Capítulo 32

Aves... volando en círculo. Planeando. Cientos, quizás miles de ellas.

Y Ada, alta, morena y llena de plumas también, levanta los brazos a ambos lados en medio de todas ellas.

—Te toca a ti —dice, dirigiendo su ardiente mirada hacia Kat. Esos ojos oscuros que podrían devorarla.

Kat convoca silenciosamente a los pájaros, notando su estado de alerta. Con un siseo de plumas y garras, giran en círculos una y otra vez. Ye imágenes de nidos escondidos y presas que se escabullen, de huevos incubados y de otros podridos, que apestarán a pérdida y a yema. Nota la calidez del sol y la gelidez del viento y el efecto purificador de la lluvia. Nota cómo le corre por las venas el entusiasmo por el vuelo mientras gira en el aire, mientras traza círculos y planea.

Y entonces, ya no sigue volando, sino que cae, cae y los pájaros que revoloteaban a su alrededor se convierten en rostros humanos.

Ha regresado al palacio, pero a uno muy distinto del que dejó. Ahora está abarrotado de refugiados asustados y sus anímales. La biblioteca ya no tiene techo, y su fachada está negra como el hollín y agrietada por el juego. Tímandra le cuenta que los hombres han partido a la batalla, y que se ha pedido a las mujeres que permanezcan dentro de la seguridad de las murallas de palacio. Sin embargo, Kat es capaz de notar que esta orden no le ha sentado bien. Y eso es bueno para ella. Porque así podrá contar con la ayuda de Tímandra.

Pero lo que más la sorprende es la belleza oscura que da un paso adelante desde el lado de Arrídeo: Sarína, su joven doncella.

—Permitid que me una a vosotras —dice.

Kat se incorpora en el catre, con el sudor aferrado a su frente y espalda. Parpadea, y entonces vuelve a caer, de regreso al delirio, y la luz del alba que se desliza a través de los faldones de entrada a la tienda de campaña se convierte en fogonazos plateados.

 

 

No, es el río que discurre detrás del palacio de Pela, guiñándole un ojo, brillando como si fuera oro líquido bajo el sol naciente. Alza las manos e invoca, invoca con todo su poder. Pero no aves. Las viejas ánforas del almacén yacen tendidas por todo el campo de batalla, con sus anchas bocas bien abiertas. Guardias pálidos y doncellas con los ojos de par en par se echan hacía atrás mientras cientos de criaturas se arrastran y reptan hacia delante, una marea de serpientes y escorpiones, para entrar obedientes en el oscuro vientre de las ánforas.

Un dolor cortante tiñe el mundo de negro.

Pero en medio de la oscuridad, unos brazos la envuelven. Levanta la vista hacia el rostro de... Hefestión. Severo. Enfadado. Aliviado. La besa, con ternura, suavemente, como si ella fuera a convertirse en polvo por el mero contacto. Y entonces todo su cuerpo siente estar lleno de una luz reluciente y vibrante, y todo dolor se esfuma, y ella se estremece de alivio y placer y alegría. Y ya no ve el rostro de Hef sobre ella, rondando sobre ella, sino el de Jacob. Nunca se ha sentido tan amada. Ya no le importa..., ya no le importa hundirse en la oscuridad... mientras el amor permanezca a su lado.

 

 

 

K

at se incorpora sobresaltada. Se encuentra en un camastro estrecho en una tienda de campaña. Es por la mañana, puede notarlo: los faldones de entrada de la tienda están levantados y el aroma a fuego de campamento le acaricia la nariz. En el exterior oye el crujido de las botas y el grave murmullo de voces masculinas. Sentada en una silla a su lado está Ariadna, con la cabeza colgando hacia atrás y la boca abierta, una imagen cómica. Kat se ríe y Ariadna se incorpora, abriendo de repente mucho los ojos.

—¡Mi señora! —grita—. ¿Cómo os encontráis?

