombres:
—¡Sacadlos! Quiero hablar con ellos.
Los soldados descabalgan de un salto y destrozan los candados con las empuñaduras de sus espadas. Las cadenas, al ser retiradas de los barrotes, provocan un chirrido que a Zo le resulta más placentero que la música de arpa.
Cuando Zo ve abrirse la puerta de su jaula, un sollozo le asciende por el pecho. De rodillas, avanza gateando, y el soldado la agarra por los brazos y la ayuda a descender del carro hacia el suelo. A punto está de caerse —tiene las piernas acalambradas por no haber podido erguirse tantos días—, pero él la sujeta.
Los otros prisioneros se dejan caer sobre el suelo, llorando de felicidad, dándoles las gracias a los soldados y elevando plegarias de gratitud a los dioses. Zo echa por fin una buena mirada a los tres chicos: son altos y guapos, con el cabello hasta los hombros. Los tres tienen el rostro magullado y los labios partidos.
El comandante desengancha la correa de su barbilla, se quita el casco apuntado y observa a los prisioneros. Es joven, advierte Zo. Unos veinte. Tiene una cara angulosa y atractiva, surcada por el sudor y el polvo, y su pelo es una húmeda maraña de tono castaño.
—¿Cuántos tenemos? —pregunta.
—Siete, mi señor —responde un soldado.
El comandante pasea su mirada por los prisioneros.
—Me llamo Oco, soy comandante del Decimoquinto Regimiento de Caballería, bisnieto de Artajerjes III, el Rey de Reyes. Llevamos cinco días siguiendo a estos traficantes de esclavos. Decidme, ¿quién de vosotros es esclavo y quién libre?
—¡Nosotros no somos esclavos! —grita uno de los chicos—. Somos hermanos y nos retrasamos al volver de cosechar en el trigal de nuestro padre. Estos hombres nos cubrieron la cabeza con bolsas de cuero y nos raptaron. Puedo llevaros a la granja de nuestro padre, Johar. Se encuentra entre las aldeas de Doma y Marzut.
—Nosotras tampoco somos esclavas —dice Minoo—. Vivimos en el pueblo de Pazan con nuestras familias.
El comandante asiente y camina hacia Kohinoor, a quien mira con interés.
—¿Y tú? —pregunta—. Habitualmente los traficantes no secuestran ancianos.
Ella alza sus empañados ojos de color púrpura y sonríe despacio, y él comprende.
—Ah —dice—. Veo que posees dones especiales que pretendían vender.
Entonces se vuelve hacia Zo.
—¿Y tú?
No puede decirle la verdad: que es la sobrina del rey Shershah de Sardes que se escapó como una idiota al caer la noche para casarse con un soldado raso y fue raptada por los traficantes de esclavos. Si volviera a casa, tendría que contarle a su tío y su madre que, por culpa de ella, han muerto Roxana y Jopata. Y que está embarazada. Y al Gran Rey Artajerjes le llegaría noticia de que él permite que gobierne Sardes alguien que ni siquiera es capaz de controlar a su familia.
Su regreso sería una desgracia en tantos sentidos que ni siquiera es capaz de imaginar cómo la castigarían. Incluso si le permitieran retomar su actividad de antes, se pasaría el resto de su vida escuchando a Roxana brincar y cantarles esas cancioncitas sin sentido a sus muñecas. Se pasaría el resto de su vida mirando a todo lo que se moviera —una sombra, un pájaro— confiando en que fuera esa pequeña figura a la que tanto quería, pero sabiendo que eso sería imposible.
No. No puede volver a casa.
Dos buitres planean sobre el cadáver de Kansbar, asustando a uno de los caballos, que resopla de forma sonora y agita sus bridas. El soldado que se encuentra junto a él le acaricia el hocico como si fuera una madre tranquilizando a un bebé inquieto. Zo reconoce el tipo de caballo: es un tesalio de color miel, de crines revueltas y ojos brillantes, un caballo muy infrecuente en Persia, dado que la gente culta desprecia todo lo que viene de la Grecia continental. Aun así, los caballos tesalios son famosos por su resistencia, y el rey Shershah tiene varios.
Zo pasea la mirada alrededor de los caballos. Lucen escarapelas doradas sobre los carrillos, sillas de montar rojas con los cuernos y el borrén repujados en plata, y faldones escarlatas con flecos plateados. Hay dos tesalios; dos árabes blancos de carrillos altos y perfiles finamente cincelados; un neseo con cabeza fuerte, anchos ollares y una cola siempre en movimiento; uno ágil y musculoso de la zona de Kirruri, y dos medos elegantes de patas increíblemente largas y bien torneadas. Es una manada muy valiosa e infrecuente para pertenecer a un regimiento militar. Sin embargo, Zo recuerda que Shershah le contó que Artajerjes disponía de los establos más grandes del mundo, con los mejores caballos, y rememora haber contemplado su magnífico desfile al entrar por las puertas de Sardes. Incluso su soldado de menor rango tenía una montura digna de un rey.
—¿Estás bien? —pregunta Oco, preocupado—. Te traeremos agua y comida en un momento.
Parece ser que tarda tanto en contestarle que él piensa que no es capaz de hacerlo.
—Gracias —responde Zo, lamiéndose los labios simplemente al pensar en el agua. Su voz suena como si acabara de tragar serrín—.
Los traficantes apenas nos dieron nada para comer ni beber estos últimos días. En respuesta a tu pregunta, soy hija de un criador de caballos —suelta la mentira rápidamente, con sencillez, como si se tratara de otro cuento para ir a dormir, de esos que le leía una y otra vez a Rosana—. Me dirigía con mi padre y sus hombres a ver algunos caballos poco frecuentes al pie de las colinas. Los traficantes mataron a tollos los hombres del grupo, incluso a mi padre... —se le quiebra la voz, le tiembla el labio inferior, y a pesar de estar inventando la historia, la desazón que siente es perfectamente real—, Y me capturaron a mí.
Oco suspira mientras abre los brazos en un gesto que incluye a tollos los prisioneros.
—Todos afirman ser libres —comunica a sus hombres, encogiéndose de hombros—. Pero nunca he estado en un mercado de esclavos donde alguno admita que lo es.
Se rasca la nuca y mira hacia los árboles, frunciendo el ceño.
—Llevaremos a la abuela —dice, señalando a Kohinoor— a su casa, para que no sufra mayor daño.
Zo se queda impresionada al ver que la adivina tenía razón. La está rescatando un caballero piadoso. El capitán no se la entregará a los Señores Aesarios.
—Y en cuanto al resto de vosotros —añade, girándose hacia ellos con una sonrisita exasperante—, os llevaremos a todos a Mileto, donde permaneceréis mientras enviamos a investigadores que confirmen vuestras historias. Si sois libres, os devolveremos a vuestras casas. Si no somos capaces de comprobar lo que nos habéis dicho, os venderemos como esclavos huidos para aumentar los ingresos del imperio.
Zo se detiene en seco. Ahora, a pesar del espectacular rescate, se encuentra en la misma situación que antes. Será vendida como esclava cuando se enteren de que no existe el criadero de caballos familiar ni nadie que pueda confirmar su identidad.
Necesita estar en una posición que le permita ir a las Montañas Orientales a cambiar su destino. Después, regresará al campamento de Cosmas, tendrán a su hijo y se sumirá en el más feliz anonimato como su mujer.
—Los prisioneros se sentarán bajo aquel árbol mientras limpiamos —dice Oco, señalando un roble grande, de ramas largas—. Dadles primero el agua y luego la comida. Parecen necesitarla inmediatamente.
Apoyándose en los soldados, el exhausto grupo avanza tambaleándose hasta sentarse sobre el polvo. Los soldados llenan grandes pellejos de cabra con agua fresca del estanque y le dan uno a cada prisionero excepto a Zo.
—No hay más odres, señorita —le comunica un soldado—. Cuando uno de los prisioneros acabe dentro de unos minutos, lo rellenaremos y os lo daremos.
Zo se humedece los labios de nuevo, reprimiendo las lágrimas. Unos minutos de agonía. Ninguno de los otros, que sorben ansiosamente, parece apresurarse demasiado en compartir su pellejo con ella. Desearía gritar de rabia al ver cómo el agua resbala por la barbilla y la garganta de Minoo al inclinar hacia atrás su odre. Minoo está desperdiciando el agua. A Zo se le ocurre ir a quitársela, o arrastrarse hasta el arroyo y meter la cabeza dentro, aunque en realidad duda que le queden fuerzas suficientes más que para seguir sentada esperando.
Una sombra bloquea el sol. Zo alza la vista. Arrodillado ante ella se encuentra el comandante, Oco, que ha llenado su casco de bronce con agua clara y fresca del arroyo.
—Bebe —sugiere, inclinándolo hacia ella mientras unas gotas brillantes caen, como si fueran relucientes diamantes, sobre sus rodillas.