Kat no está segura de cómo se siente y se esfuerza por recordar qué ha ocurrido. ¿De verdad la besó Jacob? No, él estaba en el bando enemigo. No pudo haber llegado hasta ella. No lo habría hecho. Debe de haber sido un sueño.

O... ¿pudo haber sido Hefestión?

La herida..., tiene que ver la herida que derramaba tanta sangre que ella creyó que iba a morir. Se levanta la túnica las doncellas deben de haberle puesto una nueva—, pero solo ve un leve moratón allí donde una lanza desgarró el costado izquierdo de su abdomen. Tiene la extraña sensación de que el beso —se lo diera quien se lo diera— la curó.

—¿Tenéis hambre, mi señora? —le pregunta Ariadna.

Kat se da cuenta de que está famélica.

—Sí —contesta—. Me muero de hambre.

Ariadna asiente en gesto de aprobación.

—Veré qué puedo preparar con las provisiones que queden.

Se agacha para pasar bajo los faldones de la tienda justo cuando entra Hef. Se le ilumina el rostro cuando ve a Kat incorporada en la cama. Luce moratones alrededor del cuello como si llevara un torque con amatistas incrustadas, un vendaje en su brazo derecho y un gran cardenal gris que le cubre el centro de la frente. Además, le ve un largo arañazo en la mejilla, sobre el que se ha untado una pomada oleosa. Pero, por el resto, rezuma salud.

Ella no puede evitar recordar de nuevo el beso soñado.

—¡Kat! —Hef cruza el espacio de dos grandes zancadas y se sienta en el borde del catre. Después toma la mano de ella y la sujeta entre las suyas—. Anoche pensé..., pensé que te habíamos perdido.

—Pues —contesta ella— parece que no os vais a deshacer de mí con tanta facilidad —ella recupera su mano, sintiendo la urgencia de añadir rápidamente algo más—. Recuerdo... a Jacob encima de mí, con una espada. ¿Fue un sueño, Hef, u ocurrió de verdad?

—Sucedió —responde Hef, y entonces ella sabe, por su tono de voz, que Jacob intentó matarla.

Pero no puede ser. Jacob no lo haría. No podría.

Por supuesto, ahora es un enemigo de Macedonia. Está luchando para el otro bando.

Aun así, la mera idea la hace sacudirse como si tragara un veneno, haciéndola sentir repentinamente débil y mareada. Se resiste a creerlo.

En ese momento, se produce un revuelo fuera, y los ojos de Hef se ponen en situación de alerta.

—Tengo que salir. Pero volveré a ver cómo estás más tarde.

Entonces entra Alejandro, cruzándose con Hef sin mirarlo, y se arrodilla a su lado. Le pone la mano en la frente y la retira sorprendido.

—Estás..., estás...

—Mejor —sonríe Kat.

Álex sacude la cabeza maravillado.

—Le diste la vuelta a la batalla a nuestro favor —reconoce—. Sin esas ánforas, sin el león infernal, habríamos perdido. ¿Dónde has estado desde que escapaste de la mazmorra? ¿Cómo hiciste todo eso?

—Estuve en Caria —contesta—, donde aprendí muchas cosas.

Se queda mirando fijamente a Álex. Su hermano. Su gemelo. Ella está al tanto del secreto, pero él no. ¿Cómo reaccionará cuando se lo cuente?

Un espeluznante grito masculino desgarra el aire.

—Hemos colocado la tienda del médico cerca —comenta Álex, mientras una oleada de tristeza le cruza el rostro—. Probablemente eso sea una amputación. Muchos hombres han perdido brazos o piernas. Tres sufrieron cortes de espada en los ojos y se han quedado ciegos. Les he prometido que me aseguraré personalmente de que reciben las pensiones apropiadas para que puedan seguir manteniendo a sus familias.

—¿Hay muchas bajas? —pregunta Kat.

—Más de ochenta —Álex deja escapar una larga y lenta exhalación—. ¿Puedes ponerte de pie? Me gustaría enseñarte algo.

Ella asiente, aparta la manta y se incorpora de forma algo vacilante. En un segundo, Álex se coloca a su lado y la toma del brazo.