En este momento, para ella tiene mucho más valor el agua que los diamantes. Pone sus manos sobre las de él y bebe dando unos enormes tragos. Sabe más rica que el mejor vino especiado cario. Cuando por fin se ha saciado, toma el casco de sus manos y se vuelca el resto del agua sobre la cabeza, sintiéndose deliciosamente refrescada y algo más limpia.
Oco ríe.
—Una gran idea —concede, recuperando su casco.
Un soldado le ofrece a Zo un cuenco de madera con aceitunas, dátiles y queso de cabra. Tiene los dedos sucios —¿por qué no se los habrá lavado en el agua del casco?—, pero come con apetito, riéndose a carcajadas al recordar cómo antes y después de cada comida el eunuco le vertía agua de rosas sobre unos dedos ya lavados y perfumados. Al tragar las aceitunas negras, se da cuenta de que nunca las había apreciado hasta ahora. Las aceitunas son el alimento de primera necesidad más corriente en cualquier mesa persa, incluso las más humildes. Ahora advierte que son tan ricas y sabrosas como la carne. Suspira encantada al morder la salada intensidad del queso de cabra y la potente dulzura de los dátiles.
Se le llena rápido el menguado estómago, y se echa hacia atrás contra el tronco del árbol, consciente de que debe ocurrírsele un plan para escapar. Algunos soldados alejan con gestos a los buitres y registran los cadáveres en busca de objetos de valor mientras otros examinan los caballos y carros de los traficantes. Pero echan frecuentes miradas a los prisioneros y probablemente los encerrarán para pasar la noche.
Su mirada sigue regresando a los caballos de los soldados. Y entonces tiene una idea. Se levanta sin mucha firmeza y se acerca andando a Oco, que está de pie junto al estanque, tan solo vestido con sus amplios pantalones de cuadros rojos y blancos y sus altas botas marrones, pues ha dejado sobre el suelo su camisa de malla y su túnica verde. Está llenando el casco de agua para lavarse con ella, y después frotándose la piel con una toalla. Tiene un pecho ancho, brazos musculosos y un estómago increíblemente bien definido, aunque su tersa piel morena está dañada por varias cicatrices irregulares.
Se vierte un casco entero de agua sobre la cabeza, lo coloca después en el suelo, y se pasa las manos por el cabello, limpiándolo de polvo y sudor. El agua le recorre el rostro y el cuello en pequeños riachuelos.
—Comandante Oco —dice Zo.
Y él abre los ojos. Son de un marrón dorado, del color de la miel oscura, pero brillantes y perspicaces. Completamente distintos de la luminosa profundidad de los de Cosmas, advierte Zo. Tiene la nariz algo ladeada hacia el pómulo izquierdo, deben de habérsela roto en una batalla o en una pelea. Zo nota que este hombre es un manojo de ambición, pura e impaciente, y duda, preguntándose si le servirá de algo su mentira con él.
Oco recoge la toalla, se escurre el agua del cabello y se seca los ojos.
—¿Sí? —pregunta, parpadeando.
—Vuestros caballos son... magníficos.
El sonríe y arroja la toalla al suelo.
—El rey, mi bisabuelo, es probablemente el mayor coleccionista y criador de caballos del mundo civilizado.
Ella vuelve a mirar a los animales. Los soldados han sacado bolsas de cereales de los carros de los traficantes y las han vaciado en los morrales, que ahora están colocando en los cuellos de los caballos.
—Supongo que no debería sorprenderme —dice Zo—. Hace doscientos años, el semental blanco favorito de un antepasado del Gran Roy, Ciro el Grande, se ahogó cruzando un río. Ciro quedó devastado por la pérdida. Ordenó a su ejército que pasara un verano entero repartiendo el río en tantos canales secundarios que acabó, efectivamente, secándolo como castigo. Solo un rey persa mataría un río por la pérdida de un caballo.
Oco sonríe, revelando unos dientes blancos perfectamente alineados.
—Es una historia que mi bisabuelo solía contar a menudo, una que sabía que conocería la hija de un criador de caballos. No te preocupes, chica. Te devolveremos pronto a tu granja. ¿Vive aún tu madre? ¿Tienes familia que pueda cuidarte?
—Sí —contesta Zo, mirando al suelo—. Es solo que... no me gustaría regresar sin acabar lo que pretendía mi padre. Conociendo el amor del Gran Rey por los caballos, mi padre deseaba regalarle el caballo más extraordinario que pudiera encontrar. Envió mensajes a todas partes para hallar un semental que fuera apropiado como regalo. Y oyó a unos campesinos hablar de una manada de pegasos. Nos dirigíamos hacia allí para encontrar y cazar uno. Pero fue entonces cuando nos tendieron la emboscada.
Oco levanta la ceja izquierda.
—¿Pegasos? Se extinguieron todos hace doscientos años o más.
—No —replica ella, manteniendo la voz serena y recordando las historias de la vieja Mandana—. Según un grupo de pastores con el que habló mi padre, hay una manada de pegasos en un valle cercano a los Acantilados Llameantes de las Montañas Orientales. Pastan en las praderas, pero cuando alguien intenta atrapar uno, salen volando hacia sus nidos.
La brillante mirada de Oco la taladra, como si estuviera buscando una mentira.
—¿Y tú sabes dónde están esos Acantilados Llameantes?
—Mi padre tenía un mapa —miente ella suavemente, sorprendida de la credulidad de Oco. Será el bisnieto del Gran Rey, y será capaz de localizar a un variopinto grupo de traficantes y matarlos, pero es un completo idiota. ¿Cómo van a estar unos acantilados en llamas? La historia entera es ridícula—. Lo estudié con él, pero el mapa se perdió cuando fuimos asaltados. Los acantilados están muy lejos en dirección al oriente, al final de una ruta que se desvía hacia el norte desde el Camino Real. Creo que podría encontrarlos —balancea el peso de un pie al otro—. ¿No podríamos capturar uno para ofrecérselo al Gran Rey? Eso cumpliría la última voluntad de mi padre. Y seguramente os ayudaría a ganaros el favor de vuestro bisabuelo.
Oco ladea la cabeza hacia la izquierda y se queda mirando a Zo fijamente antes de decirle:
—Hablas un persa precioso para ser una granjera. Tienes el acento de una rica dama de ciudad.
A Zo se le acelera el corazón. Baja la vista hacia su túnica y sus pantalones de chico, manchados y rasgados, y después le sonríe avergonzada.
—Supongo que os sorprenderá debido a los harapos con los que me vistieron los traficantes, pero mi familia hizo dinero con la cría de caballos. Vos mejor que nadie sabréis que la mayoría de los persas preferiría tener un espléndido corcel y una casa en ruinas a ser propietario de un ostentoso palacio y un rocín vencido. Mi padre contrató para mi educación a un tutor que había trabajado con familias nobles.
Los ojos ardientes de Oco la analizan durante un largo instante, y después grita:
—¡Soldados! Descansaremos esta noche aquí y llenaremos nuestros odres de agua. ¡Parviz!
Un hombre fornido se aproxima corriendo.
—¿Sí, mi señor?
—Mañana estarás a cargo del regimiento: llevaréis a la abuela a su casa y al resto de los prisioneros a Mileto. Quiero que a la primera luz del alba Payem y Javed hayan ensillado sus caballos y una montura para esta chica. Parto en expedición especial y me reuniré con vosotros allí cuando haya terminado.
Zo se sonroja del alivio. Seguramente en su excursión hacia el oriente encontrará la forma de escapar, de salvarse a sí misma y a su bebé.
De cambiar su destino y evitar casarse con Alejandro. De estar con Cosmas.
Oco recoge su camisa de malla y su túnica y comienza a caminar de vuelta hacia el campamento. De repente, se detiene, se gira y se acerca de nuevo a ella.
—¿Cómo te llamas? —le pregunta.
—Zo... tasha —contesta ella—. Me llamo Zotasha, pero podéis llamarme Zo.
—Bien, «Zotasha, pero podéis llamarme Zo» —dice, torciendo la boca en señal de alegría..., o disgusto cuando aprecia el estado de ella—, estás asquerosa. Si vas a ser mi compañera de viaje, necesitarás bañarle en el estanque, es decir, una vez que hayamos rellenado los odres y se marcha a comprobar su yegua.
Zo se pone de color escarlata. Menuda grosería. Todos los prisioneros apestan. Después de perseguir durante todo el día a los traficantes, el propio Oco no olía demasiado bien. Probablemente el Gran Rey Artajerjes ni siquiera sabrá el nombre de su bisnieto, engendrado por un hijo poco importante de un hijo poco importante en el vientre de una fregona de palacio o una campesina que le atrajera.
De todas formas, se librará de él pronto. Le arrastrará a la persecución más absurda posible, en pos de un caballo volador ya extinguido en un lugar inexistente y, cuando se despiste, Zo escapará como si fuera ella quien tuviera alas.