En el exterior, Kat contempla una pequeña ciudad hecha de tiendas de campaña que ha brotado durante la noche. El vapor se eleva desde las marmitas mientras algunos soldados remueven las vendas con palas de madera y otros cocinan estofados. Kat ve a un guardia que saca rebanadas de pan de un horno portátil del ejército y el estómago le ruge de envidia.

Algunos hombres cargan carros con lanzas y flechas rotas, arcos sin cuerdas, espadas y cascos agrietados, y corazas melladas para llevarlos a Pela a que sean reparados.

Más allá, en un lado del campo de batalla yacen apilados hombres y caballos muertos, las patas de estos últimos rígidas y estiradas. Los soldados los rocían con cántaros de aceite y libaciones de vino para aplacar a sus almas sedientas. La pira será encendida al anochecer con todo el ejército macedonio rodeándola y cantando himnos. Por la mañana echarán tierra sobre ella, creando una nueva colina, que se convertirá así en un monumento conmemorativo de la batalla.

Kat advierte que también hay aesarios recogiendo los cuerpos inertes de sus camaradas muertos sobre el dorso de sus escudos y llevándolos al otro extremo del campo, donde ellos están levantando su propia pira.

«Jacob». ¿Se estará llevando alguno de estos hombres el cadáver de Jacob? Se resiste al impulso de cruzar corriendo el campo de batalla gritando su nombre. ¿Pudo de verdad haberla traicionado? ¿Pudo haber tratado de matarla?

En ese momento se da cuenta de que él también podría haber muerto. Ahora ya estarán para siempre en bandos opuestos.

Cuatro hombres intentan sujetar un caballo que relincha en protesta mientras un veterinario le trata una herida de flecha en el flanco. Kat toma nota mentalmente de que debe volver allí —y allá donde esté el resto de caballos heridos— tan pronto como pueda.

—Podrás atenderle en un momento —dice Álex, con una ceja levantada—. Mira allí.

Un carro que arrastra a un caballo muerto por las patas se aleja lentamente, dejando expuesto lo que Álex quiere mostrarle. Se trata del tronco de un árbol desde el que se extiende una rama hacia cada lado como si fueran anchos hombros que se hundieran en el suelo. En su copa se asienta un casco con cuernos de bronce. Alrededor del tronco tiene atados una capa negra de cuero, una coraza plateada y unos pantalones de cuero; de cada una de las ramas cuelgan escudos aesarios por sus embrazaduras. A sus pies yace un montón de espadas, lanzas, flechas y cascos enemigos, así como cinco estandartes de batalla aesarios, desgarrados y salpicados de sangre.

El trofeo de la batalla.

Ha oído hablar de ellos, por supuesto, ha leído de su existencia en los textos de Homero y ha escuchado las historias de guerra de los viejos veteranos alrededor de los braseros invernales en Erisa. Pero nunca había visto uno.

Se acerca a él con cautela, como si fuera algo sagrado. Algo que, de algún modo, es. Se trata del primer trofeo de Álex.

—Victoria —dice ella, paladeando el sonido de la palabra.

—Tan solo en una batalla —la corrige Álex—. Aún tenemos que seguir luchando la guerra. Cuando los Señores Aesarios regresen, traerán a miles de hombres, no cientos, y nosotros tendremos que disponer de tantos como ellos, si no más. He enviado mensajes de la batalla a Filipo, solicitándole que mande refuerzos a casa para proteger Macedonia. También he pedido que vengan hombres de los fuertes militares que hay por todo el país y los territorios aliados —se pasa una mano por el cabello y continúa—: Con Filipo y su ejército ausentes, y tras el ataque aesario, temo que otros enemigos e incluso algunos de los considerados amigos aprovechen la oportunidad para invadirnos. Tracia siempre está al borde de la rebelión. Atenas defiende al tiempo a un bando y al contrario. Y a Persia nada le haría más feliz que conquistar Macedonia.

Dos buitres de cuello revuelto y cabezas calvas y rojizas se posan sobre la pira macedonia mientras los hombres que rocían aceite agitan los brazos y chillan para que remonten de nuevo el vuelo.

—Nuestra preocupación inmediata —continúa Álex— es un artilugio creado por los aesarios que escupe fuego como un dragón y puede incinerar las puertas de la ciudad. Los mercaderes macedonios han informado cómo lo han visto probar en la isla de Esfacteria y cómo lo han cargado en un barco que venía hacia aquí. Dispondremos a soldados vestidos de marineros y a estibadores para que lo busquen. Debemos interceptarlo. Nos queda mucho camino que recorrer, Kat.

Ahora. Debe contárselo ahora.

—Álex, hay algo que debes saber. Sobre todo, si existe la posibilidad de que todos muramos pronto —él la mira perplejo—. Cuando estuve en Caria, aprendí a dominar algunas habilidades que tengo desde que nací. Habilidades para comprender a los animales, por una parte. Aprendí a fortalecer esa comprensión, y no solo respecto a los animales, sino también... respecto a las personas. Y hay algo más. También me enteré de que tú..., de que tú eres... —el corazón le late tan rápido, que apenas es capaz de pronunciar las palabras—. Álex —dice, enderezando los hombros y alzando la barbilla—, eres mi hermano. Mi gemelo.

—¿Qué? —sus ojos se abren como platos y no es capaz sino de quedarse mirándola como un tonto durante lo que parece una eternidad. Cuando vuelve a hablar, es como si hubiera olvidado su propia voz, pues apenas susurra—: ¿Es eso cierto?

Ella asiente.

—Tú y yo tenemos un destino que cumplir. No sé aún cuál es, tan solo que debemos hacerlo juntos. Tu madre, nuestra madre —cómo odia referirse así para describir a Olimpia— quiso matarme. Es culpa mía que tú tengas una lesión en la pierna... —apunta señalándola, y él pone cara de asco—. Fue a causa del parto. Y ella quería castigarme —no menciona aún el Ritual de la Sangre y los Huesos. No lo hará hasta que lo comprenda mejor.

—¿Y cómo sobreviviste? —pregunta él con voz grave.

—Helena, la doncella de tu madre, le prometió a Olimpia matarme en el campo, donde evitaría la ira de las Erinias, y traerle mis huesos como prueba. Pero, en lugar de ello, Helena me ocultó en Erisa, me crió como si fuera su propia hija y me dijo que ella era mi madre. Pero entonces, un día, cuando tenía seis años, tu madre nos localizó y apareció con sus guardias en nuestra casa —ahí, Kat nota cómo le tiembla la voz, pero prosigue—: Acusó a Helena de ser una ladrona. Durante todos estos años, nunca he sabido qué le había robado. Yo creía que se trataba de un objeto de gran valor. No tenía ni idea de que lo que le había robado era... a mí —inspira profundamente—, Helena le dio a Olimpia una caja con huesos de bebé, pero los soldados la mataron de todas formas. Yo me había escondido en el arcón de la lana y pude verlo todo.

Un gemido grave escapa de la boca de Álex.

—Lo siento, Katerina.

—Imagino que finalmente se habrá enterado de que los huesos no eran míos —dice— y estará buscando a su verdadera hija. Cuando me encuentre, me matará.

Él la mira profundamente a los ojos, de forma penetrante, y ella se pregunta si él también comparte sus poderes, u otros parecidos. Aún les queda tanto por aprender el uno del otro, y de sí mismos.

Durante un largo instante se queda callado.

—Tú y yo tenemos muchos enemigos a nuestro alrededor —afirma finalmente—. Supongo que será mejor que no muramos pronto. Sería desperdiciar un legado.

—No podría estar más de acuerdo —contesta ella mientras lo mira a los ojos, tan diferentes de los suyos, y a pesar de ello, advierte, tan similares. Kat apoya la mano sobre la de él—. La guerra no ha hecho más que empezar.